Un desconocido en mi cama - Daphne Clair - E-Book

Un desconocido en mi cama E-Book

Daphne Clair

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Beschreibung

Julia 997 Capri sabía que el atractivo hombre que tenía delante era su marido, y que su nombre era Rolfe, pero, aparte de eso, era un completo desconocido para ella. De hecho, no podía recordar nada de su vida anterior cuando se despertó en el hospital. Probablemente, en cuanto volviera a su casa recuperaría la memoria.Pero no fue así, a pesar de las asombrosas revelaciones que tuvo sobre sí misma y sobre su matrimonio. Sólo sabía una cosa con certeza: cualquiera que hubieran sido sus problemas maritales, la química que había entre su marido y ella seguía siendo tan fuerte como siempre. ¿Pero cómo iba a dormir con un hombre al que apenas conocía... aunque fuera su marido?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Daphne Clair

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un desconocido en mi cama, JULIA 997 - junio 2023

Título original: WIFE TO A STRANGER

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411419031

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA una habitación pequeña. El hombre que se hallaba junto a la ventana, de espaldas a ella, parecía grande en comparación. Sus anchos hombros se curvaban ligeramente bajo una arrugada camisa de hilo y tenía las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones color azul marino.

Desde la cama, sólo se veía un trozo de cielo y el tronco de un árbol. Se preguntó qué estaría mirando el hombre.

Apartó la mirada de él y observó la habitación. Había una silla de cuero, con una corbata granate descuidadamente colocada en su respaldo, como si el hombre se la hubiera quitado hacía un rato. En la pared color crema que había frente a la cama colgaba la reproducción de un típico paisaje inglés. Junto a la cama había una mesilla blanca con una jarra de agua y un vaso.

Era la habitación de un hospital.

Tal vez hizo algún ruido, o él escuchó el sonido de la ropa de cama. El hombre se volvió.

—Capri —dijo. Tenía una voz grave y profunda—. Así que por fin has decidido volver.

—¿Volver?

La voz de Capri sonó extraña, apenas un murmullo en la silenciosa habitación.

El hombre sacó las manos de los bolsillos y se acercó a la cama.

—A la tierra de los vivos. Has estado fuera una temporada —el movimiento rápidamente controlado del hombre tal vez delataba impaciencia—. Inconsciente. ¿Recuerdas lo que te pasó?

Ella empezó a negar con la cabeza, pero se detuvo, haciendo una mueca de dolor.

—No.

Él se inclinó un poco. Sus ojos marrones, enigmáticos, la observaron. Una mechón de cabello oscuro cayó sobre su frente.

—Avisaré a una enfermera.

Alargó una mano y apretó un botón que se hallaba junto a la cabecera de la cama. Una vaharada de su masculino aroma llegó hasta ella, una mezcla de calidez, jabón y sudor. Vio que no se había afeitado últimamente.

Capri respiró temblorosamente y sus labios fueron a formular una pregunta, pero en ese momento entró una enfermera vestida de blanco que se acercó a la cama.

—Vaya, vaya. Así que por fin ha despertado —la enfermera cerró los dedos en torno a la muñeca de Capri, buscando el pulso—. ¿Cómo se siente?

—No… muy bien.

El hombre volvió a moverse, sólo un poco. La enfermera miró su reloj mientras contaba.

—Ha sido un poco zarandeada —dijo, sonriendo—. Pero enseguida se pondrá bien.

—¿Zarandeada? ¿Cómo?

La enfermera le dirigió una mirada profesional.

—¿No lo recuerda?

En esa ocasión, Capri tuvo cuidado de no mover la cabeza, pero antes de que pudiera abrir la boca, una cortante voz masculina respondió por ella.

—No recuerda. Y creo que le duele la cabeza.

La enfermera miró al hombre y luego volvió la vista hacia la paciente.

—Recibió un mal golpe en la cabeza —explicó en tono desenfadado—. Ademas, sufrió alguna rozadura y una ligera hipotermia. ¿Le duele mucho la cabeza?

—Sólo cuando me muevo —contestó Capri, lánguidamente.

—¿Recuerda su nombre?

—¿Mi nombre?

