La república corporativa - Jorge Eduardo Bustamante - E-Book

La república corporativa E-Book

Jorge Eduardo Bustamante

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Beschreibung

"La obra de Jorge E. Bustamante está llamada a gravitar en el pensamiento político y económico del país. La fuerza de sus argumentos y la profusión de informaciones ayudarán a quienes lleven a cabo, en su momento, la transformación que el país espera" (Roberto T. Alemann, 1988).   La Argentina de hoy es una sociedad bloqueada. Una verdadera telaraña de controles nos ha sumido en una parálisis colectiva.   El sistema está en crisis. El Estado, ogro filantrópico, quiere distribuir lo que no tiene, en un afán de justicia imposible. Mientras la sociedad entera se debate en una salvaje lucha por las magras porciones de la torta, el espíritu corporativo lo corrompe todo: las cofradías profesionales, con su agremiación obligatoria; los feudos sindicales, con su "personería gremial" y las obras sociales; la corporación industrial-militar; los proveedores del Estado; los clanes de servicios; las logias comerciales (desde panaderos y almacenes hasta taxis y canillitas). Sin olvidar los privilegios jubilatorios, ámbito sacrosanto donde los argentinos por fin se reconcilian.   Jorge E. Bustamante analiza el fenómeno corporativo lúcida y profundamente. Con humor e ironía, enumera el vasto arsenal de prebendas corporativas y desnuda sus elocuentes eufemismos: la "decisión política", el "interés nacional", la quimérica "concertación", ingredientes todos del inefable "costo argentino".   La república corporativa es un libro valiente, polémico e inteligente, de indispensable lectura.

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JORGE EDUARDO BUSTAMANTE

LA REPÚBLICA CORPORATIVA

Bustamante, Jorge Eduardo

La república corporativa / Jorge Eduardo Bustamante. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-57-1

1. Economía Argentina. 2. Economía Política Argentina. 3. Ensayo. I. Título.

CDD 330.82

© 2022, Jorge Eduardo Bustamante

Primera edición, 1988

Primera reedición, agosto 2022

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Karina Garofalo

Conversión a formato digital Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Libro de edición argentina. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Argentina es un país donde,

si te vas de viaje veinte días,

al volver cambió todo,

y si te vas de viaje veinte años,

al volver no cambió nada.

 

Dicho popular

Exordio y ex culpa del autor

Comencé a escribir este libro cuando tenía 40 años. De ello hace 40 años, en tiempos de Alfonsín. Ahora estoy por cumplir 80 y muchas personas me han instado a reimprimirlo tal cual, pues los problemas argentinos continúan siendo los mismos. O quizás, más graves. No me he atrevido a actualizarlo, pues sería una tarea que me supera, atento el formato minucioso de la obra. Si bien los ejemplos serían otros, los conceptos siguen siendo aplicables ahora. Desde su publicación en 1988 hasta 2022, “nada ha cambiado”. Sólo espero que en el año 2063, cuando yo cumpla 120 años, no tenga que hacer una nueva reimpresión por las mismas razones.

 

JORGE EDUARDO BUSTAMANTE

Jorge E. Bustamante junto a Roberto T. Alemann.

Texto tomado de la contratapa de la primera edición (1988)

Esta obra, pacientemente elaborada con el acopio de innumerables antecedentes, muestra la realidad descarnada de cómo la sociedad argentina se fue anquilosando a lo largo de tantas décadas de corporativismo. La Argentina corporativa va camino de su autodestrucción. Sobrevive la porción informal de la sociedad que elude las imposiciones corporativas, en tanto que los segmentos formales quedan enredados en la perversa madeja que las corporaciones tejen sin cesar para beneficio propio y perjuicio de la sociedad.

La república corporativa se enanca en la ola desreguladora, privatizadora y desestatizadora que envuelve al mundo y a la cual nuestro país, a despecho de los privilegios corporativos, tampoco podrá substraerse. Al describir esa realidad corporativa con tanta crudeza como rigor científico, la obra de Jorge E. Bustamante está llamada a gravitar en el pensamiento político y económico del país. La fuerza de sus argumentos y la profusión de informaciones ayudarán a quienes lleven a cabo, en su momento, la transformación que el país espera. El clamor de un pueblo enredado en la madeja corporativa así lo reclama de viva voz.

 

ROBERTO T. ALEMANN

Prólogo

por CARLOS M. PARISE*

Ni yanquis ni marxistas: corporativistas

La república corporativa, de Jorge Bustamante, fue publicado en 1988 y olvidado poco después. Sin embargo, merece ser rescatado, porque su diagnóstico es tan actual como entonces.

 

 

En el poblado catálogo de libros sobre los problemas de Argentina y sus posibles soluciones —a esta altura, casi un género literario en sí mismo—, hay ejemplos de todas las clases imaginables: algunos se han convertido en clásicos, otros no han envejecido bien y otros pasaron totalmente inadvertidos. También hay algunos que, por distintos motivos, tienen razón; otros que no la tienen en lo más mínimo y, finalmente, unos pocos que se destacan por su asombrosa actualidad aun décadas después de su publicación. La república corporativa, de Jorge Bustamante, es uno de estos últimas: un libro y un autor poco recordados que, además, tienen razón.

Publicado en 1988 por Emecé en las postrimerías del gobierno de Alfonsín, el libro es contemporáneo de al menos otros dos que se refieren con distintos enfoques a aspectos del mismo fenómeno: La Argentina informal, de Adrián Guissarri (1989), y Un país al margen de la ley, de Carlos Nino (1992). A su vez, Guissarri y Nino tienen razón a su modo, de manera que también merecerían una relectura adecuada a estos tiempos.

De perfil bajo y a punto de cumplir 80 años, Bustamante (de quien podría decirse que es una suerte de héroe intelectual un tanto olvidado del liberalismo argentino) es autor, además, de La respuesta liberal (1988), un libro breve en el que ofrece una visión global y argentina del sistema de ideas liberales; y Desregulación (1993), uno de los trabajos liminares del análisis económico del Derecho y la regulación económica de Argentina.

La república corporativa es un libro escrito con lenguaje culto y a la vez accesible, con un ácido sentido del humor y que tiene la particularidad de estar muy documentado: nada menos que 611 notas con referencias a libros y artículos de diarios y revistas se acumulan en las páginas finales. El texto principal cuenta con dos partes (“El Estado al alcance de todos” y “Las corporaciones sectoriales”), a las que se le suma un apéndice titulado “Las raíces del corporativismo”. La república corporativa fue uno de los textos tomados como referencia para el dictado del famoso Decreto 2284/91 de desregulación de la economía impulsado por Domingo Cavallo y fue citado por los convencionales del Partido Demócrata para argumentar en contra de la creación de un Consejo Económico y Social durante la Convención Constituyente de 1994.

Así como el Diario de una temporada en el quinto piso de Juan Carlos Torre se convirtió en el libro político del año pasado y de lo que va de este, La república corporativa, una obra escrita en la época narrada por el Diario, parece decirnos mucho sobre la recurrencia de nuestros problemas y sus posibles soluciones. Llama la atención que el libro de Bustamante se publicara pocos meses antes de que el sistema corporativista que describe llevara al gobierno de Raúl Alfonsín a la hiperinflación y la entrega anticipada del gobierno. También, que poco después el menemismo se embarcara en un gran proceso de reforma del Estado e impulsara el citado decreto de desregulación del año 1991, seguramente el ataque más frontal contra el sistema corporativista que se recuerde en nuestro país.

