A merced de la ira - Un acuerdo perfecto - Lori Foster - E-Book

A merced de la ira - Un acuerdo perfecto E-Book

Lori Foster

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Beschreibung

A merced de la ira A Trace Rivers, un mercenario especializado en infiltrarse en organizaciones criminales, le encantaban el peligro y el derroche de adrenalina. Primero, pensaba ganarse la confianza de Murray Coburn, un empresario corrupto, y a continuación reunir pruebas para acabar con su red de tráfico de mujeres. Era un plan perfecto… hasta que apareció la presunta hija de Coburn, dispuesta a vengarse de su padre. Pese a su cara de ángel, Priscilla Patterson no era quien aparentaba ser. Priss y Trace tuvieron que aliarse para acabar con Coburn mientras luchaban contra la irresistible atracción que había surgido entre ellos, porque un paso en falso, un solo error, podía dejarlos a merced de la ira de su cruel oponente. Un acuerdo perfecto Lo último que Olivia Anderson quería era un marido… y un hijo. Lo único que deseaba era una o dos noches de pasión. Tony Austin no quería una esposa, pero estaba loco por tener un hijo. Lo único que necesitaba era una mujer que tuviera un hijo suyo y luego desapareciera de su vida. Podría ser el acuerdo perfecto, pero no siempre los planes salen bien…

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 136 - octubre 2020

 

© 2011 Lori Foster

A merced de la ira

Título original: Trace of Fever

 

© 1997 Lori Foster

Un acuerdo perfecto

Título original: Scandalized!

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013 y 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-949-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

A merced de la ira

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Epílogo

Un acuerdo perfecto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

A merced de la ira

 

 

1

 

 

 

 

 

Con los brazos cruzados y el hombro apoyado en la pared de fuera del elegante despacho de la planta más alta del edificio, Trace Rivers sopesó sus alternativas. Tener un topo abreviaría su trabajo. Haciéndose pasar por guardaespaldas aún no había conseguido descubrir gran cosa, y empezaba a ponerse nervioso. En cambio, si conseguía la colaboración de alguien de dentro, tal vez pudiera llegar a alguna parte.

Murray Coburn no era trigo limpio, Trace lo sabía. Qué demonios, lo sabía un montón de gente. Pero no podían, o no querían, tocar a aquel canalla sin tener antes pruebas inamovibles. El sistema legal había fracasado.

Trace, sin embargo, acabaría por encontrar pruebas y, cuando las encontrara, haría justicia a su manera.

Pero hasta que llegara ese día, tendría que vérselas con la variopinta panda de gamberros y matones que trabajaban para Murray.

Y también con Helene Schumer, alias Hell, un apodo que le iba como anillo al dedo. Aquella mujer no dejaba pasar una sola oportunidad de manosearlo, de darle órdenes, de complicarle la vida. Pero, como era la amante de Murray, tenía privilegios que se les negaban a otros.

Si Murray descubría sus manejos, la mataría sin pensárselo dos veces. A Trace no le preocupaba lo más mínimo la suerte que corriera ella, pero le preocupaba, en cambio, que Murray perdiera la confianza en él.

No le apetecía servirse de Hell, pero era el camino más rápido. Sobre todo, porque la dama se portaba como una ninfómana con él.

Cuando se acercó con los ojos entornados y una media sonrisa en la boca pintada, Trace hizo lo posible por ignorarla. Por suerte Alice, la tímida recepcionista, lo salvó de su asalto con un mensaje:

–¿Señor Miller? –dijo dirigiéndose a él por su nombre falso.

Sin quitar ojo a Hell, Trace contestó:

–¿Qué ocurre?

–Abajo hay una mujer que quiere ver al señor Coburn. Necesitan que baje usted a ver qué quiere.

Hell se detuvo con las piernas separadas, los brazos en jarras y la barbilla levantada con gesto desafiante.

–¿Una mujer? ¿Y quién demonios es?

La recepcionista agachó la cabeza.

–No lo sé, señora.

–Dígales que la retengan allí hasta que baje.

Aunque podía haber hablado directamente con el personal de abajo, Trace mandó a la joven para librarla de la ira de Hell. A Murray parecía gustarle especialmente la crueldad de Hell, y nunca le exigía que dominara su impulso de maltratar al mensajero que le llevaba malas noticias.

–No quiero que Murray vea a ninguna mujer.

Cruel y posesiva. Naturalmente, tenía que saber que Murray se tiraba a todo lo que llevaba faldas, con o sin su permiso.

–De todos modos está fuera.

El muy cerdo se había ido hacía dos horas, y aunque le gustaba servirse de Trace como guardaespaldas personal, se había llevado a otro hombre consigo.

–Averigua quién es y vuelve a informarme.

–Me parece que no.

Todo el mundo en la organización temía a Hell casi tanto como al propio Murray. Salvo Trace. Él solo sentía desprecio por ambos. Tal vez por eso Hell lo perseguía constantemente y Murray parecía admirarlo.

Cuando echó a andar hacia el ascensor, Hell se interpuso en su camino. Con sus tacones de aguja, le llegaba al nivel de los ojos a pesar de que Trace medía más de un metro ochenta. La larga melena oscura le caía lisa sobre la espalda. Llevaba las uñas y los labios pintados de rojo brillante. El escote de su camisa de gasa, que se tensaba sobre sus pechos turgentes, era tan bajo que le llegaba casi hasta el ombligo. Estaba preciosa, como siempre.

Era preciosa y malvada. Clavó la mirada en su bragueta.

–¡Qué oportuno que te hayan llamado!

Dios, cómo la despreciaba Trace.

–¿Sí? ¿Y eso por qué?

Tan atrevida como siempre, ella alargó la mano y tocó sus testículos a través de la tela de los pantalones.

–Me apetece pasar un rato a solas contigo.

Lejos de disfrutar de su caricia, Trace temió que quisiera mutilarlo. Agarró su fina muñeca y apretó los huesos delicados. Aunque sabía que le estaba haciendo daño, ella entreabrió la boca y entornó los ojos. Se lamió los labios y escudriñó su mirada:

–Si estuvieras desnudo, ya te habría clavado las uñas.

Lo cual era una razón estupenda para no desnudarse delante de ella. Trace esbozó una sonrisa triunfal.

–No será esta vez, Hell –le hizo apartar el brazo apretándoselo hasta que gimió y abrió los dedos. Luego la empujó a un lado–. Tengo trabajo que hacer.

–Trace…

Se volvió hacia ella con un suspiro.

–¿Qué?

–Quiero que me lleves de compras.

–Eso no forma parte de mi tarea, muñeca.

–Sí, si Murray lo ordena –se frotó la muñeca enrojecida contra los pechos–. Y Murray ordenará lo que yo quiera.

Trace no dijo nada; se apartó de ella y entró en el ascensor. Cuando se cerraron las puertas, dejó escapar un suspiro de alivio.

Desde que tres semanas antes se había infiltrado en la organización haciéndose pasar por guardaespaldas, Hell había sido su mayor estorbo. En algún momento tendría que enfrentarse a ella. Era farmacéutica y se encargaba de suministrar los fármacos que Murray podía necesitar en su negocio de tráfico de mujeres. Sus esbirros se encargaban de capturar a las mujeres y el canalla de Murray las vendía al mejor postor después de que Hell les suministrara las drogas necesarias para asegurarse su sumisión.

Trace estaba deseando vérselas con ella.

Cuando se trataba de erradicar aquella lacra, no hacía distingos entre hombres y mujeres. Helene Schumer tenía que desaparecer. El mundo estaría mejor sin ella.

 

 

Priscilla Patterson gimió y se fingió asustada cuando dos enormes gorilas intentaron llevarla hacia una sala de reuniones del edificio de oficinas. Ignoraba qué pretendían hacer con ella allí.

No se mostraron muy amables, y a Priscilla le costó trabajo refrenarse para no defenderse. Le retorcieron el brazo y alguien le tiró de la coleta y le hizo sofocar un grito de dolor.

