Solidarios - Antonio R. Rubio Plo - E-Book

Solidarios E-Book

Antonio R. Rubio Plo

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Beschreibung

Este libro presenta la trayectoria vital de cinco personalidades actuales que, mediante libros, artículos, discursos o películas, comparten la misma convicción: la existencia humana no puede concebirse sin los demás. Svetlana Alexievich, historiadora y periodista, ha puesto voz a las pequeñas voces. Antonio Guterres, secretario general de la ONU, subrayó siempre que la diversidad cultural es una riqueza y no una amenaza. Mahamat Saleh Haroun, cineasta, ha sabido plasmar en sus películas el dolor de los pobres y los humildes en África. Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de Sant'Egidio, incansable en su defensa de la paz como mediador de conflictos armados. Y finalmente, Antoinette Kankindi, profesora de Ética y filosofía política, y apasionada defensora de la mujer. Cinco hombres y mujeres que han sabido practicar, de palabra y de obra, la solidaridad.

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ANTONIO R. RUBIO PLO

SOLIDARIOS

La vida más allá de uno mismo

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2020 by ANTONIO R. RUBIO PLO

© 2020 byEdiciones Rialp, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5320-4

ISBN (versión digital): 978-84-321-5321-1

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

1. SVETLANA ALEXIEVICH. UNA HISTORIADORA DE LAS VOCES ANÓNIMAS

2. ANTÓNIO GUTERRES. UN HOMBRE DE INTELIGENCIA Y DE CORAZÓN

3. MAHAMAT SALEH. HAROUN UN CINEASTA DE LA COMPASIÓN Y DEL PERDÓN

4. ANDREA RICCARDI. UN ARTESANO DE LA SOLIDARIDAD

5. ANTOINETTE KANKINDI. UNA EDUCADORA DE LA MUJER

AUTOR

PRÓLOGO

—Muchas gracias, Javier.

—¿Gracias? ¿Por qué?

—Por todo, gracias por todo.

—Las gracias a Dios, por haber permitido que nuestros pasos se hayan encontrado.

Y colgamos.

El 27 de abril de 2020 llamé a mi amigo por teléfono. Su padre había fallecido a causa del coronavirus unos días antes y, como tantos miles de personas, tuvo que despedirle casi en la clandestinidad del confinamiento. Arrancamos la comunicación con más silencios que palabras. Pero, al final, la conversación fluyó, como siempre, hacia espacios no previstos. Acabamos hablando de las redes sociales, de su deshumanización y de su desprecio por el ¿prójimo? No caben florituras en estos lugares de foto impostada, corto recorrido, poca precisión y mucho arrebato. Los odiadores (haters, creo que se denominan), han ocupado el espacio público de esos escenarios impostados. Mi amigo dice que los profesionales del acoso y derribo acabarán provocando una implosión que se lleve por delante unos instrumentos que debían unir y no separar. Por mi parte, y hasta que eso se consume o no, creo que estas redes sociales se parecen demasiado a uno de esos bares bulliciosos, con camareros y clientes vociferantes que te colocan, a la vez, en medio del penalti no pitado de un partido de fútbol, en la reunión imposible con un jefe ególatra e impostor, delante de la lista de una compra que está todavía pendiente, o de las facturas que podrían quedar sin pagar si los proveedores se empeñan en apretar las tuercas a los pequeños empresarios. Y todo ello con un café y un par de churros delante de tus narices. En ese escenario castizo, equiparo la bullanga del bar de turno con el que se recrea a diario en cualquier red social. Para mis adentros, y para mis afueras, suelo decir que «en cuanto pongan el molinillo del café, cojo la puerta y me largo». Cosa que todavía no he hecho (ni en el caso del bar, ni en el de las redes sociales).

