1506. Crónicas europeas - Henk Boom - E-Book

1506. Crónicas europeas E-Book

Henk Boom

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¿Qué angustia mortal tiene Leonardo da Vinci? ¿Por qué no clavaron un asno a la cruz? ¿Debe mentir un monarca para poder gobernar? ¿Por qué ha tenido Miguel Ángel una disputa con el Papa? ¿Gira el Sol verdaderamente alrededor de la Tierra? ¿Sabemos cuándo vendrá el anticristo? ¿Por qué lleva El Bosco un embudo invertido sobre la cabeza? Cuando Henk Boom se mete en la piel del cronista Hendrick Vandenzavel hallamos una respuesta a todas esas preguntas. Vandenzavel hace un viaje por la Europa de 1506. El viejo continente se encuentra en un momento de transición entre la cultura de caballerías y el Renacimiento. Monarcas, pintores, filósofos y papas viven a la sombra del Juicio Final y del Nuevo Hombre. Aún no puede hablarse de formación de naciones, a excepción de España y Francia. Alemania consta de siete estados federados, cada uno con su propio príncipe elector independiente; por encima de ellos está el rey. Italia es la suma de varias repúblicas, ducados y ciudades-estado que luchan entre sí. Florencia es un centro de poder territorial y de arte divino, aunque en 1506 los Médicis han pasado a un segundo plano. Roma es la capital de un estado eclesiástico en crecimiento. Venecia se arma contra los turcos, contra los franceses, contra el Papa y contra Maximiliano I. Los reyes franceses se encargan de Bretaña, Milán y Borgoña. Lo que queda del reino borgoñón son "las tierras de allende": Zelanda, Holanda, Brabante, Flandes, Artois, Namur y Henao. Aragón tiene problemas con sus posesiones en Nápoles. Y en España hay una dura lucha por la corona de Castilla que finalmente se dirime con la llegada de Carlos I (Carlos V en los Países Bajos), hijo de Felipe el Hermoso y Juana de Castilla. Durante su viaje, Vandenzavel mantiene entrevistas con coetáneos como Maquiavelo, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Durero, Erasmo, Juana la Loca y El Bosco. Sigue la pista del anticristo, escucha las teorías de Copérnico y se deja seducir por el amor al que cantó Dante Alighieri.

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PAPELES DEL TIEMPO

www.machadolibros.com

Ilustración de portada: La obra maestra de Luca Signorelli es la decoración al fresco de la Capilla Nueva en la catedral de Orvieto. Signorelli realizó entre 1499 y 1504 un gran ciclo de pinturas murales, representando un Juicio Final cargado de dramatismo y tensión en la zona de los condenados. Sus frescos con el anticristo, la resurrección de los muertos y el Juicio Final, presentan una variedad de actitudes en los cuerpos desnudos y una violencia expresiva sin parangón en su época.

Ilustración siguiente (pág. 5): El Parnaso (1497). Obra del pintor italiano Andrea Mantegna que murió en el año 1506. En esta obra aparecen Venus (diosa del amor) y Marte (dios de la guerra), de cuya unión nació Anteros, el dios que espanta el amor en lugar de provocarlo, como hace su hermano Cupido. Las bailarinas son ninfas que bailan en honor de los amores de los dioses. Mercurio, con el caballo Pegaso, lo observa todo como mensajero de los dioses. El destino de este cuadro era el studiolo de Isabella de Este, la duquesa de Ferrara. Andrea Mantegna fue uno de los pintores más importantes del sigloXV en el norte de Italia. Maestro de la perspectiva, contribuyó de manera destacada al desarrollo de las técnicas compositivas de la pintura renacentista. (Museo Louvre, París.)

1506. CRÓNICAS EUROPEAS

De cómo un viajero conoce a Juana la Loca, Maquiavelo, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Erasmo, El Bosco...

Henk Boom

Traducción de Ana M.ª Crespo Solans

PAPELES DEL TIEMPO

Número 11

La Fundación Carlos de Amberes –estrechamente vinculada por su origen y fines fundacionales a los territorios que vieron nacer a Felipe I el Hermoso, Rey de Castilla, León y Granada y príncipe de Aragón y a Europa– aceptó con entusiasmo la idea de conmemorar su muerte, en Burgos, España, hace 500 años, a través de diversas actividades: una de ellas es la traducción, gracias al apoyo de la Fundación para la Producción y Traducción de Literatura de los Países Bajos y de la Embajada del Reino de los Países Bajos en Madrid, y la coedición con A. Machado Libros de este volumen escrito por el periodista Henk Boom.

Los demás Actos Conmemorativos del V Centenario de la Muerte de Felipe el Hermoso, cuya presidencia de honor han aceptado S.M. Juan Carlos I de España y S.M. Alberto II de los Belgas, incluyen una exposición en la Casa del Cordón, Burgos, de septiembre a diciembre de 2006 y posteriormente en la Iglesia de Nuestra Señora, Brujas, de febrero a abril de 2007; conciertos en la Casa del Cordón en Burgos el día de su fallecimiento, en la Catedral de Valladolid, en el Monasterio de las Reales Descalzas en Madrid y en el Hospital Real en Granada; la producción de un CD doble y otro sencillo con la música que acompañó a Felipe el Hermoso en sus viajes por España y la edición de la monografía «Felipe I, el Hermoso. La belleza y la locura».

Título original: 1506. Ed. Van Halewyck (Lovaina) y ed. Balans (Amsterdam), 2005

© Henk Boom, 2006

© De la traducción: Ana M.ª Crespo Solans, 2006, con la colaboración de:

   Embajada del Reino de los Países Bajos

   Fondo para la Producción y Traducción de Literatura de los Países Bajos (NLPVF)

© Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5

Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (MADRID)

[email protected]

www.machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-163-1

Índice

Introducción. La máquina del tiempo

Prólogo. La nueva forma de vivir y pensar

Capítulo 1. La Santa Sede

Capítulo 2. El reinado del anticristo

Capítulo 3. Amado y temido

Capítulo 4. Una obra maestra

Capítulo 5. El segundo documento

Capítulo 6. La Santa Ana

Capítulo 7. En nombre de Dios y de los beneficios

Capítulo 8. El sueño del caballero Teuerdank

Capítulo 9. La sonrisa del alma

Capítulo 10. ¿Gira el Sol alrededor de la Tierra?

Capítulo 11. Imágenes que hablan

Capítulo 12. El abanico de Lucrecia Borgia

Capítulo 13. Los monjes son unos zoquetes

Capítulo 14. El Nuevo Mundo

Capítulo 15. El cuerpo en la sacristía

Capítulo 16. Toda carne es hierba

Epílogo

Cronología

Y además...

Bibliografía

Hijos míos, es la última hora. Habéis oído que iba a venir un anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que es ya la última hora.

1 Juan 2,18

¿Qué otra cosa devorará el fuego eterno más que vuestros pecados?

