Un amor desde siempre - Daphne Clair - E-Book

Un amor desde siempre E-Book

Daphne Clair

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Él no descansaría hasta encontrarla y exigirle lo que le correspondía por derecho. Rachel Moore llevaba años enamorada del magnate maderero Bryn Donovan, desde que compartieron una noche ilícita juntos. Pero ella tan sólo era una empleada suya... ¡Lo que no sabía era que Bryn la había elegido para ser su esposa! Rachel estaba feliz... hasta que descubrió que la proposición del millonario se debía a la mera conveniencia. Ella era consciente de que él debía continuar la dinastía Donovan y, creyendo que no podía darle un hijo, salió huyendo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 183

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Daphne Clair De Jong

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un amor desde siempre, n.º 1991 - julio 2022

Título original: The Timber Baron’s Virgin Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-111-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

RACHEL?

Los ojos de color gris verdoso de Bryn Donovan se avivaron al encontrarse con los de su madre.

Bryn frunció el ceño y se inclinó ligeramente hacia adelante en un sillón de orejas que, como la mayoría de los muebles de la habitación, pertenecía a la familia desde hacía tanto tiempo como aquella mansión.

–No te referirás a Rachel Moore, ¿verdad? –añadió.

Pearl, lady Donovan, separó las manos en un gesto de sorpresa. Su delgada figura parecía absorbida por el sillón igual al que ocupaba su hijo junto a la chimenea.

–¿Por qué no? –inquirió ella, frunciendo su boca perfecta de una forma que Bryn conocía muy bien.

Detrás de la complexión aparentemente débil y de aquellos rizos cortos y muy bien teñidos, se escondía un cerebro ágil y una voluntad de acero.

–¿No es demasiado joven? –cuestionó él.

Su madre se rió como sólo una madre podía frente a un hombre de treinta y cuatro años cuyo nombre en los círculos financieros de Nueva Zelanda generaba un respeto casi universal. Quienes le desprestigiaban eran principalmente competidores celosos de la manera en la que él había expandido el negocio de su familia y aumentado su fortuna, ya considerable, o empleados que no habían soportado que les impusiera sus rígidos principios.

–Bryn, han pasado diez años desde que su familia nos dejó –apuntó ella–. Rachel es una historiadora altamente cualificada. Ya te conté que ha escrito un par de libros.

Él no podía confesarle que había intentado borrar de su mente cualquier información acerca de aquella muchacha.

–Ya sabes que tu padre siempre tuvo intención de escribir la historia de la familia –insistió Pearl.

Había sido uno de sus proyectos tras su jubilación, hasta que su debilidad por los mejores alcoholes había terminado repentinamente mal.

–Quiero hacer esto como un homenaje a él –comentó la viuda elevando la barbilla con determinación, conteniendo las lágrimas–. Pensé que te gustaría.

Por más que Bryn tuviera reputación de hombre de negocios duro aunque no sin escrúpulos, eso no le hacía inmune a aquella triquiñuela femenina. Su madre acababa de resurgir de un año y medio de lamentaciones y por fin mostraba auténtico interés por algo. Aquel día estaba menos tensa y más decidida que cualquier otro desde la muerte de su marido, reconoció Bryn.

El hecho de que de vez en cuando se colara en sus sueños el rostro de una Rachel Moore de apenas diecisiete años enmarcado por un revoltoso pelo oscuro, con ojos grandes y muy tentadores y una boca demasiado joven, haciéndole sentirse culpable, era problema suyo, se dijo él. No podía, a conciencia, verter un jarro de agua fría sobre el nuevo proyecto de su madre.

–Creí que se encontraba en Estados Unidos –señaló él.

Rachel se había trasladado allí para hacer un posgrado después de haber terminado sus estudios de Literatura Inglesa y de Historia, y desde entonces había estado enseñando en la universidad allí.

–Ha regresado –comentó Pearl contenta–. Dará clases en la universidad de Auckland el año próximo, pero necesita algo para mantenerse durante unos seis meses por la diferencia de curso escolar entre Estados Unidos y Nueva Zelanda. ¡Es ideal y tan agradable que podamos tener a alguien conocido para que nos haga esto…! Puede alojarse aquí.

–¿Aquí? ¿Sus padres no…?

El antiguo cuidador de la finca y su esposa, que ayudaba en las tareas domésticas, se habían marchado al distrito de Waikato a ordeñar vacas cuando su hija había comenzado sus estudios universitarios allí. Bryn creía que, desde entonces, el único contacto de ellos con su familia había consistido en un intercambio de felicitaciones de Navidad y noticias sobre la familia. Pero su madre, se dijo Bryn, siempre había sido una empedernida usuaria del teléfono.