Enredo con esta idea, porque al recibir este manuscrito, y sin mucho tiempo para macerar la idea, he pensado qué ocurriría si Antonio Rubio hubiera puesto hace meses una encuesta en Twitter, en la que preguntara por la idoneidad de biografiar a Svetlana Alexievich, Antonio Guterres, Mahamat Saleh Haroun, Andrea Riccardi y Antoinette Kankindi. Una a uno, hubieran sido deslegitimados y aprobados a partes iguales. No hubiera habido consenso. Y, seguro, que las disidencias se hubieran hecho notar. También las alabanzas, por supuesto. Pero siempre el árbol que cae hace más ruido que el que nace.

Pero Antonio no ha tirado de espacios de improvisación ni de agravio gratuito. Antonio ha elegido los personajes y ha explicado sus vidas —qué importantes son los contextos para poder entender cualquier acontecimiento— a partir de la paciencia, el rigor, la conversación, la consulta, la escucha, el discernimiento, la paciencia y el buen hacer. ¿Se podían haber elegido otros personajes? ¿Se podía haber ampliado la muestra? ¿Se podía haber enfocado el perfil de Svetlana, Antonio, Mahamat, Andrea y Antoinette de cualquier otro modo? Sí. Sin duda. Cada escultor cincela a su modo. Eso es cierto, como también lo es que la elección del autor de este volumen es precisa, es concreta, conjuga personajes reconocidos (Guterres o Ricardi) con otros menos expuestos a la vorágine de lo público (Kankindi), sienta en la misma mesa a cineastas (Haroun) con escritores y periodistas (Alexievich). Es un buen auditorio donde sentarse a escuchar (en este caso, a leer), y en cuya cocina he tenido el honor de participar.

Dejo aquí por escrito que cada vez que Antonio me llamaba para explicarme su proyecto, la elección y la motivación de las personas que llenarían estas páginas, para compartir el enfoque que quería dar a este trabajo, sentía que esa llamada «me venía grande». Pero también ahí asenté en mí algo que los africanos llaman ubuntu, que el propio Antonio explica en su introducción, que Nelson Mandela repitió y repitió hasta hacerlo vida, y que podríamos traducir como «Yo soy lo que soy gracias a ti». Cada uno de nosotros somos lo que somos gracias a los demás. Gracias a los que tenemos cerca, pero también a los que sentimos como referentes en la vida de los demás. De ahí la idoneidad no solo de las personas elegidas para componer este libro, sino el subtítulo que acompaña a este Solidarios: La vida más allá de uno mismo.

Termino. El día que Antonio me pidió que escribiera estas líneas, curiosamente estaba leyendo Voces de Chernóbil. Unos meses antes había terminado El fin del “Homo sovieticus”, ambas de Svetlana Alexievich. Si esto fuera una entrega de galardones en la que uno de los premiados suele tomar la palabra en nombre de todos, me permito recoger las de la Nobel de Literatura bielorrusa a modo de cierre: «El ser humano tiene que elegir constantemente: la libertad o la prosperidad y una vida ordenada, la libertad alcanzada dolorosamente o la felicidad sin libertad. Y la mayoría de las personas eligen las opciones más fáciles e indoloras»[1]. No en el caso de la propia Alexievich, Antonio Guterres, Mahamat Saleh Haroun, Andrea Riccardi y Antoinette Kankindi.

Javier FARIÑAS MARTÍN

Redactor jefe de Mundo Negro

Cedillo del Condado

30 de abril de 2020

[1]El fin del “Homo sovieticus”, Acantilado, Barcelona 2015, p. 18.

INTRODUCCIÓN

ESTE LIBRO NO ES EXACTAMENTE una obra de semblanzas biográficas, aunque presente al lector, en mayor o menor medida, las trayectorias vitales de cinco personalidades del mundo actual. Proceden de países como Bielorrusia, Portugal, Chad, Italia y la República Democrática del Congo, pero esa diversidad de orígenes no es obstáculo para apreciar que se trata de hombres y mujeres de alcance universal. En un momento histórico de voces que arremeten contra la globalización, a la que acusan de sacrificar las esencias locales y nacionales, las personalidades de este libro representan, si se me permite el término, la “buena globalización”. Todo lo que nos aportan, en forma de libros, artículos, discursos o películas no es exclusivo de sus países ni de sus culturas. No son personas de horizontes limitados, ni en las fronteras ni en las mentalidades, porque su actividad ha tenido como foco de atención al ser humano corriente, sin hacer distinciones. Comparten la convicción de que la existencia humana no pueda concebirse sin los demás. Podría afirmarse que el recorrido vital de los protagonistas de este libro se ha caracterizado por la continua salida al encuentro de los otros.