Tomás de Kempis (1379-1471)

Ha vuelto a brillar la luz que casi se había apagado para las Artes Liberales: la gramática, la poesía, la retórica, la pintura y escultura, la arquitectura, la música y todo ello en Florencia. Además estos tiempos han devuelto algo que se veneraba en tiempos antiguos pero que prácticamente se había destruido desde entonces.

También se han descubierto aparatos capaces de imprimir nuestros libros.

Marsilio Ficino (1433-1499)

Mapa de Europa, principios del siglo XVI, con los cuatro grandes reinados: Castilla, Aragón, Austria y Borgoña.

Introducción

La máquina del tiempo

El autor de este volumen, Henk Boom, se sirve de técnicas periodísticas para llevarnos de viaje por lo mejor de Europa y de sus gentes a la altura de 1506. Se trata de un libro que inicia su andadura junto a las conmemoraciones del V Centenario de Felipe I el Hermoso. Sus páginas pretenden recrear la vida de los personajes coetáneos de ese Felipe I, que de Borgoña vino, con los estados de Flandes a cuestas y con gran acompañamiento de nobles y archeros además de un impresionante séquito al que se sumaron la mayoría de los notables castellanos, presurosos de acudir en socorro del que pronosticaban como vencedor.

Eran los mismos que acababan de abandonar al rey Fernando el Católico. Nuestro autor nos lleva de la mano al encuentro entre suegro y yerno que iba a tener lugar en la Puebla de Sanabria el 22 de junio y a la firma de los acuerdos celebrado en la iglesia de Villafáfila (Zamora) apenas cinco días después, el 27, donde constan las renuncias del primero en favor de sus «amados hijos Juana y Felipe».

El relato que nos hace Henk Boom en las apasionadas y apasionantes páginas que siguen da cuenta del impresionante contraste entre el gran acompañamiento de Felipe y la espectacular soledad de Fernando seguido tan sólo por el duque de Alba, el conde de Cifuentes y un tercero cuyo nombre no revelan las crónicas.

La pluma de Henk Boom nos da ocasión de recuperar el ambiente pictórico, artístico, literario, poético, científico, musical y arquitectónico de aquel momento crucial, condensado en 1506. Este es el año en que muere a los 28 años de edad el primero de nuestros Felipes, del que deriva la nueva dinastía de los Habsburgo con la que se incorporan a los estados del Rey Nuestro Señor las diecisiete provincias de Flandes y el ducado de Borgoña. De su mano llega también la Orden del Toisón fundada por Philippe Le Bon. Porque los españoles no hemos caído en la cuenta de que si tuvimos Felipe II antes hubo de estar precedido por otro Felipe I que siempre hemos llamado sin ordinal alguno Felipe el Hermoso.

La presencia de los españoles en Flandes ha sido descrita con los tintes sombríos de la Leyenda Negra, pero apenas se registra cómo de Flandes vinieron Felipe I el Hermoso y luego su hijo Carlos I, nacido de él y de la reina Juana en Gante, para gobernar los reinos de Castilla y Aragón y los dominios ultramarinos. De hecho el oro y la plata llegaban de América y pasaban por España pero terminaban en Flandes. De modo que los españoles, como repetiría siglos más tarde Miguel de Unamuno, pasaban a ser los indios de los flamencos, instalados entonces con los nobles de esa misma procedencia, que les acompañaron para ejercer el poder de los reinos peninsulares.

En el libro de Henk Boom se unen el oficio del gran periodista, curtido como corresponsal de los periódicos holandeses y belgas de expresión neerlandesa, que ha viajado por todos los hitos culturales de Europa, que tiene probado interés por los asuntos dinásticos, históricos, científicos, religiosos, artísticos y culturales y que pulveriza la distancia de los siglos y remonta la evolución de las costumbres como si nos invitara a cabalgar la máquina del tiempo subidos a la grupa de Clavileño en los jardines del duque.

Nuestro autor nos proporciona en su viaje encuentros para dialogar con Nicolás Maquiavelo en Florencia o con Leonardo da Vinci en Milán, donde andaba pintando desde hacía siete años La Última Cena en el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie. También para asistir al descubrimiento de la escultura de Laocoonte por el papa Julio II y las reclamaciones airadas de Miguel Ángel por los incumplimientos de Su Santidad entregado a la construcción de la basílica de San Pedro que dirigía Bramante.

Lector amigo, pasa adelante y déjate imbuir en las páginas que siguen por la historia de ese año de 1506 que marcó rumbos decisivos.

Miguel Ángel Aguilar

Prólogo

La nueva forma de vivir y pensar

¿Qué sería la historia sin cronistas? Pues nada. Sin crónicas antiguas sobre lo que pasaba los historiadores no tienen acceso a las fuentes más directas, más válidas y más detalladas para reconstruir (y a veces para redactar de nuevo) la historia. Hace unos quinientos años casi cada corte en Europa tenía su cronista oficial. Ellos se dedicaban a la propaganda deseada por el Papa, el rey o el duque. Luego había los cronistas que viajaban por cuenta propia por los caminos de Europa, a veces como peregrinos, para satisfacer sus curiosidades y las de sus clientes. Como el cronista italiano Benedetto Dei que viajaba por Italia en el siglo XVI, haciendo boletines informativos para los duques de Ferrara y Mantua. Sus crónicas empezaron con las palabras «lo ve mando nuove da...» (mando noticias de..) o «lo ciertoficho che...» (es cierto que...).

Hendrick Vandenzavel, un cronista ficticio de Bruselas, realiza un viaje por Europa que empieza en Roma en torno al cambio del año 1505 a 1506. El lema de su viaje lo ha tomado de Dante Alighieri (1265-1321): «Cuando el amor suspira en mi interior, dice algo en lo que reparo y cuyo significado busco». Su papel de cronista se limita a advertir los detalles relevantes y a hacer preguntas. No juzga, sino que transmite lo que otros piensan. En su estilo y en sus técnicas de hacer reportajes y entrevistas Vandenzavel es más que un cronista del siglo XVI. Él es el periodista moderno. En la crónica es el anacronismo hecho carne.

Vandenzavel conoce bien el mundo de la diplomacia y de la Iglesia. En su periplo consigue rápido acceso a los círculos más altos. Domina varios idiomas, entre ellos, el latín. Está familiarizado con las Bellas Artes. Conoce la obra de pintores que posteriormente adquirirán fama mundial, como los Primitivos Flamencos. La Divina Comedia de Dante y la Biblia son para él libros de cabecera. Asimismo ha leído con sumo interés la profecía apocalíptica con la que el médico e historiador alemán Hartmann Schedel (1440-1514) en su Liber Chronicarum aparecido en Nuremberg en 1493 advertía que el fin del mundo estaba cerca. Es una predicción que ya muchos antes de él habían hecho en la Edad Media. El médico alemán basaba sus pronósticos sobre la llegada del anticristo, entre otras cosas, en el Evangelio de San Juan que dice: «Y éste es el espíritu del anticristo del que has oído que vendrá y que ahora está en el mundo».

