A traves del olvido - Metsy Hingle - E-Book
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A traves del olvido E-Book

METSY HINGLE

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Beschreibung

Por mucho que él afirmara ser su marido, Claire no conseguía recordar a aquel hombre ni la lujosa vida que insistía haber compartido con ella en Nueva Orleans. Lo que no podía negar era la pasión que él le provocaba, aunque Claire no se atreviera a dejarse llevar por sus emociones. Especialmente porque intuía que su supuesto marido no se lo había contado todo. Cuando Matt descubrió que Claire había vuelto a su vida con amnesia, aprovechó la oportunidad para intentar recuperarla... y protegerla de su agresor. Matt podía correr cualquier riesgo, salvo el de perder el amor de su vida.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Metsy Hingle

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

A través del olvido, n.º 1078 - agosto 2018

Título original: Wife with Amnesia

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-657-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

–¿Está diciendo que nadie ha reclamado a la niña?

Sentada en el despacho del orfanato Saint Ann, encogida como un ratoncito, la pequeña miró de reojo hacia la puerta, donde sor Mary Patrick estaba hablando en voz baja con un hombre.

Era él, el policía que la había encontrado escondida en el confesionario.

«Ha venido para decirle a la monja que no tengo que quedarme en el orfanato. Que mi madre ha venido a buscarme como me había prometido».

–No lo entiendo, hermana. Ha pasado una semana desde el huracán –estaba diciendo el policía–. Hemos puesto la fotografía de la niña por todo Nueva Orleans, en periódicos, en televisión… pero nada. Nadie la ha reclamado, ni siquiera han denunciado la desaparición de una niña de tres años.

–Yo tampoco lo entiendo –suspiró la monja.

–Sus padres deben estar en alguna parte. ¿Por qué nadie la busca?

«Tengo una mamá. Y mi mamá vendrá a buscarme, como siempre».

Sor Mary Patrick la miró entonces y la niña contuvo el aliento, intentando quedarse muy quieta, como su madre le había dicho que hiciera. Por fin, la monja se volvió hacia el policía.

–Sigue sin decir una palabra. No quiere decirnos su nombre ni el de sus padres, suponiendo que los conozca.

–¿Sabe si la niña tiene algún problema físico?

–Los médicos han dicho que no. Entiende lo que se le dice, pero se niega a hablar y creen que es debido a algún trauma. Además, por los hematomas, está claro que la golpeaban.

El policía hizo un gesto de furia que le recordó a Carl. De repente, la niña tenía miedo y quería salir corriendo, esconderse otra vez. Pero no podía hacerlo y apretó su osito de peluche. Tenía que quedarse allí por el momento, se dijo a sí misma. Tenía que ser una niña buena y esperar. Como le había prometido a su mamá.

«Prométeme que vas a ser obediente, cariño. Prométeme que no vas a hacer ruido. Mamá tiene que hacer una cosa para que Carl no pueda encontrarnos. Después, volveré por ti».

Los truenos retumbaban en el aire y la pequeña apretó el osito contra su pecho.

«¡No te vayas, mamá! Tengo miedo».

«Solo es una tormenta, cariño. No pasa nada».

La niña se había secado las lágrimas que corrían por sus mejillas, doloridas por la bofetada de Carl aquella mañana.

«Aquí estarás a salvo hasta que yo vuelva. Pero recuerda, si alguien te encuentra, tú no digas nada. Ni siquiera tu nombre. Sé una buena chica y haz lo que te digan, pero no digas nada. Y no te preocupes, mamá vendrá por ti».

–¿Y qué va a ser de ella? –preguntó entonces el policía.

–Hemos empezado a hacer gestiones para que se quede aquí, en Saint Ann.

–Hasta que alguien la adopte, ¿no?

Una expresión triste cruzó el rostro de la monja.

–Esperamos que todos nuestros niños sean adoptados, pero la mayoría de las parejas quieren adoptar un recién nacido y me temo que la edad va a ser un problema. Su negativa a hablar y el hecho de que hayan abusado de ella hace que la adopción sea aún más problemática. Pero si tenemos suerte, puede que encontremos una buena casa de acogida.

«Sor Mary Patrick se equivoca. Yo no necesito una casa de acogida porque mi mamá va a venir por mí como me ha prometido».

–Es tan pequeña… –murmuró el policía–. Es horrible.

