4,99 €
Anhelos prohibidos Su sentido de la lealtad le impedía conquistar a aquella mujer… Viajar sin pagar en un vagón de primera clase no era como Sophie Greenham esperaba conocer a Kit Fitzroy, acaudalado aristócrata, intrépido héroe del Ejército y hermano de su amigo Jasper. La evidente pasión que surgió entre ellos suponía una auténtica conmoción para Sophie… ¡sobre todo porque estaba a punto de hacerse pasar por la novia de Jasper! Aunque el valor de Kit era legendario, temía regresar a su magnífica y ancestral mansión. Pero la vitalidad y belleza de Sophie alejaron las sombras de su alma torturada y lo consumieron con un irrefrenable deseo por ella. En la cama con un extraño Su matrimonio era una bomba de relojería Sophie Greenham había entrado en la vida del comandante Kit Fitzroy como un tornado, cambiando su vida para siempre. Tener que dejar a su prometida para volver al frente, a desactivar bombas, fue la cosa más dura que había hecho Kit en toda su existencia… Cuando volvió a casa, la relación entre Kit y Sophie siguió siendo excitante, pero el hombre al que Sophie amaba se había convertido en un extraño. A pesar de pasar varias noches de exquisito placer en Marruecos y volver a sentirse unida a su futuro marido, Sophie se dio cuenta de que iban a necesitar mucho más que pasión para sobrevivir indemnes a los retos que los esperaban…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 355
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid www.harlequiniberica.com
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 495 - marzo 2025
© 2011 India Grey Anhelos prohibidos Título original: Craving the Forbidden
© 2011 India Grey En la cama con un extraño Título original: In Bed with a Stranger Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-482-0
Créditos
Anhelos prohibidos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
En la cama con un extraño
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro...
SEÑORAS y señores, bienvenidos a bordo del tren con destino a Edimburgo. El tren hará paradas en Peterborough, Setevenage…».
Sophie se apoyó contra la puerta del tren y dejó escapar un suspiro de alivio. Había logrado alcanzarlo a tiempo a pesar de la voluminosa bolsa que llevaba consigo.
Sin embargo, su alivio era relativo, pues aún llevaba puesto el diminuto vestido de satén negro que apenas ocultaba su trasero, y las botas altas de tacón que había utilizado para realizar un casting para una película de vampiros. Pero lo más importante era que había tomado el tren a tiempo y que así no dejaría a Jasper en la estacada. En cuanto a su aspecto, no iba a tener más remedio que dejarse el abrigo puesto para que no la arrestaran por escándalo público, aunque hacía el suficiente frío como para que tampoco le apeteciera quitárselo. Hacía semanas que no paraba de nevar. Lo mismo había sucedido en París; dos días atrás, cuando había dejado su apartamento alquilado, una gruesa capa de hielo cubría las ventanas por dentro.
Ya estaba anocheciendo. Pensó que debería buscar un servicio para cambiarse, pero se sentía demasiado cansada. Tomó su bolsa y entró en el vagón más cercano. Su corazón se encogió al comprobar que estaba completamente abarrotado. Avanzó por el pasillo, disculpándose por las molestias que podía causar con su enorme bolsa, y pasó al siguiente vagón. Este también estaba lleno, y sucedió lo mismo en los siguientes, hasta que llegó a uno que estaba más despejado. Experimentó un momentáneo alivio que se esfumó de inmediato cuando vio un cartel que decía Primera Clase.
La mayoría de los asientos estaban ocupados por hombres de negocios que no se molestaron en apartar la mirada de sus ordenadores o periódicos cuando pasó a su lado. Hasta que sonó su móvil. Mientras sujetaba la bolsa con una mano, trató de sacar el móvil del bolsillo con la otra, consciente de que todas las miradas se habían vuelto en su dirección. Desesperada, dejó la bolsa en la mesa más cercana y sacó el teléfono a tiempo para ver el nombre de Jean Claude en la pantalla.
Dos meses atrás habría tenido una reacción muy distinta, pensó mientras pulsaba el botón para rechazar la llamada. Pero dos meses atrás, su imagen de Jean Claude como artista parisino de espíritu libre aún estaba intacta. Le había parecido tan distante cuando lo había conocido en el rodaje al que estaba llevando sus pinturas… Distante y sofisticado. Jamás habría imaginado que pudiera ser tan agobiante y posesivo…
Pero no estaba dispuesta a perder el tiempo pensando en lo mal que había ido su última aventura romántica.
De pronto se sintió tan cansada que decidió ocupar el asiento más cercano. Sentado frente a este había un hombre de negocios, oculto tras un gran periódico que había doblado cuidadosamente, dejando la página de los horóscopos de cara a Sophie. De hecho, el hombre no estaba totalmente oculto. Sophie podía ver sus manos, fuertes, morenas, de largos dedos. No parecían las manos de un hombre de negocios, pensó, distraída, mientras buscaba con la mirada en el periódico el signo de Libra. Si quieres dar una buena impresión, prepárate para trabajar duro. La luna llena del día veinte supondrá una oportunidad perfecta para permitir que otros vean cómo eres realmente.
¡Diablos! Aquel día era precisamente veinte. Y aunque estaba dispuesta a hacer una interpretación digna de un óscar para impresionar a la familia de Jasper, lo último que quería era que vieran a la verdadera Sophie.
