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En el Madrid de los primeros años del siglo XX se mezcla la aristocracia, el artisteo y el folclore en los tablaos y cafés, llenándose de la algarabía de los golfos, la melancolía de los bohemios, la petulante educación de la nobleza venida a menos y el derroche de los burgueses. Un pintoresco popurrí que se presta a habladurías y cotilleos. Son los personajes que protagonizan esta novela fiel reflejo de esa mezcla, destacando el triángulo amoroso formado por la condesa Monreal, Willy, el escultor, y Lucerito Soler. Pero, por encima de todo, la decadencia, la demolición del ser humano por vía de la pérdida de su estatus y su riqueza, destrucción que puede tocar hasta a los más poderosos, transformándoles en caricaturas de lo que una vez fueron, traicionados, vilipendiados y convertidos en foco de risas y bromas de mal gusto. Antonio de Hoyos y Vinent en A flor de piel le hace el amor al lenguaje en cada descripción, adentrándose en el terreno de la sensualidad y el deseo más mundano con elegancia. Desata la crudeza de la traición y el olvido, del poder del dinero y la capacidad del ser humano de ser interesado y cruel, sin importar los años ni la cercanía. Una historia que te enganchará desde la primera página y que saborearás hasta el final, como se degustan los manjares más deliciosos. Prólogo y relato original de Carlos Venegas Además de la obra, revisada y enriquecida con notas a pie de página, se acompaña de un prólogo y un relato original de Carlos Venegas, un relato basado en la relación de dos de los protagonistas de la novela, Lucerito y Willy, un fragmento que profundiza en su adictiva relación y explica algunos porqués de la obra.
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Seitenzahl: 328
Veröffentlichungsjahr: 2022
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© Antonio de Hoyos y Vinent, A flor de piel
Biblioteca Nacional de España
Edición original CDU: 821.134.2-31"19"
© Autor: Hoyos y Vinent, Antonio de, ca. 1885-1940
© Edición 2021: El Salto Editorial
© Imágenes de cubierta: Freepik
© Imagen de contraportada: Autor desconocido. Fotografía publicada en 1914 para la presentación de su obra Oro, seda, sangre y sol y la traducción al francés El pecado y la noche.
Adaptación y actualización de la obra: Carlos Venegas Parra
Basado en la 1ª edición de Ramón Sopena
Fecha de publicación de la 1ª edición: [192-?]
© Título del relato: El lucero del Diablo
© Autor relato: Carlos Venegas Parra
© El Salto Editorial
https://elsaltoeditorial.com
Avda. de la Alameda 1, Escalera 3, 1º-3
14005 Córdoba
e-mail: [email protected]
© Diseño de cubierta: CaryCar Servicios Editoriales
© Maquetación: CaryCar Servicios Editoriales
ISBN EBOOK: 978-84-18719-09-7
ISBN-13: 978-84-18719-12-7
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo o por escrito del editor.
La decadencia tiene mil rostros y todos y cada uno de ellos nos restan vida. Ver cómo nos marchitamos por la vejez o cómo nuestros sueños se van quedando en el camino hasta avocarnos al mayor de los fracasos, una vida de éxito arruinada de la noche a la mañana o la mayor de las corduras llevada hasta el abismo de la locura. El amor, la ambición, la obsesión, el vicio, la noche… son tantas las notas de esa melodía que siempre se podría escribir una buena ópera a su alrededor, y todas con el plus de teatralidad de un buen melodrama aristocrático o burgués. No me malinterpreten, desgraciados podemos ser todos, pero en aquellos hay cierto halo de mitológico, de ocaso de los dioses. El brutal descenso al Averno.
Hay tantos temas que abordar en esta obra que a veces resulta complicado encontrar una secuencia de prioridades. Una buena forma de empezar podría ser como lo hace la novela, con la noche madrileña que reunía en teatros, tablaos y cafés a lo más variopinto de la sociedad de la época. Las celebridades se unían a los aristócratas y la cultura bohemia con el más rancio abolengo. Una gitana, un torero, una dama y un dandi… por soltar a vuelapluma. ¿Qué podría unir a tan dispares personajes sino la noche? Cada uno allí por sus talentos, unos sin pesar su pobre educación sobre el éxito y otros pesando demasiado su raigambre sobre su condición real. Son buenos mimbres estos para una historia, de eso no cabe duda.
Y en ese popurrí nos encontramos la avaricia, el descaro, la sexualidad, el erotismo, la indecencia, la candidez, el amor tóxico o la falta de conciencia. El erotismo de una gitana de pobre educación y mucho bagaje para su edad frente al puritanismo casi monacal de la educación de una dama de alta alcurnia. Y en medio un escultor, un dandi sin escrúpulos capaz de enamorar hasta las trancas a la incauta (y casada) y dejarla en la estacada por la analfabeta sensualidad febril de una talentosa joven bailaora de belleza casi irreal y una capacidad innata para volver locos a los hombres. Sin decoro ni vergüenza, y mucho menos empatía, por la mujer a quien pisa su dignidad y altivez en público. Una suerte de femme fatale a la española, sin el glamour de las de allá, pero, como diría la gran Lola Flores, con poderío.
Hay toques de esa chulería canalla cañí que se desplegaría en el Madrid de mediados del siglo XX en los diálogos de copa y vino, del machismo estructural de alta cuna, de la sensación de libertad de los más humildes y de cómo esa libertad –mal vista por la parte «decente» de la sociedad– puede engatusar cuando el talento hace que la figura crezca en la sociedad y gane notoriedad.
