A escondidas - Iban Zaldua - E-Book

A escondidas E-Book

Iban Zaldua

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Beschreibung

¿Cómo puede una persona imaginar que lee para conciliar el sueño mientras es imaginado por otra que trata de dormir?, ¿qué suerte corre un grupo de gudaris durante la Guerra Civil?, ¿cuándo sobrevivió Kafka a su propia muerte?, ¿por qué la clave de toda una vida puede estar en una caja de gusanos de seda?, ¿qué sucede cuando se planifica el fallecimiento de uno mismo en una red social? Nostálgico, irónico, brillante siempre, Iban Zaldua manipula cualquier realidad hasta esconderla ante nuestros ojos, proponiéndonos la pasión por la escritura y por la lectura como un viaje hacia una ficción fantástica donde todo es posible. Una mecánica de prestidigitador que distorsiona tiempo y espacio, un engranaje narrativo que nos permite observar lo cotidiano desde lo insólito, asombrados, conmovidos, tal vez como miramos la vida, A escondidas.

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Iban Zaldua

Iban Zaldua, A escondidas

Título original en euskera: Inon ez, inoiz ez

Primera edición digital: noviembre de 2023

ISBN epub: 978-84-8393-701-3

© De los textos y la traducción del euskera: Iban Zaldua, 2023

© De la traducción de «Discutiendo conmigo mismo»: Mikel Iturria, 2023

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2023

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

Colección Voces / Literatura 350

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

Balbuceo del ser al no ser. El texto tiene que ser mero trasunto de esa elaboración escondida. Sacar algo del caos es, claro, traicionar ese caos. La sangre hecha cuento. La oscuridad hecha luz. La vida hecha palabra. (…) Pero es el único instrumento que tenemos. Y, aunque de carácter tan diferente a aquello sobre lo que opera, a la larga inyecta vida en la vida –otra clase de vida–, la rectifica, y nos salva de su ahogo.

Carmen Martín Gaite

Escúchenme −exclamó Syme con extraordinaria intensidad− ¿Quieren que les diga el secreto del mundo todo? Es que solo hemos conocido la espalda del mundo. Lo vemos todo por detrás y todo parece brutal. Eso no es una nube, sino la espalda de una nube. ¿No se dan ustedes cuenta de que todo se inclina y oculta un rostro? Si pudiéramos ponernos delante…

Gilbert Keith Chesterton

Castañas

Las castañas, para mí, son el otoño. Ni el descenso de las temperaturas, ni el regreso de la lluvia, ni siquiera el comienzo del curso: la primera vez que piso en la calle una castaña pilonga o un erizo de castaña, decido que ya ha llegado el otoño y me preparo para esos meses, algo oscuros, que en nuestra ciudad duran por lo menos hasta mayo.

Uno de los pequeños placeres de la vida: dar patadas a los frutos recién caídos de los castaños de Indias. Impulsar una a lo largo de toda una calle del casco viejo, como si fuéramos un Cruyff o un Messi cualquiera. O hacer lanzamientos desde lo alto de una cuesta, alternando el pie derecho y el izquierdo, a ver hasta dónde llega la pelotita, teniendo mucho cuidado, cómo no, de que no haya nadie escaleras abajo. Las primeras horas de la mañana, al salir hacia el trabajo, son las mejores para este ejercicio, siempre que no se vaya con el tiempo justo, claro está.

Hoy mismo me he encontrado una en el cruce entre las calles Francia y Arana, grande, recién salida del erizo. Había bastante gente en la calle; al principio le he dado unas pataditas suaves, discretas, tratando de pasar desapercibido. Llegado a la explanada del museo, he desviado la castaña pilonga hacia la izquierda, y la he lanzado más lejos, con fuerza; he logrado llevarla bastante recta. Al final de la plaza, después de cruzar el paso de cebra, he continuado por el carril bus: he tenido que saltar a la acera un par de veces, abandonando por un momento la castaña, pero los vehículos que le han pasado por encima –un autobús y un taxi– no la han movido ni un solo milímetro.

Todo ha ido bien hasta que he entrado en la calle Paz. Allí, después de un lanzamiento un poco largo, otro tipo le ha dado una patada a mi castaña, y nos hemos enzarzado en una lucha sin piedad. No podemos correr demasiado, porque la avenida está llena de gente, y hemos hecho uso de todos los trucos posibles para quitarnos mutuamente la castaña. Al principio me las he arreglado bien, pero sus tiros se han ido haciendo cada vez más certeros, quizás porque yo estaba ya algo cansado, y se ha empezado a imponer. Cuando hemos llegado al Corte Inglés me he dado cuenta de que quería cruzar al otro lado de la calle y alejarse de la dirección que yo llevaba. No se lo podía permitir. La castaña se ha quedado en medio del asfalto, el semáforo está en rojo, pero no hay alternativa, tengo que intentarlo; noto que él también viene tras de mí.

