A pesar de la tormenta - Johanna Sebastien - E-Book

A pesar de la tormenta E-Book

Johanna Sebastien

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Beschreibung

Un amor imposible cambiará para siempre su destino Condenada a vivir sin amor, Regina Beristain acepta casarse con Martín Valente en un matrimonio de conveniencia y mudarse de México a La laguna, una hacienda en San Juan del Río. Poco a poco descubre que no todo es como parece y se da cuenta de que nada es como había pensado. En un principio, Martín se niega a casarse por interés, pero cuando ve por primera vez a su futura esposa queda prendado de su belleza, aunque no sospecha que les queda un largo camino por recorrer para alcanzar la felicidad. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Francisca María Esteva Figuerola

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

A pesar de la tormenta, n.º 298 - julio 2021

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-897-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

A mi abuela, Catalina Bestard (1926-2021).

T’estim, «Freda».

 

 

 

 

 

Cuando no se ama demasiado, no se ama lo suficiente.

Blaise Pascal

 

 

Uno no se enamoró nunca, y ese fue su infierno. Otro, sí, y esa fue su condena.

Robert Burton

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Ciudad de México, 1900

 

Ya se empezaba a apreciar la suave brisa de finales de verano, esa que hace presagiar la inminente llegada del otoño. Como de costumbre, Regina pasaba la tarde en el jardín de la parte trasera mientras durara aquella temperatura agradable. Debía aprovechar esos últimos días en los que aún se podía disfrutar al aire libre, en pocas semanas llegaría el frío y tendría que pasar la mayor parte del tiempo en casa.

En esta ocasión la acompañaba su madre, tomaban una limonada mientras charlaban y aguardaban la llegada de su amiga Gloria. Regina la adoraba, habían sido inseparables desde que tenían uso de razón; no recordaba ningún momento importante de su vida en el que ella no hubiera estado presente. Ahora Gloria iba a casarse y quizás no podrían verse tan a menudo como acostumbraban, tendría que dedicarse a administrar su propio hogar y estaría ocupada atendiendo los asuntos del día a día. A pesar de todo, las dos sabían que eso no iba a distanciarlas, pues su amistad era fuerte y sincera, aunque sí que era cierto que la nueva vida de Gloria les robaría parte del tiempo que pasaban juntas. Faltaban pocos días para la boda y ambas estaban poniendo su mayor empeño en que todo saliera perfecto. Esa misma tarde saldrían juntas a elegir las telas para unos manteles, también tenían que comprar toallas y resolver otros detalles que aún estaban en el aire. Las tareas pendientes no eran gran cosa, pero Gloria quería tenerlo todo bien atado antes del gran día. Estaba muy enamorada del que iba a ser su marido y no quería que un descuido insignificante desluciera la ceremonia.

En algún momento, Regina también había soñado con casarse. Eso había sido antes de darse cuenta de que había puesto sus ojos en el hombre equivocado, de que había entregado su amor a quien no lo merecía. Lo había descubierto demasiado tarde, cuando ya estaba perdidamente enamorada de un hombre que jamás podría corresponderle. Su corazón le había jugado una mala pasada, aquella ilusión que había comenzado siendo algo tan bonito se había convertido en un amor imposible que la atormentaba y la había sumido en la más profunda decepción. A veces fantaseaba con que las circunstancias fueran diferentes, con que no existiera entre ellos aquel muro infranqueable que los separaba. Pero era un muro demasiado alto, demasiado firme como para poder derribarlo. Marcelo no era para ella, no podía amarla como ella quería y no iba a hacerlo nunca. Con esa misma convicción, tenía la certeza de que ella jamás podría volver a enamorarse. No podía perdonarle que la hubiera ilusionado, que hubiera alimentado sus esperanzas si no sentía lo mismo por ella. Él había decidido que su historia de amor acabara prácticamente antes de haber empezado. La consecuencia de todo aquello había sido una profunda decepción y un corazón roto.

Pero ahora ya no importaba. Esos pensamientos la estaban distrayendo de lo realmente importante: la boda de Gloria. Ahora era ella lo principal, en lo que tenía que invertir todas sus energías. Gloria siempre había sido esa hermana que nunca tuvo y merecía que estuviera pendiente de ella al cien por cien, sin distracciones. Había muchas cosas por hacer y su amiga debía de estar a punto de llegar, así que evitó pensar en cosas que ya no tenían remedio e intentó centrarse en organizar mentalmente la tarde para tener tiempo de resolver todos los asuntos pendientes sin dejar ningún cabo suelto. En apenas un mes, Gloria estaría frente al altar, y ella la acompañaría, sentada en primera fila para ser testigo de cómo empezaba una nueva vida junto al hombre de sus sueños. Por lo menos, ella sería feliz. No conocía a nadie que mereciera más la felicidad que aquella mujer de ojos grandes y expresivos que había sido su compañera de infancia y juventud. Gloria era alegre, habladora y poseía una gracia y un encanto natural que la hacían ser el centro de atención en cualquier reunión o fiesta.

