A merced de un hombre arrogante - Venganza entre las sábanas - Daphne Clair - E-Book

A merced de un hombre arrogante - Venganza entre las sábanas E-Book

Daphne Clair

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Beschreibung

A merced de un hombre arrogante Daphne Clair ¡Marco Salzano está furioso! Un momento de pasión en el calor del carnaval ha tenido su precio. Furioso y presa de las sospechas, el arrogante venezolano va en busca de su amante de una noche para reclamar a su hijo. Pero Marco se equivoca de mujer.Haciéndose pasar por su hermana, la frágil Amber convence a Marco de que el niño en cuestión no es hijo suyo. Sin embargo, cuando Marco descubre el engaño, decide hacer de Amber no su amante, sino su esposa. Venganza entre las sábanas Lucy Gordon El arrogante noble italiano Salvatore Veretti se puso furioso al saber que una joven y bella mujer había heredado la empresa que él consideraba suya. ¡Sin duda esa mujer estaba detrás de la fortuna de la familia! Salvatore reclamaría lo que le pertenecía de un modo despiadado... y le demostraría a esa descarada que no podía luchar contra él.Pero después de conocer a la ingenua y obstinada Helena, Salvatore cambió de táctica... Ya no intentaría echarla del negocio, sino que ¡se cobraría su venganza entre las sábanas!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 421 - Octubre 2021

 

© 2009 Daphne Clair De Jong

A merced de un hombre arrogante

Título original: Salzano’s Captive Bride

 

© 2009 Lucy Gordon

Venganza entre las sábanas

Título original: Veretti’s Dark Vengeance

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-950-0

 

Índice

 

Portada

Créditos

A merced de un hombre arrogante

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

 

Venganza entre las sábanas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

AMBER Odell acababa de fregar tras su solitaria cena cuando sonó el timbre de la puerta, imperiosa y prolongadamente.

Salió de la cocina y recorrió el corto pasillo. Los tablones de madera bajo la vieja alfombra crujieron bajo las pisadas de sus pies descalzos. El antiguo edificio de un barrio de las afueras antaño de moda había pasado de ser una mansión a un orfanato y a una pensión antes de, a finales del siglo XX, pasar por una remodelación y ser dividido en pisos. Amber tenía suerte de haber alquilado uno de los apartamentos del piso bajo a un precio razonable a cambio de encargarse ella de pintarlo.

Encendió la luz del porche y titubeó al ver la forma de una persona alta tras los paneles de cristal rojo y azul de la parte superior de la puerta.

Con cautela, Amber abrió la puerta.

La luz del porche iluminaba el ondulado cabello negro peinado hacia atrás de un atrayente rostro de tez color oliva con pronunciados pómulos y nariz imperiosa. Los intransigentes rasgos faciales y la sombra de una barba incipiente contrastaban extrañamente con la sensualidad de la boca, a pesar de estar cerrada firmemente.

Sus ojos captaron vagamente unos anchos hombros, una camiseta blanca y unas largas y fuertes piernas enfundadas en unos pantalones verde oliva. Ropa deportiva que, sin embargo, dejaba vislumbrar estilo y dinero.

Pero su atención se centró, fundamentalmente, en una mirada oscura como el carbón que parecía llena de ira.

Lo que no tenía sentido. Ella jamás había visto a ese hombre.

Aunque no era porque no se mereciera que le vieran. A Amber le perturbó la respuesta femenina que el aura de virilidad de ese hombre le provocó.

Apartándose un mechón de cabello rubio que le caía por los hombros que la camiseta de tubo sin tirantes le dejaba al desnudo, Amber abrió la boca para preguntarle qué quería.

Antes de poder decir nada, una intensa mirada se le clavó en la ancha franja de algodón que le cubría los pechos para luego bajar hacia la piel desnuda entre la camiseta de tubo y los pantalones cortos azules; después, se le paseó por las piernas antes de volver a su rostro.

Amber enrojeció de ira y sorpresa por la forma como el pulso se le había acelerado bajo la impertinente inspección. Alzando la barbilla, iba a preguntarle qué quería cuando él se le adelantó:

–¿Dónde está?

Amber, perpleja, parpadeó.

–Creo que ha cometido…

–¿Dónde está? –repitió ese hombre con voz áspera–. ¿Dónde está mi hijo?

–¡Aquí no, desde luego! –le informó Amber. Quizá ese hombre se hubiera confundido con algún otro de los inquilinos–. Se ha equivocado de casa. Lo siento.

Comenzó a cerrar la puerta, pero el hombre, con facilidad, volvió a abrirla y entró en el vestíbulo.

Amber abrió la boca para gritar con el fin de que sus vecinos de la casa de al lado, unos estudiantes, o el periodista que vivía en el piso de encima del de ella, la oyeran y bajaran a ver qué pasaba. Sin embargo, lo único que logró emitir fue un sonido ahogado cuando el hombre le cubrió rápidamente la boca con una mano mientras la empujaba contra la pared. Ella sintió el calor de su esbelto y duro cuerpo, casi tocándola.

–No sea tonta. No tiene nada que temer –dijo él con un ligero acento extranjero con intención de calmarla.

Ahora parecía exasperado en vez de enfadado. De repente, la soltó y dijo:

–Vamos, seamos razonables.

«¡Eso, seamos razonables!», pensó ella.

–¡Lo razonable es que se vaya antes de que llame a la policía!

El ceño de él se arrugó y un brillo de enfado volvió a iluminar sus ojos otra vez.

