A primera vista - Hannah Sunderland - E-Book

A primera vista E-Book

Hannah Sunderland

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Harper F, Historias en Femenino DOS EXTRAÑOS. DOS ENCUENTROS CASUALES. UN INESPERADO CAMBIO EN LA VIDA. A Nell le encanta hablar y ayudar a la gente. Trabaja en Mentes Sanas, en el servicio telefónico. Disfruta sabiendo que, tras una charla con ella, quien ha llamado se siente más libre y feliz. Es muy satisfactorio, aunque a veces entran llamadas especialmente difíciles. Como la de Charlie. Charlie necesita ayuda con desesperación. Se siente roto y fuera de control, y Nell decide saltarse todas las normas y quedar con él. Está a punto de salvar una vida, de cambiar totalmente la suya y de arriesgarlo todo por un completo desconocido. Y quién sabe, tal vez también de enamorarse. Una novela que transmite un mensaje de esperanza y te hará sonreír. Tierna, estimulante y alegre, la historia de amor única de Charlie y Nell capturará tu corazón y te dará esperanza. Perfecto para los fans de Holly Miller y de Cecelia Ahern. «Me atrapó por completo la historia de Charlie y Nell y me encontré llorando un momento y riendo al siguiente». EMMA COOPER, autora de If I Could Say Goodbye «Una historia de amor gloriosa y única, llena de esperanza, que te romperá el corazón y luego te lo recompondrá». NICOLA GILL, autora de The Neighbors «Deliciosamente romántica». ISABELLE BROOM, autora de Hello, Again «Una historia de amor fascinante y peculiar». MIRANDA DICKINSON, autora de Our Story Un romance poco convencional: real y crudo». ANNA BELL, autora de We Just Clicked

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 555

Veröffentlichungsjahr: 2022

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

A primera vista

Título original: At First Sight

© Hannah Sunderland 2021

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por AVON, una división deHarperCollins Publishers Ltd., Londres, U.K.

© Traducción del inglés: Sonia Figueroa Martínez

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Ltd., Londres, U.K.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imagen de cubierta: Dreamstime.com

 

ISBN: 978-84-18976-24-7

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Nota de la autora

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Agradecimientos

Nota de la autora

 

 

 

 

 

En este libro se habla de cuestiones tales como la pérdida, el dolor, la depresión y el suicidio. Por favor, tenlo en cuenta si algo de lo dicho te afecta especialmente. Espero haber tratado con delicadeza estos importantes temas.

 

 

 

 

 

Este libro es para Matt, mamá, papá y para todos aquellos que en alguna ocasión hayan visto lejana la luz al final del túnel.

1

 

 

 

 

 

¿Habrá una hora del día más estresante que la pausa del mediodía para comer? Ese pequeño espacio de tiempo que se esfuma tan rápido mientras esperas en una cola detrás de alguien que pierde el tiempo en la caja, alguien que escoge el café que quiere a paso de tortuga mientras tú das saltitos de impaciencia. Yo solo le pedía a la vida un sándwich y no recibir una mirada de desaprobación de mi jefe al regresar sudorosa y acalorada al trabajo.

Estaba esperando allí de pie, la cuarta en una fila que llevaba unos tres minutos sin moverse. Estaba claro que el cajero era nuevo y, aunque me compadecí de él al ver sus ojos llenos de pánico y su rostro desencajado, mi paciencia empezaba a escasear. Maniobrando con los brazos, recoloqué mi bolsa de patatas fritas y mi sándwich de hummus y pimientos rojos envuelto en papel hasta que logré liberar una mano y echarle un vistazo a mi móvil. Me acerqué un pelín más a la caja cuando la mujer que estaba allí recibió su café y se dirigió a toda prisa a un asiento. La cafetería iba llenándose con rapidez y, como aquel cajero novato no se pusiera las pilas, no iba a poder sentarme.

Mi mirada se encontró con la del encargado del local, quien estaba parado tras el novato observando con paciencia (aunque saltaba a la vista que la suya también iba agotándose), y me saludó con un gesto de asentimiento. Jamás habíamos hablado más allá de los habituales comentarios de cortesía y ni siquiera sabía cómo se llamaba porque en la placa tan solo ponía Encargado en unas letras negras bastante desgastadas, pero nos conocíamos de vista porque yo llevaba años yendo allí. Iba rapado (aunque los pelillos incipientes que siempre intentaban abrirse paso indicaban que su calvicie era una elección y no una cruz con la que tenía que cargar) y llevaba unas gafas de montura gruesa que se apoyaban en el piercing de plata que tenía en la nariz.

Había una mesa libre en la esquina, junto a la ventana, y yo tenía a tres personas delante. El hombre que encabezaba la cola sostenía una taza reutilizable, lista para que el camarero se la llenara, así que cabía suponer que no tenía intención de quedarse; el que me precedía en la cola ya tenía un asiento, porque la mujer que le acompañaba había ido a toda prisa a por la mesa que había quedado libre uno o dos minutos antes. Así que la cosa quedaba reducida a una única persona, mi rival para ese asiento libre. Aquella cafetería era el lugar al que yo iba a comer al mediodía, lo había sido durante años; pero, desde que había salido en la edición aquella del Birmingham Mail varios meses atrás, había empezado a estar más y más concurrida y habíamos llegado a un punto en el que ya no quedaba espacio para clientes fieles como yo, que habíamos seguido con ellos durante sus fases experimentales con el café con leche dorada y los bizcochitos de té chai.

El hombre de la taza reutilizable la tomó de manos del abrumado empleado, que acababa de llenársela, y se dirigió hacia la puerta. El único rival que me quedaba para ese último asiento libre tan codiciado pidió su bebida, pagó y se quedó esperando a un lado mientras el hombre que me precedía avanzaba hasta la caja y pedía dos tés. Di un pequeño brinco de alegría para mis adentros cuando lo dijo. El té era fácil, rápido, así que quizás me quedara alguna posibilidad de conseguir esa silla. Tal y como predije, le sirvieron sus tés con rapidez y se volvió hacia la mesa que había ocupado antes la mujer que supuse que era su pareja. Yo me apresuré a pedir mi americano, que era una elección rápida y simple, pasé mi tarjeta por el lector y le lancé al pobre y abrumado muchacho una brillante sonrisa de solidaridad antes de apartarme a un lado para esperar junto a mi rival.

Veía al fondo al camarero que estaba añadiendo el último chorrito de empalagoso sirope de caramelo a la artificial monstruosidad de café que había pedido mi rival y deseé con todas mis fuerzas que la chica que estaba junto a él, a punto de terminar mi americano, se diera un poco más de prisa. Los dos se giraron al mismo tiempo para entregar las bebidas. Avancé a toda prisa, agarré mi café (sentí en los dedos el calor punzante que se filtraba a través de la taza) y me giré hacia mi mesa. ¡Ja! ¡Ya podía cantar victoria!

Pero, cuando mis ojos se posaron en la mesa hacia la que me disponía a ir a toda velocidad, vi que ya estaba ocupada por una pareja que estaba leyendo un menú y cuyos abrigos colgaban de los respaldos de las sillas que tendrían que haber sido mías. Eché la cabeza hacia atrás y gemí. Mi rival, el de la taza que era poco menos que un coma diabético, giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta. Al final, resulta que no había sido mi rival en ningún momento.

