Un cambio espectacular - Metsy Hingle - E-Book
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Un cambio espectacular E-Book

METSY HINGLE

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Beschreibung

El teniente Pete McKenna había vuelto herido a Nueva Orleans después de que una peligrosa misión hubiera estado a punto de acabar con su adorada carrera para siempre. Pero había otra razón por la que Mac había regresado, y su nombre era Rachel Grant. Rachel no había podido olvidar el breve pero apasionado romance que había tenido con Mac Mackenna. Después de dos años sin verlo, su mera presencia seguía haciendo que le flaquearan las piernas y, a pesar de que él aseguraba que deseaba que le diera una segunda oportunidad, Rachel tenía miedo de que se volviera a marchar... ¡Especialmente cuando se enterara del secreto que ella escondía!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Metsy Hingle

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Un cambio espectacular, n.º 1153 - enero 2015

Título original: Navy Seal Dad

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5800-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Publicidad

Capítulo Uno

 

¡Había vuelto!

El corazón de Rachel Grant latió con violencia contra su pecho mientras miraba la espalda del hombre alto y moreno vestido de marino que se hallaba ante la puerta de la sala de descanso de las enfermeras. Apenas capaz de respirar, se quedó paralizada fuera de la habitación en la que estaba a punto de entrar. Alzó la mirada hasta los anchos hombros cubiertos por la chaqueta militar de color azul marino y se fijó en la onda que hacía su pelo negro en su nuca.

¡Dios santo! ¡Era Mac!

Pero no podía ser Mac, razonó mientras trataba de controlar los latidos de su corazón. Lo último que había oído de «Mac» MacKenna era que estaba a mil millas de distancia, en un país lejano, ejerciendo su profesión de marino. Además, aunque hubiera regresado a los Estados Unidos, no habría ido a New Orleans. ¿Para qué? Dos años atrás había dejado bien claro que no encajaba con sus planes mantener una relación a largo plazo con ella. Sintió una punzada de dolor al recordar hasta qué punto había hecho el tonto por Mac McKenna. Afortunadamente, su orgullo había acabado por prevalecer. Era lo único que le había impedido no hacer aún más el tonto y rogarle que no la apartara de su vida.

Al oír la campanilla del ascensor, Rachel movió la cabeza y apartó sus pensamientos del pasado. Aquel hombre no podía ser Mac, se dijo con firmeza. Claro que no. Había sido el uniforme y su pelo moreno lo que la habían confundido. Eso y los nervios con los que estaba luchando desde que Alex había empezado a lanzar indirectas sobre el matrimonio. Era lógico que la idea del matrimonio la hiciera pensar en Mac. Después de todo, aún no había pasado mucho tiempo desde la época en que esperaba que le pidiera que se casara con él.

Presionó una mano contra su pecho, odiando el hecho de que, incluso después de más de dos años, aún le doliera que Mac la hubiera rechazado. Irritada consigo misma, frunció el ceño. Tenía cosas más importantes que hacer que recordar su fracasada relación con Mac McKenna, se recordó. Su trabajo, por ejemplo, que incluía tranquilizar a la señora Goldblum sobre su operación de vesícula. Tomó de la puerta el sujetapapeles en que se encontraba el gráfico del paciente y echó un vistazo a las notas del doctor.

—Estoy buscando a una de sus enfermeras, Rachel Grant. Me han dicho que podría encontrarla aquí.

Rachel volvió a quedarse sin aliento al oír aquella voz profunda y grave. Volvió la cabeza de nuevo hacia el oficial. ¡No! No podía ser Mac. No después de tanto tiempo.

—Debe estar con algún paciente. ¿Puedo hacer algo por usted?

—¿Entonces sigue trabajando aquí?

¡Dios santo! ¡Era Mac!

De pronto, como si hubiera sentido la presencia de Rachel, el marino se volvió.

—¡Rachel!