Luego, de pronto, oyó una voz tranquila y severa:

–Soltadla.

De un momento para otro se vio libre y, al volver para descubrir a quién pertenecía aquella voz, se quedó helada.

¡Madre mía!

Aquel hombre parecía educado, amable y… sexy, no como aquellos dos neandertales. Se acercó a ellos con una cara de pocos amigos que no admitía discusión. Medía más de un metro ochenta, era musculoso pero no en exceso, y tenía un aspecto limpio y elegante, aunque no tan relamido como los hombres que aparecían en las portadas de GQ. Su pelo, muy rubio, liso y un poco demasiado largo, contrastaba vivamente con sus ojos de un castaño dorado, los más penetrantes que Priscilla había visto nunca. Vestía pantalones chinos y una camiseta negra de una marca muy cara. Priscilla notó el abultamiento de un chaleco antibalas bajo la camiseta. Llevaba una sobaquera de cuero negro con una sola pistola y un cinturón con dos cargadores de repuesto, un arma paralizante, una porra y un bote de spray antiagresión. Sus botas negras de cordones, con la puntera reforzada, podían ser mortíferas.

Aquel hombre estaba listo para cualquier cosa.

Pero tal vez no para ella.

Su brillante mirada de color caramelo se deslizó, desdeñosa, por encima de los dos matones.

–Yo me encargo de ella.

Los hombres se alejaron refunfuñando.

Él la agarró del brazo.

–Venga conmigo.

Priss intentó resistirse, pero él era mucho más persuasivo que los otros dos, aunque no le hizo daño.

–¿Adónde vamos?

–A un sitio donde podamos hablar tranquilamente.

–Ah. De acuerdo –caminó rápidamente a su lado. Con sus zapatos planos, se sintió muy bajita y, de pronto, muy insegura–. ¿Trabaja aquí?

Él no contestó, pero le hizo doblar la esquina. Allí nadie la vería. Él, en cambio, siguió en medio del pasillo, y Priscilla dedujo que no quería perder de vista a los otros.

Cauto y desconfiado, dos cualidades que Priscilla valoraba.

Él la miró lentamente, desde el pelo castaño rojizo, recogido en una coleta alta, a las manoletinas planas, pasando por la rígida blusa azul y la anticuada falda a media pierna que llevaba puestas.

–¿Qué está haciendo aquí?

–Pues… –se fingió azorada por su mirada directa. Y lo cierto era que lo estaba. Solo un poco. Aquello era muy importante para ella. No podía meter la pata.

Abrazó contra su pecho su gran bolso y dijo con el temblor justo en la voz:

–He venido a reunirme con Murray Coburn.

–¿Por qué?

Ella abrió los ojos de par en par.

–Bueno, eso es privado.

El guardaespaldas se quedó allí, esperando, mirándola sin inmutarse. ¡Ja! Si pensaba que iba a acobardarse por una mirada, estaba muy equivocado.

Priscilla lo miró pestañeando.

–Creo que debería presentarme –le tendió la mano–. Soy Priscilla Patterson.

Él miró su mano y su párpado izquierdo tembló ligeramente. No la tocó.

–Sí, bueno… –Priss apartó la mano–. ¿Sería tan amable de decirle al señor Coburn que estoy aquí?

–No –luego añadió–: ¿Para qué quiere verlo?

Al ver que ella empezaba a desviar la mirada, la asió de la barbilla y le levantó la cara:

–No tengo tiempo para esto, así que deje de actuar.

Esta vez, los ojos de Priscilla se ensancharon espontáneamente. ¿Aquel hombre sabía que estaba actuando? Pero ¿cómo?

Él sacudió la cabeza y la soltó.

–Está bien, les diré a los hombres que la echen.

–No, espere –lo agarró del brazo… y le sorprendió su fuerza. Era como agarrar una roca–. De acuerdo, se lo diré. Pero, por favor, no haga que me marche.

Él cruzó los brazos y Priss apartó la mano.

–La escucho.

–Murray es mi padre.

El hombre la miró fijamente, inmóvil como una estatua.

–No me jodas.

Los tacos ya no la escandalizaban. Tenía veinticuatro años y había pasado gran parte de su vida en lugares sórdidos, luchando por sobrevivir. Aun así, sofocó un grito de sorpresa.

–Señor, por favor –se abanicó la cara como si estuviera acalorada y arrugó el ceño–. Le aseguro que hablo en serio.

Se oyó un ruido y él miró hacia el vestíbulo. Tras echar una rápida ojeada, masculló una maldición. La agarró del brazo, tiró de ella hacia un lugar donde no pudieran verlos y se inclinó para decirle:

–Escúcheme, señorita. No sé qué ridículo plan se le ha ocurrido para acercarse a Coburn, pero más vale que lo olvide.

–Pero no puedo hacer eso –contestó con toda sinceridad.

Él gruñó y la zarandeó.

–Créame, este no es sitio para usted. No pinta nada en este edificio, y mucho menos cerca de Coburn. Sea lista, mueva su lindo trasero y lárguese si no quiere verse en peligro.

¿Su lindo trasero? Priscilla frunció el ceño y miró hacia atrás. Por lo que veía desde allí, su trasero parecía inexistente gracias al corte de la falda. Por eso precisamente la había elegido.

Pero como él parecía sinceramente preocupado, se encogió de hombros:

–Perdone, pero no he venido hasta aquí para marcharme así como así.

Se oyeron pasos tras ellos. Él tensó la mandíbula.

–Hay una salida trasera. Siga por este pasillo, tuerza a la izquierda y cruce la…

–Disculpe –Priss pasó a su lado en el instante en que un tipo enorme doblaba la esquina, seguido por los dos matones que le habían dado la bienvenida y por otro hombre de tan mala catadura como ellos.

Había visto muchas fotografías, así que supo enseguida a quién tenía delante.

Murray Coburn.

Gigantesco, con un cuello y una espalda enormes, era exactamente como esperaba Priscilla. Hasta la perilla recortada y la mirada calculadora eran las mismas.

–¿Qué está pasando aquí? –Murray la miró de arriba abajo y, aunque Priscilla pensaba que no iba a gustarle, su mirada se volvió lasciva–. ¿Quién eres tú?

Priss le tendió la mano.

–Priscilla Patterson, tu hija.

 

 

Trace sofocó una maldición. Le dieron ganas de echarse al hombro a la chica, con su ropa ridícula y su ridícula coleta, y sacarla de allí a la fuerza.

Deseó matar a Murray delante de ella, y luego matar también a los demás. Tal vez la señorita Patterson quedara traumatizada de por vida, pero al menos estaría a salvo.

Por desgracia, no podía hacer nada, salvo quedarse allí y poner cara de aburrimiento y exasperación.

Murray fijó en él unos ojos azules tan fríos como un frente polar.

–¿Qué coño es esto, Trace?

–Una bobada, eso es todo. Estaba a punto de echarla a la calle –Trace la agarró del brazo con fuerza.

Pero Murray lo detuvo con un ademán. Ordenó marcharse a los demás hombres y luego la miró de nuevo. Tenía esa mirada ceñuda que tanto asustaba a la gente.

Trace no se inmutó.

Bajo el bigote bien recortado, la boca de Murray tenía una expresión dura y firme.

–Llévala a mi despacho.

Se alejó sin más hacia los ascensores privados.

Joder, joder, joder.

–¿Contenta? –preguntó Trace, mirando a la chica con enfado.

Ella respondió casi con engreimiento:

–Casi, casi –miró con intención la mano con que él agarraba su brazo.

Sin hacer caso, Trace la llevó a una sala de reuniones vacía de la planta baja.

–¡Eh! –ella intentó desasirse, pero no pudo.

A Trace le extrañó su modo de moverse, tan ágil y expeditivo. Si hubiera sido otro quien la hubiera estado sujetando, podría haberse desasido fácilmente.

–Va a hacerse daño.

Priscilla logró soltar unas lágrimas y las dejó brillar en sus largas y oscuras pestañas.

–Es usted quien me está haciendo daño.

