A merced de un hombre rico - India Grey - E-Book

A merced de un hombre rico E-Book

India Grey

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Beschreibung

El millonario argentino Alejandro D'Arienzo tiene una nueva presa: la heredera Tamsin Calthorpe, una bella pero mimada mujer que le causó problemas en el pasado. Y él está dispuesto a igualar el marcador. Lo que Alejandro no sabe es que Tamsin lo amaba y escondía su ingenuidad bajo el disfraz de caprichosa sofisticación. Seis años después, convertida en una diseñadora de gran talento, se esfuerza mucho para demostrar su valía sin apoyarse en el apellido familiar. Pero su credibilidad está en manos del despiadado Alejandro, que le ofrece un ultimátum: destrozar su prestigio como diseñadora o tenerla en su cama.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Harlequin Books S.A.

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

A merced de un hombre rico, n.º 1948 junio 2021

Título original: At the Argentinean Billionaire’s Bidding

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-834-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Prólogo

 

 

 

 

 

TAMSIN se detuvo frente al espejo, con la barra de labios en una mano y un artículo titulado Cómo seducir al hombre de tus sueños en la otra.

Sutileza, decía el artículo, en realidad significa fracaso. Pero, a pesar de todo, se le encogió el estómago cuando no pudo reconocer como suyos los ojos pintados con sombra oscura, los pómulos marcados por el colorete o esos labios tan brillantes.

Claro que eso estaba bien, ¿no? Porque tres años adorando a Alejandro D’Arienzo desde lejos le habían demostrado que no podría ir más allá de un «hola» con el hombre de sus sueños si no tomaba medidas drásticas.

Entonces sonó un golpecito en la puerta y, un segundo después, la cabeza rubia de Serena asomó en la habitación.

–Tam, llevas años aquí. Supongo que ya habrás terminad… ¡Ay, Dios mío! ¿Se puede saber qué has hecho?

Tamsin movió la revista que tenía en la mano.

–Aquí dice que no debería dejar nada al azar.

Serena entró en la habitación.

–¿Y especifica que tampoco deberías dejar nada a la imaginación? –le espetó–. ¿De dónde has sacado ese vestido? ¡Se te ve todo!

–Sólo he arreglado un poco el que llevé al baile de fin de curso –dijo Tamsin, a la defensiva.

–¿Ése es el vestido que llevaste al baile de fin de curso? Tamsin, por favor, si mamá se entera le dará un ataque –exclamó su hermana–. No lo has arreglado, lo has masacrado.

Encogiéndose de hombros, Tamsin echó hacia atrás su melena rubia y se dio una vueltecita.

–Sólo le he quitado la sobrefalda.

–¿Sólo? –repitió Serena.

–Bueno, también he acortado un poco el bajo. Así está mucho mejor, ¿no crees?

–Desde luego, parece otro –suspiró su hermana.

El escote palabra de honor del corpiño, de aspecto razonablemente pudoroso junto con una falda que caía hasta los pies, de repente parecía otra cosa combinado con una falda por encima de la rodilla, medias negras y el cárdigan que estaba poniéndose en ese momento.

–Pues mejor porque esta noche no quiero ser la patética hija adolescente del entrenador, recién salida del internado y a la que no han besado nunca. Esta noche quiero ser… –Tamsin se detuvo para mirar la revista– «misteriosa y, sin embargo, directa, sofisticada y sexy».

Desde el piso de abajo llegaban risas y voces y la música se abría paso por los pasillos de piedra de Harcourt Manor. La fiesta para anunciar el equipo oficial de rugby de Inglaterra para la próxima temporada ya había empezado y Alejandro estaba allí, en alguna parte. Sólo saber que estaba en el mismo edificio hacía que se le encogiera el estómago.

–Ten cuidado, Tam –le advirtió Serena–. Alejandro es guapísimo, pero también es…

No terminó la frase, mirando las fotografías que cubrían las paredes, como buscando inspiración. La mayoría recortadas de periódicos deportivos y revistas de rugby, mostraban al atractivo Alejandro D’Arienzo desde todos los ángulos. Guapísimo, desde luego, pero cruel y frío también.

–No crees que vaya a hacerme caso, ¿verdad? –suspiró Tamsin, con tono desesperado–. No crees que vaya a fijarse en mí.

Serena miró el rostro de su hermana. Sus ojos verdes brillaban como encendidos por una luz interior y tenía las mejillas coloradas.

–Claro que se fijará en ti, pero eso es precisamente lo que me preocupa.

