Placer y venganza - Legado de pasión - India Grey - E-Book
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Placer y venganza - Legado de pasión E-Book

India Grey

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Beschreibung

Placer y venganza India Grey Peligrosamente guapo, Olivier Moreau lo tenía todo: poder, dinero y mujeres dispuestas a caldear su cama. Pero había algo que anhelaba más que todo eso: ¡vengarse de la familia Lawrence! ¿Y qué mejor venganza que seducir a la inocente Bella Lawrence para luego repudiarla? Ojo por ojo; corazón por corazón. Pero, cuando la fría y calculada venganza se transformó en tórrida pasión, decidió retenerla junto a él. Legado de pasión Melanie Milburne Emma March solo había hecho su trabajo: cuidar del recién fallecido Valentino Fiorenza. No esperaba que la hubiese incluido en su testamento, y mucho menos que pusiese como condición que tenía que casarse con su hijo. Pero su situación económica era desesperada… Rafaele decidió tratar a Emma como la cazafortunas que pensaba que era. Se casaría con ella, se acostaría con ella, y la destruiría. Pero entonces descubrió que su esposa era virgen…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 412 - diciembre 2020

 

© 2008 India Grey

Placer y venganza

Título original: Taken for Revenge, Bedded for Pleasure

 

© 2008 Melanie Milburne

Legado de pasión

Título original: The Fiorenza Forced Marriage

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-932-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Placer y venganza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Legado de pasión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

LAS OLAS besando la orilla de una playa de arena plateada… Una brisa cálida meciendo las palmeras… Un cielo azul…

No. No era una buena idea. Bella Lawrence abrió los ojos y los fijó en la araña francesa que el subastador estaba a punto de adjudicar. No tenía sentido intentar calmar su agitado corazón mientras notara aquellos ojos clavados en ella.

Aunque no le había visto entrar, estaba segura de que aquel hombre no se encontraba en la sala de subastas cuando ella ocupó su asiento. A partir de cierto momento, había empezado a sentir un cosquilleo en la piel y un hormigueo en la boca del estómago. Al volverse lo había descubierto. Mirándola.

Le lanzó una mirada furtiva. Seguía apoyado contra la pared y ni siquiera fingía estar interesado en seguir la subasta. Bella clavó la mirada en la lámpara para no mirarlo abiertamente y comprobar si su boca era tan perfecta como le había parecido.

Por un instante pensó que tal vez lo conocía, pero de ser así, estaba convencida de que no lo habría olvidado.

Apretó entre las manos el programa e intentó seguir recordando las instrucciones de la carísima terapeuta que su hermano Miles le había recomendado. Volvió a la imagen de la playa.

El hombre no dejaba de mirarla.

Bella dejó que el cabello le cayera sobre la cara para que la ocultara de aquella escrutadora inspección. Se removió en el asiento al tiempo que abría el programa. Quedaban dos lotes. La araña fue adjudicada con un último golpe de martillo y un jarrón de porcelana ocupó su lugar. Si se inclinaba hacia delante, Bella podía entrever en un lateral a un hombre que portaba un cuadro, el cuadro que en pocos minutos le pertenecería y tras cuya adquisición podría dejar aquella sala, y al inquietante desconocido.

Fijó la mirada en la casa grisácea sobre un fondo verdoso que ocupaba el centro de la imagen. Se trataba, sin lugar a dudas, del regalo perfecto para su grandmére, y de no ser porque Bella estaba decidida a dejar de creer en el destino, habría pensado que éste había intervenido en su favor.

Pero su terapeuta insistía en que debía asumir la responsabilidad de sus propios actos en lugar de culpar a vagas fuerzas fuera de su control, como el azar o el destino. Suspiró. Lo cierto era que no le resultaba sencillo.

El martillo anunció la adjudicación del jarrón y Bella se irguió. Había llegado el momento. Con una renovada determinación, intentó olvidarse de la mirada del hombre moreno y centró su atención en el subastador.

–Lote cuatro, seis, cinco –anunció en tono monocorde, inconsciente de que iba a vender una pieza de la historia familiar de Bella–. Un encantador cuadro amateur de una casa en la campiña francesa. Precio de partida: veinte libras.

Tras un pequeño movimiento en la primera fila, continuó:

–Veinte por aquí. Treinta para el señor…

Le siguió una rápida sucesión de pujas que subió el precio a noventa libras. Desde que había acabado sus estudios de arte y había empezado a trabajar en la galería de Celia, Bella se había convertido en una experta en subastas, y sabía esperar al momento adecuado. Éste llegó cuando el subastador anunció cien libras y la mujer de la primera fila sacudió la cabeza.

–¿Cien libras a la una?

Bella alzó la mano.

–¿Ciento veinte?

Bella asintió y estuvo a punto de dar un grito de alegría al ver que los demás pujadores se retiraban.

–Ciento veinte a la una…

Bella metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de lino negra y cruzó los dedos. No podía pagar un precio más alto.

–A las dos… –tras una pausa, el subastador continuó–. Por tercera y última… –calló con gesto asombrado–. ¿Señor? Justo a tiempo. ¿Ciento treinta?