En aquel momento volvió a sonar su móvil. Gimió. ¿Por qué no la dejaría en paz de una vez Jean Claude? Estaba a punto de volver a rechazar la llamada cuando un zarandeo del tren le hizo pulsar involuntariamente el botón de aceptación de la llamada. Un segundo después, la voz de Jean Claude llegó claramente a sus oídos… y a los del resto de pasajeros del vagón.
–¿Sophie? ¿Dónde estás…?
Sophie lo cortó rápidamente.
–Este es el contestador automático de Madame Sophie, astróloga y lectora de cartas –dijo mientras contemplaba su reflejo en la ventanilla del tren–. Si deja su nombre, número de teléfono y signo del zodíaco, me pondré en contacto con usted para informarle de lo que le depara el destino…
Se interrumpió bruscamente y sintió una especie de descarga eléctrica al darse cuenta de que estaba mirando directamente los ojos reflejados en el cristal del hombre frente al que estaba sentada. Aunque en realidad era él quien la estaba mirando. Por unos instantes fue incapaz de hacer otra cosa que devolverle la mirada. Como sus manos, la tez morena del hombre contrastaba con su camisa blanca, algo que, por algún motivo, no encajaba con su rostro ascético y severo. Era el rostro de un caballero medieval en una pintura prerrafaelita; hermoso, distante…
En otras palabras, no era su tipo.
–¿Sophie? ¿Eres tú? Apenas te oigo. ¿Estás en el Euroestar? Dime a qué hora llegas e iré a buscarte a la Gare du Nord.
Sophie se había olvidado por completo de Jean Claude. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada del reflejo de la ventanilla. Más le valía hablar claro. De lo contrario, Jean Claude no dejaría de darle la lata todo el fin de semana que iba a pasar con la familia de Jasper, lo que arruinaría su imagen de novia dulce y arrobada.
–No estoy en el Eurostar –dijo con cautela–. No voy a volver esta noche.
–Entonces, ¿cuándo piensas volver? El cuadro… te necesito aquí… Necesito ver tu piel, sentirla, para captar el contraste con los pétalos de lirio…
«Desnudo con lirios» fue la visión que alegó haber tenido Jean Claude cuando se fijó en ella en un bar en Marais, cerca de donde estaban filmando. Jasper, que había ido a pasar el fin de semana con ella, pensó que era comiquísimo. Sophie, halagada por los extravagantes cumplidos de Jean Claude sobre su piel de «pétalos de lirio» y su «pelo en llamas», pensó que ser retratada sería una experiencia muy erótica.
La realidad resultó extremadamente fría y aburrida. Aunque, si la mirada de Jean Claude hubiera provocado en ella una reacción similar a la del hombre reflejado en la ventilla, la historia podría haber resultado muy diferente…
–¿Por qué no pintas unos pétalos más para cubrir la piel? –reprimió una risita y siguió hablando con más delicadeza–. No sé cuándo volveré, Jean Claude, pero lo que tuvimos no fue nada duradero, ¿no te parece? En realidad fue solo sexo…
En aquel momento el tren entró en un túnel y se perdió la señal. Por un instante, Sophie vio de nuevo los ojos del hombre reflejados en la ventanilla, y supo que la había estado observando. Un instante después salieron del túnel y no pudo ver la expresión de su rostro, pero estaba segura de que había sido de desaprobación.
En aquel momento volvió a tener ocho años y se vio sosteniendo la mano de su madre, consciente de que la gente las estaba mirando, juzgándolas. La vieja humillación llameó en su interior mientras escuchaba en su cabeza la indignada voz de su madre. «Ignóralos, Summer. Tenemos tanto derecho como cualquier otro a estar aquí».
–¿Sophie?
–Lo siento, Jean Claude –dijo, repentinamente apagada–. No puedo hablar de esto ahora. Estoy en el tren y la señal no es buena.
–D’accord. Te llamaré luego.
–¡No! No puedes llamarme en todo el fin de semana. Estoy… trabajando, y ya sabes que no podemos contestar a las llamadas durante los rodajes. Yo te llamaré el lunes, cuando vuelva a Londres. Ya hablaremos entonces –añadió antes de colgar.
Pero en realidad no había nada de qué hablar. Jean Claude y ella se habían divertido, pero eso era todo: diversión. Una aventura romántica en París. Había llegado a su conclusión natural y era hora de seguir adelante.
Una vez más.
Miró por la ventanilla. Se había puesto a nevar de nuevo y las casas junto a las que circulaba el tren resultaban especialmente acogedoras en medio de aquel invernal paisaje. Imaginó a las personas que las habitaban, sentadas frente al televisor, charlando, compartiendo algo de beber, unidos frente al frío mundo exterior.
Aquellas imágenes de confortable domesticidad resultaron deprimentes. Al regresar de París había descubierto que, en su ausencia, el novio de su compañera de piso se había mudado a este y el apartamento se había convertido en la oficina central de la Sociedad de Parejas Felices. El ambiente de dejadez y compañerismo en que se había acostumbrado a convivir con Jess se había desvanecido. El piso estaba inmaculado, había nuevos cojines en el sofá y velas en la mesa de la cocina.
La llamada de socorro de Jasper, pidiéndole que acudiera a la casa de su familia en Northumberland para hacerse pasar por su novia durante el fin de semana, había supuesto un auténtico alivio. Pero así era como iban a ser las cosas, pensó con tristeza mientras el tren seguía avanzando. Todo el mundo se estaba emparejando y ella era la única que seguía sin querer una relación seria, un compromiso auténtico. Incluso Jasper estaba mostrando preocupantes indicios de ello según su relación se iba haciendo más seria con Sergio.
