300 cuentos de buenas noches. Tomo 3 - Jorge Eduardo Bustamante - E-Book

300 cuentos de buenas noches. Tomo 3 E-Book

Jorge Eduardo Bustamante

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Beschreibung

En pandemia, Jorge le narró a su nieto de siete años cuentos por WhatsApp.   Con ellos lo acompañó durante 300 noches. En esos relatos, Jorge jugó con personajes tomados de las historias más tradicionales y de otras más actuales, y así nacieron estos nuevos relatos inventados por él. Con todo eso buscó achicar distancias, aunque también —sin quererlo— fue armando un tesoro.   Los audios con estos cuentos empezaron a circular y luego llegaron a Spotify. Ahora, después de una cuidadosa adaptación y acompañados de divertidísimas ilustraciones, integran estos tres tomos que conforman una obra monumental de casi mil quinientas páginas para que puedan ser leídos y vueltos a leer en infinitas noches.

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JORGE E. BUSTAMANTE

300CUENTOS DE BUENAS NOCHES

TOMO 3

PRIMERAS LECTURAS

Bustamante, Jorge E.

300 cuentos de buenas noches : tomo 3 / Jorge E. Bustamante. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-97-7

1. Cuentos. I. Título

CDD A863.9282

© 2023, Jorge E. Bustamante

Primera edición, abril 2023

Ilustraciones Esteban Serrano

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Adaptación Patricia Jitric y Martín Vittón

Corrección Lucía Bohorquez, Malvina Chacón y Karina Garofalo

Desgrabación Claudia Grismann y Mariana Tedín

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Índice

CubiertaPortadaCréditos201. El Faro del Fin del Mundo202. La marea y la isla solitaria203. El meteorito misterioso204. El submarino y el pulpo205. El loro y el pescador206. El hombre de las uñas sin fin207. Los dientes del Ratón Pérez208. Los avestruces distraídos209. Otra aventura de los tres chanchitos210. El niño dibujante211. La ranita cantora212. Otra historia del niño dibujante213. La galera del mago214. El niño y el imán215. El ratoncito domador216. La lechucita observadora217. El flautista desafinado218. El camello mentiroso219. El teléfono enojado220. El hombre parlanchín221. Súper Ratón, el héroe chiquitito222. El detective Dick y el collar robado223. El grillito y las langostas224. La escalera sin fin225. El Barquito de la Suerte226. Juanita y chan-chan227. El inesperado vuelo en globo228. El maquinista sabio229. El volcán rojo230. El vecino orejudo231. La calesita incansable232. El relojero del tiempo233. La luciérnaga perdida234. El robot desobediente235. El Gato Félix, un mishi de papel236. Otra historia de Súper Ratón237. El platito soñador238. El pececito astuto239. El profesor loco240. Pepo en el polo241. La cartera perdida242. El sapo encantado243. La visita de los marcianos244. La vaca sagrada colombiana245. El falso plato volador246. La paloma mensajera247. Un cuento de Navidad248. Los cuentos del tío Francisco249. El sillón de la verdad250. La langosta sin dientes251. El taxista enamorado252. El dragón y el niño bombero253. El Limpiavidrios Valiente254. La gorra voladora255. El guarda del vagón-vapor256. La lámpara apagona257. El Cocotero Plum Plum258. El tornado tirabuzón259. El cinturón flojón260. La bruja Cachavacha261. La caja de Pandora262. Gulliver en el país de los enanitos263. Gulliver en el país de los gigantes264. Cuento de Pinocho265. El origen del hombre266. El hombre que se inflaba267. Cuento de murciélagos y comadrejas268. El perrito ambicioso269. El oasis engañoso270. El lobo con piel de cordero271. El león y la gacela272. La cadenita de oro273. El pozo de los deseos274. El tobogán rojo275. El robot enamorado276. El hada triste277. El Principito y el rey mandón278. Paco, el burro que se empaca279. La costurera y la aguja280. Pedro y el lobo281. El caracol y el mar282. La hormiga reina283. El niño que no podía dormir284. El jugador de cartas285. El caballito de mar286. La pulguita pianista287. El pequeño capitán288. El soldadito de plomo289. La alfombra voladora290. El cangurito saltarín291. El hipopótamo Sam292. La ruleta rusa293. La noche del apagón294. El elefante distraído295. La medalla partida296. La prueba de fuego297. El globo rojo298. La lavandera milagrosa299. La cartera roja300. El hombre que nunca existióLos audios originales en SpotifySobre este libroTienda PAM

201

 

El Faro del Fin del Mundo

HABÍA UNA VEZ UN CRUCERO que navegaba cerca de la Antártida, una región donde hay hielos, pingüinos, lobos marinos y ballenas. Los pasajeros estaban felices con esa travesía tan poco común. Bajaban en botes a la costa, sacaban fotos a los pingüinos y después volvían corriendo a sus camarotes, porque hacía mucho, mucho frío.

El capitán del barco, en cambio, no estaba tan tranquilo. Había escuchado que en la zona andaba un barco pirata que asaltaba a los navegantes. Solía avanzar despacito, hasta colocarse al lado del crucero. Y después, los piratas lo atacaban por sorpresa, trepando con sogas, como en los antiguos cuentos de aventuras.

Una tarde vio un barco sospechoso a la distancia, sin bandera, que los seguía. Aceleró los motores para alejarse, hasta que lo perdió de vista. Se hizo de noche y hubo una gran tormenta, con relámpagos y fuertes lluvias. El barco sospechoso reapareció en medio de la oscuridad, haciendo señales de luces que decían: «Deténganse o haremos fuego».

El capitán se dio cuenta de que eran los piratas y que, si obedecía, subirían al barco y sus pasajeros estarían en peligro. Sabía que el Faro del Fin del Mundo estaba cerca y que, con su luz, podría guiarse para escapar.

Tendría que mantener distancia del buque pirata, navegando a oscuras, hasta encontrarlo. Pero esta vez el faro no aparecía y navegaba a ciegas. Estaban perdidos y necesitaba alguna ayuda: o el faro, o las estrellas. Para llamar la atención de algún otro barco, hizo tocar la sirena, ooooouuuu, que sonó terrorífica, entre el silbido del viento y el ruido de las olas.

¿Por qué no encontraban el Faro del Fin del Mundo, si estaba tan cerca? Ocurría que el encargado del faro era un abuelito que estaba enfermo y no tenía fuerzas para subir a encenderlo, como lo había hecho siempre. Estaba acompañado por su nieto, que lo cuidaba en la soledad del lugar.

El abuelo le dijo a su nieto:

—Espero que esta noche no haya ningún barco cerca, porque sin luz, se perderá y chocará contra las rocas ocultas bajo el agua. Sin nuestro faro, nada podrá guiarlo, y se hundirá.

El nieto, que estaba muy atento, le contestó:

—Abuelito, me parece que escucho una sirena en el mar —y salió a mirar el horizonte. Con los largavistas mojados, pudo ver, a la distancia, un puntito de luz que se movía. Era un barco. Volvió junto a su abuelo y le pidió que le enseñase a encender el faro. No era fácil. Tenía que hacer fuego porque allí no había electricidad.

Por aquel entonces, el Faro del Fin del Mundo se encendía con fósforos y querosene. Así se podía lograr una gran llama, alrededor de la cual había que hacer girar, con la mano, un gran espejo sobre rueditas. De ese modo, los barcos podían ver la luz a la distancia. El chico subió, lo encendió e hizo girar el espejo como le indicó el abuelo. Y esperó recibir alguna señal del barco como respuesta.