La cúpula de la catedral de Florencia. Obra de Felippo Brunelleschi, el más célebre arquitecto italiano, considerado uno de los creadores del estilo renacentista.

Durante el recorrido por Europa el cronista de Bruselas se verá confrontado con un interés cada vez mayor por la devotio moderna, una interpretación del cristianismo enfocada a las vivencias interiores y personales. El origen de la misma se remonta a mediados del siglo XVIII en el valle del IJssel, un río en el este de los Países Bajos. Sus seguidores pretenden revivir el cristianismo original a través del recogimiento espiritual tal como Jesucristo lo había llevado a la práctica.

Lo que más impresión le causa a Vandenzavel, sobre todo en Italia, es el giro radical en la forma de pensar del ser humano. En estos nuevos tiempos es testigo de cómo no sólo se le presta atención al pecado del hombre, sino también a aquello que es especial en el ser humano. Tal como escribió el humanista italiano Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) en su ensayo De hominis dignitate oratio: «He leído en los libros1 de los árabes que no hay nada más sorprendente en este mundo que el hombre».

La llegada del anticristo. (Ilustración del Liber Chronicarum de Hartmann Schedel.)

¿Por qué Vandenzavel hace su viaje en el año 1506? Es cierto, algunos actores principales en la historia fallecieron en este año: Cristobál Colón, el descubridor del Nuevo Mundo; Andrea Mantegna, un pintor fundamental para los bellas artes del renacimiento, y sobre todo Felipe el Hermoso, nacido para dar un giro al desarrollo político de Europa. Pero no tuvo tiempo. Murió bastante joven.

Todavía no sabemos con certeza qué pasó el 25 de septiembre de 1506 en Burgos. ¿Le envenenó su suegro o falleció después de haberse bebido unos cuantos vasos de agua helada tras volver empapado en sudor de jugar un juego de pelota? Lo único que nos consta es que el joven Felipe el Hermoso, que a la sazón tenía veintiocho años, falleció en circunstancias aún sin esclarecer. Hijo de Maximiliano de Austria y María de Borgoña entró a formar parte de la historia actual de Austria, Bélgica y Holanda como el último monarca de la casa de Borgoña. Por su matrimonio con la hija de los Reyes Católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, se diluyó en la historia española como Felipe I.

De haber vivido más tiempo, Felipe el Hermoso habría jugado un papel esencial en el futuro de Europa. Tenía además varios ases en la manga del juego por el poder en el que participaban las monarquías europeas. ¿Era Felipe partidario de una alianza con la casa real francesa o quería continuar la política de sus padres y de sus suegros, quienes pretendían someter a Francia, cercándola, con el vínculo matrimonial entre la casa de Habsburgo y los Reyes Católicos? Tras el fallecimiento de su suegra Isabel la Católica en 1504, se había iniciado una dura lucha por la corona de Castilla. La infanta Juana era, tras la muerte a temprana edad de su hermano Juan, la heredera legítima, a no ser que por incapacidad de doña Juana la regencia correspondiera al rey Fernando por disposición testamentaria de la reina. Pero en la meseta castellana también veían a Fernando como un «extranjero».

Hay más motivos para mandar a Hendrick Vandenzavel por los caminos de Europa. Lo que ni Felipe el Hermoso ni su suegro podían sospechar entonces es lo que sabemos ahora: 1506 fue un año que supuso una ruptura en la historia. Por un lado, la cultura de la caballería se iba apagando a la vez que por otro empezaba a seducir la luz del Renacimiento. Por una parte aún reinaba el temor al Juicio Final pero por otro irrumpían en Europa tiempos nuevos llenos de esperanza. En 1492 se descubrió el Nuevo Mundo y en 1520 el cisma en la Iglesia era completo. El año 1506 estaba exactamente en medio de los dos. Era un período de transición en el que «la forma de la vida y del espíritu estaba cambiando», tal como Johan Huizinga proclamó en su obra principal sobre la Edad Media. «La marea del mortal renegar de la vida estaba cambiando. Iban a empezar a soplar nuevos vientos frescos y racheados de cambio.»

El nacimiento de Eva. (Ilustración del Liber Chronicarum de Hartmann Schedel.)

Con esta nueva forma de vivir y pensar como telón de fondo, Vandenzavel atraviesa un continente que marcha a la deriva. Su viaje comienza con la pregunta sobre el lugar donde se encuentra el papa Julio II y hasta qué punto ha cambiado algo a mejor desde la muerte del papa Alejandro VI en 1503. Con la Biblia y el libro de Mirandola en calidad de guías de viaje, éste lleva en el segundo capítulo a los frescos de Signorelli en Orvieto. ¿Tenemos que someternos al anticristo o podemos descubrir el futuro con nuestras propias fuerzas? Desde Orvieto, el viaje lleva hacia Volterra donde tiene una entrevista con Maquiavelo, el reformador por excelencia en asuntos políticos. Luego, en Florencia, el viajero bruselense tiene un encuentro con el escultor Miguel Ángel, muy seguro de sí mismo.

Marsilio Ficino (izquierda) y Cristoforo Landino, dos miembros de la Academia, dedicada a Platón. De Ficino y de su Academia todo el Renacimiento extrajo su inspiración más intelectual y espiritual. (Detalle de un fresco de Domenico Ghirlandaio.)

Seguidamente el viaje prosigue a través de Génova hasta España. Colón ha muerto en Valladolid. En el pueblo Villafáfila el cronista es testigo de un encuentro extraño entre Felipe el Hermoso y su suegro Fernando de Aragón. Siguiendo la huella de las casas reales, el viaje continúa hasta Amboise para una meditación sobre Ana de Bretaña, esposa de dos reyes franceses. De vuelta al sur, el cronista hace escala en Augsburgo para reunirse con Jacob Fugger, el primer banquero europeo. En Austria se observa con todo detalle la política matrimonial de los Habsburgo y el temor de Maximiliano I ante los turcos.

De regreso a Italia, el autor se encuentra en Milán donde tiene una charla interesante con el uomo universale, Leonardo da Vinci. En Padua escucha dudas sobre la teoría de Ptolomeo y las ideas revolucionarias que tiene Copérnico sobre la tierra y el sol. En Venecia el pintor alemán Alberto Durero acaba de terminar una obra muy importante. En Ferrara el cronista se sienta a la mesa frente a frente con Lucrecia Borgia, la hija del papa Alejandro VI. Y en Bolonia, junto con Erasmo, es testigo de la entrada triunfal del ejército del Papa. Erasmo gime y se rebela contra la Iglesia y la guerra.

El Juicio Final según Rogier van der Weyden. (Museo de Bellas Artes, Lille, Francia.)