Bella no necesitó mirar para saber quién había hecho la oferta. Lanzando una mirada incendiaria al suelo, descruzó los dedos y apretó los puños. Debía recurrir a una combinación de osadía y determinación. Alzó la barbilla y adoptó una actitud de extrema seguridad mezclada con un toque de aburrimiento e irritación. No era la primera vez que le sucedía algo así. Debía dar la imagen de alguien dispuesto a comprar a cualquier precio, como si fuera una mujer acostumbrada a conseguir lo que se proponía.

–Ciento cuarenta.

Excelente. Había sonado muy convincente.

Pero la euforia le duró poco.

–Doscientas.

Aquella vez no pudo contener el impulso de mirar hacia atrás. El hombre la miraba fijamente y Bella sintió un escalofrío.

–¿Señorita? ¿Ofrece doscientas diez?

Por un segundo, Bella había perdido contacto con la realidad. Los ojos de aquel hombre eran negros e hipnóticos. Mientras lo miraba, él alzó una ceja y Bella no supo si su expresión era interrogativa o retadora.

–Sí.

–Doscientas diez para…

–Trescientas.

Bella cerró los ojos al oír la voz del hombre interrumpir al subastador. Percibió en su tono cierta impaciencia, como si se supiera seguro ganador y quisiera concluir lo antes posible.

–Trescientas diez –las palabras escaparon de su boca.

La indiferencia con la que había mirado el cuadro acabó por enfurecer a Bella cuando tuvo la sospecha de que sólo lo estaba haciendo para molestarla. Si quería jugar, jugarían.

–Quinientas.

–¿Señor? –al subastador le tomó por sorpresa aquel salto en la puja.

–Quinientas libras.

Bella confirmó que sus labios eran espectaculares, llenos y voluptuosos. Estaba mirándolos cuando se curvaron en una leve sonrisa. Definitivamente, aquel hombre parecía estar gastándole una broma.

Bella se sentía como hipnotizada. Una parte de su mente se mantenía racional y consciente, mientras que la otra quería enfrentarse a ciegas a aquel reto.

Un murmullo de curiosidad recorrió la sala. Bella podía sentir la mirada de los presentes fija en ella. Sólo el desconocido permanecía imperturbable. Arrancó los ojos de él y los volvió al cuadro. La adrenalina le quemaba la sangre. Aquel cuadro representaba el paisaje de infancia de su abuela. Formaba parte de su herencia y debía ser suyo.

–Quinientas cincuenta.

A cámara lenta se volvió hacia el hombre, quien, alzando los hombros levemente, dijo:

–Seiscientas.

–Seiscientas cincuenta.

–Setecientas

Su voz era acariciadora. Bella se estremeció. Aquello no tenía nada que ver ni con el lienzo, ni con el dinero. Era algo personal.

–Setecientas cincuenta.

Las cifras habían perdido significado. El mundo a su alrededor desapareció; sólo era consciente de la existencia de aquel hombre que la quemaba con la mirada. Sintió que las mejillas le ardían, tenía los labios secos, el calor le resultó insoportable y, quitándose la chaqueta, la dejó en el asiento contiguo. No sabía qué hora era. Los acelerados latidos de su corazón marcaban los segundos. El cabello del extraño era también negro, una despeinada maraña de rizos que le hicieron pensar en un cruzado medieval, o en un pirata. Sus labios tenían una brutal sensualidad y todo ello contrastaba con su inmaculado y caro traje. Nunca antes había tenido más sentido la frase: un lobo con piel de un cordero.

El hombre apoyó la cabeza en la pared y, sin apartar la mirada de Bella ni apenas mover los labios, habló con leve acento francés:

–Mil libras.

Bella se quedó sin aliento.

–¿Señorita? ¿Mil diez? ¿Quiere subir la apuesta?

Bella se sintió invadida por una temeridad que desconocía y que supuso era lo que se sentía antes de saltar de un avión. Aunque era evidente que no conseguiría el cuadro, quiso llevar a aquel hombre al extremo, romper aquella insoportable e inquietante calma. Quería enfadarlo, hacer que mostrase alguna emoción.

Lo miró con expresión desafiante y dijo:

–Sí. Mil cinco libras.

Sonriendo para sí, esperó a que el hombre subiera la puja. En la sala se hizo un silencio sepulcral.

–¿Señor? ¿Mil diez?

El desconocido le sostuvo la mirada y con una irritante parsimonia deslizó la mirada por su cuerpo. Bella sintió un nudo en la garganta y la visión se le nubló; se quedó sin aire en los pulmones y en medio del pánico, lo único que pudo registrar fue la mirada entre sarcástica y triunfal que él le dedicó.

–¿Mil cinco libras? –el subastador alzó la maza–. Mil cinco libras a la una…

El hombre se separó de la pared. Seguía mirando a Bella, pero la sonrisa había abandonado sus labios.

–Mil cinco libras a las dos

Por un instante, Bella temió desmayarse. Iba a ponerse en pie cuando vio que el hombre hacía una señal al subastador.

–¿Señor? ¿Mil diez?

El hombre asintió y apartó la mirada de Bella. Ésta tomó aire. El ruido de la maza la devolvió a la realidad. Agachó la cabeza y se abrió paso entre los curiosos, demasiado alterada por lo que acababa de suceder como para sentirse aliviada.