El interés, la ambición, la seducción, el deseo y la desgracia caminan de la mano por el primero de los libros de los tres en que se divide la obra. Centrada la escena en el triángulo amoroso que forman Lina Monreal, la gitana Lucerito y Willy, pero dejando pinceladas de varios personajes que en esta parte son comparsa, pero que se convertirán en principales en el segundo acto. Y es que el segundo de los libros se adentra en las miserias de la aristocracia, tan cargada de materialismo y tan falta de alma. Un alma que solo parece entreverse cuando asoma la desgracia, capaz de igualar a todo ser humano, y que demuestra la falsedad y la crueldad de una rama de la sociedad absolutamente clasista y elitista, que no tiene ningún tipo de vergüenza en echar a los perros a cualquiera de sus miembros que presente alguna debilidad manifiesta o que se hayan visto salpicados por el escándalo. Las mujeres aristócratas vivían del escándalo. Cuanto abrían disfrutado de las redes sociales de hoy. Habrían hecho verdaderas sangrías a golpe de Twitter y Tik Tok.
Pero no quiero darles demasiados detalles que puedan ensombrecer la maravillosa experiencia que nos ofrece un autor que le hace el amor al verbo en cada descripción. Un amante entregado al detalle y al exceso, barroco en ocasiones, que le proporciona tener un dominio del lenguaje tan amplio. Dedicando guiños continuos a la cultura francesa, no es casual que el Decadentismo procediera del país vecino, y un conocimiento del medio que solo se puede obtener por experiencia propia. Y la experiencia la tenía toda, por cuna, educación y estilo de vida, como podrá comprobar en las líneas que dedicamos a su biografía.
No quiero extenderme más, querido lector, y paso a dejarles abrir las puertas de esta maravillosa obra, un caramelo delicioso que estoy seguro que devorarán y disfrutarán como yo lo he hecho.
Carlos Venegas
El editor
A Flor de Piel
Antonio de Hoyos y Vinent
Publicado: 1920
Épigraphe pour un lyre condamné
Lecteur paisible et bucolique,
sobre et naïf homme de bien,
jette ce livre saturnien,
orgiaque et mélancolique.
Si tu n'as fait ta rhétorique
chez Satan, le rusé doyen,
jette! tu n'y comprendrais rien
ou tu me croirais hystérique.
Mais si, sans se laisser charmer,
Ton æil sait, plonger dans les gouffres,
Lis-moi pour apprendre à m'aimer;
Ame curieuse qui gouffres
Et vas cherchant ton paradis,
Plains-moi!… Sinon, je te maudis!
Charles Baudelaire
Parte 1
Libro primero
Hay un trágico cotidiano que es mucho más real, mucho más profundo y mucho más conforme con nuestro ser verdadero que el trágico de las grandes aventuras.
Maeterlinck
Tus lunares van a ser causa
que me echen a mí de esta casa.
Que me echen a mí de esta casa.
…Y Lucerito Soler, grácil y vibradora, se marcó un tango con toda la sal de la tierra de María Santísima y toda la voluptuosa languidez de las danzas moras, haciendo destacarse lujuriantes las divinas formas de su cuerpo bajo el vergel florido de un mantón de Manila de largos flecos. Un brazo en alto, sosteniendo sobre los bandós de pelo1 negro, brillante y azulado, que recortaban la pura frente de helénico entrecejo, el redondo sombrero de color tabaco; y, el otro, un poco echado hacia atrás, dibujando armoniosa curva que remataba castañeteante la fina mano de corte aristocrático. Mareaba con los piececitos de niña los compases del baile, mientras sus ojos, inmensos, misteriosos, nostálgicos, indefinibles, languidecían henchidos de picardías y deseos. Y sus dientes, blancos y menudos, mordían ansiosamente la fruta prohibida de sus labios rojos, en vago prometer de voluptuosidades.
Hallábase el teatrucho aquella noche casi vacío. En la pequeña sala, pintada de verde claro y alumbrada por algunos brazos de bronce dorado con tulipas de luz eléctrica, el director de orquesta, un anciano de plateada trova, luenga barba nevada y enorme nariz roja de alcoholizado, que evocaba en su apostura los retratos de los grandes genios musicales fotografiados en las fototipias2 de las cajas de cerillas, llevaba con la venerable cabeza el compás de la canallesca musiquilla, mientras sus torpes dedos corrían el teclado del destemplado piano; de los violines, el uno, adolescente, pálido, de rostro alargado, raído traje, corbata a la diabla y largas guedejas rojizas —hacía pensar en esas figuras semidolorosas, semigrotescas, que entrevemos al recorrer las páginas de un álbum de Gavarny —tocaba con aire ora arrobado, ora ensoñador; y el otro, un vulgar padre de familia, exornada la cara de dorados lentes y espesa pelambrera peinada en cepillo, arrancaba de mala gana desgarradas notas a su violín, ansioso de que llegase la hora de marchar, y maldiciendo de aquel público que hacía repetir, una y otra, vez los mismos aires. En las primeras filas de butacas, unos cuantos viejos verdes y algunos niños calaveras pateaban, coreaban, aplaudían y gritaban obscenidades; dos o tres paletos permanecían embobados ante las artistas.
—Maño, ¡qué pantorrillas! ¡Si lo supiese la parienta!
Y allá, al final del patio, enamorada pareja —barbudo el galán, frágil la niña— departían tiernamente. Arriba, en el gallinero, hacinábanse algunos chulos —pianistas, vividores, maletas y follones—, que recordaban extrañamente los príncipes velazqueños, con soldados y prostitutas.