–Lo único que le pido es ver a mi hijo. Usted tiene…

–¡Ya se lo he dicho, su hijo no está aquí! No sé por qué cree que…

–No la creo.

–Oiga, ha cometido un error. Yo no puedo hacer nada y le pido que se marche.

–¿Que me marche? – dijo él, pareciendo ofendido–. ¿Después de volar desde Venezuela a Nueva Zelanda? Llevo sin dormir…

–Eso no es problema mío –le informó Amber.

Amber fue a abrir la puerta otra vez, pero él, adelantándose, puso la mano en la puerta manteniéndola cerrada.

–Si mi hijo no está aquí… ¿qué ha hecho con él?

–¡Nada!

–¿Qué es lo que se trae entre manos? –preguntó él mientras le recorría el cuerpo con ojos hostiles–. Desde luego, si ha tenido un hijo, no se le nota.

–¡Yo no he tenido hijos! –le recordó ella.

Entonces, él le agarró los brazos y Amber hizo un esfuerzo por contenerse y no darle una patada. Si mantenía la calma, quizá lograra convencerle de que se marchara.

–¿A qué está jugando? –preguntó él–. ¿Por qué me escribió?

–¿Que yo le escribí? –dijo Amber con incredulidad–. ¡Pero si ni siquiera le conozco!

Por fin, él le soltó los brazos, su morena piel oscureciendo.

–En cierto modo, es verdad –dijo él con altanería, sus ojos casi ocultos bajo las pestañas más largas y más espesas que ella había visto en un hombre–. Pero, por un breve espacio de tiempo, nos conocimos íntimamente. Eso no puede negarlo.

Justo en el momento en que iba a hacer eso precisamente, una sospecha acechó a la mente de Amber. Venezuela. Sudamérica…

No. Sacudió la cabeza para rechazar la idea al momento. Ese hombre estaba loco, eso era todo.

–Muy bien –dijo él con impaciencia, malinterpretando la reacción de ella–. Es una cuestión de semántica. De acuerdo, no hubo ninguna intimidad emocional. Pero lo llame como lo llame, no puede haberlo olvidado. ¿Qué esperaba conseguir con escribirme esa carta? ¿Esperaba que le enviara dinero y que me olvidase del asunto?

–¿Qué… qué carta? –¿Era posible…? ¡No!

–¿Envió más de una? –preguntó él arqueando las cejas con cinismo–. Yo hablo de la carta en la que me pedía ayuda económica para mantener a la criatura que usted había dado a luz y en la que me comunicaba que yo soy el padre.

Durante un momento, Amber se sintió casi mareada e, involuntariamente, se llevó la mano a la boca para contener una exclamación. Después, con voz temblorosa, dijo:

–Yo jamás le he enviado una carta, se lo juro.

Él pareció momentáneamente desconcertado; después, su expresión se volvió a endurecer.

–En la carta decía que su situación era desesperada. ¿Era simplemente un intento de extorsión y, en realidad, no hay un niño?

Amber tomó aire, pensando, y dijo lentamente:

–¿Me creería si le dijera que se ha equivocado de mujer?

Él frunció el ceño y se echó a reír.

–Sé que aquella noche bebí más de la cuenta, pero no estaba tan borracho como para no recordar el rostro de la mujer con la que me acosté.

Amber, cada vez más angustiada, no pudo responder.

–¿Tiene la costumbre de pedir dinero a los hombres con los que se acuesta una noche? –insistió él con gesto desdeñoso.

–Yo no voy acostándome por ahí con cualquiera –le espetó ella–. Y tampoco he intentado nunca sobornar a nadie.

–¿Así que debo considerarlo un privilegio? –preguntó él con dureza bajo un tono sedoso de voz–. Y a pesar de negarlo, fue sólo una noche la que estuvo conmigo. Jamás volvimos ha tener contacto… es decir, hasta que me escribió esa carta pidiéndome dinero y diciendo que yo era el padre de su hijo.

–¡Yo jamás he hecho nada semejante! –exclamó Amber–. No me está escuchando, ¿verdad? Yo no sé…

–¿Por qué voy a creer mentiras?

–Yo no estoy mintiendo. ¡Se equivoca completamente respecto a mí!

Él extendió las manos y la agarró de las muñecas.

–En ese caso, demuéstreme que mi hijo no está aquí.

Quizá eso le convenciera del error que estaba cometiendo y se marchara.

–Está bien –dijo ella. No llevaría mucho tiempo, el piso sólo tenía tres habitaciones pequeñas, además de la cocina y el cuarto de baño–. Vaya y vea por sí mismo.

Él le lanzó una mirada sospechosa y tiró de ella por la muñeca.

–Enséñemelo usted.

Encogiéndose de hombros, Amber le llevó por el pasillo hasta el pequeño y acogedor cuarto de estar. Al llegar, encendió la luz.

El sofá color oliva estaba frente a la chimenea, flanqueado a ambos lados por dos sillones, y a ambos lados del sofá unas cajas de madera pintadas de rojo hacían las veces de mesas auxiliares. El televisor y el equipo de música estaban a ambos lados de la chimenea y en el dintel de ésta había una hilera de libros.

El hombre paseó la mirada por el cuarto de estar sin entrar; entonces, Amber le llevó por el pasillo hasta su dormitorio.

La cama estaba cubierta con una colcha blanca bordada y había unas alfombras de lana encima de la tarima de madera. Esta vez, el hombre entró en la estancia, y ella se soltó de su mano. Le vio acercarse al armario y examinar brevemente su interior; después, cuando le vio colocarse delante del mueble de cajones, dijo:

–No le permito que examine los cajones de mi ropa interior. ¿Qué es, un pervertido?