Eché un vistazo alrededor en busca de algún asiento, el que fuera; llegados a ese punto, me habría conformado hasta con una caja puesta boca abajo. Empujé el sándwich hacia arriba para que quedara encajado entre mi poco generoso pecho y mi antebrazo, la bolsa de patatas fritas que se incluía de oferta con el sándwich en cuestión la sostenía en el interior del codo y el café lo tenía en la mano izquierda. Bajé la mano derecha y saqué el móvil. Me quedaban veintisiete minutos de libertad y estaba decidida a pasar ese tiempo sentada. Junto a la ventana había una de esas exasperantes mesas comunes, una rectangular con bancos corridos ocupados por varios grupos separados de gente. No quedaba demasiado espacio libre… pero justo allí, al final de todo, había un hueco libre junto a un solitario hombre de cabello oscuro que estaba de espaldas a mí, con los hombros encorvados hacia la mesa. Aferré con fuerza todas mis cosas y puse rumbo a la última esperanza que me quedaba de poder sentarme.

Detestaba las situaciones como aquella en la que iba a verme metida en breve: tener que compartir un espacio limitado, personal, con desconocidos con los que me sentía obligada a hablar por educación, pero que no tenían ningún interés en hablar conmigo y viceversa. Mi madre no intentó inculcarme demasiadas actitudes en mi niñez, pero fue severa en lo que respecta a los buenos modales. Siempre procuraba animarme a que sonriera a los desconocidos que pasaban junto a mí y charlara de naderías con la gente en los ascensores. Yo apenas tenía control sobre aquello, era como si la cortesía que me habían inculcado de pequeña hasta la saciedad se materializara y empezara a anular mi capacidad de permanecer callada. En los taxis me pasaba siempre. Estaba sentada, pensando tan tranquila en mis cosas e intentando distraerme con el móvil, y de buenas a primeras hacía la pregunta que todo taxista debe de oír unas mil veces al día: «Qué, ¿mucho trabajo hoy?».

Antes de que terminara la carrera, lo sabía todo sobre el taxista en cuestión: el nombre, todos y cada uno de sus empleos anteriores, cómo se llamaban sus retoños y dónde estudiaban. Terminaba sintiéndome como si el viejo Mahmood y yo fuéramos viejos amigos, y entonces llegaba el momento de la despedida, tras el cual no volvíamos a vernos nunca más.

Llegué a la mesa justo cuando mi sándwich se me empezaba a resbalar del brazo y me incliné hacia delante para dirigirme al hombre encorvado.

—Perdona…

Dio un pequeño respingo y se volvió a mirarme con unos ojos azules como el aciano y enmarcados por unas pestañas oscuras. Tuve la impresión de haber interrumpido unos pensamientos profundos que no terminaban de disiparse, como la niebla en una húmeda mañana otoñal.

—¿Te importa que me siente aquí?

Antes de que él pudiera contestar, el sándwich aprovechó para huir de mi férrea sujeción y se me escurrió. Alcé el brazo como un rayo y alcancé a bloquearlo con el codo, el golpe lo lanzó hacia arriba y voló por los aires con una gracilidad inesperada antes de caer en dirección a la cabeza del solitario desconocido. Vi horrorizada cómo el jugoso sándwich se estrellaba contra su mejilla con un sonoro chof, continuaba hacia su regazo y, finalmente, se deslizaba entre sus rodillas y caía al suelo.

Los dos nos quedamos mirándonos durante un silencioso momento, la gente que estaba sentada alrededor de la mesa nos contemplaba como con vergüenza ajena o reía por lo bajinis. Yo no estaba segura de si el hombre iba a ponerse a despotricar o si iba a echarse a reír.

—Ja, ja. —Lo verbalicé tal cual en vez de reírme—. Me ha salido peleón, ¡y yo que pensaba que era un blandito! Perdona, ya sé que el chistecito es muy malo. Además, solo funciona si sabes que es un sándwich blando de hummus y pimientos, pero tú no tenías ni idea de eso, claro. —Por el amor de Dios, Nell, ¡cállate ya!

Él apretó los labios como reprimiendo la risa o el bochorno, se inclinó a recoger el sándwich del suelo y, tras dejarlo sobre la mesa frente al espacio libre, enarcó las cejas (unas cejas pobladas, muy a la moda) y masculló:

—Adelante, siéntate.

—Gracias. —Procedí a colocar mis cosas sobre la mesa.

Me sentí bastante incómoda mientras desenvolvía mi ligeramente deformado sándwich y me lo llevaba a la boca sin ninguna elegancia. Detestaba comer en público cuando me sentía observada, porque no puede decirse que coma con gracilidad. Soy una de esas personas que entran en una especie de trance inducido por la comida, uno donde estoy inmersa por completo hasta que termino de comer. No tengo ni idea de la pinta que tengo cuando estoy así. Desde que me hice lo bastante mayor como para sentirme avergonzada por ello, me imagino a Enrique VIII devorando a dos carrillos un muslo de pavo, o a una serpiente cuando le ponen un ratón paralizado en el camino y tiene que desencajar la mandíbula para envolverlo por completo. Es algo en lo que sigo trabajando, como lo de no hablar con desconocidos.

El hombre que estaba sentado junto a mí retomó la postura en la que estaba cuando hice la súbita aparición que había echado al traste su calma: encorvado hacia delante, con la cabeza inclinada sobre su taza de té. En el interior de esta flotaba aún la bolsita, sujeta a un hilito blanco que estaba enrollado alrededor del asa. Me dio la impresión de que el líquido en el que se mecía se había enfriado ya. Me pregunté si él también estaría en su ratito de descanso del trabajo, pero me pareció poco probable porque se le veía muy relajado. Y tampoco parecía estar vestido para trabajar, a menos que fuera una de esas personas artísticas que se dedican al diseño gráfico y a cuyos jefes les da igual la vestimenta que lleven. Podría tratarse de una de esas iniciativas de las oficinas en plan «Viernes de vestimenta informal», pero estábamos a miércoles. A lo mejor trabajaba en algún sitio hipster, pero… ¿no se suponía que todos los días eran jornadas de vestimenta informal para un hipster?

El desconocido vestía unos vaqueros negros con las rodillas rasgadas a propósito y una camiseta gris oscuro que le quedaba un pelín grande. Tenía varios agujeritos y un estampado desteñido en la pechera, una especie de póster de alguna película de zombis de los sesenta o los setenta. Sobre la camiseta llevaba una chaqueta vaquera desgastada que debía de tener tantos años como él, las mangas remangadas dejaban al descubierto unos antebrazos pálidos salpicados de vello oscuro. A pesar del despliegue de ropa raída, se las ingeniaba para que no pareciera que acababa de librar una batalla contra un puercoespín ni que había estado viviendo en las calles, lo cual me pareció digno de elogio.

Tenía pinta de ser creativo, no habría sido de extrañar que fuera músico o escultor o algo por el estilo; fuera cual fuera su trabajo, estaba claro que su aspecto no era el de una persona que trabajara en una oficina como aquella de la que yo acababa de salir. Me tragué mi bocado de sándwich y tomé un sorbito de café que me quemó un poco al deslizarse por mi lengua, me lo tragué también y cometí el error de no meterme algo en la boca antes de que las palabras empezaran a intentar emerger de ella. Hice un extraño sonido que sonó a «cu» antes de embutirme el sándwich de nuevo en la boca y pringarme de hummus la mejilla derecha. Él alzó la mirada bajo su oscuro flequillo desmadejado y observó mi torpeza por un momento antes de centrarse de nuevo en su fría taza: contemplaba la superficie como si intentara leer los posos del té.

