Del amor al odio - Daphne Clair - E-Book

Del amor al odio E-Book

Daphne Clair

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Beschreibung

La boda que nunca tuvo lugar... Cuatro años antes, Sorrel había abandonado a Blaize en el altar y había huido para empezar una nueva vida. Él nunca había sabido por qué lo había hecho, pero ahora Sorrel había vuelto, más bella que nunca. Y solo con verse renació el deseo... Sorrel había abandonado a Blaize porque lo quería demasiado y sabía que él no la amaba. Pero no estaba preparada para enfrentarse a todo el odio que parecía sentir ahora por ella. Ni a todo aquel deseo...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Daphne Clair

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Del amor al odio, n.º 1427 - septiembre 2017

Título original: Claiming His Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-103-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SORREL tendría que haber supuesto que podría encontrarse con Blaize Tarnower en la boda de su prima. Inconscientemente, había esperado que los padres de Elena no lo hubieran invitado, o que él hubiera tenido el detalle de declinar su asistencia.

Pero tenía que reconocer que, probablemente, Blaize no había pensado en la posibilidad de volver a verla en esa ocasión, ya que ella llevaba más de cuatro años lejos de Nueva Zelanda.

No lo había visto durante la ceremonia, pero mientras la pareja recién casada se hacía las fotos de recuerdo delante del templo, ella se dirigió hacia el coche de sus padres, y allí estaba él, alto, moreno y varonil, plantado en mitad del camino.

No era precisamente guapo, pero sí tenía una apariencia impresionante gracias a su altura y corpulencia, y a un rostro marcado por unos pómulos prominentes, una nariz griega y unos labios generosos y perfectamente delineados.

Sorrel lo miró, al tiempo que él la observaba desapasionadamente con sus ojos de color gris acerado. La magnífica mujer rubia que llevaba colgada del brazo lo interrogó con la mirada, mostrando unos enormes y brillantes ojos azules que sintonizaban perfectamente con la pamela de ala ancha y con el vestido de encaje del mismo color que llevaba.

–Hola, Sorrel –dijo Blaize con tono pausado y casi aburrido–. Parece que al final has conseguido asistir a una boda.

Ella no reaccionó inmediatamente, desconcertada por el mensaje subliminal del comentario.

–¿Sorrel? –preguntó la rubia–. ¡Qué nombre tan curioso!

–Es el nombre de una planta –repuso la aludida mecánicamente, acostumbrada a tener que dar explicaciones, mientras sus espléndidos ojos de color verde jade mantenían contacto visual con los de Blaize.

–Es una planta de sabor amargo –comentó él burlonamente–, aunque las flores son preciosas –añadió, antes de recuperar súbitamente las buenas maneras que había aprendido en el mejor colegio de Wellington–. Cherie, te presento a Sorrel Kenyon. Sorrel, esta es Cherie Watson.

Durante un instante, Sorrel temió que las presentaciones se estuvieran haciendo a la manera francesa, con besos en las mejillas; pero no fue así. Cherie tendió una mano lánguidamente, que se unió a la de Sorrel en un ligero apretón.

–Encantada de conocerte –dijo Cherie.

Sorrel sonrió, haciendo gala a su vez de una exquisita educación.

–Lo mismo digo –mintió deliberadamente.

Blaize la miró divertido, curvando la comisura de los labios con una mueca de abierta incredulidad.

–Debes de ser la hija del socio de Blaize –intervino Cherie de pronto, como si acabara de hacer un gran descubrimiento.

–Sí –contestó él–. Sorrel es la hija de Ian –corroboró mientras volvía a estudiarla de arriba abajo, desde la espesa melena de rizos color caoba, pasando por el vestido de seda de color ámbar que se ajustaba a su cuerpo como un guante, hasta posar los ojos en las sandalias de tacón alto que Sorrel apenas utilizaba, ya que los hombres con los que salía últimamente solían ser menos altos que Blaize–. Tienes… muy buen aspecto –añadió con un mínimo destello en la mirada, una especie de leve rescoldo de deseo que fue suficiente para detener el corazón de Sorrel en seco.