 

 

Sobre la majestuosa chimenea de piedra de la entrada de Harcourt Manor colgaba el retrato de un antepasado de Henry Calthorpe sonriendo maliciosamente contra un fondo de galeones en un mar embravecido. Sobre el cuadro, en extravagantes caracteres antiguos, estaba escrito: Dios sopló y fueron diseminados.

Alejandro D’Arienzo lo miraba con expresión irónica. No había ningún parecido entre los dos hombres, aunque parecían compartir el mismo odio hacia la mítica Armada española.

Eso le hizo recordar las historias que su padre le contaba de niño en Argentina sobre sus antepasados, que supuestamente formaban parte de los conquistadores que viajaron desde España al Nuevo Mundo. Esa historia era uno de los pocos fragmentos de identidad familiar que poseía.

Pasando un dedo por el cuello de su camisa miró hacia el enorme pasillo de la mansión, con sus kilómetros de intricadas cornisas y paredes forradas de madera. Sus compañeros de equipo estaban bebiendo y riendo con dignatarios de la federación de rugby y unos cuantos periodistas deportivos que habían tenido la suerte de ser invitados, mientras un grupo de rubias, chicas de la alta sociedad por supuesto, circulaban entre ellos, adulándolos y flirteando sin el menor pudor.

Lord Henry Calthorpe, el entrenador del equipo nacional de rugby, había organizado aquella fiesta a bombo y platillo en su mansión para anunciar los nombres de los jugadores que formarían parte del equipo porque, según él, de esa forma demostraba que estaban muy unidos, que eran una familia.

Alejandro tuvo que sonreír, sarcástico.

Todo en aquella casa parecía haber sido diseñado para demostrar que allí no había sitio para él. Y estaba seguro de que Henry Calthorpe lo había hecho a propósito.

Al principio pensó que estaba siendo exageradamente susceptible, que años en los colegios públicos ingleses lo habían preparado para estar siempre a la defensiva. Pero últimamente la animosidad del entrenador era demasiado obvia. Alejandro estaba jugando mejor que nunca, demasiado bien como para que pudieran dejarlo fuera; pero la realidad era que Calthorpe lo quería fuera y estaba esperando que cometiese el más mínimo error.

Y esperaba que Calthorpe fuese un hombre paciente porque él no tenía la menor intención de cometerlo. Estaba jugando a su mejor nivel y pensaba seguir haciéndolo.

Después de tomarse el champán de un trago, dejó la copa sobre un aparador que parecía particularmente antiguo y miró alrededor con gesto de desdén. Allí no había nadie con quien le apeteciese hablar. Las chicas eran idénticas, todas rubias, todas con ese cortante acento británico que correspondía a una clase determinada, todas bronceadas en la Riviera. Su conversación iba desde la ropa de diseño a comentarios sobre otras chicas con las que habían estudiado y que, parecían pensar, Alejandro conocía también. Varias veces en fiestas como aquélla había terminado acostándose con alguna sólo para hacerla callar.

Pero aquella noche le resultaba particularmente insoportable. La corbata del equipo lo ahogaba y, de repente, necesitaba salir de aquel asfixiante ambiente de complacencia y privilegios.

Pero mientras se abría paso entre la gente para tomar un poco de aire fresco, la vio en la puerta que daba al jardín.

Una chica rubia de pelo largo y aspecto inseguro, en contraste con el vestido demasiado corto y los zapatos de tacón. Aunque no se fijó demasiado en eso; eran sus ojos los que llamaban su atención.

Eran preciosos, verdes quizá, almendrados. La intensidad de su mirada, que podía sentir incluso a distancia, lo dejó cautivado.

Al verlo se había erguido un poco, como si estuviera esperándolo, y bajó una mano temblorosa para estirarse la falda.

–¿Ya te vas?

Hablaba en voz muy baja y, por su tono, casi podría jurar que lo lamentaba.

–Creo que sería lo mejor.

De cerca pudo ver que tras la exagerada sombra de ojos y el invitador brillo de los labios era más joven de lo que había pensado en un principio.

–No –dijo ella entonces–. No, por favor, no te vayas.

Alejandro se detuvo, mirando aquel vestido tan sexy y tan fuera de lugar en aquella mansión. Se había puesto colorada y los ojos que lo miraban bajo unas pestañas larguísimas brillaban más que antes, seductores pero suplicantes.

–¿Por qué no?

La chica tomó su mano y el contacto fue como una descarga eléctrica por todo el brazo.