El capitán saltó de alegría al ver la luz y dijo a sus oficiales:

—¡Pónganse contentos! ¡Ahí está el faro! ¡Estamos salvados!

Aceleraron los motores y el crucero apuntó hacia esa dirección, con la tranquilidad de que avanzarían sin chocar contra las rocas.

Cuando estuvieron cerca, el capitán mandó un mensaje al faro, que decía:

—«Apagar faro, ataque pirata» —y repitió otra vez, con las luces—: «Apagar faro, ataque pirata».

El chico sabía leer esas señales, y entendió lo que el capitán quería decir. Y entonces, apagó el faro.

Los piratas, que también se guiaban por la luz, se sorprendieron. No vieron más ni el faro ni al crucero. El capitán había dejado su barco a oscuras y avanzaba como un fantasma hacia el puerto, pues ya conocía el camino.

En el barco pirata estaban totalmente perdidos. Empezaron a dar vueltas a ciegas, buscando el rumbo, pero se desorientaron, y ocurrió lo que más temían.

Oyeron un golpe espantoso, ¡crac!, y después, glu, glu, glu. El barco pirata había chocado contra las rocas hundidas, le entró agua por el casco, y se hundió.

Entre tanto, el crucero llegó a puerto con sus pasajeros sanos y salvos. La gente del lugar los esperaba y aplaudieron cuando los vieron bajar.

A la mañana siguiente, lo primero que hizo el capitán fue preparar un bote para visitar el faro que los había salvado. Y allí encontraron, ante su sorpresa, a un abuelo enfermo y a su nieto de quince años.

Supieron entonces que ese chico, tan joven, había sido el héroe que los había guiado en la tormenta y que, además, había hecho hundir al buque pirata.

Y al despedirse le prometió, como premio por su coraje, que cuando cumpliera dieciséis años podría viajar en su crucero alrededor del mundo y que él le enseñaría a manejarlo como si fuera su capitán.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

202

 

La marea y la isla solitaria

HABÍA UNA VEZ UN PUEBLO frente al mar, parecido a los demás pero con algo que lo hacía diferente. En su playa se producían grandes mareas que la transformaban durante la noche y volvían a cambiarla por las mañanas.

¿Qué es una marea? Es un movimiento del mar que se produce todos los días. Primero, el agua sube sobre la playa y la cubre. Horas más tarde, hace al revés: el agua retrocede hasta dejar a la vista la arena húmeda, mostrando lo que el mar siempre esconde. Por ejemplo, podemos ver caracoles, pescaditos, cangrejos, collares, anillos, juguetes, restos de naufragios y otros objetos que aparecen cuando el agua baja y el mar se retira.

Dos hermanos se habían criado allí y conocían bien la playa. Lo que más les gustaba era recorrerla después de una gran marea, ya que podían juntar cosas extrañas. En su casa tenían una colección de objetos raros encontrados durante sus exploraciones.

Frente al pueblo había una isla solitaria a la que nunca habían podido llegar caminando, porque el mar no se retiraba lo suficiente para unirla a la costa. Estaba rodeada de aguas peligrosas y tampoco se podía nadar hasta ella, porque había tiburones.

Una vez hubo una tormenta muy fuerte, con un viento terrible, que forzó al agua a correrse mucho más hacia adentro, coincidiendo con la bajamar. Y, por primera vez, se pudo ir a la isla caminando. Los hermanos, con muchísima excitación, corrieron por la arena mojada, llena de charcos y pescaditos, y llegaron a la isla, jadeando pero sin problemas. La recorrieron y, ante su sorpresa, encontraron una cabaña solitaria. Adentro había una cama hecha con hojas y un fogón aún encendido.

Al rato llegó el dueño, el único hombre de la isla. Un anciano de larga barba blanca, que no había visto a nadie en muchísimos años. También para él fue una sorpresa encontrar a los dos jóvenes, salidos de la nada. Era un personaje extraño, con las uñas crecidas, los dientes sucios, las orejas peludas, los dedos torcidos, los pies callosos y el pelo grasiento.

Después de mirarse un rato, los tres se sentaron frente al fuego y tomaron un té hecho con hierbas silvestres. El hombre les contó su historia, de cuando había llegado y cómo había hecho para sobrevivir en esa soledad. Pasaron horas conversando y, cuando se dieron cuenta, la isla ya estaba de nuevo rodeada de mar y no podían volver caminado.

De repente, los hermanos estaban en la misma situación del anciano, que alguna vez había llegado caminando, como ellos, y nunca más pudo volver a la costa. Pero como eran optimistas pensaron que ya irían sus padres a buscarlos. Sin embargo, pasaron días y días y nadie llegó. Después de un mes, vieron un bote a la distancia y saltaron en la playa, haciendo señales con su ropa. Por suerte, desde el bote los vieron y llegaron remando.

¡Gran sorpresa! Eran precisamente sus padres en compañía de un marinero que les había dicho:

—No se inquieten, los chicos no pueden haber desaparecido. Seguro fueron caminando a la isla cuando el mar se corrió tanto. Los llevaré en mi bote.

El marinero había acertado. ¡Ahí estaban los dos, haciendo señas desde la playa! Se abrazaron, festejaron y cuando estuvieron listos, se subieron al bote para regresar. Antes de salir, le propusieron al anciano volver con ellos.

El hombre miró hacia atrás, vio su cabaña de tantos años y les respondió:

—Bueno. Iré con ustedes por un tiempo, pero tienen que prometerme que me traerán de nuevo porque la isla es mi vida.

Subió al bote y todos regresaron.

Por la noche se reunieron a cenar. Los jóvenes le ofrecieron lavarlo, peinarlo, cortarle el cabello y las uñas, afeitarlo y vestirlo. Y el anciano, por darles el gusto, aceptó. Cuando terminaron, fueron descubriendo que su cara, una vez limpia, sin barba y con el pelo más corto, les parecía familiar.

Lo pusieron de perfil y le dijeron:

—Abuelo, ¡mirá la nariz que tenés! ¡Se parece a la nuestra!

El hombre se reía, al oír de ese supuesto parecido.

Después le dijeron:

—Dejanos mirarte los ojos… ¡Qué mirada tenés! ¡Parecés pariente nuestro!

Luego le observaron la boca, ahora sin bigotes, y con dientes limpios.

—¡Qué parecida a la de nuestro padre!

Le tomaron las manos y las compararon con las de ellos:

—¡Mirá tus manos, tenemos los dedos iguales!

A la noche, se sentaron a la mesa. Ahora estaban los dos hermanos, sus padres y el anciano.

Con mucha curiosidad, le preguntaron:

—¿Cómo te llamás?

Y el anciano respondió:

—No sé cómo me llamo. En la isla no hablaba con nadie, así que a nadie tenía que decirle mi nombre y nadie me llamaba por el nombre. Me hice amigo de varios animalitos, como monitos o algún zorrito, pero ninguno hablaba.

—¿Cuándo llegaste a la isla?

—Hace muchos, muchos años. Era joven todavía. Llegué caminando desde la costa y nunca más pude volver. Al comienzo me sentí muy angustiado, pero después me acostumbré, y fui muy feliz viviendo solo.

—¡Qué hombre tan especial sos!

Los padres se interesaron en la historia, creyendo haber encontrado una pista.

—Contanos más… ¿te fuiste a la isla caminando?

—Sí. Me fui caminando —contestó.

—¿Y te fuiste cuando hubo una fuerte tormenta de invierno?

—Exactamente —respondió el viejo—. Era invierno y hubo una fuerte tormenta.

Los padres se miraron entre sí.