—Se llama Capri Helene Massey —el hombre habló en un tono claramente impaciente—. Si no lo hubieran sabido, no habrían podido ponerse en contacto conmigo.

La enfermera alzó la mirada.

—Después de un golpe en la cabeza, es costumbre hacer algunas preguntas a los pacientes, señor Massey —dijo con calma—. Sólo para comprobar si hay algún problema.

—Lo siento. No estoy familiarizado con los procedimientos médicos —tras aquella breve disculpa, el hombre volvió a acercarse a la ventana.

—¿Cuándo nació? —continuó la enfermera.

Capri recitó automáticamente su fecha de nacimiento.

—Bien. ¿Sabe en qué año estamos?

De nuevo, la respuesta fue rápida.

—¿Recuerda sus señas actuales?

El pánico se apoderó de Capri, haciendo que sus sienes se enfriaran y su respiración se volviera irregular.

—Yo… no… no estoy segura…

La enfermera alzó las cejas y miró al hombre, que se había acercado de nuevo a la cama.

—Últimamente se ha trasladado.

La enfermera palmeó la mano de Capri.

—Puede que sufra un pequeño proceso de amnesia. No es raro. ¿Recuerda a este caballero? —pregunto, sonriendo.

—¿Y bien, Capri? —dijo él, al ver que ella no respondía. Su voz contenía un leve matiz de ironía—. ¿Me has olvidado?

—Eres Rolfe —contestó ella, claramente—. Rolfe Massey.

Él asintió.

—Tu marido —dijo, sin sonreír.

—Lo ha reconocido —dijo la enfermera, en tono animado—. Eso está bien.

El hombre alzó la cabeza.

—¿Satisfecha?

La enfermera asintió.

—Le van a dar el alta. De todas maneras, el médico vendrá a hacerle una revisión y decidirá si tiene que quedarse uno o dos días más.

—Bien. Gracias —dijo Rolfe.

Tras dedicar una reconfortante sonrisa a Capri, la enfermera salió.

Rolfe pareció estudiar por un momento el dibujo de la colcha. Cuando alzó la mirada, sus ojos parecían casi negros.

—Supongo que no fue por no intentarlo.

—¿Qué? —preguntó ella, mirándolo.

—No importa —contestó—. No estás lo suficientemente bien para hablar de ello —hubo una breve pausa, y luego, en un tono extrañamente intenso, añadió—: ¿Te llevo a casa, Capri? ¿Te gustaría eso?

—Por supuesto —dijo ella, y vio una llamarada de algo primitivo y potente en los ojos de él—. En cuanto el médico diga que estoy bien —tuvo la sensación de que si hubiera dicho «sí, ahora», él la habría tomado en brazos y se la habría llevado de inmediato.

—Claro —fue todo lo que dijo Rolfe.

Ella bajó la mirada.

—Pareces cansado… cariño. ¿Por qué no te vas a dormir?

Debería estar preguntando qué le había pasado, o cuál era su última dirección, y por qué… por qué…

Pensar era tan difícil… Sus ojos se cerraron, y un segundo después sintió que una mano grande y cálida tomaba la suya. Luego, se quedó dormida.

 

 

Cuando despertó, Rolfe se había ido. Una enfermera diferente le tomó el pulso, la tensión y la temperatura. Luego, otras personas pasaron por la habitación, con fichas y estetoscopios. Le preguntaron cómo se sentía, tocaron su cuerpo, aún sensible debido a los golpes.

Le dijeron que New South Wales había sido azotado por tempranas tormentas de primavera y un deslizamiento de tierras había hecho que el tren descarrilara. Ella había tenido suerte. Algunos de los otros pasajeros se hallaban en estado crítico en aquel mismo hospital, el más cercano al lugar del accidente, y otros fueron enviados a Sydney. Cuando la ingresaron le hicieron todo tipo de pruebas, pero éstas no mostraron ningún problema.

—¿Le preocupa algo? —preguntó uno de los médicos, finalmente.

Capri lo miró, agradecida.

—La enfermera dijo que… que puedo sufrir temporalmente una amnesia parcial.

El médico asintió.

—Así es. ¿No recuerda el accidente?

—No es eso lo único que no recuerdo.

—¿Cuánto ha olvidado?

Fue un alivio poder confiar en alguien.

