Abrir el mundo desde el ojo del poema - Alicia Genovese - E-Book

Abrir el mundo desde el ojo del poema E-Book

Alicia Genovese

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Abrir el mundo desde el ojo del poema reúne seis ensayos en los que Alicia Genovese indaga en las posibilidades de acción de la poesía, que "podría entenderse como el lenguaje que intenta decir, sin ser aplastado por lo dicho". Ha estudiado esta lengua del asombro desde distintos divisaderos: la docencia, los viajes, el ensayo y la escritura de poesía, y en esta obra se ocupa de explorar el sitio donde la poesía abre un mundo y lo vuelve más habitable. Desplegando con solvencia sus hipótesis de lectura, se ocupa aquí de piezas de poetas como Juan Gelman, Héctor Viel Temperley, Susana Thénon, Liliana Ancalao, José Watanabe o Marosa di Giorgio. ¿Cómo aparece la idea de un poema? ¿Qué papel juega la emoción, esa "línea de fuerza invisible que lo impulsa"? ¿De qué hablamos cuando hablamos de procesos de composición? Genovese parte de preguntas, en apariencia, simples, trampolines para que la ambición y el temperamento de su inteligencia desenvuelvan todo su caudal. Pensamiento, emoción y escritura se trenzan en un arco generoso, de Anaximandro a la ultimísima poesía, de la ciudad al campo, de los pueblos originarios a los migrantes y los exiliados. En la respiración de este conjunto de ensayos hay sucesivas aperturas, luces y oscuridades que se turnan para entregar un umbral duradero en el que sentarse a leer.

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Alicia Genovese

ABRIR EL MUNDO DESDE EL OJO DEL POEMA

ALICIA GENOVESE

 

Abrir el mundo desde el ojo del poema reúne seis ensayos en los que Alicia Genovese indaga en las posibilidades de acción de la poesía, que “podría entenderse como el lenguaje que intenta decir, sin ser aplastado por lo dicho”. Ha estudiado esta lengua del asombro desde distintos divisaderos: la docencia, los viajes, el ensayo y la escritura de poesía, y en esta obra se ocupa de explorar el sitio donde la poesía abre un mundo y lo vuelve más habitable.

Desplegando con solvencia sus hipótesis de lectura, se ocupa aquí de piezas de poetas como Juan Gelman, Héctor Viel Temperley, Susana Thénon, Liliana Ancalao, José Watanabe o Marosa di Giorgio. ¿Cómo aparece la idea de un poema? ¿Qué papel juega la emoción, esa “línea de fuerza invisible que lo impulsa”? ¿De qué hablamos cuando hablamos de procesos de composición? Genovese parte de preguntas, en apariencia, simples, trampolines para que la ambición y el temperamento de su inteligencia desenvuelvan todo su caudal.

Pensamiento, emoción y escritura se trenzan en un arco generoso, de Anaximandro a la ultimísima poesía, de la ciudad al campo, de los pueblos originarios a los migrantes y los exiliados. En la respiración de este conjunto de ensayos hay sucesivas aperturas, luces y oscuridades que se turnan para entregar un umbral duradero en el que sentarse a leer.

ALICIA GENOVESE (Buenos Aires, 1953)

Es poeta y ensayista. Se desempeña actualmente como profesora titular en la carrera de artes de escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Obtuvo un doctorado en literatura latinoamericana en University of Florida. Recibió la beca a la creación en poesía otorgada por el Fondo Nacional de las Artes en 1999 y la John S. Guggenheim en 2002. En 2015, le otorgaron el Premio Sor Juana Inés de la Cruz por su obra La contingencia.

Publicó críticas y notas periodísticas en diversos suplementos culturales y revistas especializadas. Entre sus libros, se cuentan: El cielo posible (1977); El mundo encima (1982); El borde es un río (1997); La doble voz. Poetas argentinas contemporáneas (1998); Química diurna (2004); La hybris (2007); Aguas (2013); La línea del desierto (2018); Ahí lejos todavía (2018); Sobre la emoción en el poema (2019), y Oro en la lejanía (2021).

El Fondo de Cultura Económica ha publicado Leer poesía. Lo leve, lo grave, lo opaco (2011), por el que recibió el Premio Municipal en la categoría Ensayo.

