300 cuentos de buenas noches. Tomo 2 - Jorge Eduardo Bustamante - E-Book

300 cuentos de buenas noches. Tomo 2 E-Book

Jorge Eduardo Bustamante

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Beschreibung

En pandemia, Jorge le narró a su nieto de siete años cuentos por WhatsApp.   Con ellos lo acompañó durante 300 noches. En esos relatos, Jorge jugó con personajes tomados de las historias más tradicionales y de otras más actuales, y así nacieron estos nuevos relatos inventados por él. Con todo eso buscó achicar distancias, aunque también —sin quererlo— fue armando un tesoro.   Los audios con estos cuentos empezaron a circular y luego llegaron a Spotify. Ahora, después de una cuidadosa adaptación y acompañados de divertidísimas ilustraciones, integran estos tres tomos que conforman una obra monumental de casi mil quinientas páginas para que puedan ser leídos y vueltos a leer en infinitas noches.

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JORGE E. BUSTAMANTE

300CUENTOS DE BUENAS NOCHES

TOMO 2

PRIMERAS LECTURAS

Bustamante, Jorge E.

300 cuentos de buenas noches : tomo 2 / Jorge E. Bustamante. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-96-0

1. Cuentos. I. Título.

CDD A863.9282

© 2023, Jorge E. Bustamante

Primera edición, abril 2023

Ilustraciones Esteban Serrano

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Adaptación Patricia Jitric y Martín Vittón

Corrección Lucía Bohorquez, Malvina Chacón y Karina Garofalo

Desgrabación Claudia Grismann y Mariana Tedín

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Índice

CubiertaPortadaCréditos101. El caballito dorado102. La llave sin puerta103. Las sorpresas del número cero104. El gallito defensor105. La cueva de los deseos106. La flor de pétalos infinitos107. Roque y sus sueños reales108. El lápiz ingenioso109. La goma borra-todo110. El niño sabio111. El último tigre de la India112. El tiburón enamorado113. El pequeño ciervo en la nieve114. La nube barrigona115. El conejo y Elmer116. Tres zapatos para un mismo pie117. Un viaje a las estrellas118. El pequeño koala119. La almohada charlatana120. El monito imitador121. Alicia y el espejo122. Los tres delfines123. Otra aventura de Alicia en el espejo124. El lobo sin dientes125. El flautista de Hamelín126. El Gato con Botas127. El lorito delator128. El cuento de los tres deseos129. El escritor de cartas ajenas130. El mensaje en la botella131. Piluso, el niño confuso y difuso132. La ola juguetona133. La cantante desafinada134. El sastrecillo valiente135. El mensaje salvador136. El unicornio azul137. La carrera del ómnibus rojo138. El secreto del piano de cola139. Los desastres del gatito revoltoso140. El perrito con dos colas141. El Quijote y Sancho Panza142. La linterna mágica143. El espejo de la verdad144. Viaje al lado oscuro de la Luna145. La espada en la piedra146. La historia del niño salvaje147. Las esmeraldas perdidas148. La mirada de la Reina Maga149. Las travesuras del Oso Perezoso150. El diluvio y el arca de Noé151. El secreto del retrato152. La palabra olvidada153. El lobo con piel de oveja154. La apuesta equivocada155. Otra aventura con la linterna mágica156. El mapa incompleto157. Las pisadas interrumpidas158. La pipa extraviada159. Tutum y las estrellas movedizas160. El misterio de las letras X161. La fuga increíble162. Helgue, Ingrid y los hielos eternos163. La sonrisa de Mona Lisa164. La maldición de Tutankamón165. El rayo salvador166. Los trabajos de Hércules167. El popcorn de Maggie168. Los nuevos trabajos de Hércules169. La fuente de la montaña170. San Jorge y el dragón171. El niño y el sol172. Las aventuras de la Niña Araña173. Jack y las habas mágicas174. El niño que todo confundía175. El perrito sin dueño176. El vecino gruñón177. El buque fantasma178. La mosquita muerta179. El loco de al lado180. Los letreros del niño letrista181. El ladrón del tiempo182. La venganza de los sándwiches183. La rebelión de las mamás cansadas184. Dos fábulasFábula de la zorra y las uvasFábula de la cigüeña y el lobo185. Tres versiones de «La cigarra y la hormiga»186. El osito deshollinador187. El viento resoplón188. Los cinco chinitos189. Las puertas mágicas190. La balsa en el mar191. La visita del Pato Donald192. Un viaje por el pozo sin fin193. Las locuras del autito loco194. Las abejas y la miel multicolor195. Los espejitos de colores196. El zorro en el gallinero197. El batata hablador198. La aspiradora Fuuum199. La carga de la Brigada Ligera200. Tres fábulasFábula del caballo y la mulaFábula del papá y sus dos hijasFábula del avaro y la barra de oroLos audios originales en SpotifySobre este libroTienda PAM

101

 

El caballito dorado

HABÍA UNA VEZ UN POTRILLITO nacido durante un eclipse de sol. Como en ese momento se oscureció toda la Tierra, llamó la atención que, en ese lugar del campo, hubiera una luz. Cuando el dueño se acercó, vio que la luz venía del recién nacido. Un potrillito muy especial: brillaba como oro.

Los paisanos más viejos decían que alguna vez habían visto un bayo dorado, pero que no iluminaba como este.

El potrillito aprendió a correr para que nadie lo agarrase, ya que todos se lo querían robar. Unos, porque querían lucirse con el caballo más lindo, y otros, los más burros, porque creían que tenía monedas y querían sacárselas de la panza.

El dueño resolvió criarlo lejos, donde no hubiera gente, hasta que fuera grande y se pudiera defender solo. Lo llevó a un lugar lejano, donde su única compañía eran los pájaros del bosque. A ellos les divertía subirse sobre su lomo y sacarle bichitos con el pico. El potrillito les agradecía con un buen relincho y un trotecito.

Pasó el tiempo y se convirtió en un caballito dorado, con crines brillantes, como rayos del sol.

Un día, apareció una carroza que nadie esperaba. La puerta se abrió y salieron dos soldados con lujosos uniformes: eran guardias del rey, quien había escuchado acerca del caballo dorado y quería regalárselo a su hija, la princesa.

El caballito dorado brincó y pateó, hasta que al final fue atrapado. Se despidió de los pajaritos y debió marchar atado a una soga. Así fue galopando, hasta que llegaron al pie de una loma donde estaba el palacio real. Se abrió un portón, bajó un puente levadizo, y el caballo entró al castillo siguiendo la carroza.

Desde ese día, su trabajo fue pasear a la princesa por las praderas reales. Ella era muy dulce y se hicieron buenos amigos. Al caballito dorado le gustaba sentirla encima cuando andaba al trote, al galope o al paso, entre las flores de primavera.

Pero no todo fue paz y tranquilidad. El rey tenía algunos enemigos, como suelen tener los reyes, y por eso se arman guerras entre unos y otros.

La princesa, que era muy ingenua y desconocía los riesgos, fue a un bosque lejano con su caballito dorado siguiendo un camino que nunca habían recorrido. Pero ese camino llevaba a una trampa. Allí se ocultaban los enemigos de su padre. Habían puesto una red sobre las ramas y, cuando ella pasó, la soltaron y cayó al suelo, enredada.

El caballo pudo zafarse, pero solo no podía salvarla. Relinchó para decirle que iba a buscar ayuda y volvió al palacio a todo galope.