—Y contanos más, ¿tenés recuerdos de tu juventud?

—Sí. Me olvidé de muchas cosas, pero algunas imágenes todavía me vienen a la memoria. Recuerdo que vivía en una casa roja frente al mar.

Los padres, cada vez más excitados, le preguntaron:

—¿Una casa roja con techo negro?

—Sí, con techo negro; allí vivía con mis hijos.

—Dejame ver… —dijo el padre—. ¿Puedo mirar detrás de tu oreja?

El hombre movió la cabeza y mostró su oreja. Atrás, tenía una mancha.

—¿Y ahora, puedo mirar tu panza?

Y allí tenía una cicatriz. Entonces, el padre miró a los hermanos y les dijo:

—Chicos, les presento a su abuelo. Él es mi padre, que se fue hace muchos, muchos años, antes que ustedes hubiesen nacido y yo era pequeñito. Creímos que había desaparecido en el mar, no se nos ocurrió buscar en la isla solitaria.

Todos abrazaron al abuelo y dijeron emocionados:

—¡No podemos creerlo! Sin saberlo, fuimos caminando a la isla en busca de nuestro abuelo y ahora… ¡lo hemos recuperado!

El anciano se largó a llorar, los abrazó a todos y les pidió perdón por no haber regresado nunca más.

Desde entonces, los chicos y el anciano volvieron a la isla muchas veces, con el marinero y su bote. Pero no ya como exploradores de un lugar desconocido, sino como dos nietos con su abuelo, a disfrutar de sus cuentos frente al fuego.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

203

 

El meteorito misterioso

HABÍA UNA VEZ UN METEORITO que surcaba el espacio a miles de kilómetros de distancia. Los científicos, con sus telescopios, se dieron cuenta de que avanzaba con dirección a la Tierra, e iba a chocar contra ella.

No había forma de desviarlo. Los astrónomos lo veían avanzar, avanzar, avanzar y un día… ¡pum! Chocó en un país lejano y al dar contra el suelo, se incendiaron campos y bosques.

Cuando todo se apagó y el lugar se enfrió, la gente del pueblo más próximo se acercó a mirar de qué se trataba. Era una piedra gigante, del tamaño de una casa inmensa. Entre tanta gente, se encontraba el profesor de la escuela con sus alumnos. Él quería observarlo de cerca porque sus clases eran acerca del Sol, la Luna, los planetas, las estrellas y… los meteoritos. Nunca había pensado que iba a tener esa oportunidad.

Todos lo miraban desde lejos porque el meteorito tenía algo extraño a su alrededor. El aire vibraba y emitía una luminosidad azul. Nadie se animaba a avanzar, salvo el profesor, que se tentó y se acercó. Y cuando llegó adonde el aire vibraba con el halo azul… ¿qué pasó con el profesor?

Se fue haciendo invisible. Primero la mano que había tocado el meteorito. Después la cara; después fueron las piernas y, finalmente, no se lo vio más.

Los alumnos se angustiaron presenciando la desaparición de su profesor.

Pero enseguida oyeron su voz, por detrás, que decía:

—¡Estoy aquí, estoy aquí!

Se dieron vuelta y sólo veían su traje, pero no tenía cara, ni manos ni piernas. Estaba invisible. Gran alboroto en el pueblo. Nadie más quiso acercarse por temor a desaparecer.

De todos modos, el profesor invisible, como pudo, siguió dando clases en la escuela. Los chicos tenían que ubicarlo, ya que no se lo veía nada, sólo se escuchaba su voz. Hasta habían desaparecido su camisa, su saco y sus pantalones. Por momentos, se veía la tiza escribiendo solita en el pizarrón. Otras veces, se veía un marcador haciendo trazos en un cuaderno y en ocasiones, lo oían leyendo un libro que flotaba en el aire.

Poco a poco se fueron habituando a tener un profesor invisible. Pero nunca más alguien se acercó al meteorito. O eso es lo que se creía…

De día, nadie se había acercado al lugar. Pero de noche dos personas con malas intenciones fueron hasta allí. Eran ladrones que, al escuchar sobre el profesor invisible, también querían volverse invisibles para robar sin ser vistos. Al poco tiempo, en algunas casas empezaron a faltar cosas, a pesar de tener las puertas cerradas. Nadie entendía qué pasaba y ni se les ocurrió que esos robos tuvieran que ver con el temible meteorito.

Un día, el profesor les propuso a sus alumnos:

—Les he dado una buena oportunidad para estudiar mi caso y cómo me afectó el meteorito.

Una alumna que había pensado bastante sobre ese misterio le dijo:

—Profesor, profesor, usted había dicho que los meteoritos vienen de lugares del espacio donde no hay agua. ¿Qué pasaría si ahora llueve y el meteorito se moja?

El profesor se rascó la cabeza, miró para un costado, miró para el otro y le respondió:

—Es una buena pregunta, pero no tengo ni la menor idea. Como está por llegar una tormenta, vayamos allí a ver qué pasa.

El profesor fue adelante y los alumnos detrás, hasta que llegaron al lugar prohibido. Se sentaron a la distancia, mirando el cielo negro, a punto de llover. Un rato después, empezaron los truenos y los rayos. Y llovió torrencialmente. Y… ¿qué pasó con el meteorito?

Cuando el agua le caía encima, se evaporaba y hacía fisshhhh, como líquido sobre un metal caliente. Y a medida que se mojaba, se iba derritiendo, iba desapareciendo, haciéndose cada vez más pequeño. Primero se achicó como una pelota, después como una bolita y finalmente no quedó nada.

El contacto con el agua lo hizo desaparecer. Ante la sorpresa de todos, el profesor volvió a recuperar su cara, sus piernas, sus manos y su cuerpo. De alguna manera, el meteorito había tenido una fuerza magnética que hizo invisibles a quienes se le acercaron. Al desaparecer, el magnetismo dejó de actuar y todo volvió a la normalidad. Los alumnos lo abrazaron y él felicitó a la alumna que había hecho la pregunta sobre el agua.

Cuando volvieron al pueblo, oyeron que también, en el mismo momento en que desapareció el meteorito, había ocurrido algo sorprendente en las casas de unos vecinos. En cada una de ellas, habían aparecido ladrones que estaban robando, lo más tranquilos, confiados en que nadie podía verlos. Pero cuando se disolvió el meteorito, recuperaron su imagen y pudieron atraparlos.

Todos festejaron haber recuperado al profesor y haber resuelto el misterio de los ladrones. Y los alumnos felicitaron a su compañera, quien, sentada al fondo del aula, se había dado cuenta de que al meteorito había que echarle agua o esperar una buena lluvia para sacarle el magnetismo.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

204

 

El submarino y el pulpo

HABÍA UNA VEZ TRES AMIGOS a quienes les gustaba el mar. Buceaban, navegaban y contaban historias de barcos y animales marinos.

Uno de ellos, que había leído el libro Mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, se quedó impresionado por el relato de un pulpo gigantesco en las profundidades del mar. Les contó la historia a sus amigos y fueron a la biblioteca a buscar toda la información que hubiese sobre pulpos.

Aprendieron que tienen dos ojos saltones y ocho tentáculos (por eso lo llaman octopus). También, que tienen boca en forma de pico y son carnívoros: los pulpos no comen plantas, sino bichitos marinos, y cuando se los molesta echan un chorro de agua para alejarse. Y si los molestan mucho, arrojan un chorro de tinta oscura.

Para esconderse, en lugar de escaparse, cambian de color y quedan disimulados entre las rocas o los corales donde se ocultan. Por eso se dice que los pulpos son los animales más inteligentes de los océanos.