En un proscenio, el excelentísimo señor don Pomponio Augusto Gómez; el «Héroe de la Pampa» se inclinaba sobre el barandal en contemplación de aquellas curvas, amenazando con estrellar la cabeza ilustre, nimbada por la gloria, respetada por las balas, donde tantos admirables planes guerreros se habían incubado, contra los vulgares tablones del salón-concert.
Tenía el general, con aquel rostro —tan moreno de color que le hacía parecer mulato— en que brillaban torvos los negros ojos, cobijados por enormes cejas, y en que la nariz de presa se inclinaba buscando por encima de los enhiestos mostachos los gruesos labios, y aquella estatura, que el ademán de noble fiereza agigantaba, el aspecto heroico de un bandolero italiano del siglo XVII, o de un guerrillero español de la epopeya de la Independencia. Su historia debió de ser aventurera y romancesca, y fue una de tantas borrosas historias como circulan por cuenta de los personajes sudamericanos. De origen desconocido, apareció, primero, como modesto industrial; después, acaparando todas las acciones —las malas, según María Montaraz— de varias compañías de seguros sobre vidas y capitales, compañías que dieron al traste con no pocas existencias y fortunas; prófugo después de declararse en quiebra, se alzó un buen día con la presidencia de la República después de la acción del fuerte de San José, en que, al frente de un pelotón de cincuenta jinetes, tomó el famoso reducto que se tenía por inexpugnable y que defendían veinte cañones y dos mil quinientos hombres, según él, pues malas lenguas —Tinita Franqueza y la Pancorbo— afirmaban saber de buena tinta que los cañones no disparaban y que los hombres eran veinticinco, contando nueve enfermos y once borrachos. Ahora viajaba por Europa en estudio de costumbres, que con trascendentales reformas deseaba implantar en su país, y el marqués de San Balandrán —embustero y lioso, que, cosa rara, sabía sacar partido de su vanidad en provecho propio—, siempre esclavo del protocolo, le servía de cicerone y sujetaba en aquel momento por los faldones del frac. El guerrero volviose, brillantes los ojos y congestionado el rostro:
—Es curioso… curioso… típico —y se frotó las manos satisfecho.
San Balandrán, gran amante, como buen español, de las tradiciones castizas —¡le importaban un bledo las tales tradiciones, pero posaba de serio y de castizo!—, habló de nuestros bailes.
—¡Oh, el tango! ¡Hermosa danza! ¡Lástima grande que lo hayan adulterado bailándolo mujerzuelas! ¡Y para qué público! ¡Había que ver qué publiquito!… Soez…
Bien lo sabía el general: era aquél achaque de los pueblos de raza latina.
—La sangre, querido marqués, la sangre.
Y satisfecho de su profundo sentenciar, hizo un gesto de suficiencia, y volviose para seguir contemplando a la bailaora.
Mientras una sonrisa concupiscente profanaba la noble majestad del rostro heroico, el marqués seguía lamentándose con homéricos acentos de la dolorosa decadencia habida en las danzas clásicas españolas. ¡Oh! los peregrinos bailes que tenían algo de las vetustas danzas sagradas, y algo de las lánguidas danzas moras. No conocía el general la de los Seises de la catedral de Sevilla. —La tradición…—. Y el marqués seguía, seguía disertando latamente sobre el acabamiento de las verdaderas costumbres nacionales, sin que el héroe, a caza de algún encanto entrevisto en los rápidos movimientos del baile, prestase atención a sus palabras.
—Es doloroso —jeremiaba el marqués—, bailes tan artísticos caídos tan bajo.
—Un dolor, mi amigo —asintió el general—. Porque la tal Lucerito ¡será una pieza…!
¡Una bribona de la peor especie! Se contaban de ella verdaderos horrores: se decía que mató a otra mujer por celos. ¡Una hembra bravía! Y eso que apenas si cumplirá los veintiún años.
Los ojos del general brillaron, mientras sus manos hacían un gesto de trágico espanto y sus labios formulaban trémulos:
—¿Veintiún años? ¡Qué horror! —y luego, distraídamente, como quien no quiere la cosa—: ¿Y dónde vive esa desdichada?
¡Pch! San Balandrán no la trataba; pero, si el general tenía empeño en conocerla, Julito Calabrés podía presentarle.
¿Empeño? ¡Ninguno! Curiosidad, mera curiosidad… Como había venido a estudiar costumbres…
—Claro está. ¡Naturalísimo!
Frente por frente, en una platea, se desbordaba procaz la cocotesca3 elegancia de «aquellas locas». En primer término, María Montaraz, vistiendo roja falda, blusa blanca con almidonado cuello y sangriento corbatín torero, coronados los rizos, negros como el azabache, por ladeado sombrerillo del mismo color que la corbata, adornado con enorme pluma, se abanicaba escandalosamente con el «perico» de taurómaco país, y flechaba con sus ojos de sacerdotisa de Osiris al Niño de las Verónicas, que tres filas más atrás lucía su empaque torero. Junto a María, inquietante en aquella su belleza de ocaso, la princesa Wladimirosky, de paso en Madrid, lucía la artificiosa blancura de su escote ubérrimo entre los terciopelos de un traje verde obscuro, ostentaba sobre sus cabellos de color de lino pequeño birrete negro adornado con dos plumas esmeraldinas que le caían hasta media espalda, y entusiasmada aplaudía las españolas danzas. Detrás de la Montaraz, y un poco al abrigo de las miradas insolentes del público, Lina Monreal, envuelta en gasas de un tono bleu Sèvres, al pecho enorme ramo de rosas rojas de Bengala, entre los rubios cabellos rosas y plumas a modo de lambalesco tocado, miraba con frecuencia al fondo del palco, donde se adivinaba fina silueta donjuanesca.
