A pesar del tiempo - Abigail Gordon - E-Book
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A pesar del tiempo E-Book

Abigail Gordon

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Beschreibung

Saltar de un helicóptero para salvar vidas en la ajetreada ciudad de Londres no era nada apasionante para la doctora Hannah Morgan, hasta que se encontró con su nuevo jefe, el doctor Kyle Templeton... el mismo hombre al que había amado y perdido ocho años atrás. Era obvio que Kyle todavía estaba resentido por el modo en el que había terminado su relación; por su parte, Hannah se quedó estupefacta al descubrir que su antiguo amor era el padre de un niño de ocho años. Después de un tiempo teniendo que trabajar hombro con hombro con él, Hannah empezó a preguntarse si aquello no era una segunda oportunidad para empezar una nueva vida los tres juntos.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Abigail Gordon

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

A pesar del tiempo, n.º 1665 - agosto 2019

Título original: Emergency Reunion

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-439-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

QUIEREN apartarse, por favor? Los médicos necesitan un poco de espacio.

Hannah sonrió al policía que intentaba facilitar su trabajo. El equipo de la unidad de urgencias había acudido en helicóptero al lugar de un accidente: una abarrotada calle de Londres. La víctima, una anciana que intentó cruzar la calle sin esperar al semáforo y terminó bajo las ruedas de un autobús.

Rodeada de curiosos, Hannah se sentía extraña. Ella estaba acostumbrada a hacer su trabajo en el recinto de un hospital y las miradas de la gente seguían incomodándola.

Aquella mañana le había tocado trabajar con Pete Stubbs, un colega con el que se entendía muy bien. Y cuando terminase el entrenamiento de seis meses en aquella unidad de urgencias, buscaría plaza en un hospital.

–Vais a perderos la llegada del nuevo jefe –les había dicho otro de los médicos, unos segundos antes de que subieran al helipuerto.

–Una pena. Pero tenemos un accidente de tráfico.

Jack Krasner, el piloto, había aterrizado en un parque próximo al lugar del siniestro y cuando llegaron al lado de la víctima los bomberos estaban haciendo palanca para levantar el autobús.

–Voy a intentar sacarla –dijo Pete, dirigiéndose al jefe de bomberos–. Pero si hay lesión en la médula espinal, habrá que ponerle sujeción.

Hannah observaba ansiosamente. No era la primera vez que atendía una emergencia en la calle y era frustrante que, durante el primer mes, solo la dejasen echar una mano.

Un mes más tarde podría atender a los heridos y tomar decisiones. Pero aquel día lo haría Pete Stubbs.

–Ten cuidado.

–Lo tendré. Pero si está viva cuando la saquemos, habrá que ponerle una inyección de biodramina. Lo último que necesita es vómito en las vías respiratorias –murmuró su colega, tumbándose en el asfalto.

Hannah se mordió los labios. ¿Era seguro meterse debajo de aquel enorme vehículo? Ser médico en aquella unidad desde luego era muy peligroso.

De repente el autobús, que estaba sujeto por una palanca, se descolgó y Pete lanzó un grito de dolor.

–¡Está herido! ¡Hay que sacarlo de ahí!

El autobús fue izado de nuevo y dos bomberos sacaron a Pete arrastrándolo de las piernas.

Estaba semiinconsciente y tenía una herida en la cabeza.

–¿Puede atenderlo usted? –preguntó el jefe de bomberos.

Hannah examinó la herida.

–No es nada grave. Atiende al doctor Stubbs –le dijo a su enfermero–. Yo voy a comprobar si la señora está viva.

Antes de que nadie pudiera discutir se tiró al suelo, siguiendo el ejemplo de Pete. Con mejores resultados, esperaba.

Cuando llegó cerca de la anciana, comprobó que estaba viva. Aterrada, pero viva

–Mis piernas –murmuraba la mujer–. Creo que están rotas.

–¿Le duele la espalda? ¿Puede moverse?

–No puedo. Estoy atrapada por algo.

Hannah tomó el maletín de urgencias que Pete había arrastrado con él.

–Voy a intentar ponerle un collarín. No se preocupe. Todo va a salir bien.

Había tantos gritos a su alrededor que Hannah no estaba segura de si la anciana podía oírla, pero le pareció que asentía con la cabeza.

Era muy pequeña, casi como una niña. Una persona más grande habría muerto cuando las ruedas del autobús le pasaron por encima.