–Rachel vive con ellos ahora –le informó su madre–. Y está lista para comenzar el trabajo en una o dos semanas. Necesitará acceder al archivo familiar y yo no voy a permitirle que saque por ahí los documentos. Claro que eso supone un precio, pero seguro que podemos permitírnoslo…

–Sin problemas –le aseguró él, aceptando aquel extraño desafío–. Si es que ella quiere el trabajo.

Con un poco de suerte, Rachel lo rechazaría.

Pearl le dirigió su sonrisa más dulce.

–Su madre y yo ya lo hemos arreglado todo.

 

 

Rachel había supuesto que en diez años Bryn Donovan habría cambiado, que tal vez habría perdido algo de su pelo negro y abundante, habría echado tripa de tantas cenas de negocios, o su aristocrática nariz se habría enrojecido y ensanchado por todo el vino ingerido en esas cenas si seguía los pasos de su padre. Sin desmerecer lo duro que había trabajado sir Malcolm y lo generoso que había sido con los frutos de ese trabajo: el hombre había obtenido el título tanto por su contribución a la economía nacional como por sus labores filantrópicas.

Su único hijo estaba tan guapo como siempre.

Conforme bajaba del autobús en Auckland, Rachel le distinguió rápidamente entre la docena de personas que esperaban al resto de pasajeros o que eran pasajeros a su vez. Como si ellos reconocieran que aquel hombre necesitaba más espacio que el común de los mortales, él destacaba entre cuantos le rodeaban.

Pantalones vaqueros moldeaban sus largas piernas. Una camiseta negra apenas disimulaba sus anchos hombros y su torso sin un sólo gramo de grasa.

Si algo había cambiado, era que la habitual seguridad en sí mismo de él había evolucionado a un aire de autoridad. Rachel sintió un cosquilleo en el estómago y dudó unos instantes antes de salir del autobús.

Los ojos de Bryn parecían de plata bajo la luz del atardecer conforme inspeccionaba a los recién llegados. Cuando por fin divisó a Rachel, ella le vio sorprenderse al reconocerla. Él se mantuvo inmóvil, excepto por su boca, que se curvó ligeramente en una sonrisa controlada mientras la veía aproximarse y evaluaba su chaqueta verde de lino sobre blusa blanca, la falda a juego hasta las rodillas y los zapatos brasileños de cuero trenzado que ella había elegido para el viaje.

Él asintió ligeramente con la cabeza como aprobando el atuendo y elevó sus ojos de nuevo al cabello negro que ella se había recogido en un moño tirante convencida de que aumentaba su altura y le daba un aspecto más profesional.

Sólo cuando se detuvo en seco delante de él, Rachel advirtió las leves arrugas en las comisuras de los ojos y en la frente.

–Rachel, estás muy… elegante –dijo él con una voz más grave de lo que ella recordaba.

Ella lo interpretó como que ya no la veía como la adolescente poco femenina que él recordaba.

–Ha pasado mucho tiempo –comentó ella, aliviada de que la voz no le temblara e intentando parecer una mujer exitosa–. He crecido.

–Ya lo veo.

Un destello de interés masculino iluminó los ojos de él y desapareció.

Rachel se estremeció, no de miedo sino de una emoción mucho más perturbadora. Diez años después, él todavía la afectaba de aquella manera. Menuda tontería, ¿verdad?

–¿Y tu madre? –inquirió ella.

Cuando había hablado por teléfono con lady Donovan, ella le había asegurado que irían a buscarla a Auckland. ¿Cómo iba Rachel a meterse en otro autobús hacia Donovan’s Falls con el equipaje, el ordenador y todo? Como había hablado en plural al decir que la recogerían, Rachel había supuesto que lady Donovan se refería a Bryn y ella.

–Está esperándonos en Rivermeadows –le informó él–. Con café y galletas.

Una vez cargado el equipaje y tras salir de la ciudad en el impoluto BMW de él, Rachel apartó la mirada de las brillantes aguas del puerto de Waitemata junto al que transcurría la autopista.

–Gracias por haber venido a buscarme. Espero que no haya sido una molestia.

–En absoluto –contestó él cortésmente.

–Porque tú ahora no vives en casa, quiero decir en Rivermeadows, ¿verdad? –inquirió ella, intentando disimular su nerviosismo.

Rachel había oído a su madre lamentar que Pearl viviera sola en una casa tan grande.

–Tengo un apartamento en la ciudad –confirmó él–. Pero desde la muerte de mi padre paso casi todos los fines de semana con mi madre y a veces incluso me he quedo allí entre semana. Le sugerí que se mudara, pero ella está muy unida a ese lugar.

