300 cuentos de buenas noches. Tomo 1 - Jorge Eduardo Bustamante - E-Book

300 cuentos de buenas noches. Tomo 1 E-Book

Jorge Eduardo Bustamante

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Beschreibung

En pandemia, Jorge le narró a su nieto de siete años cuentos por WhatsApp. Con ellos lo acompañó durante 300 noches. En esos relatos, Jorge jugó con personajes tomados de las historias más tradicionales y de otras más actuales, y así nacieron estos nuevos relatos inventados por él. Con todo eso buscó achicar distancias, aunque también —sin quererlo— fue armando un tesoro. Los audios con estos cuentos empezaron a circular y luego llegaron a Spotify. Ahora, después de una cuidadosa adaptación y acompañados de divertidísimas ilustraciones, integran estos tres tomos que conforman una obra monumental de casi mil quinientas páginas para que puedan ser leídos y vueltos a leer en infinitas noches.

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JORGE E. BUSTAMANTE

300CUENTOS DE BUENAS NOCHES

TOMO 1

PRIMERAS LECTURAS

Bustamante, Jorge E.

300 cuentos de buenas noches / Jorge E. Bustamante. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-95-3

1. Cuentos. I. Título.

CDD A863.9282

© 2023, Jorge E. Bustamante

Primera edición, abril 2023

Ilustraciones Esteban Serrano

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Adaptación Patricia Jitric y Martín Vittón

Corrección Lucía Bohorquez, Malvina Chacón y Karina Garofalo

Desgrabación Claudia Grismann y Mariana Tedín

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

A Ramón; a Kaia y Kila; a Violeta y a Rufina; a Andes y Eliseo a Río; a Gerónimo, a Sofía y a Santiago; a Lola, a Sofía y Jazmín; a Elina y a Rafa; a Delfina, a Bauti y a Lolo; a Félix, a Ana y a Mariana, a Apolo y Carlota, a Iñaki y a Casia; y a los hermanitos de Colombia, Pablo, Miguel y Martín.¡Por lo feliz que me hicieron todos ellos a mí!

ÍndiceTOMO 1 · CUENTOS 1 A 100

CubiertaPortadaCréditosAgradecimientos1. El chino de China2. La nota que faltaba3. El libro de páginas vacías4. La liebre y la tortuga5. El país de las armaduras6. El hombre invisible7. Las ardillitas Pim y Pum8. Las aventuras de Robin Hood9. El regreso del hombre invisible10. Pablito y el plato volador11. El indiecito despierto12. El gato y el ratón13. El conejo suertudo14. El perro vampiro y el castillo encantado15. El perro vampiro va a China16. Los hombres del mar17. El Aviador Valiente18. Los hombres subterráneos19. Las batallas de San Martín20. Cuatro fábulasLa fábula del cuervo y la zorraLa fábula del lobo y la cigüeñaLa fábula de la cigarra y la hormigaLa fábula del león y los zorros21. La Casa Encantada22. La ballena y Tommy23. El camello Pocho y el negrito Plim24. El esquimal Cubito25. Las batallas de Napoleón26. Los ladrones simpáticos27. Aladino y la lámpara maravillosa28. Aladino y el genio29. Aladino en el submarino30. La moneda volvedora31. Carlitos Quietito32. El paracaidista valiente33. La niña ojos de cristal34. El primer viaje a la Luna35. Una nueva aventura del conejo suertudo36. Los tres ositos37. Los tres soldaditos38. El pato Lucas39. La visita de King Kong40. Los hermanos corsos41. Las aventuras del Niño Araña42. El pato Donald y sus sobrinos43. El osito hormiguero44. Las aventuras de Superman45. El pequeño dinosaurio46. Aquiles y el caballo de Troya47. Visita al Jurassic Park48. Nueva visita a Jurassic Park49. El regreso de Ulises50. El pato Donald y el Tío Rico51. Tintín en la Luna52. Tintín y su amigo de la Luna53. Cenicienta y el zapatito de cristal54. La historia de Guillermo Tell55. Peter Pan y la Isla de Nunca Jamás56. Las hazañas del ogro Rompococos57. Alí Babá y los cuarenta ladrones58. La amiga invisible59. El niño hipnotizador60. Las aventuras del perrito Rex61. Los tres chanchitos62. El plato sonriente63. Las magias del niño mago64. Los zapatos mágicos65. El niño detective66. El niño detective y el queso desaparecido67. La sirenita inquieta68. El atrapa cazadores69. El vestido viajero70. El submarino amarillo71. Las aventuras del osito polar72. El Cocodrilo Sonriente73. El niño y los leopardos74. El viaje de Colón y sus tres carabelas75. El Minotauro y el laberinto76. El ingenio del niño perdido77. Las quejas del pie derecho78. Detective Bajito79. La pastorcita y las estrellas azules80. La Mujer Araña81. La Ardillita Voladora82. El fantasmita asustado83. El espadachín Plin Plin84. El Taxista Despistado85. El Patrullero Alegre86. Las aventuras de la cafetera negrita87. Los vuelos de la brujita Escobita88. La Abejita Laboriosa89. El diamante encantado90. El Avioncito Campeón91. Sorpresas del teatro vacío92. La sombrita paseandera93. El billetito de $ 1094. El potrillo Chispita95. El relojito one-two96. El trencito Chuf Chuf y el trencito Fuum Fuum97. El Gauchito Payador98. Los enredos de Silbato Policía99. La bicicleta voladora100. La fiesta de los cien cuentosLos audios originales en SpotifySobre este libroTienda PAM

1

 

El chino de China

HABÍA UNA VEZ UN AVIÓN DE CHINA, con pasajeros chinos, que volaba por cielos chinos, porque viajaba a la China.

Durante el vuelo, un chinito distraído abrió la puerta del avión creyendo que iba al baño y se cayó.

Dijo: «¡Calamba, qué distlaído!».

Y cayó, cayó, cayó entre las nubes. Por suerte, había llevado su manta y con eso hizo un paracaídas. Gracias a su ingenio chino, la extendió y así pudo planear y llegar al suelo sin golpearse. Se paró y salió caminando.

Pero… ¿adónde había llegado? ¡No lo sabía!

Comenzó a caminar y a caminar, hasta que se encontró con dos niños y les preguntó:

—Buenos días. Me caíde avión y ahola quielo sabel… ¿adónde estoy?

Los niños se rieron y le dijeron:

—Estás en Bolivia. ¿Por qué tenés los ojos tan raros? ¿Y por qué hablás tan mal?

—Tengo ojos chinos, soy chino, de China.

Los niños salieron corriendo y llamaron a su mamá:

—¡Hay un chino, mamá, hay un chino!

La mamá llamó al papá y el papá llamó al hermano, el hermano llamó al abuelo y el abuelo llamó a los otros nietos.

Todos querían ver al chino de China que había caído del cielo en Bolivia.

Cuando llegaron, el chino, que tenía mucha hambre, había juntado hormigas y lombrices para comer. Todos dijeron:

—¡Qué asco! ¿Por qué comes eso?

Y el chino contestó:

—En China, todos muy pobles, comemos lo que hay. ¿Quielen plobal?

Y les ofreció un bocado de hormiguitas con lombricitas.

¿Qué harían ustedes en el lugar de los chicos? ¿Aceptarían un bocado de hormiguitas si tuvieran hambre?

El más viejo del pueblo aceptó. Él había comido de todo en su vida, pero nunca eso. Quería probar.

Se metió el bocado en la boca y dijo: «Mmm… ¡no está nada mal!».

