600 libros desde que te conocí - Virginia Woolf - E-Book

600 libros desde que te conocí E-Book

Virginia Woolf

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Jus publica por fin en castellano una versión íntegra y sin censuras que incluye varias cartas inéditas descubiertas en años recientes de la correspondencia que mantuvieron por veinticinco años Virginia Woolf y Lytton Strachey. Aquí juzgan con agudeza sus propias obras y las ajenas, se elogian y se trituran, intercambian chismes maliciosos, hablan del (mal) tiempo, cuentan anécdotas mordaces, se burlan de las extravagancias ajenas y examinan a sus ilustres amigos con miradas que oscilan entre el cariño y la crueldad. Por estas páginas desfila toda la intelectualidad británica en la primera mitad del siglo xx: Roger Fry, E. M. Forster, J. M. Keynes, Clive Bell, Duncan Grant, Bertrand Russell, Dora Carrington y T. S. Eliot, entre otras eminencias.

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El 22 de noviembre de 1906, la joven Virginia Stephen dirigió estas mesuradas líneas a un amigo de su hermano llamado Lytton Strachey: «Nos gustaría mucho verlo si pudiera venir algún día. ¿Le parece bien el próximo domingo hacia las seis de la tarde? Vanessa está mucho mejor y le encantaría conversar con usted». Veinticinco años más tarde (el periodo que cubre este volumen), ambos se alojaban en el olimpo cultural de Inglaterra. Él era célebre como feroz crítico de la era victoriana y autor de valiosos ensayos literarios e históricos; ella había escrito cuatro de sus grandes novelas (El cuarto de Jacob, La señora Dalloway, Orlando y Al faro); los dos brillaban con luz propia en el muy exigente y luminoso Círculo de Bloomsbury. Aquí juzgan con agudeza sus propias obras y las ajenas, se elogian y se trituran, intercambian chismes maliciosos, hablan del (mal) tiempo, cuentan anécdotas mordaces, se burlan de las extravagancias ajenas (la infortunada aristócrata lady Ottoline Morrell sale muy malparada) y examinan a sus ilustres amigos con miradas que oscilan entre el cariño y la crueldad. Por estas páginas desfila la flor y nata de la intelectualidad británica de la primera mitad del siglo XX: Roger Fry, E.M. Forster, John Maynard Keynes, Clive Bell, Duncan Grant, Bertrand Russell, Dora Carrington y T. S. Eliot, entre otras eminencias. La primera edición de esta amenísima correspondencia (1956) fue censurada por Leonard Woolf (esposo de Virginia) y James Strachey (hermano de Lytton) para no herir algunas sensibilidades entonces vivas. Al fin y al cabo, aquellas mentes tan afiladas no eran siempre benévolas. Jus publica por fin una versión íntegra en castellano que incluye varias cartas inéditas descubiertas durante los últimos años.

Virginia Woolf (Londres, 1882 - Lewes, Sussex, 1941) es una de las voces más destacadas de la literatura del siglo XX . Novelista, cuentista, ensayista y extraordinaria corresponsal, Woolf encarnó los valores de las primeras vanguardias literarias y, a través de sus escritos, reveló como nadie la consciencia femenina.

Lytton Strachey (Londres, 1880 - Ham, Wiltshire, 1931) fue el gran reformador del género biográfico a principios del siglo XX. Victorianos eminentes, Retratos en miniatura y, sobre todo, La reina Victoria, libros en los que satirizaba las costumbres y la moral victorianas, le valieron una enorme popularidad entre la crítica y los lectores en general.

600 libros desde que te conocí

TÍTULO ORIGINAL:Letters

© Malpaso Holdings, S. L.C/ Diputació 327, principal 1ª08010 Barcelonamalpasoycia.com

© de la traducción, Socorro Giménez

ISBN: 978-84-19154-54-5

2017, primera edición publicada gracias a The Estate of Virginia Woolf2023, segunda edición

Todos los derechos reservados.Queda prohibida la reproducción total oparcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,incluidos la reprografía, el tratamiento informático,la copia o la grabación, sin la previa autorizaciónpor escrito de los editores.

NOTA A LA EDICIÓN EN ESPAÑOL

La primera versión de esta correspondencia (1956) fue editada por Leonard Woolf y James Strachey, quienes suprimieron algunos fragmentos para no herir las sensibilidades de personas que aún estaban vivas. Aquí hemos repuesto los pasajes censurados. También hemos agregado nuevas notas o ampliado las escritas por los dos editores originales. Para ello hemos empleado varias fuentes, fundamentalmente la correspondencia completa de Virginia Woolf (editada por Nigel Nicolson y publicada por The Hogart Press), la de Lytton Strachey (editada por Paul Levy y publicada por Viking) y la edición francesa de estas cartas (preparada por Lionel Leforestier y publicada por Le Promeneur).