Ella sintió que la sangre abandonaba sus mejillas al ver su rostro… el rostro que tanto tiempo la había perseguido después de que él se fuera. Demasiado anonadada para moverse o decir nada, Rachel se limitó a mirarlo. No había cambiado. El ridículo pensamiento pasó por su cabeza mientras él se acercaba. La misma mandíbula fuerte y tenaz, los mismos pómulos altos, la misma boca carnosa y sexy que tanto solía afectarla cada vez que sonreía como lo estaba haciendo en aquellos momentos.

—No puedo creer que te haya encontrado, Rach —dijo él a la vez que deslizaba su mirada sobre ella como un felino en busca de su siguiente comida. Atrapada en la intensidad de sus ojos azules, Rachel no se dio cuenta de que la había alcanzado hasta que se vio atrapada entre sus brazos—. Me alegro tanto de volver a verte… Tienes un aspecto maravilloso.

—Tú… también —replicó Rachel, sin saber qué decir, y antes de darse cuenta de sus intenciones, Mac fundió sus labios con los de ella. Cálidos. Delicados. Hambrientos. Familiares.

Su sabor y su aroma, la sensación de su cuerpo presionado contra el de ella, resonaron en un lugar profundo, frío y vacío del interior de Rachel, un lugar que había enterrado bajo un mar de lágrimas y dolor. El sonido del sujetapapeles al caer al suelo de baldosas resonó como un trueno a oídos de Rachel, que dio un paso atrás.

—El gráfico… —murmuró. Aturdida, se agachó para recoger el informe del paciente con dedos temblorosos. Mientras lo hacía trató de controlar las emociones que se habían desbordado en su interior.

—Deja que te ayude —ofreció Mac, y le dedicó una de sus sonrisas, cosa que no ayudó precisamente a que ella se recuperara.

Cuando él se arrodilló y empezó a recoger los papeles, Rachel se levantó. Al fin, los sonidos del hospital lograron penetrar sus sentidos. Miró hacia la sala de las enfermeras y estuvo a punto de gemir al ver las especulativas miradas que les estaban lanzando.

—Toma —dijo Mac, y le entregó los papeles y el sujetapapeles.

Rachel los tomó con rapidez.

—Gracias.

—De nada —dijo Mac y, como si hubiera sentido la incomodidad de Rachel, la sonrisa que curvaba sus labios se esfumó—. He dicho en serio lo que he dicho. No sabes cuánto me alegra volver a verte. Y es cierto que tienes un aspecto estupendo. Mejor que estupendo. Estás aún más guapa de lo que recordaba.

—Veo que ya ha encontrado a la señorita Grant —dijo la joven enfermera que hablaba hacía unos momentos con Mac.

Él se volvió hacia ella y sonrió.

—Sí, señorita. Desde luego que la he encontrado. Gracias por su ayuda.

La enfermera le dedicó una sonrisa radiante.

—Aquí me tiene para lo que quiera.

Rachel tuvo que reprimir una inesperada y repentina punzada de celos. No tenía derecho a estar celosa, se dijo. No tenía ningún derecho sobre Mac. Nunca lo había tenido. Ni siquiera mientras estaban juntos había sido realmente suyo. El hecho de que ella hubiera cometido el error de enamorarse de él no había sido problema de Mac, sino de ella y solo de ella. Lo mismo que el inesperado resultado de su breve relación había sido solo para ella. Su corazón latió más deprisa al pensar en el pequeño P.J. y en cuánto había cambiado su vida.

¡P.J.!

Un repentino pánico se apoderó de ella al preguntarse qué efecto podría tener la repentina aparición de Mac sobre sus vidas.

—Lo recordaré, Kimberley —dijo Mac a la vez que leía la etiqueta que la enfermera llevaba sujeta a su uniforme—. Y gracias de nuevo.

—De nada, teniente —replicó la joven y, tras asentir brevemente en dirección a Rachel, entró en la sala de las enfermeras, donde estaba sonando un teléfono.