E invitó a todos a probar también. Después de muchas vueltas —porque nadie se animaba a ser primero—, comieron y les gustó. Tanto les gustó que todo el pueblo se puso a juntar hormigas y lombrices para cocinar.

El problema surgió con el dueño del supermercado, que fue a protestarle al chino:

—Me has arruinado el negocio y ahora tengo que cerrar. Ya nadie me compra ni carne, ni pollo, ni huevos, ni fideos. Todo el pueblo está comiendo lombrices, hormigas, grillos y gusanos, que son gratis.

El chino le explicó que en su país los supermercados venden hormigas, lombrices, gusanitos, mosquitos, saltamontes y también víboras y culebras. Y que ahora él debía hacer eso para adaptarse al cambio de gustos.

Entonces el dueño del supermercado boliviano se rascó la cabeza y dijo: «¡Buena idea!».

Y salió a buscar bichos a la montaña.

Al tiempo, llegaron gallinas, gallos, pollos, patos, conejos, chanchos, vacas y terneros a agradecerle porque ya nadie quería comerlos y podían vivir tranquilos con sus familias.

El chino, muy contento con lo que había logrado, viajó hacia otro pueblo vecino. En el camino se encontró con dos niños que miraban las estrellas. Y el chino les preguntó:

—¿Pol qué milan las estlellas?

Y los niños le preguntaron a él:

—¿Por qué tenés así los ojos, tan estirados?

Y el chino les respondió:

—Polque soy chino de China. Y todos los chinos tenemos los ojos así, pala vel las cosas más finitas.

A los niños les pareció muy divertido ver las cosas finitas y entonces buscaron cinta adhesiva, se estiraron los ojos y los pegaron con cinta.

Después se miraron entre ellos y, ¡oh, sorpresa!, con los ojos estirados se veían como el chino de China. Y fueron corriendo a contarle a su mamá. La mamá llamó al papá, el papá llamó al hermano, el hermano llamó al abuelo y el abuelo llamó a los nietos. Todos fueron corriendo donde estaban los niños y les gustó tanto la idea que también se estiraron los ojos como el chino de China y se los pegaron con cinta adhesiva.

Una hora más tarde, la moda se había difundido. Todo el pueblo se veía como un pueblo chino, con los ojos estirados.

Y decían:

—Mira esa estrella qué alargada está. ¡Y mira la luna qué finita está! Uhhh.

Pero, pero, pero… algo ocurrió después que complicó las cosas. Pasó por allí un vecino de otro pueblo y, al ver a todos como chinos, dio aviso al gobernador:

—¡Hemos sido invadidos por chinos! ¡Se han llevado a toda la gente y han ocupado el pueblo! ¡Hay que salvarlos!

Llegó entonces el ejército, que apresó a todos y los llevó a la cárcel. Por más que trataron de explicar, en buen castellano, que no eran chinos, nadie les creyó. Recién cuando se sacaron las tiras plásticas, y los ojos volvieron a ser redondos, pudieron convencerlos.

¡Era sólo un truco para ver las estrellas y la luna más finitas!

—¿Quién fue el culpable de todo esto? —preguntó el jefe del ejército.

Y los vecinos respondieron:

—El chino. El chino de China.

Y entonces fueron a buscarlo, pero ya se había ido. El pobre chino de China había tenido buenas ideas para que la gente comiera grillos y viese finitas la luna y las estrellas, pero no lo comprendieron.

Siguió su camino y volvió a encontrar a otros dos niños que le preguntaron:

—¿Por qué caminas tan raro?

—Porque soy chino. Chino de China.

Y el chino caminó dando saltitos: tiki, tiki, tiki. A los niños les pareció muy divertido y lo siguieron por el camino dando saltitos como el chino.

Cuando llegaron al pueblo, a los demás niños también les pareció muy, muy divertido seguir al chino pegando saltitos. Todos los niños, en una larga fila, salieron del pueblo a los saltitos, cantando chin-chín, chin-chino; chin-chín, chin-chino; chin-chín, chin-chino… Y se fueron. Sólo quedaron los más viejos.

Entonces, la más mala del pueblo les dijo a los papás y a las mamás:

—Cuidado con ese chino. Debe estar contando cuentos chinos para llevarse a todos los niños con él.

Asustadísimos, los papás y las mamás fueron a la casa del chino de China. Pero ya no estaba. Se había ido muy lejos, con todos los niñitos detrás cantando chin-chín, chin-chino; chin-chín, chin-chino; chin-chín, chin-chino…

El chino los cuidó y les enseñó a portarse como buenos chinos. Aprendieron a cocinar arroz, a hablar en chino y a escribir en chino. A cocinar grillos y saltamontes y, a veces, hasta alguna culebrita. Y les enseñó a decir: supelmelcado, jugal a las caltas, comel, colel calelas, bajal y subil.

Los niños estaban más divertidos que nunca y ahora, sabían cocinar arroz, hablar en chino, comer grillos, caminar dando saltitos, comprar en el supelmelcado y jugal a las caltas.

Un día oyeron un ruido tuc, tuc, tuc, tuc que se acercaba por encima de la casa. ¡Era un helicóptero! Los papás y las mamás, desesperados, habían pedido ayuda a la policía para encontrarlos. ¡Y los habían encontrado! Aterrizó el helicóptero, se abrió la puerta y el piloto les dijo a los chicos que debían subir y escapar del chino. Pero ninguno quiso volver al pueblo. ¡Todos se habían convertido en chinitos! Y de ahí en adelante se quedaron allí, en ese pueblo, que llamaron Villa China, acompañados de caballos, perros y gatos porque ellos no se los comían. En cambio, los bichos más chiquititos se escondieron donde pudieron, porque los chicos, ahora, los horneaban o los freían.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

2

 

La nota que faltaba

HABÍA UNA VEZ UNA ORQUESTA MUSICAL que era la más importante del mundo. Viajaba de aquí para allí dando conciertos en muchas ciudades, donde los públicos la aplaudían de pie y pedían «¡Bis! ¡Bis! ¡Bis!».

A veces, invitaban a tocar con ellos a estudiantes de música de los países que visitaban para que tuvieran la emoción de participar en los conciertos.

En uno de esos viajes, fueron a la ciudad de Viena, donde vivió Mozart. Allí invitaron a un chico vienés que tocaba la tuba. La tuba es como una corneta enorme que suena buuuuu.

Pero el chico vienés estaba resfriado y estornudaba mucho. En el momento culminante del concierto, estornudó y después respiró para adentro, como los niños que se resfrían y tienen la nariz un poquito floja, con algunas velitas que se caen sin querer. ¿Y qué pasó con ese estornudo? Al inspirar, fuuuu, hizo sonar la tuba… ¡al revés! En lugar de soplarla, chupó para adentro con tanta fuerza que la tuba se convirtió en aspiradora. Tan fuerte lo hizo que aspiró la música que estaba tocando la orquesta. Y, en particular, aspiró la nota que sonaba en ese momento, que era un SI. La nota SI se metió en la tuba y después no quiso salir.

Como ustedes saben, la música se compone de siete notas: DO, RE, MI, FA, SOL, LA, SI. Como ven, la nota SI es la última de todas. La séptima. El problema fue que la orquesta no podía tocar sin la nota SI, que ahora estaba en la tuba y no quería salir. Debieron suspender todos los conciertos en Viena hasta que el niño les devolviese la nota SI metida en su tuba. Pero, en realidad, él no podía hacer nada porque la nota no es como un huevo o como una moneda, que se podía sacar de la tuba con un alambrecito o dándola vuelta.