46 Gordon Square

Querido señor Strachey,

Jueves [ 22 de noviembre, 1906 ]

Nos gustaría mucho verlo, si pudiera venir algún día. ¿Le vendría bien el próximo domingo alrededor de las seis de la tarde? Vanessa está mucho mejor y le encantaría conversar con usted.1 Atentamente,

VIRGINIA STEPHEN

Trevose House

Draycot Terrace

St. Ives, Cornualles

Querido Lytton,

Miércoles [ 22 de abril, 1908 ]

El único papel de carta que se puede conseguir en el condado de Cornualles es este: el que llaman comercial. La verdad es que, si pudieras ver en qué circunstancias escribo cartas, te figurarías que soy una especie de moralista. Mi despacho es el comedor; hay un aparador, una aceitera y una caja de galletas de plata. Escribo sobre la mesa, después de haber doblado una esquina del mantel y quitado de en medio varios floreritos de plata. (Este podría ser el comienzo de una novela de John Galsworthy.) Mi casera, aunque ya tiene cincuenta años, es madre de nueve niños —alguna vez fueron once— y el menor es capaz de llorar el día entero. Si consideras que el cuarto de estar de la familia se encuentra junto al mío, y que tan solo nos separan unas puertas plegadizas —¿qué te parece esta última frase?—, comprenderás que me parece difícil escribir acerca de J. T. Delane, «el hombre». Recibí una larga carta con instrucciones de Smith.2 Me propone que resalte el lado humano, «su lealtad inquebrantable tanto a subordinados como a superiores; en una palabra: sus grandes virtudes humanas e intelectuales, las cuales», etc., etc. «No, mi querida señorita Stephen, no hay comparación, en lo que se refiere al auténtico interés humano, que es lo que la Cornhill Magazine busca, entre Delane y Abercrombie […] De verdad creo, querida señorita Stephen, que si usted pone cabeza y corazón en ello, conseguirá dejar su impronta en el mundo de la reseña».3 ¿Alguna vez has recibido un elogio como este?

Sin embargo, paso la mayor parte del tiempo a solas, con mi Dios, en los páramos. Esta tarde me senté durante una hora (quizá fueran diez minutos) en una roca y estuve pensando cómo debía describir el color del Atlántico. Tiene extraños destellos púrpura y verde, pero si uno los llama «rubores», introduce desagradables asociaciones con la carne enrojecida. Me temo que a ti te conmueve poco la naturaleza. Desde que llegué aquí, he visto un sinfín de cosas que valdría la pena apuntar: «la retama amarilla y el mar», los árboles recortados contra el océano, pero seguramente emplearía tantas palabras equivocadas que tendría que volver a escribir esta carta (como Clive).4 He leído una buena cantidad de libros, me parece. La criada mira con suspicacia tu Pascal. Ayer corté una rama de flores blancas y le pregunté qué era; me contestó que era espino. Por algún motivo, yo pensaba que el espino era rosa.

Me haría ilusión que me respondieras. Estoy tremendamente charlatana porque desde que te vi no he vuelto a hablar salvo para ponerme de acuerdo sobre lo que hay que cocinar.

Tuya,

v. s.

67 Belsize Park Gardens

Hampstead, N.W.

Querida Virginia,

23 de abril, 1908

Tu carta vino a consolarme en mi soledad, causada por un resfriado que ha retornado más virulento y nasal que nunca. Estoy probando el remedio desesperado de no moverme de la misma habitación. Estuve aquí todo el día de ayer y me quedaré hoy todo el día, y supongo que mañana, y así para siempre, agazapado contra una estufa de gas y lloriqueando y maldiciendo y bebiendo quinina. Esto sí parece el final de una novela de algún francés decadente. Prefiero a Galsworthy y estoy muy celoso de ti y de tu Cornualles, con su naturaleza que a mí tan poco me conmueve. Deberías ver la niebla y la lluvia que hay aquí ahora y sentir el viento frío que te cala hasta la médula. Pero me atrevo a decir que efectivamente lo sientes, pues tus descripciones me parecieron quizá demasiado literarias, con eso de la retama —¿de verdad la retama es amarilla?— y el espino blanco que debió haber sido rosa, y el Atlántico. Y, querida señorita Stephen, no me creo una palabra de lo que dices acerca del pobre señor Smith. Es una flagrante calumnia, un invento tuyo, y no me lo creeré hasta que lo vea escrito de su puño y letra.