Los tres amigos decidieron buscar, en el fondo del mar, el pulpo gigante descripto en el libro. Como trabajaban en un astillero, decidieron hacer ellos mismos un submarino, muy especial, que pintarían de amarillo.

Trabajaron muchísimo. Compraron chapas de hierro y ventanas herméticas; consiguieron un buen motor, dos hélices y un periscopio usado para mirar la superficie cuando estuvieran bajo el agua.

En la biblioteca, en un libro muy antiguo sobre pulpos, encontraron una hoja suelta que decía: «Si un brazo le cortás, al pulpo lo transformás. Con un tentáculo menos, de malo pasará a ser bueno». No entendieron qué significaba, pero les pareció que esas palabras debían ser importantes, así que guardaron la hoja en su mochila.

Cuando el submarino estuvo listo, se sumergieron haciendo burbujas y borbotones. Tenía dos faros delanteros para iluminar bajo el agua porque a esa profundidad no llegaba la luz del sol. Navegaron un día y una noche, vieron calamares gigantes, tiburones enormes, delfines juguetones, caracoles como automóviles, simpáticos caballitos de mar y temibles anguilas eléctricas.

Al segundo día, el agua se agitaba y movía plantas que ocultaban una caverna. Estaban seguros de haber encontrado el escondite del pulpo. Pusieron las luces al máximo, y entraron a la caverna. Navegaron media hora y al llegar al fondo, lo encontraron detrás de una roca.

El bicho se sorprendió al ver un submarino metido en su refugio y se escapó, tirando un chorro de tinta negra que oscureció el agua. Siguieron el rastro de tinta hasta que lo encontraron, de nuevo, más adentro. El pulpo era mucho más grande que el submarino y esta vez, fue al ataque. Con sus enormes tentáculos lo enroscó, lo revoleó y lo arrojó contra las rocas.

Los tres amigos se cayeron al piso, se golpearon y, además, se sintieron perdidos en la oscuridad, porque se cortaron las luces. Después de muchos saltos, el submarino fue bajando, hasta apoyarse en el fondo del mar. «¡Qué miedo!», pensó uno, pero no lo dijo.

No se dieron por vencidos. A tientas, se fueron arrastrando hasta los controles, pusieron el motor en marcha y se movieron en silencio.

Uno de ellos recordó el manuscrito, lo sacó del bolsillo y les dijo a los demás:

—Tengo un plan. ¿Recuerdan lo que decía este antiguo papel?

Y leyó:

—Si un brazo le cortás, al pulpo lo transformás. Con un tentáculo menos, de malo pasará a ser bueno.

Hicieron avanzar al submarino, sin encender las luces y colocaron una cuchilla filosa en la parte delantera. Se acercaron al pulpo bien despacio y, cuando este extendió su tentáculo para agarrarlos… ¡chun! ¡Se lo cortaron!

«Si un brazo le cortás, al pulpo lo transformás. Con un tentáculo menos, de malo pasará a ser bueno.»

El pulpo quedó paralizado, le faltaba un tentáculo, el brazo número ocho. De los siete que le quedaron, tres se fueron achicando y achicando, hasta desaparecer en sólo media hora. ¡Al pulpo le quedaron cuatro brazos!

Poco a poco, dos de los tentáculos se fueron convirtiendo en brazos, como tienen las personas, y los otros dos, en piernas.

¡Qué espectáculo estaban viendo por la ventana del submarino! El pulpo seguía transformándose, como decía el manuscrito. Su gran cabeza se fue achicando hasta ser una cabeza de persona.

Una hora más tarde, ya no había un pulpo bajo el agua, sino otro joven, como ellos, que nadaba al lado del submarino. Un joven que les golpeó la ventanilla, como pidiendo permiso para entrar. Y entonces le abrieron la puerta. El visitante —antes pulpo, ahora persona— entró chorreando y sonriendo. No podían creer que el pulpo hubiera desaparecido y que ahora tuviesen delante un chico igual a ellos, hablando el mismo idioma.

Después de saludarse y tomar un té, el recién llegado les contó su historia. Era hijo de una mujer bellísima y de un pulpo que se enamoró de ella, quien la raptó y la llevó a las profundidades del mar. De esa relación nació él, con cuerpo de pulpo, pero con sentimientos de un ser humano. Sólo había una forma de transformarlo en persona y eso estaba explicado en un manuscrito perdido en una biblioteca, esperando que alguien lo encontrase.

Y el chico repitió: «Si un brazo le cortás, al pulpo lo transformás. Con un tentáculo menos, de malo pasará a ser bueno».

Entonces los tres amigos, sorprendidos por el relato, le dijeron:

—Nosotros encontramos ese manuscrito y por eso te cortamos el brazo, no era para hacerte sufrir. Sabíamos que ibas a transformarte y ser más bueno. Y lo logramos.

El chico los abrazó y como ya no era pulpo, no los asfixió con sus ocho tentáculos. Y les pidió que lo llevasen a tierra a empezar una vida nueva. Y así lo hicieron. Volvieron los cuatro a la costa y ese nuevo amigo, hijo de un pulpo y de una mujer bellísima, se unió a trabajar con ellos en el astillero, y también, a disfrutar juntos el mar.

De allí en adelante no volvieron más a la caverna del pulpo, ni siquiera a pasear en el submarino amarillo, que les quedó como un lugar secreto para reunirse y contar historias.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

205

 

El loro y el pescador

HABÍA UNA VEZ UN GRUPO DE PIRATAS que decidió esconder su tesoro (un baúl lleno de oro, plata, monedas, collares, anillos y diamantes) en una isla lejana, hasta que llegara el día de repartir el botín entre todos.

Lo subieron a su barco, navegaron hasta la isla y lo bajaron con mucho cuidado, asegurándose de que nadie los siguiera. Eligieron el lugar más inaccesible, y allí hicieron un pozo donde metieron el cofre, bien oculto, con una cerradura que sólo se abría con una llave dorada. El capitán se la colocó en su muñeca, como una pulsera.

En el barco pirata viajaba también un loro. Como ustedes saben, los piratas siempre tienen un loro que acompaña al capitán y que habla y habla todo el tiempo. El loro también fue a la isla y vio cuando enterraban el tesoro.

Volvió al barco con ellos, viajó de regreso hasta el puerto y, esa noche, los acompañó al festejo que hicieron en el pueblo cercano. Después de brindar y cantar, los piratas fueron al barco borrachos, tropezándose y agarrándose de las paredes. Cuando llegaron al muelle, el capitán no vio los peldaños de la escalera y se cayó al mar.

Cuando sus compañeros lo sacaron del agua, había perdido la llave dorada que llevaba en la muñeca. Ninguno pudo zambullirse a buscarla porque llegó la policía y los metió presos a todos, por andar borrachos, haber roto ventanas y, encima, insultar a la autoridad. El loro quedó allí solo en el muelle, muy triste porque el capitán y los piratas habían ido a parar a la cárcel.

Al día siguiente llegaron al muelle un hombre y su hijo, que todos los días pescaban allí. Prepararon sus cañas, sus líneas y sus anzuelos. Les pusieron lombrices y las echaron al agua. Tuvieron mucha suerte porque sacaron uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis pescados y los metieron en un balde, como hacían siempre.

Pero cuando el papá arrojó su línea al agua por séptima vez, algo extraño se enganchó en el anzuelo. Creyó haber enganchado una lata o algún trapo del fondo del mar. Pero no era así. Era la pulsera, con la llave dorada bien sujeta.