La nota es algo que no se puede ver ni tocar con las manos (sólo se puede tocar como música). Y se había perdido en lo más profundo del instrumento. Por más que lo daba vuelta, no quería salir. Llevaron la tuba al médico, le hicieron radiografías, le hicieron análisis, le metieron agua, le metieron aire, pero nada. La tuba no largaba la nota SI.

La orquesta siguió viajando, se fue de Viena y tuvo que hacer nuevos conciertos con sólo seis notas. Sin la nota SI.

Cuando al niño le preguntaban «¿Estás contento con lo que hiciste?», como su tuba solamente tocaba la nota SI, él también se habituó a decir SÍ a las preguntas que le hacían. Y entonces respondió que SÍ, ante la sorpresa de todos.

—¿Estás contento de que la orquesta no pueda tocar?

—SÍ.

—¿Harás que la tuba devuelva la nota?

Decía SÍ aunque, en realidad, estaba pensando NO.

El chico se quedó con su gran tuba en Viena, rodeado de gente que le preguntaba:

—¿Pero qué has hecho, dónde has metido la nota SI?

Y él respondía tocando la tuba:

—SI, SI, SI, SI —que ahora era la única nota que le salía.

Pero estaba muy angustiado porque esa nota no le pertenecía. Sin querer, se la había robado a la mejor orquesta del mundo y no sabía cómo devolverla. Y tampoco le servía a él, ya que no podía tocar su tuba con una nota sola.

Una mañana, un ruiseñor —que es un pajarito que canta muy bien— llegó a su ventana, y le preguntó:

—¿Vos sos el niño que toca la tuba?

—SÍ —respondió, porque era lo único que sabía responder.

—¿Querés devolver la nota SI a la orquesta?

—SÍ —contestó de nuevo.

—Yo te voy a ayudar si me dejás cantar con vos —dijo el ruiseñor—. ¿Me dejás hacer un nido en la tuba, ya que ahora no la estás usando?

—SÍ —le respondió.

Desde ese día, todas las mañanas, el ruiseñor se sentó en la ventana a cantar con el niño y, a su vez, comenzó a armar su nidito dentro de la tuba.

El niño cantaba con la nota SI y el ruiseñor, con los demás tonos.

El ave puso huevitos en el nido y, días después, nacieron pichones. Y con el tiempo, los pichones crecieron dentro de la tuba mientras el ruiseñor cantaba y el niño contestaba SÍ, SÍ, SÍ, SÍ.

Un día, el pichón más inquieto le dijo a su mamá ruiseñor:

—¡Mamá, mamá! ¡Mirá lo que encontré debajo del nido!

Y en su pequeño pico tenía la famosa nota SI que se había perdido dentro de la tuba. ¡El pichón la había encontrado! El niño no podía creerlo y quiso tomarla con la mano, pero el ruiseñor lo detuvo:

—¡No la toques! Podés perderla de nuevo, es muy delicada. Yo la tendré en mi pico.

Excitadísimo, el niño probó su tuba. Y ahora que el pichón había sacado la nota SI, que la tuba tenía atragantada, podía tocar a la perfección todas las notas: DO, RE, MI, FA, SOL, LA… SI.

Entonces avisó a la gran orquesta lo que había ocurrido. Que el ruiseñor había sacado la nota SI de la barriga de la tuba y quería devolverla.

La orquesta volvió enseguida a Viena y preparó un gran concierto como el de la primera vez. Todos los músicos estaban muy nerviosos porque no sabían qué podría ocurrir.

El niño se unió a ellos con su tuba y se sentó en la misma silla que antes, rodeado de cornetas, cuernos, xilofones, violines, violas, clarines, clarinetes, piano, clave y contrabajo. Sólo él tenía una tuba. Comenzó el concierto con gran suspenso porque iba a llegar el momento de la nota SI que había desaparecido dentro de la tuba.

Fue entonces cuando el ruiseñor apareció volando en el escenario, por encima de los músicos, que lo miraban ansiosos porque veían que traía la nota SI justo en el momento de tocarla.

El ruiseñor abrió el pico, la soltó y la nota se esparció en montones de pequeñas notas SI que cayeron sobre cada uno de los instrumentos. Encima de las cornetas, de los contrabajos, de los clarinetes, de los pianos, los violines y los xilofones.

Y entonces la nota SI volvió a sonar, como correspondía. El concierto terminó de manera perfecta, el público aplaudió de pie y el niño pudo tocar su tuba con todas las notas.

Fue el mejor concierto que habían tocado en mucho tiempo y lo invitaron a seguir tocando con ellos. Nuestro amiguito prometió no resfriarse nunca más porque los músicos lo miraban como diciendo:

—No vayas a estornudar de nuevo porque nos vas a robar alguna otra nota.

Todos se rieron mucho y, de ahí en adelante, la orquesta cambió de nombre y pasó a llamarse: Orquesta del Ruiseñor Salvador.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

3

 

El libro de páginas vacías

HABÍA UNA VEZ UN NIÑO que todas las noches leía un cuento de su gran libro de cuentos. Se acostaba, lo abría y leía. Leía, leía y leía hasta que se le cerraban los ojitos y después el libro se le resbalaba de las manos.

Una noche le ocurrió algo rarísimo: todas las historias habían desaparecido. ¡Ahora era un libro de páginas vacías!

Lo abrió y cerró varias veces. Pasó las páginas rápido y también despacio. Lo miró por delante y por detrás… pero nada. Las páginas seguían vacías.

De golpe, oyó una voz sobre su cama:

—¡Hola! No te asustes, soy Superman. Vi que me estás buscando en tu libro, pero justo salí un rato a pasear.

El que hablaba era un Superman mini, tan pequeño como un muñeco de Toy Story. Y después de decir eso, se puso a volar por el dormitorio.

El niño se refregó los ojos y dijo:

—No puede ser. ¡No sos real! ¡Sos un dibujito animado!

—¡Vení conmigo y ya verás!

El Superman mini salió por la ventana y el niño, que quería verlo volar, lo siguió corriendo por la calle. ¿A dónde iba el Superman pequeñito?

—¡Me están llamando para socorrer a alguien! —dijo mientras volaba a toda velocidad.

Llegaron frente a un árbol y allí encontraron un pichón que se había caído del nido. La mamá paloma piaba pidiendo auxilio. El pichón aún estaba enganchado de una ramita. Superman se acercó, lo tomó en brazos y lo devolvió a su nido.

El niño tenía la boca abierta de sorpresa:

—No lo puedo creer. ¡Debo estar soñando parado, frente al árbol!

Cuando volvía a su casa, sin saber si estaba dormido o despierto, se encontró con una niña que lo saludó y le preguntó:

—¿No me conocés? Soy Caperucita Roja y voy a visitar a mi abuelita. ¿Querés acompañarme?

El niño pensó:

—¡No puede ser! ¡Primero Superman y ahora Caperucita Roja! ¡Y va directo a la casa del lobo!

Y le respondió:

—Te voy a acompañar, pero debés tener mucho cuidado con el lobo.

Caperucita se rio y dijo:

—¿De dónde sacaste eso? ¡Por acá no hay lobos! Me parece que estuviste leyendo muchos libros de cuentos… Ya verás, ya verás.

Llegaron a la casa. Caperucita abrió la puerta y allí estaba el lobo disfrazado de abuelita, exactamente como el niño había leído mil veces en su libro.

—¡Hola, nietita! Te estaba esperando. ¿Quién te acompaña hoy por aquí?

Y ella le contestó:

—Un amigo del bosque.

Como el lobo sospechó que el niño iba a proteger a Caperucita, lo hizo pasar a un cuarto y después lo encerró con llave.