De vuelta a España, Vandenzavel habla en Sevilla con Américo Vespucio y se entera de que es cierto que Colón ha descubierto un Nuevo Mundo. Después recibe noticias tristes: Felipe el Hermoso ha muerto. Ya en Torquemada describe la situación siniestra en la que se encuentra Juana de Castilla, embarazada y continuamente en presencia del cuerpo de su esposo. Con el enviado del fallecido Felipe, Vandenzavel regresa a los Países Bajos donde, en Den Bosch, contempla un tríptico con un insólito simbolismo: La creación del mundo. Allí se produce un encuentro curioso con el autor del mismo, El Bosco, y se le informa con todo detalle sobre el lienzo El Carro de Heno y sobre la devotio moderna en los que El Bosco basa su obra.

Su viaje finaliza en una casa señorial en Malinas en la que cuatro hombres –Jerónimo, Adriano, Cristóbal y Pedro– mantienen una conversación sobre el anticristo. La charla –al estilo de Erasmo– se ve interrumpida repentinamente con una tormenta infernal cuando parece estar próximo el Juicio Final. La crónica finaliza en mitad de una frase. Porque la historia no tiene final.

Excepto alguna anécdota aislada y el cronista mismo, todos los sucesos han acaecido verdaderamente en la misma cronología y con los mismos personajes, gracias a los cronistas verdaderos de esa época y los historiadores que han utilizado sus crónicas para editar sus versiones de la historia. Este libro puede considerarse pues como una retrospectiva de la Europa de hace cinco siglos que a la sazón, al igual que en la actualidad, se encontraba en un turbulento período de transición.

¿Y qué más? Bueno, como el escritor francés Louis Ferdinand Celine apuntaba en su novela Viaje al final de la noche: «Viajar es muy útil. Estimula la imaginación. El resto es sólo pérdida. Nuestro viaje aquí es completamente imaginario. Va de la vida a la muerte. Es una novela, no es más que una historia inventada. Y por cierto, todos pueden hacer lo mismo. Sólo hay que cerrar los ojos. Está al otro lado de la vida».

Notas al pie

1 Desde la invención de la imprenta en 1455 se publican muchísimos libros. Los editores de ciudades como Amberes, Basilea y Venecia trabajan a destajo. Con la impresión de libros se extienden las críticas a la Iglesia. Bajo el título Index Librorum Prohibitorum el papa Alejandro VI promulga una bula en 1501 con la que por primera vez se aplica la censura a libros publicados. Pero no logra impedir que la impresión de libros sea cada vez más popular. Europa cuenta en 1506 con más de 1.000 imprentas que han publicado al menos 35.000 libros distintos de los que hay diez millones de copias en circulación.

Capítulo 1

La Santa Sede

El viaje dio comienzo en 1506 en Roma, una ciudad de decadencia y depravación moral. En su Elogio de la locura Erasmo describiría algunos años más tarde lo que Vandenzavel encontró allí: «Y después están los papas, que son los representantes de Cristo; si intentaran imitarle en su forma de vida, en su pobreza, en sus obras, en su doctrina, en la cruz; si pensaran en lo que quiere decir su nombre, Papa, el padre, o en la denominación Santo Padre, ¿podemos imaginar algo más triste en el mundo que eso?».

Cuando el cronista bruselense llegó, había mucha agitación. En la ciudad eterna era desenterrada la famosa escultura de Laocoonte y sus hijos . Al mismo tiempo Roma era una ciudad llena de interrogantes: «¿Siguen siendo los cardenales los guardianes de la sociedad? ¿Está la Iglesia en venta? ¿Y qué hace el Santo Padre en las viñas del Señor?». Aún estaban vivos los recuerdos de Sodoma y Gomorra durante el régimen del papa Alejandro VI.

Es en esa Roma donde se vendían las indulgencias como si se tratara de mercancías. Eran principalmente los monjes mendicantes los que se descollaban como astutos comerciantes en ese negocio. Su excusa era: «Una limosna para la Cruzada contra los turcos». Pero, en realidad, con el comercio de esas indulgencias estaban llenando las arcas de la curia con las que debía financiarse la expansión militar de la Santa Sede. El poder secular era tan codiciado en Roma como lo era la hostia para los creyentes. Así los intereses profanos suplantaban a los valores sagrados. «Nuestras iglesias, sacerdotes, altares y plegarias, sí, incluso nuestro cielo y nuestro Dios están en venta», decían los habitantes de Roma mientras se quejaban del hedor de los establos de Augías en su ciudad.

Vista de Roma. Ilustración del libro Viaje a la Tierra Santa de Breidenbach (1498). (Biblioteca Nacional, Madrid.)

ROMA, PRINCIPIOS DE ENERO DE 1506

Roma rebulle de excitación. Las campanas festivas, que repiquetean un aleluya tras otro por toda la ciudad, pueden oírse a muchas leguas a la redonda. Los tonos broncíneos reverberan en los muros del castillo de Sant Angelo. ¡Qué manifestación de alegría! La gente se asoma a las ventanas llena de asombro para ver qué ocurre por la calle. El coro que a diario entona sus voces en la Capilla Sixtina se ve interrumpido. Incluso las cabras que tan apaciblemente pastan todos los días en Campo Caprino están inquietas. La gente en el mercado se pregunta extrañada qué habrá ocurrido. ¿Habrá tenido el Papa descendencia una vez más? ¿Habrá anunciado el arcángel San Gabriel la llegada de un nuevo Redentor? ¿Tal vez se acerca finalmente el día del Juicio Final?

El bullicio tiene, no obstante, otro origen. En un viñedo romano, no lejos de Santa Maria Maggiore y próximo a la antigua Domus Aurea, la Casa de Oro que Nerón mandó construir en el año 64 d.C. tras el incendio de Roma, se ha desenterrado la famosa estatua del período helenístico El Laocoonte y sus hijos. Roma lo vive como un acontecimiento extraordinario. La estatua realizada unos siglos antes de Cristo por Hagesandro, Atenodoro y Polidoro, originarios de Rodas, muestra cómo el sacerdote de Apolo, Laocoonte, y sus dos hijos son asfixiados por una serpiente marina tras sus infructuosos esfuerzos por convencer a sus conciudadanos en Troya de que el caballo de madera que se encontraba a las puertas de la ciudad era una artimaña griega. El escritor romano Plinio el Viejo dijo en su tiempo que la impresionante escultura era mejor que todo lo que la pintura y la escultura habían creado hasta ese momento. En las crónicas de su tiempo la describió como «hecha de un único bloque de mármol».

El 14 de enero de 1506 se descubrió la famosa escultura de la Grecia clásica «Laocoonte y sus hijos». En la mitología griega Laocoonte (en griego Laokóon) era el sacerdote de Apolo Timbreo en Troya, casado con Antiopa y padre de dos hijos. Después de que los sitiadores aqueos hubieran simulado una retirada falsa, los troyanos encontraron un caballo construido de madera en las puertas de Ilión. Laocoonte alertó de que dentro del caballo podía haber tropas aqueas y sugirió quemarlo. Pero las tropas troyanas no le hicieron caso. En su osadía lanzó palos en llamas con el propósito de quemar el caballo de madera; en el instante que esto ocurre dos grandes serpientes emergen de las aguas y devoran a sus hijos; perplejo se lanza en lucha contra las serpientes donde también resulta devorado.