No sé si la camioneta me ha atropellado a mí solo o a los dos. Aquí al menos no hay ni rastro del otro tipo, ni tampoco de nada que se parezca a una calle o a un camino, pero, por si acaso, yo sigo dándole patadas a la castaña, lejos, cada vez más lejos.

Cuando me prohibió leer en la cama

Cuando me prohibió leer en la cama supe, con certeza, que las cosas andaban mal entre nosotros. No fue demasiado brusca –Elena jamás se muestra brusca– y, por supuesto, no mencionó para nada los libros.

–Preferiría que no encendieras por las noches la luz de la mesilla. Cuando lo haces me despiertas, pierdo el sueño, y luego me cuesta mucho volver a dormirme.

No podía saber si es que la noche anterior la había despertado y, por lo tanto, seguía molesta conmigo, o si venía de mucho antes. Elena no me lo dijo en el momento en que, como solía, encendí aquella luz, sino al día siguiente, mientras estábamos comiendo tranquilamente. Antes de que pronunciara esas dos frases estábamos hablando de la complicada situación política en Navarra –la situación política siempre es complicada en Navarra–, y de la crítica que le habían hecho al concierto de The Armida Quartet. Pensándolo bien, estoy casi seguro de que dio comienzo a su intervención con un «por cierto…».

–Por cierto, preferiría que no encendieras por las noches la luz de la mesilla. Cuando lo haces me despiertas, pierdo el sueño, y luego me cuesta mucho volver a dormirme.

Yo no dije nada y, después de unos segundos, Elena continuó.

–¿Has leído la reseña que le hicieron al ensayo del otro día? Ese tío no tiene criterio.

–¿Qué reseña? –le contesté, alterado aún por la pequeña epifanía de la que acababa de hacerme consciente.

–La que viene en el suplemento cultural del periódico, ya sabes.

–Ah. No, no la he leído.

Elena y yo llevábamos quince años viviendo juntos y, hasta entonces, todas las noches, al acostarme, realizaba el mismo ritual: ponerme el pijama, meterme entre las sábanas, encender la lámpara de la mesilla, elegir un libro de la pila junto a la lámpara, y leer unas páginas, hasta que me vencía el sueño. Llevaba toda la vida haciéndolo, desde que era pequeño. Mis padres también trataron de quitarme la costumbre, pero yo, en cuanto apagaban la luz del dormitorio, me daba la vuelta, reptaba bajo el edredón hasta los pies de la cama, lo levantaba un poco y, aprovechando el pequeño rayo de luz que llegaba desde el pasillo, seguía leyendo los tebeos de El Jabato o de Spiderman, hasta que se me cerraban los ojos. Según mi madre, ahí estaría el origen de mi elevado número de dioptrías, aunque, en mi modesta opinión, es una teoría débil, teniendo en cuenta el gran porcentaje de miopes en nuestra familia. En todo caso, Elena se va a la cama antes que yo, por razones laborales, y, para cuando voy a nuestro cuarto a acostarme, ella ya suele estar dormida. De vez en cuando su cuerpo hacía un movimiento al encender yo el flexo, pero por lo general seguía durmiendo como un tronco mientras yo leía mi libro, o eso había creído hasta entonces.

Por primera vez en quince años Elena me hacía saber que mi costumbre le molestaba. Y yo me preguntaba si había sido así desde el principio, o su petición era consecuencia de algún tipo de cambio repentino. Tanto en un caso como en otro solo se me ocurría una explicación: que Elena ya no me quería. Si le molestaba desde siempre, porque mientras me amó fue capaz de soportar ese pequeño inconveniente –al contrario que a partir de entonces– y, en el segundo caso, porque aquel cambio inesperado no podía ser más que la señal de algo más profundo –¿y qué puede ser más profundo e inevitable que el fin del amor?–.

Yo, sin embargo, vivía feliz con Elena, tan enamorado como el primer día. No le dije nada. En parte, porque me daba vergüenza, pero, sobre todo, porque con Elena no hablaba –no se hablaba– de estas cosas. Recurrí a Josean. Además de ser mi mejor amigo de toda la vida, sabe mucho de estas cuestiones, porque se ha divorciado ya dos veces. Siempre me decía que lo nuestro no era normal; que Elena y yo teníamos que tener alguna crisis en alguna ocasión; que lo que yo le contaba no tenía ni pies ni cabeza, que había algo más ahí oculto, en las cloacas de nuestro amor –la expresión es suya–. Lo cierto es que yo no tenía mucho que comentar sobre nuestra relación de pareja, y cuando quedaba con él era a mí, sobre todo, a quien le tocaba escuchar sus prolijas y complicadas historias.