 

 

Entornando los ojos con expresión especuladora, Olivier Moreau la observó partir.

«Interesante», pensó. «Muy interesante».

Cínico y con tendencia a aburrirse pronto, no era un hombre que sintiera interés con facilidad. Pero tras ofrecer por un cuadro más de diez veces lo que valía, aquella mujer lo había conseguido.

Y también sus ojos centelleantes. Había llegado a perder el control por unos segundos, y Olivier había notado que eso la inquietaba. La cuestión era, ¿por qué?

Había salido tan precipitadamente que se había dejado la chaqueta, y él la tomó de camino a la puerta. Era suave y el olor a jazmín que desprendía aventó la brasa del deseo que había sentido en cuanto la vio.

En el mostrador de la entrada entregó su ficha y un montón de billetes. Mientras esperaba a que le dieran un recibo, se fijó en la etiqueta de la chaqueta y sonrió. Pertenecía a una tienda exclusiva, pero terriblemente clásica. Hubiera preferido que aquella mujer tuviera gustos más personales.

Apretó la prenda con la mano y salió a la lluviosa tarde de Londres. No había cesado de llover en todo el verano y, una vez más, el cielo estaba cubierto de amenazadoras nubes. Se detuvo en lo alto de la escalinata con la vaga sensación de que algo extraordinario estaba a punto de suceder.

Quizá se trataba de la pintura, de haber conseguido lo que llevaba años buscando.

O tal vez se debía a la mujer.

 

 

Bella se paró en seco en la acera al tiempo que dejaba escapar una maldición al darse cuenta de que se había dejado la chaqueta en la sala de subastas.

Estuvo a punto de dar media vuelta, pero vaciló. ¿Qué más daba que se tratara de una chaqueta de Valentino y que perteneciera a su abuela? ¿Qué más daba que el cielo fuera a desplomarse sobre ella y no llevara más que un vestidito negro? Debía haber vuelto a casa hacía horas. Miles siempre llamaba para asegurarse de que había regresado y si no era así, se preocupaba. Así que lo mejor…

Permaneció inmóvil, irritada consigo misma porque en el fondo sabía que su resistencia a volver a la sala se debía a que le faltaba valor. Así que alzó la barbilla y deshizo los pasos con la garganta atenazada por la frustración. Afortunadamente, ya no lloraba. Era otra de las cosas que había dejado de hacer.

Sin embargo, no podía negar que sus emociones la habían superado aquella tarde, y todo a causa de la mirada de un hombre. Sólo recordarla le ponía la piel de gallina. Aquella mirada le había hecho sentir más viva que los mortecinos cinco meses anteriores juntos. La vida le había resultado de nuevo un lugar lleno de posibilidades.

Cerró los ojos para pensar en la playa tropical, pero sus párpados proyectaron la imagen de unos profundos ojos negros y de una sensual boca. Dejando escapar una exclamación de impaciencia, abrió los ojos, pero la imagen, en lugar de borrarse, se volvió real.

–¿Intentas recordar dónde has dejado esto? –el hombre de la subasta estaba a unos pasos de ella; sonreía con sorna al tiempo que le tendía la chaqueta.

Bella sintió que las mejillas le ardían, pero ocultó su turbación tras una gélida sonrisa.

–Así que además de quitarme mi cuadro quieres quitarme la ropa –dijo en tono sarcástico.

El hombre rió.

–Depende, ¿ibas a quitarte algo más?

Bella sintió el deseo recorrerla de arriba abajo y perdió el aplomo. Abrió la boca, pero no logró articular palabra. Tenía que concentrarse, recordar que no debía dar una respuesta impulsiva, pensar en playas de arena blanca…

Tragó saliva y con ella arrastró las espantosas palabras que acudieron a su boca. Sonrió con frialdad:

–Claro que no. Gracias por recoger la chaqueta. Si no te importa, tengo prisa y…

Dio media vuelta para marcharse, pero él la sujetó por el brazo. En cuanto sus dedos se cerraron sobre su piel, Bella sintió una sacudida eléctrica que reverberó por todo su cuerpo.

–Espera –dijo él con voz queda–. ¿Qué has querido decir al referirte al cuadro como tu cuadro?

Bella miró al suelo en tensión.

–Ha sido una tontería. Lo siento, es tuyo.

–Pero estás enfadada.

Bella no respondió. Aun en medio de una calle de tráfico ensordecedor, su voz resultaba perturbadoramente íntima. El hombre se colocó de frente a ella. Su pecho formaba una pared sólida, ancha, real. Su mano seguía sujetándola, y Bella no sentía el menor deseo de soltarse.

–Tenías mucho empeño en conseguirlo –dijo él.

–Sí –susurró ella.

–¿Por qué?

–Es… bonito –dijo Bella con fingida indiferencia.

–¿Bonito? –Olivier le soltó el brazo y dio un paso atrás–. ¡No tiene nada de bonito!

–¿Disculpa?

Olivier la miró con curiosidad. De cerca tenía el tipo de belleza perfecta que le dejaba indiferente. En la sala de subastas había creído percibir algo salvaje y apasionado en ella que había despertado su curiosidad y su deseo, pero en aquel momento supo que se había equivocado. No era más que la belleza convencional de alguien con dinero.