Por un instante, vio furia contenida en los ojos de él; después, le pareció que casi se echaba a reír.

–¿No va a mirar debajo de la cama?

Él no respondió al sarcasmo, limitándose a salir de la habitación para pasar por otra puerta en el pasillo que daba a un diminuto cuarto de baño.

Después le tocó el turno al despacho de ella que también hacía las veces de cuarto de invitados, suficientemente grande para que cupiera en él una cama estrecha, su archivador, un pequeño escritorio con su ordenador portátil y unas estanterías en las paredes.

Ya sólo quedaba la pequeña cocina con sitio para una mesa. El hombre abrió la puerta posterior que daba a un patio, vio los tiestos y una mesa de hierro forjado con dos sillas y volvió a cerrar la puerta.

En la cocina, le vio acercarse al mostrador en el que estaba el tostador y la panera. Entonces, le vio enderezar los hombros y quedarse muy quieto antes de oírle decir:

–Si no tiene un hijo, ¿qué es esto?

«¡Oh, no!», pensó Amber mirando el chupete que él tenía en la palma de la mano. «¿Cómo voy a salir de ésta?».

–Mi… mi amiga debió de dejárselo olvidado cuando me trajo a su bebé para que lo cuidara.

La mano de él se cerró sobre el pequeño objeto; después, lo dejó encima del mostrador de la cocina y empezó a abrir los armarios hasta que, en uno de los armarios debajo del mostrador, encontró una cesta llena de animales de peluche, un xilófono de juguete y unos rompecabezas de plástico.

Entonces, él se dio media vuelta y le clavó una mirada hostil.

–Cometí un grave error hace dos años cuando dejé que un vino barato y una bonita turista me perturbaran el sentido y me quitaran el juicio.

–Sea cual sea su problema…

–Nuestro problema –argumentó él–, si es que lo que dice en la carta es verdad. A pesar de que usted no deje de negarlo y de lo desagradable que a mí me resulte.

¿Desagradable? Si eso era lo que pensaba él de su hijo… ¿qué clase de padre sería?

–Escuche, no fui yo –repitió ella–. Y otra cosa, no me encuentro bien.

Amber, retirándose un mechón de cabello del rostro, se dio cuenta de que la mano le temblaba. Además, estaba conteniendo unas náuseas y las piernas le flaqueaban.

–Está bastante pálida –concedió él–. Está bien, volveré mañana y hablaremos. Pero se lo advierto, si no está aquí, la encontraré de todos modos.

–¿Cómo se ha enterado de…? No es posible que supiera mi dirección –dijo ella confusa y alarmada.

Él sonrió burlonamente.

–No me resultó difícil. La caja postal a la que debía responder yo estaba en Auckland, Nueva Zelanda. Y usted es la única A. Odell en la guía telefónica.

–Yo no tengo una caja postal –dijo ella–. Y no todo el mundo está en la guía telefónica. Y ahora, por favor, váyase. Yo… no puedo seguir hablando esta noche.

Él dio un paso hacia ella.

–¿Está enferma? ¿Necesita ayuda?

–¡Lo único que necesito es que se vaya!

Con gran alivio le vio asentir.

–¿Estará aquí mañana por la mañana?

–Tengo que trabajar –dijo Amber–. Mejor mañana por la tarde, a las ocho.

Tras volver a asentir, él se dio media vuelta y se marchó de la casa.

Amber se preparó una taza de café, añadió una generosa cucharada de azúcar y fue a su dormitorio. Entonces, sentada en la cama, bebió varios sorbos de café antes de agarrar el teléfono y marcar un número.

Cuando le contestó una voz tan familiar como la suya misma, Amber dijo sin preámbulos:

–Azzie, ¿qué demonios has hecho?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MARCO Enrique Salvatore Costa Salzano no estaba acostumbrado a que las mujeres le hiciera caso omiso, y mucho menos a que le echaran de sus casas.

Pero él tampoco estaba acostumbrado a invadir sus casas a la fuerza.

Había pasado el día dándole vueltas a lo ocurrido la tarde anterior mientras se paseaba por la ciudad y visitaba el acuario. Ahora, el sol estaba bajando y el cielo azul que cubría el puerto Waitemata había adquirido un tono más pálido y suave mientras se paseaba por la espesa alfombra de su suite en el hotel. Las manillas del reloj se estaban acercando a las siete y media con una lentitud que le hizo preguntarse si el precio que había pagado por ese reloj de pulsera de platino no había sido dinero malgastado. Aún quedaba más de media hora para su cita con la mujer que, inexplicablemente, la noche anterior había negado que le conociera.

Admitía que el enfrentamiento que había tenido con ella no había sido una visita normal. Quizá debería haber sido menos impetuoso, pero la carta que había recibido de ella había sido como una bomba.

¿Por qué la noche anterior había tenido miedo de él cuando, en el pasado, le había permitido llevarla por ahí a un destino desconocido en una ciudad desconocida y se había acostado con él a pesar de que le acababa de conocer? ¿Y por qué había negado haberle enviado la carta? No lo comprendía.

A menos, por supuesto, que lo que decía en la carta fuera mentira. Y si así era, él había perdido el tiempo con ese viaje tan largo además de los trastornos que le había ocasionado a él, a sus negocios y a su familia.

Y, en ese caso, la mujer por la que había hecho el viaje no se merecía ningún respeto ni consideración.