–Todavía no –contestó Trace, impasible–. Pero cada segundo que pasa me dan más ganas de propinarle una azotaina.

Ella se quedó callada y dejó de llorar. Trace la hizo entrar en una sala y la empujó hacia una mesa de reuniones con sillas.

–Siéntese –al ver que ella hacía amago de resistirse, respiró hondo y se acercó a ella.

Priscilla se dejó caer en una silla.

–¿A qué viene esto? –agarró los brazos de la silla y levantó la barbilla–. Ya ha oído al señor Coburn. Quiere que me lleve a su despacho.

–Sí, pero también he oído lo que no ha dicho.

Ella sacudió la cabeza.

–¿De qué está hablando?

–Tengo que registrarla.

–¿Cómo dice? –preguntó ella, pasmada.

–Suplique todo lo que quiera –estaba tan enfadado que hasta le apetecía oírla suplicar–. De todos modos voy a cachearla. Por todas partes.

Ella lo miró alarmada. Trace asintió con la cabeza.

–Cada resquicio y cada hueco y cada prenda que lleve encima, preciosa.

Priscilla balbució y Trace notó que se ponía colorada.

–¡Está usted loco! –exclamó ella, tensándose.

Trace apoyó los hombros contra la pared.

–Si quiere ver a Coburn, tengo que asegurarme de que no esconde un arma, ni un transmisor de la clase que sea.

–No.

–Muy bien –perfecto, de hecho–. Entonces márchese. Enseguida.

Ella titubeó.

–Pero…

Él la miró de nuevo de arriba abajo. Priscilla había intentado esconder su cuerpo bajo aquella ropa recatada e insulsa, pero a él no lo engañaba. Se habría apostado su navaja favorita a que aquella nena no era boba. Ignoraba, en cambio, si era o no hija de Murray. Podía haber cierto parecido en el color del pelo, aunque el suyo era un poco más claro que el de Murray. Y cuando fingía, cosa que había hecho desde el principio, tenía cierto aire que le recordaba a Coburn.

Trace miró el grueso reloj negro que llevaba en la muñeca.

–Decídase, pero dese prisa. ¿Qué prefiere? ¿Marcharse o que la registre de arriba abajo?

El brillo de lágrimas que apareció en sus ojos parecía auténtico. Pero aun así no bajó la barbilla.

–No voy a marcharme.

Trace se apartó de la pared.

–Como quiera, entonces –la agarró del codo y la hizo levantarse.

Su coronilla apenas le llegaba al mentón. Tenía una estructura ósea delicada, pero saltaba a la vista que era dura como el acero.

La hizo darse la vuelta.

–Apoye las manos sobre la mesa y separe bien las piernas.

Ella tardó cinco segundos en moverse. Tenía los hombros y el cuello rígidos. La coleta le llegaba casi hasta la mitad de la espalda. Suelta, la melena debía de rozarle el trasero.

Trace pasó las manos por su larga cola de caballo y sintió que le ardían las palmas. Como a cámara lenta, ella dejó su pesado bolso sobre la mesa. Apoyó las manos sobre ella y separó los dedos para equilibrarse. Trace le hizo echar los pies un poco para atrás y dijo:

–Ábrase de piernas, preciosa.

Ella respiró hondo para darse valor. Levantó el pie derecho y volvió a posarlo unos centímetros más lejos.

–Un poco más –dijo Trace con voz suave.

Al ver que apenas se movía, se colocó tras ella, la agarró de la cintura y la obligó a separar los pies hasta donde permitía la falda.

Los músculos de sus pantorrillas desnudas se encogieron. La falda se tensó alrededor de su trasero redondeado. Sus hombros siguieron igual de rígidos.

Trace notó de pronto su delicioso aroma. Suave como el de un bebé y dulce como el de una mujer.

Se le hincharon las aletas de la nariz… y tuvo que hacer un esfuerzo por apartarse.

–Quédese así –se puso a su lado y volcó su bolso sobre la mesa. Fotografías, un bolígrafo, un cuaderno, maquillaje, brocha, peine, espejo, pañuelos de papel, calculadora, una chocolatina, un libro…–. Santo cielo, solo le falta haber metido en el bolso una enciclopedia.

–Cretino –masculló ella.

Él chasqueó la lengua.

–¿Esa es forma de hablar para una colegiala?

–Soy una mujer adulta.

–¿Sí? ¿Cuántos años tiene?

–Veinticuatro –contestó ella a regañadientes.

Trace abrió su cartera y echó una ojeada a su carné de conducir.

–Veinticuatro –repitió–. Pero viste como una catequista –sin echarle más que un vistazo, memorizó su dirección. Era extraño que viviera en el mismo estado que Murray y que no se conocieran.

Haría comprobar la dirección en cuanto pudiera. Pero por si acaso a Murray se le ocurría lo mismo… Trace la miró y, al ver que estaba mirando para otro lado, se guardó el carné en el bolsillo.

Hurgó entre el resto de sus pertenencias y registró el interior del bolso en busca de bolsillos escondidos.

–Hablando de ropa –la miró–, a mí no me engaña. Puede ahorrarse el numerito de la mosquita muerta.

Ella giró bruscamente la cabeza y le clavó la mirada. La coleta realzaba sus pómulos altos, el puente recto de su nariz.

–¿Qué está sugiriendo exactamente?

Trace observó una fotografía de ella cuando era pequeña, con una mujer que se parecía mucho a ella. Quizá fuera su madre. Hasta de pequeña parecía luchadora y tenaz, como si estuviera dispuesta a comerse el mundo. Aquella foto le inquietó sin saber por qué.

–Está tramando algo y eso no me gusta.

–No es asunto suyo.

Él siguió examinando sus pertenencias.

–Es asunto mío si la palma aquí –contestó tranquilamente.

Ella se quedó callada un momento, pero no pareció asustada.

–¿Cree que mi padre sería capaz de matarme?

Trace la escrutó con la mirada. Era más sutil, pero a su modo tan mortífera como Hell, no le cabía ninguna duda. Sus ojos verdes claros, su voz imperturbable, tenían el filo del peligro. Dadas las circunstancias, parecía extrañamente tranquila.

–Mire al frente.

–No me fío de usted.

–Como es lógico –le puso las manos en el cuello. Era sedoso. Cálido y terso como la seda. Bajó lentamente los dedos hasta sus hombros y luego por cada brazo. Tan esbeltos, tan jóvenes…

En un auténtico cacheo, habría sido minucioso pero también rápido. Esta vez, no. Estaba dispuesto a pasarse de la raya, si de ese modo podía sacarla de allí. Priscilla Patterson podía ser un enigma con intenciones ocultas, pero aun así no quería verla asesinada. Y si jugaba con Coburn, eso sería lo que pasara.

–Tranquila –le puso las manos sobre los pechos y notó que llevaba una especie de faja. Levantó una ceja–. ¿Oculta algo?

–Soy pudorosa –contestó con voz rasposa y tensa.

–Ya –bajó las manos por sus costados, hasta su vientre cóncavo, las deslizó por sus caderas redondeadas, por sus largos muslos y las metió bajo su falda.

Ella dio un respingo.

–Estese quieta –dijo Trace con voz ronca–. Mantuvo una mano sobre sus riñones y deslizó la otra entre sus piernas. Unas bragas muy pequeñas… y nada más.

Bueno, sí: calor. Calor a montones.

Acercó la mano a la carne tersa de su muslo, la posó sobre su pubis, sintió sus rizos a través de la tela suave de las bragas y…

–¿Es que no ve que no llevo nada escondido?

–Esconde algo, ya lo creo que sí –Trace sacó la mano, pero siguió notando un hormigueo en los dedos. Agarró sus caderas un momento y la sostuvo así mientras intentaba dominarse. Al ver que ella empezaba a incorporarse, dijo–: Todavía no.

Ella se golpeó con la frente en la mesa y gimió. Seguía teniendo las piernas rectas y el trasero en alto, en la postura perfecta para practicar el sexo. Así, podría penetrarla hasta tan dentro que…

Como si supiera lo que estaba pensando Trace, ella juntó las manos por encima de la cabeza y dejó escapar un gruñido. Trace esbozó una sonrisa.