No diría que Josean se alegró cuando le expliqué lo que me había pasado –un amigo no se puede mostrar contento ante algo como eso–, pero casi. Se sumó a mi interpretación sin dudarlo –«Estás en lo cierto, algún problema hay con esa mujer; ya te lo decía yo»–, y también a la hipótesis de que aquello venía de largo. «Ya sé que no te gustará oír lo que voy a decirte, pero es posible que haya llegado el momento de que toméis cada uno un camino diferente». Sé que con su experiencia, sus dos divorcios y todo eso, no es de extrañar que Josean tenga propensión a sugerir soluciones más bien drásticas, pero creo que le dirigí una mirada como mínimo descalificadora y, quizá por ese motivo, pasó a hablar de otro de sus temas preferidos: el de los hijos.

–Si hubierais tenido hijos, no estaríais en esta situación.

Josean siempre me ha insistido con los hijos: nunca ha entendido por qué Elena y yo no hemos querido ser nunca padres, con lo enriquecedor que es tener niños; suele decir que una familia no es familia si no hay herederos. Yo le recordaba que el hecho de que Elena y yo no hubiéramos tenido hijos era fruto de la casualidad. Que cuando Elena lo planteó por primera vez, no era buena época para mí, por cuestiones de trabajo; y que al cabo de unos años, cuando fui yo quien propuso que revisáramos la decisión, unos problemas de salud que sufrió Elena nos impidieron llevarlo a cabo. Cuando aquello se arregló, lo intentamos durante algún tiempo, quizá sin muchas ganas y no muy conscientemente. El caso es que no conseguimos que Elena se quedara embarazada. Al final, entramos en los cuarenta y lo dejamos, sin más; la posibilidad de la adopción ni siquiera se discutió. Reconozco, sin embargo, que lo de los niños siempre me ha dado un poco de miedo, me parece muchísima responsabilidad. Siempre he pensado, por ejemplo, que sería muy fácil que se me perdiera un hijo o una hija, en la ciudad, en el monte o en la playa, y que no sabría qué hacer si algo así llegara a ocurrirme.

De cualquier manera, nunca he entendido muy bien la insistencia de Josean con los hijos, ni la relación que puede existir entre los hijos y la perdurabilidad del amor. Tener tres hijas –dos con su primera mujer, una más con su segunda– no le libró de sus divorcios, precisamente.

–Pero mi caso no es comparable, hombre; estamos hablando de vosotros, de ti y de Elena. Te lo digo en serio: si hubierais tenido un par de críos andaríais demasiado ocupados para darle vueltas esas tonterías de «me quiere/no me quiere».

–¿Y Elena me dejaría leer por las noches?

–No tendrías siquiera necesidad: en cuanto te metieras en la cama caerías como un muerto. Por lo menos los primeros años.

Lo de los niños no era lo que más me preocupaba en esos momentos; fue algo que Elena y yo vivimos sin especial dramatismo, y si tenía alguna relación con lo que nos pasaba, suponía que sería muy lejana, o uno más entre otros muchos factores. Lo que me preocupaba de verdad era la prohibición de leer en la cama, y lo que eso pudiera significar.

Porque no sabía qué hacer. Dicho con brevedad, no creía que fuera a ser capaz de dormirme sin haber leído antes un poco en la cama. El primer día después de que Elena me pidiera aquello me quedé hasta muy tarde en mi estudio, leyendo en el sillón, confiando en que las ganas de dormir me vinieran allí, para así poder ir directo a la cama. Tuve el buen tino de coger de mi mesilla uno de esos libros que exigen mucha atención, una colección de ensayos de Walter Benjamin, que siempre se me ha resistido un poco, y pareció funcionar, porque a la media hora de haber empezado ya se me estaban cerrando los párpados. Pero para cuando llegué a nuestra cama, la somnolencia se me había pasado; saber que a mi lado tenía una mesilla repleta de libros, tan tentadora, y que no podía encender la pequeña lámpara para tomar uno de ellos y leer unas pocas páginas, me sumió en la desesperación al cabo de unos minutos. Me levanté de nuevo, volví a mi cuarto y me tragué tres o cuatro apartados más de Benjamin, sin entender gran cosa; cuando empecé a sentir una especie de mareo regresé a la cama, pero, una vez más, fue inútil: no había manera de que me durmiera. Aunque oía con claridad los ronquidos de Elena, ni se me pasó por la cabeza encender la luz de la mesilla: las prohibiciones de Elena son inapelables y, por otra parte, ¿qué prueba mayor de la perdurabilidad de mi amor podía ofrecerle a Elena, que la obediencia ciega?