El piso en el que ella vivía era viejo, las habitaciones pequeñas y el mobiliario sencillo; sin embargo, no había visto rastros de verdadera pobreza. Entonces se preguntó si, en Nueva Zelanda, conocían el significado de esa palabra.

Se miró el reloj de nuevo. Por fin, salió de la suite, bajó en el ascensor al vestíbulo y, al salir, un portero le buscó un taxi.

 

 

Un par de minutos antes de dar las ocho, el timbre de la puerta de Amber sonó.

Había pasado el día entero con los nervios a flor de piel.

Le encantaba su trabajo de investigación en una productora de cine y televisión y, normalmente, se entregaba por completo a él; sin embargo, ese día no había podido dejar de pensar en el extranjero de aspecto exótico que iba a volver a presentarse en su casa aquella tarde.

Y Azzie se había negado en redondo a ir, dejándola sola para enfrentarse al formidable venezolano.

Al oír el timbre, acabó de atarse la falda verde y blanca que hacía juego con la camiseta sin mangas de diminutos botones en forma de perlas. Se calzó los zapatos de alza que le conferían unos centímetros más de altura y se recogió el cabello en un moño mientras iba a abrir la puerta.

El hombre que se encontró delante era tan atractivo como recordaba, pero ahora llevaba unos pantalones oscuros, una camisa color crema con el botón del cuello desabrochado y una chaqueta moteada también de color crema. La furia apenas contenida que había mostrado la noche anterior había desaparecido; ahora se le veía contenido y frío.

–Pase, señor.

Él cruzó el umbral de la puerta frunciendo el ceño ligeramente.

–Un poco demasiado formal teniendo en cuenta que tiene un hijo mío, ¿no le parece?

Amber se mordió los labios.

–No… no podemos hablar aquí –Amber indicó el cuarto de estar y él, asintiendo, la siguió–. ¿Puedo ofrecerle un café… o cualquier otra cosa?

–No he venido para tomar café. Por favor, siéntese.

Conteniendo la irritación que le producía que le dijeran en su propia casa que se sentara, Amber se sentó en el brazo de uno de los sillones y esperó a que él ocupara el opuesto.

Entonces, suponiendo que tomar la iniciativa era su mejor plan de ataque, Amber dijo:

–Siento que haya hecho un viaje tan largo para nada, pero he de decirle que la carta ha sido un error. Yo…

–¿Admite entonces que la escribió?

–No debería haber sido enviada –dijo ella, eligiendo con sumo cuidado sus palabras–. Siento que haya causado un malentendido.

–¿Un malentendido? –repitió él con censura en la voz.

–La carta no decía que el niño era suyo, ¿verdad?

–No explícitamente, pero eso era lo que daba a entender.

–Siento que no fuera más clara, pero se escribió en un momento de pánico. Usted dijo en Caracas… –Amber hizo una pausa para asegurarse de que la cita era correcta–. Dijo: «Si tienes algún problema, ponte en contacto conmigo».

Una expresión de incredulidad asomó a las facciones de él.

–La carta se debió a un estúpido impulso –continuó Amber–. No era necesario que viniera usted aquí. Lo mejor que puede hacer es volver a su país y olvidarse de lo ocurrido. Lo siento.

Marco Salzano se levantó del sillón súbitamente; ella, sobresaltada, enderezó la espalda, acobardada.

A pesar de que él no se le acercó, la ira de sus ojos hicieron que le diera un vuelco el corazón.

–¿Que me vaya? –dijo él–. ¿Así de sencillo?

–Ya sé que ha hecho un viaje muy largo y lo sien…

–¡No vuelva a decirme que lo siente! –exclamó él–. En la carta decía que había tenido un niño nueve meses después de… estar juntos en Caracas. ¿Qué se supone que voy a pensar? ¿Que soy la clase de hombre que da dinero a la madre de su hijo para que le deje en paz?

Amber tragó saliva.

–No sé qué clase de hombre es –admitió ella–. Lo único que sé es que es rico, aristocrático y, al parecer, tiene cierto poder en su país… además de bastante genio.

–¿Que tengo dinero? Y usted pensó que podía sacarme algún dinero sin darme nada a cambio, ¿eh? ¿Por eso decía en la carta que jamás volvería a molestarme?

–¡No fue así!

Él avanzó, agarró ambos brazos del sillón y ella, instintivamente, se echó hacia atrás.

–¿Dónde está mi hijo?

Incapaz de mantener la mirada acusadora de él, Amber bajó los ojos.

–Como le dije anoche, yo no he tenido ningún hijo –a pesar de su convencimiento de estar haciendo lo que debía hacer, no podía evitar sentirse culpable.

–En la carta me dijo que tenía deudas que no podía pagar, que estaba a punto de perder su casa. Me doy a entender que mi hijo estaba prácticamente en la calle.

–Mmmm –murmuró ella–. La situación está mejorando.

–¿Cómo? ¿Ha encontrado otro idiota a quien engañar?

Él levantó una mano del brazo del sillón para ponérsela bajo la barbilla y obligarla a mirarle.

–¡No! –exclamó ella.

–El problema con los mentirosos es que nunca se sabe cuándo dicen la verdad.

Amber se obligó a mirar a esos oscuros ojos.

–Yo no he tenido un hijo suyo. No estoy mintiendo. Usted mismo vio anoche que aquí no vive ningún niño.

Él se la quedó mirando; después, bruscamente, le soltó la barbilla y dio un paso atrás.

–¿Es jugadora? ¿Le gusta apostar?

–¿Qué? –preguntó ella sin comprender el porqué de la pregunta.