–Desde luego que sí. Pero lo más terrible es que una niña tan pequeña tenga unos ojos tan tristes. Desgraciadamente, así llegan todos los niños a este orfanato. Por eso hay que rezar mucho –dijo la monja, tocando el brazo del hombre–. ¿Quiere saludarla?

–Sí, claro.

La hermana lo llevó hacia la silla donde la niña apretaba su oso de peluche.

–Claire, ¿recuerdas al sargento Jamison? Es el policía que te trajo aquí. Ha venido a verte.

–¿Claire? –repitió él, sorprendido.

Sor Mary Patrick hizo una mueca.

–Teníamos que ponerle un nombre y como la encontró durante el huracán Claire, nos pareció el más adecuado. Así que, hasta que nos diga cuál es su verdadero nombre, la llamaremos Claire.

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Veinticinco años más tarde

 

–¿Dónde está mi mujer?

Ella se incorporó en la cama, pero el dolor la obligó a cerrar los ojos. Le explotaba la cabeza. Cuando se llevó la mano a la frente, notó que tenía una gasa en la sien derecha.

–Cálmese, por favor.

–¡Quiero ver a mi mujer ahora mismo!

La impaciencia en la voz del hombre la alteraba y cuando miró alrededor, su confusión aumentó aún más. No reconocía aquella puerta de madera blanca, ni la cama, ni el suelo…

¿Dónde estaba?

Cuando se miró el brazo, comprobó que llevaba una pulsera de plástico de las que ponen en los hospitales.

–Claire Gallagher –leyó la etiqueta en voz alta. Esperaba que aquel nombre le resultase familiar, que le recordase algo, pero no era así. Angustiada, intentó apartar las sábanas, pero al moverse sintió un terrible dolor en el tobillo izquierdo. Intentó llevarse allí la mano, pero no podía hacerlo porque algo tiraba de su brazo.

Atónita, comprobó que le habían puesto una vía conectada a una botella de suero. La vía, sujeta por un esparadrapo, le revolvió el estómago.

Aterrada, se puso una mano en la boca para intentar calmarse. Tenía que haber una explicación para todo aquello. Tenía que haberla.

Sábanas esterilizadas, una botella de suero, paredes blancas… estaba en un hospital. Dejándose caer de nuevo sobre la almohada, Claire intentó recordar. Pero era difícil con aquel terrible dolor de cabeza.

¿Qué le había pasado? ¿Había tenido un accidente? ¿Dónde, cuándo?

Cerró los ojos e intentó recordar… algo… cualquier cosa que le dijera por qué había terminado en un hospital.

Pero entre el dolor de cabeza y el sonido de las voces al otro lado de la puerta, era imposible concentrarse. Además, todo era muy confuso. Recordaba un hombre con una bata blanca moviendo la mano frente a su cara mientras le preguntaba cuántos dedos veía…

–O me dice dónde está mi mujer o la buscaré yo mismo.

El pulso de Claire se aceleró. La voz del hombre la turbaba. ¿Lo conocía? Había algo en su voz… algo que le resultaba familiar. Pero fuera lo que fuera, no lo recordaba.

–Puede volver a su trabajo, enfermera Galloway. Yo me encargaré de esto.

Claire reconoció la voz del segundo hombre… era el médico que la había examinado.

–¿Dónde está mi mujer?

–Contrólate, Matt. Estás montando un escándalo.

–¿Ah, sí? Pues como no vea a mi mujer en diez segundos, voy a despertar a todo el hospital.

–Cuando la trajeron, estaba inconsciente y no llevaba documentación. Fue una suerte que yo estuviera de guardia, pero considerando la situación entre vosotros, no sé si he hecho bien en llamarte. No hagas que lo lamente, Matt.

–Muy bien, Jeff. Lo siento. Es que cuando me dijiste que estaba herida y que el hombre tenía una pistola… me volví loco. Supongo que ella no querrá saber nada de mí, pero tengo que verla. Tengo que ver con mis propios ojos que se encuentra bien.

–Cálmate, Matt. Nadie está intentando esconderla. Lo que pasa es que ha estado inconsciente casi todo el tiempo. Voy a ver cómo está y después podrás pasar. ¿De acuerdo?

–¡Jeff, espera! Dime la verdad. ¿Va a… va a salir de esta?