—¿Quién habrá perdido esta llave? ¿Y qué puerta abrirá?—se preguntó el padre mientras la miraba.

El hijo se la pidió para jugar y el padre se la dio, porque una llave perdida no sirve si no se sabe para qué cerradura es. Volvieron a casa con los pescados y con la llave, sin darse cuenta de que los siguió un loro que volaba arriba de ellos.

Al día siguiente, el loro, que había dormido en la ventana, se puso a volar y volar y volar por encima de la casa, haciendo ruido, cric, cric, con sus aleteos. Como molestaba mucho, el padre lo quería ahuyentar y casi le tira con la escopeta. Pero el hijo lo detuvo:

—Papá, no lo hagas. Ese loro quiere decirnos algo. Quizá nos quiere llevar a algún lugar.

Y el loro, que era muy repetidor, decía:

—Oro, oro, oro, oro…

Pero ellos creían que repetía:

—Loro, loro, loro, loro…

Y no había forma de entenderlo. El loro se quedó allí, volando y diciendo:

—Oro, oro, oro, oro…

Hasta que un día entró al cuarto del chico, y vio la llave dorada encima de la mesa. Se lanzó en picada y se la quitó. Esta vez voló muy alto y después se tiró haciendo tirabuzón, para llamar la atención, con la llave en el pico.

Entonces el papá se dio cuenta:

—¡Ahhh! Me parece que está tratando de decirnos algo respecto a la llave. Recuerdo haber visto en el muelle, cuando pescábamos, un loro parado. Debe ser este mismo que después nos siguió.

Como ahora le prestaban atención, el loro salió volando hacia el muelle. Y hasta allí lo siguieron el padre y el hijo. Pero con tan mala suerte que, en ese momento, apareció uno de los piratas que se había escapado de la cárcel. Cuando vio al loro, lo agarró de la cola y tiró y tiró, hasta sacarle las plumas. El loro chilló y gritó:

—¡Pirata, pirata, pirata, pirata!

El papá y el chico empujaron al pirata al agua y fueron a buscar ayuda. El lorito salió volando, medio desplumado y con la llave en el pico, diciendo:

—Pobre, lorito, pobre, lorito…

Pero el papá y su hijo no llegaban a entenderlo, por más que hablaba bastante bien. Al final, el loro decidió hacer algo muy especial. Él solito, sin ayuda de nadie, fue volando a la isla donde los piratas habían ocultado el cofre con el tesoro.

Bajó allí y con sus garras hizo un pozo, y tardó mucho porque sus garras eran chiquitas y los piratas habían usado una pala. Pero al final encontró el cofre. Con el pico hizo girar la llave dorada y lo abrió. Eligió la moneda más linda y brillante, y después volvió a taparlo como pudo.

Voló de regreso con la moneda en el pico. Cuando el papá vio lo que el loro llevaba, casi se desmaya. Nunca había visto algo tan valioso en su vida, y entonces lo corrió con su escopeta para sacársela.

Pero el loro tenía un plan: se puso a volar bien alto hacia la isla del tesoro. El padre y el hijo lo corrieron hasta llegar al puerto. Pero el loro no se detuvo allí. Siguió volando sobre el mar, mostrando siempre la moneda en su pico. El padre, desesperado por sacársela, tomó un bote y fue remando detrás del pájaro, sin darse cuenta de que se estaban yendo muy lejos.

El loro había encontrado la mejor manera de llevarlo, despacito, a la isla. Cuando llegaron, el padre y el hijo desembarcaron y siguieron corriendo al loro, mirando para arriba. Hasta que encontraron al loro parado, encima del cofre, diciendo:

—¡Oro del loro, oro del loro, oro del loro!

Al final, el papá entendió lo que el loro había querido decir desde el comienzo. Y ahí estaban el cofre y el bueno del lorito con la llave dorada en su pico. El lorito lo abrió y el tesoro quedó allí, a la vista. No lo podían creer.

Cuando vieron la cantidad de joyas y piedras preciosas que había, se pusieron a festejar alzando al lorito. Y el papá tiró bien lejos la escopeta, como pidiéndole perdón. Despacito, y con mucho trabajo, caminaron de regreso hasta la costa y luego cargaron el cofre, que era muy pesado, en el bote.

Cuando volvieron al pueblo, repartieron el tesoro de la manera más justa. Separaron la mayor parte de las joyas para hacer una gran plaza de juegos para los niños. El padre y su hijo se encargaron de construirla y, cuando estuvo terminada, pusieron un soporte de madera en la entrada, para que el loro se parase allí y recibiera a los visitantes diciendo:

—La llave del loro, la llave del loro… —mientras mostraba en su pico la llave dorada que había permitido hacer esa plaza para los niños.

¿Y adónde fueron el resto de las joyas y las monedas de oro? Con ellas se hizo un hospital para niños y otro para loros lastimados. Y el papá sólo se guardó una moneda, con la que pudo cambiar su caña de pescar por una nueva. Pero, por más que trató, nunca encontró otra llave dorada en el fondo del mar.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

206

 

El hombre de las uñas sin fin

HABÍA UNA VEZ UN NIÑO que había nacido con algo muy extraño: sus uñas crecían rápidamente y había que cortarlas todo el tiempo. Lo llamaban «Granduño», aunque ese nombre no le gustaba nada.

Cuando era chiquito, su mamá se las cortaba cuatro veces por día. Pero cuando creció, la mamá necesitó ayuda y los hermanitos debían turnarse para hacerlo. Si algún día se olvidaban, tenía problemas. Si se quedaba dormido, las uñas le crecían tanto que salían de la cama, iban por el piso, subían por la pared y se asomaban por las ventanas.

A la mañana, cuando se despertaba, le costaba muchísimo levantarse, porque tenía las manos atrapadas entre el piso, la pared y la ventana. Y ni les digo lo que sufría en la escuela, cuando estaban en clase. Sus compañeros se asustaban al ver avanzar, por debajo de sus bancos, diez uñas que parecían serpientes arrastrándose por el suelo.

Granduño era simpático y tenía amigos pero, con el tema de las uñas, le resultaba complicado hacer programas con ellos y se sentía muy solo.

Una vez fue a ver un partido de fútbol, y las uñas le crecieron tanto que entraron en la cancha, los jugadores tropezaron y nadie pudo seguir pateando la pelota. El referí detuvo el partido y pidió que lo sacaran de la tribuna. Él se fue llorando con sus uñas larguísimas, arrastrándolas mientras caminaba.

Otro gran problema para la familia era encontrar dónde tirar las uñas cortadas. La mamá había instalado unos canastos, pero se llenaban muy rápido y el papá tenía que descargarlos en contenedores fuera del pueblo. Pero ¿qué pasaba? Se las cortaban tantas veces, que llevaba como cien canastos por día y el basural se llenaba. Como pueden imaginar, los vecinos se quejaban porque, cuando llevaban su basura, estaba repleto de uñas de Granduño.

Uno de los hermanos, que era ecologista, propuso:

—Tal vez, si ponemos las uñas en una cacerola y las hervimos, podríamos lograr que se transformen en algo más amigable con la Naturaleza.

Lo hicieron. Y cuando terminaron, en la cacerola quedó una pasta pequeña. La olió un perrito y se la comió. Era una buena alternativa como alimento canino.

Entonces otro hermano dijo:

—¿Qué pasaría si la usamos para otras cosas?

Y como eran muy, muy pobres, cualquier idea para darle algún uso útil a las uñas les parecía genial. Y Granduño estaba feliz de poder ayudar, ya que se sentía culpable por tantas molestias.