La mano que sujetaba la taza no estaba cubierta de pintura, tinta o arcilla, así que descarté que se tratara de un artista. Vi una serie de cicatrices finitas que se extendían por los nudillos de su mano derecha, que en ese momento tenía cerrada en un puño sobre la superficie de la mesa. Las cicatrices tenían forma de relámpagos bifurcados; al mirar con mayor detenimiento, vi que esa mano tenía las uñas ligeramente más largas y que las yemas de los dedos de su mano izquierda estaban callosas. Era músico, ¡misterio resuelto! Tocaba la guitarra.

Mi boca se abrió de nuevo para preguntarle qué tipo de música tocaba, pero me contuve otra vez. «Limítate a comer tu sándwich y cállate», me dije con severidad. «No hace falta que hables con él. Puedes dar por seguro que él no quiere hablar contigo bajo ningún concepto».

—¿Qué dicen? —¡Por el amor de Dios, Nell!

Alzó la mirada al oír mi pregunta, la misma neblina de antes seguía empañando sus ojos.

—¿Perdón? —dijo con un acento que no alcancé a ubicar.

Indiqué su taza con un rígido gesto de la mano y deseé que me tragara la tierra mientras le repetía la pregunta:

—Los posos de tu té, que qué te dicen. —Ay, ¿por qué no podía limitarme a quedarme calladita?

Él bajó la mirada hacia su más que gastada bolsita de té, le dio unos golpecitos con la punta del dedo que la hicieron bambolearse patéticamente en el agua lechosa antes de volver a quedar inmóvil, y soltó una risita tan sutil que pareció una mera exhalación profunda.

—No mucho, la verdad. —En esa ocasión oí alto y claro su acento irlandés—. No creo que te digan gran cosa estando aún en la bolsita.

—Ah, debe de ser eso lo que he hecho mal hasta ahora.

Intercambiamos una sonrisa mientras las otras personas con las que compartíamos la mesa se retraían un poco más de la conversación, como si temieran que esta pudiera arrastrarlas hacia su campo gravitacional. Él abrió la mano marcada por cicatrices y vi que sostenía en ella algo pequeño y naranja, pude verlo mejor cuando lo deslizó entre dos dedos: me pareció una canica un poco deformada.

—Es un juego que no se valora en su justa medida. —Estuve a punto de alzar una mano y callarme con un bofetón. Al ver que se volvía a mirarme con expresión interrogante, indiqué la canica con la mano—. Yo solía jugar con mi tío a las canicas.

—Ah —se limitó a contestar, antes de guardársela en el bolsillo.

—¿Tocas la guitarra? —Indiqué sus manos con un ademán de la cabeza, y en ese momento me di cuenta de lo perturbadoras que eran mis observaciones.

—Sí, entre otras cosas. —Tenía el ceño fruncido, pero la comisura de su boca se alzó para dibujar una pequeña sonrisa—. ¿Cómo lo sabes?

—Por tus uñas. Mi ex tocaba la guitarra, reconocería en cualquier parte la causa de esos callos.

Noté que me ruborizaba, ¿acaso acababa de flirtear sin querer con aquel hombre al mencionar como si tal cosa que estaba soltera? No solía ser tan lanzada. Había tardado un año en insinuarle siquiera a mi exnovio que me gustaba.

El hombre que estaba sentado junto a mí tenía ese atractivo tan característico de los músicos. Tenía unos grandes ojos azules enmarcados por unas pestañas espesas y una mandíbula ensombrecida por una oscura barba incipiente salpicada de destellos rojizos.

—Perdón. —Tomé un sorbo de café con nerviosismo y me tragué el amargo líquido—. Ya sé que ahora ya no se estila lo de hablar con desconocidos, pero soy incapaz de mantener la boca cerrada por mucho que lo intente.

—Ah, entonces es una especie de problema crónico para ti, ¿no?

Su pequeña sonrisa fue agrandándose hasta llegar a convertirse casi en una gran sonrisa de oreja a oreja y el estómago me dio un brinco. Fue como si acabara de coronar a toda velocidad con el coche la cima de una colina empinada.

—Uy, sí, desde que nací. De hecho, salí del útero materno parloteando con la comadrona. —Me entró esa risa idiota mía que me salía cuando algo me parecía sorprendentemente divertido, y él respondió a su vez con una de una musicalidad melodiosa que yo jamás podría conseguir.

—Bueno, no tienes de qué preocuparte, no me molesta charlar. Aunque no sé si tendré mucho que decir ni lo interesante que será, nunca he sido demasiado parlanchín.

—No pasa nada, lo más probable es que te hable sin parar hasta que mueras de aburrimiento. Así que, si estás dispuesto a correr ese riesgo, seguiré hablando.

—No se me ocurre mejor forma de irme al otro barrio.

Me moví ligeramente para acercarme un poco más a la mesa, mi rodilla golpeó la suya y me dio vergüenza.

—Perdona, ¡lo siento! —Me reí como una niñita y sacudí la cabeza al ver que estaba portándome como una tonta—. Perdón.

—No es más que una rodilla, tengo otra —bromeó él.

Me eché de nuevo hacia atrás, quité la corteza del medio sándwich que me quedaba y la dejé sobre el envoltorio.

—En fin, eh… ¿Has salido del trabajo para comer? —le pregunté.

—No, la verdad es que… ayer dejé mi puesto en Aldi.

Se frotó la nuca con la mano y algo relampagueó en sus ojos durante un instante mientras miraba por la ventana hacia la pared de ladrillo que había al otro lado de la calle. Irradiaba intensidad, como si acabara de acordarse de algo importantísimo que tendría que haber hecho y que había olvidado por completo hasta ese preciso momento.

—Felicidades. ¿Trabajaste allí mucho tiempo?

—Algunos años más de la cuenta. —Se giró de nuevo hacia mí, la intensidad comenzaba a desvanecerse—. ¿Qué me dices de ti? —me preguntó—. Tienes ese pánico típico de alguien que está intentando aprovechar al máximo la hora de la comida.

—Has acertado. Bueno, no es que esté desesperada por escapar de mi trabajo, creo que soy una de las poquísimas personas que disfrutan de su profesión. Pero es que lo pringo todo al comer, así que debo tener en cuenta lo que tardo en recoger y limpiar. —No sé por qué dije eso, iba a darle la impresión de que tenía las funciones motoras de una cría pequeña.

Él se echó a reír.

—Bueno, no he tenido que ponerme a cubierto para esquivar un segundo proyectil, así que me parece que no llegarás tarde al trabajo. —Me miró a los ojos, y hubo algo en esa sonrisa suya que se ensanchó de nuevo que me hizo sentir como si una pesa de plomo me cayera estómago abajo.

En mi propia cara se dibujó una sonrisa y me preocupó tener pimiento rojo entre los dientes, pero deduje que no era así al ver que no ponía cara de asco. Aunque también podría ser que sintiera una extraña atracción hacia las mujeres que se cubrían de comida en vez de comérsela; de ser así, ¿quién era yo (la mujer cubierta de comida de sus sueños) para criticarle por ello?

Moví las piernas con nerviosismo y golpeé con el dedo gordo algo duro que había bajo la mesa, algo que se tambaleó atrás y adelante en un intento de mantenerse en pie y que hizo un sonido sordo contra las viejas tablas de roble del suelo al moverse.