Aquella mujer no se dejaba intimidar fácilmente, y él ya se había atormentado bastante.

–Incorpórese para que pueda desabrocharle la blusa.

–¿Para qué?

–Necesito registrarla por debajo de la banda.

Ella empezó a temblar. Trace tuvo la sensación de que temblaba de rabia, no de nerviosismo. Pero ella estiró los brazos, levantó el torso y se apartó de la mesa. Mientras él empezaba a desabrocharle los pequeños botones de la blusa, preguntó:

–¿Qué dirá mi padre cuando le cuente lo que me ha hecho?

–¿Por qué no se lo cuenta y lo averigua? Pero le aseguro que es lo que espera de mí.

Ella se volvió para mirarlo.

–¿Habla en serio?

–Es un empresario de alto nivel con muchos enemigos. Protegerlo es mi trabajo. Aquí nadie sabía que tenía una hija, así que ¿por qué tenemos que creerla?

Había acabado de desabrochar los botones y la hizo volverse hacia él.

Una ancha banda elástica cubría su torso. Podía ser una faja o algo parecido, pero estaba claro que no estaba hecha para el pecho de una mujer. Estaba tan prieta que Trace no se explicaba cómo podía haber metido sus pechos allí, cuanto más otra cosa. Claro que había dejado de buscar un arma casi desde el principio.

Lo único que pretendía con aquel numerito era que se replanteara sus planes.

–¿Puede respirar con eso puesto?

–Respiro perfectamente.

Trace la miró a los ojos.

–Bájeselo.

Tenía los brazos sueltos junto a los costados y parecía relajada. Trace comprendió lo que se proponía. Lo vio en sus ojos. Sonrió de nuevo y susurró:

–Inténtelo.

Pareció sobresaltada:

–¿Qué?

–Se dispone a atacar, preciosa. Lo noto –miró su boca–. Si por conservar su pudor es capaz de arrojar por la borda sus planes, hágalo.

Ella apretó los dientes. Pareció pensárselo.

–Pero que sepa que no puede vencerme –añadió Trace, arrimándose un poco más–. Por hábil que sea, no será suficiente. Ni de lejos.

El tiempo pasó lentamente mientras se miraban. Los ojos de Priscilla se empequeñecieron, su respiración se hizo más profunda.

–Ahora o nunca –dijo Trace en tono provocador, y comprendió que, fuera por lo que fuese, quería que reaccionara.

Cada matiz, cada movimiento de sus densas pestañas le fascinaban. Nunca había conocido a una mujer como ella. Tenía que ser retorcida como Murray si estaba metida en aquel mundo, pero aun así lo cautivaba.

Lentamente, sin apartar la mirada de la suya, ella levantó las manos, enganchó los dedos en el borde de la banda elástica y comenzó a bajarla. Trace siguió mirando su cara. Vio que sus labios se entreabrían y que respiraba hondo. Tenía que estar más cómoda ahora, pero ¿por qué había ocultado sus curvas?

Trace sacó su navaja del bolsillo de atrás y la abrió. Priscilla apartó la mirada de sus ojos y observó la hoja con curiosidad. Ladeó la cabeza y volvió a mirarlo.

–Una navaja automática con mango ergonómico y hoja de ocho centímetros.

–Sabe de navajas.

–Sé de armas –seguía sin parecer asustada. En realidad, tenía un aire desafiante–. ¿Qué piensa hacer con eso?

–No se mueva –Trace intentó no mirar sus pechos, enrojecidos y arrugados por la presión de la maldita banda elástica. Sus pezones eran de color rosa oscuro, suaves y apetitosos.

Agarró la parte de arriba de la faja, la separó de su cuerpo y metió dentro la punta de la navaja. La banda elástica se rasgó suavemente en cuanto bajó la navaja. Trace la arrojó al suelo y volvió a guardarse la navaja en el bolsillo mientras la miraba. Clavó la mirada en sus pechos.

–¡Qué manera de torturar a esas dos bellezas!

Ella no dijo nada.

–¿Le importa decirme por qué?

Levantó la barbilla.

–Las tetas llaman la atención.

–De eso se trata, normalmente, ¿no?

En lugar de contestar, ella levantó las manos:

–¿Le importa?

Trace sintió una tensión en el abdomen. Intentando aparentar calma, señaló con la barbilla.

–Adelante.

«Vamos, por favor», pensó. «Tócate».

Ella soltó un suave gemido, echó la cabeza hacia atrás, acercó las manos a sus pechos y comenzó a masajeárselos lentamente. Cerró los ojos y exhaló otro suspiro.

Cada vez más excitado, Trace notó que sus manos eran pequeñas y sus pechos… no. Era delicioso mirarla masajear la piel irritada mientras dejaba escapar aquellos gemidos de puro placer. Sus manos femeninas, sin ningún adorno, de uñas cortas y limpias, frotaban sus pechos pálidos y voluptuosos como si intentaran aliviar su dolor.

Trace la agarró de las manos y ella abrió los ojos de golpe.

–Ya basta –dijo él entre dientes.

Ella sacó la punta de la lengua para humedecerse los labios.

–¿Se está poniendo nervioso?

–Más vale que no lo averigüe, se lo aseguro –sus manos eran el doble de grandes que las de ella, de modo que sus pulgares y las yemas de sus dedos se habían hundido en la carne suave y mullida de sus pechos–. ¿Va a marcharse de una vez? –preguntó.

Las pequeñas aletas de su nariz se hincharon cuando respiró bruscamente.

–Ni lo sueñe.

Trace se apartó de ella, furioso, pero dijo con frialdad:

–Abróchese la blusa y vuelva a remetérsela.

Ella obedeció deprisa, lo cual demostraba que su desnudez le inquietaba más de lo que quería aparentar.

–Ahora me quedará estrecha.

Trace se puso a un lado y volvió a guardar sus pertenencias en el bolso. Se alegró de haberse quedado con el permiso de conducir. Cuando se descubriera el pastel, como sin duda ocurriría, quería saber cómo identificarla. Teniendo en cuenta sus conocimientos de informática y sus contactos en la administración y el Ejército, seguir su pista sería pan comido.

–¿Ha acabado?

Ella se alisó el pelo y asintió.

–¿Ahora puedo ver a mi padre?

Trace estaba tan enfadado que no contestó. Le devolvió el bolso, la agarró del brazo y tiró de ella hacia la puerta.

Su instinto le decía que las cosas acababan de complicársele a lo grande. Y todo por culpa de Priscilla Patterson.

2

 

 

 

 

 

Priss entró en el ascensor privado como si tuviera todo el derecho a estar allí, como si su corazón no latiera con fuerza contra sus costillas, como si no tuviera los nervios a flor de piel. Le había costado un enorme esfuerzo conservar la calma. Había imaginado y descartado muchas posibilidades, pero no se le había ocurrido pensar que al llegar fuera a manosearla un hombre como aquel, un hombre tan poco parecido a los demás miembros de la organización. Él guardó silencio mientras subían en el ascensor, pero Priss lo sorprendió dos veces mirando su blusa. Sintió como si su mirada la traspasara. Y sabía lo que estaba mirando. Sin la venda, sus pechos llamaban mucho la atención. Los dichosos botones se abrían y la tela se tensaba.

–¿Se divierte? –preguntó con sarcasmo.

Él la miró más intensamente. Se quedó allí, con las manos unidas detrás de la espalda, relajado e impasible como si aquello no fuera con él.

–Se le ve la silueta de los pezones.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo por sofocar su furia.

–Váyase al infierno.

–¿Qué talla de copa usa? ¿La C? Puede que incluso la D.

Dios, no quería estar allí a solas con él, encerrada en un espacio tan pequeño con su olor invadiéndole los pulmones.

–Eso no es asunto suyo.

Él levantó una mano y, sin tocarla, hizo como que cubría su pecho derecho. Arrugó un poco el gesto mientras fingía sopesarlo.