Ella recordaba haber sido así también en otros tiempos, antes de experimentar el sabor amargo de la desilusión que le había provocado su relación con Marcelo. Ahora estaba más triste, más apática, pero esperaba poder recobrar pronto aquella alegría que ahora era incapaz de sentir.

 

 

Ciudad de México, verano de 1901

 

Pronto se iba a cumplir un año de la boda de Gloria. El tiempo pasa deprisa cuando una mantiene la mente ocupada, y eso es lo que le había ocurrido a Regina. Después de la boda de su amiga, los acontecimientos se habían precipitado, habían sucedido con tanta rapidez que apenas era consciente de que estaba a un paso de su nuevo destino.

Martín Valente había mostrado interés en ella el mismo día en que Gloria había pronunciado el «Sí, quiero». Regina, sentada en el primer banco de la iglesia, había notado alguna mirada de soslayo y, después, una sonrisa amable desde la otra punta de la habitación donde tenía lugar el banquete. En un primer momento no le había dado importancia, Martín Valente tenía fama de ser un hombre educado, cortés y muy correcto. Fue después de la cena cuando lo había visto acercarse hasta el lugar que ocupaban sus padres en la mesa. Entonces tuvo la primera sospecha de que los rumores de que estaba interesado en ella podían ser ciertos.

—¿Lo ves? ¡Te lo dije! —le había dicho Gloria, mirando de reojo al señor Valente y haciéndole a Regina un gesto disimulado para que observara la escena—. Le gustas, le interesas en serio. Leonardo lo conoce y me ha hecho algún comentario sobre la opinión que le merece. Seguro que le está pidiendo a tu padre permiso para frecuentarte…

—¡Por Dios, Gloria! No digas bobadas. Tu marido y él tampoco son amigos como para que lo sepa a ciencia cierta.

—Sí, sí…, bobadas. Te apuesto lo que quieras a que el próximo verano celebramos vuestro enlace.

Y ahí estaba. Dándole la razón a su amiga. Casi un año después de esa conversación, frente al espejo de su habitación, con un vestido blanco precioso. Gloria había acertado en todo. Aquella noche Martín Valente había tanteado el terreno con su padre para cortejarla, él y madre habían estado de acuerdo y habían accedido. Regina, por su parte, estaba tan segura de no poder olvidar a Marcelo que le daba igual Martín que cualquier otro. Después de la ruptura con Marcelo, ya había asumido que no se casaría enamorada, aunque tenía que reconocer que su futuro marido era un hombre atractivo, educado y agradable. Tenía buena conversación y era culto y elegante; sería un buen compañero de vida o, por lo menos, eso esperaba.

Volvió a mirarse. Se pasó las manos por la larga falda para eliminar arrugas inexistentes mientras pensaba que no había imaginado una boda así. Hubiera querido casarse enamorada, con aquel sentimiento que oprime la boca del estómago y hace que te tiemblen las piernas. El espejo, en cambio, le devolvía la imagen de una mujer serena y resignada. No podía decir que era infeliz, pero tampoco lo contrario; en su alma se había instalado un sentimiento de desarraigo, como si su vida no le perteneciera; como si aquella no fuera ella y estuviera viviendo una vida prestada. Había sustituido el amor por la aceptación. Tal vez esa era la palabra que mejor definía la situación, aceptación. Aceptaba a su futuro marido, aceptaba ser su esposa, aceptaba recibir sus caricias y sus besos, aceptaba compartir su vida con él. No había conseguido desprenderse del recuerdo de Marcelo; no sabía cómo podría gestionar aquello cuando conviviera con Martín, pero sabía que tenía que hacerlo.

—¡Vaya, Regina! Deja que te vea. ¡Estás espectacular! —Gloria la devolvió a la realidad.

—Gracias, Gloria, el vestido es precioso, eso es cierto. Pero no es para tanto.

—La verdad es que una sonrisa no le iría mal al conjunto. Nadie diría que vas a casarte en un par de horas.

—Ya conoces mi historia.