El viernes pasado salí, en parte para recuperarme de mi resfriado; fui al Green Dragon en Salisbury Plain, donde estaban James, Keynes y otros, por las Pascuas.5 Por supuesto que regresé hecho trizas: los vientos más fuertes que puedas imaginar arrasando la llanura, mala comida, falta de asientos confortables. Pero, en general, me entretuve. Los otros eran Bob Trevy, Sanger, Moore, Hawtrey y un joven estudiante llamado Rupert Brooke —¿no es un nombre romántico?—,6 de mejillas rosadas y brillante pelo amarillo —suena horrible, pero no lo era—. Moore es un ser magnífico, y además canta y toca maravillosamente, así que las tardes resultaron agradables. Me hubiese gustado que estuvieras allí —tal vez disfrazada de otro estudiante—. ¿Te habrías muerto del aburrimiento? Hablamos de política menos de lo que imaginas, pero quizá las bromas te habrían parecido un poco pesadas —yo me reí muchísimo y, si en algún momento comenzaba a sentirme estúpido, podía contemplar el pelo amarillo y las mejillas rosadas de Rupert—. James también es una figura interesante: muy misterioso y reservado; a ratos increíblemente joven, a ratos inconcebiblemente viejo. Estuve todo el tiempo mirando por la ventana, esperando ver llegar a Adrian atravesando la llanura con sus calzas color lavanda, pero nunca apareció.7 ¿Sabes algo de él? Me pregunto qué aventuras tendrá en esas tabernas que frecuenta.

¡Ah, las aventuras! ¿Todavía se tienen en estos tiempos? Para mí tu carta fue una aventura, pero no se me ocurre otra, aunque creo que sí, cada tanto las tengo. ¿Y tú? ¿El Atlántico te basta? Muchas veces pienso que soy un hombre salvaje de los bosques y que tal vez sea incomprensible para la gente civilizada que vive en Cornualles y escribe sobre Delane, «el hombre».

Salí al frío para cenar y ahora estoy de vuelta, aterido y sintiéndome desgraciado, deseando no haber puesto un pie fuera de aquí, con la nieve que cae por la chimenea y gotea sobre el fuego. Me gustaría hablar con alguien. Sería maravilloso que vinieras ahora, sobre todo porque así podría explicarte exactamente qué quiero decir con eso de que soy un hombre salvaje de los bosques. Claro que en realidad no te lo explicaría nunca, pero aquí habría una silla para ti, y un poco de calor, y un poco de conversación. Mientras tanto, te imagino en tu comedor, oyendo a los hijos de tu casera e inventando cartas escandalosas del señor Smith. ¿O ya te has puesto con la descripción de Cornualles? Eso sería emocionante. Yo he estado leyendo nuevamente a Racine, con placer casi total. No ha habido jamás un artista más grande. Y escribe acerca de lo único sobre lo que merece la pena escribir, según mi opinión: el corazón humano.

«J’aimais jusq’à ses pleurs que je faisais couler.» [«Amé incluso las lágrimas que había hecho brotar.»]8 ¡Verdaderamente divino!

Se está haciendo tarde y debo irme a la cama. Esta carta partirá hacia ti mañana por la mañana. Me temo que es como la carta de un inválido. Me senté a escribirla tan pronto leí la tuya, así que tienes que responderme. ¿De verdad vives en un sitio llamado Trevose House? Tu letra es un poco confusa. Parece un nombre extraño.

Tuyo siempre,

G[iles] L[ytton] S[trachey]

Trevose House

Draycot Terrace

St. Ives, Cornualles

Querido Lytton,

Martes [ 28 de abril, 1908 ]