¿Teniente? Rachel se fijo en las barras doradas del uniforme de Mac.

—No me había dado cuenta de que habías ascendido.

Él se encogió de hombros.

—Ascendí hace un par de meses.

—Felicidades, Mac.

—Gracias.

—Me alegro por ti —dijo Rachel, y era cierto.

Sabía cuánto significaba para Mac su profesión. Lo descubrió cuando él le dijo que se iba y que no sabía cuándo volvería, si llegaba a hacerlo. Aunque apenas le había dado información sobre sus actividades en la marina, Rachel sabía que las misiones en las que intervenían no carecían de peligro y riesgo. Además, Mac fue brutalmente sincero con ella la última vez que se vieron. Le dijo que no lo esperara, porque no podía ofrecerle lo que ella merecía, un compromiso, una familia, un futuro. Lo cierto era que Mac no quería compartir aquellas cosas con ella. Al menos, no lo suficiente como para intentarlo. Para él era cuestión de elegir; o la marina, o ella. Y había elegido la marina.

—Te he echado de menos, Rach —dijo, y su mirada se oscureció.

Aquello hizo recordar a Rachel el modo en que Mac la miró la primera vez que hicieron el amor… como si ella fuera lo único que le importaba en el mundo.

Mac alzó una mano y le acarició la mejilla como lo había hecho innumerables veces mientras estaban juntos. Los recuerdos se agolparon en un instante en la mente de Rachel. Parecía que había sido ayer cuando había estado desnuda entre sus brazos, cuando su corazón se había visto colmado de amor y de sueños. Pero Mac no buscaba su amor, tuvo que recordarse. Él no tenía los mismos sueños.

Molesta por el hecho de que aquel recuerdo aún tuviera ese efecto sobre ella, dio un paso atrás.

—Lo siento —dijo Mac, y dejó caer la mano—. Supongo que no debería haberme presentado aquí sin avisar. Pero ni siquiera estaba seguro de que iba a viajar a New Orleans hasta que me he visto en el avión. Y cuando he llegado solo podía pensar en que tenía que verte y en cómo encontrarte.

Claro que había querido volver a verla. ¿Por qué no? A fin de cuentas, la última vez que había estado por allí ella había sido una compañera de juegos muy complaciente.

El dolor y la amargura dejaron un desagradable sabor en la garganta de Rachel.

—Como verás, estoy bastante bien.

—Eso ya lo veo —dijo Mac, y sus ojos brillaron de forma apreciable—. Traté de localizarte ayer por la tarde, cuando llegué, pero tu antiguo número de teléfono estaba desconectado. Luego fui a tu apartamento y me dijeron que te habías trasladado. Entonces fue cuando decidí venir al hospital para ver si seguías trabajando aquí —sonrió—. Es una suerte que no hayas cambiado de trabajo.

—Ya me conoces, Mac. Sigo siendo tan predecible como siempre. Probablemente siga aquí dentro de veinte años, y la próxima vez que vayas a pasar —replicó Rachel, incapaz de contener la ironía de su tono.

Mac entrecerró los ojos.

—No pretendía criticarte. Siempre he admirado tu dedicación al trabajo. Fue una de las cosas que me atrajo de ti… el hecho de que siempre hubieras sabido que querías ser enfermera, como yo sabía que quería ser marino. Es una de las cosas que tenemos en común.

Rachel no pudo evitar una punzada de dolor al pensar en cuánto más tenían en común de lo que él creía. Sin embargo, la idea de hablarle de P.J. le produjo un pánico inmediato.

—Me ha alegrado mucho verte de nuevo, Mac, pero tengo que volver al trabajo.

—Un momento —dijo él a la vez que le bloqueaba el paso—. No sé qué he dicho para molestarte pero, sea lo que sea, te pido disculpas.