—La conozco. Y te entiendo, no creas que no… Pero te lo he dicho muchas veces: Marcelo no te merecía. No te amaba y tampoco supo valorar el amor que le ofrecías. Olvídalo. No dejes que su recuerdo te impida ser feliz junto a un buen hombre. Martín te adora, Regina, se le nota en los ojos, en cómo te mira, en cómo habla de ti. No te niegues la posibilidad de ser feliz. Si le das una oportunidad, podéis tener una historia maravillosa juntos.

—No sé si será tan fácil.

—Lo será si le abres tu corazón, si permites que entre en él. Mientras sigas aferrada al recuerdo del otro, no podrás empezar una vida con Martín; él es tu realidad, tu presente y tu futuro. Es el hombre que te mereces, Regina, convéncete.

—Lo sé, Gloria. Lo sé, y te prometo que voy a intentar quererlo, ser una buena esposa. Sé que es un hombre extraordinario. Sé que me ama, que me tratará bien, que puedo tener una buena vida con él y que merece que lo quiera. Pero no es tan sencillo, en el corazón no se manda.

—Fíjate en mí. Al principio, cuando Leonardo empezó a frecuentarme, no me agradaba especialmente, y mira ahora, lo amo más que a nada y no me imagino la vida sin él. Tal vez a ti te ocurra lo mismo, solo tienes que darle una oportunidad.

Llegó la hora de la ceremonia. Martín Valente esperaba ansioso la llegada de su prometida e inminente esposa. La había amado prácticamente desde el primer instante en que la vio aparecer junto a su amiga Gloria. Nunca olvidaría aquel momento. Estaba ligeramente inclinada para ayudarla a colocarse bien el vestido que lucía en su pedida de mano. Cuando ella había levantado la vista se había topado con los ojos de él, observándola. En aquel momento le pareció un ángel. Regina no esperaba una mirada así de un desconocido, se había ruborizado y ese gesto inocente había encandilado a Martín más que su propia belleza. Desde ese mismo instante, se la había imaginado con un vestido blanco, hermosísima y dirigiéndose hacia el altar para convertirse en su esposa. Ahora, el momento que había soñado desde entonces, estaba a punto de convertirse en realidad. En pocos minutos la vería cruzar el umbral del gran portón de la iglesia de Santa Catarina y dirigirse hacia el altar. La misma Regina había escogido ese templo para celebrar las nupcias. Se ubicaba en el centro histórico de la ciudad de México y a Regina le gustaba especialmente por la sencillez de su fachada y la austeridad de su interior. Nunca le habían gustado las ostentaciones de las que habían hecho gala algunas de sus amigas el día de sus bodas. Ella y Gloria, que coincidían bastante en cuanto a gustos, habían jurado que, al casarse, lo harían en templos que tuvieran un significado especial para ellas y que no se dejarían llevar por los deseos u opiniones de terceras personas. Eran sus bodas y querían que todo estuviera a su gusto. Gloria ya lo había hecho así en su momento y Regina también lo había organizado todo según su criterio. Martín quería dar gusto a su futura esposa y no se había interpuesto en ninguna de sus decisiones. Que Regina aceptara su propuesta de matrimonio le había parecido un milagro y pensaba darle gusto en todo lo que estuviera en sus manos. Lo único que quería era hacerla feliz, verla despertar junto a él cada mañana, tener una vida tranquila y formar una familia juntos.

En ese momento, Regina apareció. Allí estaba, preciosa, incluso más de lo que él había imaginado las mil veces que la había visto vestida de novia en su mente. El corazón le dio un vuelco, no podía creer lo hermosa que estaba y la suerte que tenía de que fuera a convertirse en su esposa en pocos minutos.

Regina tuvo la sensación de que la ceremonia había durado un suspiro. Ya estaba hecho. A partir de ese momento era la esposa de Martín Valente y no había vuelta atrás. La fiesta se celebró en el jardín de su propia casa, en la que había vivido desde que nació y en la que había pasado tan buenos momentos. Ahora estaba en la que había sido su habitación hasta ese día, a partir de aquella misma noche pertenecería a otra casa, a otra familia e incluso se presentaría con otro apellido. Se había resguardado ahí de la multitud que abarrotaba el jardín, necesitaba un momento a solas, tener su propio espacio por un instante. Se sentó sobre su cama, puso los codos sobre las piernas y se cubrió el rostro con las manos. En ese momento llamaron a la puerta.

—¿Regina? ¿Te encuentras bien? —oyó la voz de su recién estrenado marido al otro lado.

—Sí, estoy bien. —Aunque no fuera del todo cierto—. Pasa.

—¿Qué haces aquí sola? Llevo un rato buscándote y me estaba empezando a preocupar.

—Necesitaba alejarme del ruido. Me duele un poco la cabeza.

