Música para dos corazones - India Grey - E-Book
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Música para dos corazones E-Book

India Grey

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Beschreibung

El atractivo Orlando Winterton llevaba una vida alocada… hasta que todo cambió y se aisló del mundo. Cuando Rachel Campion llegó buscando ayuda desesperadamente a la aislada hacienda de Orlando Winterton, éste no pudo negar la atracción que ejercía en él su frágil belleza, y la hizo suya apasionadamente. Entonces, un bebé apareció abandonado a la puerta de su casa, supuestamente su hijo. La solución le pareció sencilla: contrataría a Raquel para cuidar del niño. Mientras continuara viviendo bajo su techo, seguiría acostándose con ella, ¡hasta que consiguiera librarse de su obsesión por Raquel!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 India Grey

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Música para dos corazones, n.º 1902 - junio 2019

Título original: Mistress: Hired for the Billionaire’s Pleasure

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-897-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ME TEMO que no son buenas noticias.

Orlando Winterton no se movió. Mil años de sangre azul corriendo por sus venas y toda una vida de implacable autocontrol le permitieron mantener el gesto de su rostro moreno y delgado, totalmente inexpresivo, mientras el oftalmólogo bajaba la vista y consultaba el historial clínico que tenía abierto sobre el amplio escritorio de caoba de la consulta.

–Según los análisis, tienes el campo de visión seriamente afectado en la sección central, lo que indica que las células de la mácula se están descomponiendo prematuramente…

–Ahórrate la explicación científica, Andrew –la voz de Orlando era dura–. Ve directamente a la parte en la que me dices qué puedes hacer para solucionarlo.

Se hizo un silencio. Orlando sintió cómo sus manos apretaban tensas los reposabrazos del sofá de piel en el que estaba sentado, y esperó la respuesta, estudiando con intensidad la expresión del rostro de su médico y buscando pistas en su tono de voz.

–Oh, me temo que la respuesta es que no mucho.

Orlando no dijo nada. Tampoco se movió, pero por dentro era como si le hubieran asestado un puñetazo en el pecho. Ahí estaba, aquel casi imperceptible toque de lástima en la voz del oftalmólogo.

–Lo siento, Orlando.

–No lo sientas y dime qué va a pasar. ¿Podré seguir pilotando?

Andrew Parkes suspiró. Nunca era fácil dar una noticia como aquélla, pero en el caso de Orlando Winterton era especialmente difícil y cruel. Andrew había sido amigo del padre de Orlando, lord Ashbroke, hasta su muerte cuatro años atrás, y era consciente de que al alistarse en la RAF, las fuerzas aéreas británicas, los dos hermanos Ashbroke seguían una antigua y distinguida tradición familiar en el ejército británico. También conocía la fuerte rivalidad que existía entre Orlando y su hermano menor, Felix. Los dos eran pilotos excepcionales, los dos habían ascendido en la jerarquía militar hasta alcanzar uno de los puestos más envidiados de la RAF, el de comandante de vuelo del Escuadrón Typhoon, el cuerpo de élite más exclusivo de las fuerzas aéreas. Orlando, el mayor, había superado recientemente a su hermano al ser ascendido a comandante en jefe del escuadrón, el puesto más alto para un piloto.

Interrumpir de cuajo una carrera tan impresionante era muy duro, y no había forma agradable de hacerlo, así que el oftalmólogo decidió no andarse por las ramas y hablar con franqueza.

–No. Según la información que tengo delante, no tengo más remedio que darte de baja inmediatamente. Tardaremos un poco en establecer un diagnóstico en firme, pero de momento todos los indicios apuntan a una enfermedad llamada distrofia macular de Stargardt.

Orlando continuaba inmóvil. El único indicio de las emociones que debían estar matándolo por dentro era el casi imperceptible tic de un músculo bajo la mejilla bronceada.

–Todavía veo perfectamente. Todavía puedo volar. Seguro que esto se puede mantener de manera confidencial.

El oftalmólogo negó con la cabeza.

–No para la RAF. A nivel personal, puedes contárselo o no a quien quieras. La decisión es tuya. De momento tu capacidad para llevar una vida normal no se verá afectada, al menos de inmediato, así que nadie se dará cuenta de lo que te ocurre.

–Entiendo –Orlando dejó escapar una risa amarga, casi al borde de la desesperación–. Mi vida será normal, al menos de momento. Supongo que ahora me contarás qué va a cambiar.

–Me temo que es una enfermedad degenerativa.