El papa Julio II, rodeado por soldados de la recién nombrada guardia suiza, observa con sus propios ojos el hallazgo. «¡Viva el Papa!», exclaman algunos peregrinos. Por sus exclamaciones es evidente que vienen de España. Resulta extraño que una única persona tenga el privilegio de explicarle al Santo Padre punto por punto el porqué de la importancia del hallazgo. Tras algunas averiguaciones Hendrick Vandenzavel se informa de que se trata de un tal Miguel Ángel, un escultor obstinado que ha adquirido una fama notable en Florencia ahora que el Santo Padre le ha encargado la construcción de una tumba celestial. Se diría que al Papa le fascina el escultor.

Caminan por el terreno gesticulando y discutiendo con vehemencia, mientras que los soldados mantienen a los curiosos a una distancia prudencial con sus alabardas. No hay ninguna duda: también el Papa considera el hallazgo de la estatua de más de dos metros de altura como un nuevo punto culminante del interés que escultores, arquitectos, poetas y filósofos muestran por las Bellas Artes de griegos y romanos. Ese interés comenzó ya en 1345 cuando el poeta Petrarca encontró en la biblioteca de Verona las cartas del estadista y filósofo romano Cicerón, que vivió en el siglo I antes de Cristo. Cien años antes, el entonces secretario del Papa, Leonardo Bruni, comenzó a hacer que el mundo se interesara por el trabajo del filósofo griego Platón. Esa labor fue retomada con sumo entusiasmo por los recién fenecidos filósofos Pico della Mirandola y Marsilio Ficino. No era pues de extrañar que con el hallazgo de la escultura de Laocoonte renaciera el interés por la antigüedad griega y romana como si se hubiera desarrollado muy poco antes.

Una vez que ha pasado la exaltación inicial y que la vida diaria en Roma retoma su curso, los más ancianos habitantes de la ciudad recuerdan acontecimientos similares de antaño. El tema principal de la conversación en las tabernas es el caso acontecido poco menos de veinte años atrás, cuando entre las ruinas de un convento en la Via Appia desenterraron un sarcófago de mármol. «Julia, hija de Claudio» era la misteriosa inscripción en la tapa de féretro. Una vez que retiraron ésta, no sin cierta dificultad, se produjo una gran conmoción. Las paredes del féretro eran de una belleza asombrosa, de un blanco inmaculado. En el sarcófago reposaba el cuerpo embalsamado de una joven de gran hermosura. Debía de tener unos quince años, presentaba los ojos entornados y los labios entreabiertos. «De no saber que está muerta, podría parecer que aún respiraba», recuerda un testigo como si fuera ayer. «Mientras que debe de llevar ahí varios siglos muerta», añade de forma redundante.

«Es la primera vez que contemplo semejante belleza en una mujer», suspira otro. Es una buena fuente, porque estaba en primera fila cuando abrieron el sarcófago. Julia –éste era sin duda alguna su verdadero nombre– fue trasladada con gran solemnidad al palacio de los Conservadores en el Capitolio. La noticia de su singular aparición corrió como un reguero de pólvora. Días más tarde el Capitolio estaba cubierto de flores magníficas como nunca en Roma habían visto antes. A ninguno de los papas fallecidos con anterioridad se le habían tributado tantos honores con velas encendidas como a esta misteriosa virgen. A ningún santo se le había recordado antes con tantas flores. Para el pueblo era la nueva Virgen. Hasta que el papa Inocencio VIII, alarmado por estas creencias populares paganas que se extendían con una rapidez pasmosa, ordenó enterrar el cuerpo con el sarcófago. Fue así como Julia desapareció bajo tierra en mitad de la noche en un lugar cuya ubicación sigue siendo uno de los secretos mejor guardados de la Santa Sede.

Tal como experimenta Vandenzavel durante su segunda estancia en Roma no sólo se trata de la Ciudad Eterna, sino también de la Ciudad Prodigiosa en la que el milagro rivaliza con el misterio. Unos días después del descubrimiento del grupo escultórico, mientras visita al padre Domenico en la abadía de Santa María de los Siete Dolores, requieren la presencia del sacerdote –a quien Vandenzavel conoció durante su primer viaje a Roma– para un asunto urgente. El padre Domenico, acompañado de Vandenzavel, es recibido en una casa en duelo. Beatrice, la hija de la familia, ha fallecido repentinamente sin causa aparente. ¿Qué ha originado entonces su muerte? ¿El mal francés1 tal vez? Dicen las habladurías que la fenecida compartió el lecho con más de un cardenal a la sombra de San Pedro, así que es la primera causa en la que se piensa.

El padre Domenico, en quien el tema ha suscitado curiosidad, pregunta si puede ver el cuerpo. Beatrice está amortajada en el piso superior en una pequeña estancia oscura y sin ventilación, puesto que no hay ventanas. En la cabecera de la cama no hay más que una sencilla cruz de madera en la pared. La ligera corriente que se produce al abrir la puerta causa el tremolar de las llamas de dos velas a ambos lados del lecho, como si el alma de Beatrice huyera de la habitación a toda prisa.

Después de haber estado orando durante un rato a los pies de la cama, el padre rompe el silencio alzando la voz:

–¡Dime Beatrice!, ¿dónde estás?

Pero el cadáver no responde. Obviamente. ¿Quién habría esperado otra cosa? Y sin embargo el sacerdote insiste. Una vez más su voz retumba por la pequeña estancia del piso superior, esta vez con más ímpetu:

–Beatrice, por favor, cuéntame, dime, ¿DÓNDE ESTÁS?

Y entonces tiene lugar el gran milagro. Para asombro de Vandenzavel y de los familiares que se agolpan en el vano de la puerta, el cuerpo abre los ojos. Por la comisura de los ya resecos labios mana un poco de saliva que se desliza con una lentitud pasmosa hasta alcanzar la barbilla cerosa. De un ojo brota una lágrima como las que únicamente Rogier van der Weyden podría haber pintado. La tensión se puede cortar. Y entonces, con un hilo de voz apenas audible, responde la ya fenecida Beatrice:

–¡Oh Padre!, veo demonios negros con tridentes y cadenas de fuego. Se llevan a los condenados a… ¡Oh Padre, al Infierno! Padre, estoy en el Infierno.

–¿Lo habéis oído bien? –brama el padre Domenico al dirigirse a familiares y vecinos que se han congregado en torno al lecho temblando de miedo y de espanto?–. Está en el Infierno.

–¿En el Infierno? –inquiere Vandenzavel una hora más tarde cuando se halla con el padre Domenico de vuelta en la sacristía de la iglesia de Santa María de los Siete Dolores.