No pegué ojo en toda la noche. El día siguiente lo pasé fatal, pero cuando Elena me preguntaba qué tal, porque me veía mala cara, le respondía que estaba bien. Aquella noche intenté hacer lo mismo, equipado con un volumen de Martin Heidegger, pero tampoco funcionó: pasé otra noche entera en blanco. Durante el día me quedaba medio dormido en cualquier sitio, con los problemas que eso me acarreaba –en el trabajo, sobre todo–, pero cuando llegaba la noche, sin mi lectura en la cama, era incapaz de dormirme. Aunque por principio soy contrario a los somníferos –me dejan muy atontado al levantarme–, hice varios intentos con Foretraumil y Orfidal, hasta llegar a la dosis máxima que recomendaban los prospectos, pero ni siquiera así lo logré. Se me pasó por la cabeza plantearle a Elena que durmiéramos en habitaciones separadas; al fin y a la postre, es algo que hacen muchas parejas. Pero, por otra parte, me parecía que supondría confirmar el fracaso de lo nuestro, es decir, un paso más en el camino que me haría perder para siempre a Elena, y yo todavía abrigaba esperanzas de recuperar su amor, de que todo volvería a ser como antes: que Elena me querría de nuevo, y que al irme a la cama tendría otra vez la posibilidad de seguir leyendo.

Cuando estaba a punto de confesarle a Elena cuál era mi problema, a Josean se le ocurrió una idea.

–Tienes que usar la imaginación, muchacho. Si antes de dormir te es indispensable leer un poco, métete en la cama, siéntate como si fueras a leer y, sin encender la luz, imagínate, con el máximo de detalle posible, que estás leyendo un libro.

No perdía nada por intentarlo, y así lo hice aquella noche. Tal y como comprendí pronto, no era fácil imaginarse algo así. Al principio me costó concentrarme; cerré los ojos en la oscuridad y lo primero que hice fue reconstruir el lugar en el que estaba: nuestra cama con su edredón de cuadros; la mesilla de noche con su montón de libros y todas y cada una de las palabras y los colores que mostraban sus lomos; la lamparita de diseño estilo años 70; la perspectiva de la habitación que se ve desde esa posición, para cuando alzara los ojos de las páginas que iba a leer en mi imaginación.

Después de haber hecho todo eso, y no fue nada fácil, quedaba lo del libro. No podía ser un libro que ya había leído, porque no podría recordar con exactitud todas sus frases y sus palabras. Y lo mismo con cualquier libro que no hubiera leído todavía: no podría soportar leerlo después y no encontrar allí las palabras que imaginé, pues, de eso estaba seguro, no podría resistirme a la tentación y, fuera el que fuera, leería al final ese libro, para contrastarlo con lo imaginado.

Lo único que podía hacer, por lo tanto, era ir inventándome un libro nuevo a medida que me imaginaba que lo leía. Lo primero que hice fue darle forma; sería de tapa dura, y la cubierta sería de color y tacto suaves, como los de la colección principal de la editorial Siruela. El papel de las páginas sería algo más grueso que el habitual, no blanco del todo, sino de un tono tirando a crema, y el texto de tamaño mediano, como para no cansar demasiado la vista. Una vez decidido todo eso, el texto fue llenando todas esas páginas que estaba ideando.

No me extrañó que una de las protagonistas de la novela se llamara Elena, ni tampoco cuando supe que el narrador, el marido de dicha Elena, cuyo nombre no se mencionaba, al menos al principio, no podía ser otro que yo mismo. Sé bien que tengo una imaginación muy limitada. Alguien podría pensar que me aburriría con una historia que partiera de esa base, y al principio eso es lo que me pareció a mí también, cuando leí las primeras líneas y supe que aquello iba a ser un relato sobre nuestra relación de pareja. Pero no me preocupó, porque mi objetivo no era, por descontado, divertirme, sino llegar a leer un poco en la cama, para dormirme cuanto antes.