Frente a quienes se repliegan en sí mismos, abrumados por la inseguridad, y se recrean en la afirmación estéril de sus propias identidades, estas páginas pretenden recordar una vez más que los seres humanos no se acaban en sus intereses. La vida de cada uno solo alcanza su plenitud si se tiene en cuenta a los otros. Tolstoi subrayó que la historia se mueve más por los millones de seres anónimos que por los grandes hombres. Pero esto se ha olvidado demasiadas veces y se ha dado preferencia a soluciones reducidas a la política, y basadas, ante todo, en la voluntad de poder. Sin embargo, la política, entregada a sí misma y aprisionada por la ideología, solo puede engendrar una tiranía, en la que los otros son forzosamente excluidos.

Algunas de las personalidades de esta obra han participado en política, aunque nunca la han considerado como su fin último. Otras, en cambio, se han mantenido al margen del compromiso político, pero siempre han puesto de relieve que la vida política y social debe asentarse en sólidos fundamentos éticos. En esto estarían plenamente de acuerdo la periodista, el político, el cineasta, el historiador y la profesora de filosofía, que encabezan cada uno de los capítulos siguientes.

Presentaremos, en primer lugar, a Svetlana Alexievich, la historiadora y periodista que ha puesto voz a las pequeñas voces. Se trata de una mujer con gran capacidad de escuchar a las gentes sencillas, que le han relatado confiadamente sus sufrimientos y vivencias. Es maestra en el arte de la escucha, una gran expresión de generosidad que, según Dostoievski, no consiste tanto en dar como en compartir las cargas de los otros. Le sigue Antonio Guterres, secretario general de la ONU desde 2017, un político con inquietudes sociales desde muy joven. En la década que estuvo al frente del ACNUR, siempre subrayó que la diversidad cultural es una riqueza, y no una amenaza. Además, su defensa de la protección de los seres humanos debe mucho a su fe religiosa. En el tercer capítulo aparece el cineasta chadiano Mahamat Saleh Haroun, artífice de historias universales con un gran amor por los niños y la infancia. Ha sabido plasmar en sus películas el dolor de los pobres y los humildes, en contraste con la indiferencia de un mundo que vive ajeno a las realidades de África. El historiador y fundador de la Comunidad de Sant’Egidio, Andrea Riccardi, es el protagonista del siguiente capítulo, un hombre que trabaja por la paz a través de una reconocida labor de mediación en los conflictos armados. Su idea del diálogo es a la vez concreta y práctica: la búsqueda de lo que une por encima de lo que separa. Sant’Egidio vive como una amistad el servicio a los más pobres, pues sus miembros aspiran a ser maestros en el arte del encuentro. El capítulo final lo ocupa Antoinette Kankindi, profesora de ética y filosofía política, impulsora de actividades para la promoción de la mujer con un enfoque integral, pues recuerda que detrás de la mujer están los hijos, los familiares y la comunidad entera. Ese sentido comunitario contrasta con el individualismo, tantas veces importado de Occidente, que ciega a las personas y las hace indiferentes ante las necesidades de los demás.

El libro pretende ser una invitación a tener fe en la gente corriente, lo que implica ver la vida más allá de uno mismo. Estamos en un momento de decepciones, en el que se acumulan los ídolos caídos entre personas que han gozado de prestigio y admiración. La pandemia del coronavirus ha incrementado el catálogo de las decepciones. Quizás sea la ocasión de fijarse más en la gente corriente. Esas personas, en apariencia anónimas e insignificantes, son las destinatarias de las miradas de cinco hombres y mujeres que han sabido hacerse cercanos a sus contemporáneos y han practicado, de palabra y de obra, la solidaridad.