–Yo diría que una C de las grandes.

Priss comenzó a notar un suave temblor que empezaba en su cuello y se extendía por su columna vertebral. Tenía que conservar la calma para enfrentarse a Murray Coburn, pero por alguna razón aquel hombre se había propuesto sacarla de sus casillas.

–He dicho que se vaya al infierno.

Él dibujó una sonrisa.

¡Y qué sonrisa! Priss no podía negar que era increíblemente guapo. Seguramente era un asesino a sueldo, pero aun así estaba como un tren. Aquel pelo rubio y revuelto, aquellos ojos intensos, de un color tan extraño…. Priss se estremeció.

Él levantó una ceja.

–¿Tiene frío?

–No –tenía que hacer algo para distraerlo–. No recuerdo cómo se llama.

–Nadie le ha dicho mi nombre.

–¿Es un secreto, entonces? –intentó hundir los hombros para que se le notaran menos los pechos–. Qué raro.

–Eso no va a servirle de nada –comentó él, refiriéndose a su postura–. Y si de verdad le interesa –le tendió la mano–, soy Trace Miller.

Ella no quiso volver a tocarlo.

–¿Es su verdadero nombre o un alias?

Trace apartó la mano con una sonrisa.

–¿Usted qué cree?

–Creo que me ha quitado el permiso de conducir.

Se quedó quieto un segundo y Priss experimentó un instante de satisfacción. Levantó las manos y canturreó:

–Yo lo sé todo, lo veo todo –luego esbozó una sonrisa desdeñosa–. Y, además, robar no es lo suyo.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron con un suave siseo. Trace la agarró del codo para que no saliera aún. Se inclinó hacia ella y le susurró:

–La verdad es que robar se me da de maravilla, lo que significa que, si piensa lo contrario, es que tiene mucha experiencia en ese asunto. Así que me pregunto qué hace aquí una mujer tan hábil, haciéndose pasar por la hija de uno de los empresarios más temidos y poderosos de esta zona.

Mierda. No debería haberle provocado. Era bueno, y naturalmente él lo sabía, el muy egocéntrico. Cuando intentó desasirse, la sujetó fácilmente. En ese momento, oyó otra vez:

–Vaya, vaya, ¿qué coño es esto?

Priss levantó la vista y vio a una mujer. Luego tuvo que levantar más aún la vista. Santo cielo, una amazona. Una auténtica amazona al acecho, desdeñosa y feroz, vestida de diseño de la cabeza a los pies.

Priss puso una cara dulce e inocente y respondió:

–Hola, he venido a ver a Murray Coburn.

De pronto, Trace se puso delante de ella. Priss entendió por qué cuando la amazona intentó acercarse sin duda con intención de apabullarla físicamente. Caramba. Priss se parapetó tras él e intentó ver qué ocurría. Trace movió los hombros y se quedó quieto otra vez sin hacer ningún ruido. La amazona tuvo que dar varios pasos atrás. Respiraba agitadamente y parecía furiosa.

Sí, era bueno. Realmente bueno. Priss odiaba reconocerlo, pero estaba impresionada.

–Vamos, vamos, Hell –dijo él en tono encantador–, esconde tus garras. Murray quiere verla.

La amazona soltó una especie de siseo, como una serpiente venenosa.

–¿Ha dicho si quería verla de una pieza?

Priss se tensó. ¿Aquella mujer quería atacarla así, por las buenas?

–No, no lo ha dicho, pero hasta que me diga lo contrario así va a seguir ella.

–Maldito seas, Trace –siseó ella, furiosa.

Él no se inmutó, y Priss tuvo que reconocer que era un parapeto de primera clase.

¿De veras la había defendido solo porque ese era su trabajo? Priss no lo creía. Al ponerse de puntillas para mirar por encima de su hombro, notó que era duro como una roca. Uf. Apretó sus músculos un poco, fascinada a su pesar.

¿Cuándo había sido la última vez que se había interesado por un hombre? Sin contar a Murray, claro.

La amazona esbozó lentamente una sonrisa cargada de desprecio.

–Uno de estos días, Trace, antes de lo que piensas, tú y yo saldaremos cuentas. Cuenta con ello –giró sobre sus altísimos tacones y se alejó contoneándose.

–¿Una amiga suya? –preguntó Priss.

Trace se volvió tan bruscamente que tuvo que dar un salto para apartarse de él.

–No parece muy contento –comentó Priss. Y se quedaba muy corta–. Era solo una pregunta.

Él la miró conteniendo su cólera.

–No provoques a esa mujer bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido? –le dijo tuteándola.

Intrigada por su advertencia, Priss intentó mirar más allá de él, hacia el lugar por el que había desaparecido la mujer. Trace no se lo permitió. La agarró bruscamente de la cara con su mano grande y dura.

–Te cortará el cuello sin dejar de sonreír. Y aquí nadie se lo impedirá. ¿Entendido?

–Eh… –le costó hablar mientras él le apretaba las mejillas, pero se sintió obligada a decir, tuteándolo también–: Se lo has impedido.

–Esta vez –se inclinó como si fuera a besarla, pero la miró con dureza–. Pero no siempre estaré cerca.

–Tomo nota. Ya puedes dejar de estrujarme la cara.

Trace la soltó y ella movió la mandíbula.

–Capullo. Me salen moretones enseguida.

Él la agarró del codo y tiró de ella hacia delante.

Estaban rodeados de lujo. Cuadros auténticos en las paredes. Techos de cuatro metros de alto. Suelos de mármol pulido. Y ventanas con cristales tintados por todas partes.

Al ver que se rezagaba intentando fijarse en todo, Trace la llevó a rastras.

–Por aquí.

–Así que mi querido papaíto es rico, ¿eh?

–Más te vale pensar en lo poderoso que es, no en su posición económica.

–Conque tiene influencias, ¿eh?

Trace no pareció sorprendido al ver que dejaba de fingirse cándida e inocente.

–Más de las que crees o no estarías aquí.

Pasaron por delante de una mesa en la que una joven mantenía la cabeza gacha y los hombros hundidos. Trace se dirigió a ella con voz suave, como si hablara con una niña:

–Nos está esperando, cielo. Dile que estamos aquí.

–Sí, señor –utilizando un interfono, anunció–: Señor Coburn, el señor Miller está aquí con una señorita.

–Dígale a esa señorita que pase. Y a Trace también. Quiero que esté presente.

Priss intentó echar a andar, pero él se quedó parado y ella tuvo que detenerse.

–¿Y bien? –le dio un empujón en el hombro–. ¿Qué pasa ahora?

Trace se mordisqueó el labio superior. Priss habría jurado que estaba nervioso. Tras dudar un momento, la apartó de la mesa y apretó con fuerza su brazo.

–Escúchame y escúchame bien. No le des información personal que pueda facilitarle las cosas para localizarte. Protege tu intimidad todo lo que puedas. Yo intentaré mantenerlos a raya si puedo. Cuando salgas de aquí, no vayas a ningún lugar al que suelas ir –le frotó el brazo con el pulgar–. ¿Llevas dinero encima?

Priss lo miró pasmada.

–¿De veras estás intentando protegerme?

¿Había malinterpretado su papel en todo aquello?, pensó ella.

–¿Llevas dinero encima? –insistió él, enfadado.

–Dentro del zapato.

Él se incorporó. Parecía impresionado.

–Buena chica.

Priss lo entendió entonces.

–¿Por eso me has birlado el permiso de conducir? –soltó una risilla nerviosa–. ¿Para que no me la quitaran ellos?

–Vamos –Trace echó a andar de nuevo–. No conviene hacer esperar a Murray.

Al llegar a las enormes puertas del despacho, Trace giró el pomo, echó una rápida ojeada dentro y le indicó que pasara.

Al entrar, Priss comprendió enseguida por qué había mirado antes de dejarla pasar.

La amazona estaba esperándolos.