—Bien. Y ahora, si me disculpas… —Rachel fue a pasar junto a él por segunda vez, pero Mac volvió a impedírselo—. Ya te he dicho que tengo que seguir trabajando.

—Tómate un descanso.

—No quiero tomarme un descanso.

—Tómatelo de todos modos. Quiero hablar contigo.

—Disculpa, pero no creo que estuvieras pensando precisamente en hablar cuando has venido a buscarme —incluso mientras decía aquello Rachel sabía que no estaba siendo justa. Después de todo, ¿por qué no iba a pensar Mac que no quería retomar su relación después de lo dispuesta que se mostró a llevárselo a la cama la última vez que estuvo allí?

—No tengo ningún problema en hacer esto delante de todo el mundo —la mirada de Mac se volvió fría como el acero—. O terminamos esta conversación aquí mismo, donde todo el mundo puede oírnos, o podemos hacerlo en algún lugar más privado. Tú decides.

Rachel comprendió que hablaba en serio.

—Solo tengo unos minutos —dijo, y lo condujo a la sala de descanso que, por fortuna, estaba vacía—. De acuerdo, Mac —se volvió hacia él—. Ya estamos solos. ¿Por qué no me explicas qué haces aquí?

Él la miró a los ojos.

—Estoy aquí porque quería… no, porque necesitaba verte —contestó, con una seriedad que no encajaba en lo más mínimo con el hombre que recordaba Rachel.

Durante las cuatro semanas que pasaron juntos, Mac había reído y la había amado con una audacia y un descaro que la dejaban sin aliento. La había hecho sentirse atrevida, excitante y sexy, no como Rachel Grant, la aburrida hija del reverendo, que siempre seguía las reglas. Había roto todas las normas que le habían enseñado y en las que creía referentes al sexo prematrimonial y la necesidad de amor y compromiso. Y las había roto sin arrepentirse, sin vergüenza. Hasta que Mac le dijo que se iba, que no podía haber futuro para ellos.

La expresión de Mac se suavizó.

—Cuando he dicho que te he echado de menos estaba hablando en serio.

Aquellas palabras fueron como cuchillos atravesando el corazón de Rachel, pues revivieron viejos sentimientos, viejos sueños, viejos dolores.

—¿Qué se supone que debo decir a eso, Mac?

—Esperaba que tú también me hubieras echado de menos.

«Echar de menos» no describía lo que sintió Rachel cuando Mac se fue. Se sintió perdida. Sola. Muerta por dentro. Hasta que se enteró de que existía P.J. Descubrir que estaba embarazada de Mac fue lo que la mantuvo durante los primeros meses. Y ahora Mac estaba de vuelta en Nueva Orleans y había decidido ir a verla.

—Supongo que no puedo culparte por no creerme, pero es la verdad. Nunca te he olvidado, Rachel.

—¿De verdad? ¿Y es por eso por lo que no he tenido noticias tuyas en dos años? Ni una llamada, ni una carta. Ni siquiera una postal diciendo que estabas vivo.

—Nunca te di esperanzas, Rachel.

—No, no lo hiciste —admitió ella—. Cuando te fuiste dejaste claro que todo había acabado entre nosotros. No debería haberme sorprendido no tener noticias de ti. Pero me sorprendió —«y me dolió», añadió para sí.

—Rachel —Mac pronunció su nombre con gran suavidad a la vez que alzaba una mano para acariciarle el rostro.

Ella se volvió para que no viera el dolor que reflejaban sus ojos.

—Tendrás que disculparme si tu afirmación de que me has echado de menos me parece demasiado conveniente.

—¿Conveniente? —repitió Mac, desconcertado—. ¿De qué me estás acusando?

Habiendo recuperado parte del control sobre sus emociones, Rachel se volvió a mirarlo de nuevo.

—No te estoy acusando de nada. Solo estoy diciendo que después de todo ese tiempo sin saber nada de ti, vuelves a New Orleans y decides buscarme para decirme cuánto me has echado de menos.