1.

SVETLANA ALEXIEVICH. UNA HISTORIADORA DE LAS VOCES ANÓNIMAS

Svetlana Alexievich (Ivano-Frankivsk, Ucrania, 1948). Escritora y periodista bielorrusa. Su estilo de narrativa coral mezcla periodismo, ensayo y literatura. Autora de obras sobre la Segunda Guerra Mundial, la intervención rusa en Afganistán, la Perestroika, la catástrofe de Chernóbil y las consecuencias de la caída de la URSS. Premios Ryzsard Kapuscinski (Polonia), Herder (Austria) y Médicis (Francia). Premio Nobel de Literatura en 2015, siendo la primera escritora de no ficción en recibir ese galardón.

EL ALMA RUSA CREE EN LAS LÁGRIMAS

A lo largo de la vida he ido aprendiendo a sustituir la lectura de las grandes biografías, que siempre tienen algo de mito, por los libros centrados en la gente corriente. He sustituido, en cierto modo, el romanticismo por el realismo, pero es un realismo que quiere creer en que hay siempre un lado bueno en las personas, y no me gusta ese realismo, o quizás naturalismo, desprovisto de compasión que hace que algunos escritores se parezcan más a entomólogos que a retratistas del alma humana. Por eso me fascinaron enseguida los libros de Svetlana Alexievich, que no conocía hasta que alcanzó el Premio Nobel de Literatura.

Los recuerdos personales y las vivencias de otras personas, recogidas en su grabadora, forman un todo inseparable en la obra de Svetlana Alexievich. De hecho, no conoció directamente la gran guerra patriótica de 1941-45, pero los recuerdos de quienes la vivieron, particularmente las mujeres, la acompañaron desde muy pequeña. Una infinidad de mujeres perdió a sus padres, hermanos o maridos durante aquella guerra contra el Tercer Reich, y nunca los olvidaron. Les quedó para siempre un poso de profunda nostalgia de los hombres que nunca volverían a ver, y en los casos en que consiguieron recuperarlos, aunque dañados por heridas físicas o morales, no los abandonaron, sino que dedicaron el resto de sus vidas a cuidarlos.

Las mujeres de aquel tiempo habían conocido la muerte muy de cerca. Cuando eran adolescentes y jóvenes vistieron el uniforme militar y empuñaron las armas, pero nunca renunciaron a su condición femenina. Soñaban con el día en que podrían llevar faldas, zapatos de tacón y pintalabios. No querían masculinizarse, pues sabían perfectamente que, pese al ideal igualitario del Estado soviético, las féminas tienen una psicología muy diferente a la de los varones. A este respecto, Alexievich escribe en La guerra no tiene rostro de mujer que las guerras son de los hombres. La mujer en las guerras desempeña otro papel. Sin embargo, esa afirmación molestaba a la ideología oficial, que la veía como sospechosa de negación del heroísmo en una guerra patriótica. No querían darse cuenta de que la compasión y las lágrimas equivalen a otra forma de heroísmo. Toda forma de piedad es una demostración de que los seres humanos no se mueven exclusivamente por motivos ideológicos. La ideología, o lo que pudiéramos llamar el cumplimiento del deber en abstracto, es incapaz de cerrar por completo los corazones. Semejante afirmación la verían algunos con desprecio por parecer una especie de invitación a la lágrima fácil. Pero las lágrimas no tenían nada de fáciles en una sociedad como la soviética, obligada a creer en las consignas oficiales.