Primero, hicieron alimento de perros y gatos, hirviendo las uñas. Y la verdad es que funcionó tan bien, que todo el pueblo empezó a pedirles ese alimento tan apetitoso que, además, hacía crecer rápido a sus mascotas.

Después, lo probaron como fertilizante para plantas. Eso también funcionó, y plantas y verduras crecieron tan rápido como las uñas de Granduño.

Luego hicieron una pasta más espesa, con otro propósito. La volcaron en moldes que dejaban secar al sol. Cuando se ponían duros, salían ladrillos hechos con uñas. Y, con esos ladrillos, pudieron construir casas que, además, crecían solas. Una pequeña casa de un dormitorio, al tiempo y sin ningún trabajo, desarrollaba uno o dos cuartos más, según el número de hijos o parientes que allí viviesen. Crecían como las uñas de Granduño.

El hermano ecologista compró una prensa y metió adentro uñas cortadas, como si fueran uvas en una bodega. La apretó tanto que largaron un líquido que funcionó como nafta verde: un combustible ecológico para autos y motos.

Y además se multiplicaba en el tanque de los vehículos y no se gastaba. La nafta verde de Granduño, como las uñas, se reponía sola y el tanque siempre estaba lleno.

Todo el pueblo pasaba por su casa para llevarse un bidón o cualquier recipiente con nafta verde, y Granduño se la regalaba.

Después inventaron una máquina que convertía las uñas en plástico biodegradable. Y así fabricaron juguetes totalmente irrompibles y que se podían pintar de colores naturales. Los carpinteros también aprovecharon el nuevo material y encontraron la forma de transformarlo en madera. Y así, fabricaron sillas, mesas, puertas, repisas, cómodas y placares que, además, se multiplicaban en las casas.

Un día llegó la máxima repostera del lugar y preparó un pastel de uñas de Granduño. La idea inicial no parecía muy tentadora. Varias personas dijeron:

—Mmmm… ¡Qué asco! ¡Un pastel de uñas!

Pero ella supo darle un olorcito delicioso y logró que todos lo probasen, y a todos les encantó.

Un año después, el pueblo dejó de ser pobre gracias a las uñas de Granduño. Llegaba tanta gente a visitarlo que lo sentaron en un gran sillón, como un rey, en la plaza principal. Con sus dos manos hacia delante, apoyadas en una mesa, recibía a las visitas. Hacían una larga cola y pasaban por turnos, con sus alicates y tijeras, para cortarle las uñas y llevarlas a sus talleres.

Primero, pasaban quienes hacían alimentos de perros y gatos. Como los animales crecían mucho, tenían cada vez más hambre y comían cada vez más. Así se multiplicó la industria del alimento para mascotas.

Después, les tocaba el turno a quienes fabricaban fertilizantes. Llevaban cajones de uñas para sus viveros, para sus árboles y sus plantas. Y también los hortelanos, para sus huertas de verduras. Con el líquido hacían crecer los mejores tomates, lechugas, zanahorias, remolachas, papas, batatas y acelgas.

Detrás llegaban los que producían manzanas, peras, duraznos, naranjas y ciruelas. Todo crecía mejor y más rápido con el fertilizante natural hecho con las uñas de Granduño.

En tercer lugar aparecían los fabricantes de ladrillos. La población esperaba ansiosa sus materiales para construir más casas, con cuartos que se reproducían solos. Quienes hacían nafta verde para autos, motos y camiones, llegaban con barriles. Y los carpinteros con sus carretas, para cargar material y hacer muebles ecológicos.

Y al final, con una gran sonrisa, llegaba la cocinera que preparaba ese pastel tan sabroso e irresistible, de fórmula secreta. El pastel de Granduño se hizo famoso aun fuera del pueblo, pero ella mantenía el secreto porque a nadie le gustaría saber que estaba hecho con uñas.

De allí en adelante, Granduño dio trabajo a su pueblo por muchos años, sentado en su trono y querido por todos.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

207

 

Los dientes del Ratón Pérez

HABÍA UNA VEZ UNA FAMILIA DE RATONCITOS que vivía muy feliz en su cuevita, en la cocina de una casa de varios pisos. Allí estaba el Ratón Pérez, el más querido de todos porque siempre se preocupaba por los demás.

Un día, cuando estaban tranquilos comiendo sus quesitos, se oyó un ruido muy fuerte en el piso de arriba. Todos temblaron, y el Ratón Pérez fue a ver qué estaba pasando.

Había un camión de mudanzas repleto de equipos, aparatos, muebles y luces, que tres personas llevaban al primer piso. Uno de ellos le explicó que se estaba mudando un dentista que abriría allí su consultorio. Cuando la mudanza terminó, en la puerta pusieron un cartel que decía: «ODONTÓLOGO».

Cuando el consultorio empezó a funcionar, el Ratón Pérez fue a espiar para averiguar cómo trabajaba un dentista en la boca de tanta gente con dolor de muelas. Lo vio zambullirse allí dentro, con una luz muy fuerte y un espejito, para observar la dentadura por delante y por detrás. Y luego hacía agujeros con un torno que giraba, mientras los pacientes, agarrados al sillón, temblaban de susto y de dolor. Después, el dentista rellenaba los agujeros con una pasta que tenía olor a remedio.

De mirar y mirar, el Ratón Pérez aprendió tanto que comenzó a curar él mismo, en la cuevita, a los ratoncitos que tenían sus dientes cariados.

Todos los vecinos oyeron de las nuevas habilidades del Ratón Pérez, y hacían cola para que los curase. El problema fue cuando llegaron dos ratoncitos viejitos que habían perdido sus dientes. No tenían nada para arreglar, sólo querían que el Ratón Pérez les pusiera dientes nuevos.

Él había visto al dentista cuando mandaba hacer dientes nuevos para los ancianos que habían perdido sus dientes originales. Pero no podía hacer que fabricaran dientes nuevos, tan pequeñitos, para ratones viejitos. Sin embargo, un día ocurrió algo que le solucionó el problema.

En esa casa vivía una familia con un hijito de seis años al que se le había aflojado un diente. Al ver su diente flojo, el niño lloró para que sus papás lo acompañaran. El Ratón Pérez escuchó el llanto y fue a espiar qué pasaba. Se dio cuenta de que se le iba a caer el diente flojo esa misma noche.

Entonces, se acercó a la cama y se subió a la mesa de luz. En silencio, esperó allí sentado. En un momento, oyó un ruidito, plin, plin, plin, y al lado de la cama… ¡Se había caído el diente al piso! El Ratón Pérez lo tomó, lo puso en una bolsita y le dejó al niño una moneda.

Ese diente pequeño tenía el tamaño justito para reponer el diente de un ratoncito anciano, como los que lo habían visitado.

Cuando llegó al consultorio uno de los ratoncitos ancianos, el Ratón Pérez sacó el diente del niño, lo probó en su boca y, como era chiquito, coincidió perfecto.

A partir de ese día, enseñó a todos los ratoncitos del pueblo que debían estar siempre alertas y observar los dientes de los niños de seis años para guardarlos cuando se cayeran. Y todos debían aprender a entrar en las habitaciones, sin ser vistos, y estar allí, esperando el momento justo, cuando un ruidito, plin, plin, plin, indicase que un diente de leche se había caído.

Eso sí, ninguno debía olvidarse de llevar una moneda de plata para dejar a cada niño, en agradecimiento por donar su dientecito a los ratoncitos.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

208

 

Los avestruces distraídos

HABÍA UNA VEZ UNA FAMILIA DE CINCO AVESTRUCES que vivía feliz, feliz, feliz, sin que nadie la molestase. Cada avestruz tenía cincuenta plumas en su cola que eran su principal orgullo.

