Adara - Johanna Sebastien - E-Book

Adara E-Book

Johanna Sebastien

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Beschreibung

Ser madre soltera en una familia inglesa acomodada en el Perú de 1840 no es tarea fácil y Adara Holt lo sabe muy bien. Ella y el pequeño John han vivido a la sombra de las habladurías de la gente y Adara tendrá que cargar para siempre con ese lastre, aunque el amor que siente por su hijo hace que todo valga la pena. Thomas Steven se ha mudado con su familia de Lima a Huaraz. Allí conoce a Adara, de quien queda prendado nada más verla. Pero el destino y los secretos del pasado marcarán una relación de encuentros y desencuentros. Un camino lleno de obstáculos que solo podrán superar gracias al amor que nace entre ambos. Johanna Sebastien nos ofrece una novela con una redacción magnífica y unos personajes que te llegaran al corazón.

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ADARA

Primera edición en digital: Septiembre 2018

Título Original: Adara

©Johanna Sebastien 2018

©Editorial Romantic Ediciones, 2018

www.romantic-ediciones.com

Imagen de portada ©Croisy, ©Oksana

Menú de navegación

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

Agradecimientos

A J. y S.

 Siempre os llevo conmigo.

I

Lima, Perú. Octubre de 1841

Los señores Holt bajaban del gran transatlántico que los había llevado a recorrer el mundo durante casi un año. Aquel invento era estupendo, mucho más rápido y cómodo que el barco de vapor y eso que era muy reciente, cuando lo perfeccionaran del todo no habría océano o mar que no pudieran recorrer… En su casa les esperaba su hermosa hija, a la que pronto tendrían que encontrar un marido merecedor de su belleza. Su hijo John estaba a punto de volver de completar su formación en el extranjero. Después de tres largos años, la familia volvería a reunirse.

Les quedaba aún un largo trayecto en coche para llegar y la señora Holt, que era muy observadora, se había percatado de que uno de los caballos parecía cansado y vislumbraba que el trayecto dilataría más de lo esperado. Los mozos cargaban las maletas mientras ellos subían al coche. El viaje, efectivamente, duró una hora más de lo planeado. Se detuvieron frente a la casa Holt pasada ya la medianoche. Aparentemente, todo estaba en calma; seguramente su hija y Marina, la nana de sus hijos, que ejercía también las funciones de ama de llaves, estarían ya acostadas; su hijo aún tardaría varias semanas en llegar…

Dejaron las maletas tras la puerta principal, era tarde y ya las subirían por la mañana. Ahora, después del largo trayecto en barco y luego en coche, lo único que deseaban era descansar y reponer fuerzas. Subieron a sus habitaciones y se prepararon para dormir. De repente, algo interrumpió el sueño de la señora Holt. Hubiera jurado que era el llanto de un bebé, pero eso era imposible. Pensó que el ruido había sido producto de su imaginación y no le dio importancia. En pocos minutos había vuelto a dormirse profundamente.

A la mañana siguiente, cuando los señores Holt bajaron al cenador a desayunar, encontraron a Marina arrullando a una pequeña criatura entre sus brazos. El señor Holt se enterneció al ver al pequeño bebé que, desde esa distancia no distinguió bien si era niño o niña. Iba a acercarse a Marina pero la señora Holt lo interrumpió.

―Alan, ¿qué haces?

―Iba a saludar a Marina. Mira, está ahí, ya ha dispuesto la mesa para el desayuno. Creo que lleva un bebé en brazos. Quería…

―¿Un bebé? ¿Cómo que un bebé? ¿Qué demonios…? ¡Marina! ―le gritó.

―Señora, buenos días. Imagino que llegaron de madrugada. Ayer me acosté bastante tarde esperándolos pero me venció el sueño, y esta mañana ya vi las maletas en el recibidor. ¿Han dormido bien?

―¿Me puedes explicar qué haces con ese bebé? No me digas que a tus años… y aprovechando nuestra ausencia…

―Por favor, señora. Ya no tengo edad…

―¿Entonces? Explícame de qué se trata todo esto porque no entiendo nada, y estoy empezando a imaginarme cualquier cosa.

―Verá… ahora, cuando baje la señorita… ella les podrá explicar todo…

―¿Cómo que la señorita? ¿Qué tiene que ver mi hija con este bebé?

―Señora, creo que es mejor que ella les explique…

El señor Holt contemplaba la escena con el semblante blanco y serio. No estaba entendiendo aquello, no concebía que su pequeña les hubiera fallado de esa manera…

―¿Qué me va a explicar? ¿Que ha aprovechado nuestra ausencia para dejarse seducir por un donjuán? ¿Qué ha tenido un hijo ilegítimo mientras nosotros estábamos de viaje? ¿Que es madre soltera? ¿Que ha deshonrado a la familia? ¿Eso me va a explicar?

―Señora, la señorita es una buena muchacha, ella solo…

―Ella ¡nada! En estos momentos ni siquiera quiero verla. Para mí, desde este mismo instante está muerta para mí. Tuve una hija, una hija adorable, bien educada, responsable. Pero ahora esa hija no existe. Esa hija se murió mientras yo estaba de viaje.

―Pero querida…

―¡No, Alan! No voy a dejarme convencer. Siempre la has consentido en todo y este es el resultado. Esto no se lo voy a perdonar jamás. ¡Madre mía! ¡Es madre soltera!

―Dejemos que se defienda, por lo menos, que nos dé una explicación de lo ocurrido. ¡Por Dios, Amelia! ¡En cualquier caso, es nuestro nieto!

―¡No necesito ninguna explicación! Para mí todo está muy claro. Esta familia tiene tres miembros; tú, yo y nuestro hijo John. A partir de este momento, Adara y Marina se van de esta casa.