De repente, notó que no estaban solas. Otra persona se había arrastrado a su lado. Y no era Pete, desde luego.

Hannah vio la manga de una camisa blanca y un carísimo reloj de oro.

–Póngale un calmante, yo intentaré colocarle el collarín –escuchó una voz masculina llena de autoridad.

En su experiencia, solo un médico podía hablar así, de modo que Hannah no se molestó en preguntar.

Se alegraba de tener ayuda, aunque no podía ver la cara del extraño.

Cuando sacaron a la mujer, los bomberos y el enfermero se ocuparon de ella y Hannah se quedó en el suelo durante unos segundos, intentando recuperar el aliento.

–Hannah Morgan –escuchó de nuevo la voz de su ángel de la guarda–. Cuando vi el nombre en los papeles, me pregunté si serías tú.

Hannah levantó la cabeza y vio unos pantalones grises manchados de grasa, una camisa blanca en el mismo estado, una corbata torcida y… un rostro que no había visto en muchos años.

–¡Kyle! –exclamó–. ¿De dónde has salido? ¿Y a qué papeles…? No, no puede ser. ¡No puedes ser el nuevo jefe de la unidad!

–Me temo que sí –contestó él, como si encontrarse bajo un autobús fuera lo más normal del mundo–. Y en caso de que lo hayas olvidado, tenemos dos pacientes que atender. Si no te importa…

Ella se levantó de un salto. No había cambiado en absoluto. Nada de: «¿cómo estás, Hannah?». «¿Te has hecho daño debajo de ese autobús?».

Afortunadamente, Pete había recuperado la conciencia. Su nuevo jefe estaba examinando a la anciana y Hannah tuvo unos segundos para animar a su compañero.

–Qué mala suerte, amigo. Aunque, en realidad estás de enhorabuena, el autobús podría haberte aplastado.

Pete sonrió.

–Soy tan flaco que no me hubiera hecho nada. Y gracias por sacar a esa pobre señora…

En ese momento, oyeron la sirena de una ambulancia. Cuando se llevaron a Pete, Hannah se volvió hacia Kyle, que estaba llamando al hospital más próximo para pedirles que tuvieran la UCI preparada.

Como ella, estaba asombrado de que la anciana hubiera salido viva del accidente. Tenía las piernas fracturadas y múltiples contusiones, pero podría haber sido infinitamente peor.

Cuando la metieron en el helicóptero y Jack Krasner estaba dispuesto a despegar, Kyle dijo muy serio:

–Según mis notas sigues en período de entrenamiento, pero como has tenido que atenderla creo que deberías ir con ella. Si no, puedo ir yo.

–No hace falta. Yo hablaré con el médico de guardia para explicarle la situación.

No pensaba dejar que viera cómo la afectaba aquel inesperado encuentro.

Había pensado que era un extraño Pero no era un extraño en absoluto. Era el hombre al que, ocho años atrás, había amado. El hombre que le dio la espalda porque no confiaba en ella.

Estaba perpleja al verlo de nuevo, después de tantos años sin saber nada el uno del otro. Y la noticia de que iba a ser su jefe mientras estuviera en el período de entrenamiento era increíble.

Pero debía creerlo porque lo tenía delante.

 

 

El helicóptero había estado dando vueltas sobre los tejados de Londres como un ave bien nutrida y oronda cuando Hannah salió de la unidad la noche anterior al accidente.

Un mes antes habría observado el helicóptero sin apenas fijarse, pero desde que se había convertido en uno de ellos… la unidad de urgencia máxima estaba siempre alerta, sabiendo que podían llamarlos en cualquier momento.

Eran médicos dispuestos a enfrentarse con cualquier cosa. Y sus uniformes fluorescentes eran, en muchos casos, justo lo que el paciente necesitaba para no dejarse vencer por el miedo.

Hannah había hecho prácticas de medicina general y después estuvo en la consulta de urgencias de un pequeño hospital en Manchester.

Pero decidió hacer el curso de entrenamiento en el servicio de urgencia máxima porque no se podía llegar más rápido a la escena de un accidente que con un helicóptero.

El período de entrenamiento duraba seis meses y después los médicos buscaban plaza en los servicios de urgencia de cualquier hospital. Y la conseguían siempre porque eran los mejor entrenados.