Cuando apareció sin la princesa y la montura vacía, lo acusaron de cobarde por haber huido sin defenderla. Lamentablemente, como los caballos no hablan, el caballito dorado no pudo explicar lo ocurrido. Relinchó y relinchó, pero nadie lo entendía. Lo metieron preso en un corral muy pequeño, donde apenas podía moverse. Y allí quedó encerrado, sufriendo, porque nadie iría a rescatar a la princesa, cautiva en el bosque.

Tanto relinchó sus tristezas que un pajarito se posó sobre su lomo y lo reconoció. ¡Era el caballito dorado que lo paseaba cuando era chico! Llamó a sus amigos con un silbido y, en pocos minutos, todos los pájaros del bosque se reunieron dispuestos a ayudarlo.

El pájaro más fuerte, un cuervo grande, abrió el corral con su pico y lo liberó. El caballito dorado salió al galope, y detrás de él, como una nube de plumas, el centenar de pájaros que lo acompañaban.

Llegaron al bosque y supieron que la princesa estaba encerrada en una celda del castillo, con las ventanas cerradas y en total oscuridad. Los pajaritos pudieron despertarla. Cuando ella puso su oído en un agujerito, escuchó la respiración de su caballito dorado y el pío, pío, pío de los pajaritos. Entonces les dio instrucciones de cómo liberarla. Con silbiditos, les explicó el lugar donde estaba el guardia, dormido, con las llaves. Dos jilgueros, chiquitos y valientes, entraron por recovecos y llegaron hasta el guardia, al que le sacaron las llaves.

Dando saltitos fueron a la puerta y se las pasaron a la princesa. Ella las tomó y abrió bien despacito. Salió al pasillo y fue en puntitas de pie hasta el gran patio. Allí la esperaba su caballito dorado.

¿Cómo había entrado? Gracias a su pelaje que brillaba como el oro, pues todos los soldados quedaron encandilados al verlo llegar. Y por querer agarrarlo, terminaron peleándose entre ellos, y así dejaron la puerta abierta y el puente colocado.

La princesa lo montó de un salto y volvió a todo galope hasta el palacio. ¡Qué sorpresa! El caballito dorado, al que todos creían preso por cobardía, ahora aparecía con la princesa, sana y salva.

El rey salió, abrazó a su hija y le preguntó al caballito, que no sabía hablar pero sabía hacerse entender:

—¿Qué premio querés? Te daré lo que quieras por haber rescatado a mi hija.

El caballito dorado le respondió moviendo las orejas, resoplando por el hocico, sacudiendo el lomo, rascando el suelo y también relinchando, que su deseo era que los pajaritos pudieran vivir en el bosque del rey sin que nadie los cazara. Como ustedes saben, en esa época, en lugar de ir al supermercado, la gente cazaba pajaritos para comer.

El rey y la princesa se miraron y dudaron por un momento, porque sin pajaritos, el pueblo se quedaría sin comida. Pero tenían que cumplir la promesa que habían hecho. Entonces, el rey hizo anunciar, con trompetas y tambores, que de allí en adelante todos los pájaros podrían vivir en paz en el bosque, que nadie los cazaría ni tampoco sacarían los huevos de sus nidos.

En los años siguientes, cada vez que la princesa y el caballito dorado paseaban por el bosque, los pajaritos los acompañaban y les arrojaban plumitas cantándoles pío, pío, pío. Y más importante: nadie los molestaba porque en ese pueblo… se hicieron vegetarianos.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

102

 

La llave sin puerta

HABÍA UNA VEZ UNA NIÑA LLAMADA LUCY que se sentía aburrida porque nunca le pasaba nada interesante. Un día, paseando por la calle, encontró algo que brillaba en la vereda. Pensó que sería una tapita de metal o un broche de cabello. Pero, cuando lo tuvo en su mano, descubrió que era una llave. No una llave común, como la de su casa, sino una llave dorada, pesada y reluciente. Parecía de bronce y no tenía ni una palabra grabada para saber a qué cerradura pertenecía. La metió en su bolsita y, pensando en su hallazgo, pasó frente a una casa de muñecas. Era una tienda donde se hacían y reparaban muñecas.

Como la puerta estaba abierta, entró. Ya conocía el lugar porque era amiga del dueño. Quizás sabrían algo de la llave que ella había encontrado. Pero no había nadie, el dueño no estaba, sólo había dejado la luz encendida. De pronto, las muñecas se pusieron a hablar. Y no era la primera vez. Cada vez que ella estaba sola en el local, las muñecas hablaban. En cambio, si había otras personas, se callaban.

Tenían una relación muy especial con Lucy, y entonces le dijeron:

—Lucy, encontraste una llave muy particular que sólo abre una puerta. Tendrás que probarla muchas veces hasta encontrarla. Sólo podemos decirte que, cuando lo logres, te hará muy feliz y te encontrarás con vos misma.

Lucy les agradeció con un besito y ellas agitaron sus bracitos para despedirla. Desde ese momento comenzó la búsqueda de la cerradura misteriosa.

Primero entró en la farmacia y, al salir, probó la llave, pero no abría. También visitó la casa de sus tías, que era muy antigua, y probó en todas las puertas, pero no era ninguna. Recorrió la casa de un amigo de su familia pero la llave no encajó en ninguna cerradura. Y así, probando y probando, llegó hasta una cerrajería, donde había un señor con antiparras y delantal azul. Hacía llaves.

Lucy nunca había estado allí, porque no tenía ninguna llave… hasta ahora. Como en el pueblo no había ladrones y los vecinos se tenían confianza, nadie cerraba las puertas. Por eso el cerrajero tenía poco trabajo.

En una mesa, había cientos de llaves de todo tipo, muchas parecidas a la de ella, aunque ninguna idéntica.

También había un montón de cerraduras listas para ser atornilladas en algún portón, puerta o puertita. Y se sorprendió al ver que, detrás del mostrador, comenzaba un pasillo muy largo, con paredes cubiertas de puertas. Nunca hubiera imaginado encontrar tantas puertas en una cerrajería. Pero pensó que sería normal, para probar las llaves que el cerrajero hacía.

Como no había nadie, se dirigió al pasillo y fue probando su llave en cada puerta. Ante su sorpresa, una la aceptó. La puerta se abrió. Adentro todo se iluminó.

Lucy entró. ¿Y qué encontró? Encontró a una chica idéntica a ella, y le preguntó:

—¿Quién sos vos, que te parecés tanto a mí?

—Soy vos misma —contestó la chica.

—¿Cómo «yo misma»? ¿Qué querés decirme? ¿Que vos sos yo misma?

—Sí, también soy Lucy, como vos. Pero soy Lucy más grande, Lucy en el futuro.

—A ver si entiendo… ¿Vos sos yo misma, pero en el futuro, y has venido, a través del tiempo, para hablar conmigo?

—Sí, porque en este lugar se preparan llaves muy especiales. A la gente triste, el cerrajero le hace llaves que abren la puerta de la alegría; a las personas cansadas, la puerta de la vitalidad; a las personas con hambre, la puerta del alimento; a los viejos, la puerta de la juventud. Pero también hay un hechizo. Si aceptás la llave que te ofrece y abrís la puerta, no podrás jamás salir de allí ni volver a usarla sin permiso. Por eso estoy yo aquí, no podré salir hasta que se rompa el hechizo, que sabrás en su momento.

—Pero él no me dio una llave, la encontré tirada en la calle —respondió Lucy.

—Vos encontraste una llave que él había perdido. No se lo digas porque se enojará y te obligará a vivir donde él decida, y no te dejará usarla nunca más.