―Pero, señora… ―logró decir Marina, estupefacta por aquella reacción desmesurada de la señora Holt.

―Marina, no me esperaba esta traición de tu parte. Creí que cuidabas de Adara, que te preocupabas por ella ―estaba realmente furiosa, como fuera de sí.

―Señora, usted no sabe cómo se dieron las cosas. Ahora está muy enfadada. ¿Por qué no desayuna, se calma y espera a que baje la niña?

―¿Que espere a la niña? ¿A qué niña? Por lo visto ya es toda una mujer, se comporta como tal, que asuma sus actos, entonces.

El señor Holt no podía digerir toda esa información de golpe. Su hija, su pequeña Adara, se había convertido en madre. Él mismo estaba viendo a ese pequeño con sus propios ojos, lo tenía frente a él. No eran chismes ni habladurías de la gente. Quería oír una explicación, que ella le contara qué la había llevado a actuar así, qué le había ocurrido durante el tiempo que ellos habían estado fuera. Tenía tantas preguntas que hacerle… Había pasado casi un año desde que partieron de viaje. Había tenido tiempo de conocer a algún muchacho que, seguramente, la había engañado y abandonado. Ahora él estaba entre la espada y la pared. Adoraba a su hija, pero conocía muy bien a su esposa, sabía que no cambiaría de opinión. Era terca y le importaba demasiado el qué dirán. Empezó a sudar, a sentirse mal; le faltaba el aire, comenzó a nublársele la vista y notó que las piernas ya no lo sostenían. Cayó al suelo, desplomado.

―¡Alan! ¡Alan! ¡Oh, Dios mío! Marina, corre, ve a buscar al doctor Morrison.

Marina corrió lo más rápido que pudo, el doctor Morrison el médico de la familia, había llegado a Lima con ellos, años atrás, cuando los primeros ingleses comenzaron a arraigar en Perú, se conocieron en el trayecto e hicieron buenas migas. Vivía a unas pocas manzanas de la casa Holt, si se daba prisa llegaría en menos de cinco minutos. Mientras, en el jardín, el señor Holt seguía inconsciente. Amelia se había sentado junto a él, sobre la hierba y le había acomodado la cabeza en su regazo. Le hablaba dulcemente pero, en su interior, maldecía a su hija con todas sus fuerzas. Ella era la causa del desvanecimiento de su esposo.

―Alan, querido, tranquilo… No te angusties, ya viene el doctor Morrison. Mi vida, tranquilo, sé fuerte… ―no se dio cuenta de que Adara bajaba a desayunar.

―¡Madre! ¡Habéis regresado! No sabía nada. Apenas me he aseado y he bajado a desayunar… ¿Qué…? ¡Padre! ¡Padre!

―Aléjate de mi vista, malagradecida. Esto es culpa tuya. Tu padre no ha podido resistir la noticia de tu hijo bastardo. Reza para que Marina llegue con el doctor antes de que sea demasiado tarde. Te maldigo y te desconozco como hija. No puedo creer que nos pagues así después de todo lo que te hemos dado. A partir de este momento no te quiero volver a ver. ¡Fuera de mi vista! ―la señora Holt tenía los ojos vidriosos de preocupación y rojos de rabia.

―Pero, madre… yo, déjame que te explique. No puedo irme así, sin saber cómo está padre. Déjame, al menos, esperar a que llegue Marina con el doctor.

―Ni a que llegue Marina, ni nada. ¡Fuera ahora mismo!

―Madre, yo…

―…Y no te olvides de llevarte a tu bastardo —Amelia Holt era muy arisca cuando se lo proponía y, esta vez, tenía muy claro que su hija no se merecía ser escuchada. Se había pasado de la raya y no le iba a dar oportunidad de réplica. Dejó suavemente la cabeza del señor Holt sobre la hierba y se levantó—. Cuando baje de la habitación no quiero verte aquí.

—¡Madre, no es lo que piensas!

—¡Basta! —Giró sobre sí misma con tal contundencia para desaparecer de inmediato que Adara se quedó allí, plantada, con las palabras atoradas en la garganta; con las lágrimas a punto de brotar de sus ojos. Pero sería fuerte, como lo fue cuando tomó la decisión de seguir adelante a pesar del qué dirán. Lucharía por ella, por la pequeña criatura a la que protegería de todo y de todos, y le rogaría a Marina que la acompañara en esa aventura en la que ahora se iba a convertir su vida.

Despojada de todo lo que había tenido hasta ese momento, de una vida cómoda en una casa confortable, de una posición económica desahogada, se disponía a subir a su habitación a recoger lo esencial para vivir y las cosas del pequeño John, pero ya no pudo abrir la puerta del cuarto, alguien la había cerrado con llave y ella sabía perfectamente quién había sido. Cuando desvió la vista hacia la izquierda del pasillo vio un bulto bastante voluminoso; eran las cosas de John. Al menos eso podría llevarse, pero sabía que no era por generosidad, sino porque su madre no querría nada que le recordara al niño al que no le había dado ni siquiera una oportunidad. La vida puede llegar a ser muy injusta, pensó, y con John, ya lo había sido por partida doble.

Salió de casa de sus padres casi con lo puesto y, al doblar la esquina, con en el niño en brazos y los bultos a rastras, se topó de frente con Marina. Echó a llorar. Se había prometido que no lo haría frente a su madre, pero con Marina no pudo contenerse. Sentía rabia, mucha rabia e impotencia al ver que su madre no la había dejado explicarse. Sentía dolor por lo que le estaba ocurriendo a su padre y sabía que, parte de culpa de lo que le había ocurrido, la tenía ella. Se abrazó a esa mujer a la que adoraba, a esa que la había cuidado desde que era una niña, a esa que la entendía perfectamente, a esa que lo sabía todo y de la que obtuvo comprensión y apoyo desde el primer momento, a esa mujer que no la había juzgado y que se había comportado más como una madre que la suya propia.