–Porque yo quiero que te quedes –contestó, con una sonrisa tímida.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Seis años después

 

Cuando sonó el silbato que anunciaba el final del partido fue como estar atrapada en el cuerpo de una gigantesca bestia dolorida. Tamsin, apoyada en la entrada del túnel de vestuarios, no había podido ver el partido, pero sabía por el gigantesco suspiro de decepción que recorrió el estadio de Twickenham que Inglaterra había caído.

San Jorge podía haber matado al dragón, pero había encontrado la horma de su zapato en el equipo de Los Bárbaros.

Aunque eso le daba igual. El equipo podía perder contra un grupo de niñas de seis años… mientras las camisetas no hubieran desteñido.

Cuando intentó moverse, descubrió que le temblaban las piernas. Era el momento de descubrir si todo el trabajo de los últimos meses, y el pánico de las últimas dieciocho horas, habían servido de algo.

Como en sueños, se acercó a la boca del túnel y miró hacia el estadio, que en ese momento le parecía la arena de un circo romano. Con la cabeza baja para evitar la lluvia, los hombros caídos, los jugadores del equipo de Inglaterra volvían resignados a los vestuarios. Tamsin miró a unos y a otros y, a pesar de sus caras de abatimiento y cansancio, sólo pudo sentir alivio.

No habían hecho lo que se esperaba de ellos pero, por lo que podía ver, las camisetas no habían desteñido. Para Tamsin, diseñadora del nuevo y muy publicitado uniforme del equipo nacional de Inglaterra, eso era lo único que importaba.

Ya había tenido que soportar muchos comentarios irónicos sobre la coincidencia de que ese encargo recayera precisamente en la hija del nuevo presidente de la federación nacional de rugby, de modo que cualquier error, por pequeño que fuera, sería un suicidio profesional.

Cansada, se pasó una mano por el pelo corto teñido de rubio platino.

«Por eso es importante que nadie se entere de la crisis de última hora con las camisetas».

Cuando llegó a la entrada del túnel, el viento, que atravesaba el anorak y el delicado vestido de cóctel que llevaba debajo, estuvo a punto de tirarla al suelo. Había salido de una cena benéfica la noche anterior para ir corriendo a la fábrica. Doce horas, numerosas llamadas de ayuda a su hermana Serena y toneladas de café después, tenían suficiente camisetas para todos los miembros del equipo, pero se había pasado el partido rezando para que no hubiera sustituciones. Sólo ahora podía respirar tranquilamente.

Y eso duró diez segundos.

Porque cuando miró la pantalla gigante del estadio el aire desapareció de sus pulmones para ser reemplazado por algo que parecía napalm.

Era él.

Por eso había perdido el equipo de Inglaterra.

Alejandro D’Arienzo había vuelto. Pero ahora estaba jugando para el equipo contrario.

El corazón de Tamsin parecía haber saltado de su pecho para alojarse en su garganta. ¿Cuántas veces desde aquella noche mágica seis años antes había pensado que volvería a ver a Alejandro? Aunque sabía que había vuelto a Argentina, ¿cuántas veces le había parecido verlo por la calle? ¿Cuántas veces se había acelerado su pulso al ver a un hombre alto y moreno en el interior de un deportivo, sólo para experimentar una punzada de desilusión y alivio a la vez al comprobar que no era él?

Ahora, mirando la pantalla del estadio, sabía que no habría respiro. Porque no había error posible. Aquel cuerpo alto y elegante, los hombros anchos bajo la camiseta blanca y negra de los Bárbaros, el gesto arrogante…

La multitud prorrumpió en aplausos al ver su hermoso y serio rostro sobre las palabras El hombre del partido.

Seguía llevando el protector en la boca, lo que acentuaba la sensualidad de sus labios, que sangraban por un pequeño corte. Un pañuelo rojo sujetaba su pelo oscuro y, durante un segundo, la mirada de Alejandro D’Arienzo se clavó en la cámara de televisión.

Era como si estuviese mirándola a ella.

Tamsin quería apartar los ojos de la pantalla, pero no podía hacerlo. Era como volver atrás en el tiempo. Tenía dieciocho años otra vez, emocionada al ver que Alejandro se acercaba a ella…

Los jugadores ingleses estaban en la boca del túnel, aplaudiendo al equipo ganador, pero entonces Ben Saunders, que jugaba con el número diez por primera vez, volvió al centro del campo. Y Tamsin vio que se quitaba la camiseta para ofrecérsela a Alejandro en un gesto de respeto.

El orgulloso argentino vaciló durante un segundo y la multitud guardó silencio. Todos parecían preguntarse si el antiguo niño de oro del equipo inglés aceptaría la camiseta con la que había conseguido tantos éxitos para el equipo antes de darle la espalda unos años antes.