Sin embargo, por motivos que desde luego exceden el espacio de esta nota, aquellas reformas no pudieron consolidarse y así fue como el corporativismo fue recuperando cada vez más poder, especialmente a partir de los gobiernos kirchneristas. Así es que en la actualidad algunos actores han cambiado, o quizás el peso relativo de otros ya no es el mismo, pero los mecanismos corporativistas han vuelto más firmes que nunca. Ya no existe el gran complejo de Fabricaciones Militares o la monstruosa red de empresas públicas de los 80, pero allí están YPF y Aerolíneas Argentinas como símbolos de la soberanía que nos cuestan miles de millones de dólares por año. El sindicalismo tradicional seguramente perdió peso, pero ahora tenemos las nuevas corpos de la administración de los planes sociales. Puede que no estén las cajas del Programa Alimentario Nacional para dinamizar o compensar al sector agropecuario, pero existe el Previaje para el turismo y la protección de la industria electrónica en Tierra del Fuego se mantiene tan campante como entonces. El corporativismo sigue ahogando el desarrollo de las fuerzas dinamizadoras de la economía y la sociedad.

Por eso, entre otras cosas, cada vez que se compra tecnología e indumentaria a precios más altos y de menor calidad, que cambiar de obra social sea poco menos que un triunfo, cuando los taxistas marchan contra Uber, los bancarios protestan porque las fintech dan créditos, hay tarifas mínimas para tomar un avión, o se paga junto con la entrada al cine una tasa para el INCAA, cuando se propone volver a reformar la dañina ley de alquileres con la creación de una comisión integrada con el Sindicato de Encargados de Edificios, el libro de Bustamante parece decirnos: “¿Vieron que tengo razón?”.

Fuente: seul.ar

* Abogado (UBA), magíster en Economía y Ciencias Políticas (ESEADE) y doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (UMSA). Profesor de Teoría General y Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

I PARTE El Estado al alcance de todos

Capítulo I. La sociedad bloqueada

Una confusión entre medios y fines

¿Por qué un país que tiene una población educada y disponibilidad de recursos naturales es incapaz de crecer al ritmo de las naciones desarrolladas, satisfaciendo las expectativas de progreso de su población?

¿Por qué los argentinos suelen tener éxito en el exterior, pero carecen de oportunidades en su propia patria?

Es tan profunda la crisis argentina, que no existe ensayo, ni artículo de actualidad que no comience con estas preguntas. Resulta así un lugar común empezar un nuevo libro con estos interrogantes, que parecen suficientemente respondidos.

Teoría de la dependencia, fórmulas de acumulación de capital, modelos de planificación, todas las respuestas se han dado para interpretar este problema.

En épocas más recientes, una corriente de pensamiento sostiene que la modernización del país depende del fomento de ciertas actividades complejas, de alta tecnología, propias del mundo desarrollado, como la informática, la robótica o la biogenética.1

Estos temas se han puesto de moda entre ensayistas, políticos y economistas. Aparentemente, la difusión de esas nuevas áreas de la ciencia aplicada y su utilización masiva provocarían una transformación sustantiva en los hábitos culturales de la población, abriendo así el camino al progreso. Y quizá, también a la liberación.

Sin embargo, dichas técnicas no son el medio, sino el resultado de la modernidad. Ya que ésta se alcanza a través de una actitud creativa, abierta y emprendedora de la población y no mediante la sola comprensión y eventual utilización de tecnologías, por más de punta que fueren.

De la misma forma que la Revolución Industrial no fue un fenómeno autónomo, originado en el desarrollo científico, sino el resultado de un cambio institucional que alentó conductas eficaces para alcanzar ese desarrollo, del mismo modo la simple incorporación de tecnologías sofisticadas no modificará las actitudes de la población en el sentido de la modernidad.

A lo sumo, se continuará administrando una sociedad ineficiente y bloqueada2 con herramientas más actualizadas. La informática servirá para contabilizar con mejor precisión los déficit de las empresas públicas o permitirá diseñar gráficos más ilustrativos de los recursos mal gastados en proyectos sin sentido económico.

Los países donde se han difundido dichas aplicaciones de la ciencia han llegado a ellas a través de la innovación, la inversión, el esfuerzo eficiente y el aumento de la productividad. Pretender alcanzar ese estadio mediante la transfusión de sus resultados físicos, y aún el aprendizaje de sus conocimientos, es una ilusión voluntarista y como tal, destinada al fracaso.

La verdadera pregunta debe indagar acerca de cuáles son las reglas de juego de la comunidad que inducen conductas productivas. Es decir, qué pautas de acción colectiva impulsan la creatividad, el deseo de asumir riesgos y la vocación inversora.

Pues la clase empresaria argentina exhibe una gran capacidad de adaptación y respuesta a los estímulos externos, que actualmente se encuentra malversada por un sistema institucional que conduce al aprovechamiento de ventajas generadas por el Estado o a la expulsión hacia la informalidad.3

En síntesis, la cuestión acerca del progreso y el crecimiento económico es una cuestión de orden institucional (y en última instancia cultural) pero no es una cuestión científica.4

Las causas de la parálisis colectiva

Es válido entonces preguntarse por qué la República Argentina ha adoptado con tanto entusiasmo las reglas de juego del atraso.

El sistema económico argentino es hoy el resultado, entre otros factores, de una larga historia de presiones sectoriales regularmente acogidas por un Estado habituado a contar con recursos extraordinarios para sufragarlas. El frondoso reglamentarismo surgió como forma inorgánica de canalizar dichas presiones, obteniéndose resultados globalmente no deseados, plagados de contradicciones y neutralizaciones recíprocas.5 Esta acumulación de distorsiones trajo la semilla de su propio fracaso: la ineficiencia resultante provocó el estancamiento y éste multiplicó los reclamos sectoriales hasta que la inestabilidad económica se convirtió en ingobernabilidad política.

Con la caída de los precios internacionales de los productos agrícolas, la “renta” que permitía distender tensiones ha desaparecido y Argentina se enfrenta ahora con una estructura productiva incapaz de generar excedentes en base a una competencia abierta al mundo.

Y aun peor, los grupos de interés generados por esa situación y cobijados bajo el manto protector de leyes, decretos, resoluciones, acápites, incisos y notas aclaratorias, no son casos aislados, ni perversos consorcios extranacionales.

Como se verá en este ensayo, toda la sociedad argentina se encuentra parcelada en grandes o pequeños territorios de privilegio. Dicho de otra forma: toda la sociedad se encuentra comprometida con el statu quo y todas las actividades deberían modificarse en alguna medida para que el progreso sea posible.

La maraña de tratamientos diferenciales en materia arancelaria, cambiaria, fiscal, crediticia y promocional constituye un sistema complejo y arbitrario de frustrar iniciativas espontáneas alentando negocios artificiales carentes de sentido productivo.

Anderson6 llama a esta acumulación regulatoria un “museo viviente” (a living museum), en tanto Helguera7 las denomina “piezas sociales arqueológicas”.

El apego de la sociedad argentina por utilizar instrumentos “selectivos” de promoción sectorial en lugar de reglas generales de acceso abierto ha servido para alentar la puja distributiva, distorsionar la asignación de recursos y detener el desarrollo colectivo. Como resultado, el derroche de recursos escasos provocado por las regulaciones es más grave que la propia actividad directa del Estado en la economía, consabidamente deficitaria.8

Quien desea llevar a la práctica un proyecto productivo encuentra que una parte sustancial de los recursos nacionales no son libremente disponibles, por constituir monopolios de entidades oficiales.9

A su vez, quien desea instalar una planta fabril sin promoción no puede hacerlo, frente a la competencia de las industrias radicadas en provincias promovidas. Si resuelve dirigir hacia allí su inversión, quizá tampoco pueda, si existe un productor del mismo ramo en Tierra del Fuego. Y si acepta trasladarse al extremo austral del país, le aconsejarán que no lo haga, en vista de la incertidumbre reinante acerca de la duración del respectivo régimen de fomento.

El acceso al crédito ha sido también limitado, según la naturaleza del usuario y el destino de los fondos. No por otra razón en Argentina se caracteriza como “beneficiario” a quien obtiene un crédito, expresión incomprensible en otros lugares del planeta.