Esta reflexión me trae a la memoria una película, Moscú no cree en las lágrimas, el filme soviético de Vladimir Menshovh (n. 1939) que ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 1980, una época en la que Estados Unidos y la Unión Soviética vivían momentos tensos en sus relaciones a causa de la invasión de Afganistán. No es un filme relacionado con la Segunda Guerra Mundial, sino que está ambientado a lo largo de los aproximadamente veinte años comprendidos entre el período de desestalinización de Jruschov y la época en que se rodó la película. Con guerra o sin guerra, la película demuestra que la sociedad real no es la de las consignas partidistas, sino la de las complejas relaciones interpersonales entre parejas, padres e hijos, amigos y compañeros, vecinos… Se diría que el filme es un canto al esfuerzo personal y al amor generoso, que resulta ser la esencia de la felicidad, pese a todas las dificultades. Y aporto una curiosa anécdota sobre Moscú no cree en las lágrimas: se dice que el presidente Ronald Reagan vio en varias ocasiones esta película en privado antes de entrevistarse con Mijail Gorbachov, con el objetivo de conocer el “alma rusa”. No es exagerado decir que el “alma rusa” tiene un fuerte componente femenino, sin el cual estaría incompleta. En mi opinión, la lectura de las obras de Svetlana Alexievich no deja de ser un encuentro íntimo con el “alma rusa”.

Alexievich se califica a sí misma de “oído humano”, lo que me recuerda a la expresión “pluma humana” empleada por Flaubert. ¿Cabe mayor realismo que el de captar las conversaciones humanas y plasmarlas en un libro? La autora transcribe las anotaciones grabadas en el alma, que pueden ser más interesantes que un mero relato de los hechos. Sus libros son la demostración de que la gente del pueblo quizás no será muy instruida, pero es capaz de entender el mundo como nadie y pronunciar palabras llenas de sabiduría y sentido común. No estamos ante unos libros de entrevistas, ni los textos se plantean como un interrogatorio. A los amigos no se les interroga: simplemente se les deja hablar. Las personas se expresan en ellos con sencillez y sin recelos, pues ven a Svetlana Alexievich como a una amiga. Les inspira confianza, y esto les lleva a darle toda clase de detalles íntimos. En consecuencia, se transmite un tono de cercanía a la narración de la autora, que prescinde de todo artificio literario. De esto modo surge un caleidoscopio humano con el que se aspira a retratar la verdad. No se trata de la típica entrevista con preguntas preparadas y respuestas no menos elaboradas, que carecen de espontaneidad y, sobre todo, de intimidad. En una entrevista de finales de 2019, durante una breve estancia en España, la escritora afirmaba que «cada persona lleva consigo una historia que se puede contar, y eso es lo que yo hago. Si solo nos basamos en los hechos como fundamento, sin revelar la narrativa implícita, no sale la imagen completa de la realidad». En efecto, en los libros de la Nobel bielorrusa afloran las palabras de la gente sencilla, que suele ser la más sincera. Son palabras extraídas desde el interior, repletas de sufrimientos y vivencias. Sobre este particular, añadiré que Iván Turgueniev, un escritor admirado por Alexievich, escribió una vez, haciéndose eco de un proverbio ruso, que el alma humana son tinieblas. En efecto, según reconoce la autora, es difícil acceder al alma humana, pues el camino está sembrado de televisión y periódicos, de las supersticiones del tiempo en que vive, los prejuicios o las desilusiones.

El alma humana, en sus profundidades más dramáticas o entrañables, vive en las páginas de sus obras La guerra no tiene rostro de mujer y Últimos testigos. A mi modo de ver, el espíritu de esta segunda obraes el mismo que envuelve a la obra de Dostoievski, que no concebía la propia felicidad, o incluso la armonía eterna, si para asegurarla hubiera que derramar una sola lágrima de un niño inocente. No existe ningún progreso, ni tampoco ninguna revolución que pueda justificar esa lágrima. Menos todavía una guerra. Cualquier guerra pesa más que una sola lágrima. El niño siente que hay guerra cuando papá no está y pasará mucho tiempo esperando a que vuelva. La guerra y sus secuelas en forma de atrocidades contra la población civil arrebatarían la infancia a quienes después fueron hombres y mujeres. Pese a todo, en medio de los horrores bélicos brilla en Últimos testigos el testimonio de un niño que no quiere renunciar a su infancia, que asocia a sus primeras lecturas. Será capaz de encontrar en Los hijos del capitán Grant de Julio Verne una pequeña felicidad, cargada de esperanza, frente a la hostilidad del mundo exterior. La historia de la esforzada búsqueda de un padre a través de medio mundo se encuentra en un libro que el niño ha escondido, y que irá leyendo y releyendo a lo largo de una guerra interminable.