Orlando se puso en pie bruscamente.

–Gracias por tu tiempo, Andrew.

–Orlando, espera, por favor. Seguro que tienes preguntas o dudas que yo pueda…

El hombre se interrumpió cuando Orlando se volvió a mirarlo.

–No. Me has dicho todo lo que necesito oír.

–Puedo pasarte algunos libros cuando estés preparado –Andrew deslizó un folleto por encima del escritorio y continuó hablando con forzado optimismo–. Asimilar un diagnóstico como éste no es fácil y llevará su tiempo. ¿Todavía sigues saliendo con esa chica, la abogada?

Orlando quedó pensativo un momento, sopesando la respuesta.

–Arabella –respondió por fin–. Es financiera corporativa. Sí, seguimos saliendo juntos.

–Bien –Andrew sonrió aliviado, y añadió, con cautela–. ¿Y Felix? Ahora está aquí, ¿verdad?

–Sí, los dos nos hemos tomado unos días libres antes de empezar otro servicio la semana que viene –sonrió débilmente–. Mucho me temo que esta vez tendrá que ir solo.

 

 

Al salir a la calle, Orlando parpadeó.

Era un día nublado de enero, pero incluso la luz grisácea que se filtraba a través de las nubes le hacía daño. Sin titubear ni un momento, decidió enfrentarse a la situación sin el apoyo de nadie.

Se detuvo en la acera antes de cruzar y miró al edificio de enfrente. Sobre él, una valla publicitaria con un gigantesco póster que anunciaba un disco de música clásica. La foto era de una joven pelirroja en un espectacular vestido de noche verde.

Era una foto que había visto en innumerables ocasiones por toda la ciudad desde su regreso a Londres, pero de repente se dio cuenta de que hasta ahora no se había fijado demasiado. Ni en eso ni en tantas otras muchas cosas. Soltando un profundo suspiro, echó la cabeza hacia atrás y miró a la joven. Los ojos enormes y luminosos, de un tono ámbar, parecían estar llenos de tristeza, y aunque los labios rosados se curvaban en una especie de sonrisa parecían temblar de incertidumbre.

Y en ese momento se dio cuenta.

Mirando a la mujer, vio con brutal claridad todo lo que iba a perder. Y sintió que la oscuridad que pronto se apoderaría de su vista envolvía por completo su corazón.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Un año después

 

Apenas empezaba amanecer cuando Rachel salió por la puerta principal de La Antigua Rectoría y la cerró tras ella sin hacer ruido. El frío húmedo del amanecer invernal la envolvió.

A pesar de lo temprano de la hora la casa ya empezaba a despertar, aunque no los invitados. Únicamente el grupo de trabajadores encargados de limpiar los últimos restos de la fiesta de la noche anterior y preparar las celebraciones de ese día.

En la mano Rachel llevaba una botella de champán medio vacía que había encontrado en una de las mesas del vestíbulo del hotel al salir. La fiesta de la noche anterior, una despedida de solteros especial para un puñado de los amigos más influyentes de Carlos del mundo de la música, se había alargado hasta altas horas de la madrugada, aunque ella se acostó sobre las doce. Sin duda Carlos estaría furioso con ella por no quedarse hasta el final, pero a ella le dolía la cabeza y el corazón le pesaba en el pecho por culpa de la inminente boda. Aunque su excusa fue el cansancio, apenas había podido conciliar el sueño en toda la noche.

Y en la oscuridad de su habitación, Rachel se había estremecido de terror al pensar lo que le esperaba a la noche siguiente.

Después de meterse bajo un seto elegantemente recortado en forma de arco, Rachel se encontró en el cementerio de la iglesia. Abrazando la botella, caminó despacio entre las tumbas, hasta que una imagen la detuvo. Delante de ella, a la sombra de un centenario tejo, se levantaba la tumba más grande de todas, un poco separada del resto, y sobre ella se alzaba un majestuoso e impresionante ángel de piedra con las alas medio replegadas y el rostro pálido mirando hacia abajo. Sin poder evitarlo, Rachel caminó hacia allí.

Bajo las ramas del espectacular tejo, el lugar quedaba protegido, al resguardo del viento. El ángel la contemplaba con sus ojos vacíos, con una expresión que era de infinita compasión y resignación.

Sin duda, aquellos ojos pálidos y ciegos habían sido testigos de innumerables bodas y funerales, ambos extremos de alegría y tragedia. Rachel se preguntó si habría habido alguna otra novia que como ella prefiriera su funeral a su boda.