El transporte marítimo, fluvial aéreo, terrestre, se encuentra regulado por regímenes limitativos, de reservas de cargas, que, por un equivocado concepto promocional hacen un apreciable aporte al bloqueo productivo.

Abogados, arquitectos, agrimensores y escribanos imponen a sus clientes honorarios de “orden público”, mientras los dependientes no agremiados deben someterse a los convenios acordados por sindicatos con “personería gremial”.

Los consejos profesionales, las obras sociales y la multiplicidad de organismos públicos o privados que se alimentan con aportes compulsivos sustraen recursos masivamente a la población para beneficio de su propia expansión y sostenimiento.

Las jubilaciones especiales, el laudo gastronómico, el carnet de periodista, el título de locutor, la chapa oficial y hasta el carnet de mochilero son símbolos de una sociedad que establece compartimentos estancos como forma de articulación entre sus integrantes.

Los usuarios no pueden elegir bienes importados ni los industriales incorporar insumos más baratos del exterior.

Los productores rurales ven disminuir sus ventajas comparativas por el alto costo de sus insumos fabriles. Como contrapartida, requieren créditos subsidiados para financiar sus siembras y cosechas.

Los obreros no pueden optar por negociar libremente sus propias condiciones de trabajo ni tampoco rehusarse a efectuar la miríada de aportes compulsivos que nunca son devueltos en prestaciones equivalentes.

Para cada trámite se necesita una certificación notarial y para cada dictamen contable, una legalización del consejo profesional.

¡Hasta para “hacer dedo” es obligatorio presentar un carnet!10

En la sociedad bloqueada, todas las puertas están cerradas y cada sector es dueño de una cerradura.

Lo que cada individuo quiere está obstruido por los demás y lo que finalmente resulta es lo que nadie quiere.

En Argentina se ha identificado la modernidad y el progreso social con la cantidad física de disposiciones dictadas para regular todas y cada una de las actividades que componen el quehacer nacional.

“El Estado no puede permanecer indiferente” se sostiene ante cada reclamo sectorial planteado, como si existiese una obligación moral del gobierno de generar rentabilidad a todas las ocupaciones del país. Como resultado, casi todos los privilegios concebibles ya han sido otorgados y es prácticamente imposible iniciarse en una nueva actividad productiva no solamente por las trabas burocráticas, sino por los obstáculos que implican los privilegios concedidos a los demás.11

Esto provoca una sensación de frustración a las nuevas generaciones sin posibilidades de participación en una sociedad “que fue ya repartida” antes que les tocase el turno de intervenir.

Como irónicamente lo señala De Pablo, el sistema corporativo argentino sólo privilegia a los que ya son parte del mismo, pero excluye a los que todavía desean ingresar: hay dos definiciones del colectivo lleno, el de los que ya subieron y el de los que están por subir.12

Durante muchos años fue posible mantener esta acumulación patológica de distorsiones gracias a la generosa dotación de recursos naturales cuya renta hizo posible “subsidiar” todas las ineficiencias y mantener una estructura productiva dedicada exclusivamente al mercado interno (“mercadointernismo rentístico”, según Llach).13

Al agotarse esa renta, ante la caída de los precios internacionales, emerge la “restricción externa” por la incapacidad de exportar competitivamente los bienes producidos para el mercado interno haciendo ineludible el famoso “ajuste”, siempre postergado con recursos obtenidos a través del endeudamiento y la inflación.14

No son las políticas, sino el sistema

Se suele centrar el problema económico en términos de buenas o malas “políticas” oficiales. Esto es, acerca de cuáles son las medidas gubernamentales “verdaderamente” idóneas para promover y movilizar el esfuerzo colectivo.

Nada más común que la consabida convocatoria a un “amplio debate” para definir el “modelo” de país deseado. Como si fuera posible diseñar y armar la nación mediante el símil de un gigantesco rompecabezas, utilizando el consenso público para resolver la ubicación de cada pieza.

Esta infecunda tarea siempre goza de favor entre los grupos corporativos, alentados por la incorregible ilusión de lograr una mayor participación a la hora de diseñar un país más sensible a las necesidades propias de cada uno.

Esa propuesta tiene un fuerte contenido mecanicista, ya que desentendiéndose de toda posibilidad de lograr una reactivación espontánea, desde “adentro” de la misma sociedad, intenta encontrar los lugares más idóneos para aplicar la fuerza del Estado sobre el “aparato” productivo, en la esperanza de que un “efecto multiplicador” consiga “motorizar” su funcionamiento.

De esa manera, el Estado vuelve a ocupar el centro de la escena, debatiéndose solo acerca del mejor uso posible de sus recursos para impulsar unas u otras actividades, de acuerdo a los intereses en juego. Nuevamente, se confunde el país con el Estado y el esfuerzo colectivo con la promoción oficial.

Cuando se discute la “modernidad” o el “cambio” que el país requiere en términos de los sectores que deben impulsarse, no se está hablando de crecimiento, sino de distribución. Es en realidad un debate presupuestario, pues solamente se analizan alternativas de gasto público, por medio de transferencias de ingresos denominadas promoción, fomento o incentivo.

Este aspecto suele estar oscurecido por la forma de expresión utilizada por sus mentores, que suelen conjugar los verbos en plural (por ejemplo, “debemos desarrollar” una cierta actividad), como si se tratase de imperativos para la iniciativa privada, siendo en realidad referencias al sempiterno sujeto de todas las alternativas argentinas: el Estado.

Para algunos, se trata de subsidiar a la exportación, concibiendo un país de “reembolso intensivo”, en reemplazo del antiguo esquema autárquico. Otros reclamarán un país “cerebro intensivo”, mientras otros señalarán la conveniencia de diseñar un perfil “mano de obra intensivo”.

Los más pragmáticos elaborarán una cuidadosa “mezcla” de intensividades, a partir de un plan de desarrollo que tome en cuenta la matriz insumo-producto de la economía argentina. Claro está que difícilmente nadie argumente por un país “consumidor intensivo” o “ama de casa” intensivo, pues ello invalidaría todos los esquemas precedentes. Visto desde la óptica sectorial, cada organización gremial aspira con un país “intensivo” en su actividad y un esquema de apoyos diferenciales del Estado en consonancia con esa definición política.

No hay invocación más ingenua y ambigua que el típico alegato por la unión de los argentinos para “construir entre todos el país que queremos”. Pues justamente en la definición de los instrumentos para lograrlo se pone de manifiesto la diversidad de opiniones acerca del país querido por cada uno. En el momento de definir las políticas para modelarlo, ninguno se olvida de privilegiarse a sí mismo, como corresponde al natural instinto de supervivencia.

Es común que se diagnostique que el mal argentino se origina en la “falta de estabilidad de las reglas de juego”. Sin embargo, esa queja suele provenir de quienes reclaman por no haberse mantenido las reglas que aprovechaban a su sector, posiblemente cambiadas en beneficio de otro. Precisamente, la inestabilidad se origina en la puja sectorial por tener políticas estables… para cada sector.

Y la puja sectorial nace de un sistema institucional que atribuye al gobernante el rol de solucionar los problemas de todos.

El gobernante, a su vez, suele obnubilarse con los resultados puntuales obtenidos cuando se aplican recursos del Estado (“efecto palanca”, “capital semilla” y otros términos extraídos de la física o la agricultura) como un aprendiz de brujo contemporáneo, embriagado por los previsibles elogios de los beneficiarios al momento de cortar las cintas en la ceremonia inaugural y olvidando que la movilización masiva de recursos sólo ocurre con la adopción de reglas generales y estables.

El debate acerca de las “medidas correctas” para impulsar el desarrollo suele ser un simple concurso de alquimias, casi todas ellas probadas, cuyo común denominador es la presentación de recetas sectoriales ante un funcionario omnisciente, quien laudará en definitiva conforme a su propia versión del tipo de “intensividad” que requiere la Argentina.