Después de esa breve paralización de sus constantes vitales, ella sintió cómo su torrente sanguíneo reaccionaba con energía, sonrojándola hasta la raíz del cabello y provocándole un ligero temblor en brazos y piernas. Tomó una bocanada de aire con disimulo para recobrar la compostura, confiando en que el maquillaje no dejara traslucir su turbación.

–Tú también pareces estar en plena forma –repuso educadamente, sin poder evitar hacer un estudio de los pequeños cambios que había sufrido ese hombre: los pómulos ligeramente más delgados, la complexión tan atlética como siempre y algo más musculosa, el cabello negro más corto y la boca más severa. Aunque ese último detalle, junto a la evidente frialdad de sus ojos, podía fácilmente achacarse a la sorpresa por su inesperada presencia.

Él no la había perdonado aún; eso parecía fuera de duda. Con una nueva sacudida, Sorrel aceptó que se merecía el trato burlón y distante que estaba recibiendo. No se podía esperar que un hombre que había sido abandonado ante el altar fuera capaz de mirarla de forma cariñosa y comprensiva, aunque hubieran pasado cuatro años desde entonces. Sus propios padres aún seguían recordándole con tono irritado la terrible vergüenza que les había hecho pasar a todos.

–He oído que vives en el extranjero… en Australia, ¿no? –inquirió Cherie, con un tono de voz ligeramente crispado.

«No tienes de qué preocuparte», pensó Sorrel. En el remoto caso de que Blaize la hubiera amado en algún momento de su vida, ella había aniquilado para siempre la posibilidad de que ambos pudieran compartir un futuro en común.

–Sí, vivo en Australia, pero he regresado a casa porque Elena es mi prima favorita y deseaba asistir a su boda.

–Entonces, ¿solo estás de visita? –insistió Cherie.

Sorrel dudó. El trabajo que tenía en Melbourne era muy interesante y allí se encontraba a gusto, pero nunca había podido deshacerse del todo de la nostalgia por la tierra donde había nacido. Amaba Nueva Zelanda y Wellington le parecía la ciudad más bonita del mundo. Antes de aterrizar, el avión había girado sobre el mar, mostrando una vista impresionante del escarpado Estrecho de Marlborough, rebosante de vegetación arbustiva que llegaba hasta las orillas saladas. Y ella se había puesto a llorar de emoción, con la mente llena de recuerdos. Los paseos por el bosque sin temor a las culebras, las playas adonde casi nunca se acercaban los tiburones, los niños descalzos corriendo por la arena, las empinadas y angostas calles llenas de casas colgadas de forma inverosímil sobre las laderas, arracimadas en caóticas hileras de equilibrio delirante, con vistas sobre las estelas blancas de los barcos que iban a atracar en el puerto.

–Puede que me quede –dijo Sorrel de forma totalmente impulsiva–, si encuentro trabajo –añadió; sorprendida por sus propias palabras y con la mirada en lontananza. ¿Cuándo había empezado a considerar esa posibilidad? Posiblemente durante el vuelo a Wellington, se dijo.

–¿Qué tipo de trabajo estás buscando? –preguntó Blaize, obligándola a mirarlo de nuevo.

–Aún no lo sé; solo llevo dos días en casa –el tiempo justo para saludar a Elena antes del día del festejo, participar en los últimos preparativos y asegurarse de que su prima era consciente de todo lo que implicaba el hecho de contraer matrimonio.

–Tus padres me comentaron que estabas trabajando en unos grandes almacenes.

–Estoy a cargo de la sección de moda femenina.

–Me dijeron que era un trabajo de mucha responsabilidad y muy bien pagado.

–Eso es verdad, pero si quiero ascender más tendría que trasladarme al departamento de administración, y yo prefiero el trabajo de cara al cliente –explicó Sorrel, contenta de haber superado el primer momento de tensión y de estar enfrascada en una conversación completamente normal. Cambiando de tema, preguntó–: ¿Cómo están tus padres?

–Muy bien –repuso Blaize–. Mi padre está disfrutando de la jubilación como si fuera un niño –Paul Tarnower había abandonado la vida laboral hacía un par de años, después de sufrir un aparatoso infarto, cediendo a su hijo los mandos de su parte en la empresa de fabricación de pequeños electrodomésticos que compartía con el padre de Sorrel–. Ahora están haciendo un crucero por Europa.