—Supongo que es normal. Ha sido un día de muchas emociones.

—Sí, muchas.

—No sabes lo feliz que soy, mi vida. Es un sueño que seas mi esposa. —Se acercó a ella y le acarició dulcemente la mejilla—. Pareces cansada. Podemos anunciar que nos vamos a casa y que sigan con la fiesta.

Desde luego, no se merecía a aquel hombre. Se desvivía por ella, por complacerla y verla feliz. Sabía que la quería y se sentía culpable de no poder corresponder a su amor como, sin duda, merecía. Ella era incapaz de quererlo. Por lo menos no del modo que él esperaba. Lo apreciaba y respetaba, tampoco podía negar que era un hombre joven y apuesto, pero no lo amaba. Haría su mejor esfuerzo para intentar enamorarse de él, se lo había prometido a sí misma y esperaba llegar a conseguirlo, por su propia felicidad.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Si bien era cierto que, en un principio, su matrimonio con Regina iba a ser por conveniencia, se enamoró de ella nada más verla. Su padre se había empeñado en que se casara con la hija de los Beristain porque eran una familia muy bien situada en la sociedad mexicana del momento. Cuando su padre le pidió que frecuentara a la señorita Beristain, él se había mostrado reacio porque nunca había estado de acuerdo con las imposiciones de matrimonios concertados. Sin embargo, cuando la vio por primera vez, su corazón se había desbocado, pareciera que hubiera cobrado vida propia y quisiera salírsele del pecho. Entonces fue cuando accedió a cumplir los deseos de su padre, porque también se habían convertido en los suyos. Nada anhelaba más que conquistar a esa mujer que le robaba el sueño. Aún recordaba aquella conversación con su padre, la primera vez que le había hablado de Regina.

—¿Querías verme, padre?

—Sí, hijo. Llevo tiempo pensando en que ya va siendo hora de que te plantees casarte y formar una familia.

—Eso sería una buena idea, si hubiera conocido a una mujer que llamara mi atención o yo la suya. Pero me temo que, por el momento, no se han dado las circunstancias para que eso ocurra.

—Verás, un viejo conocido, el señor Beristain, tiene una hija en edad de casarse y creo que sería conveniente que sopesaras la posibilidad de tratarla. No tiene hermanos y será la única heredera de sus padres cuando estos hayan muerto. Además, es una muchacha joven y bonita.

—Me gustaría que, si me caso, sea porque lo deseo, porque me he enamorado. Me gustaría hacerlo con una mujer a la que yo escogiera, no con una mujer impuesta, por pura conveniencia. Como si se tratara de una transacción comercial o algo parecido.

—Hijo mío, no dejas de ser un soñador. Tú sabes cómo funcionan las cosas hoy en día. En nuestra sociedad, los hombres se casan con mujeres de buena familia, mujeres que han sido criadas para ser buenas madres y esposas. No con cualquier mujer con la que se cruza uno en la calle.

—Tampoco estoy diciendo eso, padre. No quiero casarme con cualquier mujer, quiero casarme con la que yo escoja como mi compañera.

—He coincidido con la señorita Beristain varias veces y, como te he dicho, es una mujer muy hermosa, amable y educada. Estoy seguro de que, si te das la oportunidad de conocerla, te agradará.

—No sé qué decir. No he conocido aún a la mujer que me quite el sueño.

—La próxima semana debemos asistir al compromiso de Leonardo Santacruz con Gloria Andrade. La señorita Beristain es la mejor amiga de la futura novia y estará en la fiesta. No te pido más que asistas al evento y la veas, tal vez que la saludes. Si tan repulsiva te parece, entonces, olvida mi propuesta. Pero, si te atrae, aunque solo sea un poco, volveremos a hablar del tema.

Aún no podía creer que ya la hubiera rechazado incluso antes de darse una oportunidad de conocerla; pero esa noche, la del compromiso de Leonardo y Gloria, descubrió que, si ella lo aceptaba, no sería un matrimonio por conveniencia. Si ella le decía que sí sería el hombre más feliz sobre la faz de la tierra, y no le bastarían los días que le quedaran por vivir para agradecer la dicha de tenerla como esposa.

Ahora viajaban juntos rumbo a la hacienda, como marido y mujer, emprendiendo un nuevo camino, el que los llevaría a su hogar.