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre la autoraPreliminarI. Las mil puertas del poemaII. Sobre la emoción en el poemaIII. Irse lejos para encontrar lo propio. Migración y pertenencia en la poesía argentinaIV. Una mujer en el poema. El yo poético como un ideograma chinoV. El lirio no está solamente ahí. Sobre la imagen transparente en el poemaVI. La contingencia en el poemaSobre los ensayosObras citadasCréditos

Preliminar

LA POESÍA sigue escribiéndose y reinventándose en un mundo en el que la información a menudo pierde garantías y las comunicaciones atraviesan un flujo incierto donde las palabras se apelmazan, se degradan e inutilizan su capacidad de abrigo. Las palabras se deshilachan y parecen ir perdiendo esa aptitud de alojarnos en el tejido del lenguaje, de construir desde sus entramados nuestros vínculos y acercamientos.

En el eco repetitivo e incierto del lenguaje la mirada hacia el otro, hacia el afuera, se desenfoca y los mensajes se adaptan o se sobreadaptan a un discurso que aplasta texturas, que distancia las cosas vivas, ríspidas o suaves; objetos, personas, situaciones que siguen estando ahí bajo el sol y la lluvia, desconectadas de nuestra percepción.

La poesía sigue escribiéndose y recreándose en la boca de este mundo, como decía Olga Orozco, más cerca del habla que se rehace en el uso diario, que de los discursos estandarizados; más cerca de esa lengua cotidiana que de las formas rígidas y codificadas. Próxima a la lengua del asombro, reactiva en su furia o en su compasión, sensible en su complicidad o en su rechazo. La lengua poética propone una modulación diferente del discurso, descarta o socava frases premoldeadas, fotocopiadas, matrices adaptadoras de cualquier singularidad o diferencia, que se van quedando sin carnadura humana, que devienen instrumentos sin voz.

Desde el poema el mundo se abre de otra manera. La voz del poema se sostiene en la perturbación frente a lo otro desconocido, extraño, o en lo cotidiano que se ha distanciado de nosotros, desde ella el acontecimiento banal se transforma en descubrimiento. La poesía podría entenderse como el lenguaje que intenta decir, sin ser aplastado por lo dicho. Dice desde la atracción inesperada, desde el temor súbito, desde el dolor que nos cruza, desde el amor o la alegría que se sientan a nuestra mesa, deviene entre los ríos de la calma o los cataclismos más intensos. Su voz nos conecta con la propia intimidad que puede ser un territorio tan remoto, conecta con el entorno palpable como si se descubriese su existencia en ese preciso instante, conecta con todo aquello que nos devuelve un tejido humano, con sus asperezas y sus tersuras, con sus fallas y sus milagrosos encuentros. En esos flujos discurren sus modos de hacer y de pensar donde las palabras regresan a un lugar anterior a lo dicho, a lo endurecido en aceptaciones que se han vuelto o siempre fueron cuestionables.

Los ensayos aquí incluidos, escritos en diferentes momentos, intentan indagar en lo que puede la poesía. Así, en el primer ensayo se plantea cómo la poesía es capaz de abrir mil puertas para que ese algo propio, ese pathos secreto, encuentre, por los caminos infinitos del lenguaje, uno, el que llegue al poema que buscábamos con nuestras decepciones y nuestros deseos y que, al decirse, nos haga un lugar entre las cosas. Puede hacer que una conmoción, una emoción, se pegue a las palabras para que ellas hablen, se arrimen a las zonas inciertas, no recorridas, se acerquen a lo indecible. La emoción en el poema, tantas veces denostada o arteramente burlada, es un activo que vuelve a la poesía, como se intenta esbozar en otro de los ensayos.

La poesía puede percibir aquello que surge incipiente entre los cambios que, en cada época, producen una reconfiguración de lo sensible, puede observar y observa, por ejemplo, lo que traen y llevan los movimientos migratorios en los traslados muchas veces forzosos, en los exilios que en nuestro país fueron, a veces, tan dolorosamente vividos, en los redescubrimientos de una identidad borrada dentro del propio territorio, que fue de los pueblos del origen.

La poesía puede hacer que el yo poético se cargue de matices, no sea un mero pronombre, hable blandiendo una espada filosa o hable desde un capullo de seda como si su enunciación fuese graficada desde un ideograma chino. Puede conformar su voz según la posición subjetiva que adopta quien escribe, según sea su lugar de enunciación. Esto es lo que se analiza partiendo de las lecturas hechas por la crítica literaria feminista.

En otro de los ensayos, se trata de indagar en cómo la poesía puede, desde imágenes transparentes apoyadas en lo material, enfocar lo más oscuro, lo excluido, y traerlo al poema sin cerrarlo. El análisis allí se centra, sobre todo, en las nuevas producciones poéticas. Finalmente, un recorrido personal que da cuenta de cómo lo contingente y azaroso puede movilizar la escritura del poema y ser parte, anidar en él.

