A una molécula de la locura - Sara Manning Peskin - E-Book

A una molécula de la locura E-Book

Sara Manning Peskin

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Beschreibung

Nuestros cerebros son las máquinas más complejas conocidas por la humanidad, pero tienen un talón de Aquiles: las mismas moléculas que nos permiten existir también pueden sabotear nuestras mentes. Con una embriagadora mezcla de narración e intriga, Sara Manning Peskin nos invita, en un viaje a los misterios más profundos de nuestros cerebros, a jugar al detective médico, rastreando cada diagnóstico desde el paciente hasta un sistema nervioso enfermo, sin perder de vista el impacto humano de estas enfermedades: el Alzheimer es más que la pérdida gradual de un ser querido; puede ser una maldición para toda una familia. Las proteínas de nuestro cuerpo no son simplemente cadenas de oxígeno, hidrógeno, nitrógeno y carbono; son los bloques de construcción de nuestras personalidades y relaciones.

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Directora de la colección:

Carolina Moreno

Coordinación:

Soledat Rubio

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Título original: A Molecule Away from MadnessPrimera edición publicada en Nueva York en 2022por W. W. Norton & Company

© Del texto: Sara Manning Peskin, 2022

© De la traducción: Juan Nácher Roselló, 2023

© De la presente edición:

Càtedra de Divulgació de la Ciència, 2023www.valencia.edu/[email protected]

Publicacions de la Universitat de València, 2023www.uv.es/[email protected]

Producción editorial: Maite Simón

Interior

Diseño: Inmaculada MesaMaquetación: Celso Hernández de la FigueraCorrección: David Lluch

Cubierta

Diseño original: Enric SolbesGrafismo: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-1118-224-9 (papel)

ISBN: 978-84-1118-225-6 (ePub)

ISBN: 978-84-1118-226-9 (PDF)

Edición digital

Para Jeremy,que me enseñó cómo contar una historia,y para J. J. y Oliver,nuestra audiencia cautiva

ÍNDICE

PREFACIO

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTEMUTANTES DE ADN

1. EN SUSPENSIÓN

2. LA BOBERA DE LA FAMILIA

3. ¿ALGUIEN HA VISTO A MI PADRE?

SEGUNDA PARTEPROTEÍNAS REBELDES

4. UN APOCALIPSIS ZOMBI

5. EL HOMBRE MUSCULOSO

6. LA RISA MORTAL

TERCERA PARTEINVASORAS Y EVASORAS DEL CEREBRO

7. COMO LUCIFER

8. UNA HONESTA MENTIROSA

9. LAS FIESTAS SUCIAS

EPÍLOGO

GLOSARIO

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

ÍNDICE ANALÍTICO

PREFACIO

Decidí escribir este libro en 2016. Entonces era residente de neurología en la Universidad de Pensilvania. Mientras las carreras de mis colegas divergían hacia distintas especialidades, yo me encontraba en un impasse. No me atraía especialmente ninguna área de la neurología en concreto, pero al mismo tiempo me preocupaba mantener una base de conocimiento lo suficientemente amplia como para practicar la neurología general.

Siguiendo el consejo de un tutor, hice una lista con las enfermedades que más deseaba encontrar en mi consulta. «Intenta imaginar a quién querrías encontrarte en tu mesa de diagnóstico cuando abras la puerta de la consulta», me sugirió mi maestro. A medida que mi lista crecía, me di cuenta de que me atraían los pacientes que sufrían enfermedades que cambiaban la mente. Cada una de las dolencias que anoté tenía la tendencia a alterar la personalidad de su víctima, haciendo que los médicos no solo tuvieran que lidiar con los detalles técnicos de la enfermedad, sino también con las implicaciones sociales de la pérdida de identidad.

Revisando mi lista, la conexión con la ciencia molecular también estaba clara. Todas las enfermedades que había incluido eran tratables utilizando medicina de precisión o estaban siendo investigadas usando herramientas moleculares. Los neurólogos que atienden a pacientes con estas dolencias deben considerar lo macro –la persona y su entorno social– y lo micro –la molécula que inicialmente causa la enfermedad–. Muy pocos profesionales de la medicina son conscientes de este proceso de destilación, desde el tratamiento holístico del paciente hasta la cuidadosa evaluación de la molécula, pero ello ha pasado cada vez más a formar parte de la neurología cognitiva.

Al escribir este libro tenía la esperanza de ofrecer una perspectiva de este proceso de conectar la historia de un paciente con las moléculas que causan el problema. Para lograrlo, realicé entrevistas a pacientes, familiares y médicos entre 2016 y 2021. También tuve mucha suerte de recibir comentarios, tanto por teléfono como por correo electrónico, de prácticamente todos los científicos vivos que se mencionarán en las siguientes páginas. He cambiado los nombres de los pacientes, sus familiares y los profesionales que los trataban para respetar su privacidad. En el resto de los aspectos, he intentado mantener inalterados los detalles de sus historias para así poder narrar la verdadera historia de la experiencia de verse asaltado por una molécula aterradora.