—Shhhhhhhhh… mi niña. No llores, eres fuerte. Somos fuertes y estamos juntas, eso es lo más importante.

—Pero…

—Tu madre me ha echado también y, aunque no lo hubiera hecho, igual me habría ido contigo. No creas que vas a librarte de esta vieja loca tan fácilmente.

—Marina… no sabes lo importante que eres para mí, lo mucho que te quiero y te necesito.

—Tranquila, todo pasa, esto también pasará.

***

Huaraz, Perú. Otoño de 1846.

Caía la noche en el bosque y Adara se dirigía a la cabaña a toda velocidad. Julia estaba cuidando del pequeño John y no quería que llegara tarde a casa por su tardanza. Había salido justo después de comer, estaba anocheciendo y no había conseguido recolectar todas las hierbas que necesitaba. Mañana tendría que volver a adentrarse en el bosque durante varias horas, pensó. Si no conseguía todos los ingredientes antes de que cayera el invierno, no podría preparar los ungüentos y remedios que necesitaba su hijo y a un buen número de personas de la aldea cercana.

Desde que John estaba recién nacido y fue repudiada por sus padres por ser madre soltera, Adara vivía alejada de la aldea, en las afueras, justo a la entrada del bosque. Desde ese momento, había comenzado a interesarse por los poderes curativos de las plantas y se había especializado en la recolección de hierbas para ayudar a su pequeño hijo enfermo. Desde que John llegó a su vida, sólo le había dado alegrías y buenos momentos, no entendía cómo sus padres no habían querido escuchar su historia. La única que se había tomado el tiempo y la molestia de hacerlo, aparte de Marina, había sido Julia, que se había convertido en su principal apoyo y había pasado a formar parte de su familia. Julia y Marina eran las únicas que conocían toda la verdad acerca del John y Adara; la comprendían y admiraban por su valentía y por su fuerza para enfrentar lo que le había tocado vivir.

Julia estaba casada con un hombre de la aldea, era feliz con él pero no le gustaba la manera en que miraba a Adara por lo que se decía de ella pero, claro, él no conocía la verdadera historia de su amiga y tampoco le correspondía a ella contárselo.

―Julia, ya estoy aquí… perdona por la hora.

―No te preocupes, siempre es un placer cuidar de John.

―Anda, vete a casa antes de que oscurezca del todo. Mañana nos vemos.

―Sí, voy saliendo ya, mañana estaré aquí temprano, cuando salga el sol, para que tengas tiempo de recolectar lo que te haga falta.

―Muchas gracias por todo, Julia. No sé qué haría sin tu ayuda.

―Para eso están las amigas. Ya encontraré la manera de cobrártelo… ¡Hasta mañana!

―Adiós, hasta mañana.

El pequeño John ya estaba dormido. La verdad es que había mejorado bastante desde que le aplicaba los ungüentos y le preparaba las infusiones de eucalipto, muy abundante en aquella zona. Cada invierno enfermaba un poco menos que el anterior. Había conseguido fortalecer sus pulmones y los episodios de bronquitis eran cada vez menos frecuentes. Pero con la llegada inminente del invierno, no podían bajar la guardia. Además, desde que Marina había tenido que marcharse al sur a visitar a una hermana enferma, hacía ya dos semanas, se sentía como vacía. Cuánta falta le hacía esa mujer, se había convertido en la madre que siempre soñó tener… Con un poco de suerte, volvería con la primavera. Le esperaba un invierno duro sin ella, eso lo sabía, pero lo afrontaría con valentía, como estaba acostumbrada.

Esa noche, mientras observaba el bosque, solamente iluminado por la luz de la luna, pensaba en lo diferente que hubiera sido su vida en Lima, más allá de la pequeña aldea junto a la que vivía, en casa de sus padres. No cambiaría a John por nada del mundo, estar con él era el motivo por el cual había sacrificado todo lo demás, pero debía reconocer que echaba de menos a sus padres y, sobre todo, a su hermano John, al que adoraba, por eso había llamado así a su pequeño. Ya habían pasado cinco años desde que abandonó la ciudad y por ende, había dejado de mantener contacto con su hermano. Estaba segura de que habría tratado de encontrarla, se querían con locura. Pero también estaba segura de que su madre había hecho todo lo posible para que no la encontrara, le había ocultado información o incluso le había mentido. Miró a John, que parecía dormir plácidamente en su cama y se sentó junto al fuego a descansar y recuperar fuerzas.

La mañana siguiente llegó muy rápido, a Adara le dio la sensación de haber dormido dos minutos, pero habían pasado ya seis horas. Faltaban poco para las seis de la mañana y debía ponerse en marcha. En poco tiempo llegaría Julia para cuidar a John y ella quería salir enseguida para llegar más temprano por la noche.

—¡Mamá Dara! —desde que empezó a hablar John se acostumbró a llamar a Adara así y a ella le encantaba.

—Dime, amor… Buenos días. Te preparo ya el desayuno, que va a venir Julia…

—¿Hay chocolate?

—Hay chocolate.

—¿Con galletitas?

—Con galletitas… Anda, no preguntes tanto y levántate, que la tita Julia te va a encontrar en ropa de dormir. ¿Quieres que te encuentre así?

—¡No! Yo ya soy mayor y no quiero ir en pijama cuando llegue la tita Julia. ¿Me pongo esto? —dijo, señalando un pantalón y una camisa que había en la silla, junto a su cama.

—Eso mismo. Venga, empieza a cambiarte que acabo con esto y te ayudo.

—No. Soy mayor. Puedo solo.

—Vale, vale. Pues cuando estés listo ven a desayunar.