–Lo sé. Mi madre está verde de envidia –bromeó ella.

Cherie tiró del brazo de Blaize.

–Cariño, ¿no crees que deberíamos ir a dar la enhorabuena a la feliz pareja?

Los recién casados habían terminado con la sesión de fotos y empezaban a internarse entre la multitud, recibiendo felicitaciones a mansalva.

–Supongo que sí –contestó Blaize, despidiéndose de Sorrel con una ligera inclinación de cabeza–. ¿Nos disculpas?

Mientras Blaize y Cherie se alejaban, Sorrel se dio cuenta de que un montón de miradas no la perdían de vista. Muchos de los convidados a esa ceremonia habían sido también convocados a su malograda boda, en esa misma iglesia. Ya había saludado a varios, soportando sus miradas de velada curiosidad y reproche, pero en aquel momento no se sentía con fuerzas para internarse de nuevo entre la multitud. Elena tendría que esperar a que ambas coincidieran en un momento de mayor intimidad, quizá durante el banquete, para que ella le deseara un futuro muy feliz.

Sorrel estaba agradecida porque Elena hubiera entendido que ella prefiriera no aceptar su invitación para ser una de las damas de honor. La situación podía haber resultado un poco irónica y, posiblemente, incluso grotesca.

De todas las personas a las que había dejado plantadas en la iglesia hacía cuatro años por causa de su repentino cambio de opinión, solo Elena, vestida con el traje de dama de honor de encaje color lavanda que habían elegido juntas, había tratado de comprenderla y apoyarla, a pesar de tener solo diecisiete años. Por eso, cuando un par de meses atrás había recibido una invitación de boda con una nota manuscrita suplicándole que asistiera, no había podido negarse.

Retomó su camino hacia el coche y se unió a sus padres. Se acomodó en el asiento trasero con gran alivio, dispuesta a relajarse durante el breve trayecto hasta el salón de banquetes del mejor hotel de la ciudad.

–Una boda preciosa –comentó su madre mientras se retocaba el maquillaje en el espejo del quitasol del coche. Luego, se ajustó la elegante pamela, especialmente confeccionada para combinar a la perfección con el igualmente vistoso vestido de fiesta de color aguamarina–. Menos mal que todo ha salido bien, aunque eso era de esperar porque Elena siempre ha sido una chica muy sensata.

Con un gesto de dolor, Sorrel hizo un esfuerzo supremo para no dejar que esas palabras hirieran sus sentimientos, pero el reproche implícito de su madre no dejaba lugar a dudas. Incluso su padre había murmurado entre dientes la frase: «Espero que esta vez no haya ningún problema», durante el desayuno.

Deseaba preguntar cuánto tiempo llevaba Blaize con Cherie Watson y qué tipo de relación tenían. Practicó mentalmente la pregunta para que sonara casual y casi desinteresada, pero, segura de la inevitable reprimenda que acompañaría a la respuesta, decidió callar. Ya hacía cuatro años que había perdido por completo el derecho a interesarse por la vida privada de Blaize. Dejó que su mirada recorriera indolentemente las vistas del puerto mientras el coche se deslizaba por la tortuosa carretera de la bahía. Wellington era conocida por los fuertes vientos procedentes del mar que azotaban constantemente sus edificios, pero ese día brillaba el sol y todo estaba en calma.

 

 

Cuando llegaron al salón de banquetes, Sorrel se tranquilizó considerablemente al comprobar que sus padres y ella tenían asientos reservados en una mesa que se encontraba a una distancia prudencial de la que ocupaban Blaize y Cherie, junto a otros amigos de la pareja, aunque desde donde estaba podía verlo de espaldas, dicharachero y dirigiendo muestras de cariño a su acompañante.

Cuando empezaron los discursos, Blaize pasó un brazo por detrás de la silla que ocupaba Cherie y le acarició un hombro, mientras con la otra mano jugueteaba con una copa de vino tinto.

Sorrel deseó encontrarse a mil kilómetros de allí, pero se convenció de que tenía que aguantar hasta el final para que su prima Elena no se disgustara. Tenía su orgullo y sabía que, con esfuerzo, podría aguantar la fiesta durante un periodo de tiempo razonable. No pensaba escurrir el bulto sin despedirse de nadie como si se avergonzara de que la gente la viera.