Miré bajo la mesa y encontré una bolsa marrón de papel, vi que tenía el logo de la selecta licorería situada en el viejo centro comercial victoriano que había a la vuelta de la esquina. Alcé la mirada y noté que estaba un poco avergonzado, así que intenté despejar la súbita tensión que se había creado en el ambiente.

—¿Te has hecho un regalo por haber roto con tu trabajo?

Él recuperó la sonrisa de inmediato.

—Sí, algo así.

—Por cierto, ¿qué haces aquí? Creo haber podido deducir que no eres de la zona.

—Uy, ¿en serio? —Enarcó las cejas con teatral admiración, su acento se volvió más pronunciado aún—. ¡Qué oído tan fino tienes!

Nos echamos a reír.

Estaba asombrada al ver lo bien que estaba yendo todo. Me parecía increíble que estuviera logrando flirtear con un hombre, uno muy atractivo que parecía agradable, en su sano juicio, encantador, y que me provocaba mariposas en el estómago. Y, por si fuera poco, resultaba que era irlandés, y todo el mundo sabe que un acento irlandés hace que el atractivo de una persona aumente en un ochenta por ciento más o menos.

Quizás estuviera viviendo mi encuentro fortuito con mi alma gemela, en plan peli romántica. A lo mejor era mi momento de conocer al hombre con el que iba a casarme, y en diez años estaríamos recordándolo rodeados de nuestros hijos y agradeceríamos que aquella pareja hubiera ocupado la última mesa libre.

—Pues resulta que me fui de casa a los dieciocho años y pasé un tiempo en Londres antes de terminar aquí.

—¿No pudiste resistirte a la maravillosa llamada de Birmingham? —le pregunté con sarcasmo.

—Oye, no te infravalores. Este sitio está bien, solo es cuestión de acostumbrarse a ese acento tan raro.

—¡Mira quién fue a hablar!

Me eché a reír y, al quedar de nuevo en silencio, me di cuenta de que él estaba observándome intensamente con una sonrisa ladeada. Sentí que me derretía por dentro. Joder, qué guapo era. Pero, conforme más se alargaba el momento, más crecía el súbito temor de que estuviera mirando en realidad algo que se me hubiera quedado pegado a la cara. Alcé una mano con preocupación y me toqué las mejillas para comprobarlo.

—¿Qué pasa? —Noté que me ruborizaba.

—Nada. —Respiró hondo y volvió a bajar la mirada hacia la superficie de su té—. Es que tienes una sonrisa preciosa, eso es todo.

Sentía el corazón tirante, como si estuviera a punto de estallar. ¿Qué me pasaba? ¿Sería un ataque al corazón?, ¿una indigestión? ¿Sería quizás que, simplemente, no estaba acostumbrada a esas sensaciones? Fueron pasando los minutos, nuestro tiempo se agotaba de forma gradual. ¿Cómo se atrevía mi trabajo a interferir en ese momento donde todo parecía ir encajando?

Estaba apurando al máximo, tardaba unos cinco o seis minutos en llegar a la oficina a pie y tan solo me quedaban cuatro de más. En fin, tenía la opción de ir corriendo. No me gustaba lo más mínimo llegar tarde, era algo que me generaba una ansiedad inenarrable cuyo origen se remontaba a cuando llegaba tarde al cole y tenía que esperar de pie ante todo el mundo hasta que terminaba la asamblea previa a las clases.

—Vaya, he estado tan ocupada hablando de mí misma que ni siquiera te he preguntado cómo te llamas —le dije, mientras me inclinaba un poco más hacia él.

Levantó la mirada del té y acarició el borde de la taza con el dedo índice antes de contestar.

—Charlie.

—Nell.

Su mirada se suavizó.

—Encantado de conocerte, Nell.

«¡Pídele su número de teléfono! ¡Venga, hazlo! Llevas una eternidad hablando con él, ¡pídele el teléfono!». Él no habría mantenido viva la conversación si no estuviera soltero y se habría marchado hacía rato si no estuviera interesado. No era su té frío lo que le impulsaba a quedarse, eso estaba claro.

—En fin, será mejor que vuelva al trabajo, Charlie. —Paladeé aquel nuevo nombre, quería ver cómo me sentía al pronunciarlo. La sensación fue más que buena.

Él me ofreció la mano y no sé si serían imaginaciones mías, pero me pareció ver un deje de decepción en aquellos ojos suyos tan llenos de amable cordialidad.

—Ha sido un verdadero placer charlar contigo —añadí. «¡Pídele su número de teléfono! Aunque solo hagas caso una única vez en toda tu existencia a las voces que tienes en tu cabeza, ¡este es el momento!».

Nos dimos un apretón de manos. Estreché la suya lentamente, alargando el momento en que nuestra piel se tocaba por primera vez. Puede que ese contacto sucediera más veces de allí en adelante, quién sabe, pero para eso tenía que dejar de ser una cobarde y pedirle su número de teléfono.

—Lo mismo digo, Nell. Creo que hoy necesitaba tener una charla con alguien como tú.

—Yo también.

Dio por concluido el apretón y me dio un vuelco el estómago cuando nuestras manos se separaron.

—Me ha encantado conocerte —añadí, consciente de que estaba intentando ganar tiempo mientras hacía acopio de valor.

«¡Hazlo!». Me puse de pie y me eché el bolso al hombro, recogí los desperdicios de mi comida y agarré mi taza vacía. «¡HAZLO!».

—A mí también —contestó él.

«¡Hazlo, miedica!».

Exhalé de forma audible. Tenías las palabras en la lengua, pero se negaban a salir. Tenía miedo. Era una idiota cobardica que estaba muerta de miedo. No estaba acostumbrada a ese tipo de cosas. Hacía muchísimo tiempo que no invitaba a salir a nadie, e incluso en aquella ocasión pasada le había pedido a una amiga que lo hiciera por mí.

Suspiré con pesar y titubeé por un momento, no sabía qué hacer.

—En fin… hasta la vista. —Alcé la mano llena de desperdicios para hacer un pequeño gesto de despedida y di media vuelta.

Abrí la puerta de un tirón, más enfadada que nunca conmigo misma. Con la confianza que había mostrado, y voy y flaqueo en el último momento. ¡Mierda! ¿Qué demonios me pasaba? Llevaba toda la vida con unos ataques de diarrea verbal en los que no había forma de hacerme callar, pero en el momento crucial, justo cuando las palabras importaban de verdad, me quedaba muda.

Las suelas de mis deportivas golpeaban contra el pavimento mientras avanzaba airada entre transeúntes que me lanzaban miradas de suspicacia.

Cuando estaba a punto de llegar a la oficina, cuando tenía el deprimente edificio gris cerniéndose sobre mí como una distópica silueta recortada, me detuve tan súbitamente que me tambaleé por la inercia. Visto desde fuera, nadie diría la cantidad de cosas buenas y positivas que sucedían en el interior de aquel lugar.

¿Cuándo volvería a pasarme algo así?, ¿cuándo tendría otro encuentro fortuito con un apuesto irlandés?, ¿cuándo sucedían cosas como esa en la vida real? ¡Nunca! Exacto, no pasaban nunca, acababa de desperdiciar la oportunidad de mi vida.

Di media vuelta y eché a correr hacia la cafetería. Estaba decidida a hacer lo que la situación exigía, la valentía que me impulsaba me hervía en el estómago junto con el sándwich que acababa de comerme a toda prisa.