Por alguna razón, la utilización de la expresión “aparato” con referencia a las estructuras corporativas vernáculas ha tenido aceptación general (“aparato estatal”, “aparato productivo”, “aparato sindical”). Además de trasuntar una percepción mecánica y rígida de la trama social, revela la creencia colectiva de que las organizaciones humanas son tan manipulables como lo evoca la expresión utilizada. Así las organizaciones corporativas ofrecen todo lo que se espera de un aparato: la manija, para sus dirigentes; diversas palancas, para los allegados; contactos, para correligionarios; conexiones para adherentes y algún que otro botón para entretener a los curiosos. Para no mencionar los potentes frenos, los filtros selectivos o los dentados engranajes, cuyos atributos obstaculizadores son el reverso de sus instrumentos de privilegio.

En el país corporativo, quien carece de aparato propio carece también de políticas sectoriales o promocionales a su favor. Es un simple receptáculo o “tomador” de políticas ajenas (policy taker). Es un simple hombre de la calle, inerme como un pollo mojado.15

En la práctica, aunque se invoque el siglo 21 y se enumeren los maravillosos logros de la cibernética; aunque se sugiera un Estado creativo, que lidere los procesos de cambio con “prudente audacia”, la propuesta carecerá de verdadera novedad si no responde la pregunta esencial: ¿cuáles son las condiciones que impulsan a una sociedad a adoptar conductas productivas, que alienten provechosamente el esfuerzo colectivo?16

El progreso es una cuestión institucional

La historia del progreso no es identificable, como se ha enseñado durante mucho tiempo, con la historia del progreso científico, sino con la historia del derecho, concebido éste como una tecnología de la organización de las relaciones humanas, económicas y sociales.17 El progreso científico no es más que una de sus manifestaciones, uno de los reflejos de esta evolución del sistema jurídico, en su aspecto material.

Como señala Lepage, cuando el sistema jurídico establece un régimen de propiedad “colectiva”, quien innova no tiene ninguna garantía de poder conservar para sí las ganancias resultantes de la mayor productividad obtenida. Las motivaciones para el progreso son mínimas.

En las economías socialistas, el riesgo de cada decisión no es absorbido por quien la toma, sino por la sociedad en su conjunto. Esto implica que el riesgo y sus resultados, la ganancia o pérdida, no forman parte del sistema de incentivos, quitando a la economía uno de los elementos dinamizadores por excelencia.18

En las economías no socialistas pero organizadas en forma corporativa, la ganancia o pérdida son absorbidas por otros sectores distintos a quienes asumieron el riesgo. La “brecha” entre el resultado de la acción innovadora y el deseo del entrepreneur por hacerla suya sólo puede zanjarse a costa de complejas negociaciones con terceros, si la presión sobre los funcionarios no ha brindado una solución más rápida y práctica.

Quien desea apropiarse del fruto de su esfuerzo para continuar realizándolo en el futuro debe franquear los obstáculos regulatorios mediante tratativas con dirigentes de otros sectores y funcionarios del Estado, quienes solamente se avienen a reconocerle sus derechos cuando se les reconoce una contraprestación satisfactoria.

Las trabajosas negociaciones en el seno del “Compre Argentino” para introducir al país bienes con destino al sector público o las tratativas de las industrias automotrices con autopartistas para cumplir con mínimos de integración o la conformidad de las cámaras empresarias para dar el “visto bueno” en el régimen de importaciones no automáticas o los acuerdos con los gremios para introducir mejoras productivas, son ejemplos al respecto.

Estas diversas negociaciones y transacciones tienen un costo tal que, en muchos casos, constituyen un obstáculo insalvable, impidiendo así el progreso y la innovación. En dichos casos, las regulaciones han reemplazado al derecho.

En el otro extremo, la economía “negra” o pudorosamente llamada “informal” presenta el ejemplo inverso, donde todo debe y puede negociarse, pues las partes desconocen el sistema jurídico vigente en la comunidad. Aquí no hay regulaciones, pero tampoco hay derecho.

Los reclamos de quienes intervienen en ella están sujetos a sobreentendidos o acuerdos de sanción privada, que varían de la mera reprobación social hasta la más eficaz violencia física.19

En ninguno de esos casos es posible lograr crecimiento económico. Éste tiene como punto de partida fundamental la eliminación de obstáculos y la consecuente disminución de costos de funcionamiento de la sociedad. Y estos no son sólo costos de producción, sino también otros costos con incidencia directa en la motivación de los individuos a “ponerse en marcha”, como los costos de transacción, de información, de organización.20

A través de la ampliación del ámbito de la propiedad privada, incorporando áreas de propiedad colectiva o mediante la eliminación de privilegios sectoriales (p. ej.: eliminación de monopolios estatales; descentralización de depósitos bancarios; propiedad privada de los recursos del subsuelo; patentabilidad de invenciones; limitación del concepto de servicio público; reducción del ámbito de discrecionalidad del Estado, etc.) el derecho alienta el desarrollo del espíritu de empresa en un espacio cada vez mayor de la producción de bienes y servicios.

Facilitando la circulación de la riqueza mediante disposiciones generales, estables y previsibles, que regulen el intercambio (instituciones de derecho civil, comercial y societario) se favorece la reducción de costos y la multiplicación de inversiones en forma legal (“blancas”), en una magnitud que la informalidad nunca podría inducir.21

Sólo a través de una larga evolución histórica fue posible lograr un sistema jurídico que gradualmente condujera a una “privatización” cada vez mayor de las ganancias y costos de la actividad económica. El moderno fenómeno del crecimiento apareció por primera vez en los Países Bajos, en el siglo XVII, un siglo antes de que se manifestaran los primeros signos de la Revolución Industrial en Inglaterra.

Los Países Bajos fueron la primera nación europea que se dotó de un sistema de instituciones y un régimen de derechos patrimoniales22 que permitieron explotar eficazmente las motivaciones individuales, garantizando así la canalización de capitales y energías hacia las actividades socialmente más útiles.

Como resultado de ello, en los Países Bajos primero y en Inglaterra después, el nivel de vida comenzó a aumentar, en tanto que en Francia y España continuaba estancado.

Mientras que en Inglaterra el sistema jurídico sufrió una profunda transformación favorable al desarrollo de la empresa innovadora a partir de la revolución de 1688, que consolidó el poder parlamentario, en Francia subsistió el sistema borbónico de centralización autoritaria y fragmentación corporativa, que operaba a través de privilegios y franquicias impidiendo la competencia y favoreciendo los ingresos del tesoro real.

De ahí se deriva la larga tradición de intervencionismo que caracterizó la vida industrial y comercial de Francia durante todo el antiguo régimen, con sujeción a detalladas reglamentaciones administrativas (Ordenanzas de Colbert).

Este sistema rigió en América latina durante todo el período colonial y es la tradición histórica del “paternalismo”23 que con más fuerza ha impulsado al atraso de estos países, reeditándose en formas contemporáneas con distintas denominaciones, pero con un resultado común: el bloqueo colectivo.

La divergencia entre esfuerzo y resultado

La “flexibilidad” de un sistema económico consiste en su capacidad de cambio y adaptación: los empresarios buscan las actividades que presentan mayor rentabilidad, abandonando aquellas en decadencia o saturadas de competidores.

Dicho proceso es dinámico, pues el aumento de productividad en distintas actividades modifica permanentemente los precios relativos, abriendo nuevas oportunidades para la obtención de ganancias mediante otras innovaciones y la nueva asunción de riesgos.

Para que el progreso sea posible, el sistema jurídico debe facilitar estas inflexiones del proceso económico, de manera que las utilidades (y pérdidas) de las nuevas oportunidades puedan ser captadas por los agentes innovadores.