La mañana transcurrió con normalidad en lo profundo del bosque, Adara solía cantar para sentirse acompañada y que las horas se le pasaran más rápido mientras iba recolectando ya las últimas hierbas que necesitaba. Si se apuraba, llegaría a casa justo después de mediodía y Julia podría irse temprano, ya estaba abusando demasiado de su buena disposición para ayudar…

Además, así ella podría pasar la tarde con su hijo. Hacía días que John quería ir a la aldea a pasear por el mercado de frutas y verduras y a comprar uno de aquellos objetos de madera en forma de animal que atesoraba para distraerse con ellos durante los días de invierno en los que no podía salir de casa. Sí, esa tarde la pasaría con John, sería una tarde de lo más divertida entre madre e hijo.

II

La familia Steven iba con retraso; tenían previsto llegar al pueblo la mañana anterior, y se habían demorado más de un día… ya eran casi las tres de la tarde pero aún brillaba el sol. Dentro de unos meses, a esa hora empezaría ya casi a anochecer. El invierno estaba a la vuelta de la esquina. Thomas pensó que su vida en aquel lugar sería tediosa; menos mal que tendría que viajar con bastante frecuencia a la ciudad para seguir vigilando los negocios de su padre. Tenían un negocio de distribución de pisco que había crecido de manera considerable en los últimos años, ya distribuía a todo el país y se estaba empezando a explorar el mercado de las exportaciones. Era una bebida típica de Perú, de buena calidad y que había adquirido fama suficiente como para que fuera un buen negocio. La verdad era que no podía quejarse de nada, el socio de su padre era un buen hombre que le había facilitado mucho el trabajo cuando, debido a los problemas de salud de su progenitor, había tenido que hacerse cargo de la mayor parte del negocio.

El señor Steven se había vuelto mayor y achacoso; su médico le había recomendado llevar una vida más tranquila, alejado del ajetreo de la ciudad. La señora Steven y Thomas tuvieron prácticamente que obligar a James, que así se llamaba el señor Steven, a trasladarse a la aldea. Este aceptó a regañadientes, con la condición de que su hijo lo mantuviera al tanto en todo momento de los asuntos del negocio y de que, de vez en cuando, lo llevara con él a la ciudad a supervisar cómo estaban yendo las cosas por allí.

La familia Steven se completaba con dos sobrinos traviesos de la señora Steven. Un par de mellizos de lo más revoltosos que vivían con ellos desde que sus padres habían muerto y que les alegraban bastante la vida.

El coche se detuvo frente a la gran casa de piedra de la calle paralela a la calle principal. Esa iba a ser la residencia Steven a partir de ahora. Thomas, que se apeó primero, iba observando a su alrededor mientras bajaban los demás miembros de la familia. A simple vista, parecía un lugar apacible… tendría que investigar si había por allí cerca alguna taberna mínimamente decente en la que un hombre de su edad pudiera pasar un rato distendido. Lo que sí le agradaba de aquel lugar es que estuviera tan cerca del bosque. Lo había visto desde el coche y, por el tiempo que habían tardado desde entonces hasta llegar a la aldea, calculaba que no estaba lejos, tal vez a unos cuarenta minutos a buen paso. Pensó que al menos podría dar largos paseos hasta allí cuando llegara la primavera. Salir a pasear por el campo era algo que le ayudaba mucho a pensar y a relajarse. Allí tendría el bosque, y eso lo tranquilizaba considerablemente.

Una vez en la puerta de su nuevo hogar, Rodolf, el mayordomo, les abrió y ayudó con el equipaje y les mostró la planta principal de la casa. Thomas había encomendado a un buen amigo que conocía la zona que le encontrara una casa acorde a sus necesidades en la que pudiera instalarse con su familia. William, que así se llamaba el susodicho, tenía una casa en la aldea que quedaba justo al otro lado del bosque, así que podrían frecuentarse las temporadas en que él estuviera allí… La verdad era que William se había esmerado bastante, la casa cumplía con todos los requisitos que él le había comentado y era mucho más amplia de lo que había podido esperar teniendo en cuenta el poco tiempo del que había dispuesto y el hecho de que se trataba de una pequeña aldea, y no de la ciudad. Definitivamente, aquel inmueble superaba sus expectativas, tendría que agradecerle a William el esfuerzo en cuanto tuviera oportunidad.

Una vez inspeccionada la planta principal, Thomas se adelantó al primer piso para ver qué habitación era la más adecuada para cada miembro de su familia. Tenía claro que la prioridad era la salud de su padre, por lo que eligió para él y su madre la que recibía más sol durante el día, la que estaba orientada hacia la bocacalle que daba a la plaza principal. De este modo, además, si había algún día en que su padre se encontrara más débil y no saliese de la habitación, podría sentarse cerca del alféizar de la ventana y tendría mejores vistas. Las otras tres habitaciones eran prácticamente iguales en tamaño y comodidades; pensó en quedarse en la habitación contigua a la de sus padres por si se les ofrecía algo y estar más cerca de ellos, pero finalmente decidió que sus sobrinos decidieran qué habitación les gustaba más; él elegiría entre las dos restantes y dejaría la otra para los invitados. Finalmente los pequeños eligieron la primera habitación del pasillo, la que quedaba más cerca de las escaleras, según ellos, porque sería algo así como un cuartel de vigilancia y nadie podría pasar por el pasillo sin que ellos se dieran cuenta. De este modo, Thomas sí se quedó con la habitación contigua a la de sus padres y la de invitados quedó justo al otro lado.

***

Thomas corrió las cortinas de su habitación y pensó que para encontrarse a finales de otoño el tiempo era bastante agradable y, aunque hacía frío, asomaba el sol entre alguna que otra nube. Pensó en bajar a desayunar rápido y después dedicar un tiempo a explorar la aldea y empezar a familiarizarse con su nuevo entorno.