Después se acercó a Caperucita y ella, que le veía una cara un poco extraña, le hizo las preguntas que ya conocemos:

—Abuelita, ¡qué ojos tan grandes tenés!

—¡Para verte mejor!

—Abuelita, ¡qué orejas tan grandes tenés!

—¡Para oírte mejor!

—Abuelita, ¡qué manos tan grandes tenés!

—¡Para acariciarte mejor!

—Abuelita, ¡qué boca tan grande tenés!

—¡Para comerte mejor!

Y en ese momento, ¡el niño pudo salvarla!

¿Cómo hizo? Ahora vamos a saberlo.

Cuando estaba en el cuarto, encendió una linterna y apuntó con ella por la ventana para llamar a Batman, como había aprendido en su libro de cuentos. Y así fue. Como en el libro, apareció Batman, en su Batimóvil, para salvarlos. Ató al lobo disfrazado de abuelita y lo revoleó por el aire, con tanta fuerza que lo mandó a la luna. Y ellos pudieron huir en ese auto ultraveloz que nadie podía alcanzar.

Cuando llegaron a un lugar seguro, el niño se despidió de Caperucita y ella le pidió mil disculpas por no haberle creído antes. Nunca había oído que hubiese lobos en el bosque y mucho menos, en casa de su abuelita.

El niño llegó luego a un palacio iluminado donde había un gran baile. Y allí se encontró con Cenicienta, otro personaje de sus cuentos. Estaba bellísima, con un vestido de encaje y zapatos de cristal. Se acercó a ella el príncipe del cuento y la invitó a bailar. Pasaron varias horas y el niño, que conocía la historia, miró su reloj y vio que era cerca de la medianoche.

Cenicienta no tenía reloj y estaba tan feliz bailando y bailando que se le iba a hacer tarde y —como ustedes saben— a las doce de la noche la carroza ¡se iba a convertir en un zapallo!

Entonces se dijo: «¡Tengo que salvarla!».

Pegó un salto y se metió en medio del baile. Cuando quiso hablar con Cenicienta, el príncipe, enojado, le gritó:

—¡No te entrometas!

Pero al niño no le importó. Tomó a Cenicienta del brazo y la llevó por el palacio corriendo, corriendo hasta la carroza que la esperaba. Pero ella tropezó y perdió un zapatito de cristal en las escalinatas. Por suerte, llegaron a tiempo. El niño la metió en la carroza, cerró la puerta y les pegó a los caballos, que salieron de regreso a toda velocidad.

El príncipe, furioso con ese niño metido, lo persiguió. Y él corrió, corrió, corrió hasta que lo perdió de vista. Ahora estaba en medio del bosque. Allí encontró tres casitas: una de paja, otra de madera y otra de ladrillos.

Entró en la primera. ¿Y quién estaba allí? Pues un chanchito tocando un violín. El niño se dio cuenta de que ahora… ¡estaba en el cuento de los tres chanchitos! Como sabía los finales de los cuentos, le dijo con tono apurado:

—¡Dejá ya mismo de tocar el violín! ¡Tenés que salir de aquí e ir a la casa de ladrillos de tu hermano mayor porque está por llegar el lobo!

El chanchito siguió tocando el violín como si tal cosa. Se reía y le decía:

—Esta casa es muy fuerte, nunca se caerá.

Y se quedó allí, sin prestarle atención.

Entonces el niño fue a la segunda casa, que era de madera. Y allí encontró al otro cerdito bailando, bailando y bailando. Como al primero, le advirtió:

—¡Dejá de bailar ya mismo! ¡Tenés que salir de aquí porque el lobo está por llegar!

Pero el chanchito le contestó:

—Esta casa de madera es muy fuerte y nunca se caerá —y se quedó allí bailando y cantando.

Entonces fue a la tercera casa, la casa de ladrillos. Se encontró con el chanchito práctico y le pidió refugio, tras explicarle lo que iba a ocurrir. Cerraron bien las puertas y pudieron oír la llegada del lobo, sus rugidos, y también cómo, soplando y soplando, hizo volar la casa de paja.

El primer cerdito, que tocaba el violín, fue corriendo a la segunda, hecha de madera, pidiendo ayuda. Su hermano le abrió la puerta y los dos se encerraron pensando que el lobo no podría voltearla. Pero el lobo sopló y sopló y sopló hasta que la desarmó por completo. Los dos chanchitos, muertos de miedo, fueron corriendo a la casa de ladrillos. El hermano los dejó entrar y cerraron la puerta.

Esta vez, el lobo sopló y golpeó, pero no pudo voltear las paredes… aunque ¡pudo abrir la puerta! Se encontró allí con los tres chanchitos temblando y con el niño. Los miró y dijo:

—Me parece que, primero, me voy a comer al niño.

Nuestro amiguito pegó un grito muy fuerte porque estaba muerto de miedo…

Y en ese momento ocurrió algo que no podrían imaginar. ¡Su mamá entró al dormitorio! Y le dijo:

—Por lo visto, anoche te quedaste dormido con tu libro encima y has tenido pesadillas.

El niño despertó, miró su libro y tenía nuevamente las páginas llenas, con las historietas y los dibujitos de siempre. Todos los personajes que habían salido de los cuentos eran sólo su imaginación. Y ahora estaban tranquilos, en su libro, esperando que él los leyera, como todas las noches.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

4

 

La liebre y la tortuga

HABÍA UNA VEZ UNA LIEBRE que corría muy rápido. Más rápido que los conejos y que el resto de las liebres. Se reía de cualquiera que quisiese competir con ella, y nadie se le atrevía.

Había también una tortuga muy tranquila, que no corría sino que caminaba despacito, pero era persistente y seria. Y se tomaba todo, todo, todo al pie de la letra. Si había que dormir, dormía. Y si había que caminar, caminaba.

Un día, aparecieron carteles que anunciaban una carrera muy especial: ¡la tortuga desafiaba a la liebre! ¡Nunca se había escuchado algo parecido!

Al principio, la liebre dijo:

—No voy a correr con la tortuga, se quiere burlar de mí. Pónganme a correr contra una gacela, un tigre o algún otro animal que corra tan rápido como yo. ¡Pero no con una tortuga!

Sin embargo, cuando la liebre supo cuál sería el premio, empezó a dudar. Era una medalla de oro, pesadísima y muy brillante. La miró, la tomó, la puso de un lado, la puso del otro… mmm. Cambió de idea: decidió aceptar el desafío.

El día de la carrera, todos los animales del bosque estaban allí y se preguntaban: «¿Se habrá vuelto loca la tortuga?».

Las dos se pararon sobre la línea de largada y, cuando el organizador bajó la bandera, largaron. La tortuga lo hizo despacito, despacito, con su casita encima. Una patita adelante, la otra patita atrás. Como era muy bajita, no tenía la misma visión del camino que tenía la liebre, así que se movía con cuidado, mirando un plano del circuito. Adelantaba una patita, adelantaba la otra, primero la izquierda y después la derecha. Así avanzaba con sus cuatro patitas.

La liebre, en cambio, no salió corriendo. Salió en puntitas de pie, como una bailarina, para burlarse de la tortuga. Todo el pueblo se reía de la imitación y aplaudía como si fuera un payaso de circo. Media hora más tarde, la liebre se cansó de imitar a la tortuga y fue a conversar con amigos. Con un ojo miraba el avance de la tortuga, que iba despacito, despacito, despacito.