Y rompieron a aplaudir cuando Alejandro se quitó la camiseta para ofrecérsela a Ben. Su torso, perfectamente definido, y el estómago plano llenaron la pantalla. Algunas mujeres gritaron cuando la cámara se fijó en el tatuaje del sol, el símbolo de la bandera argentina, sobre su corazón.

Tamsin, clavándose las uñas en las palmas de las manos, tuvo que apartar la mirada.

Sí, Alejandro D’Arienzo era guapísimo, eso era indiscutible. Pero también era el hombre más arrogante y frío que había conocido nunca.

Entonces, ¿por qué lo miraba como una adolescente enamorada mientras se dirigía hacia el túnel, poniéndose la camiseta del equipo inglés?

Alejandro llevando una camiseta del equipo inglés.

Una camiseta manufacturada en el último minuto con sangre, sudor y lágrimas… y que Tamsin no podía perder.

Intentó abrirse paso entre los periodistas, entrenadores, preparadores físicos y fans, sus tacones enganchándose en el barro.

–Por favor, tengo que…

Parecía invisible. Había demasiada gente y demasiado ruido como para que alguien se fijara en ella. Los periodistas habían rodeado a Alejandro y Tamsin tuvo que volver atrás.

La camiseta. Tenía que recuperar la camiseta…

Intentó abrirse paso de nuevo, aprovechando su menor estatura para pasar bajo el brazo de un periodista. Alguien tiró de su anorak, pero el miedo le daba fuerzas y se liberó de un tirón.

No hubo tiempo de registrar lo que estaba pasando y mucho menos de evitarlo. Tamsin sintió que caía hacia delante, donde esperaba encontrar un sólido muro de cuerpos, pero el grupo se había dispersado y no había nada.

Afortunadamente, un par de fuertes brazos la sujetaron.

–¡Tamsin, cuidado! –era Matt Fitzpatrick, el número cinco de Inglaterra–. No me lo digas… al verme metiendo un gol has decidido que no puedes vivir sin mí.

Ella negó con la cabeza.

–No, lo que necesito… –Tamsin miró alrededor, buscando a Alejandro–. Le necesito a él.

–Ah, ya veo. Es comprensible –suspiró Matt, levantándola del suelo como si fuera una pluma–. ¡D’Arienzo!

–¡No, espera!

Pero era demasiado tarde. Como a cámara lenta, vio que Alejandro se daba la vuelta y clavaba sus ojos en ella.

Pero luego apartó la mirada, como si no la hubiera reconocido.

–¿Sí?

–Alguien está buscándote –dijo Matt, dejándola en el suelo.

No la reconocía, pensó ella, angustiada. No, claro que no, seis años antes tenía el pelo de otro color, más largo. Y era mucho más joven.

Y no había significado absolutamente nada para él.

No importaba, se decía a sí misma. Que Alejandro hubiera recordado su último y único encuentro habría sido insoportable. El instinto de supervivencia le decía que no mirase a los ojos del hombre que había puesto su mundo patas arriba para alejarse después sin mirar atrás.

Pero su instinto de supervivencia no había contado con el efecto de sus fuertes y musculosas piernas.

–¿Y qué podría querer de mí lady Tamsin Calthorpe?

Ella lo miró entonces, pero sus ojos oscuros eran tan gélidos como el mar del Norte.

De modo que sí la recordaba. Y tenía el valor de mirarla como si fuera ella quien hubiese hecho algo malo. No ser lo bastante atractiva, quizá.

Apretando los labios, Tamsin hizo un esfuerzo para olvidar la pregunta que se había hecho a sí misma miles de veces desde esa noche.

–De ti, nada. Lo que necesito es la camiseta. ¿Podrías quitártela, por favor?

Mirarlo a la cara era un tormento. Debería estar acostumbrada porque la había visto en sus sueños más que a menudo en los últimos seis años, pero ni el más vívido de ellos le hacía justicia a aquella belleza brutal. Magullado y sudoroso, era el bárbaro perfecto.

–Ah, vaya. Han pasado… ¿cinco años? Y veo que nada ha cambiado.

Oh, no, su voz. El acento argentino, que casi había perdido después de tantos años viviendo en Inglaterra, era más fuerte ahora. Desafortunadamente.

Tamsin tragó saliva.

–Seis –lo corrigió. Pero inmediatamente deseó haberse mordido la lengua por darle la satisfacción de recordar exactamente el tiempo que había pasado–. Y yo creo que todo ha cambiado.