¿Pero por qué ponerse serios pudiendo divertirse?
Sophie se puso bruscamente en pie, tomó su bolsa y la colocó en el portaequipajes. No fue fácil y, mientras lo hacía, se hizo consciente de que su vestido se alzaba a la vez que su abrigo se abría, ofreciendo al hombre sentado frente a ella la visión de una indecente cantidad de muslo. Avergonzada, miró su reflejo en el espejo.
No la estaba mirando. Tenía la cabeza apoyada contra el respaldo y su expresión seguía pareciendo especialmente remota mientras centraba la mirada en el periódico. Sophie cerró su abrigo y, al volver a sentarse, rozó involuntariamente con la rodilla el muslo del hombre bajo la mesa.
Se quedó paralizada mientras algo parecido a una lluvia de destellantes chispas recorría su cuerpo.
–Lo siento –murmuró a la vez que retiraba las piernas y las colocaba dobladas debajo de sí misma en el asiento.
El periódico descendió despacio y Sophie se encontró mirando directamente a su compañero de viaje. El impacto de encontrarse con su mirada en el reflejo del cristal ya había sido bastante intenso, pero mirarlo directamente era como recibir una descarga eléctrica. Sus ojos no eran marrones, como había imaginado, sino del color gris de los fríos mares del norte, enmarcados por gruesas pestañas oscuras, lo suficientemente absorbentes como para distraerla por un momento del resto de su rostro.
Hasta que sonrió.
Fue una sonrisa fantasma que no bastó para derretir el hielo de su mirada, aunque sí atrajo la atención de Sophie hacia su boca…
–No pasa nada. Aunque era de esperar que, viajando en primera clase, hubiera espacio suficiente para las piernas.
La voz del hombre era grave y ronca, y tan sexy que el ánimo de Sophie debería haber dado un salto ante la perspectiva de pasar las siguientes cuatro horas en su compañía. Sin embargo, el énfasis ligeramente desdeñoso con que había pronunciado las palabras «primera clase», y la forma en que la estaba mirando, como si fuera una oruga en la ensalada, anuló su atractivo físico.
Sophie tenía problemas con las personas que la miraban así.
–Totalmente de acuerdo –asintió, con la típica seguridad en sí misma que daba acceso a cualquier lugar a quien genuinamente la poseía–. Es realmente escandaloso –añadió y, tras subir el cuello de su abrigo, se acomodó en el asiento y cerró los ojos.
Kit Fitzroy dejó el periódico.
Normalmente, cuando estaba de permiso evitaba leer noticias sobre la situación que había dejado atrás; el calor, la arena y la desesperación no quedaban reflejadas en las estériles columnas en blanco y negro de la prensa. Había comprado el periódico para ponerse al día sobre cosas normales, como los resultados de los partidos de rugby y las noticias sobre las carreras, pero, en un intento por alejar de su mente la imagen de la chica que se había sentado frente a él, acabó leyéndolo de arriba abajo.
Pero eso no había funcionado. Ni siquiera el ridículamente inexacto artículo sobre las operaciones antiterroristas en Oriente Medio le había servido de distracción.
Aunque no era de extrañar, pensó con ironía. Había pasado los cuatro últimos meses aislado en el desierto con una compañía formada totalmente por hombres, y aún era lo suficientemente humano como para reaccionar ante una chica con zapatos de tacón y un diminuto vestido bajo un abrigo de estilo militar. Sobre todo si, además, la chica tenía la sensual voz de una cantante de club nocturno y le decía al tonto que estaba al otro lado de la línea de su móvil que lo único que había buscado era un poco de sexo.
Después de la sombría ceremonia a la que acababa de asistir, el aspecto de aquella chica era como una inyección de algo muy potente.
Reprimió una sonrisa irónica.
Potente sí, aunque no especialmente sofisticado.
La miró de nuevo. Se había quedado dormida con la rapidez de un gato, con las piernas doblabas en el asiento y una ligera sonrisa en sus labios rosados, como si estuviera soñando con algo divertido. Tenía los ojos cerrados, pero aún recordaba su llamativo color verde claro.
Pero no sabía si estaba realmente dormida. El radar de Kit Fitzroy en lo referente a posibles engaños era muy sensible, y aquella chica lo había puesto en marcha desde el momento en que había aparecido en el vagón. Sin embargo, había algo en ella que lo había convencido de que no estaba disimulando, no solo por lo quieta que estaba, sino porque toda la energía que desprendía hacía unos momentos se había esfumado. Era como si de pronto se hubiera apagado la luz. Como si el sol se hubiera puesto.
El sueño era la recompensa del inocente. Dada la desvergüenza con que acababa de mentir a su novio, no parecía justo que pudiera dormir tan plácidamente. Sobre todo cuando el sueño lo eludía a él con tanta crueldad.
–Billetes, por favor.
El sopor que parecía haberse adueñado del vagón se esfumó ante la llegada del revisor. Se produjo una oleada de actividad mientras todos los pasajeros sacaban sus carteras o buscaban dinero en los bolsillos. Al otro lado de la mesa, las pestañas de la joven ni siquiera se movieron.
Kit pensó que debía tener unos veinticinco años, aunque había algo curiosamente infantil en ella… al menos si se ignoraba la generosa curva de sus pechos contra el corpiño de encaje de su vestido negro.
Y él estaba haciendo verdaderos esfuerzos para ignorarlo.