Con su escasa altura, la pobre tortuga tenía que enfrentar muchos obstáculos que, para la liebre, no eran problema porque podía saltarlos por encima. Por ejemplo, tuvo que cruzar un gran charco de agua nadando, sacando apenas su cabecita afuera, con la nariz tapada. También tuvo que pasar entre dos piedras, por un espacio muy pequeño donde casi, casi se queda atascada. Y también debió atravesar una cortina de humo por un incendio de campos. Como no veía nada, casi pierde el rumbo de la carrera.

Pero la tortuga es un animalito paciente pero no tonto. Así que hizo varios trucos para poner nerviosa a la liebre. Cuando se metió en el charco, la liebre dejó de verla y creyó que la tortuga estaba ganando. Entonces fue hasta el charco, se zambulló a buscarla… y casi se ahoga. Pero la tortuga ya estaba del otro lado.

Lo mismo le pasó con el humo. Como la tortuga quedó oculta, la liebre se metió en la humareda y casi se asfixia. Salió tosiendo y diciendo malas palabras, hasta que la vio avanzando, a pesar del agua y del humo, sin ningún problema.

La liebre, entonces, volvió con sus amigos a seguir tomando algo.

La tortuga, en su camino, encontró una caja de cartón abandonada y tuvo una idea. Mientras la liebre no la veía, se puso la caja encima. Parecía una caja caminante.

Atravesó otro charco y, con el agua, la caja se ablandó, se le pegó al cuerpo y tomó forma de tortuga. Después se la sacó y la apoyó sobre una piedra donde daba el sol. Hasta que la caja con forma de tortuga se secó y se puso bien dura. Como era marrón, ahora parecía… ¡otra tortuga! Entonces, nuestra amiguita la dejó allí quietita, y ella salió del camino, sin que la liebre la viera, para seguir avanzando, pero por un sendero distinto.

La liebre seguía tomando algo con sus amigos, mientras veía la caja de cartón quieta. Creía que la tortuga se había cansado en mitad de la carrera y que se estaba recuperando, sentadita al sol.

La liebre siguió con sus amigos, dando por seguro que ganaría la carrera sin ningún esfuerzo porque veía a la tortuga ahí quietita.

Pero, pero, pero… una hora más tarde, sopló un viento muy fuerte que hizo rodar la caja vacía. En ese momento, la liebre se dio cuenta de que la tortuga la había engañado. No era ella, ¡era una caja de cartón!

Tiró su lata de gaseosa, se despidió de sus amigos y se puso a correr lo más fuerte que pudo, hasta que vio a la tortuga allá adelante, casi, casi en la línea de llegada. Aceleró al máximo y al final tomó envión, pegó un gran salto y voló por el aire para alcanzarla. Pero la tortuga, que ya estaba en la meta, adelantó apenas su pequeña patita y, pic… tocó la línea de llegada antes que la liebre.

El público ahora se burlaba de la liebre, que se había confundido una caja vacía con la tortuga. Y que, por descansar durante la carrera, se perdió la medalla de oro.

¿Cuál es la moraleja de esta historia? Ustedes seguramente la saben bien y yo no se las voy a contar. Deben contársela a sus papás o sus mamás, que están ahora al lado de sus camitas.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

5

 

El país de las armaduras

HABÍA UNA VEZ UN NIÑO LLAMADO SANTIAGO que soñaba con aventuras de caballeros con armaduras, lanzas, espadas y estandartes. Leía cuentos y veía series sobre castillos y palacios, con dragones y piedras mágicas.

Un día, en un cine, le pasó algo rarísimo. Había ido a ver una de sus películas favoritas. Pero, en un momento, la película se detuvo y las imágenes se quedaron quietas. Como eso duró un buen rato, el niño aprovechó para ver de cerca a los personajes. Caminó hasta la pantalla, estiró su mano, estiró su pierna, pasó el cuerpo y, uuups, ¡estuvo dentro de la escena!

Se dio vuelta para mirar atrás: el cine, la gente y los asientos habían desaparecido. Él estaba ahora dentro de la película, parado entre diez soldados que lo observaban con sorpresa:

—¿Quién sos? ¿Por qué estás vestido de esa forma extraña, con tantos colores?

El niño estaba vestido como todos los días porque iba a la escuela:

—Soy Santiago —dijo—. He llegado de visita desde un país muy lejano.

No quiso decir que venía del futuro, a través de una película, porque no podrían entender y lo tomarían por loco.

—Debés acompañarnos al palacio, así conocerás a nuestro rey y a nuestra reina.

Lo subieron a un caballo, también cubierto de armaduras, y allí fue, al galope, haciendo clin, clin, clin con tantos metales. Cuando llegó al palacio y entró en la sala real, encontró al rey quejándose de un fuerte dolor de cabeza. Santiago recordó que en su bolsillo tenía una aspirina, y le dijo:

—Tomá este botón blanco, hecho con talco de una montaña mágica de mi país, y te curarás.

No quiso decirle que era un medicamento porque el rey tampoco lo entendería y quizás lo metería preso por brujo y hechicero.

El monarca tomó la aspirina con la punta de los dedos, la miró bien y, como la vio blanca y limpita, se animó a probarla. No le gustó, pero le dolía tanto la cabeza que se la tragó. Una hora más tarde, no tenía más dolor y bailaba de contento. Estaba tan feliz que invitó a Santiago a quedarse en el palacio y le regaló una armadura verdadera, como las que el niño había visto en las películas.

Y le dijo:

—Con esa armadura que te he regalado, debés acompañarnos a enfrentar al enemigo en el Valle Encantado.

Santiago aún tenía su celular con mucha batería, así que buscó la locación «Valle Encantado» en su GPS y le dijo al rey:

—Yo los guiaré por el camino más corto, así podrán sorprender a los enemigos llegando antes que ellos.

Conectó el GPS, ante la sorpresa del rey y de sus soldados. El celular dio las instrucciones en español: «Siga adelante hasta el río Azul durante 300 metros. Cruce el río. Suba la montaña y a los 100 metros gire a la derecha y baje por el bosque. Doble a la izquierda tras las rocas, siga el sendero y a 200 metros habrá llegado a su destino. Ha llegado al Valle Encantado».

Nadie podía entender cómo esa cajita blanca, con el dibujo de una manzanita, podía tener adentro una señora que les hablase en su idioma y les indicaba el camino. Santiago tampoco les explicó la verdad y sólo les dijo que era una cajita mágica de su pueblo para guiar a los caminantes.

Gracias al GPS, llegaron al lugar antes que los enemigos y se ocultaron para sorprenderlos. Y así ganaron la batalla casi sin pelear, porque todos huyeron sin saber cómo habían llegado al Valle Encantado más rápido que ellos.

El rey estaba orgulloso con su nuevo amiguito y les dijo a sus soldados que cantasen algo para festejar. Al escuchar eso, Santiago entró a una web de música online y eligió unas marchas que puso bien fuertes. El rey no entendía qué pasaba y buscaba a los músicos que oía. Caminaba alrededor del niño, quien sólo tenía en sus manos esa cajita blanca, mientras exclamaba:

—¡Magia, magia! ¡La banda de música invisible festeja con nosotros!

A la hora de cenar, el rey le contó la historia de su familia, de sus abuelos y de otros reyes famosos de la región. Santiago le preguntó los nombres y los buscó en Google. Entonces, en la pantalla del celular aparecieron las imágenes de todos ellos y se las mostró al rey, que casi se desmaya. Eran los retratos de familia que colgaban en su palacio, y este niño los tenía en su cajita blanca.