La hacienda de Martín Valente se llamaba La laguna, se encontraba cerca del pueblo de Tequisquiapan, en San Juan del Río, y debía su nombre al enorme lago situado en la parte posterior de la propiedad. Habían acordado instalarse allí después de la boda para que Martín pudiera hacerse cargo de la supervisión de la producción de las tierras. Hasta el momento había dirigido el negocio desde la capital, pero últimamente había detectado algunas irregularidades en los libros de cuentas y quería encargarse personalmente de averiguar qué estaba ocurriendo, pues el principal negocio de la familia Valente era la ganadería. En La laguna se criaban y comercializaban caballos y reses. Se trataba de una finca bastante grande; además de la laguna que daba nombre a la hacienda, había una gran extensión de tierra arbolada, maizales, otras zonas de siembra y las instalaciones para la cría de animales. A parte de la casa principal, de la de invitados y de los cuartos de los trabajadores, también disponía de una capilla y un jardín de tamaño considerable. Desde luego, Regina tardaría semanas en recorrerla por completo, estaría entretenida por un buen tiempo; al menos eso fue lo que pensó Martín justo antes de apearse del coche y ofrecerle su mano a ella para que hiciese lo propio.

—Bueno, ya hemos llegado. Aquí es. —Los ojos de Martín brillaban por la emoción de estar ya en el nuevo hogar que compartiría con Regina. Había dado órdenes de dejar la casa impecable para ponerla a disposición de su esposa y que esta se encargara de decorarla a su gusto—. ¿Qué te parece? ¿Te gusta?

—¡Vaya! ¡Es enorme! —Estaba realmente sorprendida. Era una propiedad fabulosa. La fachada de la casa principal tenía tres grandes arcos en el centro, que reposaban sobre columnas de piedra. En el arco de en medio se situaba la majestuosa puerta de la casa, de madera y con unas aldabas ornamentadas de forja. A simple vista pudo observar que la casa se disponía en dos plantas, pues a ambos lados de los arcos se abrían amplias ventanas que, claramente, estaban situadas en un piso superior. Pensó que era un buen lugar para pasar la vida, para intentar ser feliz.

—¡Regina! ¿Me escuchas, querida? —Estaba tan absorta contemplando aquel edificio que no se había percatado de las palabras que le dedicaba su marido. Lo miró con incertidumbre, como quien acaba de despertar de un sueño—. Te decía que puedes hacer lo que quieras, cambiar la decoración, las cortinas, los muebles…, todo, para que la casa quede a tu gusto. Quiero que sientas que este es tu hogar, nuestro hogar.

Si por fuera le había parecido fabulosa, el interior de la casa la dejó totalmente impresionada. Nunca hubiera imaginado que en medio del campo pudiera alzarse semejante vivienda. No parecía posible que entre la tierra y el polvo de la hacienda se hallase una casa que albergara tanta belleza y buen gusto. Era digna de las mejores familias de la capital, un pequeño tesoro arquitectónico escondido que merecía ser descubierto, sin duda. Nada más entrar, la imponente escalera que conducía al piso superior daba la bienvenida a los visitantes. Se situaba justo al fondo, en el centro de la estancia, y se bifurcaba hacia ambos lados en una enorme balaustrada de madera, simulando una especie de balcón interior desde donde se divisaba la planta baja. Presidía una mesa redonda de cedro con un gran jarrón repleto de flores.

—¿Y? ¿Qué te parece? Has quedado sin habla.

—Eso es exactamente lo que ha ocurrido, Martín. Me he quedado sin habla. No sé qué decir. Esta casa es preciosa. La verdad es que, cuando me dijiste que después de la boda vendríamos a vivir aquí, no esperaba encontrar esta maravilla.

—Sí, es muy bonita. Aunque, si hay algo que no sea de tu agrado, no dudes en cambiarlo. Eres la dueña de esta casa y quiero que te sientas cómoda en cada uno de sus rincones.

 

 

Tardaron varios días en desempacar y acomodar todas las cosas que habían traído desde México. Martín había estado ocupado poniéndose al día de los asuntos pendientes que había en la hacienda, y Regina, organizando la casa; había acordado con la cocinera y las demás empleadas domésticas cómo quería que se hicieran las cosas de ahora en adelante. La mayoría de los trabajadores parecían muy amables, todos excepto un hombre malcarado de mediana edad llamado Tobías, que, a simple vista, le había parecido muy altanero para ser un peón. Enseguida se había dado cuenta de que aquel pensamiento era poco digno de una mujer como ella, que siempre había defendido la tolerancia y el respeto hacia todos los seres humanos independientemente de la clase social a la que pertenecieran y que, seguramente, habían sido imaginaciones suyas. Nunca se había considerado clasista, pensaba sinceramente que las personas valen por lo que son y por lo que alberga su corazón, no por su dinero o su posición social.