* * *

Estoy en deuda con los verdaderos Amelia Ellman, Russell Goodman y su mujer, Lauren Kane y su madre, Mike y Amy Bellows, la esposa de Joe Holloway, y Lisa y Johny Park, por contarme sus historias. Muchos de ellos me abrieron sus hogares y siempre recordaré con cariño la época en la que alquilaba coches y me lanzaba a la carretera para visitarlos. Estoy también muy agradecida a todos los pacientes que hablaron conmigo, pero cuyos relatos no he podido incluir aquí.

No puedo dejar de dedicar un adecuado elogio a mi agente, Steve Ross. Ha sido un excelente consejero en mi escritura y en mi vida. También doy las gracias a David Doerrer, de la Agencia de Artistas Abrams, así como a Charlotte Reed. Estoy muy agradecida a Melani Tortoroli, de W. W. Norton, quien cuidó tiernamente de mis frases y mi salud mental. También doy las gracias a Quynh Do, que siempre tuvo una visión para este libro y me puso de nuevo en el buen camino cuando lo necesité. Gracias también a Sarah Johnson por la edición del texto y a Mo Crist por hacerse cargo de toda la logística.

Estoy también muy agradecida a mis maestras de escritura: Linda Press Wulf, por haber padecido muchos borradores de este libro y haber proporcionado comentarios con honestidad y compasión, y el grupo de escritura de la Casa Kelly de Escritores, por sus ojos cuidadosos y sus creativas correcciones. Gracias también a Sam Apple y Allison LaFave por sus sugerencias, que siempre fueron adecuadas.

Quiero también mostrar mi agradecimiento a Dan Kahne y Rahul Kohli por permitirme estar en sus laboratorios. Ambos son investigadores brillantes y unos seres humanos maravillosos.

Tengo mucha suerte de tener colegas que me han ayudado a crear y afinar el relato médico de este libro. Muchos de ellos sacaron tiempo de su práctica clínica y de su investigación para ayudar a que fuese más claro y preciso. Por ello doy las gracias a Geoff Aguirre, Joe Berger, Anjan Chatterjee, Murray Grossman, Dina Jacobs, Francis Jensen, Jason Karlawish, Eric Lancaster, Sanjeev Vaishnavi y David Wolk. Cada uno de ellos me ha enseñado a ser mejor neuróloga.

Me he beneficiado enormemente de los consejos y las discusiones que he mantenido con algunos de los científicos cuyo trabajo está detallado en este libro: Jim Gusella, Norbert Hirschorn, Ken Kosik, Francisco Lopera, Stan Prusiner y Sonia Vallabh. Gracias también a Alice Wexler por ayudarme a recopilar correctamente la historia de su familia.

Le doy las gracias a mis padres, Sue Rodgin y Warren Manning, por su ADN y sus correcciones. Gracias a mis cuñados Joan y Martin Peskin, por leer tres borradores de este libro a una velocidad récord sin una palabra de queja. A Anya Manning, Elie Lehmann e Isaac Rodgin, por su experta lectura y sus muchos años de amistad; soy muy afortunada de tenerlos como hermanos y editores. Gracias a Don Press por desmontar toda la jerga científica que yo ignoraba que estaba aquí. Estoy agradecida a Charles y Rita Manning, quienes sé que pondrían este libro en su mesita de noche, aunque hubiera sido un completo fracaso en cualquier otro sitio del mundo.

A Jeremy, quien ha leído más versiones de este libro que nadie: gracias por tu optimismo y tu confianza en mí. A J. J. y Ollie, quienes no existían cuando todo esto empezó: sois la alegría más grande de nuestras vidas. Abrazaros es una dicha. Y finalmente, a Ufruf: eres el mejor oyente que conozco.

INTRODUCCIÓN

En el mismo inicio de tu vida, una célula con forma de renacuajo encontró los bordes opacos de un óvulo humano y se refugió en su interior. El huevo así fertilizado –ahora un embrión– se estrechó por su parte central y se dividió en dos. Las dos células resultantes se convirtieron en cuatro, estas cuatro en ocho y así hasta que ocurrió algo asombroso: en una de las divisiones, en vez de permanecer idénticas, cada célula hija tomó un destino diferente: algunas células fueron enviadas a la frontera externa del embrión para convertirse en piel; otras empezaron a fabricar hormonas que podían hacer que te sintieras feliz, hambriento o nervioso; otras se convirtieron en células musculares que podían mover los huesos de tu esqueleto en crecimiento.