Salía del hospital mientras pensaba en ello. Había quedado con Richard para ir al teatro. Su amigo Richard, que siempre parecía molesto por algo. Y que solía hacer comentarios despectivos sobre el uniforme de color amarillo fluorescente que llevaban en la unidad.

–No esperarás que bajemos del helicóptero con una inmaculada bata blanca, ¿no? –le espetó ella un día, fastidiada por su actitud–. La policía y los pacientes tienen que vernos desde lejos. Además, son necesarios para que no nos atropellen cuando se trata de un accidente en carretera.

Hannah era bajita y esbelta, con media melena rubia y unos enormes y limpios ojos azules; los ojos de una persona cuya vida no es nada complicada. Una persona de veintinueve años, soltera. Y, por el momento, no parecía que eso fuera a cambiar.

Y menos con Richard.

Se conocían desde que trabajó en el hospital de Manchester porque solían tomar el mismo tren cada mañana. Richard Jarvis trabajaba en una empresa de inversiones y solía ser un chico agradable. Hasta que ascendió en el escalafón de su empresa y se convirtió en jefazo. Eso lo había hecho muy antipático.

Lo que él no sabía era que aquel sería su último encuentro.

Hannah había decidido que era mejor estar sola que mal acompañada. Estaba harta de críticas y comentarios mordaces.

No sabía por qué Richard se portaba de esa forma y le daba igual porque no estaba buscando una relación.

Quizá era eso lo que lo molestaba. Y no sería el primero.

Hannah resultaba atractiva para el sexo opuesto y le gustaba mucho salir con amigos al cine o al teatro, pero eso era todo. Solo estuvo enamorada una vez y decir que había sido un desastre sería quedarse corto. Tan horrible fue que, desde entonces, no estaba dispuesta a probar de nuevo.

–¿Cuándo volvemos a vernos? –le preguntó Richard cuando salieron del teatro.

–No vamos a vernos más –contestó ella tranquilamente–. Estoy harta de tus críticas.

Él la miró, atónito.

–Puede que algún día te arrepientas. Nunca se sabe lo que le espera a uno en la vida y yo soy un excelente partido.

Hannah paró un taxi y, sin molestarse en replicar, lo dejó plantado en la acera.

 

 

–Me alegro de que estés con nosotros, Hannah –le había dicho un hombre de mediana edad cuando se presentó en el hospital para el curso de entrenamiento–. Tenemos a uno de los nuestros de permiso, de modo que tu presencia es más que bienvenida. Y estamos esperando un nuevo jefe. El antiguo jefe de urgencias se ha jubilado, pero dentro de dos semanas tendremos uno nuevo.

Quien hablaba era Graham Smith, anestesista, a quien todo el mundo llamaba Smitty. El hombre señaló a otro, muy alto y delgado, que estaba leyendo el periódico.

–Es Pete Stubbs, otro colega.

–No sé si voy a poder ayudaros en algo –sonrió Hannah–. Ni siquiera he subido nunca a un helicóptero.

–Durante el primer mes solo estarás observando –le dijo Pete–. Y no te preocupes por lo del helicóptero. Te acostumbrarás enseguida. Lo difícil es acostumbrarse a lo que se encuentra uno en el lugar del accidente.

–¿Has conocido al operador? –le preguntó Smitty.

–Todavía no.

–Luego te lo presentaré. Las llamadas de este servicio son comprobadas por un enfermero diplomado y si le parece que el paciente está muy grave, nos las traspasa inmediatamente. Solo tenemos un helicóptero, de modo que hay que elegir bien dónde puede ir una ambulancia y dónde tardaría demasiado en llegar. Además, se encarga de informar sobre el hospital más próximo al lugar del accidente.

–Ya veo.

Smitty la llevó hasta el helipuerto, situado en el tejado del hospital.

–En circunstancias normales, el jefe te enseñaría el departamento, pero como ya te he dicho… estamos en circunstancias extraordinarias. El viejo se ha jubilado y del nuevo aún no sabemos nada. Parece que ha sido jefe de urgencias en el extranjero y la gente habla maravillas de él.

Hannah sonrió. Afortunadamente, ella no sería la única nueva en el servicio de urgencias del hospital. Compartiría ese honor con el jefe.