Como el cambio de esas reglas de juego implica introducir el factor “riesgo”, las fuerzas inerciales de la sociedad tienden a requerir prohibiciones que eliminen la causa de la incertidumbre. Pero esto también elimina el sistema de premios y castigos, de prueba y error, que es la base del progreso.24

La creación de barreras a la entrada, mediante regulaciones que impiden competir a los agentes innovadores; la existencia de subsidios, que alientan la pasividad de los rezagados, perpetuando el statu quo; la proliferación de derechos “irrenunciables” que impiden la negociación, como ocurre en materia laboral o en honorarios profesionales, o bien la promoción de esquemas artificiales, que invitan a invertir en forma ineficiente, son los instrumentos de bloqueo que impiden el crecimiento.25

Precisamente, la gran intervención del Estado en la economía, mediante resoluciones discrecionales y puntuales, reduce el ámbito del derecho sujeto a regulación privada (contractual) y amplía el ámbito de la incertidumbre. Ello ha permitido acuñar la frase “menos Estado, más derecho”.26

En los países donde esa divergencia es muy elevada, como en Argentina, las personas tienden a asegurar el fruto de su esfuerzo actuando en la informalidad. Como en la sociedad primitiva, la economía informal brinda un refugio frágil e incierto, sin bases institucionales adecuadas para proyectos de envergadura. La falta de reglas jurídicas efectivas, propia de esa modalidad de conducta, restringen el espíritu de empresa al kiosco o a la industria de garaje.

Cuanto mayor sea la divergencia (es decir, cuanto menor sea la ganancia personal, en relación con el aporte a la sociedad, mediante la creación de riqueza) menos motivado estará el individuo para incurrir en los riesgos ligados al esfuerzo innovador y más incentivado estará para entrar en la informalidad. Viceversa, cuanto más se reduce esa divergencia, mayor será el número de individuos motivados, lo que incrementa a su vez la creación de riqueza en la sociedad.

En la Argentina, los mecanismos de manipulación de precios relativos, a través de regulaciones sectoriales y del poder concedido a las corporaciones estatales y a otros gremios privados, han ampliado la divergencia entre el esfuerzo y el resultado hasta un nivel intolerable.

La Argentina corporativa ha impedido el surgimiento de una Argentina competitiva.

Contrariamente a una difundida creencia, la crisis argentina no se origina en la falta de inversión, sino en la mala calidad de las inversiones realizadas por efecto de las regulaciones y la irracionalidad del gasto estatal.27 En otras palabras, por haberse politizado completamente el proceso de asignación de recursos, ligándolo a objetivos diversos, cuyo denominador común es la falta de toda noción de eficiencia.

Durante décadas, el ahorro colectivo se ha destinado hacia los cambiantes objetivos fijados por las fuerzas que actúan en los procesos de decisión pública.

Esta forma de despilfarrar recursos ha tenido como contrapartida la falta de crecimiento, y ésta ha alentado la puja distributiva, financiada con inflación y con endeudamiento. En la actualidad, también ha caído el nivel de inversión como resultado de la inestabilidad originada en ese fenómeno.

El marco ético institucional vigente en la Argentina ha mostrado una envidiable perseverancia en su acción predatoria sobre las retribuciones que corresponden al talento, la creatividad y la formación de riqueza. Como bien ha señalado Roque Fernández: mientras se actúe de esa forma, estableciéndose reglas para la producción que se inspiran en la ética del desventajado, se logrará el objetivo inconscientemente perseguido: ser un país desventajado.28

La propuesta de una reforma constitucional introduciendo aspectos de “constitucionalismo social” sólo revela que la clase política argentina sigue obnubilada por la fuerza mágica de las palabras, ignorando el impacto real que implicaría ampliar aún más la distancia que actualmente separa en la Argentina el esfuerzo de las personas con el resultado obtenido.

Creer que esto es un debate entre individualismo y solidaridad es una ingenuidad. En esencia, la cuestión de fondo involucra una decisión entre certidumbre o discrecionalidad, debiendo saberse que cuando más se amplía el ámbito de ésta, mayor será la puja distributiva y mayores las oportunidades de que los grupos organizados prevalezcan sobre el resto de la comunidad, a través del uso privado del poder público.

La obstaculización recíproca

En la sociedad abierta, la existencia de un sistema institucional compuesto por normas abstractas y generales permite el desarrollo de una amplia interacción social, con aprovechamiento de la “división del conocimiento” que es el mayor capital de toda sociedad humana.

Esto es, normas que no tienen “dueño” alguno, que no tienen en vista solucionar situaciones particulares y que no se dirigen a grupos determinados de la comunidad: su función es operar para el futuro y ser aplicables a toda persona que esté comprendida en sus presupuestos.

Por el contrario, la sociedad cerrada o bloqueada se caracteriza por el número creciente de disposiciones particulares y concretas, que hacen luego necesarias aclaraciones y excepciones, a través de un proceso casuístico. Son éstas las famosas “políticas” sectoriales que suelen reclamar los dirigentes empresarios o gremiales y que son objeto de los forcejeos corporativos típicos de las sociedades ingobernables.

En la sociedad abierta, las personas no deben conocer en detalle las normas jurídicas vigentes, pues sólo son marco de referencia para la libre acción individual, careciendo de contenidos de conducta concretos, o de reglamentaciones específicas.

En otras palabras, es posible trabajar seriamente sin conocer el nombre del Ministro de Economía y sin estar suscripto al Boletín Oficial.

Los miembros de una sociedad bloqueada recurren constantemente a la consulta de especialistas y asesores por la gran densidad de disposiciones administrativas que limitan sus opciones vitales.29 Esta maraña normativa constituye el cuerpo básico de las llamadas “regulaciones” que obstaculizan la actividad productiva.

Los privilegios a favor de algunos sectores (como los monopolios estatales) establecen costos adicionales a los demás, reduciendo así su capacidad competitiva. Mientras los primeros gozan de niveles de rentabilidad artificiales, que les permiten incurrir en sobrecostos y desperdicio de recursos colectivos, los segundos deben ajustarse al estrecho margen de la existencia precaria.

Esto ocurre no solamente por cuanto sus costos (los precios de insumos provistos por los primeros) no pueden ser absorbidos, sino también por su incapacidad de pagar iguales salarios en el mercado laboral o las mismas tasas de interés en el mercado financiero.

Los monopolios o privilegios que el sistema corporativo comporta en favor de determinados sectores implican una simétrica exclusión del resto respecto del acceso a ciertos bienes o servicios, ya fuere en forma absoluta o relativa (a determinado precio).

La sociedad cerrada por la trama regulatoria sustituye la búsqueda de utilidades mediante el esfuerzo competitivo por la búsqueda de beneficios derivados de la acción del Estado (rent seeking).30 Como la búsqueda de beneficios es, en realidad, una puja por obtener una mejor situación que el resto de la sociedad, el esfuerzo de toda la población en esa dirección es un gigantesco operativo de obstaculización recíproca.

Visto en perspectiva, este fenómeno colectivo semeja un acto de autofagia, donde los sectores creen progresar al prevalecer sobre el resto, sin percibir que se destruye el conjunto, incluyéndolos en el proceso.31 Correlativamente, los mismos agentes deben dedicar enormes esfuerzos para evitar pagar el sobrecosto que implican los privilegios de terceros, incluyendo el Estado (rent avoidance).

Este fenómeno de adaptación de la actividad empresaria a las reglas del juego establecidas por el gobierno es natural: la renta esperada del apoyo oficial es superior a la retribución que podría obtenerse en el mercado.

Lamentablemente, todo el esfuerzo de funcionarios, especialistas y asesores aplicados a la elaboración de memoranda, proyectos y dictámenes; todo el tiempo pasado en audiencias, reuniones y negociaciones, aunque resulte sensato para los beneficiarios, es un simple derroche de recursos escasos desde el punto de vista social.32

Una sociedad de controles

Cuanto más poder se atribuye al Estado para administrar privilegios en la sociedad, son necesarios mayores controles que aseguren su otorgamiento no arbitrario y la posterior utilización correcta de los mismos por parte de los beneficiarios.