Dejándose caer sin fuerzas en la tierra seca bajo los pies fríos y pálidos del ángel, Rachel bebió un trago de champán y se apoyó en el pedestal de piedra.

En él estaba grabada una lista de fechas y nombres, algunos ilegibles y oscurecidos por el musgo, la erosión y el paso del tiempo. Pero el nombre más cercano a ella todavía se leía con total claridad. Sin duda era el más reciente.

Recorriéndolo con los dedos, leyó las palabras.

 

El honorable Felix Alexander Winterton de Easton Hall, muerto en acto de servicio por este país, entregó su vida para que nosotros pudiéramos tener un futuro más seguro.

 

Rachel miró al ángel con una sonrisa y levantó la botella de champán.

–Salud, Felix –susurró–. Aunque en mi caso ha sido un gesto inútil.

 

 

Al salir del coche y caminar hacia el cementerio, Orlando apenas reparó en el aire helado de la fría mañana de febrero.

En la última visita a Andrew Parkes las noticias que recibió no eran positivas. Su vista se estaba deteriorando más rápidamente de lo que el oftalmólogo había previsto en un principio, por lo que había recomendado a Orlando que dejara de conducir. En realidad más que una recomendación había sido una orden.

Sí, lo haría, después de ese día. Aquélla era la última vez. El aniversario de la muerte de Felix. Orlando acudió a visitar su tumba a primera hora de la mañana para evitar el tráfico y tomando carreteras particulares de la finca de su propiedad. A gran velocidad.

Aunque su visión periférica continuaba en buen estado, el campo de visión central no era más que una neblina continua, como una huella dactilar en la lente de una cámara fotográfica. Moverse todavía no representaba ningún problema, pero él empezaba a tener dificultades con los detalles. Ya era incapaz de interpretar expresiones faciales, de reconocer a la gente antes de oírlos hablar, o de llevar a cabo el millón de pequeñas cosas que siempre había hecho sin pensar. Cosas sencillas, como abrocharse los botones de la camisa, preparar café, leer el correo.

Pero antes la muerte a dejar que otras personas lo vieran en ese estado. Su orgullo no se lo permitía. Por eso se había recluido en la mansión de su familia en Easton y abandonado Londres, para vivir recluido en completa soledad.

Se dirigía con pasos seguros hacia el panteón de los Winterton, avanzando con seguridad entre las hileras de tumbas, cuando algo llamó su atención. Un destello de rojo. Ladeó la cabeza y, totalmente inmóvil, trató de adivinar qué era.

¿Un zorro? ¿Regresando a su madriguera tras una noche de caza?

Pero se fijó mejor y entonces vio de qué se trataba.

Una mujer. Una mujer pelirroja sentada sobre la tumba de Felix.

 

 

–¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Rachel levantó asustada a la cabeza. Delante de ella había un hombre de pelo negro y aspecto amenazador. El rostro masculino era tan duro y frío como la del ángel de piedra, pero en él no había ni rastro de compasión.

–Yo… –balbuceó ella–. Nada. Sólo estaba…

Rachel trató de ponerse en pie, pero llevaba tanto rato tendida en el suelo que se le habían adormecido las piernas y tenía los pies helados.

Las manos del hombre la sujetaron por los brazos y la levantaron. Por un momento Rachel quedó pegada a él. Sin poder evitarlo sintió la maravillosa fuerza y el agradable calor que irradiaba del cuerpo masculino justo antes de que él la apartara de un empujón. Sin soltarle uno de los brazos, el desconocido le quitó la botella de champán con la otra mano.

–Me temo que esto lo explica todo –dijo el hombre con expresión de asco–. ¿No te parece un poco pronto para beber? ¿O tienes algo muy urgente que celebrar?

–No –dijo ella con una risa breve y dura que por un momento estuvo a punto de convertirse en un sollozo –. No tengo absolutamente nada que celebrar. En realidad sólo intentaba armarme de valor, olvidar. Olvidar con el valiente y heroico Felix –añadió con una lánguida sonrisa pasando la mano sobre la lápida.

El hombre moreno no sonrió, sino que la soltó bruscamente. Rachel se tambaleó hacia atrás y tuvo que apoyarse en la lápida.

–Vaya, Felix estará encantado de saber que una nimiedad como la muerte no le ha hecho perder su carisma y su encanto con las mujeres.