—Mucho.

 

 

Rolfe volvió con un ramo de rosas y una bolsa con algunas compras que las enfermeras le habían recomendado para su esposa. Se había afeitado y cambiado de camisa.

El ramo llenó los brazos de Capri, y ése debió ser el motivo por el que él no la besó.

—¿Cómo te sientes?

Capri aspiró el aroma de las flores.

—Ya no me duele la cabeza.

—Bien —Rolfe tomó una silla y se sentó junto a la cama. Inclinándose ligeramente hacia su esposa, la observó atentamente—. Aún pareces… frágil.

Ella sonrió con cautela.

—Así es como me siento. ¿Y tú? ¿Cómo estás?

Rolfe arqueó una oscura ceja.

—¿Yo?

—¿No ibas conmigo en el tren?

—No.

El rostro de Rolfe parecía un poco demacrado en torno a sus mejillas recién afeitadas, y había en él un aire de impalpable tensión, como si no pudiera relajarse.

—Supongo que te di un buen susto… y habrás estado preocupado, esperando a que despertara. Me han dicho que desde ayer.

Él se encogió de hombros.

—Lo cierto es que ha sido un gran alivio que despertaras. Me dijeron que así sería, pero…

—Yo también siento un gran alivio —Capri apartó una mano del ramo y la alargó hacia él—. Gracias por haber estado conmigo.

Rolfe dudó antes de colocar su mano sobre la de ella. Su mirada permaneció en sus manos unidas.

—Fui incapaz de no venir.

—Por supuesto. Eres mi marido.

Él alzó la mirada y la detuvo en el rostro de Capri. Ella movió la otra mano hacia su marido, sintiendo la necesidad de su cálido contacto, y las flores se deslizaron de entre sus brazos, cayendo a un lado de la cama.

Rolfe las recogió y se levantó, soltando la mano de de su esposa.

—Voy a ver se consigo un florero o algo parecido —dijo, y salió de la habitación.

Regresó con un recipiente de cristal que llenó de agua antes de meter las flores en él.

—Son preciosas —dijo Capri—. Gracias.

Él la miró y alzó una mano casi instintivamente. Acarició con los nudillos la mejilla de su esposa.

—Son como tú —murmuró.

Capri quiso tomar su mano, pero él ya la había apartado.

—Me han dicho que, si no surgen problemas, te darán el alta mañana —dijo Rolfe—. El accidente ha puesto al límite los recursos del hospital. ¿Quieres que reserve una habitación en un hotel para pasar uno o dos día aquí o prefieres que volemos directamente a Nueva Zelanda.

—¿Nueva Zelanda?

—Dijiste que querías ir a casa —el tono de Rolfe se volvió repentinamente serio—. ¿O has cambiado de opinión?

—No he cambiado de opinión —la respuesta de Capri fue automática. Volvió la cabeza y miró por la ventana. Ya estaba anocheciendo.

—Sabes que estamos en Australia, ¿verdad? —preguntó Rolfe.

—Por supuesto —Capri volvió a mirarlo.

—¿Y sabes dónde estabas?

Ella abrió la boca para contestar, pero se detuvo. Finalmente, dijo:

—Tú debes saberlo.

Rolfe la miró con curiosidad.

—No lo recuerdas.

—No.

—¿Recuerdas algo de lo sucedido en los dos últimos meses?

—No… no recuerdo —Capri se humedeció los labios y dijo con voz ronca—: Al parecer, he olvidado casi… casi toda mi vida.

La mirada de Rolfe se oscureció.

—Cuando despertaste me reconociste.

Lo reconoció, supo su nombre, igual que supo su fecha de nacimiento sin necesidad de pensar.

—Sí, te reconocí.

—¿Cuánto recuerdas sobre… nosotros? ¿Sobre nuestra vida juntos?

Capri apartó la mirada.

—Reconocí tu rostro —confesó, finalmente—. Recordé tu nombre. Eso es todo.

—¿Eso es todo? —repitió él.

—Sé que no debe ser muy agradable.

Rolfe miró a su esposa con gesto preocupado.

—¿Y ahora? ¿Recuerdas algo más?

—No.

Se produjo un momentáneo silencio, como si Rolfe tuviera dificultades para asimilar aquella respuesta.