–No hace falta ser un especialista en arte para saber que es basura –dijo con crudeza–. No vale ni un cuarto de lo que he pagado.

Aquello acabó por enfurecer a Bella.

–¿Y por qué lo has hecho? ¿Por qué no me has dejado comprarlo? Para mí no tiene valor material, sino sentimental.

–¿Qué quieres decir?

Bella alzó la barbilla.

–Mi abuela pasó la infancia en esa casa. Ésa es la razón de que lo quisiera.

Se había levantado una suave brisa y empezaban a caer las primeras gotas de lluvia sobre el pavimento. El mundo parecía haberse detenido bruscamente. Olivier sintió el impulso de buscar un punto de apoyo al sentir que su férreo dominio de sí mismo lo abandona por un instante. Suspiró profundamente y esbozó una blanda sonrisa, como una grieta abriéndose en un lago helado.

–¿De verdad? ¿Y cómo te llamas?

–Bella Lawrence.

Lawrence. Oír el nombre fue como recibir una dosis de adrenalina, a un tiempo doloroso y excitante. Estudió el rostro de Bella.

–¡Qué coincidencia que hayas encontrado ese cuadro! Debías estar como loca.

Si notó el sarcasmo en su tono, Bella lo disimuló.

–Así es –dijo con dulzura–, especialmente porque mañana es su cumpleaños y era el regalo perfecto –le dedicó una ácida sonrisa–. No contaba con que un millonario especulador estuviera dispuesto a pagar una suma absurda por él.

¿Un millonario especulador? Lo estaba subestimando y, dado que era una Lawrence, la ofensa resultaba aún mayor.

Bella hizo ademán de marcharse, pero Olivier no tenía la menor intención de dejarla marchar.

–¿Qué te hace pensar que soy un millonario especulador?

Ella se volvió y lo miró de arriba abajo.

–El traje, los zapatos, la arrogancia. ¿Me equivoco?

–No del todo –sin apartar los ojos de ella, Olivier señaló un Bentley verde oscuro que se aproximaba–. ¿Puedo llevarte a algún sitio?

Bella alzó las cejas.

–Así que eres mitad millonario mitad mago. ¿Qué más sabes hacer?

Él le dedicó una sonrisa letal.

–Mis virtudes, mademoiselle, son demasiado numerosas como para ser enumeradas cuando corremos el riesgo de empaparnos, pero si entras en el coche, estaré encantado de informarte.

Abrió la puerta del coche y se echó atrás para dejarle entrar. La lluvia arreciaba, pero Bella no se movió.

–No, gracias –dijo educadamente–. No creo que sea una buena idea.

–Está bien –Olivier tamborileó los dedos con impaciencia sobre el techo del coche–. Escucha, has dicho que tenías prisa. ¿Por qué no tomas mi coche prestado? Mi oficina está a la vuelta de la esquina y puedo ir andando. Basta con que le digas a Louis dónde debe llevarte.

Dio un par de pasos atrás sin dejar de mirarla y confiando en que aceptaría la oferta. Iba a resultarle muy sencillo averiguar dónde vivía. Bella se quedó parada junto a la puerta abierta. El agua había empapado ya su corta melena. Frunció el ceño con desconfianza.

–¿Por qué?

–Para compensarte por el cuadro. Por favor.

Bella alzó la mirada hacia el tormentoso cielo y vaciló. A continuación, con una mezcla de rencor e indignación, entró en el coche y se inclinó para cerrar la puerta. Ni siquiera miró a Olivier.

–Ha sido un placer –masculló él con sarcasmo al ver perderse el coche entre el tráfico.

Quizá «placer» no era la palabra apropiada. Metió las manos en los bolsillos y echó a andar. No. La palabra era «satisfacción».

Capítulo 2

 

 

 

 

 

GENEVIEVE Delacroix tenía las mejillas teñidas de un delicado rubor y sus labios se curvaban en una sonrisa voluptuosa. Reclinada en un sofá de terciopelo, estaba completamente desnuda, excepto por una gran cruz de oro con incrustaciones de piedras preciosas que colgaba de su cuello con una cinta de terciopelo rojo.

Sus azules ojos parecían descansar con interés en la espalda de Olivier, que contemplaba el paisaje de Londres desde la ventana de su apartamento. A sus pies, los coches circulaban ruidosos por Park Lane y, por encima, los aviones cruzaban el intenso cielo azul con luces parpadeantes que competían con las estrellas. Pero Olivier no notaba nada de todo aquello. La figura del cuadro flotaba ante él, reflejándose en la hoja de cristal.

La intuición que había tenido respecto al «encantador cuadro amateur» era correcta. Aunque no estaba firmado, el estilo y el tema, La manoir St Laurien, le habían convencido de que era una obra de su padre.

Pero Julien Moreau no era un aficionado, y de haberse dado otras circunstancias, habría llegado a ser uno de los pintores más famosos de su generación.

Bebió de un trago una copa de coñac y se giró bruscamente hacia La Dame de la Croix, la pintura que hasta aquel día había permanecido oculta bajo el cuadro de la casa en la campiña francesa.

Llevaba años buscándolo. Sus numerosos contactos en el mundo del arte no le habían servido de nada. Pero Olivier siempre había conservado la esperanza, convencido de que el cuadro aparecería bajo otra de las obras posteriores de Julien. Tras varios años de pesquisas, por fin tenía ante sí el retrato de Genevieve, reposando sobre una silla de hierro, tan fresco y vivo como el primer día.