«Ya no soy tan ingenua como para pensar que el rostro de un ángel y el cuerpo de un dios pagano convierte a un hombre frío y cruel en un héroe». No lo dijo en voz alta, pero recordar eso le dio fuerzas para mirarlo a los ojos.

–¿Ah, sí? –Alejandro alargó una mano grande, morena, para apartar el flequillo de sus ojos–. Bueno, el color del pelo es diferente, pero no estaba hablando de cosas superficiales. Es lo que hay debajo lo que me interesa –añadió, mirando el precioso vestido de cóctel bajo el enorme anorak y los zapatos de tacón manchados de barro.

–¿Qué quieres decir?

–Seguro que eso de pedirle a un jugador que se quite la camiseta suele dar resultado, especialmente ahora que tu papá es el presidente de la federación de rugby, pero a mí no me afecta. Claro que eso ya lo sabes, ¿no?

Tamsin no pensaba rendirse y no pensaba dejarse afectar por su voz o el roce de su mano. Mirando la cruz roja de San Jorge pintada en la pared del túnel, fingió un tono de profundo aburrimiento:

–Yo sólo quiero la camiseta.

Alejandro dio un paso hacia ella. Los demás jugadores pasaban hacia los vestuarios y el eco de sus voces llenaba el túnel, pero parecía llegar de lejos, de muy lejos. Tamsin tuvo que tragar saliva. La realidad de su presencia actuaba como una droga sobre sus sentidos, haciendo que no pudiera apartar los ojos de su torso, que se sintiera aturdida por el olor a hierba mojada y barro, a hombre.

–Supongo que lo último que desea tu padre es verme con la camiseta del equipo inglés. Al fin y al cabo hizo todo lo que pudo para echarme de él hace seis años.

–Y yo supongo que la camiseta de los Bárbaros es mucho más apropiada para ti, ya que sueles portarte como tal –replicó ella. Sonriendo, Alejandro se dio la vuelta, sus enormes hombros llenando todo el espacio–. ¡La camiseta!

Cuando se giró de nuevo, Tamsin vio un brillo peligroso en sus ojos de tigre y, por un momento, pensó que iba a apartarla de su camino sin más. Pero no lo hizo. Si no lo conociera, diría que lo había hecho por caballerosidad, lo cual era ridículo porque ella sabía mejor que nadie que no había un átomo de decencia en el magnífico cuerpo de Alejandro D’Arienzo.

–Si la quieres, quítamela.

Ella miró alrededor. El túnel estaba empezando a quedar vacío, pero aún había guardias de seguridad y un par de reporteros.

–¿Yo? ¿Que te la quite yo? Eso es ridículo.

–Los dos sabemos que puedes hacerlo porque lo has hecho antes. Pero si no quieres… bueno, entonces no será tan importante.

–Sí lo es –replicó Tamsin tomándolo del brazo.

Pero al rozar su piel fue como si recibiera una descarga eléctrica y tuvo que soltarlo. ¿Por qué no le había pasado eso con nadie en seis largos años, ni siquiera cuando hubiera querido que pasara?

–Si tanto te importa, lo mejor será que me la quite.

Estaba retándola y Tamsin no podía dejar de mirarlo a los ojos, con el corazón latiendo dolorosamente dentro de su pecho.

«Hazlo», se dijo a sí misma. «Eres una adulta, no una ingenua adolescente. Demuéstrale que no puede intimidarte».

Para que no viera que le temblaban las manos, tomó el bajo de la camiseta y tiró hacia arriba mientras Alejandro se quedaba inmóvil, los ojos clavados en su cara.

–Lo estás pasando bien, ¿verdad? –le espetó, airada.

–¿Siendo desnudado tan tiernamente por una mujer? ¿Quién no lo pasaría bien? –replicó él, irónico.

Tamsin se puso de puntillas para pasarle la camiseta por la cabeza, respirando agitadamente por el esfuerzo… y por tener que tocar aquel fabuloso cuerpo mientras trataba de esconder el traidor deseo que despertaba en ella.

Pero, de repente, Alejandro hizo un brusco movimiento hacia atrás y Tamsin cayó sobre su pecho, dejando escapar un gemido de sorpresa.

La puerta del vestuario se había abierto y los jugadores del equipo de los Bárbaros empezaron a silbar y a hacer bromas. Tamsin se quedó inmóvil, sujetando la camiseta sobre el desnudo torso masculino, percatándose de la imagen que debían dar.

Exactamente la que él quería, claro.