—Y ahora… ¿qué puedo hacer con vos aquí, ya que pude abrir tu puerta?

—Cada vez que vengas, podrás conversar conmigo. Pero tendrás que hacerlo cuando él no esté. Yo soy Lucy en el futuro, pero no me pidas que te cuente lo que te pasará, porque si no, estarás tentada a cambiar las cosas, y eso es imposible.

—Pero algo me tendrás que contar, ya que sos yo misma.

—Solamente podré aconsejarte, como si hablaras con una tía o una abuela. Sólo podré decirte: «Esto te conviene y esto no». Si estás triste, te daré alegría; si estás cansada, te daré energía; si llegás con hambre, te daré comida; si te sentís vieja, te daré juventud. Pero tu futuro no te lo contaré.

Y en ese momento dijo:

—Me parece que el cerrajero está llegando, tenés que irte ya.

Cerró la puerta justo cuando apareció el cerrajero. Con cara de enojado, él le preguntó:

—¿Qué hacés por aquí? ¿Por qué has entrado?

—Quería ver cómo hace las llaves; siempre paso por la vereda y tenía curiosidad.

La miró fijo:

—¿Estás segura de que entraste sólo por eso? ¿No has sacado nada?

—No, señor, no le saqué absolutamente nada.

—¿No encontraste algo en la calle?

—No, no, señor. No encontré nada.

—Porque perdí la mejor de mis llaves, la que abre la puerta de caoba, aquella de la izquierda, y ahora no la podré abrir nunca más porque era la única que tenía.

Lucy empezó a temblar de miedo.

El cerrajero la miró fijo de nuevo:

—Confío en vos porque tenés mirada de niña buena. Podés volver cuando quieras y te mostraré cómo se hacen las llaves. Y si te portás bien, quizás te regale alguna para mis puertas secretas. Las que dan alegría, energía, juventud.

—Me gustaría venir cuando usted me lo permita —dijo Lucy, y se fue corriendo a su casa.

Cuando llegó, guardó la llave en un cofre, se acostó y soñó toda la noche con ese encuentro tan extraño que había tenido con Lucy, con ella misma, en el futuro.

Y así pasó mucho tiempo. Como el cerrajero salía a hacer trabajos durante el día, Lucy aprovechaba y entraba a la cerrajería. Abría la puerta de caoba con su llave dorada y todo se iluminaba. Se encontraba con la otra Lucy y le hacía preguntas.

Lucy, la menor, le preguntó a Lucy, la mayor:

—¿No me podés contar si al final el cerrajero me descubre aquí o no?

—Ja, ja, ja… Eso no te lo puedo contar. Si te digo que nunca te descubrirá, dejarás de tener cuidado y él te pescará. Y si te digo que te descubrirá, tomarás tantas precauciones para evitarlo que no te encontrará. En los dos casos me harías quedar como una tonta, porque cambiarás el final de lo que yo ahora te pueda predecir. El futuro no se puede cambiar.

Lucy siguió yendo a visitarla sin que el cerrajero la descubriese. Ella sabía cuándo entraba y cuándo salía. Y lo más importante: aunque Lucy no le contó su futuro, se dio cuenta de que sería una persona feliz porque Lucy era feliz.

Y se dio cuenta de que sería una persona sana porque esa Lucy era sana. Y se dio cuenta de que sabría guardar bien los secretos porque esa Lucy nunca quiso contarle su futuro.

En uno de sus últimos encuentros, la Lucy mayor le dijo algo muy importante. Había detenido el paso del tiempo y, en pocos meses, las dos tendrían la misma edad y serían idénticas.

Y eso ocurrió realmente. El día de su cumpleaños, la Lucy menor fue a la cerrajería para celebrarlo con su amiga, que, como era ella misma, cumplía el mismo día. Abrió la puerta de caoba y adentro todo se iluminó. Pero ya no estaba la otra Lucy esperándola. Sólo encontró una carta sobre una mesa.

 

Hola, querida Lucy. Ayer fue nuestro último encuentro. Como te dije, detuve el paso de mi tiempo y hoy ambas cumplimos la misma edad. Me has alcanzado y ahora somos la misma persona. Cuando te mires en el espejo, en tu mirada verás la mirada de las dos. Te dejo las llaves que te había prometido, las que abren las puertas de la alegría, la energía y la juventud. Me despido de vos, desde tu mismo corazón.

 

Lucy

 

De manera que esa llave recogida en la vereda, sin saber a qué cerradura pertenecía, gracias al consejo de las muñecas y a que entró a la cerrajería sin permiso, le permitió encontrarse con ella misma, abriendo una puerta. Y al hacerlo, logró tener siempre alegría, energía y juventud.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

103

 

Las sorpresas del número cero

HABÍA UNA VEZ UN CHICO LLAMADO PACO que se sacó un cero en una prueba. En realidad, no había estudiado, así que no se podía quejar.

El profesor le puso un cero bien redondo, gordito y panzón. Parecido a la letra O, pero más ajustado, como una O con cinturón. Paco miró su hoja en blanco, miró el cero y se dijo:

—Voy a tener problemas en casa… ¿Cómo explico que no fui capaz de escribir ni una línea?

Necesitaba algún justificativo para que no se enojaran, y tuvo suerte.

Al día siguiente, el papá le dijo:

—¿Me acompañás a la estación de servicio? Espero que lleguemos porque ya no me queda nada de nafta, ¡estoy en cero!

«Mmmm —pensó Paco—. ¡Qué buena idea! Eso quiere decir que cuando la profesora me puso un cero, en realidad, ¡no me puso nada! Papá lo dijo recién: “cero es nada”. Entonces, ¡en la escuela no pasó nada!»

Y anotó esta idea en un cuadernito: «Primer argumento: que no me pusieron nada».

Al día siguiente, se levantó bien temprano. Hacía mucho frío. La mamá le dijo:

—Buenos días, Paco. Hoy tenés que abrigarte bien para ir a la escuela porque hace cero grado de temperatura y afuera está helado.

«Mmmm —pensó Paco—. ¡Qué buena idea! Eso quiere decir que cuando el profesor me puso cero, mi prueba no estaba mal, sino que… ¡estaba muy fría! Ese día, yo no llevé abrigo, tenía las manos muy frías y la prueba me salió helada.»

Y anotó la idea en su cuadernito: «Segundo argumento: la prueba no salió mal, el profesor me puso un cero de frío, como dice mamá».

A la tarde, acompañó a su hermana al supermercado. Entró con ella y miró los precios. Una papa valía 10 pesos; era un uno más un cero: igual a 10. Después vio que 10 papas valían 100 pesos; era un uno más dos ceros: igual a 100. Cuantos más ceros tenían las papas, ¡más valían! Si tuviera 100 papas, valdrían 1.000 pesos. ¡Qué bueno!

«Les diré a mis padres que tengo que sacarme muchos más ceros para que mis pruebas valgan más. En realidad, mi profesor me felicitó al ponerme un cero.»

Y anotó esa idea en su cuadernito: «Tercer argumento: cuantos más ceros me ponen, más valen mis pruebas».

Al día siguiente, tomó mucho coraje y les dijo a sus papás que quería hablar con ellos. Se sentaron a la mesa, el papá miró a la mamá, la mamá miró al papá y los dos lo miraron a él:

—¿Qué es eso tan importante que tenés para decirnos?

Paco sacó la hoja en blanco con el gran cero puesto por el profesor y les dijo:

—¡Felicítenme!

Ellos no entendían y Paco les explicó mirando las anotaciones en su cuadernito.