–Sin duda alguna –contesta el sacerdote aseverativo–. Es el Infierno y su sempiternus horror. Este horror eterno sirve para saldar cuentas con los condenados y así evitar que regresen a este mundo, ya que la condenación es la separación total de Dios.

–¿Y el fuego infernal?

–Sobrenatural e inexplicable –suspira el sacerdote mientras dirige los ojos al techo y reza en un murmullo un padre nuestro–. El fuego terrenal es imperfecto, igual que el mundo en sí. Nuestras llamas parecen todopoderosas pero no son más que pequeñas pavesas de carbón comparadas con el fuego abrasador del Infierno que no sólo consume el cuerpo convirtiéndolo en ceniza, sino también el alma.

–¿Y los condenados? ¿Quiénes son?

–Son los que deshonran a la autoridad con sus pecados, pues se dejan seducir y guiar por la senda del pecado. Son los herederos de los fariseos, esos hipócritas del Evangelio –concluye el sacerdote. Y de pura convicción refrenda su aclaración bíblica con un vehemente?: «amén».

Dante, según la versión de Sandro Botticelli.

Roma «fue elegida por Dios para gobernar el mundo», escribió Dante Alighieri (1265-1321), autor del poema épico La Divina Comedia, en el que narra sus experiencias en el Infierno, en el Purgatorio y en el Paraíso. En esa Roma no es difícil descubrir a los hipócritas que deshonran la fe verdadera con sus pecados. Al parecer Sodoma y Gomorra se han apoderado de la tiara y la Santa Sede.

Pongamos por ejemplo a los cardenales. Un precepto ya olvidado prescribe que no deben tomar parte en torneos ni en el carnaval. No deben tener más de ochenta personas a su servicio ni disponer de más de treinta caballos. Está prohibido que acepten favores personales de jóvenes doncellas. El celibato es sagrado o, como escribió el papa Pío II en torno a 1455 al entonces cardenal Borgia después de que fuera visto con damas que habían ejecutado «bailes frívolos»: «La conducta de un cardenal debe ser ejemplar».

Pero quien crea que los cardenales, en calidad de protectores y guardianes de la sociedad, son modelos de conducta moral, se sentiría muy defraudado en Roma. Aunque pertenecen al colegio de cardenales, el órgano más alto de la Iglesia, en realidad son habituales de los lupanares, estafadores, emponzoñadores, usureros y glotones. Los cardenales son potentados que se ocupan más de las finanzas y de los placeres personales que de la labor que deberían desempeñar en sus parroquias. Participan en torneos, se disfrazan con trajes extravagantes durante las festividades de carnaval –algunos de ellos incluso de mujer–; tienen cortes como si fueran reyes; se rodean de mujeres jóvenes y el celibato les es ajeno. No hay duda, la meretriz de Babilonia reside en Roma.

De entre ese «ilustre gremio» de cardenales se elige finalmente al Papa. Aunque «elegir» no es la palabra adecuada. El candidato que consiga comprar al mayor número de cardenales con dinero y favores se convertirá en Papa y se entregará así, entre maitines, laudes y una misa solemne, a orgías y festines con jabalíes rellenos, durante los cuales a modo de interludio, unos lacayos ligeros de ropa declamarán unos versos de La Divina Comedia de Dante.

En las historias sobre la decadencia moral de la Iglesia en general y de Roma en particular suenan con insistencia tres nombres: el anticristo, de quien se dice que aún está por venir, Girolamo Savonarola y el papa Alejandro VI. Los dos últimos fallecieron ya. Del anticristo se dice que es la Bestia que se hará pasar en la tierra por un falso Redentor. En la segunda epístola a los tesalonicenses el apóstol San Pablo llama a este demonio «el hombre impío, el hijo de la perdición». Disfrazado de Jesucristo, arrastrará al mundo al día en el que todos los pecadores tengan que someterse al Juicio Final.

Retrato de Girolamo Savonarola con las características de San Pedro Martír. Obra de Fra Bartolomeo. (Museo de San Marco, Florencia.)

Retrato de Rodrigo Borgia, el papa Alejandro VI. Obra del pintor Juan de Juanes que hizo una serie de retratos de obispos y arzobispos de Valencia. (Catedral de Valencia.)

Savonarola era un predicador dominico de Florencia que exhortaba a la penitencia. Tras el fallecimiento de Lorenzo de Médicis, apodado El Magnífico, en 1492 y la invasión francesa de Florencia dos años más tarde, el monje se erigió en dirigente de la utopía religiosa. En sus sermones reprobadores, cuya fama se extendió allende la Toscana, alertaba continuamente sobre la vergüenza en torno a la Santa Sede. Decía: «Desde la ciudad de Roma se extenderá una pestilencia tan nauseabunda y una cantidad de excrementos tan repugnantes que toda la cristiandad se contagiará».

Poco después Savonarola fue condenado por herejía y murió en 1498 en la hoguera por mandato del papa Alejandro VI. Como dicen en Roma, uno de los anticristos dicta sentencia contra el otro. Los detractores de Savonarola veían en él al espíritu maligno del tan temido anticristo. De la misma manera se pensaba que el anticristo se había disfrazado de Santo Padre. El Papa había sido al fin y al cabo el protagonista de las escenas más profanadoras que tuvieran lugar nunca a la sombra de la Santa Sede: nepotismo (derivado del toscano nepote, sobrino) hasta límites insospechados, compra de cardenales, envenenamiento de opositores y tras la solemne misa, una buena orgía.

Cuando Rodrigo Borgia, nacido en Valencia, España –por lo que sus compatriotas dicen «Borja»–, hizo su aparición en Roma, era ya uno de los cardenales más acaudalados. Con dinero y favores pudo comprar fácilmente a la mayoría de sus adversarios. Una vez que todos hubieron recibido su parte, fue elegido Papa en la noche del 10 al 11 de agosto de 1492. Una amplia mayoría de veintitrés cardenales votó a favor. Claro. Los bolsillos estaban llenos. El cardenal San Angelo obtuvo el obispado de Oporto, donde los sótanos del palacio episcopal –era un secreto a voces– estaban llenos de los mejores vinos del país. Casi todo el mundo sabe que el día siguiente al nombramiento, el cardenal Sforza recibió cuatro asnos cargados de oro. No sólo le nombraron canciller, sino que también recibió el encargo de repartir el oro.

El papa Borgia tenía entonces sesenta y un años. El nepotismo que con su predecesor Sixto IV había alcanzado un punto culminante se perfeccionó aún más. Con la rapidez de una estrella fugaz, Alejandro VI colocó a decenas de sobrinos y a algunos hijos en puestos claves. Tener a mucha familia entorno a la Santa Sede era en ese momento la mejor garantía para no ser víctima de represalias por parte de las personas malintencionadas que hay por doquier. Desde Valencia acudieron cientos de personas de su confianza de un amplio espectro: juristas, cocineros, embajadores, militares… Los llamaban los catalani porque el valenciano, que había sido hasta hacía bien poco la lengua de la corte, les resultaba a los romanos muy parecido al catalán.