—Es cierto.

—¿Lo es? ¿O te ha parecido una buena frase para volver a meterte en mi cama? Después de todo, la última vez que estuviste en la ciudad fui bastante complaciente —Rachel fue incapaz de ocultar la amargura que reflejaba el tono de su voz—. Asi que supongo que debo comprender que puedas haber pensado que estaría dispuesta a retomar las cosas donde las habíamos dejado. Y tal vez lo haría si…

—No sigas —Mac pronunció aquellas palabras con suavidad, pero no había duda de la acerada fuerza que había tras su tono—. Jamás te utilicé, Rachel. No te rebajes a ti misma, ni a mí, pretendiendo que lo hice.

La verdad de aquellas palabras avergonzó a Rachel.

—Tienes razón, por supuesto. Nunca me utilizaste, Mac. No necesitaste hacerlo. Yo me ofrecí a que lo hicieras.

—Rachel…

Al ver que Mac volvía a alzar la mano, Rachel dio un paso atrás.

—Tendrás que perdonarme, pero que tu amante te diga que lo olvides y que te busques a un tipo agradable del que enamorarte, alguien con un trabajo seguro de nueve a cinco, hace que cualquier mujer se sienta una estúpida —antes de continuar alzó levemente la barbilla—. Pero ahora soy mucho más lista que antes, Mac. Lo que nos lleva de nuevo a mi pregunta. ¿Por qué estás aquí?

—Porque no he seguido mi propio consejo.

Rachel frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que no he podido olvidarte, que no he sido capaz de hacerlo… por mucho que me he empeñado en ello.

Rachel parpadeó, sorprendida tanto por la respuesta de Mac como por la oscura intensidad con que la había dado. Las emociones se arremolinaron en su interior como una tormenta. Placer. Esperanza. Temor. Pero fue este último el que triunfó. Ya no era una mujer inocente que podía perder la cabeza por un atractivo marino. Era una madre soltera con responsabilidades, y no podía permitirse juegos emocionales con hombres como Mac McKenna.

—Es cierto. No ha habido un solo día en los dos últimos años en que no haya pensado en ti.

Conmovida, Raquel aferró el sujetapapeles como si fuera un escudo.

—¿Por qué haces esto? —preguntó, queriendo creerlo, pero temiendo hacerlo—. ¿Qué quieres?

—A ti —contestó Mac—. Te quiero a ti.

Rachel cerró los ojos para controlar de nuevo sus emociones. Afortunadamente, en aquel momento requirieron su presencia en la sala de urgencias a través de los altavoces.

—Tengo que irme —dijo, y se encaminó de inmediato hacia la puerta. Necesitaba tiempo para pensar, para decidir qué iba a hacer. Lo último que quería era crearse falsas esperanzas a causa de las palabras de Mac.

—¿A qué hora sales? —preguntó él mientras la seguía.

—A las cuatro.

—Pasaré a recogerte.

—¡No! —en tono menos enfático, Rachel añadió—: Tengo… planes.

Aquello no le hizo gracia a Mac. Lo notó por su forma de entrecerrar los ojos.

—De acuerdo. Entonces, ¿cuándo?

—Esta noche —dijo Rachel, con la esperanza de que Chloe pudiera quedarse unas horas extra con P.J.

Mac la siguió al interior del ascensor.

—¿A qué hora?

—A las siete. ¿Te parece bien en el Irene? —Rachel se arrepintió de inmediato de haber sugerido el restaurante que solían frecuentar como pareja.

—Me parece bien. ¿Te recojo a las seis y media?

Las puertas del ascensor se abrieron.

—Nos veremos en el restaurante —dijo Rachel, y salió rápidamente, antes de que Mac pudiera poner alguna objeción.

 

 

No iba a presentarse, reconoció Mac a las ocho y media de la tarde. Terminó su vaso de vino e hizo una seña al camarero.