Reglamentos, normativas, manuales, dictámenes y opiniones, primero. Inspecciones, verificaciones, supervisiones y fiscalizaciones, después.

Sin embargo, las fuerzas espontáneas que mueven los intereses personales prevalecen sobre los incisos y los controles, sobre todo cuando las sumas en juego permiten que las inspecciones se demoren, las interpretaciones se flexibilicen y las resoluciones se modifiquen.

Una incomprensible ceguera del sistema corporativo impide percibir que la sociedad tiene vasos comunicantes y que no es posible parcializar los beneficios en compartimentos estancos, aunque se aposte un gendarme al pie de cada regulación. Pensar que el crédito barato se usará para el destino establecido en la circular; que en la promoción fabril no se “inflarán” costos para obtener mejores beneficios; que los prestadores de servicios médicos no abusarán de las obras sociales o que la prefinanciación de exportaciones no será aplicada a carpetas fraguadas es desconocer la naturaleza humana y continuar legislando en contra de la mayoría.

Detrás de cada subsidio o regulación del Estado emerge un “mercado secundario” de intermediarios, influyentes, gestores y oficinas clandestinas que obtienen, negocian o revenden los privilegios a sus valores reales.

La sociedad corporativa, al atribuir beneficios discrecionales y diferenciales, genera simétricamente una sociedad de controles. Controles que nunca pueden efectivizarse con éxito por la propia mecánica del sistema, que lleva en sí el germen de su propia frustración.

Si el Estado es ineficiente para cumplir con los servicios más elementales… ¿qué puede esperarse de aquellas funciones donde debe fiscalizar a grupos de interés?

Parálisis e incertidumbre

Más allá de las consecuencias nefastas que provoca este fenómeno en materia moral, sólo cabe señalar aquí el efecto de bloqueo sobre la actividad económica, en cuanto introduce graves factores de incertidumbre sobre el futuro de los precios relativos.

Esto es, sobre la retribución que tendrá, una vez realizado el esfuerzo de quien desea encararlo. Pues esa forma de fijar la rentabilidad de las distintas actividades degrada, y en algunos casos elimina por completo, la relación de causalidad que debería existir entre el esfuerzo y el resultado.

La “varita mágica” de los funcionarios hace posible que algunos pocos obtengan importantes resultados con pequeño esfuerzo y, como contrapartida, que la gran mayoría deba contentarse con pobres resultados para sus grandes esfuerzos.33

“La nuestra es una sociedad que no se ajusta a ninguno de los sistemas que han demostrado en los hechos que son eficientes; una sociedad en la que no haya suficientes estímulos para sus miembros más eficientes, ni castigos para los ineficientes, no tiene otra posibilidad que ser ineficiente.”34

Es cierto que el libre funcionamiento de los mercados, en el contexto de la economía internacional, tiene un grado elevado de imprevisibilidad, pero se trata de variables objetivas, susceptibles de evaluación y análisis, que pueden, en muchos casos, cubrirse a través de transacciones futuras. En cualquier caso, estas contingencias y riesgos permiten el éxito de los mejores empresarios y castigan a quienes no lo son.

En cambio, las variaciones provocadas por decisiones oficiales, en un sistema corporativo que administra privilegios, son mucho más imprevisibles e irracionales.

Según Llach,35 la expectativa de discrecionalidad de los poderes políticos se ha constituido en la causa última de erosión de la credibilidad de los contratos económicamente relevantes.

Como veremos en los capítulos siguientes, tanto la mecánica de acción de los grupos como la racionalidad propia del funcionamiento burocrático no pueden asegurar, ni aseguran, la puesta en práctica de un sistema coherente y estable, que permita el mínimo de previsibilidad necesaria para la asunción racional de riesgos.

Desde la óptica del gobernante, todas las personas merecen vivir una vida mejor y todos los requerimientos honestos parecen justificar la concesión de una ventaja corporativa. A poco que un gobierno asume la responsabilidad de establecer un “orden más justo”, conforme al mérito que no reconoce al mercado, descubre que está en condiciones de dictar medidas de apoyo a quienes están en la parte superior de esa escala, pero que políticamente no puede denegar compensaciones a quienes están en su parte inferior.

Este fenómeno es rápidamente percibido por los agentes económicos, quienes de inmediato formulan peticiones y solicitudes en busca de una “reparación histórica” para su sector. En el mejor de los casos (para la sociedad), dichos petitorios no son resueltos, simplemente por falta de vocación para enfrentar el costo político de la denegatoria.

Y así, cada excepción, cada beneficio concedido “caso por caso”, constituye una definición política distinta que altera la rentabilidad futura de beneficiados y afectados.

Esta situación, además de taponar de expedientes la gestión de los ministerios, genera una gran incertidumbre adicional que bloquea nuevas decisiones de contenido económico.

A su vez, la fundamentación de cada petitorio tiende a demostrar una situación de necesidad en cada sector para justificar la concesión del beneficio, que magnifica realmente la situación del conjunto. La exageración de los males nacionales, practicada universalmente por toda la comunidad como una forma ingenua de acentuar los reclamos sectoriales, termina convirtiéndose en un fenómeno autónomo: la convicción generalizada de la crisis colectiva.36

El Estado entra entonces en una crisis de funcionamiento, por la multiplicación de las demandas que no pueden ser satisfechas, y en una crisis de legitimidad, por el gradual cuestionamiento a la autoridad proveniente de todos los sectores, originado en las expectativas frustradas.37

En este punto, se produce la crisis total del sistema político, alcanzándose la situación de ingobernabilidad, cuyo correlato económico es el auge de la informalidad.

La nostalgia tribal

Argentina exhibe un cuadro de sociedad bloqueada, rígida, anquilosada e incapaz de adaptación, ni de cambio.

Represiva e intolerante ante los desafíos externos, contraria a reconocer el talento o a dar oportunidad a la imaginación.

Popper llama “sociedad cerrada” a este tipo de organización colectiva, donde la vida transcurre en un círculo encantado de tabúes inmutables, de normas y costumbres que se reputan tan inevitables como la salida del Sol, el ciclo de las estaciones u otras evidentes uniformidades semejantes de la Naturaleza.38

La subsistencia de una sociedad cerrada en la época contemporánea refleja una añoranza por un estado unificado y armonioso, de tipo “orgánico”, semejante a las sociedades primitivas. En ella, cada integrante cumple una función determinada y fija, de manera que el conjunto de individuos que realizan la misma función quedan diluidos bajo un común denominador (“corporación”, “gremio”, “asociación”), siendo, a su vez, partes de un todo al que deben someterse.

Se busca así en el pasado un humanismo perdido, un tiempo en que la conducta no se regía por móviles de interés, cuando los lazos de familia eran más estrechos, cuando los gestos de heroísmo y solidaridad eran más comunes y existía una conciencia religiosa más difundida. Épocas en que había más tiempo para la amistad, la conversación y el ensimismamiento. Sin embargo, esa visión es en parte falsa y en parte incompleta.

El acceso a la cultura y la libre disposición del tiempo para finalidades elevadas estaban limitados a pequeños grupos sociales, cuya natural preeminencia conduce hoy a identificarlos con la sociedad en su conjunto.

Pero en realidad, la mayor parte de la población se encontraba sumida en la ignorancia y jaqueada por el hambre y la enfermedad. La expectativa de vida era la mitad de la actual y la mortalidad infantil era casi tan alta como la propia natalidad.

El secundario rol de la mujer, el trato a los dependientes, los frecuentes excesos de autoridad paterna, cuando no la doble moral en las relaciones conyugales, no permiten tampoco idealizar en forma absoluta a la familia de nuestros antepasados.