«Venga, Nell, ¡tú puedes!». Sujeté el bolso contra la cadera con fuerza, hacía años que no corría; de hecho, no había vuelto a hacerlo desde que estaba en el colegio y tuve que hacer la temida prueba de resistencia. Mis piernas protestaban angustiadas, como si estuvieran preguntándose qué habían hecho ellas para merecer aquello.

Doblé la esquina, estuve a punto de chocar con una mujer que llevaba un carrito de bebé, grité una apresurada disculpa antes de bajar la barbilla hacia mi pecho y esprintar en el último tramo. Cuando llegué a la cafetería, estaba tan jadeante que pensé que iba a desmayarme, tenía la frente perlada de sudor y tenía claro que debía de tener el maquillaje hecho un desastre y bajándome por la cara como crema derretida.

Abrí la puerta y miré hacia el banco corrido, pero el espacio donde él había estado sentado había quedado vacío.

Se me hundieron los hombros al darme cuenta de que lo más probable era que no volviera a verle, me dieron ganas de llorar. Esa había sido mi oportunidad y la había desperdiciado.

Me mordí con fuerza el labio inferior, me di la vuelta y regresé a la oficina a paso lento. El trayecto era más duro en esa ocasión porque me dolían las piernas y por el peso de la aplastante decepción que llevaba a cuestas.

Ahora sí que no iba a llegar a tiempo al trabajo de ninguna de las maneras.

2

 

 

 

 

 

Desperté con esa sensación perturbadora que me invadía siempre que notaba un peso junto a mí en la cama y oía la respiración de una persona dormida en la almohada, a escasos centímetros de mi cara.

Entreabrí un ojo, como si el hecho de dejar pasar una pequeña parte de la imagen pudiera evitar que viera lo que sabía que iba a ver. Y allí, con la cabeza medio hundida en la almohada viscoelástica, estaba el rostro que había visto al despertar miles de veces antes. El cabello rebelde y ensortijado era una nube alrededor de su cabeza, lo tenía despeinado por todas las vueltas que daba en la cama cuando estaba dormido.

Joel y yo habíamos roto dos años atrás, después de pasar siete años y medio juntos. Las cosas llevaban un tiempo yendo de mal en peor, así que, cuando llegó el momento de dar la relación por muerta, fui yo quien se encargó de hacerlo. No había sido fácil. Romper siempre es duro, sobre todo después de tanto tiempo. Acabas por depender de la otra persona, te acostumbras a una rutina y, de buenas a primeras, tienes que imaginar tus días sin la persona en cuestión y sin todas las cosas que conlleva estar con alguien.

Llevaba un tiempo dándole vueltas a la posibilidad de volver a ir por libre, anhelaba esa soledad que tienes cuando no hay que pensar en otra persona a todas horas, pero las cosas me quedaron más que claras casi dos años antes de que rompiéramos, cuando de buenas a primeras me vi esperando en la cola de autoservicio de una farmacia para comprar una prueba de embarazo. Tenía un retraso de semana y media, y mi pánico había ido acrecentándose desde que en mi calendario menstrual del móvil había saltado aquella pequeña notificación que me avisaba de que tenía una falta.

Lloré mientras esperaba a que unas rayitas rosadas marcaran mi futuro y pensé en lo que un bebé significaría para nosotros dos. No podía criarlo sola. No tenía el dinero necesario, no teníamos espacio suficiente y no podía ni imaginarme una nueva vida tomando forma y desarrollándose en aquel pequeño y horrible cuchitril que compartíamos en aquel entonces. Por suerte, no estaba embarazada y, aunque habría de tardar todavía un buen tiempo en hacer algo respecto a la sensación de descontento que me provocaba nuestra relación, ahí fue cuando supe que ese «para siempre» que Joel y yo nos habíamos prometido al principio no sería tan largo como habíamos creído.

Romper fue lo mejor para ambos, eso era indiscutible. Éramos más felices estando separados. Funcionábamos mejor, nos llevábamos mejor también y nos tratábamos con un respeto mutuo mucho mayor que el que nos habíamos tenido durante una buena parte de la relación. Pero en los últimos seis meses, para horror y consternación de las contadas personas que estaban enteradas de la situación, habíamos empezado a convertirnos en una especie de colchón amortiguador mutuo ante un mundo cruel con el que no habíamos tenido que lidiar anteriormente.

Los dos estábamos en el mismo barco aterrador y desconocido, así que parecía lógico que recurriéramos el uno al otro en busca de consuelo.

Todo empezó al fallecer el padre de Joel. El hombre estaba trabajando en el almacén de materiales de construcción donde llevaba empleado quince años. El accidente había ocurrido cuando estaba pasando entre unos estantes para ayudar a un cliente a encontrar una cosa. Una carretilla elevadora sacaba un palé de sacos de cemento de la balda superior al otro lado del estante, que se vino abajo de repente. Fallecieron al instante tanto el cliente como el padre de Joel, quien quedó destrozado. Él se encargó de consolar a su madre, pero una noche, mientras ella dormía gracias a los tranquilizantes que le había recetado la doctora, salió a caminar sin rumbo fijo y terminó frente a mi puerta.

Ned (mi compañero de piso, mejor amigo y compañero de trabajo, es una larga historia) no le tenía demasiada simpatía (por decirlo de forma suave); en su opinión, Joel era un despojo humano que me había fallado tantas veces que no merecía ser perdonado, pero había sido el primer y único amor de mi vida, y existe un vínculo que no se puede negar que existirá siempre. Total, que le dejé entrar, derramé alguna que otra lágrima con él y terminó pasando la noche en mi casa. A ver, no me acosté con él por lástima, no quiero que nadie piense que soy una especie de puta compasiva a la que se paga con historias tristes. Él se sentía solo, yo también. Creo que nos necesitábamos el uno al otro con una especie de soledad mutua que tan solo podía solucionarse de una forma.

Joel y yo pasamos juntos bastante tiempo después de eso. Mi relación tanto con su madre como con sus hermanos había sido bastante estrecha, así que les había ayudado a organizar el funeral y había estado junto a ellos con mi amistoso y absorbente hombro cuando lo habían necesitado. Los familiares por parte de padre vivían en Nigeria, así que yo no los conocía. Su abuela era tan mayor que me recordó a cuando quemas un papel y las cenizas mantienen la misma forma, me daba miedo que un mero toquecito pudiera dañar aquella fina y arrugada piel de un intenso tono marrón y la convirtiera en polvo. Habíamos hablado por teléfono, yo aparecía en todas las postales navideñas que la familia le había enviado en los últimos seis años, así que nadie había tenido el valor de decirle que Joel y yo habíamos roto. Estoy convencida de que le habría dado un ataque al corazón allí mismo si se lo hubiéramos dicho. La cuestión es que mantuvimos aquel teatrillo durante diez días, hasta que la familia regresó a su país y Joel y yo nos despedimos en la puerta con bastante incomodidad.

Nos habíamos acostado juntos unas quince veces desde entonces, quince más de las que había habido en los últimos dieciocho meses de nuestra relación.

Aquellas noches de debilidad solían darse cuando uno de los dos estaba alterado por algo o se sentía solo, cuando uno había tenido un mal día o cuando estábamos aburridos sin más.

Ned me dijo que estaba siendo una insensata, pero yo le recordé que él no rechazaría ni mucho menos a su exmujer si esta apareciera de buenas a primeras.