El órgano que define la personalidad –el que te hace ser «tú»– comenzó a formarse en el embrión apenas como una lámina de células del tamaño de la punta de un lápiz. Durante el desarrollo temprano, después de solo unos pocos días esta lámina se enrolló para adquirir la forma de un tubo largo. Un extremo de esta estructura se alargó para generar la médula espinal, mientras que el otro extremo se expandió formando el cerebro que estás usando para leer hoy estas páginas.

Justo por encima de tus ojos se desarrollaron neuronas que te ayudan a controlar los impulsos. Las neuronas de los lados de tu cerebro aprendieron a interpretar el lenguaje y los sonidos, y las de la parte superior de tu cabeza se especializaron en aritmética y en emitir juicios. Bajo estas, otro conjunto de neuronas organizaba la información visual enviada desde la parte posterior de tus globos oculares.

Voilà. De esta manera te convertiste en el dueño de la máquina más compleja conocida por la humanidad. Tu cerebro tiene más de ochenta y seis mil millones de neuronas –un número superior al que tiene cualquier otro animal sobre la tierra– (Herculano-Houzel, 2012). Su tamaño es mayor que el del cerebro de cualquier otro primate y contiene más datos que el último modelo de teléfono inteligente. Algunas partes de nuestro cerebro son tan complejas que no se desarrollan plenamente hasta que llegamos a la mitad de nuestra segunda década de vida.

Aun así, nuestros cerebros tienen un talón de Aquiles. Las mismas moléculas que los hacen funcionar pueden transformar nuestras personalidades y destruir nuestra capacidad de pensar. Nuestro temperamento, nuestra memoria y nuestra relación con la realidad se pueden perder por causa de moléculas que son millones de veces más pequeñas que nuestros cerebros. Las historias sobre guerras de guerrillas han fascinado a los humanos durante milenios, pero pocos de nosotros nos hemos dado cuenta de que vivimos inmersos en este tipo de conflictos. Estamos siempre batallando con moléculas que pueden destruir nuestras mentes.

Molécula es una palabra intimidante, pero que tiene un significado simple: una molécula es un grupo de átomos reunidos. Probablemente estés familiarizado con átomos como el oxígeno, el carbono o el hidrógeno. Cuando los átomos están unidos entre sí, a la estructura resultante la llamamos molécula.

El agua es una molécula que contiene dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno y que por tanto se denomina H2O. La tiamina –otra molécula que será relevante en este libro– también está compuesta por átomos de hidrógeno y oxígeno, pero contiene además carbono y nitrógeno. El ácido desoxirribonucleico (ADN) es una enorme molécula con forma filamentosa compuesta por los mismos átomos que la tiamina, además de por fósforo.

Todas estas moléculas son tan diminutas que no podemos verlas con microscopios convencionales. Un vaso de agua contiene un cuatrillón (un uno seguido de veinticuatro ceros) de moléculas de agua –más de un billón de veces la población mundial–. Un grano de arena contiene más moléculas que insectos hay en la Tierra. Hasta el ADN, la molécula más grande que existe en el cuerpo humano, es tan pequeña que los científicos únicamente pueden visualizar su estructura con un microscopio especializado –y ello solo es posible desde 2012– (Gentile, 2012).

Sin embargo, el tamaño de las moléculas no nos dice nada sobre su capacidad para cambiar la mente. Este libro trata de villanos moleculares que, aun siendo millones de veces más pequeños que nuestro cerebro, son muy hábiles a la hora de secuestrar su funcionamiento. La comunidad científica ha escrito páginas y páginas sobre cada una de estas moléculas, pero a mí me gusta más denominarlas informalmente mutantes, rebeldes, invasoras y evasoras.

Las mutantes son secuencias alteradas de ADN. Si consideramos el ADN como un inmenso código computacional tridimensional, las mutantes serían como pequeños errores tipográficos que causan la autodestrucción del sistema. Como verás en los primeros capítulos de este libro, las mutantes, generación tras generación, pueden producir grandes alteraciones cognitivas –una sentencia que estamos cerca de conmutar gracias a algunos de los descubrimientos más sorprendentes de la neurología actual–.

Las rebeldes son proteínas anormales. En circunstancias normales, las proteínas son moléculas llenas de talento que llevan a cabo las directrices ordenadas por el ADN. Si volvemos a la idea de que el ADN es un código de ordenador, las proteínas serían las personas y las infraestructuras que dan vida al código, como conductores que dirigen trenes siguiendo un horario dictado por un algoritmo. No obstante, se pueden rebelar contra nosotros, atacando nuestros cerebros y provocando una destrucción rápida y devastadora. Algunas proteínas especialmente obstinadas pueden causarnos alucinaciones, provocar que explotemos en un ataque de ira o hacernos descender a una estremecedora demencia –fenómenos que conocerás en la segunda parte de este libro–.