–¿Es por eso por lo que necesitaba dinero?

Amber sacudió la cabeza.

–Me ha causado muchos problemas y muchos gastos. Creo que tengo derecho a preguntar por qué.

–Lo sien… Si quiere que le pague el viaje de avión…

Él sonrió burlonamente.

–Eso no es necesario.

Con piernas temblorosas, Amber se puso en pie.

–En fin, creo que será mejor que se vaya ya. No tengo nada más que decirle.

–Querrá decir que no quiere decirme nada más.

Amber se encogió de hombros. ¿Qué más podía decir sin levantar sospechas? Y necesitaba que él se fuera. La presencia de Marco Salzano la ponía nerviosa en muchos sentidos. Aunque el desprecio y el enfado de él le intimidaban, no podía evitar sentirse atraída por ese hombre.

Marco se volvió y se apartó un par de pasos de ella. Amber, momentáneamente, sintió un gran alivio. Pero entonces, él se detuvo y se volvió otra vez de cara a ella.

–¿Por qué tengo la impresión de que me está ocultando algo, algo que debería saber?

Como si se guiara por un impulso, Amber le vio meterse la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacar una billetera y de ella un fajo de billetes.

Era dinero de Nueva Zelanda. Billetes rojos de cien dólares cada uno. La suma de esos billetes era una cantidad importante.

–Tome –dijo él ofreciéndole el dinero–. Digamos que… como recuerdo de un placentero encuentro.

Amber dio un paso atrás.

–¡No puedo aceptar su dinero!

Un brillo de sospecha iluminó los ojos de él y Amber se dio cuenta de que había cometido una equivocación.

–Pero es por eso precisamente por lo que estoy aquí, ¿no?

–Ya se lo he dicho, la situación ha mejorado –nerviosa, Amber alzó una mano y se apartó una hebra de cabello del rostro.

Los ojos de él siguieron el movimiento y, cuando ella fue a bajar la mano, Marco Salzano se le acercó, le agarró el brazo y se lo examinó, clavando los ojos en un pequeño cardenal.

Las mejillas de ella se encendieron y trató de zafarse de él, pero sin éxito.

En voz casi apenas audible, Marco le preguntó:

–¿Le hice yo ese cardenal ayer?

–No se preocupe, no importa.

Inesperadamente, la oscura cabeza de Marco Salzano se inclinó y, de repente, Amber sintió sus labios en el cardenal.

Amber casi se ahogó. Se mordió los labios para contener un involuntario gemido de placer mientras el cabello de él le rozaba la piel. La sensación fue como si un rayo le hubiera traspasado el cuerpo.

Marco levantó la cabeza y el brillo de sus ojos hizo que casi se le parara el corazón.

–Qué piel más delicada –dijo él–. Perdóneme.

Incapaz de hablar y medio mareada, Amber se preguntó cómo podía ser que un roce tan suave produjera en ella semejantes sensaciones.

–No recordaba lo deseable que es usted –dijo él–. No es de extrañar que yo perdiera la cabeza aquella noche.

–No fue usted el único –le dijo ella.

«Cállate», se advirtió Amber a sí misma en silencio.

–La mujer con la que me acosté en Caracas no era virgen –comentó él.

–¡Eso no significa que fuera una cualquiera! –protestó Amber.

–No he querido decir eso. Simplemente, supuse que usted era una mujer de mundo capaz de protegerse a sí misma de cualquier… inconveniencia. Usted misma me lo aseguró, ¿no lo recuerda?

Amber, sobresaltada, contestó:

–Yo… no, no me acuerdo. Y ahora, si no le importa…

–¿Tan bebida estaba? –Marco frunció el ceño–. No tengo por costumbre aprovecharme de mujeres bebidas. Usted parecía plenamente consciente de lo que estaba haciendo y… disfrutó de nuestro breve encuentro. ¿No lo recuerda?

Las mejillas de Amber enrojecieron visiblemente.

–No. Y ahora…

–¿No? ¿Quiere que le refresque la memoria?

El sonido que emitió su garganta, cuando Marco cruzó el espacio que los separaba, fue una especie de gemido; pero antes de poder decir nada coherente, él la tenía rodeada con sus brazos. Y cuando ella abrió la boca para protestar, Marco se la cubrió con la suya.

La lengua de Marco le acarició eróticamente el labio superior, prendiendo la llama del deseo en ella antes de que, con las manos cerradas en puños, le empujara para apartarlo de sí.

Marco bajó los brazos y ella, temblorosa, dio un paso atrás.

–Quiero que se vaya ahora mismo –dijo Amber con una voz que le sonó extraña a sí misma.

Como si no la hubiera oído, Marco dijo:

–Al parecer, a mí también se me han olvidado muchas cosas. Tiene sabor a miel y a pasión, algo que no recordaba.

–Le he dicho que quiero que se vaya.

Marco hizo una ligera inclinación de cabeza.

–Si insiste…

–Sí.

Entonces, Marco se dio media vuelta y se marchó.

Amber jamás había imaginado encontrarse nunca en una situación así. Quizá, algún día, lograra deshacerse del sentimiento de culpa que la embargaba, porque… ¿no estaba haciendo lo único que podía hacer?

Sí, así era. E incluso por él, por todo el mundo.

Además, ella no había dicho nada que no fuera verdad.

Una pobre disculpa. Pero debía alegrarse de que todo hubiera terminado y olvidarse de lo ocurrido.

¿Olvidar lo ocurrido?