Y aunque Olivier se vanagloriaba de conseguir lo que quería, no podía negar que para aquel hallazgo había tenido que intervenir la fortuna. O tal vez el karma, como pensarían algunos: había llegado el momento de que los arrogantes Lawrence asumieran sus errores. Había llegado la hora de la venganza

Deslizó la mirada por la provocativa Genevieve. Durante todos aquellos años había creído que bastaría con mostrar el cuadro y revelar al mundo el escándalo que lo rodeaba. Pero eso ya no le parecía suficiente.

En su vida profesional se caracterizaba por sacar el máximo partido de la más mínima oportunidad. Y el destino le había proporcionado aquel día dos: el cuadro y Bella Lawrence. Tenía que aprovecharse de las circunstancias. El destino…, la justicia…, el karma, qué importaba cómo llamarlo. Cualquier nombre habría sido sinónimo de «venganza».

Los Lawrence no lo sabían, pero había llegado la hora del castigo.

Ojo por ojo, diente por diente, corazón por corazón.

 

 

Genevieve Lawrence estaba en el vestíbulo, poniendo unas exquisitas flores en un jarrón, cuando Bella bajó las escaleras.

–Buenos días –sonrió a modo de disculpa y besó a su abuela.

Genevieve miró la hora con expresión divertida.

–Ya es casi la tarde, chèrie –dijo con su característica voz aterciopelada. Aunque la joven Genevieve Delacroix había dejado hacía años Francia para casarse con el distinguido y elegante lord Edward Lawrence, conservaba un fuerte acento francés–. ¿Has dormido bien?

–Sí –mintió Bella. No tenía sentido explicar que había pasado la noche en vela y dibujando. No había conseguido capturar las facciones del desconocido de la subasta, y para cuando se dio por vencida y volvió a la cama, empezaba a amanecer–. ¿Queda mucho por hacer para esta noche?

Genevieve sacó del jarrón un lirio de tallo largo y suspiró.

–Siempre surgen cosas en el último momento. Ahora recuerdo por qué no he organizado ninguna fiesta desde que tu abuelo murió.

Bella hizo un gesto de comprensión. Tras cincuenta años de matrimonio, su abuela había enviudado hacía dos años.

–¿Te resultará espantoso hacerlo sin él?

–¿Espantoso? Para nada –dijo Genevieve sin titubear, dando un paso atrás para contemplar el ramo.

Bella pensó, como tantas otras veces, que apenas la conocía. Hasta hacía cinco meses, no había sido más que una figura remota, elegante y silenciosa, al lado de Edward Lawrence, un hombre carismático y lleno de fuerza. Sólo en los últimos meses, cuando Miles insistió en que fuera a vivir con ella tras el episodio de Dan Nightingale, había empezado a descubrir a la persona que se ocultaba tras la impecable fachada. Y le gustaba.

–Es una pena que tus padres no puedan asistir –dijo Genevieve, ajustando una rama–. Tu madre ha llamado. Parece ser que la crisis diplomática se ha agudizado.

Bella se avergonzó de sentirse aliviada. Acostumbrada a ser el miembro invisible de la exitosa y enérgica familia Lawrence, le incomoda la atención de la que era objeto desde el suceso con Dan Nightingale, y llevaba días dominada por un sentimiento de aprensión ante el inminente encuentro con sus padres, a los que no había visto desde entonces. La tensa preocupación que Miles manifestaba por ella ya era suficiente.

–Supongo que están muy desilusionados –dijo.

Genevieve se encogió levemente de hombros.

–Ya conoces a los hombres Lawrence, chèrie. El trabajo es lo primero. Pero dudo que los echemos de menos. Por cierto, ¿sabes qué vas a ponerte?

El rostro de Bella se iluminó.

–La verdad es que tengo un vestido precioso que compré en el mercado de Portobello el otro día. Es rojo brillante y la parte de abajo está bordada con flores fucsia, lentejuelas e hilo de oro, que… –acompañó sus atropelladas palabras con un amplio moviendo de las manos en el aire– tiene el largo perfecto y unas preciosas mangas… –dejó la frase en suspenso.

–Debe ser fabuloso, chèrie.

–Sí –dijo Bella, súbitamente mortecina–, pero será mejor que me ponga tu Balenciaga negro.

Genevieve arqueó las cejas con sorpresa.

–¿Por qué?

–Supongo que Miles preferirá que… mantenga un perfil discreto. Después de lo que ha pasado… –Bella tomó una rama que su abuela había descartado y empezó a deshojarla nerviosamente.

–Bella, ma chère, no puedes pasar la vida intentado ser como tu hermano quiere que seas –dijo su abuela en tono preocupado.

Bella sonrió con tristeza.

–No, pero al menos así no crearé problemas. Ya ves lo que pasó cuando insistí en vivir mi vida tal y como quería.

–¿Tan malo es cometer un error? –preguntó su abuela con dulzura.

Bella se puso seria.