La impudicia se convierte bajo su mandato en una virtud. Sin empacho ni pudor alguno Alejandro VI mantiene una «corte femenina», como se decía con sorna. A ella pertenecía la bellísima Giulia Farnese, nuera de una sobrina del Papa, quien reveló abiertamente que había entablado relaciones íntimas con el Pontífice. A su vez él le asignó a ella nombres cariñosos como sponsa Christi y concubina papae. No es de extrañar que en Roma circulen todavía panfletos anónimos en los que se lee que no existen pecados mayores que aquellos que se cometen en el palacio pontifical.

Al papa Borgia se le atribuyen ocho hijos. Lucrecia, que vivía en esa época en Ferrara como cónyuge del duque Alfonso de Este, es su hija predilecta. Muchos recuerdan el desmesurado afecto que se procuraban padre e hija. Incluso hay quien afirma que el Papa compartió el lecho con su hija. ¿O tal vez el origen de esa acusación residiera en el divorcio forzoso impuesto por Alejandro VI? El primer esposo de Lucrecia, Giovanni Sforza, proveniente de Milán, hizo correr el rumor de que el Papa mantenía relaciones sexuales con su hija. Tenía una buena razón para desacreditar a su suegro después de que éste –injustamente– le hubiera culpado de impotencia para poder declarar la nulidad del matrimonio con Lucrecia.

César, el hijo favorito del papa Borgia, era aún más taimado que su padre. El fraude, la traición y el asesinato eran para él los instrumentos más importantes para su oportunista política de expansión. El que se volvía contra César es que estaba cansado de la vida. Cuando un orador apreciado en todos los rincones de Roma criticó en público la corrupción moral que reinaba en el palacio papal, César hizo que le cortaran las dos manos para que no pudiera distribuir nunca más un solo discurso por escrito. Cuando el orador siguió criticando con valentía las infamias de los Borgia, le cortaron la lengua. Falleció a consecuencia de las heridas.

Las malas lenguas afirman que César no tuvo empacho alguno en deshacerse de su hermano Juan cuando éste empezó a suponer un obstáculo en su siniestra política de poder. Un cardenal que prefiere quedar en el anonimato cuenta que el Papa sintió un tremendo dolor al enterarse de la causa de la muerte de su hijo. Se encerró y gritó como un animal herido. «Pero –asegura el cardenal– nunca salió una palabra de sus labios que desvelara quién era en su opinión el asesino. Jamás dio orden de investigar el crimen o de vigilar a un sospechoso.»

Alejandro VI sufrió una muerte repentina hace tres años, en 1503, después de que le pagaran con la misma moneda. El cocinero había preparado una comida para un cardenal que el Papa quería eliminar, pero aquél había intuido la conspiración y había sobornado al cocinero con una cantidad superior de dinero para que le sirvieran la comida envenenada al Papa. No sobrevivió a su propio veneno. El mismo día en que murió su padre, César cayó enfermo. Se quedó tan débil que el imperio de la Santa Sede que con tanto celo había edificado y guardado se vino abajo como un castillo de naipes.

Inmediatamente después de la muerte de Alejandro VI cundió el pánico en Roma. Fueron saqueados los tesoros del Papa y los catalani –la corte valenciana– pusieron pies en polvorosa. El Santo Padre fue enterrado a toda prisa en la capilla de Santa María de la Fiebre. Según algunos testigos oculares el cuerpo despedía un hedor tan terrible que era evidente que el fallecido estaba destinado a acabar en la pestilencia y el fango del Infierno. Tal como había pronosticado Savonarola.

¿Por qué el actual Papa, Giuliano della Rovere de sesenta y cuatro años toma el nombre de Julio II? «Por la admiración que siente hacia Julio César» se escucha por doquier en Roma. Otros lo llaman con sarcasmo el Barquero porque el Papa era barquero hasta que su tío el papa Sixto IV le nombró obispo en 1473. También era conocido con el sobrenombre de il Pontifice terribile, el Papa terrible, que alude a su carácter irascible y a su irrefrenable ímpetu porque todo aconteciera según el sistema militar.

Retrato de César Borgia, atribuido a Giorgione. La imagen representa la personalidad cruel del hijo del papa Alejandro VI. (Accademia Carrara, Bérgamo, Italia.)

Ya hizo gala de esa característica cuando huyó a Francia en 1493. Allí se convirtió en uno de los arquitectos de la invasión francesa de Italia que, según él, debiera haber concluido con la caída del papa Borgia. Pero las cosas discurrieron de otra manera. Alejandro VI hizo causa común con el monarca francés Carlos VIII y resistió la invasión sin apenas un rasguño. Sólo cuando falleció el Papa en 1503, Giuliano regresó a Roma. Bien es cierto que en primera instancia fue nombrado Papa Francesco Piccolomini, pero éste exhaló su último aliento veintiséis días más tarde. Durante el cónclave más corto de toda la historia de la Iglesia de Roma que tuvo lugar entonces, Giuliano fue elegido Papa. Prometió dos cosas: proseguiría la guerra contra los turcos y no declararía la guerra a otra nación si dos tercios de los cardenales no estaban de acuerdo.

Promesas vanas. Se sabe de buena fuente que sin consultar al colegio cardenalicio está a punto de partir hacia el norte al mando de sus tropas. Están nutridas básicamente de mercenarios suizos a los que se les paga con los ingresos de las indulgencias. Declara en tono amenazador: «¡Ay de los déspotas que aún se aferran al poder en Perugia, Parma, Urbino y Bolonia pues les espera la excomunión!».

Sin embargo hay cierta confianza en que se restauren el orden y la autoridad en la Ciudad Eterna tras los años licenciosos de los Borgia. En primer lugar el Papa ha designado a ciento cincuenta soldados suizos como su guardia personal. Deben velar por la seguridad del Santo Padre. También se espera de ellos que pongan freno a la depravación moral en las estancias cardenalicias. En un decreto firmado por el Papa se declara que los cardenales no podrán cometer simonía. Negociar con temas espirituales religiosos es tabú. Comerciar con las indulgencias es considerado delito. Los cardenales que, a pesar de ello, comercien «serán privados de su título y con ello de todas las dignidades y ventajas que se desprenden de él», tal como figura en el decreto. Ni siquiera está descartada la excomunión. Claro que se ha pasado por alto que, al igual que sus predecesores, este Papa ha alcanzado el solio papal con sobornos y simonía.

El hecho de que pueda hablarse de una ligera brisa de optimismo tiene también otras causas. Más aún que su antecesor, este Santo Padre siente predilección por las Bellas Artes. Su entusiasmo al recuperar el grupo escultórico de Laocoonte era sincero. Varios artistas de Milán, Ferrara, Venecia y Florencia, entre los que se encuentra el ya mencionado Miguel Ángel, han sido convocados a la Ciudad Santa. El arquitecto Donato Bramante nacido cerca de Urbino ha recibido un encargo sensacional. Debe reconstruir la basílica de San Pedro. Julio II dijo cuando le hizo el encargo: «Bramante, vais a hacer historia. La más bella y más alta y más impresionante basílica jamás construida estará eternamente ligada a vuestro nombre».