—De papá, aprendí que cero es nada. Lo dijo cuando fuimos a cargar nafta, no tenía nada en el tanque, tenía cero. Cero es igual a nada.

El papá se rascó la cabeza y dijo:

—Me parece que algo de razón tenés…

Paco siguió explicando:

—De mamá aprendí que cero es mucho frío. Cuando me pusieron un cero, no era que estaba mal, sino que estaba muy frío. Seguro que tenía las manos frías por haber ido desabrigado esa mañana.

El papá y la mamá se miraron y dijeron:

—Puede ser, no se nos había ocurrido…

Finalmente, mirando las notas del cuadernito, les dijo:

—Fui a hacer compras al supermercado y descubrí que cuantos más ceros agregan al precio de las papas, más valen. Si al uno le ponés un cero, es 10; dos ceros, es 100; tres ceros, es 1.000. Y si a la izquierda del cero ponés otro número, ¡pasa lo mismo! ¡Es magia! Si ponés ceros al uno, al dos o al tres, van dando: 10, 20, 30… ¡Con ceros, todo vale más! ¡Entonces, mi cero es muy valioso!

Los papás se miraron y le dijeron:

—Ay, Paco, Paco, Paco… te merecías un cero en la prueba, pero acá, con tus padres, te merecés una felicitación porque has buscado las razones más locas para explicar por qué el cero que te pusieron no vale nada. O que es un número helado o que vale mucho si le ponen otro número a la izquierda.

Así que le dieron un gran beso y lo felicitaron. Aunque le dijeron:

—Por favor, a pesar de que te felicitamos, la próxima vez… ¡tratá de no sacarte un cero!

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

104

 

El gallito defensor

HABÍA UNA VEZ UN GALLINERO con veinte gallinas ponedoras y un gallito de cresta roja, pico naranja, plumas de colores y una cola en abanico que le servía para ahuyentar enemigos. Tenía dos patas con fuertes espolones, pero era tan chiquito que parecía de juguete.

Sin embargo, a pesar de su tamaño, defendía a las gallinas, y lo hacía como ninguno. Las veinte lo admiraban, creían que tenían al gallo más valiente del mundo y lo hacían sentir muy orgulloso… y eso hacía que su imaginación creciera. Era un verdadero gallito defensor.

Por allí también vivía un zorro muy vivo y engañoso, como todos los zorros. Tenía unos ojos chiquitos que brillaban de noche, unos bigotitos puntiagudos y una cola larga, peluda y suavecita. Se escondía entre los arbustos, alzaba su hocico para olfatear, paraba sus orejas para escuchar y estaba siempre alerta para aprovechar oportunidades.

Como buen zorro, andaba siempre cerca del gallinero con disimulo, buscando el momento de distracción del gallito defensor, a quien le tenía bastante miedo.

El gallito tenía que ser más pícaro que el zorro, porque por la fuerza nunca le iba a ganar. Lo tenía que hacer con ingenio. Por eso, con la ayuda del zorrino, preparó un plan de defensa. Como también le gustaban los huevos, juntó algunos que le dieron sus gallinas. Cuando la canastita estuvo llena, el gallito visitó al zorrino y le hizo una propuesta. Le dijo que le daría un huevo cada vez que el zorro oliese a pis.

—¡Qué fácil! —dijo el zorrino—. ¡Y qué divertido! Porque yo no quiero nada al zorro.

Como anticipo, el gallito le entregó el primer huevo, y el zorrino se relamió porque vio que los demás estaban ahí, en la canasta, listos para él, cada vez que el zorro apareciese con olor a pis.

El zorrino fue a la guarida del zorro y lo saludó con un chorrito de pis. El zorro creyó que era una cortesía y lo saludó levantando la cola, sin darse cuenta de que era una trampa. Porque cada vez que el zorrino le decía «buenos días», ¡le echaba un olor que apestaba!

De ahí en adelante, cada vez que el zorro se acercaba al gallinero, el olor del zorrino era un aviso. Y cuando el zorro llegaba, se encontraba con el gallinero cerrado, las gallinas adentro y al gallito mirándolo desde arriba:

—Y ahora… ¿cómo vas a entrar?

El zorro no entendía cómo las gallinas sabían que él estaba por llegar. No se daba cuenta de que era porque apestaba. Eso se repitió muchas veces, y el zorrino, cada vez, se llevaba un huevo, feliz con ese trabajo tan fácil.

Mientras, el zorro pensaba: «Me parece que estoy perdiendo la astucia que tenemos los zorros…».

¿Y saben qué hizo? Fue a ver a un psicólogo para averiguar por qué había perdido la astucia. ¿Y saben qué pasó con el psicólogo? No quiso atenderlo por el olor a pis que tenía encima.

Al tiempo, el gallito defensor tuvo que pensar otra estrategia porque el gallinero tenía un nuevo enemigo. Esta vez era una víbora negra, peligrosísima y muy venenosa. Podía abrir la boca tan grande que no sólo comía huevos sino la gallina entera. Iba serpenteando entre los yuyos y se metía por debajo del cerco sin que nadie la viera.

El gallito defensor pensó: «No puedo vencer a esta víbora negra, que es muy venenosa. Solamente le puedo ganar con ingenio».

Se puso a pensar y recordó que en un árbol cercano vivía un águila. Fue a buscarla y la encontró dando vueltas por la zona, buscando pajitas y plumitas para armar un nido para poner huevitos y tener pichones.

El gallito llamó al águila:

—Tengo un trabajo para vos. Estás buscando plumas para tu nido y yo acá, en el gallinero, tengo un montón. Si querés, te puedo dar las mejores para tu nido, pero tendrías que hacerme un favor.

—¿Qué favor querés?

—Tenés que vigilar que no se acerque la víbora negra. Si la ves, tenés que avisarme. Y quizás tengas que defendernos.

Como adelanto, le dio las mejores veinte plumas del gallinero. El águila volvió feliz a su nido.

Una tarde de mucho calor, mientras las gallinas estaban poniendo huevos, la víbora pasó por debajo del cerco. Por suerte, el gallito defensor la vio. Empezó a cantar kikirikí, kikirikí, mientras aleteaba para avisarles del peligro.

La víbora abrió la boca mostrando sus colmillos largos y filosos, su lengua puntiaguda y sus mandíbulas extendidas.

El gallito pensó: «¡Esto es el fin! Por lo visto, no sirvió el arreglo que hice con el águila». De repente, la víbora negra levantó vuelo y se alejó del gallinero flotando, como si tuviera alas. ¿Qué había pasado? Era el águila, que la agarró con sus patas y la llevó muy alto, tan alto… ¡que la depositó encima de una nube!

El águila había elegido una nube bien gorda, que la pudiera sostener. Allí la víbora se quedó sola, cazando pequeñas nubes y comiendo pedazos de nubes grandes. Con el tiempo, aprendió a pasar de una a otra, hasta que se puso tan gorda que también ella se puso a flotar como una nube más. Cuando hay tormenta, todavía se puede ver en el cielo, entre los nubarrones cargados de lluvia, un nubarrón gordo y negro. Cuando el gallito defensor la ve en el cielo, sabe que es la víbora negra convertida en nubarrón.

El gallito defensor pudo salvar a sus ponedoras utilizando el ingenio y la ayuda de sus amiguitos del bosque. Desde entonces, las gallinas vivieron en paz gracias al zorrino, que saludaba al zorro con un chorrito de pis, y al águila, que cuidaba sus pichones desde el árbol, mientras vigilaba que ninguna víbora se metiera en el gallinero.