—Buenos días, papá, mamá —lo dijo mientras se inclinaba hacia su madre para besarla en la mejilla — ¿Dónde están Carl y James?

—Buenos días, hijo, me he asomado hace un rato a su habitación y aún estaban dormidos. Deben estar muy cansados por el viaje y he decidido dejarlos dormir un rato más.

—Sí, creo que es lo mejor, son pequeños aún para estos ajetreos… Papá, ¿tú cómo te encuentras?

—¿Cómo me voy a encontrar? Fenomenal. Sois todos unos exagerados, empezando por André.

—Papá, André no es un exagerado y, además, te recuerdo que es tu médico, algo sabrá de lo que te conviene… digo yo.

—James, por favor, no empecemos —replicó la matriarca—, no empecemos que es muy temprano y no tengo ganas de discutir.

—Ya veo que estoy en inferioridad de condiciones. Pues nada, me callo, un café me dejaréis tomar, ¿no? —miró a su mujer e hijo respectivamente haciendo un puchero.

—No sé, no sé, André no dijo nada al respecto, tal vez será mejor que no tomes hasta que venga a visitarte y le podamos preguntar si es conveniente —la cara del señor Steven se transmutó y su hijo y su mujer estallaron en carcajadas. Thomas lo había dicho en un tono tan solemne que el señor Steven había creído que hablaba en serio.

—No si… sois peores que los niños… no me va a matar la ciudad, me vais a matar vosotros de un susto. Hay que ver… —y también rió con ganas.

El desayuno transcurrió de forma distendida. Los niños bajaron cuando los señores Steven y Thomas prácticamente habían acabado. Thomas besó a sus sobrinos en la frente y se despidió. Eran las nueve en punto cuando puso un pie en la calle: quería recorrer, por lo menos, la calle principal, la plaza y ubicar alguna tienda de artículos de primera necesidad y la taberna.

Cuando hubo caminado unos pasos, oyó un alboroto que provenía de su derecha. Si su orientación no le fallaba, por ahí debía estar la plaza, así que se dirigió hacia allí con paso decidido. Pasó por una tienda de ultramarinos y por una droguería antes de llegar. Pudo ver que ese día se celebraba mercado de abastos, y entendió enseguida el motivo del ruido. La verdad era que, para tratarse de una aldea pequeña, el mercado resultaba bastante completo, hasta grande, pensó. Perfecto, ya tenía una cosa clara, el mercado se celebraba el sábado.

—Disculpe…

—Dígame, caballero.

—¿Hasta qué hora está puesto el mercado?

—Veo que no es usted de por aquí… El mercado está puesto prácticamente todo el día, los primeros en recoger lo hacen cuando empieza a anochecer. Otros, los que asan patatas o carne, están hasta más tarde porque saben que algunos aldeanos se acercan a su puesto a cenar.

—¡Vaya! La verdad es que estoy sorprendido, no pensaba que hubiera tanta vida en este lugar…

—¡Ajá! Seguro que viene usted de la ciudad y piensa que aquí no sabemos divertirnos, ¿verdad? —comentó el hombre, medio burlón.

—Bueno… la verdad es que sí… disculpe, no era mi intención ofenderle.

—No, hombre, no se preocupe. Lo digo porque siempre pasa igual, cuando alguien de la ciudad pasa por la aldea y se encuentra con el mercado o con cualquier otra actividad, queda un poco sorprendido, como si pensara que el hecho de no vivir en la ciudad capital implicara el más absoluto aburrimiento.

—Tiene usted razón, a veces damos por hecho cosas que son totalmente diferentes a como las concebimos en nuestra mente, solo por puro desconocimiento, por falta de información.

—Lo importante es que ya está viendo usted que nuestro mercado no tiene nada que envidiar al de la ciudad, salvando las distancias, claro está. Yo he visitado la ciudad en pocas ocasiones, la verdad, pero estoy muy orgulloso de nuestro mercado. Es bastante completo, no me dirá que no… Por cierto, ¿está usted de paso o se piensa quedar un tiempo? No crea que quiero inmiscuirme en su vida, lo pregunto porque el próximo mes se celebra la fiesta del solsticio de invierno. Es muy famosa entre las aldeas vecinas. El pueblo se llena de gente y se pasa un rato agradable. Si aún está por aquí lo invito a que asista. Seguro que también le sorprende.

—Vaya, muchas gracias por la información. La verdad es que he llegado con mi familia para quedarme a vivir aquí. Somos vecinos a partir de hoy.

—Oh, entonces, sin duda, deberá asistir con su familia a la fiesta. Seguro que será de su agrado.

—Por supuesto, nos encantará.

—Ya que vamos a ser vecinos, permítame que me presente. Me llamo Albert y vivo con mi esposa en una casita, modesta pero muy cómoda, casi a las afueras de la ciudad. En la penúltima calle antes del sendero que lleva hacia el bosque.

—Encantado de conocerle, Albert. Yo soy Thomas Steven y, acabo de mudarme con mis padres y dos sobrinos a la casa de piedra de la calle paralela a la principal, creo que es la calle Rochester.

—Sí, sí, la conozco, llevaba un tiempo cerrada pero hace poco vino un hombre de una aldea vecina preguntando si alguien en el pueblo tenía alguna casa para vender o alquilar y creo que finalmente se decidió por esa.

—Con total seguridad se trataba de mi amigo William, a él le encomendé la tarea de buscar donde poder instalarnos.

—Muy buena elección, sin duda. Es una de las casas más grandes y bonitas de las que hay por aquí.

—Sí, la verdad es que estamos muy cómodos allí. Si algún día necesita algo, ya sabe dónde encontrarme. Ha sido usted muy amable.

—Igualmente, como ya le he dicho, mi casa queda casi a las afueras pero, como el lugar es pequeño, no queda muy lejos. Es la casa de pintada de azul que queda cerca de la salida hacia el bosque.