Cuando el revisor llegó a su altura, frunció el ceño al ver que Sophie estaba dormida. Alargó una mano con intención de despertarla.
–¡No!
El revisor se volvió, sorprendido. Aunque él no era el único. Kit no entendía por qué había reaccionado así.
–No se preocupe –añadió–.Va conmigo.
–Lo siento, señor. No me había dado cuenta. ¿Tiene sus billetes?
–No –Kit abrió su cartera–. Tenía… teníamos planeado viajar al norte en avión.
–Comprendo, señor. El mal tiempo ha hecho que se suspendan varios vuelos. Por eso está tan lleno el tren esta tarde. ¿Quiere los billetes de ida o de ida y vuelta?
–De ida y vuelta, por favor –con un poco de suerte, los aeropuertos volverían a abrirse el domingo, pero Kit no quería correr ningún riesgo. La perspectiva de verse atrapado indefinidamente en Alnburgh con su familia resultaba insoportable.
–¿Dos idas y vueltas a Edimburgo?
Kit asintió distraídamente y volvió a mirar a su compañera de viaje mientras el revisor imprimía los billetes. Estaba seguro de que no tenía un billete de primera clase y de que, a pesar de su casi convincente acento de clase alta, no pensaba comprar uno. De manera que, ¿por qué no había dejado que la despertara el revisor? El resto del viaje habría resultado más cómodo, más relajado.
Kit Fitzroy creía sinceramente en su deber de proteger a las personas que no tenían los mismos privilegios que él. Aquello era lo que lo había impulsado a terminar su preparación como oficial y lo que lo mantenía en marcha cuando se sentía exhausto durante las patrullas, o cuando se encaminaba por una carretera desierta hacia una bomba sin explotar. Normalmente no lo impulsaba a comprar billetes de primera clase para desconocidas en un tren. Además, aquella chica tenía aspecto de ser perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
Pero con su escandalosa ropa, su cabellera y su ligero aire travieso le había animado el viaje. Le había hecho salir del deprimente estado en que se encontraba después del funeral al que acababa de asistir y además le había hecho olvidar por unos momentos el fin de semana que le esperaba. Solo por ello merecía la pena pagar el precio de un billete de primera clase a Edimburgo. Incluso sin el vistazo a su escote, ni el roce de su pierna, que le había hecho recordar que, a pesar de que varios de los hombres junto a los que había servido no habían tenido tanta suerte, él al menos seguía vivo…
SOPHIE despertó con un sobresalto y la horrible sensación de que algo iba mal.
Se irguió, parpadeando. El asiento de enfrente estaba vacío. El hombre de los ojos plateados debía haber abandonado el tren mientras dormía. Se estaba preguntando a qué venía su absurdo sentimiento de decepción cuando lo vio.
Estaba de pie, de espaldas a ella, bajando una elegante maleta de cuero de la rejilla portaequipajes, ofreciéndole una excelente visión de sus anchos hombros y sus estrechas caderas, encajadas en unos pantalones negros que no parecían comprados precisamente en unos grandes almacenes.
Mmm… Aquel era el motivo, pensó, aún adormecida. Una no se encontraba a diario con la perfección física en persona.
–Disculpe… –murmuró–. ¿Podría decirme dónde estamos? –preguntó con voz ronca, recordando demasiado tarde que debería haber vuelto a utilizar su acento de clase alta. Aunque en realidad daba igual, porque no iba a volver a verlo.
–Estamos en Alnburgh.
Aquellas palabras produjeron una conmoción en el adormecido cerebro de Sophie. Masculló una maldición mientras se ponía en pie de un salto y empezaba a recoger sus cosas. Pero el tren se detuvo bruscamente en aquel momento, lo que le hizo perder el equilibrio y caer sobre el hombre. Estaba a punto de apartarse cuando él pasó un brazo de acero en torno a su cintura. Instintivamente, Sophie apoyó la palma de la mano contra su pecho.
Experimentó un inmediato reconocimiento sexual, como si se hubiera puesto a sonar un despertador en su pelvis. Con los ojos abiertos de par en par por la conmoción, miró a Kit y abrió la boca para disculparse, pero, hipnotizada por la luminiscencia plateada de sus iris, no fue capaz de pronunciar palabra.
–Tengo que… bajarme –murmuró finalmente con voz ronca.
Kit la soltó bruscamente y volvió la cabeza.
–No hay problema. Aún no estamos en la estación.
Sophie miró ansiosamente por la ventanilla y vio una hilera de coches detenidos ante un paso a nivel y un cartel semicubierto por la nieve en el que se leía Alnburgh. Trató una vez más de bajar su bolsa y escuchó un sonido de impaciencia a sus espaldas.
–Deje que me ocupe yo.
Kit Fitzroy se inclinó hacia ella y tomó las asas de la bolsa.
–¡Espere! La cremallera… –quiso advertir Sophie, pero ya era demasiado tarde.
Se escuchó un sonido de desgarro cuando la cremallera, ya sometida a demasiada presión, cedió. Horrorizada, Sophie vio cómo caían un montón de vestidos, leotardos y zapatos al suelo.
También había ropa interior, por supuesto.
Fue un momento terrible, como el de la típica pesadilla que se tiene justo antes de despertar. Pero también fue bastante gracioso, y tuvo que cubrirse la boca con la mano para no dejar escapar una risita histérica.
–Debería devolver la bolsa a la tienda en la que la compró –dijo el hombre con ironía mientras tomaba un sujetador verde esmeralda que se había quedado enganchado en la rejilla del portaequipajes–. Creo que las bolsas de la casa Gucci tienen garantía de por vida.