Pobre hombre, pensó Claire. Estaba verdaderamente angustiado por encontrar a su esposa. Pero ella tenía sus propios problemas. Como por ejemplo, averiguar por qué estaba en un hospital y cómo había terminado allí.

–Está bien, Matt. No te preocupes.

–Pero dijiste que el atracador llevaba una pistola…

–Sí, pero no disparó. Solo la golpeó en la cabeza.

A Claire le resultaba imposible concentrarse en su propia situación con el drama que estaba teniendo lugar al otro lado de la puerta.

–¿Ha recuperado la conciencia?

–A ratos. Hemos tenido que darle doce puntos y tiene un esguince en el tobillo, pero todo eso curará con el tiempo.

–Dijiste que hubo complicaciones.

–Dije que «podría» haber complicaciones. Le han dado un golpe en la cabeza y temí que hubiera sufrido una conmoción cerebral…

Una voz por megafonía impidió que Claire escuchase el resto de la frase. Mejor, pensó, con un suspiro. Escuchar requería concentración y la concentración requería energía. De repente, se sentía tremendamente cansada. Le pesaban los párpados y le costaba un tremendo esfuerzo mantener los ojos abiertos.

Pero en cuanto cerró los ojos, una tormenta la envolvió, empujándola hacia un abismo oscuro. Estaba corriendo… Caras y voces se mezclaban y la necesidad de escapar era urgente. Alguien corría tras ella. «Escóndete», le decía una voz. Claire corría y corría, sintiendo el sabor de las lágrimas, pero no dejaba de correr.

«No te pares. Sigue corriendo», le decía aquella voz. «Escóndete».

Claire seguía corriendo a través de las sombras. Cayó al suelo, se levantó. Siguió corriendo cada vez más aprisa, sintiendo que le quemaban los pulmones… Y entonces, podría haber jurado que oyó de nuevo la voz ronca del hombre que buscaba a su esposa. Y aquella vez, estaba diciendo su nombre.

 

 

–¿Claire? ¿Puedes oírme, Claire?

Claire lanzó un gemido, intentando escapar de las telarañas del sueño.

Unos dedos fuertes y masculinos acariciaban su rostro.

–Intenta despertar, Claire. Abre esos preciosos ojos para mí.

Su cabeza parecía a punto de estallar, pero Claire intentó soportar el dolor. Quería ver la cara del hombre que la había consolado durante una larga noche de pesadillas. Cuando por fin consiguió abrirlos, dos cosas se registraron en su cerebro simultáneamente: la primera, que el rostro del hombre era tan atractivo como su voz. Guapo como Cary Grant, con el cabello negro, pómulos altos, mentón cuadrado y ojos grises como el pedernal.

Lo segundo que registró era que no lo había visto en su vida.

Él la miraba con una intensidad turbadora.

–Bienvenida.

–Gracias.

–¿Te encuentras bien? Puedo llamar al médico y…

–No –lo interrumpió ella, intentando concentrarse.

Estaba en un hospital y su nombre era… Claire Gallagher, recordó, echando un rápido vistazo a la pulsera que llevaba en la muñeca. Y el hombre que la miraba con aquellos ojazos grises era… Claire intentó recordar, pero le resultaba imposible. Un escalofrío de pánico la recorrió. Intentó incorporarse en la cama, pero el dolor la obligó a lanzar un gemido.

–Tranquila, Claire. ¿Te duele la cabeza?

–Sí.

–Voy a llamar al médico.

–No, espera. Estoy bien.

No quería tomar nada que la confundiera más.

–¿Segura?

–Segura.

–Me alegra saber que uno de los dos está bien –dijo el hombre entonces, sonriendo–. Me di un susto de muerte cuando llamó Jeff. No me sorprendería nada que mi pelo se hubiera vuelto completamente blanco.

Pero no era así. Su pelo era negro como el azabache y se rizaba un poco sobre la nuca. El rostro del hombre le resultaba familiar… ¿por qué no recordaba quién era o qué tenía que ver con ella?

–Tenía tanto miedo de haberte perdido –dijo él entonces, angustiado.

–Estoy bien –murmuró Claire, conmovida por el dolor de aquel extraño.

El hombre apretó su mano con fuerza.

–Es que… –empezó a decir, como si estuviera luchando consigo mismo–. Lo siento. Ya sé que no te gusta que me ponga pesado, pero cuando pensé que podrías… Vas a tener que añadir otro pecado a la lista porque, por Dios bendito, tengo que hacer esto.