—Antes de seguir con nuestros caminos, quería preguntarle una última cosa, si no es mucha molestia…

—Por supuesto, dígame.

—¿Hay algún lugar decente en la aldea dónde se reúnan los caballeros para hablar, tomar una copa de coñac? ¿Alguna taberna?

—Pero, por supuesto. Hay dos. Una más recomendable que la otra. Más que nada porque en una se reúnen los caballeros más educados, por llamarlos de alguna manera, y en la otra se reúnen algunos con más afán de discusión y pelea. No sé si me entiende.

—Perfectamente…

—¿Hacia dónde se dirige?

—La verdad es que no lo tengo muy claro, he salido con la intención de reconocer un poco el espacio y el ajetreo me ha llevado hasta la plaza.

—Pues mire, vamos a hacer algo si le parece bien. Yo debo partir ya hacia casa pero la taberna que le comento, la más decente, me pilla de camino. Si me acompaña le muestro dónde es y podemos reunirnos allí esta noche, después de la cena, para seguir charlando. ¿Qué le parece?

—Estupendo, me parece estupendo.

III

—¡John! Si no te das prisa se nos hará muy tarde para ir a la aldea. ¿Qué haces?

—¡Ya voy, mamá Dara!

—¿Se puede saber qué estabas haciendo, pequeño desastre? —lo dijo haciendo una caricia a su hijo en el pelo, despeinándolo ligeramente.

—Me estaba peinando, quiero estar guapo para ir al mercado, pero tú lo has estropeado… —hizo un puchero, dando a entender a su madre que estaba triste porque le había alborotado el pelo.

—Tú siempre estás guapo, mi vida. Además, no te he despeinado… —mientras decía esto, Adara le colocaba bien el pelo a John. A lo que el pequeño respondió con una amplia sonrisa.

—Vale, mamá Dara… Sí que soy guapo, ¿verdad? Me parezco a ti y tú eres muy guapa —Adara lo miró con tristeza. ¡Ojalá se pareciera a ella! Pero no, no se le parecía en absoluto.

—Venga, vamos saliendo ya.

—¿Nos quedaremos a cenar en el mercado?

—No creo, mi amor, ya sabes que cuando empieza a anochecer tenemos que partir hacia casa, si no luego está muy oscuro y hace frío…

—Pero cuando está Marina en casa a veces nos quedamos hasta tarde…

—Ya, mi amor, pero Marina ahora no está y estamos entrando en el invierno. Cuando nos quedamos es porque ya ha llegado el verano, hace mejor clima y tarda más en anochecer…

El niño miró a su madre, comprendía perfectamente lo que le había dicho pero él quería quedarse más tiempo en la aldea. Le encantaba pasear por el mercado y ver a toda aquella gente; en el bosque solo veía a la tita Julia, a su marido, en alguna ocasión, y a Marina. Le encantaría jugar con niños de su edad y a veces pensaba cómo sería vivir en la aldea, aunque le gustaba mucho vivir en el bosque… Tal vez la solución sería convencer a su mamá de visitar el pueblo más a menudo. No entendía por qué iban tan pocas veces teniéndolo tan cerca…

Madre e hijo iban a buen paso para aprovechar las horas de luz que les quedaban. En unos veinte minutos llegaron a su destino. La mañana había sido soleada pero a mediodía habían aparecido algunas nubes que ahora, como por arte de magia, se habían multiplicado. No había duda, el invierno estaba cerca. Llegaron al mercado y se dirigieron al puesto de verduras que quedaba a la derecha de la plaza. Allí habían quedado de verse con Julia. Nada más llegar, el pequeño la distinguió entre la gente.

—Mira, mamá Dara, la tita Julia. Está allí —dijo el niño, señalando con el dedo.

—Sí, cariño. La veo, y creo que ella también nos ha visto. Está mirando hacia aquí.

Estuvieron un buen rato paseando por las calles de la aldea. Se cruzaron con varios conocidos de Julia. Como siempre, Adara tenía la sensación de que la juzgaban por ser madre soltera, por eso no frecuentaba mucho el pueblo. Se sentía observada y sentenciada. En alguna ocasión pensó en decir que había enviudado muy joven y que se había instalado en la zona para empezar una nueva vida desde cero con su hijo, pero después pensaba que no quería mentir, que no tenía nada de qué avergonzarse y que los que se habían tomado la molestia de escuchar su verdad eran los que realmente valían la pena. El niño le había preguntado muchas veces si tenía un papá y Adara le había dicho la verdad, que no, que había familias que se formaban con un papá, una mamá y sus hijos; y otras familias que eran sólo una mamá y sus hijos o un papá y sus hijos, y el niño lo había asumido así. Su familia eran él y su mamá, y Marina y la tita Julia.

Cuando vieron que el pequeño John arrastraba un poco los pies decidieron que era hora de tomar un pequeño descanso para reponer fuerzas y se sentaron en un banco de piedra de la plaza. La tita Julia se levantó un momento cuando vio el puesto de dulces que les quedaba enfrente para comprarle algo de merienda a John.

—Oye, Adara, creo que sería conveniente que hoy os quedarais en casa, creo que va a llover —dijo, mirando al cielo.

—No, no, de ninguna manera. Cuando John haya merendado nos iremos a casa.

—¿Tan temprano? Mamá Dara, aún no es de noche.

—Ya lo sé mi amor, pero mira al cielo, está muy nublado y parece que va a empezar a llover…

—Por eso mismo —replicó Julia—. Si empieza a llover y os pilla la lluvia por el camino John puede enfermarse. Además, ya sé lo que te preocupa… Albert no está en casa. Ha tenido que salir antes de comer a resolver un asunto a la ciudad y no volverá hasta dentro de unos días.