El rey le pidió prestado el celular, lo miró por delante y por detrás; le dio vueltas buscando de dónde habrían salido sus parientes y pensó que eran fantasmas. Como Santiago lo apagó para no quedarse sin batería, cuando desaparecieron de la pantalla, el rey pensó que se habían ido por su culpa, por curioso.

Al día siguiente, el rey tuvo que recibir cien carros con granos de trigo que le traían del campo y debía pesarlos y contarlos. Le iba a tomar el día entero porque eran kilos y kilos en bolsas pesadísimas. Cuando todas fueron descargadas, el rey tenía un montón de anotaciones, pero nadie sabía sumar ni multiplicar. Para ayudarlo, Santiago copió los números que tenía el rey en sus papeles, y luego sumó y multiplicó con la calculadora del celular.

En pocos segundos, dijo al rey:

—Has recibido tres mil quinientos kilos de trigo.

El rey no podía entenderlo. Santiago no había usado ni lápiz, ni papel, ni bolitas, ni palitos para contar. ¿Cómo podía saber cuántos kilos había recibido tan sólo en un instante?

Cuando los granjeros se iban con sus carros vacíos, el niño les dijo como despedida:

—Deben proteger sus cultivos porque mañana habrá una gran tormenta que los destruirá si no los cubren.

Y así fue. Hubo una gran tormenta que destruyó muchos cultivos. Por suerte, ellos los habían protegido y no les pasó nada. Cuando el rey, sorprendido, le preguntó cómo había predicho el tiempo, Santiago (que había consultado una aplicación que brinda el pronóstico del tiempo) le dijo que había aprendido a leer las nubes.

Un día, un brujo que tenía mucha influencia sobre el rey y que estaba muy celoso por ese nuevo competidor que había llegado al palacio, le dijo:

—Este niño es muy peligroso, está embrujado y debés echarlo del reino.

Al comienzo, el rey no le hizo caso, ya que estaba maravillado con las cosas que Santiago lograba, desde ganar batallas, contar los granos hasta salvar cosechas. Pero ocurrió algo que cambió completamente su opinión. Un día, a Santiago le pasó lo peor: ¡se quedó sin batería en el celular!

El rey ya se había acostumbrado a encontrar el mejor camino con el GPS, a predecir el tiempo con una aplicación, a escuchar música, a contar granos rápidamente y a ver fotos de su familia. Pero, de pronto, todo eso fue imposible.

El brujo aprovechó para decirle:

—Este niño nos ha engañado a todos, ¡es el diablo! Y yo le he hecho perder su poder para que no perjudique más al rey y a la reina.

Santiago estaba durmiendo en su habitación cuando un soldado le advirtió:

—Vas terminar en un calabozo por culpa del brujo que ha convencido al rey.

Salió corriendo del palacio con su armadura puesta y, a pesar de que era muy pesada, corrió, corrió y corrió hasta llegar al final del reino. Allí había, en el suelo, una línea negra y, más allá, la oscuridad.

Santiago decidió cruzar la línea dando un salto con toda su fuerza. Y… ¡cataplum! De golpe estaba de nuevo en el cine, donde proyectaban la película que se había detenido. Miró hacia atrás y vio a los soldados que lo perseguían desde el palacio. Pero, por suerte, ¡ninguno podía salir de la pantalla!

Todos se frenaron al llegar a la línea negra que estaba en el suelo. Y en el cine, parado frente a la pantalla, estaba Santiago, con los espectadores mirándolo por el ruido que había hecho al caer y sorprendidos con su armadura… ¡igual a la que usaban los personajes del film!

Nadie creyó que Santiago había estado con ellos de verdad y pensaron que se trataba de una promoción del cine. Cuando terminó la función y se encendieron las luces, todos fueron a sacarse fotos con él, quien, sonriente, se dejó fotografiar para que llevasen su imagen de caballero con armadura.

Más tarde volvió a casa con su familia. ¿Y qué reacción tuvo su papá cuando lo vio así?

—¿Qué hacés con ese disfraz si todavía no es carnaval? —le preguntó.

Y Santiago respondió:

—Me lo gané en un sorteo en el cine.

Y a nadie le contó la verdad. Nadie supo que había viajado al país de las armaduras y a nadie le mostró, tampoco, las fotos que se había sacado con el rey y sus soldados, pues creerían que estaba loco.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

6

 

El hombre invisible

HABÍA UNA VEZ UNA FAMILIA COMÚN a la que, un día, le ocurrió algo muy extraño.

Se habían sentado a la mesa cuando, de repente, la hija le dijo al padre:

—Pa… ¿qué pasó con tu mano?

Y el padre respondió:

—¿Con mi mano? Nada, estoy tomando un vaso de agua.

¡Pero el vaso estaba flotando en el aire!

Todos miraron bien y, sí, la mano se había vuelto transparente. Era invisible, como si fuera de cristal. Y parecía que el vaso volaba por el aire.

Asustado, el padre soltó el vaso, que se cayó y se rompió. Fue al baño, tomó un alfiler, se pinchó y sintió dolor, pero cuando pinchó en el vacío, no había nada ahí. Cerró los ojos, movió la mano y sintió que la tenía. Pero, cuando abrió los ojos… no estaba.

—¿Qué me ha pasado? —se preguntó—. Mañana iré al médico para que me revise.

Al día siguiente, cuando despertó, la esposa le preguntó:

—Mi amor, mi amor, ¿no te vas a levantar hoy?

Y él contestó desde el baño:

—Ya me levanté hace rato.

—¿Dónde estás?

La señora abrió la puerta pero en el baño no veía a nadie. ¿Qué había ocurrido? El esposo se había vuelto invisible durante la noche. No sólo la mano, ahora estaba totalmente invisible. Ella lo oía hablar, pero no sabía de dónde provenía la voz. Acercó su mano y lo tocó. Sí, podía tocarlo. Cuando llegó hasta la cara, le dijo:

—Querido, ¿qué hiciste? ¿Qué tomaste? ¿Qué te pasó?

—¡Estoy muerto de miedo! —respondió él—. No sé qué hacer ahora. ¡Esto es terrible! Saldré a caminar por la calle para ver la reacción de la gente.

Salió desnudo y descalzo, como Dios lo trajo al mundo. ¡Era increíble! ¡Estaba desnudo y nadie decía nada! Iba por la vereda y la gente, al no poder verlo, lo chocaba. Las personas se le iban encima, hasta que hacía pum contra uno, pum contra otro. Se disculpaba diciendo «perdón», pero la gente se sorprendía:

—¿De quién es esa voz? ¿Quién me está diciendo perdón?

Entró a la farmacia de siempre, cuya dueña lo conocía, para comprar un calmante. Pero, como no lo veía, ella dijo en voz alta:

—Bueno, ya es tarde y como no queda nadie en el negocio, lo cerramos.

Y prurrum bajó la cortina de metal y lo dejó adentro, encerrado en la farmacia. Cuando estaba por gritar, encontró una llave en el mostrador y pudo salir.

Tomó entonces un ómnibus y se sentó en un asiento que estaba libre, mientras pensaba: «Bueno, iré hasta casa, y por lo menos, gratis y sentado».

Llegó un señor enorme y, cataplum, se sentó arriba del hombre invisible, a quien no veía. Pero este, con semejante peso encima, no pudo evitar gritar:

—¡Ayyyyy!

El señor grandote se pegó tal susto que le pidió al conductor que detuviera el ómnibus:

—¡Pare, pare, por favor! ¡Que me ha gritado acá el asiento! ¡Debe haber un fantasma!

Hubo una gran confusión y, cuando la puerta se abrió, el papá invisible se escapó para no meterse en líos.