La amargura de sus palabras y de la expresión de su rostro hizo que Rachel lo mirara. Entonces, horrorizada, se dio cuenta.

–Oh, Dios mío, lo siento muchísimo –se disculpó–. ¿Lo conocías?

Hubo un breve silencio, y después él estiró la mano con una breve sonrisa que iluminó por un momento la belleza varonil de su rostro.

–Orlando Winterton –se presentó. Y añadió–. Hermano de Felix.

Rachel le estrechó la mano y al sentir los dedos masculinos cerrarse alrededor de los suyos, fuertes y firmes, deseó que no la soltara jamás.

Orlando retiró la mano y ella sintió que se le teñían las mejillas de rojo.

–Yo me llamo Rachel. Y siento lo de tu hermano. ¿Era soldado?

–Piloto, de las fuerzas aéreas británicas. Le dispararon cuando volaba en una misión en Oriente Medio –explicó Orlando tenso.

–Qué terrible –dijo ella cerrando la mano.

El hombre se encogió de hombros.

–Son cosas que pasan –dijo con resignación–. Son gajes del oficio.

–¿Tú también eres piloto?

–Lo era.

–Supongo que hay que ser muy valiente. Saber que cada día cuando vas a trabajar estás mirando a la muerte a la cara.

–En mi opinión hay cosas peores que mirar que la muerte –dijo él con una risa áspera.

Rachel suspiró y se dejó caer de nuevo sobre la tierra seca al pie de la tumba.

–Dímelo a mí –apoyó la cabeza en la losa y levantó la botella hacia Orlando y el ángel de Felix, sus protectores, antes de beber un largo trago–. Por el valor, el valor de verdad.

Por su visión periférica, Orlando tuvo una sensación de ojos negros en un rostro pálido, una boca carnosa y sensual, y una gloriosa melena de pelo rojo que removió algún lejano recuerdo en su mente y lo dejó con el intenso deseo de poder verla bien.

Ella le ofreció la botella. Orlando la tomó, pero no bebió, sino que la dejó sobre la tumba de su hermano.

–Dime, Rachel, ¿qué es tan horrible para que estés sentada aquí con este frío bebiendo con los muertos?

–No lo quieres saber –repuso ella.

Era cierto. Orlando no quería saberlo. Él ya tenía suficiente con su sufrimiento, que desde luego lo tenía ocupado todo el día. Sin embargo dijo:

–Normalmente acostumbro a ser yo quien decide si quiero saber algo o no.

Rachel levantó la cabeza y lo miró. El hombre tenía la mirada clavada al frente, y había algo en la impasibilidad de su expresión que le hizo desear confiar en él.

–Voy a casarme –dijo con desolación–. Hoy.

–¿Eso es todo? –dijo el hombre arqueando una ceja–. Enhorabuena.

–No, no es una situación de enhorabuena. Es…

Rachel se interrumpió al recordar lo que le esperaba. Aquella tarde, en una iglesia repleta de personas a las que apenas conocía, iba a casarse con un hombre a quien no quería, y peor, mucho peor, era pensar en la noche posterior, cuando Carlos y ella fueran marido y mujer.

Orlando encogió los hombros sin dejar de mirar al frente. Su aspecto era tan lejano, tan distante, tan controlado, tan fuerte, que sin duda no sería capaz de entender. Seguro que aquel hombre no se había sometido a la voluntad de nadie en su vida.

–Las bodas no suelen ocurrir de casualidad o de forma espontánea. Supongo que tu opinión habrá contado.

–No –dijo ella en voz baja.

Orlando estaba a punto de dar media vuelta y marcharse, pero se acercó a ella. Rachel vio que tenía los ojos de un extraordinario color verde claro y que la contemplaba de forma extraña, con la cabeza ligeramente ladeada y echada hacia atrás, como en cierta actitud de desprecio.

–¿Te obligan?

Rachel suspiró pesadamente.

–Bueno, no me han puesto una pistola en la sien, pero, sí, me obligan. No lo hago por propia voluntad.

Lo último que Orlando quería era involucrarse en una situación así, pero su sentido del deber, aletargado desde hacía un año bajo una capa de autocompasión y amargura, eligió ese momento para levantar de nuevo la cabeza.

–¿En qué sentido? –preguntó frotándose los ojos con una mano.

–La boda es la culminación de todo lo que mi madre siempre ha querido –Rachel se echó a reír amargamente–. Si no me caso, seguramente me matará.

Pero eso era preferible a lo que le haría Carlos si se casaba con él. Lo sabía, porque ya se lo había hecho.