Regina y Martín habían estado tan ocupados organizando su nueva vida en La laguna que no habían tenido apenas tiempo para verse. Cruzaban algunas palabras y miradas durante la cena y se trataban con cordialidad. En los últimos días, Regina le preguntaba a su esposo qué tal le había ido el día y él le hablaba de cómo iban las cosas en el campo o con el administrador. Pasaban una velada agradable juntos y después ella subía a la habitación. Cuando Martín llegaba a la alcoba, Regina ya dormía o fingía hacerlo para evitar aquello que ya no podría seguir evitando por mucho tiempo más; la intimidad con su esposo. Él, por su parte, no quería presionarla. Estaba ansioso por convertirla en su mujer, por hacerla suya y demostrarle cuánto la amaba, pero no quería forzar los acontecimientos. Pensó que aquel momento que tanto deseaba llegaría tarde o temprano. Tendría paciencia porque la amaba más que a su vida y quería que se sintiera preparada y segura, no que fuera para ella una obligación. Además, Regina empezaba a interesarse por sus cosas, Martín pensaba que eso había hecho crecer la confianza entre ambos y que Regina pronto daría el paso de acercarse un poco más. Desde el principio de su noviazgo la había notado tímida, poco habladora, y estaba seguro de que temía el momento de entregarse a él, que debido a su carácter retraído no sabía cómo hablarle del miedo que, sin duda, sentía ante su primera vez. Era una mujer de pocas palabras, pudorosa, al menos con él, y ahora parecía estar rompiéndose esa barrera que había entre ellos. A Martín eso lo hacía muy feliz. La mujer a la que amaba, la que ya era su esposa, estaba mostrándose más abierta con él, sentía que le tenía más confianza y eso era muy buena señal.

Cada noche hacía lo mismo. Desde que había llegado a la hacienda con Martín subía a la habitación después de cenar. Había calculado el tiempo que tardaba su esposo en subir, era exactamente el tiempo de tomarse una copa después de la cena. Ella aprovechaba ese tiempo para asearse y meterse en la cama antes de que él llegara. Había conseguido evitar el contacto íntimo desde que se habían casado, pero era consciente de que no podría hacerlo mucho más antes de que él le pidiera explicaciones. Los primeros días cerraba los ojos con fuerza porque pensaba que la obligaría a entregarse a él, a que cumpliera sus deberes como esposa, pero no había sido así. Al creerla dormida, la había besado en la frente con ternura y se había acostado a su lado. Eso la había sorprendido y enternecido a partes iguales, y se había sentido más relajada en las noches sucesivas. Se había sorprendido a sí misma deseando que Martín llegara las últimas noches, por alguna razón que desconocía, le hacía falta su presencia, sentir la tibieza de su cuerpo junto al suyo bajo las sábanas y notar su respiración en la nuca. No sabía cuánto tiempo aguantaría su marido aquella situación, pero cada vez le daba menos miedo enfrentarse a lo inevitable.

Durante los últimos tiempos había dejado de pensar en Marcelo. Se dio cuenta de ello una noche que se despertó y no encontró a Martín a su lado. Salió de la cama con sigilo y vio un pequeño haz de luz por la rendija del baño. Su curiosidad pudo más que su prudencia y se acercó a la puerta, la empujó suavemente hasta que esta cedió un poco y alcanzó a ver la espalda desnuda de su marido. Enseguida retrocedió y volvió a meterse en la cama, sorprendida por la sensación que aquella visión había provocado en ella. Esa noche soñó con Marcelo, como si su yo interior le quisiera recordar que era a él a quién amaba, y no a Martín. Pero la verdad era que había empezado a ver a Martín con otros ojos. Ya lo respetaba y admiraba desde antes de casarse, siempre lo había considerado un buen hombre, pero ahora sentía un cosquilleo en la boca del estómago cada vez que él le sonreía, le daba los buenos días o le preguntaba cualquier nimiedad sobre la casa. Nunca se había fijado en la profundidad de su mirada ni en lo bonito que era su pelo. No podía dejar de pensar en aquella espalda desnuda, definida y varonil que la había hipnotizado. Cuando aquella imagen volvía a su cabeza se sorprendía mordiéndose el labio y pensando en cómo sería el tacto de la piel masculina bajo sus dedos inexpertos. Se ruborizaba al pensar que él la vería desnuda, irremediablemente, y sus inseguridades crecían por momentos. ¿Qué pasaría si no le gustaba lo que veía? ¿O si ella no era capaz de cumplir sus expectativas? Después pensaba que todo aquello no debería importarle porque ella no amaba a Martín. O tal vez empezaba a hacerlo. La verdad era que no estaba muy segura de nada. No sabía lo que sentía por su marido, lo que sí parecía estar claro era que, contra todo pronóstico y sin saber cómo, Marcelo había salido de su corazón.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

—No sé si es buena idea, Regina. Tú eres una mujer de ciudad. ¿Y si te haces daño?