—Si no recuerdas nada sobre mí —dijo, finalmente—, nada sobre nuestro matrimonio, soy un desconocido para ti en todos los sentidos.

—Sí —Capri asintió, retorciendo las manos en su regazo, angustiada—. Sí, lo eres. Un completo desconocido.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

QUÉ recuerdas exactamente? —preguntó Rolfe.

Capri tragó.

—No mucho. Recuerdo cosas cuando me preguntan directamente, o cuando algo me recuerda…

La boca de Rolfe se comprimió y sus mejillas se tensaron.

—¿Lo saben los médicos?

—Dicen que, probablemente, sólo será algo temporal. Y yo me siento bien, en serio… sólo un poco cansada.

Rolfe la miró con gesto preocupado.

—Hablaré con ellos.

—Ya me han examinado a fondo. Sólo necesito ir a… a casa —a un entorno conocido en el que sentirse querida y a salvo. Seguro que así desaparecería aquella sensación surreal de vivir en el vacío.

—A pesar de todo… —Rolfe parecía desconcertado. Capri pensó que, probablemente, eso no debía sucederle a menudo. Tenía aspecto de ser un hombre que sabía cómo moverse en su mundo—. Volveré —dijo, bruscamente, y salió de la habitación.

Cuando regresó, Capri estaba adormecida. Rolfe se inclinó hacia ella, la besó en la mejilla, le dijo que volviera a dormirse y se fue.

Durante la noche, Capri fue vagamente consciente de que la enfermera entraba de vez en cuando en la habitación. Por la mañana fue examinada por un neurólogo. Después volvieron a hacerle diversas pruebas. Según le explicaron, Rolfe había insistido en ello.

Más tarde, el neurólogo le dijo:

—La buena noticia es que todas las pruebas han dado negativo. Pero un golpe en la cabeza puede afectar mucho, aunque suponemos que la amnesia que sufre será sólo temporal. Su marido dice que desea regresar a su hogar, en Nueva Zelanda.

—Por supuesto.

Ella repitió su teoría de que un entorno familiar podría resolver sus problemas de memoria.

—Probablemente tenga razón —asintió el médico—. Tómeselo con calma unos días y no trate de forzar nada. Le daré una carta para su médico de cabecera. Si los recuerdos no empiezan a regresar espontáneamente, será mejor que vaya a ver a alguien.

Cuando Capri preguntó por sus pertenencias, la enfermera dijo:

—Le dimos el bolso a su marido, por seguridad. Su pasaporte y el dinero están en él, pero su maquillaje se encuentra en la mesilla. Todo estaba bastante mojado, pero no parece que hubiera mayores estropicios. La policía envió una caja con los efectos de los pasajeros poco después de que la ingresaran, cosas que fueron encontradas en el lugar del accidente. Usted fue identificada gracias a la foto de su pasaporte.

 

 

Al día siguiente, Rolfe llegó con varios paquetes que empezó a abrir sobre la cama.

—El médico ha dicho que si me ocupo de ti puedo llevarte a casa. He comprado tres sujetadores; espero que te queden bien.

—¿No tengo ropa?

—La que llevabas puesta quedó destrozada. Incluso la ropa interior. Supongo que tenías una maleta, pero no se ha encontrado. Y como no recuerdas dónde te hospedabas…

—Pero… ¿y tú? ¿No estábamos juntos?

Se produjo un tenso silencio.

—No, no lo estábamos —contestó Rolfe, finalmente.

—¿Dónde estabas tú?

—En Nueva Zelanda. Vine en cuanto pude. Escucha… —Rolfe tocó el brazo de Capri—… ¿por qué no te vistes y hablamos luego con más calma?

—De acuerdo —Capri miró las cosas dispersas por la cama, algunas de las cuales aún estaban envueltas.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Rolfe. Alargó las manos para soltar la bata de Capri.

—¡No! No, gracias.

Aún dudando, él dijo:

—Voy… a ver si encuentro a la enfermera a cargo.

Capri tomó un sujetador de satén color crema y encaje. Cuando se lo puso comprobó que le quedaba bien. Encontró unas braguitas a juego y un vestido de algodón color verde jade, de cuello bajo, con pequeños botones delante. Se lo puso y pensó que le sentaba bien.