La casa de los Donovan había sido en tiempos el centro de una comunidad rural pequeña y dispersa. Antes de que Rachel y su familia se marcharan, se había convertido en una isla de verdor en mitad del resto de barrios residenciales y con una autopista muy transitada cerca.

–Sólo está a una media hora de la ciudad –recordó Rachel–. ¿Tu madre conduce todavía?

Ella recordaba que Pearl Donovan adoraba su pequeño deportivo rojo y lo conducía de una forma que provocaba el reproche de su marido y de su hijo, ante lo cual ella reía.

Bryn frunció el ceño.

–Apenas ha salido de casa desde que murió mi padre.

Calló unos instantes y añadió no muy convencido:

–Tal vez tenerte aquí sea bueno para ella.

Él no daba saltos de alegría, pero Rachel tampoco hubiera elegido aquel trabajo. Cuando su madre le había anunciado orgullosa que había encontrado el trabajo temporal perfecto para ella, Rachel había tenido que disimular su consternación al descubrir que iba a ser en Rivermeadows. Y cuando había intentado zafarse argumentando que aquello suponía alejarse mucho de sus padres, su madre había replicado que no tanto como Estados Unidos.

Incapaz de encontrar ninguna otra excusa convincente, especialmente dado que el salario superaba con creces lo que ella esperaba obtener en un trabajo temporal, había decidido aceptar. No tenía intención de vivir de sus padres durante meses.

Deseando haber malinterpretado el tono decididamente poco entusiasta de Bryn, comentó:

–Estoy deseando volver a ver Rivermeadows. Tengo muy buenos recuerdos de allí.

Él le dirigió una mirada impenetrable durante unos instantes antes de volver a centrarse en la carretera.

Rachel giró el rostro hacia la ventanilla intentando no pensar en un recuerdo en particular, habiéndose convencido a sí misma de que él habría olvidado el incidente. Tal vez para ella había sido un momento fundamental en su joven vida pero, mientras que ella entonces había sido una adolescente deslumbrada por emociones desbordadas, Bryn ya era un hombre, un adulto.

–Me apenó enterarme de lo de tu padre –añadió ella, mirando brevemente a Bryn–. Le envié una tarjeta a tu madre.

–La muerte de mi padre fue un duro golpe para ella –comentó él, frunciendo el ceño de nuevo.

–Estás preocupado por ella –señaló Rachel suavemente.

–¿Tan obvio resulta?

«Sólo para la gente a quien le importas», pensó ella, pero se contuvo de decirlo. Él creería que ella estaba abusando de una vieja amistad y tendría todo el derecho. Esperaba fervientemente que él nunca hubiera advertido lo atentamente que durante un tiempo ella había observado cada uno de sus movimientos y expresiones cada vez que se le había acercado.

Desde aquellos tiempos ella había cambiado completamente y tal vez él también. Con veinticinco años, a él le habían hecho responsable de un departamento nuevo del negocio familiar: el desarrollo en ultramar. Y él lo había gestionado excepcionalmente bien, llevando el apellido Donovan hasta los mercados internacionales y estableciendo filiales en varios países. En aquellos momentos, era el director ejecutivo de toda la empresa. ¡Cómo no iba a dar la impresión de un hombre que tenía el mundo a sus pies!

 

 

La casa seguía igual que como Rachel la recordaba, una mansión de madera de finales del siglo xix con dos pisos, pintada de blanco y conservada con gusto.

Bryn detuvo el coche frente al pórtico de la entrada. Al instante, la puerta se abrió y Pearl Donovan, con un vestido amarillo pálido, salió a recibirlos y envolvió a Rachel en un cálido abrazo.

–¡Qué alegría verte! –exclamó, separándose ligeramente para contemplar a Rachel–. ¡Y qué guapa estás! ¿No te parece, Bryn?

–Por supuesto –contestó él, cargado con el equipaje–. ¿Dónde dejo sus cosas?

–En la habitación rosa –respondió su madre–. Voy a calentar agua y, en cuanto te instales, Rachel, tomaremos café en el porche.

Rachel siguió a Bryn hasta el dormitorio rosa en la planta superior. La puerta estaba entreabierta. Bryn entró y dejó la maleta sobre un arcón a los pies de la gigantesca cama y, en el suelo junto a ella, una bolsa con unos libros de consulta que Rachel necesitaría para hacer su trabajo.

–¿Quieres que deje tu ordenador portátil en el escritorio? –preguntó él–. Aunque seguramente trabajarás en el salón de fumar del piso de abajo.