DE CÓMO EL HOMBRE PEQUEÑO SE TRANSFORMA EN UN GRAN HOMBRE

Nada hay más alejado de la concepción literaria de Svetlana Alexievich que la mera búsqueda del entretenimiento. Estoy convencido de que todo eso le parece demasiado artificial, pues una vez declaró que «las escenas de la vida cotidiana son mejores que las de la ficción». Luego añadió: «Muy raramente me gusta leer ficción, prefiero la obra entera de Dostoievski». Coincido con ella en que leer a Dostoievski es una tarea casi obligada para quién se haga preguntas sobre el hombre. Se trata de un novelista que sabe encontrar al auténtico ser humano, con toda su mezcla de grandeza y de miseria, hasta en los personajes más degradados. El escritor poseía el arte de descubrir en cualquier persona los frutos del corazón como la caridad y la abnegación. ¿No encontramos algo semejante en las voces despertadas a la vida por la escritura de Alexievich? Leyendo a Dostoievski y a nuestra autora, estaremos en condiciones de aprender que la generosidad no consiste en dar lo que sobra sino en compartir el peso de las cargas ajenas.

En la Rusia actual hay otras mujeres que están tomando el relevo de Svetlana Alexievich. Tal es el caso de Tatiana Krasnova, profesora en la facultad de periodismo de la universidad estatal Lomonosov de Moscú, que tuvo ocasión de entrevistar a la escritora en el verano de 2017. Krasnova no es, desde luego, una simple periodista sino también la coordinadora de Galchonov, una asociación benéfica. Señala que ha recomendado los libros de la Premio Nobel a sus amigos, pero a la vez les ha dicho que no puede decirles sinceramente que les gustarán. Por el contrario, es muy probable que no les gusten y que su lectura les cause espanto y les haga sufrir. La explicación es muy sencilla: solo la verdad hace daño. No es extraño para quienes prefieran la posverdad o las llamadas verdades alternativas. Sin embargo, los libros de Svetlana Alexievich son también una especie de medicina contra la avalancha de información, que paradójicamente nos vuelve sordos y ciegos. Recuerdo que un amigo mío daba en público un sabio consejo: no seguir con la misma ansiedad con la que se seguiría una apasionante competición deportiva, todos aquellos acontecimientos de carácter político en los que el hilo conductor sea la crispación y el enfrentamiento social. No hay que vivir de espaldas al mundo, si bien tampoco debemos consentir que la información nos quite la paz. No estamos defendiendo el comportamiento del avestruz sino la urgencia de dejar un hueco para lo que Tatiana Krasnova considera esencial: la existencia de un tiempo para llorar y para compadecernos los unos de los otros. En esto consiste uno de los méritos de los libros de Alexievich: saben dar voz al dolor y a la desesperación, y a lo más importante de todo, al amor.

La obra de Svetlana Alexievich es una continua invitación a custodiar en nosotros mismos al hombre. Ella misma admite que pertenece a una generación que fue educada con los libros, algo coincidente en la tradición rusa y la soviética, pero no con la realidad. Se diría que su carrera literaria pretende subsanar esta deficiencia con la unión de literatura y realidad. No es una literatura de gestas de héroes, los de la Segunda Guerra Mundial y conflictos posteriores, sino la versión de los hechos que le han proporcionado abuelas, madres, hermanas o viudas, a las que nunca nadie había preguntado por sus vivencias y sentimientos. Esto explica que el gran protagonista de sus libros, que constituyen toda una obra de “polifonía”, sea el hombre común, al que podríamos calificar de “hombre pequeño”, para muchos insignificante. No es el héroe militar ni el obrero modelo, exaltados hasta la saciedad en la época del estalinismo, sino la víctima de las grandes tempestades y catástrofes sociales. Leer a Alexievich es comprender cómo el sufrimiento transforma al hombre pequeño en un gran hombre. Su lectura sirve para reafirmar que no somos un engranaje de los sistemas, un punto lejano e indiferente en medio de una espesa muchedumbre.