—No me habías comentado nada…

—Porque no lo sabía. Ha sido de improviso, poco antes de mediodía ha venido a buscarlo el encargado de la tienda en la que trabaja y le ha dicho que debía salir a la ciudad a buscar varias cosas y unos papeles que, al parecer, son bastante urgentes.

—Vaya…

—Así que no me pongas excusas. Os quedáis esta noche en casa y punto.

—Pero…

—¡No quiero peros! Ya sé lo que me vas a decir y te contesto antes de que sigas. Sé que crees que no le agradas a Albert y que esto me puede acarrear problemas con él pero yo sé mi cuento y sé manejar a mi marido. Es mucho más dócil de lo que cree la gente, aparenta ser muy duro y hay muchas cosas que no entiende pero me quiere y quiere que sea feliz, y sabe que tú eres mi amiga y que te aprecio mucho. Punto número dos, ya te veo la carita… sé que piensas que John no tiene ropa limpia para mañana, ni tú tampoco. Pero, ¿qué crees? Tú y yo somos más o menos de la misma talla y tengo varios vestidos que te pueden servir y, para John, hace tiempo que compré ropa de dormir y alguna muda por si algún día nos encontrábamos en una situación como esta. Así que chitón. ¿Entendido?

—Sí, mi general —Adara miraba a su amiga con cara de asombro. Nunca la había visto hablar tan segura y con tanto aplomo. De hecho, nunca la había oído decir que su marido la quería o que ella sabía manejarlo. ¡Vaya con la tita Julia!, pensó. Y se alegró de ver que su amiga sabía perfectamente lo que se hacía.

—Pues nada, decidido. Esta noche fiesta de pijamas —guiñó un ojo a John y dibujó una amplia sonrisa—. Ya no hay de qué preocuparse, como no estamos lejos de casa, podemos pasear un rato más y si vemos que empieza a llover o que hace mucho frío, nos vamos y listos.

—Mamá Dara, tita Julia, ¿nos quedamos a cenar aquí?

—Parece que sí…

—¡Bien!

—Al final te has salido con la tuya, ¿eh?

—¡Sí!

Se pararon en un par de puestos a ver la mercancía y compraron algunas cosas. Al cabo de un rato se acercaron al puesto de patatas asadas para cenar. Las dos amigas estuvieron un buen rato charlando hasta que decidieron que era hora de marchar a casa. Además, estaba empezando a lloviznar, habían hecho bien en quedarse a pasar la noche en casa de Julia. Llegaron y encendieron la chimenea para calentar un poco la casa.

Estuvieron un buen rato hablando junto al fuego. El niño les había pedido a su madre y a su tita que le contaran historias de miedo. Julia había oído contar a los ancianos de la aldea algunas leyendas de la zona y las relató al pequeño, que las escuchaba entusiasmado. Al cabo de un buen rato, Adara observó que a John se le empezaban a cerrar los ojos y decidió que era hora de llevarlo a dormir. Lo acomodó en la cama que Julia había dispuesto para él, le dio un beso en la frente y volvió a reunirse con su amiga junto a la chimenea. Había estado en esa casa algunas veces, no era muy grande pero era acogedora. Julia le había dado su toque personal y Adara se sentía como en casa.

Seguía dándole vueltas a las palabras de Julia de aquella tarde. Ella hubiera jurado que Albert y Julia no se llevaban bien… tal vez sólo había sido una impresión suya, pero Julia nunca hablaba de él… fuera como fuere, se alegraba de haberse equivocado. Si algo deseaba en la vida era que los suyos fueran felices y Julia era como una hermana para ella.

No era excesivamente tarde, aún podían estar un rato más charlando junto al fuego, Julia preparó un té bien caliente y le ofreció una taza a Adara. Estaban de lo más animadas cuando les pareció oír que alguien golpeaba la puerta.

—¿Has oído eso?

—Sí, han llamado a la puerta. ¿Esperas a alguien?

—No… No sé quién pueda ser a estas horas… Voy a asomarme.

—¿Sí? —preguntó Julia con un hilo de voz. Al otro lado de la puerta se oyó una aterciopelada voz masculina.

—Disculpe las horas. Buscaba a Albert, soy Thomas Steven. Lo que ocurre es que habíamos quedado de vernos esta noche en la taberna, después de la cena, y no ha llegado… He pensado que tal vez había ocurrido algo y necesitaba de mi ayuda.

—¡Oh, vaya! Es usted amigo de mi marido, por lo que veo —Julia abrió la pequeña ventanita que había en la puerta principal para ver al tal Thomas.

—Bueno, algo así. Soy nuevo en la zona, estuvimos charlando un rato esta mañana, quedamos de vernos después de cenar y me extrañó que no acudiera a nuestra cita.

—Lo que ocurre es que surgió un imprevisto en su trabajo y tuvo que partir a la ciudad a mediodía. Estará fuera varios días. Seguramente, con las prisas, no se acordó de avisarle de que no podría acudir.

—Ya entiendo, no hay ningún problema. Como ya le he dicho, pensé que tal vez había tenido algún problema y venía a ofrecerle mi ayuda. Él fue muy amable conmigo esta mañana y no podría hacer menos.

—Es usted muy amable, lo invitaría a pasar y tomar un té pero, estando fuera mi marido, no lo veo prudente.

—No, por favor. Se lo agradezco mucho y lo entiendo perfectamente. Una vez aclarado el tema y sabiendo que su marido se encuentra bien, me quedo mucho más tranquilo. Me marcho ya, ¿señora?

—Rash, señora Julia Rash.

—Me despido entonces, señora Rash. Si necesita algo en ausencia de su esposo, no dude en acudir a mí. Le repito mi nombre, Thomas Steven, y me puede encontrar en la casa de piedra de la calle Rochester.

—Es usted muy amable, me alegra que mi marido frecuente a personas como usted.