En su camino, pasó frente a una frutería y se dijo: «Tomar una banana no le hace mal a nadie y el dueño no va a pensar que la robé, ¿quién se va a enojar?». Así que tomó la banana delante del frutero… ¿Y qué vio el frutero? Vio que, de la caja de bananas, que estaban quietas y apiladas, una banana, una sola banana,se empezó a mover. Y ella misma, la banana, sin ayuda de nadie, se arrancó del resto y salió flotando por el espacio. Un segundo después, empezó a sacarse ella misma su propia cáscara, que después cayó al piso. La banana fue desapareciendo como si se la hubiera comido el mismísimo aire. Al final, no quedó ni un rastro de ella, salvo la cáscara en el piso. El frutero se quedó paralizado, llamó a su esposa y, tras escucharlo, ella le dijo:

—Me parece que has tomado mucho vino. Entrá a casa a tomar una siesta.

—¡Pero creeme! Mirá, aquí está la cáscara.

—Mi querido marido: todo el mundo tira cáscaras de banana al piso.

—Te juro que la banana voló por el aire y al rato desapareció.

Nuestro amigo invisible siguió caminando, y frente al mejor hotel de la ciudad pensó: «¡Qué divertido es esto! Ahora puedo entrar y dormir una siesta sin pagar».

Entró al hotel más caro de la ciudad. Como pensaba, nadie lo vio. Pasó por la puerta, tomó la llave de un cuarto cualquiera, subió por el ascensor y fue hasta el tercer piso sin que nadie lo viera.

Entró en la habitación. Había una cama enorme, recién hecha. Como si fuera un chico, se tiró sobre la cama saltando y rebotando… Cuando se miró al espejo, lo único que vio fue una cama que se hundía y se levantaba, sin nadie encima. Él no estaba en la imagen. ¡No se veía en el espejo! Aunque sí podía ver su cuerpo cuando se miraba directamente.

Pensó: «Bueno, aprovechemos el hotel», y durmió una siestita.

Cuando regresó a su casa, la esposa le dijo:

—Mirá, amor, hasta que te cures, tendremos que inventar una manera de vivir en familia, porque así no podemos seguir. Para poder verte, te vamos a vestir.

Entonces, le pasaron una camisa, ropa interior, pantalón, zapatos… A medida que se ponía ropa, pudieron verlo porque la ropa no era transparente, él era transparente. Y cuando terminó de vestirse… ¿qué pasó? La ropa parecía flotar en el aire. ¡No se le veían la cabeza ni las manos!

Su hija dijo:

—Tengo una idea. Traeré una venda y se la pondremos a papá.

Buscó la venda y lo cubrió del cuello hacia arriba. Y la venda tomó la forma de la cara, salvo al llegar a los ojos, donde quedó abierta para que su papá pudiera ver.

Finalmente, le colocaron un sombrero y el papá ya pareció una persona común, aunque vendada. El único problema eran los ojos: allí sólo tenía dos agujeros. ¡Flor de susto esos ojos que eran huecos! En las manos le pusieron guantes y ya estuvo listo para salir.

Paseó, hizo compras, fue a trabajar y nadie se dio cuenta. Sólo le preguntaron:

—¿Qué le pasó que tiene esa venda?

—Me quemé porque hubo un incendio en casa.

—¡Ah…! Hablando de problemas de salud: ¿escuchó lo ocurrido en China? Dicen que hay una enfermedad nueva que vuelve a la gente invisible.

—¡No me diga! ¡Qué malo eso, espero que no ocurra acá!

Volvió a su casa y le dijo a su señora:

—Me parece que están sospechando y nadie cree esto de la venda. Vayamos a pedirle a nuestra hija pintora que me haga una linda cara con sus témperas.

Allí fueron. La hija artista se sentó frente a su papá invisible. Le recorrió la cara con los dedos para ubicar la nariz, los ojos y la boca. Después preparó un color piel y comenzó a pintar. Después de muchas pruebas, logró hacerle una cara. Con pintura negra le completó las cejas, le tiñó el pelo y le hizo pestañas. Pero los ojos no tenían solución.

—Alguna cosa te vamos a inventar, papá —dijo la hija.

En la vida diaria, cuando el papá se sacaba la ropa, volvía a quedar invisible. Sólo se le veía la cara pintada, pero a nadie en la familia le importaba, ya se habían acostumbrado. Se reían mucho cuando lo veían comer. Especialmente cuando eran cosas duras como un caramelo. Se lo veía flotando por el aire, entrando en la boca invisible, dando vueltas con la lengua, roto por las muelas y, al final, los pedazos bajando por la garganta, hasta el estómago…

Pasaron cuatro días, cinco, seis días, y al séptimo el hombre se miró en el espejo y dijo, feliz:

—Me parece que me estoy haciendo visible de nuevo.

—Sí, pa… ¡Qué suerte! ¡Por fin! —dijo su hija—. Aunque nunca sabremos qué te pasó. ¿Tal vez haya sido un virus, como el covid, y te curaste solo?

—No, no lo sabremos nunca, pero yo prefiero estar visible, disfrutando con ustedes, sin estar pintado, ni tener una venda ni un sombrero en la cabeza.

Y tras decir eso, se abrazaron y festejaron por haber recuperado a su papá, en vivo y en directo.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

7

 

Las ardillitas Pim y Pum

ESTE ES EL CUENTO DE DOS ARDILLITAS, Pim y Pum. Vivían en un árbol, en un agujero que habían encontrado en el tronco, y ahí metían las nueces que juntaban.

Pim y Pum eran muy distintas entre sí. Eran hermanas, pero muy diferentes. Pim era estudiosa, trabajadora y ordenada. Pum era desordenada y desobediente, aunque muy graciosa. Su hermana Pim la admiraba, y les decía a sus amigas:

—¡Qué simpática es mi hermanita Pum!

Pero el estilo de Pum tuvo sus consecuencias. Un día, bajaron a buscar nueces caídas y Pim le dijo:

—Con una nuez cada una basta. Subamos rápido porque vendrá el zorro.

En el bosque había un zorro que siempre buscaba ardillas para cazar. Pim subió rapidito con su nuez y la tiró en el agujero. Cuando miró abajo, vio a Pum, siempre glotona, sentada en el suelo, como si tal cosa.

Había juntado una nuez, dos nueces, tres nueces y cuatro nueces. Una pila que no podía cargar. Caminaba tumbándose para un lado, tumbándose para el otro. Las nueces se le caían para adelante y para atrás. Las recogía y las apilaba de nuevo, hasta que, al final, llegó al árbol donde tenían su nido.

Empezó a subir despacito, haciendo equilibrio con sus cuatro nueces. Como se demoró mucho, sin hacer caso a Pim, ocurrió lo que podía ocurrir. Sintió que algo la frenaba y no podía avanzar. Cuando miró atrás, vio su colita pisada por las garras de un zorro que la miraba y le mostraba su boca llena de dientes.

—Pim, ¡tenés que ayudarme! —pidió Pum temblando.

El zorro reía. Pero Pim, que era inteligente y muy viva, entró al agujero donde tenían guardadas las nueces para buscar su arma secreta. Ahí tenía escondida una gomera, también llamada honda. ¿Tuvieron una gomera alguna vez?

Pim colocó dos nueces, estiró bien la goma elástica y soltó los proyectiles: boinggggg. Le pegó al zorro en la cabeza y le hizo un gran chichón.

Furioso, le gritó a Pim:

—Ardillita, ¡ni pienso soltar a tu hermana! ¡Me la comeré cruda ahora, como está!

Y Pum, desesperada y llorando, le pidió:

—¡No, no me hagas eso!