Suspiré contra el edredón replegado con el que me había cubierto la cara y salí de la cama procurando hacer el mínimo ruido posible. Recogí del suelo la camiseta de Bob Dylan de Joel, me la puse antes de abrir la puerta con sigilo, salí al pasillo y eché a correr hacia el cuarto de baño.

Me metí en la ducha a toda prisa, con el agua bien caliente en un intento de escaldar mis remordimientos de conciencia. La noche anterior me sentía fatal, un apretado nudo me constreñía el estómago por no haber tenido las narices de pedirle a Charlie su número de teléfono. Cuando llamé a Joel y le invité a venir, lo hice deseando estar llamando a otra persona; cuando le atiborré de cerveza y le besé en la cocina, imaginé que era Charlie; no sé en qué estaba pensando mientras le conducía escalera arriba, pero tengo claro que lo que había en mi cabeza no era lo que sé que él hubiera querido. Me lijé una capa de piel con un guante exfoliante y me sequé con una mullida toalla antes de ponerme frente al espejo para echarme una mirada larga, dura y fría. Tenía el mismo aspecto que el día anterior: piel con un bronceado perpetuo (por cortesía de mi padre, ya que mi madre era tan pálida como Casper); el mismo pelo castaño, las mismas cejas grandes y rebeldes sobre unos ojos más grandes aún. Pero a esa imagen familiar de mi persona se habían sumado unas bolsas oscuras bajo los ojos, cargadas de todo el desprecio que sentía hacia mí misma en ese momento.

Sabía cómo iba a terminar aquel encuentro. Iba a pasar lo mismo que en todas las ocasiones anteriores y no estaba segura de poder volver a mantener aquella conversación. Me peiné, me cepillé los dientes y, después de exhalar un gran suspiro, regresé a la habitación. Justo cuando llegaba a la puerta, Ned salió al descansillo y ladeó la cabeza en un gesto de desaprobación.

—No digas nada, ya me siento lo bastante mal conmigo misma —le pedí en voz baja. Tenía la esperanza de poder vestirme y escabullirme rumbo al trabajo sin que Joel se despertara. Sí, era una huida cobarde, pero nunca fingí ser una persona valiente.

Entré con sigilo en la habitación y se me cayó el alma a los pies al verle medio vestido ya, con aquellas gafas de montura roja que yo misma había elegido para él colocadas sobre la nariz, buscando su camiseta.

—Ah, ¡aquí está! —dijo con una amplia y alegre sonrisa al verme—, estaba buscándola. —Se acercó a mí y me posó una mano en el hombro—. Aunque a ti te queda mucho mejor.

Se inclinó hacia delante e intentó besarme. No sé por qué actuaba así. ¿Por qué pensaba siempre que las cosas iban a cambiar, que sería distinto en esa ocasión?

—Joel, sabes de sobra lo que voy a decir —le dije con voz suave, sintiéndome la peor persona del mundo.

Cuando iniciábamos aquellos encuentros, o rollitos de una noche, siempre lo hacíamos estando en la misma onda al principio: aquello era sexo, nada más. Un revolcón entre las sábanas para aliviar el tedio y la soledad de la árida vida social que teníamos ambos. Pero al llegar la mañana él siempre creía que las cosas habían cambiado, que las heridas habían quedado sanadas, que yo le amaba como antaño.

—Venga, Nell. Esto de que siempre terminemos por estar juntos debe de tener un porqué. Sí, ya sé que dejamos que las cosas se enfriaran al final, pero estamos hechos el uno para el otro. Estoy seguro de que tú también lo sientes así.

Yo eché a andar hacia mi cómoda para que dejara de mirarme fijamente a los ojos como Kaa, la serpiente de ElLibro de la selva, como intentando hipnotizarme para lograr que volviera a enamorarme de él. Abrí un cajón, saqué la primera ropa interior que vi y me la puse como buenamente pude mientras procuraba con firmeza que su camiseta siguiera cubriendo las partes que no quería que él volviera a ver nunca más.

—¡Estábamos de acuerdo! —Estuve a punto de perder los estribos, pero procuré suavizar un poco mi tono de voz—. Acordamos que esto no era más que sexo. Tú también estuviste de acuerdo con eso, no lo olvides.

Detestaba la persona en la que me convertía Joel. La verdad es que no había sido demasiado agradable que digamos en los últimos años de nuestra relación, eso era algo que podía ver a esas alturas al mirar atrás y no quería volver a ser jamás esa versión de mí misma: amargada y deprimida, con una furia volátil que se encendía a la más mínima oportunidad. Pero cuanto más tiempo pasaba con Joel, más notaba que esa persona iba regresando.

—No lo olvido, pero es que… Nell, llevamos medio año haciendo esto. ¿Eso no te dice nada?

Mi enfado iba acrecentándose con cada milisegundo que pasaba. Siempre me hacía sentir que yo era la villana, esa era su especialidad. Él sabía perfectamente bien lo que habíamos acordado: aquí te pillo, aquí te mato; momento de debilidad; rollete; encuentro de una noche; desafortunado error. Da igual cómo quisieras llamarlo, eso es lo que era.

—No, Joel. —Me quité su camiseta ahora que todo estaba oculto ya tras la ropa interior, se la entregué y le sostuve la mirada con firmeza—. Que practiquemos sexo cada cierto tiempo no significa que las cosas hayan cambiado, no significa que hayamos arreglado nada de lo que estaba roto. Lo único que hace esto es enyesar las grietas por un tiempo. Si retomáramos nuestra relación, las cosas saldrían igual que la primera vez. —Aceptó la camiseta. Tenía los ojos muy abiertos, como un niñito que estaba a punto de echarse a llorar a lágrima viva—. Creo que debería ser la última vez que sucede esto.

Ya sé que no era la primera vez que se lo decía, y que en todas las ocasiones anteriores lo había dicho en serio. Y no es que yo fuera la única culpable de aquella dinámica tan tóxica que manteníamos. Pero me sentía incapaz de seguir con aquello, de ver la desilusión que volvería a reflejarse en sus ojos cuando su plan de reunirnos fallara por enésima vez. No era justo para él, y tampoco era justa para mí aquella manipulación suya que hacía que después estuviera sintiéndome mal conmigo misma durante días.

Se pasó la camiseta de Bob Dylan por encima de la cabeza y se sorbió las lágrimas. Yo me di la vuelta y me acerqué al espejo para acometer la tarea de ponerme presentable para la jornada que tenía por delante.

—Bueno, hasta la vista entonces —me dijo, antes de acercarse por detrás. Me pasó las manos por la cintura, me atrajo hacia sí para apretar su cuerpo contra el mío y me besó con delicadeza la mejilla. Mierda.

No me volví para ver cómo se marchaba. El tema estaba zanjado, aquella era la última vez.

Tenía que serlo.

3

 

 

 

 

 

La gran paloma regordeta que se había posado en la ventana me restregaba en las narices su libertad y me arrullaba desde el otro lado del cristal, sus ojitos redondos y brillantes estaban sacándome de quicio. Habíamos estado observándonos mutuamente en una especie de duelo al estilo del Salvaje Oeste desde que yo había vuelto del baño minutos atrás. Caminaba pavoneándose por el alféizar y se la veía más lustrosa que la típica recolectora de migajas que ronda a las puertas de las panaderías Greggs, a la espera de que caiga al suelo algún pedacito de las típicas pastas de hojaldre rellenas de salchicha, alubias y queso fundido. Aquel pequeño pajarillo provocador era una paloma volteadora, aunque dudo mucho que alguno de mis compañeros de la oficina lo supiera; de hecho, ni siquiera sé si alguno de ellos había notado su presencia. En mi caso, pude distinguirla porque un tío mío había sido colombófilo y había criado palomas de distintas variedades a lo largo de los años.