Miró a su madre y se percató de que apenas había probado bocado. Era cierto que siempre había tenido que vigilarse el peso porque tenía una cierta tendencia a ganar kilos, pero dos días antes, nada más pasar el control aduanero del aeropuerto, Sorrel la había encontrado más delgada que nunca. ¿Estaría volviéndose anoréxica?

El hombre que se sentaba al lado de Sorrel era un amigo del novio. Alguien se había ocupado de colocarlo junto a ella para que pudieran hacerse mutua compañía, puesto que él también estaba solo. Se trataba de un gesto muy considerado por parte de la propia Elena o de su madre, aunque resultaba ligeramente humillante, al dejar bien claro delante de todos que Sorrel carecía de pareja.

Era un hombre agradable, fornido y bien parecido, que había demostrado sus dotes de gran conversador durante la cena, aunque solo habían hablado de naderías. Una vez que la orquesta empezó a tocar el preceptivo vals, varias parejas siguieron la iniciativa de los novios y se unieron a ellos en la pista de baile. Su compañero de mesa le pidió bailar.

Salieron a la pista y él resultó ser un buen bailarín con mucho estilo. Acabado el lento vals, la orquesta atacó piezas más modernas llenas de ritmo, y su acompañante inició una serie de movimientos atrevidos que divirtieron a Sorrel enormemente. Vio a Cherie y a Blaize girar abrazados por la pista, con la vista de ella posada sobre el rostro de él en un gesto de inequívoca adoración. Ambos parecían estar completamente enamorados.

Volvió a concentrarse en su compañero con una sonrisa y se acopló a su exagerado ritmo, disfrutando al máximo. La gente empezó a darse cuenta de que formaban la mejor pareja de baile de toda la fiesta, y les hicieron sitio en el centro de la pista para que pudieran lucirse delante de los demás, que les obsequiaron con miradas de admiración.

Sorrel tropezó brevemente con una mirada de Blaize que parecía insinuar un reproche. Ella optó por reírse con ganas, mirar con euforia a su compañero e iniciar una pequeña improvisación por su cuenta, levantando los brazos y ejecutando una graciosa pirueta, meneando el trasero de espaldas a él, mientras le lanzaba una provocativa mirada por encima del hombro.

Él rio, la agarró con fuerza y la hizo girar varias veces antes de volver a soltarla. La pieza musical terminó y Sorrel se detuvo, sudorosa, para dirigirse de vuelta a la mesa, junto a su acompañante, mientras se apartaba un mechón de cabello del rostro y se lo colocaba detrás de la oreja. La mesa estaba vacía; sus padres se encontraban charlando con los de Elena en la mesa presidencial.

–Ha sido divertido –comentó Sorrel con la respiración aún acelerada.

–Hacemos buena pareja –repuso él con una sonrisa–. ¿Quieres que volvamos a la pista?

–Dame un respiro.

–¿Te gustaría beber algo?

Ella pidió un vino blanco y él se alejó entre la multitud en dirección a la barra. Sorrel jugueteó con una flor de hibisco que adornaba el centro de la mesa junto a un precioso conjunto de ramas verdes. La flor tenía una corola escarlata y en su centro se erguía un orgulloso pistilo amarillo cuajado de estambres naranjas llenos de polen. Dio un par de vueltas a la flor entre el índice y el pulgar, y el mantel blanco de la mesa se cubrió de diminutas semillas anaranjadas.

–¿Te la vas a poner detrás de la oreja?

La voz de Blaize la sobresaltó, sacándola de su ensimismamiento. Él estaba de pie, en su postura habitual, con una mano indolentemente metida en el bolsillo del elegante pantalón cortado a medida. Con la otra mano sostenía una copa de vino tinto medio vacía.

–¿En qué lado? –insistió él ante el silencio sorprendido de ella, con una mirada penetrante y especulativa.

–Nunca me acuerdo de qué significado tienen los lados.

–La flor en el lado derecho quiere decir «estoy comprometida» y la flor en el lado izquierdo quiere decir «estoy disponible», según creo.