Sophie se acuclilló para recoger el resto de su ropa. Era posible que su compañero de viaje tuviera razón… pero las imitaciones no tenían garantía.
Al erguirse no pudo evitar fijarse en la longitud de sus piernas, y tuvo que hacer un esfuerzo para no sujetarse a ellas cuando el tren volvió a moverse.
–Gracias por su ayuda –dijo, con los brazos llenos de braguitas y leotardos–. No quiero entretenerlo más.
–En ese caso, no estaría mal que me dejara pasar. Ruborizada, Sophie se presionó todo lo que pudo contra la mesa para dejarle espacio.
Pero, en lugar de pasar, el desconocido tomó la bolsa y alzó una irónica ceja.
–Después de usted… si ya lo tiene todo.
Fuera hacía un aire siberiano. Sophie pensó que debería haberse cambiado. Además de no estar presentable para presentarse ante la familia de Jasper, corría el peligro de sufrir una hipotermia.
–Ya está.
Sophie no tuvo más remedio que volverse hacia el hombre. Se subió el cuello del abrigo y trató de mostrar la actitud digna y determinada de Julie Christie en Doctor Zhivago.
–¿Estará bien a partir de ahora? –añadió él.
–Sí… gracias –de pie bajo la nieve y con su pelo negro resultaba aún más sexy que Omar Shariff en Doctor Zhivago–. Y gracias por…
¿Pero qué le pasaba? Julie Christie nunca habría olvidado sus frases de aquella manera.
–¿Por? –dijo Kit, animándola a continuar.
–Oh, ya sabe… por llevarme la bolsa y recoger mis… cosas.
–Ha sido un placer.
Sus miradas se encontraron un instante. A pesar del frío reinante, Sophie sintió cómo se ruborizaba.
Un momento después, Kit metió las manos en los bolsillos de su abrigo y se dio la vuelta justo cuando el revisor pitó para que el tren saliera de nuevo.
Aquello recordó repentinamente a Sophie que no había pagado su billete. Horrorizada, se llevó una mano a la boca y masculló una maldición que Julie Christie jamás habría utilizado. Corrió hacia el revisor, que aún tenía la cabeza asomada por la ventanilla.
–¡No…! ¡Espere! No he podido…
Pero ya era demasiado tarde. El tren estaba acelerando la marcha y su voz se perdió bajo el ruido. Viajar en el tren sin comprar un billete era un delito, un delito de fraude, algo que ella nunca habría hecho voluntariamente.
El sonido del tren se perdió en la distancia y el silencio la rodeó mientras se volvía para recoger su bolsa.
–¿Hay algún problema?
Sophie sintió que se le encogía el estómago. Estupendo. El «Capitán Desaprobación» debía haberle escuchado gritar y había pensado que se estaba dirigiendo a él.
–No, no hay ningún problema –contestó con fría formalidad–. Aunque tal vez podría indicarme dónde tomar un taxi.
Kit dejó escapar una irónica risotada. La idea de un taxi aguardando en la estación de Alnburgh resultaba absurda.
–Ya no está en Londres, señorita –miró hacia la salida de la estación, donde aguardaba el Bentley, con el impasible Jensen sentado tras el volante. Por algún motivo que no entendía, se sentía responsable de aquella chica de vestimenta escandalosa–. Será mejor que venga conmigo.
Sophie alzó levemente la barbilla.
–No, gracias –dijo con rígida cortesía–. Creo que prefiero ir caminando.
–¿Bajo la nieve y con esas botas?
–Sí –contestó Sophie con altanería a la vez que se ponía a caminar todo lo rápido que le permitió el helado andén.
Kit la alcanzó rápidamente.
–¿Acaso va a reunirse con su regimiento, o algo así?
–No –espetó Sophie–. Voy a casa de mi novio, que vive en el castillo Alnburgh. Le agradecería que me indicara la dirección que debo tomar.
Kit se detuvo a la vez que su sonrisa se esfumaba.
Una oveja baló en la distancia.
–¿Y cómo se llama su novio?
Algo en el tono de su voz hizo que Sophie también se detuviera y volviera el rostro para mirarlo.
–Jasper –contestó con voz temblorosa, pero desafiante–. Jasper Fitzroy, aunque no sé qué pueda importarle eso a usted.
Kit volvió a sonreír, pero en aquella ocasión no fue una sonrisa divertida.
–Ya que Jasper Fitzroy es mi hermano, me importa bastante –replicó con siniestra suavidad–. Más vale que suba al coche.
EL INTERIOR del coche resultaba cálido y acogedor en comparación con el exterior.
–Buenas tardes, señorita –murmuró el conductor sin apartar la mirada del frente.
Sophie no lo culpó. Casi se podía cortar con un cuchillo el ambiente de tensión que reinaba en la parte trasera. Se mantuvo todo lo apartada posible del hermano de Jasper, pero era muy consciente de la tensión de su rostro mientras miraba por la ventanilla. Con los techos de sus casas cubiertos de nieve, Alnburgh parecía un pueblecito de cuento de Navidad, aunque su acompañante no parecía especialmente feliz de regresar a su hogar.
Trató de recordar los comentarios que le había hecho Jasper a lo largo de los años sobre su hermano. Sabía que Kit Fitzroy estaba en el ejército, y que pasaba mucho tiempo destinado en otros países, lo que explicaba el bronceado de su piel. En una ocasión, Jasper lo describió como alguien carente de emociones. Sophie recordó la amarga y burlona expresión de su rostro cuando mencionaba a su hermano.