Tu carta fue un gran consuelo. Había comenzado a dudar de mi propia identidad: me imaginaba que era una gaviota y por la noche soñaba con estanques profundos de agua azul llenos de anguilas. Pero de pronto, ese mismo día, llegó Adrian, como una adusta figura salida de una saga del Norte —eso me pareció—: un explorador que hubiera viajado durante siglos con la barba congelada. Le habían caído encima nieve, lluvia y granizo, y cuando, hacia la tarde, recalaba en alguna granja solitaria, las mujeres se escondían detrás de la puerta y se recordaban a sí mismas que eran honradas. Algunas veces conseguían convencerse y él se veía obligado a caminar varios kilómetros más por la noche, luego de la travesía diurna. En cualquier caso, lo había pasado bien, había conocido a muchas personas ilustres y tenía muchas historias para contar. Luego vinieron Nessa y Clive con el bebé y la nodriza, y hemos estado tan domésticos que no he leído ni escrito nada. Mi artículo sobre Delane ha quedado abandonado a mitad de una página, así que, para responder a esa pregunta tuya «Pero ¿y qué pasa con “el hombre”?», será necesario que regreses —el sábado—; aquí tendrás tiempo de escribir y de aprender que mi b es así y mi v, así. Los niños son como el mismísimo diablo: alientan, me parece, las peores y más inexplicables pasiones de sus padres —y de su tía—. Cuando estamos conversando sobre el matrimonio, la amistad o la prosa, de pronto Nessa nos interrumpe porque ha oído un llanto, y entonces todos debemos intentar distinguir si el que solloza es Julian o el pequeñito de dos años [Quentin],9 que tiene un absceso y por lo tanto llora en una escala diferente.

Adrian volvió anoche a tomar té con S[idney-] T[urner], a cenar con S[idney-] T[urner] y a hablar de ópera con S[idney-] T[urner].10 Le envié un gran cazo de nata y espero recibir en cualquier momento una carta en latín ciceroniano: «¿Qué opinas de mi uso de cur [¿?] con el dativo, o te parece demasiado tacitano?». En cuanto a ti, me aterroriza lo que me cuentas sobre la congregación de intelectos en Salisbury Plain. Mi devoción por los jóvenes inteligentes me provoca una especie de parálisis mental, hasta el punto de que no puedo ni imaginarme lo que son capaces de producir en una conversación las mentes de todos los que nombras. ¿Tú sí puedes…? Yo no, ni por un momento. Una vez atisbé a Rupert Brooke en Newnham, inclinado sobre una baranda y mirando a la galería entre la señorita Reeves y algunos miembros de la Sociedad Fabiana.11

Vamos a ir a un sitio llamado The Gurnard’s Head esta tarde, pero ahora miro al cielo y ¡he aquí que llueve! Así que, en vez de salir, nos sentaremos junto al fuego, y yo diré cosas muy agudas, y Clive y Nessa me tratarán como a un monito adorable, y el bebé llorará. Seguramente Hampstead está cubierta de nieve, ¿cómo sigue tu resfriado? A mí me dio tortícolis después de mi paseo por las rocas, pero ya se me pasó.

Tuya siempre,

A[deline] V[irginia] S[tephen]

Fitzroy Square, 29, W.

Querido Lytton,

Martes [ 18 de mayo, 1908 ]

¿Podrías venir a tomar el té conmigo el jueves?12 Estoy tan miserablemente enfrascada en la ópera y la lengua alemana que creo que solo podré tener esa tarde libre, pero sería maravilloso si pudieras venir. Te alegrará saber que he estado ordenando mis libros: los huecos entre los libros son horribles.

Tuya siempre,

V. S.

Fitzroy Square, 29, W.

Querido Lytton,

[ 28 de julio, 1908 ]

Estaré en casa el jueves a las 16.30, encantada de que vengas. ¿Por qué te pones pedigüeño? Ese no es el Lytton que conozco.

El sábado me marcho a pasar un mes en el colegio teológico de Wells.

Tuya siempre,

A. V. S.

Milton Cottage

Rothiemurchus

Aviemore, N. B.