¿Y saben qué pasaba cuando llovía? Caían gotas de agua claras y, a veces, algunas más oscuras que el resto. El gallito defensor sabía que eran lágrimas de la víbora negra, que lloraba por no poder bajar más para atacar a sus lindas gallinitas.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

105

 

La cueva de los deseos

HABÍA UNA VEZ DOS AMIGOS que solían pasear por una gran montaña. De tanto recorrerla, tras empujar piedras y explorar senderos, descubrieron que detrás de una roca muy grande había un espacio por donde podían pasar… y así lo hicieron.

Para su sorpresa, ese pasadizo era la entrada a una caverna que continuaba en un túnel largo y oscuro. Primero pasó uno y después el otro. Parecía de noche, casi no se veían entre ellos. Después de mucho caminar tanteando las paredes, decidieron salir.

Pero eran muy curiosos, por eso al día siguiente regresaron a la cueva. Esta vez se escurrieron por el pasadizo. Entraron a la caverna tomados de la mano. Para probar qué pasaba, dijeron:

—Queremos que ahora todo se ilumine.

Y de golpe, la cueva se iluminó. Resplandecientes, se veían las antiguas paredes gastadas por el tiempo; del techo chorreaba humedad y el agua se volcaba en un arroyito que desaparecía en el fondo.

Entonces, dijeron a la vez:

—Queremos conocer el secreto de la caverna.

Sonó un trueno muy fuerte, la pared de piedra se abrió y dejó ver un espacio enorme, con una roca verde en el centro. Y una voz dijo:

—Hace mil años que esta caverna guarda un secreto para quien sea el primero en descubrirla. Ahora han llegado ustedes. Quien toque la roca verde obtendrá un deseo, pero sólo uno. Y luego todo desaparecerá.

Los amigos no sabían si tocar o no la roca verde. Después de mucho dudar, uno dijo:

—¡Toquémosla! Total, si no pasa nada, no pasa nada, y si pasa algo, nos dará un deseo.

Cada uno puso una mano a la vez sobre la piedra verde y se preguntaron:

—¿Qué queremos? ¿Ser ricos?

Pensaron que eso era muy poco, que no bastaba.

—¿Queremos vivir para siempre? No, ¡qué aburrido!

—¿Y si pedimos algo que sea bueno para todo el mundo? Por ejemplo, hacer felices a las personas buenas y hacer buenas a las personas malas. ¡Ese es nuestro deseo!

Sonó un trueno, la cueva desapareció, también la montaña. Estaban parados afuera, en una llanura, y se preguntaban si todo había sido un sueño… o si era realidad.

Para saber si su deseo se había cumplido, debían viajar y recorrer el mundo. Hicieron sus mochilas, se despidieron de sus familias y comenzaron su recorrido para conocer gente de muchos países y ciudades.

Su primera conversación fue con un niño pescador, sentado al borde del río, que estaba triste porque no había pique. Se le acercaron, le hablaron, y él les contó que iba a pescar todos los días pero nunca podía llevar alimento a su familia. En ese momento, la caña se dobló y la línea empezó a tirar. Sacó su primer pescado, y después otro y otro y otro más, hasta llenar la canasta. Los miró con una gran sonrisa y les agradeció:

—¡Gracias! No sé por qué me han ayudado sin conocerme, pero les agradezco de corazón.

Los chicos siguieron viajando. Llegaron a un pueblito donde había una modista que estaba llorando. ¿Por qué lloraba? Porque ya nadie le encargaba un vestido; las chicas se vestían con ropa que compraban en un shopping que había abierto hace poco.

La tomaron de la mano y le pidieron que les contase su historia, cómo había sido al comienzo, cuando su taller se llenaba de clientas. A medida que la modista recordaba sus buenos tiempos, empezaron a llegar clientas, una tras otra, como si sus recuerdos se hiciesen realidad. Todas querían hacerse nuevos vestidos y ella se sentía feliz, como cuando era joven.

Los miró con una gran sonrisa y les dijo:

—¡Gracias! No sé por qué me han ayudado sin conocerme, pero les agradezco de corazón.

En el pueblo había un restaurante muy lindo, lleno de mesas, pero todas estaban vacías. ¿Qué había ocurrido? El cocinero era muy bueno, pero había perdido la vista de tanto pelar cebollas, rallar zanahorias, freír papas y picar pimientos. Por eso no podía leer las recetas y los platos le salían sosos, o muy salados, o muy picantes, o quemados.

Los visitantes se dieron cuenta de que necesitaba anteojos. Ponía cebolla donde decía centolla, en lugar de repollo metía pollo, y donde leía lechuga era pechuga. Fueron a una óptica y le compraron un par de lentes. El cocinero se los probó y, ante su sorpresa, empezó a ver bien. Desde ese día pudo leer las recetas, preparó los mejores platos y el restaurante volvió a llenarse de gente.

El cocinero los miró con sus nuevos anteojos y con una gran sonrisa les dijo:

—¡Gracias! No sé por qué me han ayudado sin conocerme, pero les agradezco de corazón.

Más tarde visitaron a un carpintero que no podía trabajar porque tenía un dedo golpeado e inflamado. Los chicos revisaron su martillo y se dieron cuenta de que estaba torcido. ¡Por eso se golpeaba el dedo! Apuntaba con el martillo para un lado pero, en lugar de darle al clavo, le pegaba al dedo.

Entre los dos lo enderezaron y le pidieron que lo probara. El carpintero martilló con miedo, pero, tac, tac, tac, dio justo en el clavo. En adelante, pudo trabajar como hacía muchos años que no lo hacía. Estaba muy feliz.

Dejó por un momento el martillo, miró su dedo, ahora curado, y les dijo:

—¡Gracias! No sé por qué me han ayudado sin conocerme, pero les agradezco de corazón.

Unos días después llegaron a una librería donde había un librero que estaba solo y amargado: ya nadie entraba a su local.

—Nadie lee, andan todos con esos teléfonos celulares, con mensajes, chats, se bajan libros digitales… ¡a nadie le interesan los libros de verdad!

Se sentaron a su lado y le dijeron que estaba equivocado, que tenía que explicarle a la gente que nada puede reemplazar un libro hecho de papel.

—Vayamos al pueblo. Llevá el libro que más te guste y te acompañaremos. Nos sentaremos en la plaza y leeremos ese libro en voz alta. Vas a ver cómo la gente vendrá a escucharte y serán tantos que después querrán más libros de tu librería.

Y así fue. El librero empezó a leer su libro, la gente se juntó para escucharlo y después lo acompañaron hasta la librería para comprarle libros.

—¡Qué buena idea me han dado! Iré todos los días a la plaza a leer un libro diferente y así le daré nueva vida a mi librería.

Y dejando por un momento el libro y al público, les dijo con una gran sonrisa:

—¡Gracias! No sé por qué me han ayudado sin conocerme, pero les agradezco de corazón.

Ellos se fueron diciendo:

—Hemos hecho feliz a gente buena. Pero también tenemos que hacer buena a la gente mala.

Días más tarde, vieron un ladrón que subía por una ventana para robar la casa de un viejito. Se miraron y con eso bastó. El perrito guardián se despertó y le mordió la cola al ladrón, y lo hizo tan fuerte que le bajó los pantalones y no se los soltó. El ladrón quiso escaparse pero no pudo. Claro, tenía los pantalones bajos y el perrito entre las piernas. Al final, prometió que no iba a robar nunca más, pero rogó que, por favor, alguien le sacase el perrito. Y le devolviera los pantalones.