—¿Otro vaso mientras espera a su dama, teniente?

—No, gracias, Sergio —replicó Mac, aún sorprendido por el hecho de que el camarero aún lo recordara.

—En ese caso, me permitirá que le traiga algún aperitivo.

—Le agradezco la oferta, pero solo quiero la cuenta, gracias.

—Pero sus planes para cenar…

—Han sido cancelados. No parece que la dama vaya a venir.

—Ah, es una lástima —dijo el viejo camarero a la vez que dejaba la nota sobre la mesa—. Lo siento.

—Sí, yo también —tras una rápida mirada a la nota, Mac dejó dinero suficiente para pagar los dos vinos que había tomado y para una generosa propina.

—Gracias, teniente —murmuró Sergio mientras tomaba el platillo—. Espero que cuando usted y su dama vengan por aquí pregunten por Sergio.

—Desde luego —contestó Mac.

«Pero no cuente con ello», añadió en silencio, pues no tenía muchas esperanzas de cenar con Rachel en Irene ni en ningún otro restaurante. Tomó su sombrero y se encaminó a la salida. Incluso aunque no hubiera estropeado por completo las cosas presentándose de forma inesperada en el hospital aquella mañana, las posibilidades de que Rachel quisiera compartir con él una taza de café eran muy escasas. Aunque no lo había echado directamente, tampoco podía decirse que lo hubiera recibido con los brazos abiertos. Su sugerencia sobre el motivo por el que había ido a verla no había dejado de reconcomerle todo el día. ¿Era así como lo recordaba? ¿Cómo una especie de semental que se había limitado a utilizarla? Le asqueaba que Rachel pudiera pensar algo así. Si lo consideraba tan insensible, lo más probable era que solo hubiera aceptado reunirse con él para quitárselo de encima.

Pero no podía culparla, pensó mientras salía al fresco aire de la noche. Si lo que alguna vez sintió por él había sido sustituido por resentimiento, suponía que se lo merecía. Y probablemente mucho más. Decir que no había manejado bien las cosas dos años atrás era un eufemismo. Había metido la pata hasta el cuello, reconoció. Lo cierto era que no había querido dejar a Rachel, y darse cuenta de ello lo había asustado.

Caminó rápidamente contra el fresco aire de la noche para quemar parte de la inquietud que lo atosigaba… una inquietud que había empezado mucho antes de que la explosión de una mina perjudicara su capacidad auditiva, y que no había hecho más que empeorar desde que estaba de baja médica. Pero mientras caminaba por las estrechas calles del barrio francés, sus pensamientos no dejaban de volver a la última ocasión en que caminó por aquellas calles. Entonces hacia calor. Calor y humedad como solo podía hacerlos en septiembre en New Orleans. Y estaba con Rachel.

Se contrajo al recordar la expresión del rostro de Rachel cuando le dijo que se iba y que debía olvidarlo. Mientras viviera no olvidaría la imagen de su valiente y trémula sonrisa, de la repentina sombra que cubrió sus ojos. Manejó la situación con la delicadeza de un toro en una tienda de porcelana.

El que estuviera asustado por lo importante que había llegado a ser Rachel para él, y por las consecuencias que pudieran tener aquellos sentimientos, no excusaba sus acciones.

Y tampoco excusaba el que le hubiera hecho daño a ella. Y sospechaba que le había hecho mucho daño, a pesar de que no hubo lágrimas, ni acusaciones, ni ruegos. Pero él supo de todos modos que le había hecho daño. Había visto el dolor en aquellos tristes ojos grises cuando le dijo que lo mejor que podían hacer era romper. Había percibido el dolor en la voz de Rachel cuando le dijo que lo comprendía. Y había saboreado su dolor cuando lo despidió con un beso y le deseó que le fuera bien.

Y allí estaba ahora, casi dos años después, para pedirle…

«¿Para pedirle qué, McKenna? ¿Que te de una segunda oportunidad?».