 

 

La primera vez que salió con el helicóptero fue para atender a un chico de quince años que había sufrido un infarto de miocardio mientras jugaba al rugby. Lo atendieron en el campo y después lo llevaron a toda prisa al hospital más próximo.

La rápida aparición del servicio médico y el proceso de resucitación le habían salvado la vida.

En realidad, aquel trabajo era muy gratificante. No existía la frustración de un hospital, en el que hay todo tipo de retrasos a causa de los diversos servicios médicos, servicios de enfermería y papeleos varios. Allí todo se hacía deprisa y pensando solo en salvar la vida del paciente.

Estaba en un departamento que cubría emergencias extremas y había dos formas de definir el trabajo: satisfactorio y extenuante.

 

 

Al día siguiente serían un equipo completo, pensó, mientras pagaba el taxi después de dejar a Richard. El médico que estaba de permiso volvía al hospital y el nuevo jefe del departamento se uniría a ellos.

Durante aquellas dos semanas había oído comentarios sobre él y su trabajo en el extranjero.

¿Cómo sería?, se preguntó a la mañana siguiente mientras tomaba el metro. ¿Querría cambiarlo todo o dejaría las cosas como estaban?

No había respuesta para aquella pregunta y cuando llegó a la unidad todo el mundo estaba tomando café, pero el jefe brillaba por su ausencia. Eran las ocho menos cuarto y a las ocho todos estarían al pie del cañón.

Aquella mañana en particular recibieron una llamada a las ocho menos cinco y a las ocho en punto Pete Stubbs y ella estaban sobrevolando los tejados de Londres para atender a una anciana atropellada por un autobús.

Lo último que esperaba era tener que atenderla ella misma, pero el accidente de Peter la obligó a hacerlo.

Y después, el encuentro con Kyle, pensó mientras dejaban a la paciente en la unidad de traumatología.

Kyle Templeton. Un poco mayor, con el mismo pelo oscuro, los hombros anchos, alto, fibroso y tremendamente atractivo.

Jack Krasner, el piloto, observó su palidez.

–Te has dado un buen susto, ¿eh? ¿O lo que te ha asustado es encontrarte con el jefe?

Hannah consiguió sonreír, aunque por dentro estaba como un flan.

–Las dos cosas.

El resto del equipo los estaba esperando en el tejado del hospital. Habían oído lo del accidente de Pete por el walkie.

–¿Cómo está? –preguntó Smitty–. El nuevo jefe acaba de llegar y nos ha dicho que han tenido que enviarlo al hospital.

–Los bomberos estaban haciendo palanca, pero el autobús se escurrió –explicó Hannah–. Ha recibido un golpe en la cabeza, pero no es nada grave. Está en el hospital de la Cruz Roja.

Por el rabillo del ojo, veía la puerta cerrada del despacho. Kyle había llegado a la unidad para ocupar su puesto.

¿Qué hacía en la escena del accidente?, se preguntó. Si tenía que enfrentarse con su pasado, habría sido mejor hacerlo allí y no cuando estaba en el suelo, cubierta de grasa.

Kyle debió escuchar su voz porque unos segundos después asomó la cabeza.

–Doctora Morgan, ¿puede venir un momento?

Hannah entró en el despacho, intentando disimular los nervios.

Kyle la miraba como un hambriento mira la comida y, de cerca, observó que tenía arruguitas alrededor de los ojos y algunas canas en las sienes.

–¿Ya no vives en América? –preguntó, intentando romper el hielo.

–¿Tú qué crees?

–No, claro. Ahora estás en Londres y…

–En realidad, nunca me fui a América. Recibí una oferta de Queensland.

–¡Australia! Por eso…

Hannah no terminó la frase. No iba a decirle que lo había buscado. Y menos después de tantos años.

–La verdad, jamás se me habría ocurrido pensar que iba a encontrarme contigo. Esperaba que te hubieras casado con tu cuñado, pero veo que tu apellido sigue siendo Morgan.

Aquello era una grosería imperdonable. Kyle nunca la creyó y no pensaba volver a intentar convencerlo de que había sido Paul quien la abrazó. Sería inútil.

Habían roto muchos años antes y, sin embargo, la sola presencia de aquel hombre hacía que le temblaran las piernas.

–Sigo siendo Hannah Morgan. Y Paul se ha casado, pero no conmigo –replicó, mirándolo a los ojos–. ¿Alguna cosa más?

Kyle la miró durante unos segundos sin decir nada.