Hacía muchos años que nadie fumaba en lo que en realidad era una biblioteca privada, pero la familia mantenía el nombre original.

Rachel asintió.

–Gracias –dijo y vio cómo Bryn depositaba el ordenador sobre un elegante escritorio de nogal situado entre dos amplias ventanas con cortinas a juego con la colcha.

–Espero que te encuentres a gusto –señaló él, tras contemplar con evidente disgusto las rosas que adornaban el papel de la pared.

Rachel soltó una carcajada, llamando la atención de él, que sonrió levemente.

–Mi madre tiene razón, estás muy guapa –comentó y desvió la mirada hacia una puerta a un lado de la habitación–. El baño está ahí, lo vas a tener todo para ti. Si no encuentras algo de lo que necesites, estoy seguro de que mi madre te lo proporcionará. Te veo abajo.

Él se dirigió a la puerta, dudó un instante y se giró.

–Bienvenida de nuevo, Rachel –dijo y sus pasos se perdieron por el pasillo y la escalera, cada vez más rápidos como si quisiera huir de ella.

Tras refrescarse y cambiarse los zapatos por unas sandalias planas, Rachel bajó, cruzó el comedor y atravesó las puertas francesas que daban al porche.

Bryn y su madre estaban sentados a una mesa de mimbre con tablero de cristal. Un carrito contenía tazas, una tetera de porcelana y jarritas para la leche y el azúcar.

Bryn se puso en pie al momento y le ofreció una silla de mimbre acolchada a Rachel.

Mientras lady Donovan servía el café y hablaba, él regresó a su asiento mirando alternativamente a su madre y a Rachel con un desinterés tal vez fingido. Había una vitalidad en él que hacía difícil imaginarle pasando las tardes tomando té. Su mirada se encontró con la de Rachel y sonrió mientras su madre desplegaba un torrente de preguntas acerca de la vida de ella en Estados Unidos.

Cuando terminaron, Rachel se ofreció a recoger. Pearl, que había insistido en que Rachel la llamara por su nombre de pila, se negó.

–No te hemos traído aquí para que realices las tareas del hogar. Bryn, llévala al jardín y enséñale los cambios que hemos hecho.

Bryn esperó a que Rachel se levantara y la sujetó suavemente del codo, con dedos cálidos y fuertes.

–¿Quién se encarga de las tareas domésticas? –le preguntó Rachel, caminando a su lado.

Aquella casa era demasiado grande para que la limpiara una sola persona.

–Una asistenta viene tres tardes a la semana –comentó él, soltándola al llegar a un espacioso jardín repleto de arbustos y árboles.

Los Donovan les habían permitido a Rachel y a sus hermanos que se movieran libremente por allí siempre y cuando no estropearan las plantas. A ella le encantaba jugar al escondite, perseguir animales imaginarios o trepar a los árboles y conocía todos los lugares ocultos bajo las ramas más bajas de los árboles.

De pronto llegaron a una pared de ladrillo. Allí donde en tiempos se encontraba una puerta de acceso a la casa de la familia de Rachel, un nicho con forma de arco albergaba tiestos con plantas en flor.

–¿Sabes que alquilamos la granja y el chalecito? –le preguntó Bryn y ella asintió conteniendo la sonrisa.

Sólo alguien que hubiera vivido en una mansión llamaría «chalecito» a la vivienda del cuidador de la finca.

El camino se apartaba del muro de piedra hacia un cenador prácticamente escondido entre la vegetación. Rachel deseó que Bryn no hubiera advertido su pequeño tropiezo conforme pasaron por delante. Ella no se atrevió ni a mirarle, en su lugar fingió admirar las flores al otro lado del camino hasta que llegaron a otra pérgola adornada con un jazmín lleno de flores. Rachel se acercó una rama al rostro para aspirar su fragancia.

Él arrancó una de las flores y se la tendió.

–Gracias –dijo ella, repentinamente sin aliento.

Se hallaban a sólo unos centímetros el uno del otro. Él la miraba con expresión grave e inquisitiva. Ella ladeó la cabeza para oler el jazmín y, al girarse para continuar el paseo, sus senos se rozaron con el torso de él. Ella se puso colorada y clavó la vista en la flor de jazmín.

Como no estaba mirando por dónde iba, se tropezó con una raíz que atravesaba el camino. Bryn la sujetó por los brazos, tan cerca que con su aliento le removió un mechón de cabello que le había caído sobre la frente.

–¿Estás bien?

–Sí, gracias.

Rachel sentía un agudo dolor en sus dedos desnudos, pero no bajó la vista e intentó ofrecer una sonrisa tranquilizadora.