Había envejecido mucho Lina Monreal desde aquel glorioso triunfo que le costara la vida a Adolfo Luna. Junto a la jocunda cara de la alocada morena, resaltaba más la tristeza de sus ojos verdes, donde el sufrimiento esparciera una sombra melancólica. En su frente, antes tersa como hojas de magnolia, el beso trágico del sufrimiento que floreciera en el declinar de su vida, había impreso un pliegue doliente. Su rostro se crispaba en gesto sobresaltado, casi ansioso, y sus movimientos, antaño gatunos, plenos de sutil gracia, eran ahora lentos, con un no sé qué de dejadez que impresionaba.
El telón acababa de alzarse nuevamente, y en el centro del reducido escenario, alumbrado por algunas luces rojas y verdes, reapareció Lucerito Soler. Falda sedeña de color musgo, mediana cola y anchos volantes, descendía de su cintura grácil; un mantón verde también, donde florecían enormes rosas amarillas, de calentura, ceñía, el cuerpo andrógino, casi impúber, dibujando las suaves curvas de los senos y las más opulentas de las caderas. No podía decirse si era bella; era inquietante, perversa; turbadora en la alegría de su gracia gitana; reveladora en la divina languidez de su melancolía moruna. Tenía terso el pecho de niña o de adolescente, marcándose apenas el nevado montículo de las sagradas colinas; el cuello no muy largo, fino, lechoso, filigranado de venas azules, se erguía sosteniendo ladeada la bella cabeza. La frente clásica, tal ateniense estatua de Minerva; el pelo negro, de un negro azulado como las alas del cuervo, encrespado, formaba cortos rizos en torno a la cabeza. Sus ojos eran bellos y eran trágicos; ojos de misterio, ojos de lujuria, ojos de dolor. No eran negros como la noche, ni celestes como el ensueño; eran sombríos y brillantes. Guardados en el cofrecillo de alabastro de sus párpados que las pestañas de seda cerraban, cobijadas por el arco armonioso de la ceja, tenían fulgores de negra luz. Hacían pensar a veces en las carceleras, en las soleares, en los cantares serranos donde se llora a la madre muerta y al amor que pasa, donde se canta el azulado flamear de las navajas y las rejas carcelarias, a las calladas ternuras y a los amores trágicos en que la sangre corre mezclada con los vinos de oro, y otras evocaban los fieros ojos de las heroínas bíblicas, los fieros ojos de Judith, matadora. Y desgarrando la palidez marmórea del rostro, se abría, tal sangrienta herida, la boca, de finos labios bermejos.
La orquesta preludiaba las notas de la Farruca y había en el aire como una evocación de guzlas morunas tañendo en Alhambras filigranadas como encajes, añorar de canciones entonadas por el agua al caer en los tazones de mármol del patio de los Leones, nostalgias del cielo de Damasco y de los cármenes de Granada. Tenía aquella música voluptuosidades y misterios: primero notas temblorosas, como despertar de sensualidades; después más intensas, sostenidas en trémolos interminables, como palpitaciones de contenida pasión; luego violentas, brutales, agudas, vibradoras, tempestades de lujuria demoníaca, para concluir en una nota temblorosa, interminable, cansada, gemidora.
Lucerito, de pie en el centro del escenario, ligeramente ondulado el cuerpo, un brazo en alto, a la par del pecho el otro, danzaba lentamente, moviendo el cuerpo con ritmo ofidiano, entornados los ojos y entreabiertos los labios por leve jadear. Danzaba despacio, con espasmos interminables de cansada lujuria; después más deprisa, sacudida por un vendaval de pasión, retorciéndose, descoyuntándose, flageladora la cabellera de enroscadas sierpes, en blanco los ojos y crispada la boca en un gesto casi doloroso; y, de pronto, como poseída de un vértigo de locura, saltaba prodigiosamente, iba y venía en giros rapidísimos, caía y tornaba a levantarse, desbaratándose, en el claroscuro rembrantesco de la luz roja y verde, las líneas divinas de su cuerpo, para volver presto a unirse con apariencias monstruosas de goyesco capricho. Y al fin, en un desesperado chirriar de los violines, caía de rodillas para seguir retorciéndose, presa de diabólico maleficio, hasta quedar inerte en supremo desfallecer.
La silueta del que en el fondo del palco yacía aburrido, fumando cigarrillo sobre cigarrillo, se había ido incorporando. Ahora Willy Martínez miraba interesado, y en su enfermiza imaginación desnudaba a aquella mujer. El escultor dejaba paso al hombre, y éste se recreaba, en imaginar la leve gracia del cuerpo casi infantil. Sin querer había mirado dos o tres veces a Lina, y comparaba aquella pubertad semejante a espléndido amanecer de los trópicos con la cansada belleza de otoñal crepúsculo veneciano de la Monreal. E hizo un parangón entre los ojos que tenían el fulgor de los brillantes negros con las pálidas esmeraldas que tantas veces viera veladas de lágrimas, y la sangrienta herida de la boca con las pálidas rosas que florecían en los marchitos labios de su amiga. Y pensó en las pasiones fuertes que consumen con su llama todas las demás pasiones, como el incendio de un bosque anula fundiendo en sí pastoriles hogueras, y en aquellas otras pobres pasiones que tenían la vergonzosa tristeza de un Calvario. Y, Willy, egoísta como todos los que se sienten muy amados, pensó en la molestia de ayudar a soportar la cruz a quien por él la llevaba, y ansió vivir y ser dichoso, pensando con brutal egoísmo: «Antes estoy yo que ella».