En otra bolsa había una chaqueta amarilla que no creyó que fuera a necesitar.

Abrió la bolsa de maquillaje que se hallaba en la mesilla, se dio crema protectora, se pintó los ojos en un tono verde claro y los labios de color coral.

Entre los paquetes encontró uno especialmente pequeño que contenía un perfume. Se lo estaba aplicando en las muñecas cuando Rolfe llamó a la puerta y pasó.

—Gracias —dijo Capri, alzando la muñeca para aspirar el almizclado aroma—. Has pensado en todo.

—Incluso en tu perfume favorito.

—¿En serio? —Capri se aplicó el perfume en la otra muñeca y luego tras las orejas.

—Te falta un sitio.

—¿Cuál?

Rolfe se acercó ella.

—Normalmente te pones un poco ahí —su dedo índice rozó el pequeño valle entre los pechos de Capri y sus ojos se oscurecieron cuando ella lo miró, sorprendida. Retiró la mano enseguida—. Estás muy guapa —dijo—. El vestido te queda bien.

—Sí —Capri aún sentía el íntimo contacto del dedo de Rolfe en su piel. Dejó el frasco de perfume y se puso a recoger las cosas que había sobre la cama—. Sólo me he probado un sujetador. ¿Quieres devolver los otros a la tienda?

—No —Rolfe la miró con gesto de divertida sorpresa—. Podrás usarlos más adelante. Son todos de la misma talla.

—Me han dicho que tienes mi bolso y mi pasaporte.

—Están en el coche de alquiler, con mis cosas. Todas tus tarjetas de identificación están ahí, incluyendo un carnet médico en el que me incluyes como pariente más cercano.

Cuando estuvieron en el coche, le entregó el bolso. El suave cuero color miel de éste estaba manchado con las marcas del agua.

—Me temo que no vas a poder usarlo más —dijo Rolfe—. Salvé todo lo que pude. Afortunadamente, el pasaporte estaba en bolsillo interior y no sufrió muchos daños.

Mientras salían del aparcamiento, Capri abrió el bolso y revisó su contenido. El forro aún estaba húmedo. Había varias tarjetas de crédito en un bolsillo lateral, un bolígrafo de plata, una chequera del banco de Nueva Zelanda, dos llaves en un aro y un monedero con moneda australiana.

En el bolsillo central encontró un pequeño portafotos de plástico para dos fotografías. Lo abrió y vio su propio rostro de niña mirándola, sonriendo delante de un hombre y una mujer y junto a una niña que debía ser su hermana.

Miró la foto largo rato, y luego, como un débil eco, un nombre sonó en su mente.

—Venetia.

Como hermanas, sólo se parecían superficialmente. Ambas tenían el pelo largo y rubio, pero los ojos de Venetia eran azules y su rostro más cuadrado que el de Capri.

Curiosa, volvió su atención a los adultos de la foto. Divorciados. La palabra sonó en su mente mientras observaba a la sonriente pareja que se halla tras las dos niñas. Estaban divorciados.

La otra foto era una clásica toma de boda en la que aparecían Rolfe y ella. Llevaba el pelo largo y suelto bajo un velo sujeto con una corona de perlas. Su marido la miraba, sonriente, mientras ella dirigía su sonrisa a la cámara.

—Afortunadamente, las fotos estaban con el pasaporte —dijo Rolfe—. Todo lo que tuve que hacer fue quitar el agua del plástico.

Capri cerró el porta fotos y lo guardó.

—¿No había nada más en el bolso?

—Algunos pañuelos que tiré. Un par de billetes de tren y autobús. No encontré tu agenda de direcciones, ni nada que indicara dónde habías estado recientemente. El bolso estaba cerrado cuando me lo dieron, pero es posible que cayera abierto. ¿Crees que te falta algo?

—No —Capri no tenía idea de lo que debería haber en el bolso; ni siquiera recordaba poseerlo.

Durmió durante gran parte de las dos horas que duró el viaje al aeropuerto. Rolfe dejó el coche alquilado en el aparcamiento. Luego tomó su bolsa de viaje del maletero y sacó los pasaportes de un bolsillo lateral de ésta.