A partir de ese momento, el ladrón volvió todos los días a esa casa para atender al viejito, prepararle la comida, contarle cuentos y… bañar al perrito.

Y el ladrón les dijo:

—¡Gracias! No sé por qué me han ayudado sin conocerme, pero les agradezco de corazón que me hayan ayudado a cambiar. Ahora soy feliz haciendo el bien.

Los dos amigos siguieron caminando. En una esquina encontraron a un chico que engañaba a sus amigos para sacarles cosas. Les decía que pusieran sus ahorros sobre la mesa y que les mostraría un truco de magia. Pero la «magia» era una trampa. Los chicos nunca ganaban y perdían su dinero, que desaparecía bajo el mantel.

Ellos se miraron y, como las otras veces, con eso bastó. Apareció otro chico que sabía mejores trucos y empezó a ganarle al mentiroso. Le ganaba una y otra y otra vez, hasta sacarle todo el dinero que había juntado con sus trampas. Luego se lo devolvía a quienes lo habían perdido. El tramposo, que necesitaba el dinero para tomar el colectivo, se puso a llorar:

—¿Me prestás algo del dinero para volver a casa? Sé que había ganado por mentiroso, pero, de ahora en adelante, voy a jugar sin trampas.

Y tras recibir unas monedas, sacó una gran sonrisa y dijo:

—¡Gracias! No sé por qué me han ayudado sin conocerme, pero les agradezco de corazón por haberme ayudado a cambiar.

Los dos amigos siguieron caminando por el mundo, visitaron muchos países y provocaron situaciones como las que oyeron en este cuento.

Hicieron buenos a ladrones, a mentirosos, a malvados y a otros personajes con malas intenciones. Hubo discusiones y peleas, pero al final se hizo una rueda de la bondad que nadie pudo detener.

Conocieron a pescadores, modistas, cocineros, carpinteros y libreros de lugares diferentes que fueron felices gracias a la magia de aquella cueva de los deseos, que les permitió ir cambiando el mundo para que sea un poco mejor.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

106

 

La flor de pétalos infinitos

HABÍA UNA VEZ UNA NIÑA LLAMADA AZUL que quería adivinar su suerte sacando pétalos de las flores. Como no le interesaban los chicos, no hacía la clásica pregunta: ¿me quiere mucho, poquito o nada?

Ella preguntaba temas de su vida diaria. Por ejemplo: «¿Cómo me irá en el examen? ¿Muy bien, regular o mal?».

O también: «¿Podré ir de vacaciones con mis amigas? ¿Seguro que sí o quizás no?».

A medida que sacaba los pétalos, decía en voz alta: «Sí, puede ser. No, no puede ser».

Y cuando la flor se acababa, los pétalos le daban respuestas: «Sí, quizás, no».

«¿Me dejarán mis papás tener un perrito? Sí… quizás… no.»

Cuando le salía un «sí», se ponía muy feliz. «¿Qué vestido me queda mejor? ¿Rojo, blanco o azul?» Y preguntaba a los pétalos: «Rojo, blanco, azul, rojo, blanco, azul… ¡ROJO!».

«¿A qué hora llegará mi amiga?» Y sacaba los pétalos diciendo: «Temprano, tarde, muy tarde».

Tantas preguntas hizo, y tantos pétalos arrancó, que empezaron a faltar flores en el campo. Como se acabaron las flores, fue a ver a una adivina porque había escuchado decir que las adivinas saben más que las flores acerca del futuro.

Y la adivina le dijo esto:

—Si cerca de tu casa ya no quedan flores, llevate esta y ponela en un florero con agua. Pero recordá: cada día podrás sacar un solo pétalo, ninguno más. Y cuando llegue el último, conocerás el futuro.

Azul volvió a su casa, puso esa flor tan especial en un jarrón y cada día fue sacando un pétalo, como la adivina le había indicado. Pero cada vez que sacaba un pétalo le parecía que, en lugar de faltar uno, había más.

Entonces se apuró, e hizo lo que la adivina le dijo que no debía hacer: empezó a sacar más de un pétalo por día. Estaba muy ansiosa y quería llegar al final. Sacó uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… ¡hasta diez en un día! Al terminar el mes, había sacado como trescientos.

Cuando fue a la escuela, después de un mes de sacar pétalos, las amigas la miraron con cara extraña y le preguntaron:

—¿Qué te pasó? ¡Tenés arrugas en la cara!

Al mes siguiente, la maestra la miró y le dijo:

—Azul, me parece que tenés que pasar al curso siguiente, con chicos mayores, porque has crecido mucho.

Azul siguió sacando pétalos porque quería llegar al último cuanto antes para conocer la respuesta a la pregunta que más le interesaba: «¿Voy a ser feliz cuando sea grande?».

Y por más que los arrancaba, la respuesta no llegaba, porque la flor siempre tenía más y más pétalos.

A fin de año, Azul se había convertido en una señora grande, parecida a su mamá. Y conversaba con ella como si fueran amigas de la misma edad.

Al año siguiente, Azul ya era una abuelita, mayor que su mamá, y nadie podía entender lo que había ocurrido. Pero Azul sospechaba que tenía que ver con sus pétalos. Para sacarse las dudas, fue a ver a la adivina y le contó la verdad.

La adivina la miró muy seria:

—No me obedeciste. Cada vez que sacás pétalos de más, el tiempo corre más rápido para vos. Por eso envejeciste, por desobediente.

Azul se puso a llorar y volvió a su casa corriendo. Tan rápido como podía, ya que era una señora grande. Al llegar, encontró que no podía entrar a su cuarto: estaba lleno de pétalos. Apenas podía abrir la puerta. Los pétalos cubrían el piso, tapaban su cama y caían por la escalera. Su papá y su mamá ya no podían ni subir ni bajar, y ella tampoco, estaba muy viejita. Apenas habían pasado dos años, pero para Azul habían pasado muchos más.

«¿Cómo terminará esto? ¿No podré volver a mi edad y ser joven de nuevo?», se preguntó.

Se quedó mirando la flor mágica. Notó que en el centro tenía un botón, como un pequeño disco. «¿Será para apretarlo?», pensó. Y lo apretó. La flor comenzó a girar y a girar y a girar. Y por cada vuelta que daba, ella iba recuperando los pétalos que tenía al principio, como una película pasada hacia atrás. Y de la misma manera Azul, que se había puesto viejita, se empezó a enderezar, su cabello blanco se puso oscuro, las arrugas se borraron.

Cuando la flor se quedó quieta, ya no quedaban más pétalos en el piso. Todo había quedado como antes. Estaba nuevamente en el punto inicial, con la flor delante de ella, tal como la había recibido de la adivina.

«Creo que me equivoqué. Tendría que haber hecho una pregunta más sencilla y no querer saber si sería feliz. Tampoco debí sacar tantos pétalos para apurar la respuesta», pensó.

Ahora tenía la oportunidad de hacer de nuevo su pregunta. Sacó un solo pétalo y eligió una pregunta muy simple: «¿Podré tomar el desayuno con papá y mamá?». Y mientras ella iba diciendo: «Quizás, más tarde, nunca y…», el pétalo le contestó:

—¡Ahora!

Feliz, Azul bajó por la escalera, saltando los escalones, como antes. Como el tiempo había ido para atrás, sus papás no se sorprendieron al verla joven.

Cuando llegó a la escuela, fue directo a su curso habitual y todo el mundo la saludó, como si nada hubiera pasado.