Los ojos tristes se posaban en él interrogantes con inquieta sorpresa. Al fin, Lina, no pudiendo contenerse más, fue hacia donde él estaba. Apoyó la rodilla en el diván y la mano en su hombro.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Te aburres?
—¡Pch!
Callaron. Ella cubría la vista del escenario y le miraba ansiosa. Él se inclinó para seguir contemplando a la gitana que en el tablado ritmaba sensualidades.
—Willy…
—¿Qué quieres?
La voz del galán tenía dejos de impaciencia. La pobre mujer, con esa clarividencia de los que aman mucho, notolo, y sus ojos tornáronse más tristes.
—Siento que hayamos venido —dijo—. Si hubiese sabido que ibas a aburrirte… Pero, por obsequiar a Edda.
—Ahora no me aburro. Déjame ver.
Con la garganta seca preguntó la dama:
—¿Te gusta la Soler?
Y aunque quería aparentar alegre ironía, la voz sonaba, con extraño timbre metálico.
Hizo él un gesto de impaciencia.
—¡Qué me va a gustar!… Baila bien… Déjame ver.
—¡Hijo, que aproveche! —la voz de la dama era desgarrada, llena de despecho; pero no se movió.
Él calló, deseando acabar la cuestión, y siguió mirando.
Lina rompió el silencio:
—¿Ves? ¿Lo ves como no se puede ir contigo a ninguna parte?
Willy clamó, impaciente:
—Contigo es con quien no se puede ir ni a la esquina, ¿oyes?, ¡ni a la esquina! Lo único que nos faltaba, un escandalito delante de ese demonio de extranjera. ¡Si acabaremos por no poder estar con nadie! Tendremos que pasar todo el día solos, como los amantes de Teruel, tonta ella y tonto él.
—¡Ojalá! —y aquella palabra, que apenas formularon sus labios, cobraba en los de aquella mujer no sé qué grandeza, como ráfaga de un gran misterio de dolor que rompía la corteza de su frívolo vivir.
Cada vez más irritado, prosiguió:
—Pues, ¿para qué me has traído aquí? Será para lucirme como a un faldero, o para estar mirándote toda la noche como a retablo gótico.
—¿Y por qué no?
Y había lágrimas en su voz y en sus ojos.
—Vamos, déjame en paz o me voy.
Un «canalla» desfloró apenas sus labios; luego murmuró, doliente:
—¡Qué felices son las mujeres honradas!
María Montaraz se daba a todos los demonios —ninguno la quería—. ¡Aquella Lina estaba desatinada! Iba a llegar día en que no se podría ir en su compañía. Cuidado, que ella —María— no era estrecha de manga (¡qué había de ser!); pero aquellas escenas eran tan desagradables, de un mal gusto… Y más, delante de gente extraña… ¿Qué pensaría la princesa? —que, dicho sea entre paréntesis, la tal princesa era una cualquier cosa—. Y se volvió a ella para explicar la conducta un poco extraña de su amiga; pero, ¿cómo? Si le decía que Lina y Willy vivían englobaos, no le iba a entender. Buscó mentalmente en su diccionario… Si le decía que eran amoureux4 mentía a sabiendas… Un menage5… ¡Justamente! ¡al pelo! un menage. Y comenzó a explicárselo con todos sus pelos y señales. Ya podía comprender, ponerse en su caso. —¡Se habría puesto tantas veces, que una más…!—
Sí, sí. La princesa lo comprendía todo —según la Pancorbo, a fuerza de estudiarlo—. Ella no se asustaba —estaba curada de sustos—. En aquellas cosas… María volvió por los fueros de aquellas cosas.
—No, si se suelen llevar muy bien; pero hoy…
Y, nerviosa, dejó escapar el abanico que aleteaba entre sus dedos, y que, chocando primero contra los forjados hierros del barandal, fue a estrellarse contra el entarimado del suelo, moviendo gran estrépito. Al verlo caer, lanzó débil grito acompañado de un gesto de cómica consternación.
Una voz allá, en el gallinero, repitió el grito, y luego otra y otra. Un «no te asustes, prenda» fue acompañado de algunos ¡olés! La morena, se volvió a Julito Calabrés, que de pie en el palco exhibía su empaque lorrainesco, satisfecho de verse objeto de la pública expectación.
—Se están pitorreando de nosotros —dijo.
—Si eres atroz… Estoy azorado.
Y se volvía a todas partes, sonriendo satisfecho, buscando alguien conocido que contase al día siguiente la aventura de «aquellas locas», incluyéndole a él como principal actor.
En butacas estaba Rosendo Calvet —chismoso como una portera— con aquella toilette6 de pretenciosa cursilería, que pregonaba a la legua el quiero y no puedo, y aquél sería su Homero…
Mientras, el escándalo iba in crescendo7. Los gritos, las risas, los aplausos aumentaban por momentos. El general habíase salido del palco. Él, como guerrero invicto y caballero ilustre, no podía ver afrentar a damas en su presencia, y por eso… al comenzar un peligro, se ausentaba discretamente. María se puso en pie, aproximándose a Lina.
—Hija, ¿qué pasa? —preguntó ésta—. ¿La degollación de los Santos Inocentes?