Alzó una mano y se la llevó a los labios, que aún le cosquilleaban por el recuerdo del beso de Marco Salzano.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

AL DÍA siguiente, en vez de ir directamente a su casa después del trabajo, Amber se dirigió a casa de su hermana.

La casa de Azure y de su marido Rickie, construida en los años setenta y que el matrimonio estaba restaurando con la ayuda de ella, se encontraba en una zona de las afueras no tan extraordinariamente cara como la mayoría de las zonas de moda.

Sentada a la enorme mesa de la cocina, Amber bebió un sorbo del vino barato que su hermana le había servido. Azure iba por su segunda copa y, en esos momentos, estaba sonriendo a su bebé de mejillas rosadas. Pero el bebé, a quien no parecía impresionarle la sonrisa de su madre, arrugó la nariz y lloriqueó.

Azure le pasó el bebé a su tía antes de echar leche en un biberón.

Amber besó la suave sien del bebé y luego observó los enormes ojos oscuros del niño.

Rickie también tenía los ojos oscuros, herencia maorí de su abuelo, igual que cabello negro ondulado, cosa que el poco pelo de Benny prometía duplicar en el futuro.

Al ver a su madre acercarse con el biberón en la mano, el niño se revolvió hasta que su tía lo dejó en el suelo y exclamó:

–¡Ma!

–En la mesa –dijo Azure tomándole de nuevo en sus brazos y sentándolo en sus piernas.

–Azure, ¿estás segura de que no hay posibilidad de que sea el hijo del señor Salzano? –preguntó Amber.

Con angustia, notó el brillo de temor que asomó a los ojos de su hermana, a pesar de que ésta contestó en tono desafiante:

–Ya te lo he dicho, no comprendió bien lo que le decía en la carta. ¡Yo no le dije que era su hijo!

–Pero te acostaste con él.

–Una vez. ¡Y no me lo recuerdes! –gritó Azure.

Benny dejó de beber y comenzó a gritar también.

Azure tranquilizó a su hijo y el niño se calmó.

–Dejé de tomar la píldora después de esa noche. Una vez que Rickie y yo, cuando volvimos, decidimos casarnos, fue cuando dejé de tomarla. Y sólo me acosté con un hombre que no fuera Rickie esa sola vez.

–¿Utilizasteis preservativos aquella noche? –algo que Amber había asumido cuando, el día anterior, logró hablar con su hermana.

Azure se encogió de hombros.

–¿Qué importancia tiene eso? –murmuró Azure con los ojos fijos en su hijo.

Amber no ocultó su horror.

–¡Corriste un gran riesgo con un desconocido!

–Habíamos bebido demasiado. Él se quedó muy preocupado cuando se dio cuenta… En fin, da igual, todo está bien. Me hicieron toda clase de pruebas cuando me quedé embarazada y no quiero seguir hablando del asunto. No le dijiste a Marco nada del niño, ¿verdad? ¡Me lo prometiste!

Amber le había prometido, después de que su hermana le asegurase de que era completamente imposible que Benny no fuera el hijo de Rickie.

–No, no se lo he dicho. Pero si existiera la posibilidad de que Benny fuera de ese hombre…

–Todo el mundo dice que Benny se parece a su padre. ¡Tú misma lo dijiste!

Y lo había dicho… antes de que un hombre de cabello y ojos oscuros se presentara en su casa con esa asombrosa revelación.

–En ese caso, ¿por qué le pediste dinero a Marco Salzano?

–Como te he dicho ya, el dinero no significa nada para la gente como él –contestó Azure–. Su familia amasó una fortuna con las minas de oro y diamantes; y, después, con el petróleo.

–¿Eso te lo dijo él?

–Más o menos. Le daba tan poca importancia que fue cuando me di cuenta de que debía ser verdad. Además, luego, preguntando, recogí información sobre su familia. Son terratenientes, muy conocidos y sumamente ricos. Deberías haber visto el sitio al que me llevó, y eso que era sólo un sitio que tenía para cuando iba ocasionalmente a la ciudad.

No, no lo había visto, a pesar de que Marco Salzano estaba convencido de lo contrario.

Aunque su hermana y ella se llevaban tres años, la gente seguía confundiéndolas.

–Ha sido una suerte que no le dijeras quién eres –dijo Azure–. Siento que te veas metida en esto, ya sé que no te gusta nada.

Quizá debería haberse negado a participar en el engaño, como había hecho inicialmente, pero Azure se había mostrado muy convincente y, además, desde pequeñas, Amber ejercía el papel de hermana mayor y de protectora de Azure. Una costumbre difícil de superar.

–En serio, Ammie, no sabes cuánto te agradezco que hayas hecho que se marche –añadió Azure.

El niño, que había estado jugando con el pelo de su madre, volvió el rostro hacia su tía y le sonrió con un hoyuelo que la derritió.

De repente, sintió un súbito temor, la clase de temor que su hermana Azure debió de sentir cuando se enteró de la visita de Marco Salzano.

–Podrías recurrir a una prueba de ADN –sugirió Amber.

Azure se negó en redondo.

–Rickie y yo acabamos de reconciliarnos, no quiero hacer nada que ponga en peligro nuestra reconciliación. Se pondría hecho una fiera si se enterase de que Marco ha estado aquí. ¡Ahora no puedo pedirle que se haga una prueba de ADN!

Amber tuvo que reconocer que las consecuencias podrían ser horribles. Al fin y al cabo, lo más importante era el bienestar de Benny.

–¿No se te olvidó tomar ninguna píldora antes de…?