Por lo visto, al tocar el botón de la flor, todo volvió a su estado original y nadie recordaba que ella había envejecido.

Azul miró el cielo, miró los pajaritos, miró las hojas verdes del árbol y se dijo:

—Prometo nunca más ir a una adivina, aunque el jardín se quede sin flores. Prometo que nunca más querré una flor mágica con pétalos infinitos y, sobre todo, nunca le preguntaré si voy a ser feliz, porque ninguna flor me podrá contestar eso. Aprendí que ser feliz dependerá de cómo elija vivir mi vida, no de sacar pétalos de las flores. Sólo tomaré florcitas del jardín y les preguntaré cosas simples: ¿qué vestido me queda bien: el rojo, el blanco o el azul? O bien: ¿a qué hora llegará mi amiga: temprano, tarde o muy tarde?

Así, Azul aprendió la belleza de las cosas sencillas. Y la flor de pétalos infinitos se convirtió sólo en un mal sueño.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

107

 

Roque y sus sueños reales

HABÍA UNA VEZ UN CHICO muy distraído que se olvidaba todo. Cuando iba a la escuela, se ponía un zapato solo o dejaba los lápices, o sus anteojos. Como además no veía bien, a veces ni se daba cuenta de lo que se había olvidado.

Sin embargo, Roque era el mejor para contar cuentos. Todos querían estar cerca de él porque podía volar con su imaginación. Siempre estaba soñando y de esos sueños sacaba cuentos.

Cuando un profesor le preguntaba si había estudiado, respondía que sí, pero después contaba algo que nada tenía que ver con el tema de la clase. Era tan divertido lo que decía que todos escuchaban. Hasta el profesor, que finalmente le ponía una buena nota, aunque Roque hubiera dicho cualquier cosa.

Una vez, dos compañeros fueron a estudiar a su casa y se quedaron a dormir. Esa noche, descubrieron que Roque tenía sueños especiales, sueños que parecían reales.

A la medianoche, unos ruidos los despertaron. Sobre la cama de Roque había una nubecita. Él estaba dormido. En la nubecita había una puertita. Los amigos la abrieron y vieron adentro un barco en un mar. La nubecita era el sueño de Roque.

Se miraron y decidieron entrar. Se subieron a la cama, treparon a la nubecita, pasaron por la puerta y entraron en el sueño. Allí se encontraron con Roque, que los llamaba para que subieran al barco. Fueron con él y pasearon por el mar. Vieron olas, delfines, pulpos y tiburones. Era todo tan real que comieron pescados, se tiraron desde la borda y se bañaron con agua salada. Era un día perfecto, con mucho sol, y cuando estaban en lo mejor… escucharon la voz de la mamá de Roque:

—Chicos, es hora de despertarse. Hay que ir a la escuela.

Roque los tomó de la mano, pasaron la puertita y se encontraron sentados en la cama. La puerta había desaparecido, la nubecita había desaparecido, el barco había desaparecido… Y los tres amigos tuvieron que ir a la escuela.

¡Qué raro había sido todo!

Arreglaron con Roque pasar la noche nuevamente en su casa. ¡Entrar en el sueño de su amigo había sido una aventura increíble!

Esa noche, apenas se acostó, pum, Roque se quedó dormido. Sus amigos esperaron a la nubecita. Cuando apareció, abrieron la puertita y esta vez… encontraron una selva. Adentro estaba Roque. Aunque, esta vez, sus ojos parecían estar cargados de miedo:

—¡Qué bueno que vinieron, amigos! Creo que hoy no la van a pasar bien. Tengo una pesadilla.

—¿Y cómo es tu pesadilla, Roque?

—Estamos perdidos en mi sueño. No encuentro el camino ni tampoco la puertita para despertarnos.

Roque se puso a llorar. Sus amigos, por el contrario, creían que podrían encontrar una salida. Pero el tiempo fue pasando y nadie la encontró. Así que se pusieron a llorar con Roque.

De golpe, oyeron el rugido de un león que se acercaba.

—Ay, ay, ay —dijeron los tres.

Corrieron por la selva hasta que lograron trepar a un árbol. Allí se refugiaron en una rama, esperando que alguien los salvara.

El león se sentó al pie del árbol. Los miró y les dijo:

—Se van a cansar allí arriba y, cuando se caigan, ¡voy a comerme a los tres!

En ese preciso momento, cuando se sentían en la boca del león, escucharon la voz de la mamá de Roque:

—¿Qué pasa, chicos? ¿Por qué están gritando?

Al escuchar a la mamá de Roque, que había ido a despertarlos, se animaron a caminar por la rama. Llegaron a la puertita, la abrieron y salieron los tres. La nube desapareció, el león desapareció y la puerta desapareció. De repente, estaban los tres en la cama. ¡Qué suerte!

Cada día, los amigos de Roque estaban más fascinados con sus sueños. Antes parecía un chico distraído, pero se dieron cuenta de que su amigo era lo más.

Esa noche, volvieron a dormir con Roque para seguir compartiendo sus aventuras. Como siempre, Roque se dormía primero y ellos, sentados en sus camas, esperaban la nubecita. Cuando apareció, abrieron la puertita y pasaron. Al entrar… ¡estaban en la escuela! Y Roque les decía:

—Pasen a la escuela, vengan conmigo.

Los tres se sentaron en sus bancos de siempre, con sus compañeros de siempre.

Sus amigos le preguntaron:

—Pero… ¿qué pasa, Roque? Nosotros queríamos aventuras, ¿para qué nos trajiste a la escuela?

—No, el sueño parece realidad pero sigue siendo un sueño… ¡Mírense!

Estaban vestidos como cuando se habían ido a dormir. Roque tenía un abrigo, el otro tenía un pijama y el tercero tenía solamente su ropa interior.

Los demás compañeros parecían no darse cuenta. El profesor les hablaba sin advertir que los tres estaban vestidos para ir a la cama. Para peor, no habían estudiado nada. ¡Parecía otra pesadilla! Querían despertarse, pero no encontraban la puertita para salir.

En eso, el profesor les preguntó:

—¿Estudiaron para hoy?

—No, no estudiamos nada.

—Pero… ¿qué pasa con ustedes, que no estudian?

—Le vamos a contar algo que parece un cuento, pero debe creernos. Nosotros vamos a dormir a la casa de Roque porque él sueña todas las noches, como todos, pero él sueña sueños reales. Aparece una nubecita sobre su cama y en la nubecita hay una puertita. Pasamos por esa puertita, entramos en sus sueños y tenemos grandes aventuras. Pero esta vez nos salió mal. Entramos en la nube y aquí estamos: en la escuela. ¿No ve que estamos vestidos como para ir a dormir?

El profesor se rio mucho y les dijo:

—No tengan miedo con el examen… yo también soy parte del sueño, esta escuela también y todo lo que ven alrededor es parte del sueño. El sueño de Roque.

—¿Y cómo nos despertaremos? ¿Cómo podremos volver a la realidad?

—Cuando termine la clase, quédense solos en el aula y acuéstense a dormir aquí, entre los bancos —les dijo el profesor.

Terminó la clase, sonó el timbre, todos salieron al patio menos ellos, que se quedaron en el aula y durmieron en el piso, entre los bancos.

De repente, se oyó:

—Chicos, ¡es hora de despertarse!

Era la mamá de Roque. Abrieron los ojos, vieron la puertita, la cruzaron y aparecieron en el cuarto. La nubecita se esfumó, se vistieron y fueron a la escuela, como todos los días. Allí estaba el mismo profesor con el que habían hablado hacía un rato.