Un poco más calmada, se había sentado en la esquina del enorme escritorio de Murray Coburn. El sol que entraba a raudales por los ventanales la bañaba en su resplandor, arrancando destellos azulados a su cabello negro como el azabache. Su mirada malévola siguió cada movimiento de Priss.

Sin darse cuenta, Priss se arrimó un poco más a su defensor.

–Priscilla Patterson –dijo Trace como si hiciera falta una presentación formal. Señaló hacia su padre–. Murray Coburn. Y la encantadora dama que lo acompaña es Helene Schumer.

¿La encantadora dama? A Priss le dieron ganas de vomitar.

Murray la observó con atención desde detrás de su mesa.

–Has llegado hasta aquí, pequeña, así que no te acobardes ahora.

¿Se había acobardado? Esa era la impresión que quería dar, pero esta vez no lo había hecho a propósito. Tenía la sensación de haber entrado en el nido de una víbora.

–¿Dónde quieres que se siente? –preguntó Trace.

Murray la recorrió lentamente con la mirada, fijando los ojos en sus pechos.

–En esa silla –dijo Murray señalando una de las sillas que había frente a su mesa, demasiado cerca de los puntiagudos zapatos de la amazona.

Priss la miró. ¿Cómo la había llamado Trace? Hell, diminutivo de Helene. Sí, le venía que ni pintado.

Esbozó una sonrisa trémula.

–Le agradezco mucho que haya accedido a recibirme. Sé que esto es toda una sorpresa, y no me habría extrañado que se hubiera negado.

–Siéntate –ordenó Murray, impertérrito.

Priss procuró disimular cualquier indicio de hostilidad y fue a sentarse al borde de la silla, lista para saltar si la amazona apuntaba a su cabeza.

Trace se quedó de pie tras ella. Murray pensó probablemente que se había colocado allí para hacer que se contuviera. Hacía poco tiempo que se conocían, pero Priss solía acertar cuando juzgaba a la gente, y estaba segura de que, fuera cual fuese su papel en los turbios negocios de su padre, Trace Miller no le haría daño.

Abrió la boca para decir algo, pero Murray se le adelantó.

–Nunca me he tirado a una pelirroja.

–Ah –Priss se puso nerviosa. ¿De modo que no tenía intención de hacerse pasar por un empresario educado, de fingir que no era un patán? ¿Tanto dinero y tanto poder tenía que no necesitaba ocultar su verdadero carácter?

Ojalá pudiera sonrojarse a voluntad, pensó Priss, pero no podía. Se tocó la larga coleta.

–Tengo el color de pelo de mi abuela. Mi madre lo tenía más oscuro –señaló hacia la mujer apoyada en la mesa–. Muy bonito, igual que el de ella.

Hell se inclinó, tensa y amenazadora.

Murray levantó tranquilamente una mano para advertirle que se apartara. Hell obedeció a regañadientes. Su padre se levantó lentamente de su asiento. Priss lo miró con desconfianza. ¿Intentaría matarla sin más, como sospechaba Trace?

Cuando Murray apoyó la cadera contra la parte delantera de su mesa, Priss casi se derritió de alivio. Hasta que su enorme pie chocó con el suyo.

Priss reprimió el impulso de apartarse. Su instinto le decía que aquel gesto sutil no era precisamente paternal.

¿Era una prueba? ¿Una advertencia?

Ignoraba cuáles eran sus verdaderas intenciones. Solo sabía que le daba náuseas. Y como solía confiar en lo que le decían las tripas, comprendió que no debía bajar la guardia.

Murray señaló con la cabeza hacia sus pechos con la mirada encendida y la boca un poco floja.

–¿No llevas sujetador?

Se puso muy colorada.

–Yo…

Trace se removió.

–Llevaba una especie de sujetador deportivo muy apretado, pero, como podía ocultar un arma, lo corté y se lo quité.

Priss esperó la reacción de Murray. No fue la que esperaba.

–Entiendo –la miró a los ojos–. ¿Tu madre tenía los pechos grandes?

Santo cielo, el muy cretino ni siquiera le había preguntado aún cómo se llamaba su madre y ya quería saber qué talla de sujetador usaba. Era más repugnante de lo que había imaginado.

Por dentro se retorció de furia, pero a pesar de todo balbució como una virgen:

–Pues… sí –de pronto recordó lo que había ensayado–. Después de que usted la dejara, no volvió a desear a otro hombre. Así que hizo lo posible por… ocultar su figura.

–¿Igual que tú, poniéndote esa cosa que te ha quitado Trace?

–Sí –se tiró de la blusa, intentando cerrar el hueco entre los botones–. Estoy muy incómoda así.

–Deberías estar orgullosa de lo que tienes. Es un auténtico incentivo.

Uf, aquella no era una conversación muy adecuada entre un padre y una hija.

–Señor, quiero que sepa…

–¿Cómo se llamaba tu madre?

¡Vaya, ya era hora!

Respiró hondo, pero no consiguió aliviar la tensión que notaba en el pecho.

–Patricia Patterson –esperó, pero él no dio indicios de recordar el nombre, ni mostró especial interés. Priss añadió–: Tengo veinticuatro años, así que hace unos veinticinco que la conoció.

–Yo tendría treinta y dos en esa época –se frotó la barbilla mientras recordaba el pasado. Luego se detuvo–. ¿Murió?

Priss agachó la cabeza, no solo por pena, sino también para ocultar la rabia que sentía al pensar cómo había sufrido su madre antes de morir.

–Sí. Murió hace tres meses.

–¿De qué? –preguntó Murray.

–Tuvo un derrame cerebral. No murió enseguida…

Mientras Priss hablaba, Murray se volvió hacia Hell y pidió una copa. Hasta se permitió sonreír y darle un beso en la boca cuando ella empezó a refunfuñar. Sus labios quedaron manchados de carmín rojo.

Su desinterés no podía haber sido más evidente.

Hell se bajó de la mesa y cruzó el despacho para servir la bebida mientras Murray sacaba un pañuelo y se limpiaba la boca.

Entre tanto, Priss le contó la horrible historia de la enfermedad de su madre.

Cuando había ideado su plan, había imaginado a un monstruo insensible. Se había preparado para encontrarse con un villano repugnante. Pero aquella total falta de pudor… Murray era un psicópata. Era imposible que poseyera una sola emoción verdadera.

En algún momento, mientras construía su imperio de corrupción, había llegado a sentirse tan cómodo con su poder y su influencia que ya no se molestaba en ocultar su mezquindad innata. Tenía una red de conspiradores que mentía por él y le cubría las espaldas.

Priss cerró los puños sin darse cuenta. Mientras Hell le daba su copa a Murray, Trace le tocó el hombro casi imperceptiblemente. No la miró, pero Priss entendió de todos modos su advertencia.

Mostrar su juego tan pronto podía ser letal para ella.

Murray bebió un sorbo de su copa y preguntó:

–Entonces, ¿sufrió?

Priss apretó los dientes y asintió con un gesto.

–Sí, muchísimo.

Él bebió de nuevo.

–No la recuerdo.

Claro que no. La suya no había sido una verdadera relación, ni remotamente. Murray había utilizado a su madre para ganar dinero y solo un giro del destino había permitido a Patricia Patterson escapar con vida de él.

Priss se esforzó por relajar los músculos.

–Entiendo. Fue hace mucho tiempo.

–No voy a darte un céntimo, ¿sabes? –Murray meneó la copa, haciendo tintinear los cubitos de hielo mientras le sonreía–. Si has venido por dinero, estás perdiendo el tiempo.

Como si ella quisiera algo de él… aparte de arrancarle el corazón.

–No me malinterprete, por favor. No quiero ni espero nada de usted. Es solo que, ahora que ha muerto mi madre, estoy sola.

Los ojos de Murray brillaron y volvió a mirarla de arriba abajo.

–¿No tienes más familia? ¿Ni marido, ni novio?

–No, señor. Por eso quería conocerlo. Y… –intentó mostrarse tímida–. Pensaba que quizá, si le apetece, podríamos llegar a conocernos mejor –se apresuró a añadir–: No tiene usted ninguna obligación de hacerlo, desde luego, es solo que… ahora es la única familia que me queda.