—Favor que me hace, señora Rash. Y ya que no conozco a nadie por aquí, aparte de a su esposo, tal vez podría usted venir a tomar té o café un día de estos a mi casa. Tal vez me podría usted ayudar en algo… —al ver la cara de Julia, que hubiera definido entre miedo y desconcierto, le explicó lo que pretendía—. No se asuste, señora Rash. La cuestión sería presentarle a mi madre porque se me ocurre que tal vez usted nos pueda ayudar a encontrar a una buena muchacha, que tenga buena mano con los niños y mucha paciencia para ayudar en casa a cuidar de mis sobrinos. Tal vez a usted misma le interese. No sé si está usted trabajando…

—La verdad es que yo trabajo aquí en casa, tengo bastante maña con los bordados, ¿sabe?

—¡Vaya! Tal vez en otra ocasión pueda enseñarme algunos para que los vea mi madre. Creo que encontraría en ella una buena clienta.

—Cuando usted guste, señor Steven.

—Mire, hagamos una cosa, ahora es tarde y hace frío. ¿Conoce la casa en la que vivo?

—Sí, sé cual es…

—Entonces la espero mañana, digamos ¿sobre las cuatro? Para tomar el té, traiga algunos de esos bordados y aprovechamos para hablar del empleo que le he comentado. A lo mejor se le ocurre alguien a quien le pueda interesar.

—De acuerdo, a las cuatro me parece bien. Allí estaré. Muchas gracias.

—A usted, señora Rash. Muchas gracias por su ayuda. Buenas noches.

—Buenas noches.

—¿Quién era? —preguntó Adara cuando oyó que Julia había cerrado la ventanilla.

—Un señor que conoce a Albert. Por lo visto habían quedado de verse esta noche y al no aparecer mi marido, el señor en cuestión, Steven me ha dicho que se apellida, se ha preocupado y ha venido a preguntar si todo estaba bien.

—¡Qué amable! ¿No?

—Sí, la verdad es que me ha parecido un hombre muy educado. Se ve que se acaba de instalar en la aldea y no conoce a mucha gente por aquí. Busca a alguien que le ayude a cuidar de sus sobrinos… había pensado en ti.

—Julia, sabes que yo me dedico a John. Ahora hace tiempo que no se enferma, y roguemos a Dios para que siga así. Pero precisamente es gracias a mis cuidados, a que le dedico casi todo mi tiempo. Tú también me ayudas mucho y cuando está Marina todo es más llevadero, pero mi prioridad es mi hijo.

—Pero un sueldo no te vendría nada mal. ¿Me equivoco?

—Claro que no, el dinero siempre es de gran ayuda y más con John… ¿Sabes cuántas veces he pensado en que lo vea un doctor? Tal vez con alguna medicina específica dejaría de enfermarse tanto de los bronquios.

—Déjamelo a mí. Tengo una gran idea. Si la impresión que me he llevado de ese hombre es la correcta y su madre se parece en algo a él, te voy a conseguir un chollo —miró a su amiga con tal cara de picardía e ilusión que Adara no pudo más que ponerse a reír.

—Miedo me das, Julia, miedo me das —fue capaz de decir, entre carcajadas.

IV

En la casa de los Steven aún faltaban muchos detalles para que pareciera un verdadero hogar. La señora Steven pensó que si la chica de la que le había hablado Thomas, la que tenía que venir a tomar el té a las cuatro, le agradaba, le pediría ayuda para acabar de decorar algunas estancias. Quizá con un poco de suerte, le recomendaría o conocería a alguien que pudiera cuidar de sus sobrinos y le serviría, a la vez, de compañía y ayuda en algunas tareas como la de la decoración.

Thomas y el señor Steven estaban leyendo tranquilamente el periódico. Thomas levantó un segundo la vista del papel y observó que su madre recorría el pasillo por quinta o sexta vez, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, pensativa.

—¡Mamá! Le vas a quitar el brillo a las baldosas.

—¿Decías algo, hijo?

—¿En qué estás pensando, tanto pasillo arriba, pasillo abajo?

—En lo que me has dicho esta mañana en el desayuno, en lo de esa chica que va a venir hoy. Estoy haciendo cábalas de cómo pueden salir las cosas. Si esta chica, ¿Julia, dijiste que se llama? —Thomas asintió con la cabeza— conoce a alguien que me pueda echar una mano con los niños, tal vez podría empezar a trabajar inmediatamente y también podría ayudarme a acabar de darle un toque femenino a esta casa ¿Tú qué opinas?

—Es posible, madre, aunque también cabe la posibilidad de que no te agrade la persona que proponga o que realmente no conozca a nadie capacitado o que le interese lo que le ofreces.

—Bueno, después de comer saldremos de dudas. Voy a ver a la muchacha de la cocina que, por cierto, es bien maja, y le diré que prepare algunas pastas para acompañar el té.

—Me parece muy bien, mamá. Pero te conozco, no te pases de ostentosa que la gente del pueblo no está acostumbrada a los mismos hábitos que la gente de la ciudad. En eso te diré que me agrada mucho más la vida sencilla de aquí que la de antes —ante ese comentario, el señor Steven levantó las cejas exageradamente—. Ya sé, papá, que tú volverías ahora mismo a la ciudad, pero estamos aquí por tu bien. Y esa tranquilidad que ahora parece molestarte, es lo que te está ayudando a encontrarte mejor. Así que…

—Tranquilo, pero aburrido —musitó el señor Steven.

—Mejor tranquilo y aburrido, que ocupado en la ciudad y al borde del colapso.

—Pues también es verdad —dijo, y siguió leyendo el periódico. Desde que el doctor le había dado un ultimátum, se había resignado a vivir allí. La verdad era que no le desagradaba tanto, pero no pensaba reconocerlo ante su esposa, y mucho menos ante su hijo.