Pim puso otras dos nueces en la gomera, apuntó a los ojos del zorro y las lanzó: poing, poing. Con gran puntería, le pegó con una nuez en un ojo y con la otra, en el otro. El zorro no aguantó el dolor. Levantó la pata para frotarse los ojos y así liberó la cola de Pum. Al sentir que se le escapaba, la corrió a ciegas. Pero ¡zas! ¡Chocó contra el tronco! Y furioso, volvió hacia las ardillitas y les gritó:

—¡Ya las voy a agarrar a ustedes! ¿Se creen que le van a ganar a un zorro? ¡Nunca, porque el zorro es más vivo que las ardillas!

Para entonces, Pum dejó las cuatro nueces en el suelo y subió lo más rápido que pudo hasta el nido. A la mañana siguiente, Pim y Pum se dijeron:

—Parece que a esta hora el zorro ya no está.

Y bajaron del árbol tranquilas. Pero el zorro se había quedado preparando una trampa. Había cavado un pozo y encima le había puesto unas pajas, que parecían pasto. Si las pisaban, caerían al fondo. Y eso fue lo que ocurrió.

Pum —siempre cargada de nueces— pisó la trampa y, pufff, se fue al fondo. Desde abajo, pidió ayuda a Pim. Pero Pim le respondió:

—Me parece que esta vez, Pum, no podré ayudarte.

—Sí, por favor, tirame una soga.

—Pero no tengo fuerza.

—¡Tirámela, por favor, Pim! ¡Plis, plis, plis!

Pim no tenía una soga, sólo un piolín. Lo arrojó al pozo. Pum lo agarró y empezó a subir. Pero ¿qué pasó? Como Pum era mucho más pesada que Pim, no podía subirla y Pim se resbalaba en la entrada de la trampa.

Finalmente, Pim no pudo más y cayó también en el agujero. Allí quedaron las dos, en el fondo del pozo.

—Ahora va a venir el zorro y nos va a comer por zonzas. ¿Por qué pisamos la trampa sin mirar por dónde íbamos?

Como las ardillitas eran muy buenas, las aves eran sus amiguitas y entonces, cuando oyeron el pedido de ayuda, llegaron volando. Un chimango fue el primero, y llamó a otros, piu, piuuu, piuuu. Se juntaron como diez y dijeron:

—Entre todos las vamos a sacar.

Se largaron a pique al fondo del pozo y, al llegar abajo, dijeron a las ardillitas:

—Súbanse sobre el lomo del más grande y los demás lo ayudaremos a volar porque ustedes son pesadas.

Las ardillitas se subieron arriba del chimango más grande, los demás hicieron fuerza y lo impulsaron fuera del pozo. Salió volando de la trampa y llevó a Pim y Pum hasta su nido, acompañado por los otros. En celebración por el salvataje, otras aves amigas también se acercaron. Había zorzales, gorriones, calandrias, teros, benteveos, horneros y carpinteros. E hicieron un concierto de festejo con la variedad de cantos que conocían.

Las ardillitas, felices y contentas, prometieron:

—Nunca más permitiremos que el zorro intente engañarnos. De ahora en adelante, ustedes, desde el cielo, nos dirán por dónde anda y nosotras les daremos unos ricos pedacitos de nuestras nueces.

Y desde entonces, el zorro nunca más pudo agarrarlas, ni supo por qué. Nadie le contó que los pájaros ahora trabajaban de drones para avisar a las ardillitas.

Muy decepcionado, les dijo a los demás zorros:

—No voy a comer más ardillas porque no las encuentro nunca juntando nueces. Me voy a hacer vegano y comeré frutas o verduras, que son más fáciles de encontrar.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

8

 

Las aventuras de Robin Hood

HABÍA UNA VEZ UN TIEMPO DE CASTILLOS, reyes y soldados que usaban armaduras, montaban en caballo, llevaban arcos y lanzaban flechas. Todavía no había celulares, ni autos, ni aviones, ni televisión.

En la parte más alta de la montaña vivía un rey solitario que trataba mal a los campesinos de la aldea. Los despreciaba y los hacía trabajar día y noche sin pagarles. Nadie se atrevía a protestar para no perder lo poco que poseían. Pero tenían hambre, pues los alimentos los guardaba el rey.

Por suerte, una persona los iba a ayudar. Se llamaba Robin Hood. Él tenía una habilidad única. Su arma era el arco y la flecha. Y con su arco podía lanzar flechas y hacerlas volar sin errar jamás.

Robin Hood vivía en el bosque, frente al castillo, y todos los días oía las quejas de sus vecinos. Hasta que se cansó y resolvió que debía hacer algo por ellos. Reunió a algunos amigos y les explicó lo que ocurría. Todos eran campesinos y sus armas eran solamente las palas, azadas, picos y rastrillos de sus granjas.

Un día supo que su amigo Pepe del Bosque había entrado al castillo a buscar alimentos, pero lo descubrieron y lo encarcelaron. Estaba encerrado en la parte más oscura de la prisión, sin luz y llena de humedad. Casi desnudo y con cadenas, estaba tiritando en su celda, creyendo que nadie podría salvarlo.

Al saber lo ocurrido, Robin Hood dijo:

—Engañaré a los soldados, entraré a la prisión y salvaré a Pepe.

Tomó una de sus famosas flechas y le ató una soga muy larga. Se acercó al castillo y, escondido detrás de unos arbustos, preparó su arco y la lanzó. Con su clásica puntería, se clavó sobre el muro, justo en la parte más alta.

Y pensó: «Si me trepo ahora, los guardias me verán. Tengo que distraerlos».

Les dio a sus amigos cinco arcos y cinco flechas que debían lanzar por separado. Cada flecha tenía un trapo y, antes de arrojarlas, las encendieron. Volaron las flechas, una tras otra, y entraron por ventanas, por el techo, por los patios.

Los guardias del rey corrieron con baldes para apagar los cinco incendios. Aprovechando la confusión, Robin Hood trepó despacito por la soga y llegó a la parte más alta del muro sin ser visto. Después bajó por una escalerita hasta llegar a una puerta con rejas. Había un soldado dormido: era el que cuidaba el lugar y tenía todas las llaves de la prisión. Robin se acercó en silencio y, cuando lo tuvo al lado, pomp, le pegó un golpe en la cabeza y el guardia cayó desmayado. Ni cuenta se dio porque estaba dormido. Le sacó las llaves, probó una, probó otra y, cuando llegó la tercera, la puerta se abrió. Y ahí estaba Pepe del Bosque.

Su amigo no podía creerlo:

—¿Cómo entraste? ¿Cómo hiciste?

—Shhh, silencio. Apurate, debemos escaparnos ya mismo.

Robin soltó las cadenas, atravesaron pasillos con humo y llegaron hasta el muro. Como no había nadie, bajó primero uno, después el otro. Ningún guardia se dio cuenta de que el prisionero había escapado. Mejor no imaginar la furia del rey al día siguiente, y cómo hizo castigar al guardia dormido por tonto.

Cuando Pepe del Bosque contó dónde estaban escondidos los alimentos en el castillo, Robin Hood se propuso llegar hasta allí.

—Me voy a vestir de cura con una sotana negra, para que no me reconozcan.

Una costurera le hizo una capa negra, con mangas y un cuello blanco. Robin Hood se lo probó y estaba irreconocible. Fue caminando hasta el castillo, golpeó la puerta y esperó que lo atendiesen. Cuando los guardias vieron que era solamente un curita con cara de bueno, lo dejaron pasar.

—¿De dónde venís, amigo cura?