Finalmente, encontramos las llamadas moléculas pequeñas, mucho menores que el ADN y las proteínas, las cuales pueden invadir nuestro cerebro pese a no ser bienvenidas o estar ausentes cuando más necesitamos que estén. Volviendo a la analogía ferroviaria, podrías considerarlas como obstáculos que bloquean las vías del tren (las invasoras) o como el combustible necesario para que se mueva (las evasoras). Como descubrirás en los capítulos finales de este libro, estas pequeñas invasoras y evasoras pueden provocarnos vehementes rabietas, transformarnos en mentirosos compulsivos e instalarnos en un inusual e insidioso estado de confusión.

Los personajes y los enigmas que ocupan las siguientes páginas no forman parte únicamente de curiosidades científicas. Las historias descritas en este libro representan, de hecho, los cimientos de la frontera más apasionante de la neurología cognitiva. Al analizar las moléculas que secuestran el cerebro es posible empezar a comprender cómo se tratarán en el futuro la enfermedad de Alzheimer y otras dolencias neurológicas frecuentes.

El tratamiento contra el cáncer ha experimentado una revolución durante los últimos veinticinco años debido a que la comunidad científica ha identificado las causas moleculares de las enfermedades oncológicas y ha diseñado soluciones moleculares contra estas. De la misma manera, la neurología molecular es la respuesta a las dolencias cognitivas que continúan plagando nuestro cerebro. Los investigadores e investigadoras que resolvieron los misterios que se van a relatar en las próximas páginas han preparado el terreno para que la neurología siga el camino de la oncología. A veces de manera extravagante, a menudo criticados y siempre dedicados a su arte, estos científicos y médicos han llevado a la neurología cognitiva al punto en el que está hoy en día: un abismo que aboca a descubrimientos impresionantes.

* * *

Mi historia de amor con las moléculas que secuestran el cerebro empezó en mis años de universidad, cuando jugueteaba con pipetas y tubos de ensayo para aprender cómo las bacterias ensamblaban las armaduras con las que se protegen de los antibióticos. Trabajaba en un bullicioso laboratorio con varias filas de bancos de trabajo de color negro. Diversos escritorios de madera, uno por estudiante, estaban literalmente cubiertos de artículos científicos, libros de texto y tazas de café en proceso de descomposición. Fotos familiares pegadas a tablones de corcho recordaban a las personas del mundo exterior.

Nuestro equipo sobrevivía gracias a un sentimiento de fascinación por lo minúsculo. En un extremo de la habitación una ingeniosa mujer procedente del barrio de Queens descubría cómo algunas moléculas especializadas ayudaban a las bacterias a dividirse por la mitad sin explotar (Lupoli, 2009). En otro rincón, otra tímida y persistente científica recreaba un elaborado complejo molecular en un tubo de ensayo (Hagan, Kim y Kahne, 2010). Unas mesas más allá, un joven padre de Singapur desentrañaba cómo las bacterias eran capaces de fabricar una molécula que las hacía más resistentes a los antibióticos (Chng, 2012).

Continué mi formación en la Facultad de Medicina y me especialicé en neurología. Me convertí en doctora y me especialicé en demencia, horrorizada y fascinada a la vez por la manera en que la enfermedad de Alzheimer y otro tipo de demencias pueden cambiar la personalidad de un individuo. En la actualidad paso la mayor parte de días viendo a mis pacientes desaparecer lentamente mientras sus maridos, esposas, hijos e incluso a veces padres, lo contemplan con angustia. Hablo con pacientes que ven gente y animales que no existen. Se levantan en mitad de la noche y preguntan a sus parejas «¿por qué está ese hombre sentado a los pies de nuestra cama?» o «¿por qué está ese conejo mirándote fijamente?». Entrevisto a esposas que han sido fieles y devotas amantes durante décadas, pero que, a causa de su demencia, se embarcan en affaires extramatrimoniales o exhiben públicamente su desnudez. Soy, de alguna manera, su guía hacia la nada.

Como ocurre con un barco que se hunde lentamente, hay momentos en que los pacientes y sus personalidades emergen a la superficie, proporcionando la oportunidad de dar un pequeño vistazo a una vida anhelada. Una persona cuidadora te descubrirá la fugaz dicha de una paciente al saber del nacimiento de su nieto, justo antes de olvidar que el bebé tiene alguna relación con ella. Una esposa te relatará la capacidad transitoria de su compañero enfermo de ofrecer consuelo y empatía –un inesperado cambio de papeles en que la persona cuidadora pasa a ser la cuidada–. En cualquier caso, inexorablemente, la mayoría de mis pacientes simplemente acaban atrapados por la enfermedad de Alzheimer y otros azotes cognitivos, todos causados por moléculas letales a las que todavía no sabemos cómo derrotar.