—De los santos indecentes, querrás decir.
Y rio alocadamente.
La Wladimirosky estaba encantada. ¡Oh, qué cosa tan española! ¡Qué bello país galante! Porque aquella dama no comprendía más que una España de pandereta, la España de navaja y alamares que amaron Dumas y Gautier. Era una extravagante por carácter y por pose. Polaca, casada con un gran señor ruso, sintiose arrebatada por las evangélicas doctrinas de Tolstoi, y tan honda compasión sintió por los siervos, y tales fueron sus aproximaciones a ellos, que su marido, que aún conservaba algo de la brutalidad de sus antepasados, quiso que con sus esclavos compartiera el knut8, del que —y (habla la Pancorbo) no era cosa de dudarlo, cuando tantos amigos afirmaban haberlas visto— aún conservaba en su cuerpo las señales. Divorciada después de esta aventura, y errante por Europa, la vida fue para ella perpetuo correr de sensacionales lances. Conspiradora en Polonia, apóstol del feminismo en Norteamérica, sportwoman9 en Inglaterra, 'dilettanti en Italia, había viajado por Andalucía, acariciando la secreta esperanza de hacerse amar de un toreador y secuestrar por un facineroso con patillas de boca de hacha, calañés y polainas.
El vocerío amainaba; pero Lina, impaciente, más por los celos que por temor al escándalo, se quería ir.
—Esto se acabó. ¿Vamos?
Y se puso en pie.
María se acercó al barandal, y miró a su pobre abanico caído.
—Julito, mi vida, ¿sabes lo que debías de hacer? Bajar a por mi abanico.
—Estás fresca. Jamais de la vie!10
—¡Qué amable!
Y fijó sus ojos, llenos de pena, en el abanico, y luego en el Niño de las Verónicas. Este se alzó de su asiento y, lento, con andares toreros, se aproximó al palco, recogió del suelo el «perico» y se lo tendió a la dama, llevándose la mano al sombrero. Ella rio, flechando en él los ojos, que quiso hacer matadores —y no fueron más que banderilleros—; después murmuró:
—¡Al pelo!… Gracias.
En el teatro resonó una salva de aplausos.
Bajo los focos de luz eléctrica, mezclados los negros gabanes de los caballeros con los llamativos abrigos de las damas, formaban grupo, bulliciosos y parleros, junto al Panhard11 de Lina, que trepidaba de impaciencia.
Algunos golfos comentadores les contemplaban con impertinente curiosidad; a unos cuantos pasos de ellos, el Niño de las Verónicas ponía varas a María Montaraz, que reía escandalosamente y se timaba con una desvergüenza admirable. Entre las risas en sordina, vibraban como notas agudas el hablar exótico de la Wladimirosky, que arrastraba las erres y se comía las jotas, y las notas agudas, ceceantes, de María. La morena les embromaba con sus proyectos para aquella noche, y las palabras, llenas de frívola banalidad, se clavaban en el corazón de Lina, que disimulaba, fingiendo regocijo.
—¡Ay, general! —chillaba la Montaraz—. ¡Dios sabe dónde irán ustedes ahora!
—A la cama.
—Detalles no, ¡por Dios!
Y fingió pudoroso espanto. Luego, volviéndose a Julito:
—Hijo, no sé cómo os gusta iros con esas prójimas. ¡Tan brutas!
El caballero murmuró algo que sonó a la dama, como rivalidades del oficio o competencias.
—No, si es un pendón. No compares, haz el favor. A mí todavía no me han sacado en ninguna procesión.
—¡Qué injusticia! ¡Estás postergada!
—¡Guasón!
—¡No te apures, que ya te llegará el turno!
—¡Magras!
Mientras, Lina hablaba acaloradamente con Willy.
—¿Vienes en el auto?
—¿No ves que no cabemos?
—Como caber…
El hizo un gesto de impaciencia.
—Como no me siente encima de la Wladimirosky…
Ella preguntó con voz que, pese a sus esfuerzos por parecer natural, denunciaba su inquietud:
—¿Te vas a tu casa?
—Sí.
Fue un «sí» largo, nervioso, aburrido.
—¿Vendrás a almorzar mañana?
—Iré.
—No me des mico.
El galán se impacientaba.
—No, no. Iré, sin falta.
Subieron al automóvil. Sonaban las voces de los caballeros, protestando débilmente, y las risas locas de las damas, en banvillesca algarabía. De pronto, una nota más hueca, más sonora, rasgó el melódico concierto. ¡Bah!, nada. A Lina, que se le habría desgarrado la risa. María la miró. Las tristezas que vivían en el fondo de su corazón se asomaban a las ventanas de sus ojos, y perlaban una lágrima en el borde de las pestañas de oro.
Elle est la fleur superbe et froide des poisons,
et le péché mortel aux âcres floraisons
de sa chair vénéneuse en parfums noire transpire.
Albert Samain
—¿Entramos, sí o no?
El automóvil había descendido rápido, y después de penetrar en la puerta del Sol, girado y desaparecido a su vista, cuando Julito formuló su pregunta encarándose con el general. Iba éste, propicio siempre a cuanto significaba estudio, a contestar afirmativamente, cuando el marqués intervino atajándole la palabra:
—Ustedes harán lo que quieran; en cuanto a mí, tengo que madrugar para asuntos del Ministerio, y no puedo acostarme a las mil.