Como ustedes saben, los avestruces son muy curiosos y se tragan cualquier cosa que brilla, pero no se atragantan como nosotros, se las tragan sin dudar y no les duele la barriga. ¡Cuidado con perder un anillo o una pulsera cerca de un avestruz! ¡Gluggg!… se los devoran en un abrir y cerrar de pico.

Los avestruces son muy tímidos y muy ingenuos. Cuando están asustados, creen que pueden esconderse metiendo su cabeza en un agujero, sin darse cuenta de que su cuerpo queda afuera. No ven más que la oscuridad del pozo, pero afuera dejan su cola, con las cincuenta plumas que son su orgullo.

Un día, el jefe de la familia les advirtió:

—¡Cuidado! ¡Todos a esconderse que llegan cazadores!

Los avestruces salieron corriendo para buscar algún pozo donde esconderse. Y cuando los encontraron, metieron sus cabezas adentro y dejaron afuera sus colas emplumadas. Los cazadores no llevaban escopetas, sólo guantes de cuero para tirar de las plumas y arrancárselas.

Como los avestruces no se defendían, fue muy fácil su trabajo. Los cazadores se encontraron con cinco ramilletes de plumas en medio del campo, como si los estuvieran esperando. Se acercaron despacito y, cada vez que pegaban un buen tirón, los avestruces gritaban ¡uaaaau! y ellos juntaban las plumas como quien recoge flores en un jardín. Y así gritaron los cinco, hasta que cada uno perdió sus plumas.

Cuando dejaron de oír ruidos, salieron de sus pozos y vieron sus colas peladas y rosadas, sin las plumas de las que estaban tan orgullosos. ¡Qué vergüenza les daba andar así por el campo! Entre tanto, los cazadores armaron unos hermosos plumeros con las plumas que robaron de las colas de los cinco avestruces. Y los vendieron, por Mercado Libre, a muchos lugares del país.

Un avestruz ya viejo les dio un consejo para curarse las colas:

—Pónganse una pomada y las nuevas plumas les crecerán más rápido.

Y como se cuidaban entre ellos, cada uno le ponía la pomada al otro. Hicieron una ronda de cremas y se frotaron, se frotaron, se frotaron… Hasta que, después de seis meses, cada uno recuperó todas sus plumas.

El avestruz viejo también les dio consejos para protegerse de los cazadores. Tenían que pedir ayuda a los demás animalitos, aprovechando que eran tan queridos por todos. Y así lo hicieron.

La primera vez que volvieron a aparecer cazadores, los cinco avestruces llamaron a cinco puercoespines. Los puercoespines se treparon por las patas de los avestruces, se subieron a sus lomos y se escondieron entre las plumas. Cuando los cazadores vieron las colas emplumadas de los avestruces, fueron a sacárselas. En ese momento los puercoespines pararon sus púas y las clavaron en sus manos, atravesando la protección de los guantes. Los ladrones salieron aullando, con las púas clavadas… ¡y sin plumas!

Al tiempo, los cazadores regresaron con otra estrategia. Volvieron con guantes de cuero reforzado antipuercoespines. No había ninguna posibilidad de que las púas los atravesasen. Pero el avestruz viejo ya imaginaba que los cazadores vendrían preparados. Para ese caso, les había aconsejado a los avestruces jóvenes que esta vez pidiesen ayuda a otros amigos, los zorrinos.

Cuando llegaron los cazadores, los avestruces salieron corriendo y, como siempre, metieron sus cabezas en los agujeros y dejaron sus plumas afuera. Los cazadores se rieron y pensaron: «¡Qué bobos son estos avestruces!», y avanzaron muy confiados con sus guantes de cuero reforzado antipuercoespines.

Pero, pero, pero, pero… los cinco zorrinos se treparon por las patas de los avestruces, se subieron a sus lomos y se escondieron entre las plumas. Cuando los cazadores estuvieron cerquita, cada uno de ellos levantó su cola y largó un chorro con un olor espantoso en sus caras.

—¡Qué ascooo! —gritaron, y salieron corriendo a tirarse al río para lavarse. Los avestruces, felices, festejaron sus victorias con los zorrinos y los puercoespines.

Pero, pero, pero… los cazadores no se rendían. Necesitaban plumas para sus plumeros, porque sus clientes habían quedado encantados y les pedían más. Entonces volvieron con otra estrategia. Esta vez, con guantes de cuero para cuidarse de las púas y con capas de goma para protegerse de los zorrinos.

Los jóvenes consultaron al viejo avestruz, quien les aconsejó otra treta. Cuando llegaron los cazadores, los avestruces salieron corriendo, como siempre, metieron sus cabezas en los agujeros y dejaron sus plumas afuera. Los cazadores se rieron de nuevo: «¡Qué bobos son estos avestruces!», y avanzaron muy confiados con sus guantes de cuero reforzados y sus capas de goma.

¡Sorpresa! Los avestruces tan bobos no eran. Apareció un enjambre de avispas amigas que se les metieron debajo de las capas y los picaron. Les picaron la cabeza, el pecho, los brazos, la espalda y la nariz, que les quedó tan hinchada que se parecían a Pinocho. Desesperados, corrieron, corrieron y corrieron hasta tirarse nuevamente al agua, mientras decían bufff, por el alivio del agua fría en sus cuerpos picados.

Nuevamente, los avestruces festejaron con sus amigas las avispas, los puercoespines y también los zorrinos.

El viejo avestruz los reunió y les dijo:

—Ustedes, jovencitos, son bastante zonzos, no se han dado cuenta de que el arma más fuerte y poderosa que tienen son sus propias patas. Como meten sus cabezas en agujeros, creen que con eso basta. Se quedan quietos y no las usan. Y eso es algo que tienen que aprender.

Los avestruces respondieron que sus patas les servían para correr.

—No es así —les dijo el viejo—, ustedes pueden correr, pero también pueden patear. ¡Las patadas de los avestruces son las más famosas del reino animal y ustedes no lo saben!

Cuando llegaron los cazadores de nuevo, los avestruces no metieron sus cabezas en los agujeros. Las pusieron abajo, entre sus patas, para mirar hacia atrás. En esa posición tan extraña, los vieron llegar y, cuando estuvieron cerca, el avestruz más grande ordenó a los demás:

—Preparados, listos… ¡ya!

Y cuando dijo «YA», los cinco patearon como Maradona o como Messi: ¡pummmm! Y los cazadores volaron por el aire hasta caer de cabeza en el mismo río de siempre. Estaban golpeados y llenos de moretones por las patadas recibidas de los cinco avestruces, que habían usado por primera vez sus patas como defensa.

Festejaron con sus amigos del bosque, pero el avestruz viejo los miró y les dijo:

—Todavía es temprano para cantar victoria. Esta gente va a volver porque las plumas de avestruz son muy valiosas: ¡todo el mundo quiere un plumero con nuestras plumas!

Entonces le preguntaron qué podían hacer, ya que habían usado todas las tretas para defenderse.

—Tienen que hacer lo siguiente: bss, bss, bss —y les dijo un secreto.

Pasado un tiempo, los cinco avestruces visitaron el pueblo, muy elegantes y bien vestidos. Fueron al negocio de plumeros, golpearon la puerta y abrieron los dueños, que eran los cazadores. No podían creer que quienes estaban allí, visitándolos, ¡eran los mismísimos avestruces! Los mismos que les habían pinchado con agujas de puercoespín, que los habían rociado con pis de zorrino, que los habían hecho picar por las avispas y que los habían pateado el día anterior.