Empezaba a entender por qué. Tan solo hacía tres horas que lo conocía, y apenas había hablado con él, pero le resultaba imposible creer que aquel hombre fuera hermano del dulce, cálido y divertido Jasper, su mejor amigo en el mundo y lo más parecido que tenía a una familia.
Pero el hombre junto al que estaba sentada era de su misma sangre, de manera que no podía ser tan malo. Y, por el bien de Jasper, debía esforzarse en mantener una buena relación con él, sobre todo teniendo en cuenta que iban a verse todo el fin de semana.
–Así que tú debes ser Kit, ¿no? –dijo con toda la amabilidad que pudo–. Yo soy Sophie. Sophie Greenham –rio, algo que solía hacer cuando estaba nerviosa–. Qué casualidad, ¿verdad? ¿Quién habría adivinado que íbamos al mismo lugar?
Kit Fitzroy no se molestó en mirarla.
–Tú no, evidentemente. ¿Hace tiempo que conoces a mi hermano?
Sophie repasó rápidamente la historia que Jasper y ella habían elaborado el día anterior por teléfono, cuando le había pedido que hiciera aquello.
–Desde el último verano. Nos conocimos en una película.
Al menos, la última parte era cierta. Jasper era ayudante del director y se conocieron rodando una sombría película sobre la Peste Negra que, afortunadamente, no se había llegado a estrenar. A partir de entonces habían desarrollado una fuerte y sincera amistad.
Kit volvió ligeramente la cabeza.
–¿Eres actriz?
–Sí –replicó Sophie, más a la defensiva de lo que le habría gustado. Pero el tono desdeñoso del hermano de Jasper cuando había pronunciado la palabra «actriz» la había provocado.
Miró por la ventanilla y se quedó boquiabierta. Ante ella, iluminado en medio de la oscuridad y con sus tejados cubiertos de nieve, se alzaba el castillo Alnburgh. Había visto fotos del lugar, pero nada la había preparado para el impacto de verlo en persona. El castillo se hallaba en lo alto de unos acantilados y sus grises muros de piedra parecían surgir directamente de estos. Aquel era un aspecto de la vida de Jasper del que Sophie apenas sabía nada, y sintió que se le secaba la boca a causa del asombro.
–¡Cielo santo! –murmuró.
Aquella era la primera reacción natural que le había visto tener, pensó Kit con ironía, y había sido una reacción muy reveladora. No estaba acostumbrado a sentir compasión por Jasper, pero en aquellos momentos no pudo evitar sentir algo parecido. Su hermano debía estar bastante colado por aquella chica como para invitarla a la fiesta del setenta cumpleaños de Ralph Fitzroy, pero, por lo que había visto en el tren, su sentimiento no era ni remotamente correspondido.
–Impresionante, ¿verdad? –comentó con ironía.
–Es increíble. No sabía que…
–¿Que tu novio es el hijo del conde de Hawksworth? –el tono irónico de Kit se acentuó–. Es lógico. Me imagino que soléis estar demasiado ocupados hablando de cine como para abordar temas tan triviales como el de vuestros orígenes familiares.
–No seas ridículo –espetó Sophie–. Por supuesto que estaba al tanto de los orígenes de Jasper… y de los del resto de su familia.
Por su tono, Kit dedujo que había dicho aquello último con la evidente intención de hacerle saber que Jasper no le había hablado precisamente bien de él. Se preguntó si creería que aquello le preocupaba. No era ningún secreto que no quedaba ningún resto de amor fraternal entre él y su hermano… el chico de oro, el niño mimado. El segundo hijo de Ralph, el favorito.
El sonido del motor del Bentley resonó contra las paredes de la torre del reloj cuando pasaron bajo el arco que conducía al patio interior. Kit sintió de inmediato que su tensión aumentaba. A pesar de haber pasado mucho tiempo en las zonas más conflictivas del globo, nunca se había sentido tan aislado y expuesto como en aquella casa. Cuando estaba trabajando tenía a su equipo tras él. Hombres en los que podía confiar.
Pero nunca había podido asociar aquella confianza a su hogar en Alnburgh, un hogar en el que las personas mentían, mantenían secretos y hacían promesas que no cumplían.
Miró a la mujer sentada a su lado e hizo una mueca de desprecio. La nueva novia de Jasper iba a encajar a la perfección en aquel entorno.
Sophie no esperó a que el chófer rodeara el coche para abrirle la puerta. Al salir experimentó un escalofrío. El castillo Alnburgh se alzaba en torno a ella como una gran mazmorra de la que fuera imposible huir. No podía decirse que fuera un lugar especialmente acogedor. De hecho, parecía diseñado para espantar a la gente, para mantenerla alejada de allí.
Resultaba lógico que el hermano de Jasper se encontrara allí en su salsa.
–Gracias, Jensen –dijo Kit al chófer–. Yo puedo ocuparme del equipaje.
–Si está seguro, señor…
Sophie se volvió cuando Kit estaba sacando su bolsa del maletero del Bentley. Mientras lo seguía hacia la impresionante puerta de entrada, vio que una de las tiras del sujetador verde que Kit había recogido en el tren asomaba por un borde.
–Preferiría llevar la bolsa yo misma.
Kit se detuvo a medio camino en las escaleras y se volvió a mirar a Sophie como si estuviera haciendo verdaderos esfuerzos por no perder la paciencia.