La población tampoco gozaba de plenos derechos civiles o políticos, estando sujeta al poder discrecional de gobernantes teocráticos o revolucionarios. El contenido religioso de la vida cotidiana también llegaba a extremos de oscurantismo que contribuían a crear un clima de represión intelectual y de temores que impedían el desarrollo de una conciencia crítica.

En cualquier caso, esta situación puede suscitar nostalgias a quienes se identifican con aquellos que entonces detentaban el poder político, social o religioso, pero difícilmente pueda encontrarse allí un “humanismo” que merezca imitarse.

Precisamente, el sometimiento de cada persona a los fines colectivos es lo que invalida el aparente atractivo de esa nostálgica propuesta: en ella, la armonía no es fruto de un mejor entendimiento entre las personas, sino de su disciplinada aceptación de una férrea autoridad estatal. Una autoridad con vocación por coordinarlo todo, una vocación totalitaria.

La ambición por volver a una sociedad internista y solidaria, reflejo de un estado natural anterior, es la principal idea-fuerza que late tras las principales ideologías totalitarias, que inspiradas en motivaciones románticas y humanitarias eliminan las libertades personales para diseñar desde el Estado una “sociedad mejor”.

El crecimiento del sector público, la hiperinflación de lo político, la sobredimensión del Estado arrogante, son consecuencia del “mito extravagante que cree posible modelar un hombre nuevo” imponiendo valores éticos a toda la comunidad a través del poder oficial.39

Como bien lo señala Vargas Llosa, la utopía es justificable en el arte, pero en política es sanguinaria.40

Una vez que el hombre ha desarrollado su sentido crítico y experimentado el llamado de la responsabilidad personal, no puede admitir la regresión a un Estado basado en el sometimiento implícito a la magia tribal. “Desde que el hombre se ha nutrido del árbol de la sabiduría, se ha perdido el Paraíso.”41

En la sociedad abierta, las personas dejan de tener una adscripción rígida a un determinado grupo y encuentran la posibilidad de diseñar su propio plan de vida a través de vinculaciones voluntarias y cambiantes.

Claro está, la vida en una sociedad abierta exige un esfuerzo adicional, pues supone el ejercicio de la responsabilidad personal. Una sociedad moderna requiere ser tolerante y flexible. La tolerancia, en su sentido más amplio, implica también la capacidad de acoger en su seno todas aquellas conductas que, sin agredir a los demás, permitan el máximo desarrollo de las capacidades personales, cualesquiera que éstas sean.

A su vez, la flexibilidad hace posible que las distintas actividades se amolden a los cambios que las circunstancias conllevan, permitiendo que los deseos y preferencias de la comunidad puedan ser satisfechos mediante la adecuación espontánea de sus estructuras.

En esencia, una sociedad moderna y abierta sólo requiere consensos acerca de las reglas de juego que tendrán vigencia en el futuro, comprometiendo así su estabilidad y permanencia.42

Asegurar la vigencia de dichas reglas de juego implica una redefinición del rol del Estado, para que deje de cumplir una función casuística, personalizada y discrecional y sea capaz de poner en práctica una organización eficaz para balizar el camino de las decisiones personales, sobre la base de la responsabilidad individual.43

En ese tipo de sociedad no se establecen definiciones previas acerca de los medios que se utilizarán para su desenvolvimiento ni de los sectores que prosperarán o aquellos que declinarán. Como se señala más adelante, no es posible alcanzar una “concertación” para el desarrollo, ya que ningún sector estará dispuesto a firmar el acta de su propia defunción.

Hasta un cierto punto puede afirmarse que la sociedad abierta es esencialmente impredecible y sorprendente: los logros de la innovación, impulsados por una capacidad empresaria despegada del poder político, superan toda previsión (y deseos) de los planificadores.

Capítulo II. La puja sectorial

Los compartimentos grupales

La organización corporativa del Estado responde a una cosmovisión que rechaza la autonomía personal del individualismo liberal y la lucha de clases marxista.

Suele denominarse “corporativismo” a un modelo de relaciones entre el Estado y las demás instituciones sociopolíticas, donde el gobierno cumple el rol de arquitecto del orden político, definiendo, estructurando y delimitando el ámbito de la actividad de los grupos, coordinando el funcionamiento de las asociaciones privadas y profesionales y creando mecanismos explícitos de representación directa de los sectores en la elaboración de políticas.44

El sistema corporativo intenta establecer un cierto “orden” presumiblemente más adecuado a la naturaleza humana mediante una fórmula intermedia o tercera posición. Para implantarlo recurre al fortalecimiento del Estado con el fin de crear un equilibrio ideal entre los distintos grupos que conforman la sociedad, dictando regulaciones prohibitivas o de fomento.

Esta visión del fenómeno colectivo se basa en un concepto organicista, donde cada individuo pertenece a un grupo o asociación “natural” insertándose éstos en un lugar determinado del cuerpo social.45

Por su parte, la pertenencia a un grupo corporativo garantiza representatividad a todos sus integrantes, asegurándoles derechos como miembros del mismo.

En esencia, el corporativismo percibe a la sociedad como un cuerpo, cuyo cerebro está ocupado por el Estado. A su vez, no existen individuos (“células”) sino órganos o extremidades, con finalidades colectivas distintas de aquellos. Sólo los funcionarios, como cabeza del conjunto, están en condiciones de apreciar el bien común y de determinar el rol de cada una de las partes. Esta óptica integrista plantea un grave problema filosófico: si existen verdaderos “objetivos colectivos” o si no hay más que vidas individuales, con objetivos personales, imposibles de agregar o sumar en formas totalizadoras.

En la tradición liberal, son los individuos quienes progresan y establecen planes de vida y no un agregado colectivo, producto de una operación clasificatoria de nuestra mente, que por economía de expresión llamamos sociedad.46

Como toda forma autoritaria, el corporativismo es una respuesta simplista, por sus aspectos coercitivos, al problema fundamental de la inserción del hombre en el cosmos.

La percepción del infinito, el vértigo ante lo incomprensible, el caos natural apenas ordenado trabajosamente por el intelecto humano, son cuestiones sutiles y tremendamente delicadas para “solucionarlas” mediante la implantación de un orden funcional que pretende establecer una armonía formal entre tantas variables desconocidas e imprevisibles, como son los millones de universos que habitan en cada persona humana.

Un nuevo corporativismo

En Argentina, todos los dirigentes políticos parecen haber descubierto, simultáneamente, que el “corporativismo” es la causa de muchos de nuestros males colectivos y que el país requiere una “modernización” de sus instituciones.

Hasta los más firmes sostenedores del sistema de ideas que ha conducido al actual estado de rigidez y anquilosamiento han aggiornado la expresión “corporativismo”, para descalificar actitudes del adversario.

Quienes profesan ideas estatistas, utilizan la expresión como forma solapada de criticar a la actividad privada, encontrando el origen del fenómeno corporativo en las presiones de los grupos de intereses sobre el poder gubernamental.

Sin embargo, no está claro si la modernización propugnada por éstos implica reemplazar el corporativismo por un orden más próximo al ideal del mercado o al ideal del socialismo de Estado.47

Suele ocurrir que quienes descalifican las presiones sectoriales como fruto del “corporativismo”, en realidad cuestionan el sistema capitalista. Y así, reclaman un Estado “fuerte”, repleto de empresas testigo y agencias reguladoras, para poner coto a los apetitos privados.48 De esa manera, confunden el poder del Estado con la fortaleza de las instituciones, sin percibir que la solución del problema no transita por el tamaño de las reparticiones, sino por la calidad de las disposiciones.

Este es un punto crucial para la comprensión del fenómeno: el corporativismo no es fruto natural del funcionamiento de los mercados, ni del sistema capitalista. El deseo de ganancia y la búsqueda de lucro personal no conducen a la adopción de un régimen que coloca al Estado en la situación de mediador en conflictos y concedente de privilegios.49

Por el contrario, esto ocurre solamente cuando el Estado asume ese rol para refrenar, inhibir o moderar “apetitos” de los particulares, expresados en la libre competencia de los mercados.