—Martín, en serio, quiero aprender a montar. Soy la esposa de un hacendado, una mujer que vive en el campo. ¿No crees que es mejor que sepa montar a caballo? Si no me quieres enseñar tú, ¿quién va a hacerlo? ¿Eh? Dime. ¿O prefieres que aprenda sola?

—No digas bobadas, mujer. ¿Cómo vas a aprender sola?

—Si no me dejas otra opción… —Martín, en el fondo, estaba disfrutando el momento. Su esposa le tenía la confianza suficiente para pedirle que le enseñara a montar a caballo. Estaba seguro de que tiempo atrás no lo hubiera hecho y eso significaba que iban por muy buen camino. Poco o poco se la estaba ganando. La notaba más segura cuando estaban a solas y veía un brillo en sus ojos que antes no tenía—. Está bien —dijo, regalándole una sonrisa encantadora—. Hoy tengo que visitar la hacienda de los Herrera, pero te prometo que si llego temprano damos la primera clase. ¿Satisfecha?

—De acuerdo —respondió con una sonrisa—. ¿Martín? —lo llamó cuando iba a dar media vuelta para irse—. ¿Quiénes son los Herrera?

—Son la familia de la hacienda vecina, la que queda más cerca de la nuestra. También se dedican a la comercialización de ganado. Me he enterado de que han llegado para pasar una temporada en estas tierras. Como Ignacio es amigo de mi padre, quiero hablar con él de algunos temas que ya te contaré en la cena. Ahora debo irme, si quieres que empecemos hoy con las clases de equitación.

—De acuerdo, vete. —Le hizo un gesto de que se marchara con la mano—. Nos vemos más tarde. —Antes de irse atrapó la mano con la que ella estaba haciéndole gestos y depositó un suave beso en el dorso.

Cuando Martín se hubo marchado, Regina se dirigió a la cocina a ver a Felipa. Aquella mujer cocinaba de maravilla y se le había antojado estofado de pollo para cenar. Pensó que sería un buen plato para reponer fuerzas después de la clase que le había prometido su marido. Estuvo charlando un rato con ella y acordaron los menús de los próximos días. Salió satisfecha porque justo esa misma mañana las muchachas de la cocina tenían que matar varios pollos para guisar. Uno se aprovecharía para hacer caldo, otro para el estofado de pollo y los demás para alimentar a los peones y trabajadores de la hacienda.

Aún era temprano, se dirigió a la capilla a rezar y luego recorrió las inmediaciones del lago durante un buen rato hasta que se cansó y se fue hacia la casa. Cuando estaba a punto de entrar, se dio cuenta de que todavía faltaban varias horas para comer y decidió dirigirse a los establos. Pensó que sería buena idea echar un vistazo y elegir uno de los caballos para que Martín la enseñara a montar. Ojeó los animales y se dio cuenta de que había ejemplares realmente hermosos. No entendía de caballos ni de razas, pero le llamó mucho la atención uno blanco con la crin grisácea que estaba casi al final. Se imaginó como toda una amazona galopando sobre él.

De repente, oyó un ruido metálico tras ella. Se giró y vio que Tobías estaba de pie junto a la entrada del establo. Cuando había entrado, había dejado caer una herramienta de labranza de su mano. Hubiera jurado que era un arado, pero se puso tan nerviosa que no alcanzó a distinguirlo con claridad. Además, estaba segura de que lo había soltado a propósito, para asustarla. Aquel hombre no le inspiraba la más mínima confianza y, aunque se había intentado convencer de que la primera impresión que le había causado era errónea, no podía evitar sentirse amenazada con su sola presencia.

—Vaya, vaya. ¿A quién tenemos aquí? Nada más y nada menos que a la señora de la casa. La distinguida dama mexicana Regina Beristain de Valente. —Regina se sorprendió, no tanto del modo en que la trataba como del tono socarrón que estaba utilizando para dirigirse a ella—. ¿No le ha dicho su marido que este no es lugar para usted? Las señoras decentes no frecuentan los establos.

—Disculpe, pero, como usted mismo ha dicho, soy la dueña de la casa y el establo forma parte de mis propiedades. Así que puedo estar donde quiera —logró soltar, de golpe, aunque le temblaban las piernas y estaba muerta de miedo. No se fiaba de las intenciones de aquel hombre. Había algo oscuro en él que la hacía mantenerse alerta.