–Si insistes.
Kit alargó la bolsa hacia Sophie, que contemplaba con evidente desconcierto la enigmática expresión de su mirada. Alargó una mano para tomar la bolsa, pero, en lugar de sujetarla por el asa, tomó involuntariamente la mano de Kit. Ambos retiraron sus manos al mismo tiempo y la bolsa cayó al suelo, desparramando una vez más su contenido por la escalera.
–Diablos –murmuró Sophie mientras se agachaba para recoger la ropa.
–Al parecer, tienes mucha ropa interior y pocas prendas con las que vestirte –dijo Kit en tono mordaz mientras se agachaba para tomar unas braguitas rosas.
–Supongo que tienes razón –replicó Sophie con altanería–, pero, ¿qué sentido tendría gastar el dinero en ropa de la que me voy a aburrir tras ponérmela una sola vez? Sin embargo, la ropa interior es una buena inversión. Porque es práctica –añadió a la defensiva al ver la expresión desdeñosa de Kit–. Este viaje se está convirtiendo en una de esas espantosas farsas de salón –murmuró a la vez que metía un puñado de ropa en la bolsa.
Kit se irguió y alzó una ceja.
–Todo este fin de semana tiene algo de farsa, ¿no te parece? –preguntó mientras se volvía y terminaba de subir las escaleras.
Sophie lo siguió. Estaba a punto de disculparse por haber llevado la ropa interior equivocada, la ropa equivocada y el acento y ocupación equivocados, cuando se encontró en el interior del castillo. Sus muros de piedra se alzaban hasta un techo que parecía hallarse a kilómetros de distancia. Estaban cubiertos de mosquetones, espadas, lanzas, armaduras, cascos y otras diabólicas armas medievales.
–Qué vestíbulo tan acogedor –murmuró débilmente mientras se acercaba a observar un peto tras el que había dos enormes espadas cruzadas–. Seguro que no os molestan a menudo los vendedores ambulantes.
Kit no sonrió.
–Son armas del siglo XVII. Su finalidad era echar a los enemigos invasores, no a los vendedores ambulantes.
Sophie deslizó un dedo por el peto y se fijó en el brillante rastro que surgió bajo el polvo.
–Los Fitzroy debéis tener un montón de enemigos.
Era muy consciente de que Kit la estaba mirando. ¿Pero cómo era posible que una mirada tan impasible le hiciera sentir que la piel le ardía?
–Yo más bien diría que nos gusta proteger nuestros intereses –replicó él–. Y la amenaza no reside tan solo en los enemigos invasores –añadió con una irónica sonrisa.
El significado de sus palabras estaba bien claro, al igual que el velado tono amenazador que había tras estas. Sophie abrió la boca para contestar, pero se contuvo, consciente de que sería inútil defenderse de aquellas acusaciones.
–Será mejor que… que vaya a buscar a Jasper –balbuceó–. Debe estar preguntándose dónde estoy.
Kit giró sobre sus talones y Sophie lo siguió hasta otro gran vestíbulo con los muros cubiertos de roble. Había dos grandes chimeneas, una en cada extremo de la sala, pero ambas estaban apagadas. En lugar de armas, las paredes estaban cubiertas de trofeos de caza, de cabezas de animales con ojos vidriosos. «Esto es lo que te puede pasar si enfadas a los Fitzroy», parecían susurrar.
Sophie irguió los hombros y aceleró el paso. No debía dejarse afectar por Kit Fitzroy. Por el bien de Jasper, y también porque había algo en aquel hombre que le hacía perder su habilidad para pensar lógicamente.
En aquel momento se abrieron unas puertas dobles en el extremo del vestíbulo y apareció Jasper.
–¡Sophie! ¡Ya estás aquí!
Sophie se quedó momentáneamente desconcertada al verlo. En lugar de su habitual vestimenta, consistente en excéntricas prendas de época, chaquetas de esmoquin echas jirones, camisetas y pantalones pitillo, el hombre que avanzaba hacia ella con los brazos extendidos vestía unos pantalones perfectamente planchados, un jersey con el cuello en forma de V sobre una camisa perfectamente abotonada y unos mocasines negros.
Aquel nuevo Jasper tomó el rostro de Sophie entre sus manos y le dio un beso mucho más tierno de lo habitual. Sophie estaba a punto de apartarlo de un empujón para preguntarle a qué creía estar jugando cuando recordó a qué había ido allí. Dejó caer de nuevo la bolsa al suelo y le rodeó el cuello con los brazos.
Por encima del hombro de Jasper vio que Kit Fitzroy los observaba como un oscuro centinela. Ser consciente de ello le hizo sentirse acalorada, inquieta y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, arqueó su cuerpo contra el de Jasper y deslizó los dedos en su pelo.
Sophie tenía suficiente experiencia profesional como para haber dominado el arte de lograr que algo totalmente casto no lo pareciera tanto. Cuando Jasper se apartó unos segundos después, Sophie vio que sus ojos sonreían a la vez que apoyaba un momento la frente contra la suya.
–Veo que ya has conocido a Kit, mi hermano mayor. Espero que te haya cuidado bien.
–Oh, sí –Sophie asintió furiosamente–. Y me temo que he necesitado que lo hiciera. De no ser por Kit, ahora me encontraría camino de Edimburgo.
Kit le dedicó una mirada glacial.
–Casualmente íbamos en el mismo vagón, de manera que hemos tenido tiempo de… conocernos un poco antes de llegar aquí.