—Profesor, ¿usted nos vio hace un rato?

—No, no los vi —les dijo.

Pero les guiñó un ojo. Ellos nunca supieron si ese sueño había sido real y si el profesor lo recordaba. Siempre fue un misterio.

En adelante, durante muchas noches siguieron acompañando a Roque en sus viajes nocturnos. Durante el día, mientras estaban en clase, soñaban con los sueños que tendrían a la noche.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.

 

108

 

El lápiz ingenioso

HABÍA UNA VEZ UN BOSQUE lleno de árboles y, entre tantos árboles, había uno muy especial, que tenía una rama con una ramita. Y esa ramita se preguntaba: «¿Alguna vez podré conocer el mundo? ¿Caminar, salir de este árbol y ser un palito independiente?».

Hasta que un día llegaron al bosque unos señores con cascos azules y sierras eléctricas, que talaron árboles y se llevaron troncos, ramas, maderas y también a la ramita, a una fábrica de lápices.

En la fábrica había unas máquinas que cortaban los troncos hasta hacerlos bien chiquititos y finitos. Los convertían en palitos de madera que después serían lápices. En el centro, les hacían unos agujeritos, y en los agujeritos les colocaban minas de distintos colores, para dibujar o para pintar.

A nuestro amigo el palito le tocó ser un lápiz rojo. Lo pintaron de rojo y por dentro le pusieron una mina roja. Luego, fue a una cajita con once compañeritos, y de allí, a una librería, junto con cuadernos, hojas, biromes, tintas, gomas, clips y todo lo que los chicos necesitan para la escuela.

El palito ya no era más una ramita, sino un lápiz rojo en una cajita con otros lápices de colores. Allí esperaron que alguien los comprara. Por fin, llegó una señora que, después de mucho mirar, eligió justo esa cajita para su hija Rosa.

Entre los doce lápices que tenía la cajita, estaba el lápiz rojo, que antes había sido una ramita, que había crecido de un tronco, que había sido parte de un árbol. Y que ahora era un lápiz. Pero no era un lápiz cualquiera. Escribía muy bien y hasta conocía palabras que a Rosa no le salían, o la corregía cuando cometía errores.

Si Rosa escribía bino, con B larga, el lápiz corregía y ponía vino, con V corta. Y si ella escribía lus, que debe escribirse con Z, el lápiz lo corregía y ponía luz. Si ella escribía karro, con la letra K, el lápiz la corregía y ponía carro, con C. Si escribía sapallo con S, el lápiz no la dejaba, y cambiaba por una Z. Ella creía que era por su mérito, pero no, era gracias al lápiz ingenioso.

Cuando terminaban las tareas, el lápiz volvía a su cajita sonriente pensando: «¡Qué ingenioso soy! Corrijo todos los errores de Rosa y ella ni se da cuenta».

A veces, Rosa tenía que escribir cuentos para la escuela, pero le costaba bastante porque se distraía con el celular y no se inspiraba. Entonces, el lápiz le guiaba la mano y salían palabras y cuentos sin pensar. Cuando Rosa elegía otro lápiz y no el rojo, no le iba tan bien y recibía notas bajas. Una vez se sacó un cero porque no supo escribir nada.

Pero cuando elegía el lápiz rojo, escribía sin parar y le salían cuentos increíbles. El profesor no entendía cómo a veces escribía tan bien y otras veces tan mal. Ella tampoco lo entendía. Pero se daba cuenta de que los cuentos buenos estaban escritos con rojo, y los cuentos malos con azul, verde o negro.

El lápiz rojo también hacía muy buenos dibujos, a pesar de que Rosa no sabía dibujar. Cuando tomaba el lápiz rojo, le salían unos retratos perfectos de sus amigas, que se ponían en fila para que las dibujara. También hacía flores, calles de la ciudad y caritas de perros y gatos.

—¡Ay, me lo quiero llevar a mi casa! ¡Se lo voy a llevar a mi mamá! —decían las amigas, porque eran retratos exactos, o flores hermosas, o calles muy lindas.

Y esos resultados se debían a que Rosa usaba su lápiz ingenioso. Pero un día, como ella lo mordía y le comía la punta, lo apretó mucho y, crac, el lápiz se partió y un pedacito cayó al piso y lo dejó tirado.

Y el lápiz rojo, que había sido palito, y que había sido ramita, en el tronquito de un arbolito, sintió que ahora le faltaba ese pedacito. Se sintió débil y se desmayó. Rosa se puso a escribir con el lápiz roto… ¿y qué pasó?

Escribió baca en vez de vaca, escribió lus en vez de luz, escribió sapallo en vez de zapallo… Todo mal.

Después quiso escribir el cuento «Caperucita Roja y el Lobo» pero se confundió, porque el lápiz ingenioso no podía ayudarla. El lápiz no tenía fuerzas. Cuando terminó el cuento sin su ayuda, todo lo que contó estaba al revés. Caperucita se comió al lobo. Y como era muy peludo, le cayó mal y tuvo fuertes dolores de barriga. En la escuela, a nadie le gustó el cuento. Y el profesor le puso un cero.

Rosa intentó hacer dibujos, estaba convencida de que bastaría con tomar el lápiz rojo para hacer retratos perfectos, paisajes soñados, floreros bellísimos y lugares preciosos. Cuando tomó al pobre lápiz desmayado y dibujó la cara de su amiga, le salió tan fea que parecía una mona. La amiga miró el dibujo y pensó que Rosa quería burlarse de ella. Furiosa, rompió el dibujo en la cara y se fue diciendo:

—¡Yo no soy más tu amiga!

Rosa se dio cuenta de que algo andaba mal y que tal vez fuera un castigo por haber mordido el lápiz rojo. Buscó en el piso el pedacito de madera que le faltaba, lo tomó cuidadosamente, lo puso en su lugar, lo sujetó con una venda, lo limpió con alcohol y lo acostó hasta el día siguiente para que sanase.

A la mañana siguiente, lo tomó con delicadeza y, para probarlo, escribió las palabras de siempre. Escribió luz y le salió bien, con Z; escribió vaca y le salió bien, con V corta; escribió zapallo, y le salió con una Z perfecta. Dibujó unas flores, y parecían naturales. Sintió que su lápiz ingenioso le agradecía por haberlo curado.

Volvió a la escuela y llamó a su amiga, le pidió perdón por el chimpancé y le hizo un nuevo retrato, que quedó perfecto, con una sonrisa y unos rulos hermosos que la pusieron feliz. La amiga le dio un beso y se llevó el retrato a su casa.

Rosa escribió un cuento maravilloso que el profesor le había pedido. Esta vez no fue de Caperucita sino de Cenicienta. Rosa lo sabía muy bien porque su mamá se lo había contado muchas veces: el zapatito de cristal, la escalinata, la carroza convertida en zapallo y los guardias que recorrieron el pueblo probando el zapatito a todas las niñas. Escribió el cuento completo y llenó cuatro páginas de su cuaderno.

El profesor la felicitó:

—¡Qué bien, Rosa! Has recuperado tu capacidad para dibujar, escribir y contar cuentos… ¿Por qué será?

Ella miró su lápiz rojo, le dio un besito en la parte de atrás, donde todavía tenía la venda blanca, y le dijo en voz baja:

—Te agradezco mucho, sos mi lápiz ingenioso y me ayudás a escribir, a componer y a dibujar.

Lo guardó con mucho cuidado en la cajita con los demás lápices, que miraban lo que pasaba con un poquito de celos.

Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado.