50 santos para llevar en el bolsillo - Antonio R. Rubio Plo - E-Book

50 santos para llevar en el bolsillo E-Book

Antonio R. Rubio Plo

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Beschreibung

Es más fácil caminar con luz. Eso es lo que proporcionan los santos, con su ejemplo y su testimonio valiente. Y es lo que ofrece el autor: cincuenta santos al alcance de la mano, que vivieron vidas muy felices en tiempos similares a los actuales. Conociendo algunos detalles de su vida, será más fácil encontrarse con Dios, y caminar con ese mismo amor y esa alegría. "Ser amigo de los santos es ser también amigo de Dios".

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ÍNDICE

 

 

 

 

 

Portadilla

Índice

Prólogo

Introducción

 

1. San Agustín

Un viaje al abismo de la conciencia

2. San Alberto Hurtado

Chiflado por Cristo

3. San Alberto Magno

El don del discernimiento

4. Santa Ángela de la Cruz

Una cruz vacía

5. San Antonio de Padua

Un santo lisboeta

6. San Antonio María Claret

El purgatorio en palacio

7. San Benito de Nursia

El último romano y el primer europeo

8. San Bernardo

La rebeldía de un caballero de Borgoña

9. Santa Brígida de Suecia

Una espera en Roma

10. San Buenaventura

Un itinerario hacia Dios

11. Santa Catalina de Siena

Dulzura, misericordia y oración

12. San Cayetano

El padre de la providencia

13. San Charbel Makhlouf

El ermitaño del Líbano

14. Santos Cirilo y Metodio

Dos modelos para la evangelización de Europa

15. Santo Domingo de Guzmán

Contemplación y predicación

16. San Francisco de Asís

Enamorado de la naturaleza, enamorado de Cristo

17. San Francisco Javier

Gloria de Dios y glorias humanas

18. San Francisco de Sales

Remedios contra la tristeza

19. Santa Genoveva Torres Morales

El amor que vence a la soledad

20. San Ignacio de Loyola

La buena imaginación

21. Santa Isabel de Hungría

Darse a los necesitados

22. Santa Isabel de Portugal

La paz entre las espinas

23. San José

El hombre de la esperanza

24. San José de Calasanz

Piedad y letras

25. San Josemaría Escrivá de Balaguer

¡Qué bella eres, Roma!

26. San José María Rubio Peralta

Con la fuerza de la oración

27. San Juan de Ávila

Un maestro de oración

28. San Juan Bautista de la Salle

Almas para formar

29. San Juan de la Cruz

¿Adónde te escondiste?

30. San Juan de Dios

Una vida inquieta

31. San Juan María Vianney

El santo de la perseverancia

32. San Juan XXIII

La mansedumbre de David y la sabiduría de Salomón

33. San Juan Pablo II

El encuentro con la Roma de los primeros cristianos

34. Santa Juana Francisca de Chantal

La humildad unida a la dulzura

35. Santa Luisa de Marillac

La caridad de Cristo nos apremia

36. Santa Maravillas de Jesús

Junto al Corazón de Cristo

37. Santa María Magdalena

Encontré al amor de mi vida

38. San Pablo apóstol

Todo empezó en el camino de Damasco

39. San Pedro apóstol

El hombre de la promesa

40. San Pedro Poveda

Mujeres de vida activa y contemplativa

41. Beata María Pilar Izquierdo Albero

Un amor hasta la locura

42. San Pío X

Anunciar a Dios en todo momento

43. Beata Teresa de Calcuta

Aún así

44. Santa Teresa de Jesús

Nuestra maestra en el amor a Dios

45. Santa Teresa de Lisieux

La fortaleza de la fragilidad

46. Santa Teresa Benedicta de la Cruz

La ciencia de la cruz

47. Santo Tomás de Aquino

El homenaje de la razón a la fe

48. Santo Tomás Moro

Un amigo para todas las horas

49. San Vicente de Paúl

Caridad y apostolado

50. Beato Vladimir Ghika

La liturgia del prójimo

 

Créditos

PRÓLOGO

¿Qué pueden tener en común un pescador de la Galilea de hace 2.000 años con una monja de clausura llamada Teresa de Lisieux, o con un lord canciller de Inglaterra llamado Tomás Moro, fiel a Dios y a su conciencia ante el dilema de justificar las arbitrariedades de su rey? ¿Y qué pueden tener en común un místico como san Juan de la Cruz con un teólogo como santo Tomás de Aquino, o con un converso como Pablo de Tarso? El denominador común lo ha sabido poner bien en el candelero Antonio Rubio Plo en estas páginas, que ha titulado 50 santos para llevar en el bolsillo: se llama santidad; o sea alegría, fe, esperanza y amor. Él mismo me ha contado que no ha querido hacer hagiografías —lo que antes se llamaba vidas de santos—, sino reflexiones sobre episodios vitales o aspectos concretos de su espiritualidad; también me ha hecho otra confidencia: «Este libro no ha de leerse en clave de pasado, porque sus protagonistas nos siguen acompañando hoy, y son un ejemplo para nuestra vida diaria».

La cosa está clarísima. Y lo está desde que comenzó la Iglesia, en la que perdura un lema imprescriptible e imborrable:«Cristo hoy, y siempre, y por todos los siglos».Los santos son luz de Cristo, no otra cosa; por eso su luz ha iluminado la vida de los hombres, ayer, hoy y lo seguirá haciendo por los siglos de los siglos. Lo de menos es si el santo es hombre o mujer, anciano o joven, papa, fundadora o seglar de a pie; lo que importa es que no son ellos. Es Dios en ellos. En medio de los vendavales —no solo históricos, sino también personales— que acompañan ineludiblemente la vida de los hombres, siempre hubo seres diferentes. Parecen iguales a los demás y en muchas cosas lo son; pero son diferentes, aunque no falten manipuladores y enturbiadores que quieran apagar la luz, porque se mueven más a gusto en la oscuridad. A pesar de su empeño en vender a diestro y siniestro mercancías averiadas, es un hecho gozoso y permanente que siempre ha habido seres humanos que no se avienen a pactos ni componendas, que no confunden la verdad con el consenso, que no negocian con la verdad sino que sencillamente se dejan invadir por su esplendor. Eso, y no otra cosa, es lo que significa ser santo.

Vienen a ser los santos —dicen los que saben de tan altas cosas— como las teselas de un mosaico maravilloso que se uniesen para formar, en todos los tiempos, el rostro de Cristo. Unos de estos seres diferentes, santa Maravillas de Jesús, decía simpáticamente que es «gente sin perifollos», que tratan de hacerse, cada segundo de su vida, fotocopia lo más fiel posible de su modelo original, Jesucristo. Los vendedores de mercancías averiadas tratan de presentarlos con aureola, tañendo cítaras poco menos que en éxtasis permanente y escuchando música celestial. Pero hay pocas cosas que tengan que ver menos con la verdadera realidad de los santos que la música celestial. En la carta 2.843 del proceso de canonización de santa Maravillas de Jesús se lee: «¡Cómo complicamos nosotros la santidad! Y es muy sencilla: [basta] dejarse, confiada y amorosamente, en manos de Dios, queriendo y haciendo a cada momento lo que creemos que Él quiere...» ¡Total, nada! Quien lo crea fácil, pruebe y comprobará que de aureolas, nubes y músicas celestiales, nada de nada. Impresionante realismo, una vida pegada a la cruda realidad, y, eso sí, entrega constante, sacrificios sin condiciones... y dejarse trabajar por Dios. Y la prueba inequívoca, que nunca falla: la alegría.

Charles Péguy escribió: «Nada de lo que es grande —y nada es más grande que el amor— nace como las patatas, sino que es una cuestión de muertes y de resurrecciones». Y otro paisano genial de Péguy, Georges Bernanos, en su Diario de un cura de aldea, completa así este mismo pensamiento: «No somos nosotros quienes hemos inventado el amor. Dios es su dueño».

Dios es más que su dueño. Él es el amor, y no otra cosa. Un espléndido escritor, el sacerdote José María Cabodevilla, en uno de sus preciosos libros titulado Feria de utopías, bajo el sugerente subtítulo de Estudio sobre la felicidad humana, nos dejó lapidariamente sentenciado que «preguntarse qué tiene que ver el dolor con el amor es como preguntarse por qué arde el fuego o por qué la circunferencia es redonda».

Así que, para resumirlo de una vez y en pocas palabras, esto de los santos no es otra cosa que una cuestión de amor. Quizás por eso Antonio Rubio ha querido titular este libro 50 santos para llevar en el bolsillo. La verdad, imposible encontrar mejor compañía...

MIGUEL ÁNGEL VELASCO

Director del semanario católico

Alfa y Omega

INTRODUCCIÓN

¿Es este un libro de historia o de biografías? Si así fuera, solo se podría decir de él que recrea el pasado. Es un libro de santos, nada más ni nada menos. Habla de personas que vivieron en todos los tiempos, similares a otras que ahora conviven con nosotros. No es un libro sobre un tiempo que ya pasó, porque el cristianismo se caracteriza por ser una religión de eterno presente. La fe cristiana considera que la felicidad empieza aquí y ahora, desde el momento en que el hombre busca estar más cerca de Dios.

Pero los cristianos no están solos en su relación con Dios. Cuentan con la compañía de muchos intercesores que, con su palabra y con su ejemplo, les ayudan a descubrir cada día el rostro de Cristo: son los santos, que trataron de acomodar sus vidas a la imagen de su Maestro. No cabe un cristianismo sin santos. Equivaldría a decir que Dios está solo, cuando, en realidad, Él mismo ha afirmado que «mis delicias son estar con los hijos de los hombres» (Pv 8,31). Sin embargo, algunos trataron de descalificar a los santos tachándoles de de diosecillos a los que dirigir peticiones materiales. Los santos no son otros dioses. Son otros Cristos y quien se acerca a ellos, no se aleja del Dios hecho hombre sino que encuentra a personas cargadas de defectos y debilidades, pero que, lucharon por conformar su existencia a la fe cristiana. La clave de la santidad consiste en querer ser fieles, con todas las fuerzas, pocas o muchas, y la insustituible ayuda de Dios. Lo dice la parábola de los talentos: «Porque fuiste fiel en lo poco, entra en el gozo de tu Señor»(Mt 25, 31). Los santos son aquellos que han querido olvidarse de sí mismos para abandonarse en las manos de Dios.

Santo y amor son sinónimos. Un santo es alguien que ama a Dios, pero el amor a Dios solo puede medirse con el amor que se ofrece al prójimo, sin distinción alguna. Santo es el que está lleno del amor de Dios y lo transmite a otros con alegría. De ahí que otra forma de conocer a un santo es por su alegría, la misma que Jesús dijo que nadie podría quitar a sus discípulos (Jn 16, 12).

Este libro no es una recopilación de hagiografías, aunque aparezcan abundantes detalles de la existencia de cincuenta santos y beatos de todos los tiempos. No todos son abordados con la misma extensión. Son retazos, forzosamente incompletos, de algunas vidas sacadas de entre una multitud, que nadie podía contar, de todas las naciones y tribus, pueblos y lenguas (Ap 7, 9). El libro se propone despertar el interés del lector para saber más sobre las vidas, el ejemplo o los escritos de los santos. Es además una invitación a caminar en la presencia de Dios en compañía de los santos. La lectura la compondrán elementos dispares: detalles biográficos, meditación de pasajes de la Escritura, algunas reflexiones históricas o de actualidad, pequeñas anécdotas vividas por el propio autor... Todo es válido para acostumbrarse a tratar a los santos. No olvidemos que el cariño nace de la relación con las personas, y los santos son personas no diferentes de nosotros en tantas cosas. Debemos tratarles con frecuencia para que nos ayuden a caminar, a pesar de las dificultades, con el mismo amor y la misma alegría que caracterizaron sus vidas. Ser amigo de los santos es ser amigo de Dios.

1

SAN AGUSTÍN

UN VIAJE AL ABISMO DE LA CONCIENCIA

Hay mucha gente aficionada a la lectura de biografías. Sin embargo, los grandes personajes históricos suelen quedar distantes para el hombre corriente, incapaz de emular sus gestas, entre otras cosas porque está convencido de vivir en una sociedad muy diferente a la que ellos conocieron. Pese a todo, algunos personajes no solo trascienden los límites de su época sino que nos llevan a interrogarnos sobre nosotros mismos. Este es el caso de san Agustín, que creó un nuevo género literario con Las Confesiones.Esta obra supone la entrada del yo en la literatura universal, aunque, a diferencia de otros relatos en primera persona, el yo llegó de la mano de la humildad y la sencillez, del reconocimiento o confesión de que hay un único Dios del cual procede el hombre. Mil seiscientos años después, no se pueden leer Las Confesiones con indiferencia, pues es un libro que nos lleva a inquirir sobre nosotros mismos, a preguntarnos sobre el sentido de la vida, sobre la relación con Dios y con los demás seres humanos a lo largo de nuestro viaje terreno. Seguramente hubo lectores que dejaron el libro al poco de comenzar, pues en sus páginas irrumpe con energía una invitación a renovar la vida, que el hombre tiende a no valorar si no sabe entender lo que es el amor, pese a la aspiración a ser amado que está dentro de cada uno. De hecho, san Agustín es famoso por una cita tomada de su homilía sobre la Primera Carta de San Juan, «ama y haz lo que quieras». Si realmente lo haces por amor, puedes hacer lo que quieras. Y lo que produce una cierta tristeza a Agustín es no haber amado antes a Dios. Hubiera querido amarle desde el comienzo, aunque reconoce con toda sinceridad al principio de Las Confesiones: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y nueva, tarde te amé!».

El libro de san Agustín ha estado y está en muchas bibliotecas del mundo, pero probablemente no todos sus propietarios lo leyeron rescatándolo de las estanterías en las que estaba, clasificado o no, entre otros cientos o miles de ejemplares. Me dio que pensar una fotografía de la biblioteca de Thomas Edward Lawrence, más conocido por Lawrence de Arabia, situada en su casita de campo de Cloud Hills. Era una pequeña habitación con unos 1300 libros, desde el suelo hasta el techo, y entre esos volúmenes estaban Las Confesiones de san Agustín, en una edición lujosamente encuadernada y limitada a 400 ejemplares, impresa en Londres en 1900. En la portada se ve una imagen del santo obispo de Hipona junto a esta cita de Lc 15,10: «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de arrepentirse». El legendario coronel Lawrence contaba entre sus libros favoritos Los hermanos Karamazov, Moby Dick y Así hablaba Zaratustra, tres obras en la que autores y personajes encierran una compleja personalidad, y en las que se palpa la soledad del individuo. Obras de búsqueda para un Lawrence que había escrito: «En algún lugar existe un Absoluto, es lo único que cuenta, y no acierto a encontrarlo». Si hubiera leído con detenimiento su ejemplar de Las Confesiones, aquel espíritu inquieto quizás hubiera logrado serenarse, pues sus páginas se adentran en el abismo de la conciencia, rebosan sinceridad, y buscan también un Absoluto. Pese a todo, en la tumba de Lawrence, alguien, acaso su madre, mandó grabar estas palabras: «Vendrá la hora, y ahora es, en que los muertos oirán la voz del hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán» (Jn 5, 25).