Diariamente me encuentro inmersa en los detalles de la vida real de las mentes que se desmoronan, pero, desafortunadamente, el conocimiento de la implicación de las moléculas individuales en este proceso es casi tan grande ahora como lo era cuando pasaba mis días en un laboratorio de ciencia básica. La enfermedad de la mayoría de mis pacientes es incurable precisamente porque no tenemos una solución molecular para esta. En relación con los problemas cognitivos más comunes, debemos todavía alcanzar lo que los especialistas en oncología consiguieron para sus pacientes hace un cuarto de siglo.

Este libro cuenta las historias de pacientes cuyas vidas han sido puestas del revés por las mutantes, rebeldes, invasoras y evasoras. Muestra los éxitos y fracasos del personal científico y médico que dedicó sus carreras a descubrir los secretos de las moléculas que secuestran el cerebro. Son historias de caos –drásticos cambios de personalidad, pérdidas de memoria, muerte y sufrimiento– que ilustran lo que cualquier neurólogo sabe, y lo que las personas que se encuentran en esta situación vienen a comprender en su intimidad: cada uno de nosotros está a una molécula de la locura.

PRIMERA PARTEMUTANTES DE ADN

 

El ADN tuvo un debut deslucido en el mundo científico. Su historia comienza con el doctor Friedrich Miescher, un médico suizo casi sordo que se recluyó en su laboratorio a mediados del siglo XIX, después de darse cuenta de que no podía oír bien a sus pacientes. Miescher se convirtió en un investigador extasiado por su trabajo, conocido por usar la vajilla de su casa cuando se quedaba sin material de laboratorio y por dejar a su prometida esperando en el altar mientras terminaba un experimento (aun así, se casó con él). Cautivado por la química del pus, Miescher recogía vendajes usados de un hospital cercano y raspaba su contenido amarillento para volcarlo al interior de matraces que almacenaba a lo largo y ancho de su laboratorio (Veigl, Harman y Lamm, 2020). Relatos contemporáneos sugerían que se mostraba imperturbable ante los orígenes de su sustrato de investigación; solo se quejaba cuando, a pesar de sus esfuerzos, no era capaz de conseguir cantidades mayores y más frescas de pus.

Al examinar estas muestras de olor acre, Miescher encontró algo inesperado: además de las moléculas sobre las que algunos científicos y científicas habían escrito anteriormente, las células del pus también contenían un material filamentoso que era rico en átomos de fósforo. Meischer no había leído nada acerca de algo parecido. No estaba seguro de qué estaba haciendo aquello en sus células. Hasta donde él sabía –e iba a estar en lo cierto– había descubierto algo nuevo.

Meischer publicó ese mismo año una descripción de la curiosa sustancia en una revista científica. El artículo era árido y pomposo; tenía veinte páginas que rápidamente provocaban más desdén que admiración (Miescher, 1871). Algunos miembros de la comunidad científica pensaron que la misteriosa molécula era simplemente un contaminante que Meischer había introducido accidentalmente en sus experimentos. Otros, sospechando que estaba ocurriendo algo más oscuro, cuestionaron su integridad científica. Incluso la gente que pensaba que sus protocolos eran impecables no creía que hubiese descubierto la molécula que era capaz de transmitir características de una generación a la siguiente. Por aquel tiempo, incluso el propio Meischer creía que la molécula era químicamente demasiado simple para contener las instrucciones necesarias para construir y hacer funcionar la diversidad de seres vivos que existen sobre el planeta.

El producto con forma de fibra aislado por Meischer pronto se conoció como ácido desoxirribonucleico, o ADN en su forma abreviada, aunque muy poca gente concebía que tuviese relevancia alguna para la herencia,1 así que, durante los siguientes ochenta años, el ADN fue prácticamente olvidado. La comunidad científica se centró en las proteínas, las diversas y sorprendentemente eficientes moléculas que llevan a cabo el duro trabajo de mantener la vida de las células. Era lógico, creían los investigadores entonces, que unas moléculas tan sorprendentemente capaces como las proteínas pudieran ser también la sustancia que permitiese a nuestros rasgos tejer su destino a través de los linajes. El mundo de la ciencia pensó que el resto de las moléculas no tenían relevancia a este respecto.

Esta concepción cambió en 1944 gracias a Oswald Avery. Avery era un bacteriólogo canadiense cercano a la jubilación con un mentón estrecho y una frente amplia que hacían pensar que la parte superior de su cráneo se hubiera expandido para acomodar un enorme cerebro (Dubos, 1976). Era una criatura de hábitos inalterables, sobriamente vestida, que trabajaba en una cocina sin decorar que habían convertido en laboratorio de investigación en el Instituto Rockefeller de la ciudad de Nueva York.