Además, el libro no describía nuestra vida con exactitud, sino una versión un poco diferente, y eso despertó mi interés. Tal y como descubrí en la segunda página, en la novela teníamos hijos, dos, muy ruidosos: Mikel y Maddi, de seis y tres años respectivamente; atribuí su aparición a las conversaciones que había tenido con Josean, y seguí leyendo aquella obra de estilo hasta el momento neocostumbrista, sin abrir los ojos. Dejando a un lado los cambios, no pequeños, que habían supuesto los niños, lo que allí se describía no se alejaba mucho de nuestro día a día. Elena trabajaba como alto cargo en una multinacional, y el narrador, al igual que yo, en una oscura oficina municipal, muy a propósito para incluir episodios de carácter kafkiano. Sonreí al leer que mi alter ego, al irse a acostar, tenía la ineludible manía de leer un poco algún libro.

Sobre aquel escenario lleno de cotidianeidad flotaba, sin embargo, la sombra de una amenaza, y eso me impulsó a seguir leyendo. Me había pasado otras veces, desde luego: haberme metido a la cama con un libro muy interesante en las manos, y tener que leerlo hasta el final, sin preocuparme de la hora a la que apagaría la lamparita de la mesilla. Pero aquella noche, mientras leía con mi imaginación aquel libro que no existía con la sola intención de conseguir dormirme, era todo un sinsentido. Aun así no abrí los ojos, por si acaso, no fuera a hacer desaparecer el libro de mi cabeza, y me resultara imposible recuperarlo.

Y enseguida ocurrió, en el tercer capítulo, la desgracia que estaba temiendo. El narrador había llevado a sus hijos a la playa. El mar estaba embravecido, pero los pequeños Mikel y Maddi estaban jugando, prudentes, en la arena, cerca de la orilla. El narrador, sumido en sus pensamientos, los perdió de vista apenas medio minuto, pero cuando volvió a poner su atención en la playa no vio a la pequeña. Empezó a buscarla entre los demás veraneantes; su hermano, concentrado en la construcción de un castillo de arena, no se había enterado de nada. Después vinieron las llamadas y los gritos, y la preocupación de la gente, y las preguntas, y sus respuestas, la descripción que tuvo que proporcionar de la niña a unos y a otros. En los puestos de socorro no sabían nada de una niña perdida. Tampoco había manera de estar seguro si las olas, que rompían con fuerza en la orilla, se la habían tragado, se había alejado sin más, o si alguien se la había llevado: nadie había visto nada. Había desaparecido.

Y no la encontraron: la novela no aclaraba si se había tratado de un secuestro, o la niña se había ahogado en el mar. Aquella desgracia causó una crisis profunda en la pareja que formaban el narrador y su mujer, y el libro se convertía en la crónica de una amarga desintegración, pues la mujer culpaba a su marido de lo sucedido. El ambiente era obsesivo; las descripciones de los sentimientos y las situaciones, descarnadas. No me sorprendió que, en aquel ambiente de enemistad cada vez más profunda, Elena prohibiera leer en la cama a su marido, pese a las mayores dificultades que él tenía para conciliar el sueño.

El hombre no podía dormirse sin leer antes, aunque fuera unos minutos, tumbado en la cama. Tal y como hice yo, intentó remediarlo de diferentes maneras, sin éxito. Al fin, y tal y como me esperaba, empezó a visualizar, con la luz apagada, que leía un libro. En un principio le costó concentrarse; tuvo que cerrar los ojos, en medio de la oscuridad, y trató de reproducir el lugar en el que se encontraba: la cama y su edredón gastado; la mesilla con la pila de libros y sus lomos llenos de letras y de colores distintos; la lamparita comprada en Ikea; la perspectiva que se veía desde aquel punto de la habitación, para cuando tuviera que alzar los ojos de la página que estaba leyendo. Luego, empezó a imaginarse el libro en sí. Apenas se sorprendió cuando leyó que el nombre de una de las protagonistas era Elena, ni cuando se dio cuenta de que el narrador, el compañero de aquella Elena, no podía ser más que él.

Los dos militaban en el mismo grupo armado y, junto a ellos, en el piso franco que compartían, vivían otros dos activistas, Mikel y Maddi. La novela transcurría casi por completo entre aquellas cuatro paredes, y el ambiente era asfixiante. Elena y el narrador hacían vida de pareja en el lugar, lo que causaba frecuentes tensiones en el seno del comando. El único refugio del narrador en aquella situación tan tirante era, cómo no, la literatura; sobre todo los libros que, con gran placer, leía en la cama antes de empezar a dormir.

A partir de un momento dado las cosas empezaron a torcerse: a consecuencia de un mal cálculo, mataron en una acción armada a una niña de tres años. La policía los buscaba por todas partes, y los miembros del comando no se atrevían a salir del piso franco. Pasaron días y días allí, escondidos como topos. En ese instante, el narrador de la novela que yo estaba leyendo, aunque tampoco había olvidado que su objetivo era quedarse dormido, decidió seguir leyendo. Y yo hice igual.