Quien debió de leer Las Confesiones fue Jean Jacques Rousseau, autor de una obra con idéntico título y publicada en 1782, al poco de su muerte. Ambos libros coinciden en la gran sinceridad de sus autores, siempre a la búsqueda de la felicidad, y con ansias rebosantes de amor y de amistad. La gran diferencia entre ellos es que Rousseau no solo desconoce el sentido del pecado sino también el arrepentimiento. Lo importante es desnudar los sentimientos. Quien es vanidoso, no tiene por qué ocultarlo. El filósofo ginebrino aspira a ser juzgado por los hombres, no por Dios, aunque tampoco le interesa el veredicto final desde el momento en que se ha autoproclamado inocente y virtuoso. La felicidad en Rousseau es efímera, pues se aferra a un pasado que nunca volverá, a la nostalgia de la madre, de los días soleados, de los paseos por la montaña... Por el contrario, en san Agustín hay pleno arrepentimiento. Reconoce el mal que ha hecho y que se ha alegrado de hacer, como en el conocido ejemplo de las peras robadas por pura diversión y arrojadas luego a los cerdos. En Rousseau solo vive el presente y el fugaz pasado, mientras que en san Agustín hay un futuro, llamado a ser eterno presente, para el encuentro con un Dios Amor que acoge a los pecadores.

2

SAN ALBERTO HURTADO

CHIFLADO POR CRISTO

Al poco tiempo de la elección del papa Francisco, empecé a profundizar en la vida y los escritos del que acaso sea el más importante santo de la historia de Chile: san Alberto Hurtado, canonizado por Benedicto XVI en 2005. No pocos han visto paralelismos entre el pontífice argentino y el santo chileno, pues ambos comparten la espiritualidad de la compañía de Jesús.

Alberto Hurtado Cruchaga (1901-1952) fue un jesuita joven, apasionado y entusiasta, un auténtico enamorado de Dios y un punto de referencia para quienes ven a Cristo en cualquier persona pobre y necesitada. Desbordaba de amor por Dios, y no es extraño que la frase más repetida —unas doce mil veces— en sus numerosos escritos, sea: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Creía que esto se hacía realidad por medio de la Eucaristía, que hace que dos sean uno. Además acostumbraba a recordar a quienes se cruzaba en su camino, a modo de norma suprema de conducta: «¿Qué haría Cristo si estuviese en mi lugar?». No es menos significativo que nuestro santo acostumbrara a llamar con cariño y suma delicadeza «patroncitos» a los pobres que no tenían casa, que padecían hambre y frío, y a los que recogería en el Hogar de Cristo, la institución por él fundada en 1944. En aquellos años su camioneta verde recorría las calles de Santiago de Chile buscando a los desposeídos para acogerlos en el Hogar. Después de todo, veía en ellos la imagen del Patrón, Dios, al que también llamaba cariñosamente Patroncito.

Afirmaba que había que dar a los pobres un trato justo, porque son hermanos en Cristo. Los pobres son Cristo y cualquier injusticia cometida con ellos es una bofetada al rostro de Cristo. Desamparar a los más pequeños de nuestros hermanos es desamparar al propio Jesús: «Se presenta bajo una u otra forma: preso en los encarcelados, herido en un hospital, mendigo en la calle; durmiendo con la forma de un pobre, bajo los puentes de un río». Estas palabras de san Alberto Hurtado nos siguen interpelando porque a los pobres los tendremos siempre con nosotros (Jn 12, 7), y es lamentable que sucedan escenas como la que oí comentar a dos mendigos que pedían en la puerta de una iglesia. Decían «buenos días» a los que entraban en el templo, pero la gran mayoría agachaba la cabeza y ni siquiera les respondía. O, si respondían el saludo, lo hacían en voz baja como si se avergonzaran de ello. Hay quien da unas monedas a los pobres, pero lo hace sin mirarles a la cara y de forma apresurada. Esa limosna seguramente llega menos a los pobres que si se hace con naturalidad. A este respecto, san Alberto decía que no solo hay que darse, sino que hay que darse con una sonrisa, y hacer la vida de los que nos rodean sabrosa y agradable.