Querida Virginia,

24 de agosto, 1908

Hace algún tiempo le sugerí a Frank Sidgwick que publicara un libro con las cartas de Boswell. Él estuvo de acuerdo, me pidió que escribiera una introducción por la que me ofreció cinco guineas y me dijo que debía estar lista para el 15 de septiembre, a lo que me negué. Entonces me preguntó si conocía a alguien que pudiera hacer el trabajo. Acabo de escribirle sugiriéndole que quizá tú querrías, así que prepárate a tener noticias suyas.13 La paga me parece miserable, pero lo que terminó de disuadirme fue tener que hacerlo tan pronto. No puedo soportar la prisa y la preocupación: tengo que respirar. Últimamente apenas respiro, pero cuando lo hago es aire escocés, fresco y puro, lo que no es poco. Creo que llevo aquí unos quince días, luego de una semana horriblemente húmeda en Skye. Como lugar, esto es la perfección: aquí uno comienza a darse cuenta de que la naturaleza puede ser romántica y hermosa. Me paso el día entero contemplando lagos y escalando montañas, y las noches junto a una estufa de carbón, escribiendo cartas interminables a las que —me parece— nadie responde. ¿Tú estás en Gales? Si es así, quizá te encuentres con mi hermano James y un grupo de fabianos, pero no lo creo. Llegó carta de Clive, desde Wiltshire; me dice (entre otras cosas) que después de los de Catulo «y quizá algunos otros», mis poemas son los que le han gustado más. Eso es muy alentador. Supongo que ahora mismo él y Vanessa están jugando al bridge en algún pabellón de caza. Qué cosas más curiosas hacemos todos. Yo he estado leyendo a Voltaire, Vathek, de William Beckford, y a mademoiselle de Lespinasse, y creo que debería continuar con Darwin (Emma).14 ¿De veras te vas a Italia pasado mañana? Quelle joie! [¡Qué alegría!] Cuando estés entre tus olivos, piensa de tanto en tanto en este aterrorizado espectro que garabatea sin cesar y de cuyo fantasmal cerebro no dejan de brotar delirios en vano, ¡en vano!

Para mi imaginación algo arruinada, en este preciso momento tú eres una mujer de un sentido común sólido y firme. Yo desvarío y tú pides pastillas para el hígado. ¿Es así? Todo mi ser es tan débil y frágil que no se me ocurre ni una sola idea. Mi único consuelo es que mi salud, de hecho, es casi tolerable. Estoy bronceado por el sol y consigo digerir los alimentos. Escríbeme si puedes. Pippa y Pernel están en una casa a un kilómetro de aquí, y cientos de conocidos acechan detrás de cada arbusto.15 Los hay de todo tipo: condesas, primos del campo, criados marchitos y respetuosos, y jóvenes herederos de bienes raíces. Todos son sumamente repugnantes. Creo que haré una enciclopedia de todos ellos. Será muy voluminosa.

Tuyo,

LYTTON STRACHEY

 

Manorbier, Gales

Querido Lytton,

Domingo [ 30 de agosto, 1908 ]

No he sabido nada de Frank Sidgwick, así que supongo que debe de haber encontrado a alguien más. Sería maravilloso escribir la introducción de ese libro, pero no veo cómo podría acabarla a tiempo. Andaré vagando por posadas italianas, sin tintero, ni papel borrador, ni secante, ni —supongo— una sola novela francesa.

En fin, he pasado unas vacaciones deliciosas, entregada a la reflexión y a las bellezas naturales. Ni siquiera sé cómo conseguiré volver a salir a la superficie, o si lo haré hablando solo con monosílabos. No vivo muy confortablemente, pero he alquilado una habitación en otra casa, adonde me retiro a hablar entre dientes mientras leo a George Moore, y a exclamar «¡por Dios, qué hombre!» cuando leo a Racine. Aventuras no tengo ninguna, a menos que cuente como tal una correspondencia filosófica con Saxon [Sydney-Turner] acerca del estilo de la escuela holandesa de pintura. Él me envía un inventario de los muebles de su dormitorio y yo le respondo —es mi única defensa— con la metáfora más licenciosa posible. También me invitaron a pasar una semana con los Russell para conocer a Gilbert Murray y a su esposa; a Jane Harrison, F. M. Cornford y Mary Sheepshanks.16 Todo era demasiado rancio: no fui capaz de enfrentarlo. Sí, Clive habló bien de tus poemas, y por fin conseguí que Nessa me los diera. Están aquí, sobre la mesa, frente a mí, y los leo cuando me siento suficientemente pura. Sé que los elogios no significan nada para ti, ni mis rubores verdes, ni ninguna otra forma de adulación. Dices que soy una mujer firme y sensata, pues yo también tengo una imagen muy clara de ti: un potentado oriental en bata floreada.

Nessa y Clive parecen estar aburriéndose horriblemente en los Highlands, y no me extraña. Los escoceses son gente asombrosa. Me pasé la mañana esforzándome con unas escocesas, incluida tu pariente, la señora Grant de Laggan,17 y tuve que recurrir muchísimo a mi imaginación.

Ah, qué bendición sería dejar de escribir y, en cambio, recostarse en un viñedo y echarse uvas a la boca. Pero debo ir a hacer las maletas, mañana parto para Londres.

Tuya siempre,

V. S.

67 Belsize Park Gardens

Hampstead, N.W.