La palabra «colombófilo» siempre me había parecido sofisticada y un poco desconcertante, me traía a la mente la imagen de hombres hechos y derechos mirándolas como Bob Hoskins miraba a Jessica Rabbit.

La paloma me dio la espalda como si su cupo diario de interés por mi vida se hubiera agotado, y la verdad es que no pude culparla por ello. Aquel fallo que había tenido en la cafetería el día anterior y el subsecuente error con Joel me habían perseguido como un hedor persistente que no puedes quitarte de encima y que lo agría todo. La paloma saltó del alféizar, extendió las alas y voló hacia el cielo crepuscular. Se perdió de vista antes de que me diera tiempo de verla mostrar su maestría en el aire.

Yo ya había visto alguna que otra de esas exhibiciones: vuelan con toda normalidad hasta que, de buenas a primeras, se paran como si les hubieran pegado un tiro. Entonces dan una vuelta sobre sí mismas y se precipitan hacia el suelo por el aire hasta que das por hecho que su tiempo en este mundo ha llegado a su fin, que han pasado a mejor vida, que han estirado la pata. Pero entonces remontan el vuelo y regresan a la bandada como si tal cosa. Mi tío me explicó una vez que se trata de una táctica de supervivencia que las palomas domésticas han desarrollado a lo largo de los siglos, pero a mí me parece raro que un método para sobrevivir parezca tanto todo lo contrario.

Exhalé un suspiro, clavé los talones en la alfombrilla azul claro que tenía bajo mi mesa de trabajo y que estaba deshilachada después de tantos años de uso, y me acerqué un poco más a la mesa. Al ponerme de nuevo los auriculares, la banda de plástico regresó al surco que siempre creaba en la piel de detrás de mi oreja.

Dirigí la mirada hacia mi pantalla y vi que había tres llamadas a la espera. Cliqué sobre una de ellas, la acepté y me recliné contra el respaldo de la silla antes de respirar hondo y contestar.

—Hola, has llamado a Mentes Sanas. ¿Con quién hablo, por favor?

Me contestó una voz familiar.

—¿Eres tú, Nell?

—Hola, Jackson. ¿Qué tal estás hoy?

Jackson llevaba cinco años llamando de forma regular, casi una vez por semana; de hecho, su primera llamada a la línea de ayuda se produjo en mi primer día de trabajo y sentí una especie de afinidad con él. Era bipolar y padecía una profunda ansiedad social con la que intentaba batallar cada vez que tenía la ocasión; y algunas de esas batallas eran más exitosas que otras. En el tiempo que yo llevaba ayudándole a través del teléfono, habíamos logrado encontrarle un médico adecuado y la medicación correcta, y estaba mejor que nunca. Las cosas iban por buen camino hasta el fallecimiento de su madre, que se había producido el año anterior y empeoró la situación.

—Bastante bien. —Lo dijo como intentando convencerse a sí mismo—. Mejor que la semana pasada, pero peor que cuando haya escuchado tu voz unos minutos más.

Yo sonreí y me relajé un poco. Jackson siempre me hacía sentir cómoda, porque era como hablar con un viejo amigo. A menudo pensaba en lo extraño que era el hecho de que, en caso de que nos cruzáramos por la calle algún día, no tendría ni idea de que se trataba de él a pesar de que, aparte de su médico, yo era quien mejor conocía los entresijos de su mente. Cuando le tocaba otro operador, pedía que me pasaran la llamada a mí por mucho tiempo que tuviera que esperar.

De joven no se me había pasado por la cabeza dedicarme a aquello. Quería ser orientadora o trabajadora de apoyo para ayudar a la gente, me gustaba ver una sonrisa cuando terminaba el llanto. Pero la uni había sido abrumadora para mí, sentí que me hundía en un mar de gente que parecía tenerlo todo mucho más claro que yo. No sabía qué era lo que me había perdido, si existiría quizás un libro que había pasado por alto o alguna clase a la que no había asistido por error, pero daba la impresión de que todos los demás sabían mucho más que yo. Al final, decidí dejar atrás aquel mundo tan confuso.

Mantuve el contacto con amigos que seguían yendo a la uni. En vez de estudiar, me dediqué a la parte de la vida estudiantil centrada en la bebida y las fiestas, y fue así como conocí a Joel. Estuve trabajando en cafeterías durante un tiempo y pasé una temporada vendiendo alfombras, pero, después de dedicarme durante años a trabajos que tan solo servían para ganar dinero, que no aportaban al mundo nada de mayor valor, decidí trabajar como voluntaria en la línea de ayuda de Mentes Sanas. Solo pensaba quedarme unos cuantos meses, pero al cabo de seis meses seguía allí todavía y el coordinador me ofreció uno de los escasos puestos remunerados. Acepté sin pensármelo dos veces.

Me encantaba ayudar a la gente, colgar el teléfono sabiendo que la persona que había llamado se sentía más libre y feliz que cuando yo había contestado desde el otro lado de la línea. Pero el trabajo no siempre era de color rosa. Normalmente, en cuestión de medio minuto podía intuir si iba a tratarse de una llamada suicida o no y, cada vez que me encontraba en una de esas temidas situaciones, se me formaba un nudo en el estómago y el corazón me martilleaba en el pecho. Esas llamadas no eran tan frecuentes como podría llegar a pensar la gente, pero, cada vez que recibía una, la boca se me secaba de golpe y, aunque me mostraba calmada y tranquilizadora por fuera, tenía una vorágine de ansiedad por dentro. Porque basta con una frase mal formulada para que una persona pase de pensar en hacerlo a hacerlo realmente, una mera frase dicha sin pensar. Y eso supone una gran presión.

Cuando Ned había atendido una llamada suicida, te dabas cuenta enseguida. Las llamábamos «llamadas duras», porque eso eran exactamente: duras para ellos, duras para nosotros.

Ned había tenido una especialmente dura varios años atrás, y dio la casualidad de que fue en su cumpleaños. Se le había visto alegre durante gran parte de la jornada y eso era raro en él, porque suele detestar su cumpleaños. Barry, el coordinador, le había sorprendido con un pastel, y todos los compañeros le habíamos cantado Cumpleaños feliz. Y entonces volvió al trabajo y contestó a la llamada que habría de quitarle de golpe esa jovialidad cumpleañera. No llegó a saber jamás lo que fue de la persona que estaba al otro lado de la línea y, en cierto modo, eso es incluso peor que saber la verdad, porque la ambigüedad deja espacio para la esperanza y esta es lo más cruel que hay en el mundo.

Jackson había sido una llamada dura en varias ocasiones, pero no fue el caso en esa ocasión. Lo único que quería ese día era charlar y hablar sobre su jornada de trabajo y sobre cómo había estado sintiéndose. El médico había probado a ponerle otro tratamiento para la ansiedad y me contó que, de momento, estaba funcionando de maravilla. Me contó también que pensaba pedirse un curry, y que iba a dejar lista la primera temporada de Juego de tronos para empezar a verla en cuanto llegara el repartidor con la comida.