–Teniendo en cuenta que el escándalo podía haberle costado el trabajo a mis padres, sí –dijo con voz queda. Sin darse cuenta, había dejado la mesa de mármol salpicada de hojas–. No quiero empeorar aún más las cosas para Miles. Las elecciones están cerca y lo último que necesita es que la cabeza hueca de su hermana haga algo imprudente.

–Pero chèrie, ésta es una fiesta de cumpleaños privada, no un mitin político de Miles. Puedes ponerte lo que quieras.

–Lo sé, grandmère, pero tienes que reconocer que tienes amigos muy importantes. Es mejor que pase lo más desapercibida posible –lanzó una risa seca–. De hecho, lo mejor sería que no asistiera.

Había reunido todas las hojas en un montoncito.

Genevieve posó una mano sobre las de ella.

–Para, Bella.

–Lo siento… No es que no quiera asistir, pero tienes que admitir que soy una rémora –dijo Bella, forzando una sonrisa–. Hasta a Ashley, que es un genio de las relaciones públicas además de un ser maravilloso, le resultaría difícil convertir en un talismán político a una fracasada estudiante de arte y paciente ideal de cualquier psiquiatra.

–¡Oh Bella! –suspiró su abuela–. ¡Ojalá fueras capaz de darte cuenta de todo el talento que tienes!

–Para el arte –dijo Bella con gesto serio–. Y esa vía ya no va a poder ser explorada debido a…

Genevieve la interrumpió.

–No sólo para el arte. Comprendes a la gente y no te dejas engañar por las apariencias. Eres capaz de amar apasionadamente.

Bella rió con amargura.

–Miles diría que eso es más negativo que positivo.

–¡Pues no le creas!

La rabia contenida que Bella percibió en su abuela la desconcertó. Sus palabras reverberaron unos segundos en el gran vestíbulo, ascendiendo por la escalera, rebotando en la porcelana y la plata. Genevieve le tomó las manos.

–No quiero que renuncies a la felicidad por contentar a tu familia. Por favor, chèrie, prométeme que no lo harás. No cometas el mismo error que yo.

 

 

Tras pasar en coche el control de seguridad en la entrada de Wilton Square, Olivier tuvo la sensación de entrar en un mundo encantado. En la oscuridad, se atisbaba la mansión color marfil de Genevieve tras los grandes árboles. La casa estaba iluminaba y desde el interior llegaba el sonido de la música.

La fiesta había comenzado hacía más de una hora, y Olivier había programado su llegada con la intención de pasar desapercibido.

En la puerta esperaba un mayordomo con levita al que Olivier le dio la invitación con bordes dorados que había conseguido a través de un contacto en el Ministerio de Hacienda que le debía un favor. El mayordomo la tomó con expresión inescrutable a la vez que señalaba con la cabeza una mesa repleta de paquetes para que dejara el regalo que portaba. Olivier dejó con sumo cuidado el lienzo, que había devuelto a su marco, entre los demás paquetes y siguió la dirección del ruido.

En el grandioso salón del primer piso había varios ministros, así como conocidos hombres de negocios y famosos aristócratas. El murmullo de sus voces se entremezclaba con la música que tocaba un grupo en directo.

Olivier barrió la habitación con la mirada, diciéndose que aquél era el mundo al que Bella Lawrence estaba acostumbrada: lujoso, caro, exclusivo. Y sin darse cuenta, la buscó entre los rostros fácilmente reconocibles. En cuanto la vio, sintió el deseo despertar en él.

Lucía otro discreto y severo vestido negro, y unos altos tacones que hacían sus piernas interminables. Llevaba una bandeja con canapés en la mano y se la ofrecía a un grupo de gente de la televisión. Su rostro quedaba oculto por su sedoso cabello, pero había algo en la tensión de sus hombros y en la inclinación de su cabeza, que le hizo adivinar que no estaba a gusto. ¿Si aquél era su mundo, por qué parecía tan fuera de lugar?

–¿Blini de caviar? –le oyó ofrecer a un eminente locutor de televisión, quien tomó uno sin molestarse en mirarla o en interrumpir su conversación.

Olivier observó.

«Suave oleaje… dunas de arena… locutor famoso al que le tiro los blinis en la cabeza…».

Bella sonrió con un incómodo rictus y fue hacia otro grupo preguntándose cuándo podría retirarse a su dormitorio a leer.

«En cuanto quiera. Nadie va a echarme de menos».

Podía oír la voz de Miles, seguro de sí mismo, educado, cómodo. Como siempre, la lotería genética la dejaba perpleja. ¿Cómo podía tener un hermano tan apabullante cuando ella siempre había sido tan insegura? Se alejó de él confiando en que no la viera y así evitarse el bochorno de ser presentada a la figura política de turno con la que estuviera charlando.

–¡Bella, por fin! Acabo de mencionarte.

Bella habría querido que se la tragara la tierra, pero consciente de que no iba a tener suerte, forzó una tensa sonrisa y se volvió.

–Ésta es mi hermana pequeña, Bella –dijo Miles animosamente al hombre de aspecto familiar que lo acompañaba–. Se llama así por la sufragista Christabel Pankhurst.

Sonriendo educadamente, el hombre tomó un blinis.

–¿Supongo que como todos los distinguidos Lawrence serás una mujer emprendedora?

A Bella se le borró la sonrisa.