Solo Sophie pudo captar el matiz de amenaza que había bajo el desabrido tono de sus palabras.
«Le caigo realmente mal», pensó con un estremecimiento. De pronto se sintió muy cansada, muy sola.
–Estupendo –dijo Jasper, ajeno a la tensión que crepitaba en el aire–. Y ahora, ven a conocer a mis padres. No he dejado de hablar de ti desde ayer, y están deseando conocerte.
Sophie experimentó un repentino y familiar pánico; el temor a ser observada, examinada, juzgada. Iban a ver a la auténtica Sophie. Experimentó la misma inseguridad que unos momentos antes de salir a escena en la única ocasión en que actuó en el teatro. ¿Y si no lograba hacerlo? ¿Y si se le olvidaba el texto? Para ella, actuar había sido un modo de vida mucho antes de que se convirtiera en una forma de ganarse la vida, e interpretar un papel había llegado a ser algo completamente natural para ella. Pero en aquellos momentos… y allí…
–Espera, Jasper –dijo a la vez que se detenía en seco.
–¿Qué sucede? –preguntó Jasper, desconcertado.
Jasper era el mejor amigo de Sophie y ella habría hecho cualquier cosa por él, pero cuando se ofreció a ayudarlo en aquello no había tenido en cuenta las posibles consecuencias. El castillo Alnburgh, con su historia, sus símbolos de riqueza y posición, era la clase de lugar que más podía inquietarla.
–No puedo ir a ver a tus padres vestida de este modo. He venido directamente del casting de la película de vampiros que estamos rodando. Tenía intención de cambiarme en el tren, pero… –abrió el abrigo para que Jasper pudiera ver su atuendo. Su amigo dejó escapar un prolongado silbido.
–No te preocupes. Deja que te quite el abrigo para que te puedas poner esto, o de lo contrario te helarás –Jasper se quitó rápidamente su jersey negro de cachemira y se lo entregó. Después colgó el abrigo de Sophie de los cuernos de un venado–. Vas a encantarles lleves lo que lleves. Sobre todo a papá; eres el regalo de cumpleaños perfecto. Vamos, nos esperan en la sala de estar. Ahí por lo menos hace calor.
Sophie no tuvo más remedio que seguirlo hasta las dobles puertas del final del vestíbulo.
«Una película de vampiros», pensó Kit desdeñosamente. ¿Desde cuándo vestían los vampiros como señoritas de compañía?
De pronto experimentó un tremendo cansancio. No se sentía con fuerzas para ver en aquellos momentos a su padre y a su madrastra. Camino de las escaleras pasó junto al lugar en que solía estar el retrato de su madre antes de que su padre lo sustituyera por un gran óleo en el que aparecía Tatiana vestida de raso azul y con los diamantes de Cartier que le regaló el día de su boda.
Jasper tenía razón, pensó Kit. Si había alguien dispuesto a apreciar la indumentaria de Sophie, era Ralph Fitzroy. Como el de los vampiros, el entusiasmo de su padre por las mujeres fáciles era legendario.
Sin embargo, Jasper no compartía aquel entusiasmo. Y eso le preocupaba. Si no hubiera escuchado la conversación telefónica que había mantenido Sophie en el tren, o incluso si no hubiera percibido con total claridad la ardiente sexualidad que rezumaba, solo hacía falta verlos juntos para saber que, vampiresa o no, aquella chica iba a romper el corazón de su hermano y se lo iba a comer en el desayuno.
El primero en levantarse cuando Sophie y Jasper entraron en la sala de estar fue Ralph Fitzroy. Sophie se sorprendió al ver lo mayor que era, cosa que resultaba bastante ridícula, sobre todo teniendo en cuenta que había acudido allí para asistir a la fiesta de su setenta cumpleaños. Llevaba su canoso pelo peinado hacia atrás y cuando tomó la mano de Sophie sus ojos casi desaparecieron tras un abanico de arrugas mientras los deslizaba de arriba abajo por el cuerpo de Sophie. Cuando alzó de nuevo la mirada no pasó de sus pechos.
–Es un auténtico placer conocerte, Sophie –dijo, con el amanerado acento de clase alta que Sophie creía extinto desde el final de la Segunda Guerra Mundial..
–Lo mismo digo, señor.
¿De dónde había salido aquello? Si se descuidaba, temía empezar a hacer reverencias. Se suponía que estaba interpretando el papel de la novia de Jasper, no el de una doncella de algún drama de los años treinta. Aunque a Ralph no parecía importarle. Siguió mirándola con especulativo interés sin soltarle la mano, como si se tratara de una obra de arte que estuviera pensando en comprar.
De pronto recordó el Desnudo con lirios de Jean Claude y sintió que todo su cuerpo se ruborizaba. Afortunadamente, fue distraída por una mujer que se levantó de un sillón y se acercó a ellos. Vestía un impecable traje blanco de angora que realzaba su pelo rubio y su sedosa piel, además de su envidiable figura y el collar de perlas que llevaba en torno al cuello. Tomó a Sophie por los hombros, se inclinó hacia ella y, en una silenciosa y elaborada pantomima, besó el aire junto a una de sus mejillas y luego junto a la otra.
–Nos alegra mucho que hayas venido hasta aquí para conocernos ¿Qué tal el viaje? ¿Ha sido horrible?
Aún conservaba inconfundibles restos de acento ruso, pero su inglés era perfecto.
–No, en absoluto.