Pasaron quince minutos hasta que se despidió con su habitual «Chao, Nell» y terminó la llamada.

Me recliné contra el respaldo de mi silla y, al ver que todas las llamadas estaban siendo atendidas, me volví a mirar por la ventana de nuevo. La luz crepuscular iba dando paso a la oscuridad y alcancé a ver mi reflejo en el cristal. En mi pelo ya no quedaba ni rastro de las delicadas ondas playeras que había intentado hacerme con gran éxito aquella mañana cuando, después de que Joel se fuera, me había puesto a ver un tutorial de YouTube sobre diez usos que se le pueden dar a una plancha alisadora. En ese momento lo tenía lacio a la vez que encrespado, algo que ni siquiera sabía que fuera posible. Agarré uno de los coleteros que tenía junto a mi monitor desde tiempos ancestrales y recogí mi rebelde cabellera en un moño alto.

En la ventana vi reflejado a Ned, que se acercaba tras concluir la reunión que acababa de tener con Barry. Al llegar a su cubículo, apoyó el codo con actitud relajada en la mampara que había entre nuestros respectivos escritorios.

—Ve a ver a Barry si ya has terminado de contemplarte con admiración en el cristal, tiene que pedirte un favor —me dijo.

Barry era la persona menos inspiradora que yo había conocido en toda mi vida, el mero tono de resignación de su voz bastaba para quitarle el entusiasmo a cualquier conversación; a pesar de eso, era un orientador tan bueno que había empezado como voluntario y había ido ascendiendo hasta el puesto de coordinador en el transcurso de los ocho años que llevaba allí.

—No creo que «admiración» sea la palabra adecuada —contesté yo—. «Asco» sería una buena alternativa, o incluso «desaprobación» quizás.

—¿Cuántas veces te he repetido lo mismo? Tienes que dejar atrás a Joel, no es bueno para ti. —Me miró con cara de «te lo dije».

—Sí, ya lo sé. —Exhalé un suspiro—. En fin, ¿qué quiere Barry de mí?

—El voluntario nuevo, Caleb, está atascado en el tráfico y llegará un poco tarde. ¿Podrías cubrir su puesto hasta que llegue?

—Vale, cualquier distracción es buena si me sirve para dejar de pensar en lo idiota que soy. —Esbocé una sonrisa.

Él lanzó una mirada alrededor para asegurarse de que nadie estaba prestándonos atención y susurró:

—He comprado carne picada cuando he salido a comer, ¿te apetecen unos espaguetis a la boloñesa y un maratón de Casos sin resolver?

—Suena genial —contesté, susurrando también, antes de volverme de nuevo hacia la pantalla y de recolocarme los auriculares.

Ned miró con disimulo a Beryl, la voluntaria que estaba sentada frente a mí, y volvió a ocupar su cubículo como si acabara de completar con éxito una misión encubierta.

Él y yo congeniamos muy bien cuando empecé a trabajar en Mentes Sanas, cinco años atrás. Ned llevaba algo más de tiempo allí que yo, y era otro de los empleados que recibían un sueldo. Nuestros cubículos estaban en la esquina del fondo, era una ubicación muy codiciada que nos habíamos ganado a base de ir avanzando consistentemente de una mesa a otra cada vez que alguien se marchaba hasta que, finalmente, habíamos obtenido las que queríamos. Sabía que él tenía cuarenta y tantos años, pero no tenía ni idea de la cifra exacta porque siempre era muy vago en lo referente a ese tema. Tenía una estatura inferior a la media, un cuello más largo de lo común (estoy convencida de que esto último era para intentar compensar la falta de longitud de las piernas), unos grandes ojos marrones y un cabello corto, oscuro y de lo más común y corriente. Era, en todos los aspectos, una persona del montón. Pero poseía algo que tienen algunas personas, ese no sé qué que tiene brillo propio e ilumina todo lo demás. Soy consciente de que muchas de las mujeres de la oficina se sentían atraídas por él, pero para mí siempre ha sido el bueno de Ned, un viejo amigo platónico.

Su mujer y él se separaron varios años atrás, yo creo que estuvo jugando con él demasiado tiempo; en mi opinión, ninguna mujer decente debería obrar así. En aquel entonces vivía solo en una gran casa victoriana situada en uno de los barrios de las afueras más codiciados de la ciudad, y creo que se sentía tan solo como yo. Cuando empecé a trabajar en la línea de ayuda, yo vivía en un pisito de mala muerte situado encima de un kebab en una calle que digamos que tenía un código postal poco deseable. Joel y yo nos habíamos mudado allí un año después de dejar la universidad. Tres semanas después de la mudanza hubo un tiroteo desde un vehículo en movimiento al final de la calle, pero, afortunadamente, la única víctima fue la puerta del conductor de un Peugeot 206.

Joel y yo vivimos cual sardinas en lata en aquel cuchitril durante años y, cuando nuestra relación se fue a pique, él regresó a casa de sus padres. Me costó lo mío hacer frente a las facturas sola (aunque no es que Joel hubiera contribuido demasiado al pago del alquiler, la verdad). El interior del piso olía siempre a carne pasada de döner y a yogur con menta (lo que, después de un periodo de tiempo sorprendentemente corto, generó en mí una aversión de por vida a los kebabs).

Ned y yo nos habíamos hecho amigos de inmediato a raíz de que me diera una crisis nerviosa en los baños del trabajo; mi casera me había llamado por teléfono con una actitud especialmente borde y él me oyó llorar desde el pasillo. Me llevó a un chino para animarme y me ofreció que me fuera a vivir con él en calidad de inquilina; la idea me pareció razonable: él tenía aquella enorme casa y yo detestaba mi horrible cuchitril; por otro lado, el alquiler que me pedía era la mitad de lo que yo ya estaba pagando en mi piso. Me dijo que sería agradable tener a alguien con quien ver documentales sobre crímenes reales al terminar la jornada de trabajo, y que con otra persona viviendo allí se sentiría menos culpable por encender la calefacción.

Yo permanecí en mi piso hasta finales de mes y, en cuestión de dos semanas, me mudé a casa de Ned y dejé atrás el sofá con aroma a kebab.

 

 

Mi jornada laboral había terminado veinte minutos atrás y Caleb no había hecho acto de presencia aún. Pero a Ned todavía le quedaba una hora de trabajo, así que no tenía prisa por irme a casa. No quería tener tiempo libre para pensar en las oportunidades perdidas con irlandeses guapetones ni en las que me gustaría haber dejado pasar con exnovios.

Me enderecé en la silla al oír a través de los auriculares la señal que indicaba que había una nueva llamada. Respiré hondo, adopté mi actitud calmada y tranquilizadora y acepté la llamada.

—Hola, has llamado a Mentes Sanas. ¿Con quién hablo, por favor?

La única respuesta fue el quedo sonido de una exhalación de aire al rozar el auricular. Esperé uno o dos segundos antes de volver a intentarlo.

—¿Hola?, ¿estás ahí? —Oí que alguien inhalaba—. ¿Hola?

—Hola.

—¡Hola! ¿Qué tal estás?

Era una pregunta común, una que se hacía a diario en el mundo y que tan solo recibía una respuesta sincera en contadas ocasiones. Pero allí, en aquella oficina y en todos los centros similares, la respuesta de rigor no era necesaria. Allí nos esforzábamos siempre por llegar a la verdad.

La línea se entrecortaba, la conexión iba y venía.

—No… no sé… cómo… ar…