Estaban allí los cinco y cada uno con sus cincuenta plumas en la cola… ¡Era de no creer! Entonces el avestruz mayor les dijo a los ladrones:

—Venimos a proponerles algo que les va a interesar. En adelante, ustedes no nos robarán ni nos arrancarán más las plumas. Nosotros les daremos las que necesiten y, a cambio, nos van a dar plumeros. Es un lindo canje y no tienen que andar con guantes ni con capas de goma.

Los ladrones se miraron y se dijeron:

—Esto parece mejor que el pis de los zorrinos, las púas de los puercoespines y los aguijones de las avispas. Y mucho mejor que sus patadas.

Entonces, de ahí en más, los avestruces se sacaron plumas los unos a los otros, y las entregaron a los fabricantes de plumeros, que dejaron de ser ladrones. A cambio, los avestruces recibieron unos lindísimos plumeros que regalaron a sus amigos.

Y así, en el campo, el puercoespín se puso a limpiar su casa con un plumero de avestruz; el zorrino, a sacar el polvo de su cuevita con las plumas de sus amigos y hasta las avispas pusieron reluciente su colmena con pequeños plumeros, hechos a medida, con las plumas más chiquititas.

Y los plumeros que sobraron los vendieron en un almacén de campo, donde hacían cola los animalitos para llevarse uno a su casa. De ahí en adelante, todos estuvieron contentos y felices con el arreglo que habían logrado.

Además, el viejo avestruz les siguió entregando la pomadita para que siempre pudieran reponer las plumas que se sacaban para hacer plumeros.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

209

 

Otra aventura de los tres chanchitos

USTEDES HABRÁN ESCUCHADO mil veces el cuento de los tres chanchitos y creerán que es sólo para chiquitos. Y los más grandes, a lo mejor, piensan «me voy a aburrir con el cuento de esta noche».

Pero no, la idea es que después del cuento conocido piensen alternativas para el mismo cuento, y eso será lo divertido. Voy a darles dos ideas, y ustedes también pueden pensar en otras.

Había una vez tres chanchitos que vivían cerca de un bosque donde había un lobo malo. Como estaban lejos de sus padres, la mamá les había aconsejado:

—Tienen que ser cuidadosos y construir cada uno su casita para refugiarse, por si aparece el lobo.

Los tres le hicieron caso, pero cada cual a su manera. El más vago de los tres, a quien no le gustaba trabajar, fue al bosque y juntó ramitas, maderitas y yuyos, con los cuales construyó rápidamente una choza de paja, cubierta de barro y afirmada con unas sogas.

Muy contento con su obra, dijo:

—Tengo mi casa lista, me voy a jugar al bosque.

El segundo, que era un poquito más serio, pensó: «Esa casa de paja no le va a aguantar nada; yo voy a hacer una mejor, con tablas de madera, sujetas con clavos, porque aprendí carpintería», y, tac, tac, tac, comenzó a martillar.

El chanchito carpintero serruchó y clavó, serruchó y clavó, serruchó y clavó. Cuando terminó, tuvo una bonita casa de madera. No era muy sólida, pero era una casa al fin. Con techo, puertas y ventanas. Al verla así, tan linda, se fue a jugar con su hermano.

El tercero, que era el más trabajador, miró las casas de sus hermanitos y dijo:

—Mmm… el lobo es más fuerte que nosotros. Voy a hacer una casa bien construida, con materiales más sólidos.

Fue al pueblo, compró ladrillos y cemento y los llevó en un carro hasta su terrenito. Poco a poco construyó paredes poniendo un ladrillo más cemento, un ladrillo más cemento, un ladrillo más cemento… hasta que la terminó. Y arriba le colocó un techo bien firme de chapa. ¡Esa sí que era una casa! No tuvo tiempo de jugar con sus hermanos porque enseguida apareció el lobo aullando. Cada cual volvió corriendo del bosque y entró en su casa.

Obviamente, el lobo fue primero a la casa de paja. Se paró adelante y sopló, sopló, sopló hasta que la paja empezó a aflojarse y se voló. El chanchito estaba adentro, temblando, sin techo ni paredes, apenas escondido detrás de la puerta.

Y cuando el lobo quiso agarrarlo, salió corriendo, corriendo, corriendo y se metió en la casa de madera del segundo hermano.

El lobo les gritó:

—¡Salgan de allí! ¡Si no, también voy a voltear esta casa!

Los dos estaban muertos de miedo, pero creían que la madera iba a aguantar. El lobo sopló, sopló y sopló, y el techo se voló. Y una vez que se voló el techo, se volaron las maderas y quedaron los dos hermanitos en medio de la sala. Cuando el lobo avanzó con su boca abierta, salieron corriendo y golpearon la puerta del hermano mayor, que había hecho su casa con ladrillos y cemento.

El lobo sopló, sopló y sopló, pero no pudo voltearla. Se dio cuenta de que no podría lograrlo y al final, agotado, se volvió al bosque. Y así termina el cuentito que ustedes ya conocen.

Ahora otra versión. ¿Qué habría pasado si el lobo llegaba antes de que la casa de cemento y ladrillos estuviera terminada…?

El chanchito más previsor no tuvo tiempo de jugar con sus hermanos porque apareció el lobo y los dos volvieron corriendo a meterse en sus casas. Pero todavía no había terminado su casa de ladrillos. Y entonces tuvo que ir corriendo a la casa de madera a pedir ayuda a su hermanito. Y dejó su casa sin terminar, vacía y sin techo. Al verla de afuera, el lobo no se dio cuenta y creyó que estaba terminada. Así que llevó herramientas para desarmarla.

Estuvo trabajando como dos días. Con un martillo golpeó las paredes y les fue sacando pedacitos. Al final del segundo día, las derribó y pudo entrar. El lobo estaba agotado de tanto trabajar. Cuando la vio por dentro, tuvo una gran desilusión: no había nadie. Cuando miró hacia arriba, descubrió que tampoco tenía techo. Y pensó: «¡Qué lástima, hice tanto esfuerzo martillando todo el día y ahora resulta que los chanchitos se fueron de acá! Fui un tonto, tendría que haber ido de entrada a la casa de paja, que está terminada».

Entonces fue a la casa de paja, donde tampoco había nadie. Y sopló, sopló, sopló y sopló. El lobo estaba muy cansado. Aunque al final logró que la casa se volara. Sin embargo, tuvo otra decepción: tampoco allí estaban los chanchitos.

Se sentó en una silla para recuperar el aliento, se había quedado sin energías de tanto soplar. No le quedaba más que una última alternativa: ir a la casa del medio, la de madera.

Nuevamente se puso a soplar, soplar y soplar… hasta que no pudo más. Estaba agotado. Había trabajado todo el día desarmando la casa de ladrillos y toda la tarde soplando la casa de paja y ahora, la casa de madera. Finalmente, se sentó para descansar y se quedó profundamente dormido.

Los tres chanchitos salieron en puntitas de pie y lo vieron dormido como un tronco. Entonces, lo ataron de pies y manos. Después lo despertaron y le dijeron que se fuera al bosque, saltando como pudiera, y que prometiera no molestarlos más.

Esa fue una segunda versión del cuento. Y esta, una tercera.

Resulta que el lobo no era feroz. Había sido feroz cuando era joven, pero después, de más grande, se había convertido en un lobo bueno, y la estaba pasando mal. Hacía mucho frío, no conseguía comida ni lugar donde dormir.