Muchos santos deben a sus padres su vocación cristiana. En el caso de Alberto, huérfano de padre a los cuatro años, la piedad de su madre, Ana Cruchaga, marcó una huella profunda en su vida desde sus primeros años. También le influyó la atención que, pese a sus escasos recursos, su madre dispensó a los pobres. Nuestro santo conoció el desamparo desde muy niño, al igual que muchas de las personas a las que atendió a lo largo de su existencia. Con todo, Ana no dudó en acogerse a la hospitalidad de unos parientes en Santiago de Chile para sacar adelante a sus hijos Alberto y Miguel. Muchos años después, Alberto recordaría a un joven apesadumbrado por ofender a su madre, que ellas son el gran regalo del Patroncito: debía abrazar fuerte a la suya y pedirle perdón, porque la quería mucho. Él siempre tuvo presente a Ana, una de esas madres cristianas, que tanto saben de sacrificios escondidos y silenciosos, sobrellevados con la alegría de tener un hijo «chiflado por Cristo». Cualquier cristiano que quiera mucho a su madre terrena, suele ser al mismo tiempo un apasionado de la Madre del cielo, pues los hijos que aman al Hijo no pueden separarlo de su Madre. Un mes antes de su muerte, originada por un cáncer de páncreas que no le arrebató su alegría cristiana, Alberto decía a Marta Holley, colaboradora suya en el Hogar de Cristo: «La Virgen es la «Mamita»... Améla con toda el alma. Es la madre de Cristo y la dispensadora de todas las gracias. Entréguese a ella para que la guíe hacia Dios, siéntase una niña a su lado. Es nuestra madre».

Su colegio —San Ignacio en Santiago de Chile— influyó mucho en sus decisiones. En él descubrió Alberto su llamada a la compañía de Jesús. Allí conoció al padre Fernando Vives que despertó su interés por la doctrina social de la Iglesia. Con el paso del tiempo, ya jesuita, Alberto recordaría a los jóvenes que le seguían: «Ser católicos equivale a ser sociales». Luego llegaría su carrera de leyes, su ordenación sacerdotal y sus años de ampliación de estudios en España y Bélgica, hasta su definitivo regreso a Chile en 1936. Cinco años después, publicó ¿Es Chile un país católico?, un libro que causó un gran impacto. En su análisis mostraba a una nación con una profunda ignorancia religiosa, con un diez por ciento de asistentes a la misa dominical, pocos religiosos y sacerdotes de origen chileno, y un gran número de pobres en condiciones inhumanas. Este libro hacía hincapié en que Chile necesitaba cristianos de verdad, hombres de bien y chiflados por Cristo. San Alberto estaba denunciando la superficialidad de su época, en muchas cosas nada diferente de la nuestra, con un predominio del egoísmo y del ansia de placeres, con un temor irracional al esfuerzo y sin alegría de vivir. El libro no era un diagnóstico pesimista sino una exhortación a huir de la mediocridad y de la vida fácil, siendo duro duro con uno mismo y blando con los demás.

A lo largo de la década de 1940, en las conferencias y retiros espirituales para señoras que san Alberto pronunciaría con su habitual entusiasmo, que no era mero optimismo sino la alegre conciencia de su filiación divina, tenía siempre en mente el ejemplo de los primeros cristianos, que eran un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32): «¿Cómo se salva a un hombre? Amándolo, sufriendo con él, haciéndose uno con él, en el dolor, en su propio sufrimiento. No con discursos, que no cuesta nada pronunciarlos; con sermones que no cambian nuestras vidas; ¡sino con la evidente demostración del amor! La Iglesia no necesita demostradores, sino testigos».

Un ex presidente, el socialista Ricardo Lagos, llegó a calificarle de «nuevo padre de la patria».

3

SAN ALBERTO MAGNO

EL DON DEL DISCERNIMIENTO

«Sacó muchas cosas del océano infinito de los hechos». Estas palabras de un filósofo tan crítico como Roger Bacon son el mejor elogio de san Alberto Magno, el teólogo que no despreció los saberes contenidos en los escritos de pensadores no cristianos, desde Aristóteles a Avicena y Maimónides, lo que le ganaría merecidamente el sobrenombre de Doctor Universalis. Pero su afán por el estudio venía desde su adolescencia, cuando cambió la carrera de las armas por los estudios en la universidad de Padua. Allí cursó Derecho y Ciencias Naturales, aunque lo que más le atraía eran las ciencias experimentales.