«Precisamente», habría querido decir. «Soy el primer miembro de la familia que ha fracasado en todo».

Justo cuando buscaba una manera más suave de expresar lo que pensaba, la delgada morena que estaba al lado de Miles, intervino.

–Bella es la artista de la familia, Primer Ministro. Tiene mucho talento, por eso espero que, a pesar de que Miles no distingue un color de otro, nuestros hijos hereden una vena creativa…

«Primer Ministro. Por eso me sonaba…».

Bella lanzó una mirada de agradecimiento a Ashley McGarry, la prometida de Miles. Además de tener una exitosa agencia de relaciones públicas, era guapísima, y Bella la consideraba una de las personas más encantadoras que conocía. Afortunadamente, porque de otra manera su belleza y su éxito habrían resultado imperdonables.

–¿Qué tipo de arte haces? –preguntó el Primer Ministro.

Bella hizo una mueca.

–Pinto mobiliario.

El Primer Ministro la miró con sorpresa. Ashley acudió de nuevo en su auxilio.

–Bella tiene un trabajo maravilloso en una exquisita tienda de Notting Hill que vende antigüedades francesas –sonrió a Bella para animarla–. El otro día pasé para ver si todavía teníais aquel fabuloso espejo, pero Celia dijo que lo habíais vendido. Me llevé una terrible desilusión.

–No te preocupes –dijo Bella–. Como está a punto de dar a luz, me ha pedido que haga el próximo viaje de compras a Francia. Voy a ir en coche a recorrer los mercados próximos a París, así que puedo buscarte uno.

Miles levantó la cabeza.

–¿Que vas a ir a Francia? ¿Sola?

El aire se electrificó. Ashley posó la mano sobre el brazo de Bella en silencio. Bella se sentía como si le hubiera echado un jarro de agua fría.

–Sí, Miles –dijo, mirando al suelo con aire de mortificación.

–Ya lo hablaremos en otro momento.

–No es preciso. He dicho que iría, y voy a ir.

Miles se volvió hacia el Primer Ministro y dijo con una forzada sonrisa:

–Mi hermana ha estado… regular. Todavía está recuperándose y necesita que alguien cuide de ella.

Fue demasiado humillante. Mientras Bella se esforzaba por olvidar lo sucedido, todos los demás parecían decididos a recordárselo. Sin hablar, enfurecida, giró bruscamente, con la bandeja ante sí como un arma cargada, y chocó contra alguien.

A cámara lenta, vio los blinis de caviar volar por los aires y caer a su alrededor. La bandeja, tras golpearle la cadera, acabó a sus pies, entre ella y el hombre con el que había chocado. Horrorizada, muerta de vergüenza, se agachó para recoger precipitadamente los canapés esparcidos, ansiosa por huir.

El hombre del accidente, se puso en cuclillas a su lado.

–No hace falta –masculló ella, angustiada, sin alzar la vista–. Por favor no te molestes. Puedo hacerlo sola.

–Déjalo.

Su voz era grave, muy francesa, y estaba teñida de una ira apenas contenida.

Bella se quedó helada. Llena de aprensión, levantó la mirada lentamente. Contuvo el aliento. Ante sí tenía los brillantes y negros ojos del desconocido de la subasta.

–¿Qué…? –susurró atropelladamente–. ¿Qué haces aquí?

–Llevarte conmigo –le quitó la bandeja de las manos, la dejó sobre una mesa y tiró de Bella para que se pusiera en pie. Ella podía percibir a Miles a su espalda, observándola con condescendencia, avergonzado.

Bella no podía culparlo. Estaba en medio de la sala, al lado del Primer Ministro y numerosas personalidades, salpicada de caviar de la cabeza a los pies. Y ante el que debía ser el hombre más atractivo del planeta.

Al mismo tiempo que sentía los ojos llenársele de lágrimas, el hombre la tomó por la barbilla y la obligó a mirarlo.

–De eso nada, preciosa. No vas a llorar –musitó, al tiempo que inclinaba la cabeza y le daba un beso en los labios. Por un instante, Bella se tensó, pero su suspiro de sorpresa se diluyó en la boca del desconocido.

La sala y sus ocupantes se difuminaron, la música se apagó, la vergüenza que sentía se diluyó. Estaba en la oscuridad, en un mundo de besos y manos en el que sólo se oía el precipitado latir de su corazón. O el de él. El de los dos…

Tras un eterno segundo, él alzó la cabeza, posó la mano en la parte baja de su espalda y acercó la boca a su oído.

–Muy bien, chèrie, sonríe y camina hacia la puerta.

Bella fue a protestar, pero él le pasó el pulgar por los labios.

–No digas nada –susurró precipitadamente–. Ya me darás las gracias más tarde.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

OLIVIER la siguió, y viendo la decisión con la que caminaba, le asombró el efecto que un solo beso había tenido en ella. Al imaginar lo que podría hacer durante toda una noche, sonrió para sí.

Había decidido seducir a la nieta de Genevieve Lawrence como venganza, pero empezaba a pensar que iba a resultarle demasiado placentero como para darle ese nombre. ¿Qué se sentiría al poseer una perla tan preciosa… una hija de la dinastía Delacroix… y luego repudiarla? ¿Sería suficiente compensación para lo que habían hecho?