–No seas patética –saltó Hell y, poniéndose delante de ella con los brazos en jarras, sacó pecho–. ¿Por qué iba a creer Murray que eres su hija? ¿Cómo va a ser familia de una zorrita tan fea como tú?

Trace resopló y Murray se echó a reír.

–¿Qué pasa? –tras lanzar a Trace una mirada de odio, Hell se volvió para mirar a Murray–. ¿Es que veis algún parecido?

–No, ninguno. Pero aunque lleve esa ropa, no tiene nada de fea –lanzó a Trace una mirada de hombre a hombre–. ¿Tú qué dices, Trace?

–Es muy sexy.

Murray sonrió y levantó su copa en un brindis.

–Ahí lo tienes, Hell.

Ella agarró un pisapapeles de la mesa de Murray.

–No será tan sexy cuando acabe con ella.

«Santo cielo», pensó Priss, asombrada por su agresividad. ¿Debía huir? No: Trace se puso de nuevo delante de ella. Hasta consiguió agarrar el proyectil cuando Hell soltó un chillido y lo lanzó.

Murray se rio estentóreamente y tiró de Hell para que lo mirara.

–Eres una bruja muy celosa, Helene, y normalmente me divierte que lo seas –dejó de reírse de pronto y su mirada se endureció–. Pero ahora no.

Hell pareció tomarse la advertencia en serio y se apartó.

–Esto es un asunto de negocios –añadió Murray en tono más suave, y le pellizcó la barbilla–. Y ya deberías saber que no debes mezclarte en mis negocios.

Hell pareció tranquilizarse. Hasta esbozó una sonrisa.

–Entiendo.

–¿Negocios? –preguntó Priss. ¿Tan fácil podía ser introducirse en su círculo privado?

Murray alargó una mano y chasqueó los dedos. Trace agarró el bolso de Priss y se lo pasó. Murray lo vació sobre su mesa de caoba, tomó su cartera y la registró.

–¿No llevas documentación? –preguntó, ceñudo.

Trace había acertado en lo del permiso de conducir.

–Eh… Me mudé hace poco aquí. Desde Carolina del Norte. Allí era donde vivía con mi madre.

–Si no conduces, ¿cómo has llegado aquí?

–¿En autobús?

–¿Me lo preguntas a mí?

Priss se dio cuenta de cómo lo había dicho y reformuló su respuesta:

–No sabía si se refería aquí, a su despacho, o a Ohio. En todo caso, vine en autobús.

Murray entornó los ojos.

–¿Dónde te alojas?

Priss pensó a toda prisa, recordando la advertencia de Trace.

–En un hotel –le dio el nombre de uno que estaba a casi diez kilómetros de su apartamento alquilado.

Hell tomó una fotografía.

–¿Es tu madre?

–Sí.

La otra sonrió, burlona.

–Ya entiendo por qué la dejó Murray.

«Pronto», se dijo Priss. Muy pronto la haría pagar por aquel insulto.

–Mi madre nunca se lo reprochó. Dijo que sabía que lo suyo fue una aventura pasajera y que nunca había esperado nada más –volvió a mirar a Murray y vio que estaba observando sus pantorrillas–. Por eso nunca se puso en contacto con usted para hablarle de mí. Sabía que no querría responsabilizarse de una niña de la que no sabía nada.

Murray se rio.

–¿Eso te dijo?

–Sí. Me dijo que era usted un hombre poderoso y que no podía cargarlo con esa responsabilidad, sabiendo lo que sentía.

–Quería protegerte.

–Sí.

–Y no se equivocó –cruzó los brazos sobre el pecho.

Priss vio que eran el doble de grandes que los de Trace, a juego con su cuello y su espalda colosal. Pero, si hubiera tenido que elegir, habría apostado por Trace sin dudarlo. Aquel hombre irradiaba confianza en sí mismo y en sus capacidades. Tal vez no fuera tan brutal como Murray, pero era eficaz.

Seguramente por eso lo había contratado Murray.

Murray esbozó una sonrisa burlona.

–Nunca he querido tener hijos, pero ya es irremediable, ¿no?

Priss se lo tomó como una pregunta retórica y mantuvo la boca cerrada.

Murray la agarró del brazo sin hostilidad pero bruscamente, la levantó y la hizo dar una vuelta para inspeccionarla desde todos los ángulos.

–He tomado una decisión.

–¿Sobre qué? –preguntó ella esperanzada.

–Comeremos juntos para ir conociéndonos mejor.

–Ah –dijo Priss, desconcertada–. Sí. Eso sería fantástico.

«Podría matarte mientras comemos. Seguramente me daría tiempo».

–Pero todavía no.

–¿Qué? –preguntó Priss, confusa.

Murray la observó con una mirada desdeñosa.

–No vas precisamente a la última moda, ¿no crees? Si voy a dejarme ver contigo en público, habrá que hacer ciertos… ajustes.

–¿Ajustes?

–Supongo que te das cuenta de que te hace falta ropa más favorecedora, además de un repaso completo –antes de que pudiera protestar, añadió–: Pago yo, claro –y añadió con una sonrisa zalamera–: Es lo menos que puedo hacer.

–¿Quieres que me encargue de ello? –preguntó Trace con aire aburrido.

Murray asintió.

–Sí, de acuerdo. Llévala a comprar ropa nueva y pide cita en el salón de belleza. El lote completo, Trace. Maquillaje, peluquería, depilación… –esbozó una sonrisa procaz–. Lo que haga falta.

Priss intentó disimular su perplejidad. Trace seguía pareciendo aburrido.

–No hay problema.

–Cuando salgas –añadió Murray–, pásate por la mesa de Alice y dile que te dé cita conmigo para comer.

–¿Alguna fecha en concreto?

Sin soltar el brazo de Priss, Murray volvió a mirarla de arriba abajo. Luego se encogió de hombros.

–Después de que la hayan puesto a punto, en cuanto esté libre.

–Entendido.

Priss se había quedado boquiabierta de asombro. Nadie se había molestado en preguntarle nada.

–¿De compras? –intentó parecer agradecida–. Es… es usted muy generoso, pero la verdad es que no necesito…

Hell volvió a acercarse.

–¿Te das cuenta de lo importante que es Murray? ¿Sabes la influencia que tiene? No puede dejar que lo vean contigo con esa pinta de… –buscó una palabra y se decantó por una no demasiado insultante– de palurda.

–Pero… –le dieron ganas de darle una paliza. Un buen golpe con la palma en la nariz. Compuso una sonrisa nerviosa–. Es que no quiero abusar.

Hell dejó escapar un sonido desdeñoso. Recogió el contenido de su bolso y se lo puso todo en los brazos.

–Has estado abusando desde el momento en que te presentaste aquí diciendo que eras su hija. Acepta la generosidad de Murray. La necesitas.

–Calma, Helene. No hay por qué ponerse así –Murray soltó una risilla y preguntó–: ¿Verdad que no, Priscilla?

–Pues… Claro que no… Quiero decir que… –volvió a guardarlo todo en el bolso con esfuerzo–. Si de verdad está seguro de que quiere hacerlo…

–Llévala a casa, Trace –la interrogó Murray–. Asegúrate de que llega sana y salva –le lanzó una mirada cargada de intención–. Viva donde viva.

–Me ocuparé de ello –Trace la agarró de nuevo del brazo para sacarla del despacho.

Priss oyó a su espalda que Hell empezaba a refunfuñar en voz baja y que Murray volvía a reírse.

Tras cerrar la puerta, Trace le tiró del brazo para sacarla de su ensimismamiento:

–Bueno, vamos.

Priss hizo que tirara de ella todo el camino. Pero Trace solo fue hasta la mesa de la recepcionista.

–Hola, cielo. ¿Puedes echar un vistazo a la agenda de Murray? Quiere fijar una cita para una comida.

–Claro, Trace –Alice se puso un mechón de pelo detrás de la oreja y comenzó a teclear. Sus finos dedos volaron sobre el teclado.