La construcción se elevará en el lugar en el que aún hoy se encuentra la basílica bizantina del siglo IV cuya cúpula se construyó exactamente sobre la tumba de Pedro. Entre tanto Bramante ha hecho saber que no tiene intención de diseñar la planta central de la basílica según la cruz latina, símbolo de la Paz de Cristo, sino según la cruz griega (de cuatro brazos iguales), símbolo de la eternidad y de lo que lo abarca todo. Este último aspecto puede ser simbólico para el Santo Padre ahora que, como «siervo de los siervos de Dios», quiere abarcar y dominarlo todo. « Fuori gli barbari» se convirtió en una expresión proverbial suya. «Fuera esos bárbaros» hace referencia a los franceses en Milán y a los españoles en Nápoles. En los círculos diplomáticos de Roma se dice que el Papa desea ser dueño y señor del juego del mundo.

Retrato de Giuliano della Rovere, más conocido como el papa guerrero Julio II. Obra del pintor Rafael. (National Gallery, Londres.)

El Papa dirige desde hace ya más de dos años el Sacro Imperio. Carece del delicado talento de orador de su predecesor. Habla en tono imperativo. El grosor de su cuello delata su terquedad. Su carácter es inflexible. Los crueles rasgos en torno a su boca dan fe de una disciplina férrea. Está imbuido de ansias de dominación más que de normas religiosas. ¿Este Papa es un sacerdote o un soldado? ¿Es el «siervo de los siervos de Dios» o es un astuto estratega militar que intenta expandir su poder y autoridad hasta Venecia a base de dinero y acciones militares?

«Ya no hay diferencia alguna entre el pontificado y el sultanato: ambos son para el mejor postor», dice con desdén el delegado veneciano Giustiniani. Efectivamente, a pesar de la prohibición de simonía y del hecho de que las deudas en las que había incurrido Alejandro VI apenas hayan sido saldadas, el dinero no tiene importancia. Ya lo dijo su predecesor Sixto IV: «Un Papa no necesita más que papel y tinta para conseguir todo el dinero que desee».

Hay una tradición que se mantiene sin embargo con obstinada constancia: una Beatrice tras otra suspira de placer entre las sábanas de la cama pontifical. Es un secreto a voces que Julio II padece desde hace tiempo el temido mal francés. Además siempre desea tener a su alcance una jarra de vino; una cosa es evidente: el Papa está únicamente a disposición de sus feligreses en las primeras horas de la mañana. A partir de las doce Su Santidad siente predilección por pasearse en la viña del Señor.

Notas al pie

1 En aquella época «el mal francés» era como se conocía popularmente a la sífilis.

Capítulo 2

El reinado del anticristo

El presunto anticristo había fallecido ya dos veces o, mejor dicho, tres, pues no sólo eran Girolamo Savonarola y el papa Alejandro VI los que recibieron este calificativo por parte de sus detractores, sino que esto mismo ya se había dicho siglos atrás del emperador Nerón.

La historia del ferviente y elocuente predicador Girolamo Savonarola fue una verdadera tragedia renacentista. El dogmático fraile había predicado la república cristiana después de que los Médicis1 fueran expulsados de Florencia. Se habían desterrado todas las frivolidades. Las mujeres ya no podían exhibirse por la calle con ropajes mundanos. Alentó la quema pública de libros y cuadros profanos. Varios testigos habían visto a Savonarola con un halo de luz sobre la cabeza, lo que demostraría sus dones divinos. Sus detractores le llamaban con sarcasmo «la luz andante en las tinieblas».

Para demostrar que efectivamente había sido elegido por Dios para predicar el Evangelio, retó a un monje franciscano a la prueba de fuego. El Domingo de Ramos iba a caminar sobre un mar de fuego, pero una lluvia torrencial lo impidió. No pasó por las horcas caudinas. En 1498 el predicador florentino ardió en la hoguera, después de que el papa Alejandro VI le hubiera acusado de herejía. Para asombro de los habitantes de Florencia no se inmutó mientras se quemaba, pero ¿se había destruido así al anticristo?

En Roma Vandenzavel fue informado de que el pintor Luca Signorelli había pintado al anticristo en los frescos de la Nueva Capilla de la catedral de Orvieto. Los demonios y monstruos satánicos no eran una novedad. El Juicio Final estaba representado hasta el último detalle. Pero nunca antes se había representado al temido anticristo como el falso profeta. El parecido con Savonarola era evidente, lo que constituía una buena razón para viajar de Roma a Orvieto, un lugar en la frontera entre Umbría y la Toscana.

ORVIETO, FINALES DE ENERO DE 1506

Precisamente cuando la catedral – duomo dicen aquí– de Orvieto se distingue a simple vista, la paz celestial se ve perturbada bruscamente. ¿Sois vos el anticristo?

La palabra hiriente suena como si una tormenta desgarrara la rama de un árbol; como si Belcebú, el Señor de las moscas, buscara maldiciendo su pestilente tumba. Algunos perros flacos y cubiertos de úlceras hurgan en la basura. Un cerdo negro echa a correr chillando. Un hombre de unos sesenta años, descalzo y con la ropa rasgada, que parece surgido de la nada y que es quien ha planteado la pregunta impertinente, mira angustiado a su alrededor. Da la impresión de que pueden asaltarle en cualquier momento huestes de ángeles mandados por Lucifer que se ocultan tras la luz cegadora del Apocalipsis2.

Lo que más llama la atención es su garganta, o mejor dicho, el estado de su garganta. A la altura de la nuez, o sea, el punto en el que debió de estar la nuez alguna vez, supura líquido verde de una herida abierta. Apenas parece molestarle.

–¿Sois vos el anticristo? –pregunta de nuevo, esta vez con la voz irritantemente quebrada.

El líquido verde fluorescente desaparece lentamente por su camisa. ¿Qué cabe pensar? «No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado; y a nadie saludéis por el camino», era según San Lucas (10:4) el sabio consejo de Jesucristo. Pero ¿cómo actuar si alguien te aborda por el camino y te pregunta si eres el anticristo? Y además, ¿quién es ese hombre diabólico? ¿Es tal vez uno de los últimos cátaros que huyeron hace siglos del Languedoc? Creían que el Papa era la serpiente y el anticristo. Dicen que parte del núcleo duro de los cátaros se quedó en Orvieto. ¿O es un loco del pueblo más?

Mientras el hombre comienza a expectorar, señala amenazador al cielo con el dedo índice retorcido y amarillento. El último perro que queda se marcha aullando con el rabo entre las piernas. A continuación el vagabundo se santigua, murmura algo incomprensible y se marcha arrastrando los pies. Paso a paso desaparece hasta que su imagen se diluye en la lluvia incipiente que empieza a caer sin avisar.