Azure no contestó; al parecer, estaba absorta mirando a su hijo y dándole besos.

–Azzie… –dijo Amber para llamar su atención.

Azure alzó el rostro con expresión de impaciencia.

–Es difícil llevar la cuenta cuando se viaja. ¡Déjalo estar, Amber!

Amber se mordió la lengua y, negándose a aceptar una segunda copa de vino, estaba a punto de marcharse cuando el marido de Azure entró por la puerta, su bello rostro iluminándose al ver a su hijo. Al ver a su padre, el niño alzó las manos para que su padre le tomara en brazos.

Padre e hijo eran muy parecidos, Azure debía de estar en lo cierto al mostrarse segura de que Benny era el hijo de Rickie. Y con un poco de suerte, Marco Salzano ya estaría de camino de vuelta a Venezuela.

 

 

En realidad, Marco estaba en el bar del hotel tomándose una copa y repasando mentalmente lo ocurrido la noche anterior.

Después de salir de casa de Amber, había estado a punto de sacarse un billete de avión para volver a su casa. Pero algo le había retenido, algo que no sabía exactamente lo que era.

Había tratado de ignorar la insistente imagen de unos ojos grandes cerrándose cuando su boca encontró esos femeninos labios y el recuerdo de su suavidad.

Esa mujer le había mentido la primera noche y se había mostrado evasiva la segunda. ¿Y por qué, después de enviarle esa carta, se había negado rotundamente a aceptar el dinero que le había ofrecido? Nada encajaba. En su experiencia, dos y dos eran cuatro; y si no era así, quería saber por qué.

Había dicho en la recepción del hotel que iba a prolongar su estancia y, después de pasar la mañana haciendo llamadas telefónicas y viendo su correo electrónico, había agarrado una guía telefónica y, más tarde, había entrevistado a un investigador privado.

Marco había dado al investigador la información necesaria para indagar en la vida de Azure Odell, sugiriendo vagamente ser sospechosa de fraude.

–No podré hacer mucho hoy, pero me dedicaré a ello por entero mañana –le prometió el detective–, ya que dice que es urgente.

Después de haberle dado una generosa cantidad de dinero a modo de depósito, ahora lo único que podía hacer era esperar a los resultados de la investigación.

A la mañana siguiente, desayunó temprano antes de volver a su habitación. Pasó el tiempo viendo el correo electrónico y examinando a través de Internet la industria del ganado vacuno en Nueva Zelanda, haciendo anotaciones de posibles contactos en caso de tener que pasar allí unos días más.

Era mediodía cuando el investigador le llamó.

–La inquilina de la dirección que usted me ha dado es una tal Amber Odell. Soltera, veintisiete años, trabaja en una productora de cine y televisión. Al parecer, tiene una hermana, Azure, pero…

–¿Una hermana? –preguntó Marco agudamente.

–Sí. Pero la hermana no vive con ella.

–¿Hermana gemela?

–No, no creo. Podría indagar y averiguar su dirección. Puede que me lleve algo de tiempo si está casada y ha cambiado su apellido por el de su marido, pero… ¿en cuál de las dos está usted interesado? ¿O en las dos?

–Sí… No –había una forma más rápida–. ¿Tiene la dirección del trabajo de Amber?

Después de colgar el teléfono, Marco lanzó una maldición, se levantó del asiento, empezó a pasearse por la habitación, abrió el frigorífico y luego volvió a cerrarlo. Tenía que pensar.

Tenía que controlar su genio y asegurarse de que ella pagara por lo que había hecho.

Nadie le tomaba el pelo a Marco Salzano sin recibir su merecido.

Consultó el plano de la ciudad y encontró la calle donde el investigador privado le había dicho que se encontraba la empresa donde trabajaba Amber. Sonrió. ¿No era famosa la industria cinematográfica por su actitud liberal respecto al sexo? Al igual que su hermana, Amber Odell debía de haber tenido docenas de amantes.

Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Por qué iba a importarle a él con cuántos hombres se había acostado esa mujer? Sobre todo, ahora que estaba seguro de que él no era uno de ellos. La única razón por la que tenía que verla era porque quería encontrar a su hijo. Que debía existir. Evidentemente, las dos hermanas habían tramado juntas la trampa en la que le habían hecho caer.

 

 

Al salir del trabajo en un edificio del centro de Auckland, Amber se paró en seco al encontrarse delante a Marco Salzano. En sus ojos vio la misma ira que había visto en ellos en su primer encuentro.

–Hola, Amber –dijo él en tono burlón.

–¿Qué está haciendo aquí? –preguntó Amber casi sin aliento y con el corazón encogido–. ¿Cómo me ha encontrado?

La expresión de él cambió ligeramente, como si ella le hubiera satisfecho en algún modo.

–Tenemos que hablar.

Marco la agarró del brazo, pero ella se soltó.

–Yo no tengo nada que hablar con usted –dijo Amber tratando de esquivarle.

Sin embargo, Marco volvió a agarrarle el brazo, esta vez con fuerza, haciéndola caminar a su lado.

–Vamos, aquí no podemos hablar.

–Yo no voy a ir a ninguna parte con usted. Suélteme o me pondré a gritar. Alguien llamará a la policía y les diré que me está acosando.

Amber abrió la boca para gritar y él le soltó el brazo, aunque su expresión mostraba divertimento más que otra cosa.

–Y yo los diré que usted está intentando privarme de mis derechos mediante el fraude y el engaño. No la estoy acosando, lo único que quiero es hablar con su hermana.