–No puedes casarte para darle gusto a tu madre.

–No conoces a mi madre –dijo ella–. Es…

Rachel titubeó sacudiendo la cabeza, mientras buscaba una palabra para definir la obsesión de Elizabeth Campion con la carrera musical de su hija. La combinación de astucia y manipulación, que hubiera sido la envidia del mismísimo Maquiavelo, había conseguido su golpe definitivo con el compromiso matrimonial de Rachel con Carlos Vicente, uno de los directores de música clásica más conocidos e influyentes del mundo.

–¿Qué? ¿Una asesina? –preguntó Orlando burlón–. ¿Una psicópata? ¿La jefa de un grupo mafioso?

–No, claro que no, pero… –era imposible ocultar la desesperación. Quería hacerle ver a lo que se enfrentaba, pero no sabía cómo expresarlo–. Oh, ¿para qué? Olvídalo. No podría hacértelo entender. Por favor, déjame sola.

–¿Para que te emborraches hasta perder el sentido? Si eso es lo que quieres…

El hombre dio media vuelta, y una oleada de pánico se apoderó de Rachel. Tuvo que sujetarse a los pliegues de piedra de los ropajes del ángel para no echar a correr detrás de él. Era ridículo, por supuesto. No era más que un desconocido, pero algo en la intensidad de su rostro, el control de su voz, la fuerza de sus hombros, le hizo creer por un momento que podía ayudarla.

Rescatarla.

–No es lo que quiero, pero no tengo elección.

El hombre se detuvo y se volvió a mirarla, aunque sus ojos parecían perderse más allá.

–Por supuesto que la tienes. Eres joven. Estás viva –dijo con énfasis señalando con la mano hacia la tumba de su hermano–. Yo creo que tienes elección. Lo que te falta, Rachel, es valor.

 

 

Rachel se quedó mirándolo alejarse con la boca abierta. El hombre se movía despacio, casi con cautela, a pesar de las piernas largas y la complexión atlética.

No sabía nada de ella. ¿Cómo se atrevía a decir que le faltaba valor?

Valor. Una cualidad que a ella nadie le había enseñado a valorar ni desarrollar. Obediencia sí. Y disciplina, y perseverancia, y paciencia, y entrega… pero no valor.

Orlando Winterton desapareció de su vista y un momento después Rachel oyó el ruido de un coche al ponerse en marcha. Estirando la cabeza, vio un coche deportivo negro arrancar velozmente y girar por un sendero de grava a la izquierda de la iglesia.

–¡Rachel!

Al reconocer la voz de su madre, Rachel salió corriendo sin pensarlo a ocultarse detrás de la enorme lápida de piedra a su lado. Agachada e inmóvil, el corazón le latía desbocadamente en el pecho.

–¡Rachel!

La voz estaba más cerca.

«Tengo veintitrés años y aquí estoy, escondiéndome de mi madre como una niña traviesa», se dijo cerrando con fuerza los ojos, pero de repente el rostro de Orlando Winterton apareció ante ella con una débil sonrisa.

Lo que de verdad te falta es valor.

Vaciló un momento, y después se puso en pie lentamente.

Enfundada en un ceñido chándal rosa y calzada con los zapatos de tacón de aguja de la noche anterior, Elizabeth Campion se dirigía hacia su hija con expresión asesina en la cara.

–Estoy aquí.

Por un momento, Elizabeth pareció quedarse sin palabras al ver a su hija salir de las sombras del monumento funerario, pero enseguida descargó toda la fuerza de su ira contra ella.

–¿Qué demonios estás haciendo?

Rachel se fortaleció contra el grito indignado de Elizabeth, y pensó en la última persona que le había hecho esa misma pregunta. Orlando Winterton.

–¿Y bien? ¡Estoy esperando!

Con gran esfuerzo, Rachel se obligó a volver junto a su madre.

–He salido a dar un paseo.

–¿Has salido a dar un paseo? –repitió Elizabeth, temblando de ira–. Por todos los santos, ¿por qué tienes que ser tan egoísta, Rachel? Y hoy además. ¿Te crees que no tengo bastante que hacer con todos los preparativos de la boda sin tener que perseguirte por todas partes porque eres una egoísta y una inmadura incapaz de organizarte sola? ¿Eh?

Al llegar al sendero, Rachel abrió la boca para responder, pero su madre sólo se había interrumpido para respirar y no esperaba ninguna respuesta por su parte.