PREPARÁNDOSE PARA LA GUERRA

Cabe añadir que Tatiana Krasnova y Svetlana Alexievich se muestran preocupadas por la actual situación de Rusia. Desde el momento en que ha crecido la tensión entre Moscú y las potencias occidentales a partir de la crisis de Ucrania, en muchos automóviles rusos se ha insertado esta inquietante pegatina: “1941-1945: Podemos rehacerlo”. Las dos mujeres han leído con pesar estas palabras porque los autores de ese eslogan no parecen saber mucho de los sufrimientos de la gente corriente en aquellos años. Se diría que una gran mayoría de rusos, y de otros ciudadanos exsoviéticos, solo quieren quedarse en el día de la Victoria, el 9 de mayo de 1945. Cegados por la reiterativa consigna de una patria en peligro, se han vuelto a ver en las celebraciones de carnaval o en las fiestas escolares a niños vestidos con uniforme militar y gorras con una estrella roja. Alexievich subraya que es el retorno de una cultura marcial y militar, en la que está muy presente el culto a la muerte. Ese ambiente ya lo vivió ella en la escuela de su infancia, donde los niños recibían unas enseñanzas que reducían los acontecimientos históricos a luchas, barricadas y revoluciones. En su opinión, Rusia está conociendo una histeria militarista, muy adecuada para que las masas se identifiquen de forma simplista con un líder. Se trata de una actitud propia de todos aquellos que se sienten humillados, sobre todo si un día formaron parte de una superpotencia, y cuando arrecian los temores, no es difícil ver enemigos en todas partes. No cabe duda de que esto es algo muy de nuestra época, donde no importan tanto los hechos objetivos sino el modo en que se sienten o perciben esos mismos sucesos. Habrá que dar una vez más la razón a Dostoievski, profundo conocer de la psicología del pueblo, cuando afirmaba que en Rusia siempre abundarán los niños de taberna soñando con una nueva revolución.

Estas pasiones colectivas no compaginan con una mente intelectual que debe apelar a la razón. Sin embargo, lo triste es que los intelectuales se alejen de la razón y se dejan dominar por sus emociones más primarias. En una entrevista, Svetlana Alexievich recordaba el caso de Zajar Prilepin, un joven y afamado escritor ruso, que se fue a combatir con las milicias pro-rusas del este de Ucrania en 2014. El escritor tomó partido y eligió empuñar las armas trasladándose con toda su familia a la región del Donbass. Por el contrario, Alexievich opinaba que un escritor nunca debería hacer uso de las armas. Pero ante la opinión pública rusa, que es el único juicio que le importa, Prilepin ha querido aparecer como un héroe por el hecho de mandar un batallón de milicianos rebeldes y ser un asesor de los secesionistas pro-rusos. Se trata, según nuestra escritora, de un intelectual caído en una trampa en su búsqueda de un baño de gloria. Representa la tentación de algunos intelectuales que no tienen interés en proponer un pensamiento constructivo y llegan a considerar a la guerra como una idea central de la conciencia humana. La ideología, o simplemente el orgullo, llega a cegar a una persona hasta el punto de olvidar que el ser humano es más grande que cualquier guerra. Esta es la principal tesis de los libros de Svetlana Alexievich. en los que podría aflorar de continuo esta pregunta de Dostoievski: «¿Cuánto de humano hay en un ser humano y cómo proteger al ser humano que hay en ti?». La escritora subraya que Rusia, incluyendo la URSS, siempre ha estado en guerra o preparándose para la guerra, lo que demuestra lo poco en que ha sido estimada la vida humana en ese país.