—Yo también debía madrugar —afirmó Julito, por no parecer menos, llevado de aquel loco prurito que le hacía desear ser en los bautizos el recién nacido, en las bodas el novio y en los entierros el muerto—; pero no puedo, no tengo naturaleza para ello.
—A mí me espanta madrugar —y hablaba Willy con aquella su voz sonora, un poco hueca—. Ya ven ustedes si deseo adelgazar: pues, para conseguirlo, haría todo, todo menos gimnasia, madrugar o ser persona respetable.
Rieron Julito y el general la patochada, y el marqués se encogió de hombros con la misma sonrisa de benévolo desdén con que podría hacerlo ante la salida de tono de un niño precoz. Señor, ¡qué necesidad había de hacer gala de un cinismo en que él, el marqués de San Balandrán, no creía! Y recordó aquella máxima que estampara en un momento de espontaneidad en su libro de memorias: «los seres que dicen carecer de ese enojoso apéndice llamado honor, pueden dividirse en dos grupos: seres que dicen no tenerlo, pero que en realidad lo tienen, y seres que, careciendo de él, pretenden poseerlo: de los primeros son todos los inconvenientes sin ninguna de las ventajas; de los segundos, todas las ventajas sin ninguno de los inconvenientes»; máxima que tanto le ayudara a medrar en la vida, bajo aquella noble capa de religiosidad que no tenía, de moralidad a la que miraba con desdén, y de recta honradez que no sentía, capa en la que supo envolverse con la noble majestad de un calatravo12 y que siendo para todos como era, transparente, todos en ella aparentaban creer, como los cortesanos de aquel cuento de Anderson, que aplaudían la magnificencia del regio traje cuando el rey iba desnudo.
Julito insistió:
—¿Vamos adentro?
Willy vacilaba; el deseo de conocer a aquella mujer que desde el tablado le impresionara luchaba en él con la perspectiva de una cuestión con Lina, pues que ésta ignorase la aventura siendo Julito de la partida era punto menos que imposible, pues pedir secreto al chismoso era pedir peras al olmo; hizo al fin un gesto de desdén.
—Es una lata: yo no entro.
El elegante, seguro de pinchar en firme, murmuró:
—Si es por Lina…
—¿Por Lina?… Vamos allá.
E irritado, penetró en el portal.
¡Era mucho cuento! Se habían llegado a creer que él era un monote13 de aquella dichosa Lina. ¡Estaba divertida! Ya no podía más. Hasta la punta de los pelos. Llamó.
—¿Venís?
El héroe se despidió del marqués; él entraba. Curiosidad, mera curiosidad… y con Julito fueron a reunirse a Willy.
Un golfo empujó a otro con el codo:
—¡Ninchi, cómo la va a correr el abuelo!
Y una mujer no muy vieja, pero sí muy envejecida, que arrebujada en raidísimo mantón, tocada la cabeza de mugriento pañuelo de percal que dejaba escapar lacios mechones de su pelo rubio, cenizoso, y llevando de una mano mocoso rapaz, imploraba un bien de caridad, comenzó a plañir:
—¡Bribonas! ¡bribonazas! ¡Puás! Allá adentro dándole regalo al cuerpo, y ella, una madre de familia… ¡Lástima de jarabe de fresno donde yo me sé!…
Los golfos rieron burlones.
—Vamos, señá Nicasia, entre a ver si la convidan.
—¡Granujas, más que granujas!, ¡hijos de mala madre!, ¡golfos!, ¡si os cojo!
Y amenazadora corrió tras ellos calle arriba, arrastrando en pos de sí al crío, que lloraba apretándose rabiosamente los ojos con el puño libre.
Una vieja menudita, cubierta de pies a cabeza por un manto color ala de mosca, la detuvo.
—Déjeles, señora, déjeles, que no es a bien que una persona decente alterne. —¡Válame14 Dios, señora, válame Dios, que una se vea así!
Y volviéndose hacia el teatro fulminó con el brazo en alto, tremolando el cerrado puño con ademán apocalíptico, agoreras palabras preñadas de anatemas:
—¡Comidas de sarna sus veáis, grandísimas tales! y vosotros así lloréis más lagrimas que aguas tiene la mar.
Y lentas se alejaron, renqueando la vieja, maldiciendo la joven, seguidas del niño, que berreaba sin tregua.
Un can famélico les aulló al pasar.
—Esa mujer es un peligro para ti, créeme.
—Y Julito, apoyado en el brazo de su amigo, le hablaba casi al oído, mientras el general se atusaba los mostachos, soñando tal vez con guardar prisionera entre sus guías alguna prójima.
—No es capaz de querer —siguió el elegante—, y tiene algo en sí que atrae, que fascina. Creo que no ha querido nunca, y para una vez que dicen que quiso le costó la vida al interesado. Además, ha rodado mucho. Si fueses sólo un snob, pase; pero tú eres un detraqué15, y es peligroso. Ten cuidado: es un instrumento de placer que puede matar: éter, atchis o morfina.
Willy sonrió entre serio y burlón.
—¿Lorrain?
—No te rías. A la española: luz en los ojos, miel en los labios, fuego en las venas; basta.