Priss entre tanto volvió a observar a Trace. Con Alice usaba un tono muy amable, mucho más amable que el que había usado con Hell o con ella. Hasta parecía… simpático.

¿Habría algo entre ellos? Priss estuvo pensándolo. Y sacudió la cabeza. No, era poco probable.

Alice lo miró con sus grandes ojos marrones.

–Mañana está libre un par de horas.

No, no, no. No estaba lista aún.

Trace frunció el ceño y, para alivio de Priss, dijo:

–No hay tiempo suficiente para que la prepare.

Alice miró a Priss con repentina compasión.

–Ah. Entiendo.

¿Cómo que «ah»? ¿Qué había visto en ella?, se preguntó Priss. Molesta por que Trace la ignorara de aquel modo, fue a sentarse a una silla de cuero, pero él la agarró de la muñeca y la mantuvo a su lado.

–A principios de la semana que viene tiene tres horas libres. Así tendrías todo el fin de semana para… acabar.

–Con eso será suficiente. Elige un buen sitio y haz la reserva. El que más le guste a Murray, ¿de acuerdo? Luego me darás los datos.

Como no podía cruzar los brazos porque Trace seguía agarrándola, Priss comenzó a dar golpecitos con el pie en el suelo. Era el único modo que tenía de hacer visible su enfado.

Pero entonces Trace puso el pie sobre el suyo, sin fuerza, pero dejando claro lo que quería. Ni siquiera la miró.

–De acuerdo –dijo Alice.

–Gracias, tesoro –se incorporó de nuevo y, tras apartar el pie, fijó en Priss su peligrosa mirada–. Vamos.

Ella lo siguió hasta el ascensor sin rechistar. Estaba deseando respirar aire puro.

El ascensor los llevó directamente hasta el aparcamiento privado del sótano.

–He aparcado fuera…

Trace tiró de ella haciendo que pareciera que había tropezado y mientras la sujetaba le dijo en voz baja:

–Nos están vigilando.

–Ah –no miró a su alrededor, pero se le puso la piel de gallina al pensar que los estaban observando. ¿La estaba viendo Murray en ese preciso instante? Reprimió un escalofrío de temor.

Trace se detuvo delante de un lustroso Mercedes negro con las ventanillas tintadas. Priss enarcó las cejas.

–Caramba.

Él abrió la puerta del copiloto y ella entró sin hacerse de rogar.

–Abróchate el cinturón –cerró su puerta, rodeó el capó y se sentó tras el volante. Cuando las puertas estuvieron cerradas, respiró hondo varias veces, apoyó las manos en el volante y lo agarró con tal fuerza que se le transparentaron los nudillos.

Consciente de que no podían verlos a través de las ventanillas tintadas, Priss enarcó las cejas:

–¿Aquí estamos seguros?

Él giró la cabeza bruscamente y clavó en ella una mirada llena de rabia.

–Debería ahorrarme un montón de problemas y matarte aquí mismo, antes de que me lo ordene Murray.

¡Maldita sea! Priss echó mano del tirador de la puerta, pero los cierres bajaron automáticamente y comprendió que no iba a ir a ninguna parte a menos que Trace quisiera dejarla marchar. Un montón de ideas desfilaron por su cabeza. ¿Debía enfrentarse a él ya, o esperar a que estuvieran en la calle? ¿Debía atacar? ¿A la cara primero, o mejor a la entrepierna?

Echó un vistazo a Trace y comprendió que, intentara lo que intentara, estaría preparado.

3

 

 

 

 

 

Consciente de la rabia contenida de Priscilla, Trace puso el coche en marcha y se dirigió a la rampa de salida.

–¿Cómo es tu coche y dónde has aparcado?

–Eh…

Sintió que ella se tensaba, seguramente esperando a que salieran a la calle para abalanzarse sobre él.

Sacudió la cabeza.

–Nunca he pegado a una mujer –la miró–. Pero siempre hay una primera vez.

La sorpresa suavizó su expresión hostil.

–¿Qué?

–Te sugiero que no me pongas a prueba, Priscilla. Estoy muy enfadado. Podría darte la tunda que te mereces.

Comprendiendo que solo se estaba desahogando, ella dejó caer los hombros. Hasta se permitió burlarse un poco de él:

–¿La tunda que me merezco? No seas bruto –dejó su bolso en el suelo, delante del asiento, y echó la cabeza hacia atrás. Luego, como si se lo pensara mejor, añadió–: Además, yo no lo permitiría.

¿De veras creía que podía detenerlo si se ponía un poco duro? ¡Qué idiotez!, pensó. él. Pero hizo bien en relajarse. Él no tenía intención de maltratarla.

Por lo que a él respectaba, ya la habían maltratado suficiente ese día.

–Aparqué a dos manzanas de aquí, por si acaso, ¿sabes? Es un Honda Civic azul oscuro.

–Mandaré a alguien a recogerlo.

–Así como así, ¿eh? –se estiró y bostezó–. ¿No necesitas mis llaves?

Cuando se quitó los zapatos, movió los dedos y exhaló un suspiro, Trace se enfadó aún más.

–¿Ya te sientes mejor?

–Pues sí –giró la cabeza para mirarlo y hasta sonrió un poco–. Saber que no tienes intención de asesinarme es un gran alivio.

–No te relajes demasiado. Todavía estás con el agua al cuello.

Priss se volvió hacia él.

–Sí, ya lo sé. Bueno, ¿qué está pasando aquí? ¿Qué es esa idiotez de la ropa y todo eso?

–Necesitas vestuario nuevo para lucir tus encantos.

–Mis… –se quedó boquiabierta cuando por fin entendió lo que ocurría–. ¡Ese hijo de perra! Le he dicho que era su hija.

–¿Creías que a Murray iba a importarle una hija de la que no sabía nada? Espabila de una vez –le costaba creer que fuera tan ingenua–. Jamás permitiría que alguien reclamara algún derecho sobre su imperio. El hecho de que seas su hija no va a enternecerlo. Al contrario, te convierte en un peligro para él.

–Pero… me han visto con él. ¡Me ha visto un montón de gente!

–Personas que trabajan para él.

–¿Y que hacen todo lo que él les ordena?

–Exactamente.

–Entonces, ¿qué piensa hacer? ¿Venderme al mejor postor? –al ver que Trace fruncía el ceño, pero no contestaba, añadió–: ¿Piensa llevarme al extranjero o solo a algún sitio apartado? Apuesto a que tiene contactos en California y Arizona, ¿a que sí?

Trace la miró de nuevo. ¿Qué sabía aquella tal Priscilla Patterson de aquel negocio? Murray Coburn no había cosechado su fama cometiendo errores o dejando que se filtrara información sobre él.

–¿Cómo dices?

–Vamos, Trace, corta el rollo –en lugar de parecer asustada o preocupada, parecía estar barajando posibilidades–. Los dos sabemos cómo se hizo rico Murray. ¿No?

–¿Por qué no me lo explicas?

Ella se volvió a medias para mirarlo.

–¿Quieres que empiece yo? ¿Es una especie de prueba o algo así? Muy bien, no hay problema –se inclinó hacia él–. Tráfico de mujeres.

Trace procuró no reaccionar.

–Yo pensaba que el muy cerdo solo se dedicaba a las inmigrantes. Porque sé que las agencias de contratación, por rentables que sean, solo son una tapadera. Lo que de verdad le da dinero es otra cosa –se quedó mirando por la ventanilla y no preguntó adónde la llevaba Trace–. Claro que, si se da cuenta de que puede ganar dinero con mujeres de aquí, supongo que pensará en ampliar el negocio.

Trace no pensaba confirmar ninguna de sus suposiciones. Porque tenían que ser suposiciones. Aquella mujer no podía tener información de primera mano porque los datos eran muy escasos y era casi imposible conseguir pruebas. Trace no se fiaba de ella en absoluto, pero su teoría planteaba algunas cuestiones interesantes.

–¿Qué sabes tú del tráfico de mujeres?