Querida Virginia,

27 de septiembre, 1908

No tengo idea de si esta carta te llegará. [Sydney-]Turner murmuró algo acerca de Voltaire,18 así que estoy disparando al azar. No tengo otro motivo que las ganas de conversar y, como supongo que estarás por regresar muy pronto, no hay muchas probabilidades de que respondas.

Volví hace cosa de una semana a la vida londinense y ya estoy sumergido en ella. La encuentro muy sombría y brumosa. Por supuesto, ya fui a ver dos obras, y al Simpson’s, por no mencionar la London Library y la redacción del Spectator. Me he gastado varios chelines en taxis y ahora estoy escribiendo una crítica de los ensayos de Swinburne sobre los isabelinos.19 ¿Verdad que mi vida es aburridísima? A ti, en cambio, te imagino exultante en la Place de la Concorde. ¿Es bella u horrible? Hace unas semanas, en Escocia, por un momento pensé que me gustaría estar en París, pero no he vuelto a sentirlo, y ahora pienso que me echaría a llorar si me despertara y me encontrara en el Pont Neuf. Sería un consuelo si vosotros aparecierais: vosotros tres, elegantes, yendo hacia el Louvre en un taxi. Pero seguramente por pura desgana os dejaría pasar de largo.

Hay momentos —en [Hampstead] Heath, por supuesto—, en los que me parece ver la vida directamente, como un todo, pero solo son momentos; por lo general no logro entender nada. Tengo la impresión de que a ti no te resulta tan difícil. ¿Será porque tú eres una virgen, una Virginia? ¿O será porque desde las alturas donde tú te encuentras es posible sortear las dificultades? Ah, ¡hay tantas dificultades! ¡Tantas! Quiero escribir una novela sobre un lord canciller y su hijo malcriado,20 pero me es del todo imposible pensar ni remotamente en una trama, y además ¡el público británico! Oh, querida, ¡vámonos todos a las Islas Feroe y olvidémonos de la existencia de Robin Mayor y de la señora Humphry Ward,21 bebamos ponche de ron por las noches y vivamos felices para siempre! Es un auténtico escándalo que no podamos hacerlo. Vanessa cocinaría para nosotros. ¿Por qué no? Pero antes debes volver a Londres.

Siempre tuyo,

LYTTON STRACHEY

No puedo escribir a esta dirección sin enviar mis respetos al fantasma del querido viejo esqueleto.22 ¿Se los darás? ¿Ya lo has visto?

Fitzroy Square, 29, W.

Querido Lytton,

Domingo [ 4 de octubre, 1908 ]

Fue encantador recibir carta tuya en París. Regresamos hace dos o tres días —Adrian acaba de volver—,23 y hablamos de conciertos y reseñas y de Saxon hasta las 3 de la madrugada: ya hemos vuelto a la rutina. Pero el viaje fue muy satisfactorio y finalizamos en París con una semana de una moderada vida social bohemia. Bebimos inmensas cantidades de café y nos sentamos afuera, bajo la luz eléctrica, a conversar sobre arte. Me gustaría que fuesemos diez años más jóvenes, o veinte años más viejos, y pudiesemos contentarnos con nuestro brandy, y cultiváramos los sentidos. Pero, a decir verdad, a veces pensaba en otras cosas: novelas y aventuras. ¿Por qué no acabas tu novela? Deberías hacerlo. Las tramas no importan, y en cuanto a pasión, estilo e inmoralidad, ¿crees que podría tener más? ¿Has estado ocupado con la literatura inglesa todo este tiempo? Tengo que comprar el Spectator.24 Siento como si quisiera leer bibliotecas enteras, pero por supuesto no lo haré. Mi silla está rodeada de libros y ni siquiera los cojo. Adrian acaba de contarme un sueño que tuvo, en el que viajaba durante cuarenta años con el Eremita del Mar Muerto:25 era Saxon.

Tuya siempre,

A. V. S.

Penmenner House

[ The Lizard ]

Querida Virginia,

17 de noviembre, 1908

Son las diez. Me pregunto dónde estarás en este momento; quizá en Gordon Square.26 Parece absurdo que no estéis todos aquí, sentados en torno al fuego, como de costumbre. Imagíname en una extraordinaria soledad, dispuesto a vender mi alma por un poco de conversación. Cuánto tiempo lo soportaré, no tengo ni la menor idea. Ya ha habido momentos, en estas largas noches, en los que tiemblo, pero Saint-Simon me sostiene, maravilloso como siempre. Ah, ¡madame de Chaulnes!; ah, ¡le président Harlay! (una y mil veces); ah, ¡mademoiselle Choin!; ah, ¡les parvulo de Meudon