Una aproximación a las principales obras de Svetlana Alexievich nos ayudará a profundizar en la personalidad de esta excelente conocedora y continuadora de la gran literatura rusa.

LAS MUJERES QUE NO OLVIDARON SU CONDICIÓN HUMANA

La guerra no tiene rostro de mujer, publicada por vez primera en 1985, es la demostración de cómo las mujeres no suelen olvidar la condición humana. En cambio, recuerda Svetlana Alexievich en una entrevista con el filósofo francés de origen ruso Michel Echaltchinoff, los hombres tienden a ocultarse detrás de la Historia, porque la guerra les seduce con su acción y se recrean en el enfrentamiento de las ideas. Por el contrario, las mujeres dan preferencia a los sentimientos, aunque estos les lleven a la conclusión de que la guerra es a la vez un asesinato y un duro trabajo. A una mujer, que es la encargada de dar vida y cuidarla, le tiene que resultar insoportable la perspectiva de verse obligada a matar. Tenemos en el libro el ejemplo de una francotiradora, a la que no le resultaba sencillo pasar de disparar de un blanco de madera a un ser humano. Sin embargo, los mandos militares exigían a las mujeres que no se compadecieran del enemigo. Por el contrario, deberían esforzarse por odiarlo. Pero, como bien recuerda la autora, odiar y matar no es propio de mujeres. Las que acabaron entrando en esa terrible dinámica tuvieron que hacerse violencia a sí mismas, y se convirtieron en mitad ser humano y mitad animal.

Con todo, los testimonios del libro indican que no había otra forma de sobrevivir. Encontramos, no obstante, excepciones como las de una soldado auxiliar de enfermería que da una hogaza de pan a un alemán prisionero, casi un niño. El alemán no daba crédito a sus ojos, pero la mujer se sintió feliz porque había sido capaz de no odiar, y se había sorprendido a sí misma. Esto me recuerda a otro pasaje de Últimos testigos: el de la madre que lleva un saco de patatas y se las niega a un prisionero alemán, pero de repente cambia de opinión, extrae unas patatas y se las da. El niño que acompañaba a aquella madre nunca olvidó la escena. A la aprensión le siguió la compasión. Fue además una invitación a no odiar porque, como bien señala Alexievich, el odio se va formando poco a poco, y no es un sentimiento original e inherente a la persona. El odio no es otra cosa que el resultado de la deshumanización del otro.

Se relata también en el libro el testimonio de una enfermera que iba arrastrando a dos heridos, uno soviético y otro alemán. ¿Había que odiar a uno y amar al otro? ¿Se puede tener un corazón para el odio y otro para el amor? Pero esa misma enfermera terminará por reconocer que el ser humano tiene un solo corazón. Lo importante para ella era salvar el suyo, y no lo salvaría por el odio.

Muchas de las mujeres entrevistadas en La guerra no tiene rostro de mujer compartían el credo comunista, algo que en los años del conflicto mundial era inseparable del patriotismo. Sin embargo, no siempre olvidaban la condición humana en los combates o en medio de los horrores desencadenados por el odio. Eran más fuertes que los hombres, aunque a la vez más frágiles. A Alexievich le impresionó que las mujeres tuvieran piedad de los alemanes prisioneros o vencidos, o que se compadecieran de los cadáveres de ambos lados. Los veían con pena porque eran jóvenes y hermosos. Nada de esto le transmitieron en la escuela cuando le explicaban la gran guerra patriótica. Por el contrario, todas las consignas de los mandos eran una invitación a amar la muerte, a entregar la vida por el ideal comunista o patriótico. La autora recuerda que en la biblioteca de su escuela más de la mitad de los libros trataban sobre la guerra. Otro tanto podía verse en la biblioteca de su pueblo o en la regional. Las mujeres que vivieron el período bélico no le enseñaron entonces, si bien lo harían años después, que la guerra fue para ellas, ante todo, sufrimiento.

Cuando se publicó el libro en 1985, los censores llegaron a la conclusión de que, después de leer La guerra no tiene rostro de mujer