¿Su hermana? Claro, él la había llamado por su propio nombre y ella no se había dado cuenta. No la había llamado Azure. ¿Qué era lo que sabía él?

–¿Cómo se ha enterado de dónde trabajo?

–He contratado a un investigador privado –respondió él con calma.

–¿Que ha…? –durante un segundo, Amber sintió tanta sorpresa como enfado de saber que un desconocido hubiera estado investigando su vida–. ¡Cómo se atreve!

–¿Cómo si no hubiera descubierto la verdad? Me mintió.

–No, no le mentí –protestó ella con falta de convicción–. Le dije una y otra vez que me estaba confundiendo con otra persona.

–Sí, lo hizo la primera noche que fui a su casa. Pero al día siguiente no negó haberse acostado conmigo ni haberme escrito.

–¿De qué me habría servido? –preguntó Amber, ignorando la imagen de Marco y ella en la cama–. Supuse que no lograría convencerle, que no creería nada de lo que le dijera.

–No dijo: «Fue mi hermana quien se acostó con usted en Caracas y tuvo un hijo».

–¿Cómo sabe que tiene un hijo? –preguntó ella asustada.

–¿Por qué si no iba a haber tratado de engañarme? –preguntó Marco a su vez.

–Azure está casada.

–Sí, con el hombre que la abandonó en una ciudad extraña llena de hombres borrachos, ¿no es así?

–Hubo un malentendido entre ellos –contestó Amber, conteniendo las ganas de decirle que él había sido uno de esos hombres.

«El carnaval en Caracas es una locura», le había contado Azure. «La gente baila en la calle sin parar, y bebe. Estábamos en la terraza de un bar y una mujer completamente desnuda, a excepción de unas plumas, tiró de Rickie y se puso a bailar con él. Rickie no se resistió, le estaba gustando demasiado. Tuvimos una pelea y él se marchó, pero yo estaba convencida de que, una vez que se calmara, volvería. Me quedé ahí sola, sentada con una botella de vino por compañía, y un tipo disfrazado de demonio se me acercó y no me dejaba. En eso, apareció Marco e hizo que se fuera. Yo me di cuenta de que Marco debía de ser una persona importante porque los empleados del establecimiento le trataron con suma deferencia. Y… empezamos a hablar».

Y mucho más, pensó Amber.

–Su novio la dejó un rato, se había ido para calmarse –le dijo ella a Marco–. Pero luego se perdió y no sabía cómo volver.

Ni se acordaba del nombre del bar, según le había contado a Azure cuando se reunieron de nuevo en el hotel.

–Entre los dos tenían un solo teléfono móvil, por lo que no podían llamarse –añadió Amber.

«Yo llevaba dos horas esperando a Rickie y estaba muy enfadada», le había explicado Azure. «Marco era un hombre muy atractivo y, después de tomarnos otras dos botellas de vino… En fin, una cosa llevó a la otra».

–Azure cometió una equivocación, eso es todo –le dijo Amber.

–Y usted también –dijo él en tono acusatorio–. No piense ni por un momento que va a volver a engañarme tan fácilmente.

–Por favor… Mi hermana está feliz con su vida y el niño también.

–Y yo lo estaré si ella demuestra que el niño no es mío.

–¡Ha dicho que, con toda seguridad, el niño no es suyo!

–¿Y usted le ha creído?

–Claro, ¿por qué no? –respondió Amber, no sin vacilar unos segundos antes de contestar.

Dos mujeres jóvenes salieron del edificio.

–Hola, Amber –dijo una de ellas, acercándose en espera de que le presentara a aquel hombre–. Vamos a ir a Cringles a tomar una copa con el grupo de siempre. ¿Quieres venir con tu amigo?

Con una deslumbrante sonrisa, Marco se dirigió a la joven que había hecho la pregunta.

–Es usted muy amable, pero Amber y yo tenemos que hablar en privado de unos asuntos.

Las dos jóvenes parecieron desilusionadas; no obstante, se dieron la vuelta y se marcharon.

Marco agarró el brazo de Amber y dijo rápidamente:

–Su hermana no puede seguir evitándome. Y usted, lo quiera o no, va a decirme la verdad.

Amber se puso muy rígida, pero no dijo nada.

–Si lo prefiere, hablaremos en un lugar público. Mi hotel está cerca de aquí, tiene un bar pequeño que no está muy lleno a estas horas.

Amber se permitió que la condujera hasta allí porque, de una forma u otra, tenía que convencerle de que dejara a Azure en paz.

–De acuerdo –dijo Amber por fin.

En el hotel, Marco la llevó directamente al bar y allí se sentaron en un discreto rincón.

Amber pidió una copa de vino blanco y bebió con cautela, Marco prefirió vino tinto. Marco también pidió un aperitivo de nachos con salsa para acompañar.

Mientras picaban y bebían, él la observó con expresión ilegible. Amber recordó la sonrisa que le había dedicado a sus amigas, comparándola con la expresión hostil que mostraba hacia ella.

–Mi hermana no ha dicho que el niño fuera suyo –declaró Amber. No era posible que Azure le hubiera mentido al respecto.

Los labios de Marco se curvaron.

–En ese caso, ¿por qué me pidió miles de dólares para ayudar a la crianza del niño?

Amber se estremeció. Azure tenía la tendencia a hacer las cosas sin pensar. La familia albergaba la esperanza de que el matrimonio y la maternidad la hicieran madurar.

–Por desesperación.

–¿Y eso? –dijo él en tono burlón.

–Ella le contó a su marido lo que había ocurrido en Caracas y él estaba muy… enfadado.