Una de sus principales aportaciones a la cultura occidental y, en definitiva, cristiana, fue el tomar conciencia de la importancia de la obra de Aristóteles, base de la filosofía escolástica. Esta alcanzó sus máximas cotas gracias a uno de sus principales discípulos en Colonia, Tomás de Aquino, perteneciente como él a la orden de los dominicos. Se solía citar a Aristóteles, pero ¿cuántos lo habían leído en su integridad? Para Alberto este interés no era incompatible con su gran conocimiento de las Sagradas Escrituras, y destacará por sus comentarios al evangelio de san Lucas. Sin embargo, consideraba que había que leer a Aristóteles, pues estaba convencido de que allí también encontraría destellos de un Dios que ha dejado su presencia en todas partes. Esto le llevaría a leer la Metafísica, la Física, la Ética a Nicómaco y la Política, entre otras obras. Sin embargo, no se limitó a restaurar el pensamiento de Aristóteles sino que se ganó el derecho a interpretarlo. Se ganó su autoridad con esfuerzo, y regresó al punto de partida para convertirse en un gran contemplativo. Las ansias de saber no pueden quedarse en la esterilidad de la autosatisfacción. Lo que importa es hacerlo todo teniendo en cuenta a Dios, tal y como había expuesto el Apóstol: «Si coméis o bebéis, o hacéis alguna otra cosa, hacedlo para la gloria de Dios» (1Cor 10, 31). San Alberto lo expresaba en estos términos: «Querer todo lo que yo quiero para la gloria de Dios, al igual que Dios quiere para su gloria todo lo que Él quiere».

Su principal don fue el del discernimiento, pues sus estudios le servían para profundizar en la verdad y difundirla entre los hombres. Quien realmente busca la verdad, no tiene ningún temor. Solo pueden tener miedo quienes parten de juicios preconcebidos, los que diseñan primero la teoría y luego tratan de adecuar los hechos, forzadamente si es necesario, de modo que encajen en esa teoría. En cambio, Alberto demostró ser un auténtico espíritu libre en la investigación, que difícilmente habría encajado en algunos centros de investigación actuales, prisioneros de dogmas ideológicos. Son los que plantearían la pregunta de Pilato, «¿Qué es la verdad? (Jn 19, 35), una cuestión que no aguarda ni desea ninguna respuesta. Son los que niegan que haya que buscar un significado profundo en las cosas, pues lo consideran superfluo e inútil. Son los que hablan de libertad, pero la disfrazan de inseguridad y nunca se plantean llegar a ninguna parte, pues coartaría su libertad. En cambio, Alberto creía haber encontrado su meta en Aquel que dijo: »Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Pensaba que la razón, atributo de origen divino, solo podía desarrollar más sus posibilidades si se abría a la Verdad eterna, al Logos que se ha hecho hombre en Cristo.

No cayó, pese a todo, en el error de algunos intelectuales de todos los tiempos. No se volvió huraño y desconfiado por los saberes adquiridos. Nunca es buena señal la sabiduría que nos vuelve escépticos y desconfiados. Acabaremos prisioneros de una mentalidad racionalista y en esa prisión no habrá apenas resquicios por los que se filtre la luminaria de la fe. La preparación intelectual de Alberto iba acompañada de la alegría de ser cristiano y su palabra se revalorizaba con el testimonio de una vida santa. Demostró que mucha ciencia no aleja de Dios, pues todo progreso en las ciencias nos ayuda a conocer más profundamente al Creador y a acercarnos más a Él. En su mentalidad sencilla, Alberto no concebía que pudiera existir ningún conflicto entre la razón y la fe. La razón y la revelación pertenecen a ámbitos diferentes, pero no tienen que estar enfrentadas entre sí. Muchas doctrinas filosóficas y religiosas han caído en el radicalismo por haber separado tajantemente la razón de la fe. Alberto, como gran enamorado de la verdad, supo asumir la ciencia profana e integrarla en una sólida doctrina teológica.