Al igual que Meischer, Avery también se había formado como médico y había abandonado la práctica clínica –en su caso tras sentirse impotente para tratar a pacientes que se ahogaban a causa de enfermedades pulmonares–. Al redirigir su carrera hacia el banco de trabajo del laboratorio, pretendía ahondar en el conocimiento del extraño comportamiento de uno de los azotes de los pulmones, una bacteria llamada neumococo (Russell, 1988).

Uno de los predecesores de Avery había descubierto que los neumococos tenían una habilidad significativa para aprender nuevos trucos. Había observado que algunas cepas inocuas de estas bacterias podían volverse infecciosas simplemente mezclándolas con los restos destruidos de otras cepas infecciosas. Era como aprender a tocar la guitarra como Jimi Hendrix simplemente colocándose al lado de la tumba del músico. También se dio cuenta de que el proceso era similar al de la transmisión de rasgos entre padres e hijos.

Avery quería entender cómo las bacterias podían adquirir nuevas características a partir de su entorno –cómo se podían transformar de inocuas en infecciosas–. Para encontrar la respuesta hizo crecer bacterias en dos frascos. En uno de ellos cultivó una población de neumococos infecciosa. En el otro hizo crecer una forma no infecciosa de la misma bacteria. Inicialmente replicó el trabajo de sus predecesores, matando a las bacterias infecciosas y probando de nuevo que algo que existía en el fluido de sus restos podía enseñar a las bacterias no infecciosas a ser virulentas. A partir de ahí, empezó un proceso de eliminación para averiguar qué molécula hacía que se produjera el fenómeno.

Para comprobar si las proteínas influían en este proceso, añadió un compuesto químico que destruía estas moléculas en las bacterias infecciosas. Para su sorpresa, ello tenía muy poco efecto sobre el resultado de su experimento. Las bacterias inocuas todavía aprendían a ser infecciosas. Contrariamente a la creencia científica imperante en la época, las proteínas no eran las moléculas necesarias para la herencia que todo el mundo había imaginado.

Entonces, Avery intentó destruir el ADN de los residuos de las bacterias infecciosas. Como ocurriría en una línea de montaje en cadena, la falta de este componente hizo que el experimento no funcionase. Las bacterias inocuas ya no podían aprender a ser peligrosas. Había sido siempre el ADN –y no las proteínas– el que había permitido que las bacterias adquirieran nuevas capacidades a partir del ambiente. El experimento demostraba por primera vez que el ADN era la molécula largo tiempo buscada que confería los rasgos heredables. Cerca de un siglo después de ser descubierta, la comunidad científica finalmente reconocería que el ADN es la molécula que hace que la descendencia sea similar a sus progenitores.

Ahora sabemos que prácticamente todas las células de tu organismo tienen una copia idéntica de tu ADN –con la notable excepción de los glóbulos rojos, que mueren sin haberse replicado, y los espermatozoides y óvulos, que solo tienen la mitad de la información genética habitual–. Sin embargo, dentro de casi todas las otras células de tu cuerpo el ADN está dividido en cuarenta y seis fragmentos llamados cromosomas, cada uno de ellos constituido por millones de nucleótidos.

Si consideráramos la secuencia completa del ADN humano como un libro, los cromosomas serían sus capítulos y los nucleótidos sus letras. En vez de tener veintisiete, como el alfabeto del español, el ADN está constituido solo por cuatro nucleótidos –convenientemente abreviados: A, T, C y G–. Con solo cuatro nucleótidos como bloques de construcción, no sorprende ahora que Miescher dudara de que el ADN fuera la molécula de la herencia. ¿Cómo podía una sustancia con tan pocas partes codificar información suficiente para ser responsable de la extraordinaria variabilidad de los humanos, las plantas y los animales que viven en la Tierra?

Lo que Miescher no sabía –y la ciencia tardaría un siglo en averiguar– era que la secuencia del ADN de cada una de nuestras células se compone de casi tres mil millones de nucleótidos. Si en lugar de estar estrechamente plegada, la hebra de ADN de tu cuerpo estuviese completamente extendida, podría llegar al Sol y volver varias veces. Los humanos no nos diferenciamos genéticamente unos de otros porque tengamos muchos nucleótidos distintos en nuestro ADN, sino más bien porque los nucleótidos están ensamblados en un código tan enorme que existen infinidad de lugares en los que la secuencia puede diferir de una persona a otra.