En el vestíbulo, Bella se volvió hacia él con las mejillas encendidas y mirada centelleante.

–¿Gracias? ¿Tengo que agradecerte haberme hecho esto? –preguntó, mirándose a sí misma.

Con una sonrisa felina, Olivier observó la blanca piel de su escote salpicada de perlitas de azabache.

–Te aseguro que es mucho mejor que ser humillada en público por un fanfarrón pomposo que te trata como a una niña.

Bella abrió los ojos como platos.

–¡Era mi hermano!

Olivier la miró impasible.

–Da lo mismo. No me gusta la arrogancia. ¿Dónde está tu dormitorio?

–¿Por qué? –preguntó ella, desafiante.

Olivier la miró y sintió prender la llama del deseo. La perspectiva de seducirle le resultaba más y más atractiva.

–Porque no me gustan las demostraciones de fuerza.

Bella rió y rompió parcialmente la tensión.

–Me refería a por qué preguntabas por mi dormitorio.

–Porque creo que deberías cambiarte –explicó Olivier. Lentamente, para no asustarla, tomó con sus dedos unas bolitas de caviar que descansaban sobre la curva del seno de Bella y se los llevó a la boca. Luego, sin dejar de mirarla, la tomó de la mano y empezó a subir las escaleras.

En contra de lo que esperaba y a pesar de que estaba convencido de que en su interior tenía lugar una encarnizada batalla, ella no protestó. Como su abuela, el controlado exterior no llegaba a ocultar su naturaleza apasionada y rebelde. Como la Dame de la Croix.

Bella abrió la puerta de una habitación, entró y se volvió hacia él.

–No sé nada de ti –dijo súbitamente–. Ni siquiera sé cómo te llamas.

–Olivier Moreau –Olivier le tendió la mano y con sorna, añadió–: Millonario especulador.

–Me dijiste que no estaba del todo en lo cierto. ¿Quién eres en realidad? –preguntó Bella con una media sonrisa.

–Me dedico a los fondos de cobertura.

–¿Qué es eso?

–Que compro y vendo… cosas.

–¿Qué cosas?

–Cualquier cosa –dijo Olivier encogiéndose de hombros–, pero prefiero las intangibles: lluvia, calidad del aire, confianza…

–¿O la herencia de otras personas? –preguntó Bella con sarcasmo.

–Si me proporciona ganancias… –dijo él, sonriendo–. ¿Qué más? Soy francés, pero llevo cuatro años en Londres. Colecciono arte, no estoy casado y no tengo hijos. ¿Quieres saber algo más?

–¿Por qué estás aquí?

Bella fue hacia el armario y le dio la espalda. Olivier permaneció apoyado en el quicio de la puerta. No quería precipitarse. No era necesario.

–Quería volver a verte –dijo.

Bella empezó a soltarse los botones de la espalda del vestido. En la penumbra, el blanco de su piel parecía nácar.

–¿Por qué?

Su franqueza tomó a Olivier por sorpresa. Caminó hacia ella y la ayudó a desabrocharse.

–Quería devolverte lo que te pertenece.

–¿El cuadro? –hubo una pausa al deslizarse el vestido de los hombros de Bella. Lo recogió por delante antes de volverse.

–Por supuesto.

Sobre sus altos tacones, con el vestido apretado contra el escote salpicado de caviar tenía un aspecto de fragilidad que contrastó con su tono airado:

–No, gracias.

Olivier disimuló su sorpresa y la miró fijamente.

–¿Por qué no? Dijiste que era la casa de tu abuela.

–Es demasiado caro.

Olivier la observó con genuina curiosidad. Que una mujer rechazara un regalo por su precio era, en su experiencia, como si un pez rechazara el agua por exceso de humedad.

–Ayer dijiste que no tenía un valor material.

–Y era verdad. Pero te equivocas si piensas que todo esto… –dijo ella con frío desdén al tiempo que abarcaba el cuarto con un movimiento del brazo– significa que soy rica y que puedes vendérmelo por un precio desorbitado –tras una breve pausa, continuó–: Siento decepcionarte, pero lo cierto es que no puedo permitírmelo.

Cuando acabó, alzaba la barbilla con gesto desafiante y sus ojos brillaban como ascuas. Se produjo un silencio que llenó la música de la planta baja.

–Ha sido un gran discurso, pero completamente innecesario –dijo Olivier finalmente–. He dicho que he venido a darte el cuadro.

–¿Por qué harías algo así?

El aire estaba cargado de sensualidad. A aquella distancia, Olivier pudo apreciar que la hostilidad que Bella irradiaba tenía un alto componente de incertidumbre e inseguridad. Y después de haber visto a su avasallador hermano, no le costó adivinar la causa de su actitud.

Acarició lentamente su mejilla. Bella se estremeció.

–Porque lo quieres –dijo, sin dejar de mirarla. Tal y como esperaba, se dio cuenta de que Bella apenas sí se acordaba de a qué se refería. Disimulando una sonrisa triunfal, se alejó de ella–. Lo he dejado abajo. Espero que le guste a tu abuela.

Salió y cerró la puerta tras de sí. Mientras bajaba las escaleras, contó los escalones, intentando adivinar en qué número Bella saldría para detenerlo.

Porque no había la menor duda de que iría tras él.