El problema del bloqueo corporativo no tiene origen en la “demanda” de privilegios, sino en la “oferta” que formula el gobierno50: el intervencionismo estatal es la causa principal y casi excluyente de la transformación de los grupos de interés en grupos de presión.51

Cuando el Estado toma posición activa en materia regulatoria, los grupos de intereses se agolpan en los ministerios procurando demostrar que sus actividades coinciden con la definición oficial del bien común. Y es así que, una vez obtenidos privilegios sectoriales, los intereses creados se opondrán a que se erradiquen las causas del atraso.

En última instancia, esa actitud se funda en la supuesta “dualidad moral” que separaría al sector público del privado, atribuyendo al primero la representación del interés general y al segundo la concupiscencia del egoísmo individual.

Esta filosofía no advierte que no existe colisión entre los intereses particulares y el bien común, siempre que el gobernante no pretenda definir una fórmula de vida válida para todos los miembros de la comunidad.

Las regulaciones, instrumento sectorial

Una descripción somera del “problema argentino” revela el efecto circular originado por el bloqueo corporativo: la improductividad del esfuerzo colectivo impulsa la puja sectorial para mejorar el ingreso mediante la obtención de subsidios o de regulaciones favorables. El Estado accede a los reclamos, intentando solucionar cada caso con una “política” para el sector. Al quebrarse la relación entre el esfuerzo y el beneficio por efecto de las medidas dictadas, se introducen mayores bloqueos a la iniciativa espontánea, ahondando la desmejora productiva.

Las regulaciones son así origen y resultado del mal argentino, pues se busca en ellas solución o paliativo individual para la decadencia global que su propia aplicación suscita. De allí que la dinámica del fenómeno corporativo tiene un fuerte componente de “huevo y gallina”, a través de un fenómeno causal cuya primera etapa no parece haberse originado nunca.

Y decimos solamente “parece”, pues esta rueda del infortunio no se puso en marcha cuando lo resolvieron algunos sectores organizados sino cuando la sociedad argentina prefirió optar por fórmulas de gobierno que convirtieron al Estado en impulsor y árbitro de todas las tareas productivas.

El corporativismo es una forma de estatismo, cuya característica es la definición desde el gobierno de un determinado orden vertical, sustitutivo de las formas espontáneas de articulación social. El Estado “clientelista” se edifica entonces en el interior del Estado “providencia”.52

El instrumental corporativo puede consistir en regulaciones, que limitan legalmente la posibilidad de ejercer libremente cualquier actividad, o mediante apoyos económicos diferenciales a favor de quienes se desea beneficiar (subsidios). En ambos casos se establecen transferencias de ingresos entre sectores: mediante las regulaciones, los ingresos se transfieren en el mercado, a través de precios artificialmente altos o bajos; mediante los subsidios, los ingresos pasan primero por el Estado que los redistribuye a través del gasto fiscal o cuasifiscal.

En ambos casos, se establecen compartimentos estancos en la sociedad, agregando a los individuos en formas colectivas conforme a su afinidad productiva, aislados entre sí, mediante el inexpugnable vallado corporativo.

Correlativamente, se detiene el crecimiento, pues se impide que la sociedad realice las adaptaciones necesarias, en un mundo competitivo y cambiante, para el bienestar de la población.

El distribucionismo corporativo tendió entre nosotros a ser más conflictivo que en otras sociedades, ya que no se aplicó a través del sistema del gasto público, mediante subsidios explícitos incluidos en el presupuesto y discutidos en el Congreso Nacional, sino mediante la alteración de precios relativos, a través de regulaciones emanadas de distintas áreas de gobierno sin coordinación entre sí53 o mediante redescuentos u otros “enjuagues” del Banco Central, también extrapresupuestarios.

Además de exacerbar la puja distributiva, este procedimiento ha impulsado redistribuciones “en cascada”, actuando cada repartición como si el país hubiese estado poblado por una mayoría de indigentes.

En la actualidad, la renta proveniente de las exportaciones primarias no puede continuar subsidiando esta acumulación de ineficiencias. La descapitalización productiva, la quiebra del Estado y las presiones inflacionarias han puesto de manifiesto que no es viable un sistema donde todos los sectores deben ser apoyados. Nunca será posible establecer un tratamiento privilegiado de alcance universal.

Una visión ingenua de las regulaciones ve en ellas solamente una creación autónoma de los propios estamentos administrativos, en perjuicio de la sociedad “en su conjunto”. De esta forma, la liberación de las fuerzas productivas podría lograrse con una “reforma del Estado”, que eliminase los trámites superfluos y las exigencias supernumerarias, en provecho de todos y para mal de ninguno.

Sin embargo, la mayor parte de las regulaciones que dificultan, limitan o restringen el libre desarrollo de actividades, no son “puros trámites administrativos” de fácil eliminación, sino disposiciones cuyo propósito real consiste en favorecer a sectores de la comunidad, con un objetivo proteccionista o promocional.54

Cuando se limitan los derechos individuales que reconoce la Constitución, a través de su reglamentación (regulaciones), ingenuamente se sostiene que se trata de una ampliación de las facultades del Estado frente a la autonomía individual, en aras del bien común.55

La realidad es que se limitan los derechos de las personas frente a los grupos organizados, quienes logran avanzar sobre los demás imponiéndoles prohibiciones u obligaciones, mediante el artificio institucional de las reglamentaciones.

La extrema laxitud con que los tribunales de la República han declarado la “constitucionalidad” del aluvión regulatorio ha abierto camino para que el sistema corporativo se consolide, vaciando de contenido a la ley fundamental y admitiendo la vigencia de una miríada de disposiciones que sólo aprovechan a muy pocos, en desmedro de la mayoría. El recorte de los derechos individuales ha sido en favor de los derechos corporativos y no del Estado, como suele sostenerse. Ésta es la verdadera dicotomía plasmada en el “reglamentarismo” que bloquea a la Argentina.

Aun aquellas regulaciones que carecen de beneficiario aparente y que constituirían el núcleo de las disposiciones “neutras”, asépticamente burocráticas, también se enraízan en una visión corporativa de la sociedad, temerosa de la libre interacción entre las personas y deseosa de imponer un orden geométrico en forma vertical.

En muchos casos, el consenso entre burócratas públicos y privados por eliminar regulaciones estatales solamente oculta el deseo de ambos por aumentar su poder corporativo.

Es así como los funcionarios suelen quejarse de que las reglamentaciones o los estamentos inferiores de la Administración impiden plasmar en actos eficaces sus decisiones políticas.

En estas situaciones paradójicas, la identidad del concepto es solamente aparente. Las regulaciones que aquejan al burócrata suelen ser aquellas establecidas, precisamente, a favor de los gobernados, con el propósito de limitar las facultades de los gobernantes, conforme a los principios del estado de derecho.

Su agravio suele consistir en encontrar que sus decisiones tardan en cumplirse y que su deseo por solucionar todos los casos individuales que les son planteados se frustra en los niveles inferiores. No les preocupa, en cambio, la parálisis que provoca en la sociedad su vocación justiciera y mediadora. No advierten tampoco que dicha esclerosis colectiva es el reverso exacto del mayor ámbito obtenido por la burocracia para actuar con “eficacia” (y discrecionalidad) en los “asuntos sometidos a sus respectivas carteras”.56

Este concepto de desregulación, al implicar una mayor intervención del Estado con menores limitaciones normativas o procesales, es la antítesis de un proceso de modernización sobre la base del cambio y la innovación.

Que el funcionario no pueda resolver inconsultamente lo que le plazca, pues debe pasar por los “filtros” de la Secretaría de Hacienda, del Tribunal de Cuentas o del Servicio Jurídico respectivo, es quizás un inconveniente para él y para los sectores organizados que pretenden una pronta resolución de sus pedidos, pero es una garantía para la población.