La mayoría de las veces, las variaciones que se encuentran en el ADN no producen efectos perjudiciales. Puedes tener un nucleótido A en una determinada posición de tu código de ADN y una persona de tu vecindario puede tener una T en esa localización, y ninguno de los dos experimentará consecuencias negativas a causa de esta diferencia. De esta manera, nuestro ADN es sorprendentemente resiliente. Podemos resistir un sorprendente número de mutaciones sin sufrir ningún daño.

Sin embargo, a veces, en algunas regiones particularmente importantes de nuestro ADN, incluso un cambio en un solo nucleótido puede ser letal. Para las familias que inconscientemente transmiten estas peligrosas mutaciones, el ADN puede ser la fuente de una tortura que se prolongue durante siglos, tejiendo los hilos de la catástrofe a través de vastas redes de familiares. El ADN, que frecuentemente es un manantial de inmenso poder, puede convertirse en una fuente de destrucción.

Las mutaciones nocivas del ADN pueden devastar cualquier parte del cuerpo, pero en ningún lugar sus efectos son más contundentes que en el cerebro. En otros órganos las mutaciones pueden producirnos dolor, desfigurarnos e incluso matarnos, pero no ponen patas arriba la personalidad que nos define como individuos. En el cerebro, las mutaciones del ADN pueden arrebatarnos la empatía, la memoria, el lenguaje y otros componentes fundamentales de nuestra identidad. Las mutaciones pueden crear una persona totalmente distinta a la que nuestra familia y amistades conocían.

Nuestro actual conocimiento de la genética es tan amplio que a veces podemos detectar a personas que sufrirán enfermedades del cerebro incluso antes de que muestren síntomas. Podemos predecir el futuro de una manera que no era posible en el pasado. En algunos casos, este conocimiento ha permitido a la comunidad científica intervenir suficientemente temprano para que las personas nunca sean víctimas de las maldiciones genéticas entretejidas en su ADN. Pacientes que una vez fueron intratables ahora se pueden curar.

Así que este es nuestro punto de partida: la molécula que nos define desde el nacimiento, y los científicos y científicas que están aprendiendo a proteger nuestros cerebros de nuestro propio ADN.

1. El término desoxirribosa se refiere a la estructura del ADN, que contiene una molécula de azúcar denominada ribosa, la cual ha perdido uno de sus átomos de oxígeno. El término nucleico alude a un compartimento de las células denominado núcleo, que es el lugar donde se localiza el ADN. La adición de la palabra ácido clarifica que el ADN es ligeramente ácido, lo cual significa que tiende a liberar hidrógenos cuando se sintetiza.

Capítulo 1

EN SUSPENSIÓN

En la sala de espera de una clínica especializada en la enfermedad de Huntington, las extremidades se retuercen. Los dedos se curvan como garfios. Las piernas que deberían descansar sobre la tapicería de las sillas se elevan, agitándose en el aire. Las sillas se zarandean contra el suelo.

Amelia Ellman está sentada y quieta, a excepción de sus pies, que vibran con ansiedad.1 No ha venido a la clínica para que un especialista evalúe sus síntomas; sus músculos y su mente todavía funcionan tan bien como los de cualquier persona de veintiséis años. Amelia ha venido a la clínica a saber los resultados de su prueba genética, a que le lean la fortuna en un trozo de papel enviado por un laboratorio que ha analizado su ADN.

La madre de Amelia murió a causa de la enfermedad de Huntington el año pasado. Su ocaso fue lento y extremadamente doloroso; se prolongó más de una década. Durante ese tiempo se volvió irracional y demente, y acabó exhausta de los movimientos involuntarios que hacían que sus extremidades parecieran conectadas a una corriente eléctrica fluctuante. Sin embargo, en esa misma época los movimientos de Amelia se habían vuelto más precisos. Amelia se había convertido en una acróbata que dependía de la exactitud de sus movimientos para mantenerse en equilibrio en ángulos que desafiaban la gravedad. Podía actuar con la gracia de una bailarina mientras colgaba a tres metros del suelo, suspendida únicamente por dos tiras de seda que caían desde un alto techo. Podía columpiarse en un aro mientras este giraba sobre sí mismo velozmente en las alturas.

En la sala de espera, donde el techo era bajo y la mayor parte de los gestos de la gente eran espasmódicos e involuntarios, Amelia se preparaba para saber si su carrera como gimnasta de las alturas sería reemplazada por los grilletes de las sillas de ruedas o la cama de un hospital. Sabía desde hacía años que tenía un cincuenta por ciento de probabilidad de heredar el gen que causa la enfermedad de Huntington. Con los resultados de su prueba genética, la estadística cambiaría de inmediato. Las probabilidades de morir como su madre serían de todo o nada. En la desabrida consulta de detrás del mostrador de admisión iban a liberarla de su incertidumbre.