Él miró el pie y soltó un silbido.

–Estás sangrando.

Se agachó y sujetó el tobillo de ella.

–Apóyate en mí –le ordenó, colocando el pie de ella sobre su rodilla.

Rachel no tuvo más remedio que apoyarse en el hombro de él para no caerse.

–Voy a mancharte de sangre –protestó, intentando soltarse–. No ha sido nada.

–Parece doloroso –señaló él–. Regresemos a la casa.

Una vez allí, él la llevó al cuarto de baño de la planta baja e, ignorando las protestas de ella de que podía arreglárselas sola, la sentó en el borde de la bañera y sacó un kit de primeros auxilios. Esperó a que ella se lavara el pie y luego se lo secó, desinfectó la herida y la tapó con una tirita.

–Gracias –dijo ella, poniéndose en pie mientras él guardaba el kit.

Había dejado el jazmín junto al lavabo y él lo recogió y se lo colocó a ella en lo alto del moño. Luego le sonrió enigmáticamente y la urgió a salir con un leve toque en la cintura.

Pearl salía de la cocina en aquel momento.

–¿Te quedas, Bryn? Estoy haciendo un asado.

Él comprobó la hora.

–A cenar sí. Pero después me marcharé.

Pearl reparó en la herida de Rachel.

–¿Qué te ha ocurrido?

–Sólo me he dado un golpe en un dedo –respondió Rachel y subió a su habitación a deshacer el equipaje.

Cuando volvió a la planta baja, Pearl y Bryn se hallaban en lo que llamaban el salón pequeño, dado que el grande se dedicaba a recibir a las visitas. Bryn sostenía un vaso de algo con hielo y Pearl bebía jerez. Bryn se puso en pie y ofreció a Rachel su sillón de orejas, pero ella negó con la cabeza y se sentó en el sofá frente a la chimenea.

–¿Quieres una copa? –inquirió él todavía de pie–. Ahora ya tienes edad suficiente.

–Por supuesto que la tiene –intervino Pearl y se dirigió a Rachel–. Él todavía te ve como una chiquilla.

–No tanto, madre –la corrigió él con la mirada clavada en Rachel y extrañamente brillante–. Aunque la tirita sí que recuerda a los viejos tiempos. Rachel, de pequeña tenías un desbordante sentido de la aventura.

–Ya no soy así, he crecido –se apresuró a señalar ella–. Me gustaría ginebra con Angostura si tenéis, gracias.

Él se acercó al mueble bar, preparó el cóctel y se lo sirvió con media rodaja de limón.

Pearl preguntó a Rachel acerca del jardín y, al recibir alabanzas, comentó:

–Un hombre del pueblo viene a cuidar lo más complicado una vez a la semana y yo me ocupo un poco de las flores. Arrendamos la granja, así que sólo tenemos que ocuparnos del jardín que rodea la casa. Bryn sugirió que vendiéramos este lugar –señaló ella, escandalizada–. Pero yo espero tener nietos algún día y por eso mantengo esta propiedad. Después de todo, los Donovan hemos vivido aquí desde que se construyó. Y antes de eso éramos dueños del terreno.

–Es un lugar fantástico para los niños –apuntó Rachel sin mirar a Bryn.

La hermana de Bryn se había instalado en Inglaterra, vivía con otra mujer y, según la madre de Rachel, había asegurado que no quería tener hijos. Y era evidente que Bryn no tenía prisa por dar continuidad al apellido familiar. A sus treinta y cuatro años todavía le quedaba tiempo para eso. Y con su aspecto y su dinero, seguramente candidatas no le faltaban.

Esa idea desazonó a Rachel. ¿Tendría él novia? Sacudió la cabeza vigorosamente para desconectarse de ese pensamiento.

–¿Algo va mal, Rachel? –preguntó Bryn.

–No. Creí que… debe de ser una polilla o algo.

–Tal vez te hayas traído algún insecto del jardín –dijo él, acercándose y examinándole el cabello.

Pearl terminó su copa y se puso en pie.

–Voy a comprobar cómo va la cena.

–¿Puedo ayudar? –se ofreció Rachel.

–¡No! –exclamó Pearl–. Tú quédate aquí. Lo tengo todo controlado.

Rachel sintió la mano de él en su cabello.

–No veo ningún bicho –le aseguró él–. ¿Cuándo te dejaste el pelo largo?

–Hace siglos, cuando estudiaba en la universidad.

Había sido más fácil eso, que intentar encontrar a alguien que pudiera hacer algo remotamente sofisticado con sus rizos rebeldes.