—Bueno. Veo que se siente la dueña y señora de esta hacienda y que no tiene usted problemas para defenderse, por lo menos verbalmente. Esos no son modales propios de una señorita de ciudad.

Se acercó a ella de frente. Con apenas dos zancadas logró colocarse justo delante, a escasos centímetros. Notó el calor de su aliento cerca de su mejilla y le dieron arcadas. Cuando estuvo muy cerca de su oreja aprovechó el momento para tratar de intimidarla.

—Tengo ganas de ver cómo se comporta una dama de la alta sociedad en la intimidad. Aquí estaríamos muy cómodos. Me imagino la escena; usted y yo, tendidos sobre la paja —le susurró palabras asquerosas al oído, que Regina no podía creer estar escuchando, y se acercó tanto que lo único que se le ocurrió fue propinarle un fuerte rodillazo entre las piernas y lanzarle un escupitajo que le alcanzó el ojo izquierdo.

Salió corriendo lo más rápido que le permitieron sus piernas, que aún le seguían temblando. Se giró un segundo, en el que alcanzó a ver a Tobías retorciéndose de dolor, pero intentando incorporarse, sin duda, para seguirla. Volvió a mirar al frente para centrarse en su carrera, pero ya era demasiado tarde, su pie se topó de lleno con una piedra que le hizo perder el equilibro y caer al suelo. Se dio un buen golpe en la cabeza, lo vio todo borroso y la venció una especie de sueño al que no pudo resistirse.

 

 

A Martín le extrañó no ver a Regina en la sala, como cada noche, esperándolo para la cena. Se había retrasado un poco en la casa de los Herrera y no había podido darle la clase de equitación que le había prometido, tal vez estaba molesta y por eso no lo había esperado. Seguramente ya estaría sentada a la mesa, en el comedor. Hacia allí se dirigía cuando oyó la voz de una de las muchachas que lo llamaba.

—¡Don Martín! ¡Por fin ha llegado! ¡Por Dios santo!

—¿Qué ocurre, Rosario? ¿Por qué tan alterada?

—¡La señora! —A Martín le cambió la expresión.

—¿Qué pasa con la señora? —preguntó, preocupado.

—Verá, ella no… no se encuentra bien.

—¿Cómo que no se encuentra bien? ¿Desde cuándo? Esta mañana estaba perfectamente cuando la dejé. ¿Dónde está?

—En su habitación, señor. —Martín subía las escaleras a toda prisa mientras Rosario trataba de explicarle lo ocurrido, aunque él solo entendía palabras sueltas que no lograban formar una oración coherente en su cabeza.

—La encontramos a media tarde tendida en mitad del campo, cerca del establo.

—¿Cómo que tendida en mitad del campo? ¿Se desmayó?

—No lo sabemos señor. Aún no ha reaccionado. —Martín se detuvo en seco.

—¿Cómo que no ha reaccionado? ¿Ha perdido el conocimiento? —Estaba cada vez más angustiado.

—Sí, señor, tiene un buen golpe en la cabeza. Como usted no estaba en casa, hemos mandado avisar al doctor al pueblo y ahora la está examinando. Nos ha extrañado que la señora no viniera a comer porque ella misma había mandado preparar un estofado de pollo. Cuando hemos visto que no aparecía, hemos salido a buscarla.

—Bien hecho, Rosario. Bien hecho. Ve a la cocina hasta que te llame, ¿de acuerdo? Voy a ver a mi esposa.

Golpeó la puerta suavemente dos veces hasta que oyó la voz de Felipa permitiéndole el paso. Entró temeroso, tenía miedo de lo que pudiera decirle el doctor sobre el estado de Regina. La vio tendida en la cama, con los ojos cerrados y un buen moratón en la frente. También tenía rasguños en la mejilla y la sien. Sin duda, se había dado un buen golpe y le preocupaba el hecho de que no hubiera reaccionado. Le dolió ver a su esposa en ese estado. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo. Vio la preocupación reflejada también en el rostro de Felipa y pensó lo peor. ¿Cómo habría ocurrido aquella desgracia? ¿Qué había pasado en su ausencia?

—Pase, pase, señor Valente —reaccionó apenas oyó al doctor.

—Doctor. —Le tendió la mano para estrechársela—. ¿Cómo está mi esposa?

—No se preocupe, va a estar bien. Es más aparatoso que grave, créame.

—No parece estar muy bien. No tiene buen aspecto. ¿Cuál es su diagnóstico?

—Su esposa se ha dado un fuerte golpe y está bastante adolorida. Tenemos que vigilar que no vaya a mayores. Si en