—De acuerdo —dijo—. Vámonos.

 

 

Varias horas después, al bajar en el aeropuerto de Auckland, Capri se sintió desorientada. La sensación permaneció mientras se dirigían al aparcamiento a recoger el coche que Rolfe dejó allí cuando fue a buscarla.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Rolfe cuando ya habían salido del aparcamiento.

—Sí —Capri se sentía como si estuviera en un lugar desconocido—. ¿Cuánto tiempo he estado fuera? —Rolfe había dicho que hablarían de todo aquello, pero el bar del aeropuerto de Sydney estaba demasiado abarrotado media hora antes del vuelo, y en el avión ella volvió a quedarse dormida.

Rolfe detuvo el coche ante un semáforo en rojo.

—Un par de meses —contestó.

Unas largas vacaciones.

—No puedo haber pasado todo el tiempo sola —dijo Capri, sintiendo una punzada de ansiedad—. ¿Había alguien conocido en el tren? ¿Alguien que estuviera conmigo?

—No, que yo sepa —contestó Rolfe tras un momento—. Al parecer, nadie preguntó por ti.

—Pero… algunas personas murieron.

—Varias, sí. Pero todas fueron reconocidas y reclamadas por sus parientes.

—Mis padres —dijo Capri de repente—. ¿Lo saben?

—Llamé a tu madre en Los Ángeles cuando los médicos me dijeron que esperaban que te recuperaras por completo. Te manda todo su cariño.

—Gracias. ¿Los Ángeles? Mi madre no es norteamericana.

—No. Es australiana, como tú lo eres de nacimiento, pero ha vivido muchos años en Los Ángeles. Tú también viviste allí una temporada.

—¿Y Venetia?

—Venetia también. Ahora mismo trata de entrar en el mundo del cine, con un poco de ayuda de tu padrastro.

—¿Mi madre volvió a casarse?

—Su segundo marido es un fotógrafo con contactos en la industria cinematográfica.

—¿Y mi padre? ¿Pudiste hablar con él?

Antes de contestar, Rolfe sondeó a Capri con la mirada.

—Me temo que no sabía cómo localizarlo.

De manera que su padre no había permanecido en contacto con ellos tras el divorcio.

—¿Por qué me había ido sola de vacaciones? —preguntó Capri—. ¿Estabas demasiado ocupado para venir conmigo? Trabajas en… —su mente no cesaba de buscar indicios—… ¿en algo relacionado con la electrónica? Lo siento, debería saberlo, pero…

—No importa. Tengo una planta de manufacturación en Albany, al norte de Auckland. Hacemos equipos láser para la medicina y para la industria, y lo vendemos tanto aquí como en el extranjero. Yo soy el dueño, pero cuento con un eficiente director y un equipo de ingenieros que se ocupan de organizarla.

—¿No trabajas allí?

—Normalmente sí. Pero me concentro sobre todo en lo relacionado con el diseño y el desarrollo de las tecnologías, y tengo otro despacho en casa.

—No estoy segura de… de dónde está nuestra casa.

—En Atinaui. Un pequeño asentamiento costero que se halla a una hora de la fábrica, y un poco más lejos de Auckland.

—Atinaui —repitió Capri.

—Puede que lo recuerdes cuando lleguemos.

Capri miró por la ventana. No recordaba nada de lo que veía. Parpadeó, alzando una mano para frotar disimuladamente una lágrima de su mejilla. Cuando volvió a dejarla sobre su regazo, Rolfe la cubrió con la suya.

—No te preocupes, Capri. Todo acabará por resolverse.

Ella dio un tembloroso suspiro. Sentir el contacto de Rolfe era reconfortante.

—No has contestado a mi pregunta —dijo.

—¿Qué pregunta? —Rolfe volvió a colocar la mano en el volante y a fijar su atención en la carretera.

—Por qué estaba sola de vacaciones en Australia.

—Decidiste repentinamente hacer ese viaje, y yo no podía ir. No puedo dejarlo todo siguiendo un… un impulso repentino.

Capri pensó que habría querido decir «un capricho».

—Pero viniste al hospital.

—Por supuesto.

—¿He interrumpido tu trabajo?

—No te preocupes por eso.