–No estoy disponible –repuso ella, dejando caer el hibisco sobre la mesa–. Además, el color carmesí no me sienta bien; se confunde con el color de mi pelo –comentó mohína–. Pero a Cherie si le quedaría bien –añadió, dispuesta a hacer frente a la situación–. ¿En qué lado tendría que ponérsela?

–Tendrías que preguntárselo a ella…, si es que te interesa.

–Simple curiosidad –repuso Sorrel, paseando perezosamente la vista por las mesas, como para demostrar que el súbito interés por los sentimientos de Cherie era pasajero–. Por cierto, ¿dónde está?

–Retocándose el maquillaje en el tocador de señoras –respondió él.

La orquesta afinó los instrumentos e inició una nueva pieza, distrayendo la atención de Sorrel. Blaize la miró directamente a los ojos y de una manera bastante abrupta preguntó:

–¿Te apetece bailar?

–¿Contigo? –inquirió ella, sorprendida.

Él puso una mueca burlona.

–¿Con quién si no? –se interesó echando un vistazo a los alrededores con una nota de aspereza en el tono de voz–. Por si aún no te has dado cuenta, todos los asistentes están pendientes de nuestras reacciones. Sería de gran ayuda que pudiéramos aplacar su curiosidad demostrando que nuestras relaciones son totalmente amistosas. Al fin y al cabo, todos saben que esta es la primera vez que nos vemos desde el malogrado día de nuestra inexistente boda, hace ya cuatro años.

Era posible que él tuviera razón, pensó Sorrel. Si se mostraban cordiales el uno con el otro, la gente pronto dejaría de murmurar.

–Hay una persona que ha ido a buscarme una bebida –objetó.

–¿El gracioso bailarín? –preguntó él con tono desdeñoso–. Estoy seguro de que podrá esperarte durante unos minutos –dijo, dejando la copa sobre la mesa antes de poner a Sorrel en pie, tomándola de ambas manos–. Creo que lo mejor es que nos libremos de las malas lenguas lo antes posible.

Sorrel se resistió instintivamente, pero los brazos de él eran muy fuertes y, sin darse apenas cuenta, se encontró de pie y en camino hacia la pista de baile.

–Bruto –exclamó–. Te aseguro que estoy acostumbrada a que los hombres me traten con mucha más cortesía.

Sorprendentemente, él soltó una risotada mientras la miraba con una expresión felina y entrelazaba una mano con la de ella para adoptar una correcta posición de baile lento. Se movieron al compás de la música.

–Como poco, me debes este baile, Sorrel –le dijo con una dura mirada y una mano firmemente apoyada sobre su cintura.

¿Que le debía qué? ¿La oportunidad de demostrar al mundo entero que no era un hombre con el corazón roto? ¿Que no le importaba que ella hubiera hecho añicos su orgullo?

–¿Tanto te importa lo que piense la gente?

–Puede importarle a la gente que nos quiere, como por ejemplo a tus padres o a los míos. Aunque no me extrañaría nada si me confesaras que los sentimientos ajenos no te importan lo más mínimo.

–Deberías estarme agradecida –le espetó ella enfadada y desafiante–. Nuestro matrimonio hubiera sido un tremendo error.

–Doy las gracias al cielo todos los días –dijo él, estrechándola en sus brazos para no perder el compás en un giro.

Ella lo miró furiosa y dispuesta a presentar batalla.

–Sonríe –le pidió él–. Esto es puro teatro; solo pretendemos acallar los cotilleos, recuérdalo.

–No puedo sonreír forzadamente. Además… ¡no quiero que me des órdenes!

Para desesperación y sorpresa de Sorrel, él volvió a soltar una sonora carcajada. No era posible que lo estuviera pasando bien, ¿o sí?

Él la hizo girar un par de veces de forma vertiginosa, mientras la sostenía con fuerza y le acercaba los labios a la sien. Ella se sintió ligeramente aturdida y mareada.

–Relájate –murmuró él–. Es evidente que este no es el lugar adecuado para hacerte lo que estoy pensando hacerte. Estás completamente a salvo.

–¿Qué es lo que te gustaría hacerme? –se interesó ella con un temblor aprensivo mezclado con una extraña excitación que le recorrió toda la espina dorsal.