Y antes de que pudiera evitarlo, el hombre la besó. Lo hacía de una forma tan tierna, tan suave, que Claire no pudo apartarse. La dulzura de aquel beso, aunque fuera de un desconocido, la conmovía.

Él levantó la cabeza y se quedó mirándola, sorprendido. Antes de que pudiera decir nada, volvió a besarla, aquella vez con ansiedad, con desesperación. Y la ansiedad del hombre provocó un incendio dentro de ella. Claire enredó los brazos alrededor de su cuello y… de repente, abrió los ojos. ¿Qué estaba haciendo? No conocía a aquel hombre, ni siquiera recordaba su cara. Asustada, lo empujó hacia atrás.

–¿Quién eres? –preguntó, con voz temblorosa. Un temblor no solo de miedo, sino de excitación, tenía que reconocer.

–Soy Matt –contestó él, con un gesto de tristeza que se le clavó en el alma.

–Matt –repitió Claire.

Esperaba reconocer aquel nombre, esperaba que le abriera alguna puerta, pero no fue así. Con los ojos cerrados, repitió el nombre una y otra vez. Nada.

No recordaba nada. Su mente era una página en blanco.

–¿Te conozco? –preguntó, sin pensar. Pero era una pregunta idiota. Estaba claro que se conocían. ¿Por qué si no la habría besado de tal forma?

–Yo diría que sí. Soy tu marido.

 

 

–¡Mi marido!

Matt apretó los dientes. Era como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Cuando ella le devolvió el beso, pensó que… se había permitido creer que Claire seguía amándolo, que lo había perdonado.

El desencanto era como un cuchillo en su corazón. Era un idiota. Solo un idiota habría creído que el accidente de Claire podía borrar los seis terribles meses que había pasado sin ella.

Cuando observó su pálido rostro, los angustiados ojos de color canela, tuvo que contener una maldición por su torpeza. Jeff le había advertido que aquello podría pasar. Que el golpe que había sufrido en la cabeza y su desorientación podrían indicar algo muy serio.

Pero se sentía culpable por no haber podido protegerla y cuando por fin ella abrió los ojos y le devolvió el beso, la alegría de haberla recuperado lo había hecho olvidar que estaba enferma.

Los labios de Claire después de tantos meses eran como el salvavidas para un náufrago. No había podido evitarlo, necesitaba sus labios como un hombre sediento necesita un trago de agua.

–¿Estamos casados?

La pregunta hizo que Matt dejase a un lado los remordimientos.

–Sí.

No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que Claire no podía recordar nada. Probablemente, sufría algún tipo de amnesia a causa del golpe en la cabeza. Lo que no sabía era hasta qué punto había perdido la memoria. Si no recordaba que era su marido, obviamente no recordaría que estaban separados. ¿Debía decírselo?, se preguntó. Matt decidió no hacerlo, aunque sabía que estaba mal. Pero ella estaba sola en el mundo. Si no la cuidaba él, ¿quién iba a cuidarla?

–Lo siento. Es que todo está borroso y…

–No pasa nada –la consoló Matt.

Estaba disculpándose, cuando era él quien debía hacerlo. Claire siempre asumía la responsabilidad cuando las cosas iban mal pero, en realidad, la culpa nunca había sido suya.

La culpa era de una mujer que había abandonado a su hija en medio de un huracán veinticinco años antes. La culpa era del sistema legal que no había sabido encontrar otros padres para esa niña. Y la culpa era de Matt por no haber visto que su mujer se sentía insegura, por no considerar que su deseo de rebuscar en el pasado solo serviría para abrir viejas heridas. La culpa era definitivamente suya por no haberse dado cuenta de que Claire volvía a sentirse rechazada.

–Seguro que empezaré a recordarlo todo dentro de unos días. Nadie se olvida de su marido, ¿no?

Matt intentó sonreír.

–Creo que olvidar a un marido es comprensible cuando la esposa tiene un chichón en la cabeza y han tenido que darle una docena de puntos.

Claire levantó la mano para tocarse la sien.

–¿Me han dado puntos?

–Eso me ha dicho Jeff.

–¿Jeff?

–Jeff Peterson, el médico que te trató cuando te trajeron al hospital anoche. Es amigo nuestro.