Habían llegado a la puerta del cafetín, bautizado con el pomposo nombre de Foyer16de artistas; Willy, por toda respuesta, empujó la vidriera. Densa humareda llenaba el local, ni amplio ni alto de techo. Emanaciones de tabaco, de bebidas, de perfumes baratos y de cuerpos sudorosos hacían la atmósfera irrespirable. Decoraban las paredes pésimas pinturas representando diversos pasos de bailes inverosímiles y algunos cuadros dorados conteniendo postales con el retrato de artistas célebres en los tablados de los cafés conciertos; divanes de terciopelo verde bastante sucios rodeaban el salón. En un ángulo, un caballero viejo, reclinada la cabeza en el respaldo del sofá, fumaba, entornados los ojos, sin prestar sino vaga atención a una mujer pequeñita y morena que, conservando aún el traje de escena, bajo el abrigo color de ratón, le hablaba, apoyados los codos en el mármol de la mesa y el rostro en las palmas de las manos, interrumpiéndose de vez en cuando para toser con tos seca y desgarrada. Más allá unos cuantos jóvenes de bohemio atavío discutían de pintura bebiendo cerveza. Bulliciosos, se agrupaban en torno a dos veladores cuatro o cinco cadetes y otros tantos mozos imberbes que reían y gritaban en compañía de algunas prójimas cosmopolitas —Margaritas de Tolón, Lucrecias napolitanas—, y, por fin, casi junto a la puerta del escenario, Lucerito Soler, una dama de venerable aspecto que vestía negro traje y peinaba en cocas los argentados cabellos, la Gioconda y el Niño de las Verónicas departían amigablemente.
Cruzó Julito la sala con amanerados andares, sin hacer caso de algunas risas que el exagerado entallado de su gabán levantó en el grupo de los bullangueros, y seguido de sus amigos llegose a la peña, saludó con un «¡hola, barbianas!», y procedió a las presentaciones, pomposamente, con ademanes afectados de corrección exquisita.
—Lucerito Soler, reina sin trono; su imperio es uno de esos imperios del Sol, fabulosos y magníficos; un imperio de ensueño.
—Pero, ¡qué cosas tienes, guasón!
Y rieron locas. Julito prosiguió, señalando a la vieja:
—Doña Trotaconventos, noble dueña. Fue compañera del buscón Pablillos en sus andanzas cortesanas; fabricadora de untos para reedificar doncellas.
—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué cosas tiene este don Julio de mis pecados!
Y la interesada —¡y tan interesada!— mostró en sonrisa servil la dentadura, que negra mella mancillaba con algo de innoble, inspirador de aversión.
.Julito siguió, cogiendo por la barbilla a la otra pájara:
—Mi Gioconda. Fíjate en el enigma de esos ojos Tout chargés de mystère17.
El introductor gustaba de epatar con raros nombres, citas extrañas y peregrinas sentencias que fluían brillantes de sus labios como chispas de una rueda pirotécnica en un festival de fuegos de artificio. Sin embargo, en esta ocasión decía bien. La criatura que ofrecía a Willy bajo el peregrino nombre de la Gioconda era una mujer fina, con el pelo partido en crenchas iguales aureolando el rostro donde los finos labios de carmín, y los ojos grises punteados de verde, parecían callar un enigma.
—Pero —prosiguió Julito—, aquí donde la ves, el encanto exige que permanezca muda, inmóvil; porque si habla, si ríe, queda roto, y mi Gioconda se convierte en hermosa verdulera de deliciosa de ordinariez —y acariciándole la barbilla amicalmente—: ¿Verdad que has nacido para pintura o estatua, mi chula?
—¡Pa poste!
—No; para estatua. Para dormir en las salas de un museo.
—¡Quita de ahí, esaborío!
Y, al reír, el enigma quedaba roto: los ojos brillaban alegres y los labios se abrían mostrando el triunfo de una dentadura plebeya.
Llegó su turno al torero, tipo aflamencado, de fino perfil, vivos ojos y chulesco atavío. El elegante, apoyando familiarmente la mano en su hombro, hizo las presentaciones:
—Mi amigo Esteban, el Niño de las Verónicas, émulo de Costillares; Willy Martínez, escultor —y con fina ironía—: los dos artistas.
Sintió nerviosa repugnancia de ofrecer su mano al torero; pero ante la que éste le ofrecía abierta, no quedole otro remedio que estrecharla fuertemente bajo la mirada burlona de su amigo.
—Tanto gusto.
—Servidor.
Se sentaron todos. Willy junto a la gitana, en sitio que amable le hiciera doña Trotaconventos, recogiendo los nobles pliegues de su falda brochada, los otros a la buena de Dios. Charlaron. El general se comía con los ojos a una jamona que, dejando admirar bajo el traje de mora que lucía morbideces apetitosas, acababa de entrar; la zurcidora de gustos asentía bondadosa a todo; el Niño de las Verónicas, con reserva espartana, contentábase con monosilabear de vez en cuando; Willy contemplaba codicioso el nevado cuello de la Soler, y la Gioconda hacía con Julito el gasto de la conversación. Habíase encarado Calabrés con el torero:
—¿Qué tal ese flirt con mi amiga?
Él se encogió de hombros, echándose con un golpecito del índice sobre el ala redonda de su sombrero éste hacia la nuca, mientras la colilla que conservaba en la comisura de los labios cambiaba de sitio; la rubia saltó agresiva:
—¿Sabes lo que te digo? ¡Que la tal amiga no tiene ni pizca de vergüenza!
—¡Noticia fresca!
—¡Ni pizca! ¡Ni tú tampoco!
—¿Y para qué quiero yo eso? Mira, ¿sabes lo que es la vergüenza? Una cosa que para nada sirve y para todo estorba.
—¡Desaprensivo! Tengo yo para daros lecciones con toda vuestra prosopopeya.
—¿Has puesto cátedra? El maestro Ciruela…
—¡Quita, de ahí! A que te señalo…
—¡Miau!