Amelia no estaba sola en su espera. Su abuela, que era enfermera, se encontraba sentada en la silla que había junto a ella. La abuela de Amelia era a la vez resiliente y nostálgica, una suerte de historiadora familiar dedicada a rellenar álbumes de fotos con instantáneas brillantes que frecuentemente ocultaban la realidad. Había sido ella la que había llamado desde la residencia cuando la madre de Amelia murió. Le comunicó la noticia apaciblemente, sabiendo que las dos mujeres sentían la misma combinación de pena y alivio.

Un año después, preparadas para recibir los resultados de la prueba genética de Amelia, las mujeres se dirigían a un edificio de ladrillo en la esquina de una pequeña calle comercial, enfrente de una tienda de antigüedades y un café de hípsteres. Cogieron el ascensor hasta la cuarta planta y entraron en la sala de espera del escenario de los peores casos. Amelia dio su nombre en el mostrador.

El médico la llamó pronto. Sin decir una palabra, ella y su abuela se levantaron y pasaron a la consulta por delante de la recepcionista.

* * *

Amelia llevaba mucho tiempo convencida de que el resultado del laboratorio le traería malas noticias. «Solo mira cómo de horriblemente mal me han ido las cosas hasta ahora», pensaba. Veía su vida como una serie de equivocaciones y pequeñas catástrofes. Sus padres se habían divorciado cuando solo tenía tres años. Al principio de su separación, su madre se había esforzado por mantener algunos trabajos mal pagados. Habían subsistido en gran medida gracias a las ofertas de la tienda de ultramarinos local y a menudo vestían ropa que les habían dado en instituciones benéficas.

En primaria Amelia había sobrevivido gracias a las visitas de sus abuelos. A su llegada, la calle se animaba gracias a los acelerones de la motocicleta de su abuelo. Su abuela atravesaba la puerta como un torbellino, armada con fotografías de familiares a los que Amelia nunca conocería. Eran su abuela y su abuelo los que inicialmente habían tapado los agujeros de las finanzas de su madre ayudando con sus escasos recursos, hasta que ellos mismos acabaron también desbordados por las deudas.

En la época en la que Amelia tenía doce años, el alquiler no se había pagado durante meses. El casero llamó a la puerta y, pidiendo disculpas, las invitó a mudarse. El siguiente hogar de Amelia fue un campamento de caravanas en el que entre semana se levantaba a las cuatro de la madrugada para coger tres autobuses hasta el colegio. Exhausta, repetía la ruta cada tarde, llegando a casa justo a tiempo de ir a dormir y hacer nuevamente el proceso al día siguiente.

Cuando una noche hubo robos en el campamento de caravanas, Amelia y su madre se mudaron una tercera vez, ahora a un apartamento. Amelia empezó a preguntarse cuánto tiempo pasaría antes de que tuvieran un nuevo hogar. Su curiosidad se vería pronto satisfecha: se mudaron rápidamente del apartamento a un motel.

En esa misma época, Amelia empezó a darse cuenta de que el cuerpo de su madre estaba cambiando. Sus brazos se retorcían y serpenteaban sin ningún patrón ni predictibilidad, como si estuviesen controlados por un titiritero borracho. Sus brazos se golpeaban contra mesas y sillas, moviendo un poco el mobiliario de la habitación. La secuencia de sonidos se volvió familiar: roce con los muebles, maldición, golpe, maldición, crujido, maldición. El cocinar se volvió una cacofonía de cacerolas y cubiertos resonando estridentemente. A veces, los movimientos eran tan exagerados que su madre caía al suelo y se quedaba mirando hacia el techo mientras Amelia se agachaba y tiernamente cogía sus manos para volverla a poner de pie.

Amelia estaba perpleja por aquellos movimientos, pero su madre tenía una sospecha acerca de lo que estaba pasando: había sido adoptada al nacer y tenía muy poca información sobre su madre biológica, salvo que padecía la enfermedad de Huntington. La madre de Amelia, al igual que le pasaría a ella después, había vivido gran parte de su existencia bajo la amenaza de una herencia devastadora.

A medida que la condición de su madre empeoró, Amelia tuvo que hacerse cargo de su propia vida. Encontró compañía en el alcohol y algunas pastillas de prescripción médica. Pasaba las noches en los sofás de algunas amigas o en las aceras, sumida en estimulantes subidones y bajones endemoniados. También dejó el instituto en esa época.

Entonces, un día, con dieciséis años, Amelia se despertó en la habitación del motel que compartía con su madre con el maquillaje corrido, después de una noche que –como muchas otras– no podía recordar. Miró fijamente a su madre, que estaba sentada en la barra de la pequeña cocina fumando un cigarrillo, con el teléfono pegado al oído mientras mendigaba dinero a un familiar al que no había visto en mucho tiempo.