La poesía, podría concluirse, es capaz de crear un lugar para todos los interrogantes, un espacio donde coexistir con lo visible y con lo invisible, con lo captable y con lo que queda fuera de foco, con lo reconocible y con lo impensado. La poesía puede crear, construir, ese lugar donde el mundo se abra y, aunque sea fugazmente, se convierta en habitable.

I. Las mil puertas del poema

CUANDO el poema no existe, cuando es apenas una energía apretada, una intuición, un impulso subjetivo donde el lenguaje no termina de acercarse, no ofrece envión ni lanzamiento, cuando se mueve con torpeza prelógica, prelingüística, como dentro de una crisálida. Cuando las palabras conocidas tienen que volver a decirse como si no se conociesen, reaprenderse para convertirse en una apertura y posibilitar las metamorfosis. Cuando a veces ni siquiera es claro que pueda haber un poema al contar solo con la mirada sobre un puntito del mundo que atrae, un objeto al que la percepción va bordeando, encontrándole aristas, una escena de personas que hablan, que se mueven y que convocan a mirar más, a limpiar la escucha. Una materialidad del afuera que golpea en la subjetividad, que persiste con su brillo o con su interrogante en la memoria emotiva. Cuando eso otro después de ser vivenciado vuelve, parece precisar o querer otra vida en algún lenguaje, no renuncia a ser un eslabón perdido en el cúmulo perceptivo. Cuando una idea convencionalmente aceptada ronda deshilachada, desacomodada en el cuerpo, pierde certidumbre en el diario devenir de ese cuerpo. Cuando una palabra, una frase se escucha azarosamente y resuena algo más que la palabra o frase, sigue en el oído con su carnadura oral, su tono, su gesto y su insistencia. Cuando aquella idea, aquella frase, aquella palabra, aquella cosa del mundo empieza a describirse, a esbozar algunas líneas, presiona hasta trazar como con grafito su primer enunciado fuera de la función que podría tener en el afuera, ahí se dibuja tenue una puerta. La apertura hacia el poema, el comienzo de su camino, su inicio.

La caminata requiere un modo de andar. Juan Gelman en uno de los poemas de Sidney West toma la figura imaginaria de Carmichael O’Shaughnessy, quien afectado por amores tristes y otras muchas desgracias —según dice— elige andar probando ir por todas partes, por arriba, por abajo, sin plan previo, sin mapa. Con esos pies, que se mueven sin rutas trazadas, Carmichael O’Shaughnessy podría verse así como un poeta movilizado por un deseo de decir y en busca de una manera de hacerlo:

 

por abajo por arriba por la ventanita

que nadie abre iba carmichael

con el camino en la mano como

paquete del dolor1

 

En medio de su caos de pérdidas y tristeza, Carmichael decide probar las direcciones más diversas, incluso la ventanita que nadie abre y que dentro de la búsqueda de un poema puede asociarse a la experimentación con las palabras, su aceptación, su descarte, su forzamiento; con los giros sintácticos que se tuercen buscando alguna continuidad que no es la de la lógica convencional, ordenada, del discurso, una sintaxis que encuentra una salida inesperada o un atajo de donde quizá necesite volver para seguir siendo comunicable. O quizá decida probar con los desvíos de sentido, que a veces son como una trampa, al hacer huir del sentido aquel que dará forma final al poema. Todo eso se pone a prueba en el camino.

El poema de Gelman plantea una paradoja: Carmichael sale a buscar y a la vez lleva el camino en la mano; sale a un afuera, pero a la vez lleva con él aquel camino que desconoce. Ese camino que es un peso, una carga, que está cerrado, anudado, hecho un paquete de dolor. Un camino al que le falta sentido: despliegue, exactitud, porosidad. La figura de Carmichael como la del poeta es la de quien se lanza al camino del lenguaje probando, ensayando maneras.2 La palabra “dolor” tomada aquí por Gelman, quien además compone este libro como una sucesión de “lamentos” o formas ironizadas de la elegía (la muerte de un sapo o de una nuca, por ejemplo), ese dolor podría sustituirse para darle otra amplitud, menos cerrada en lo trágico. El dolor puede considerarse también una pasión detenida que ha sido o sigue siendo, puede entenderse como perturbación, conmoción, estremecimiento, emoción. El dolor puede contener y abrir esa amalgama de afectaciones que conforman el suelo de donde proviene el impulso a la escritura. El hacer poético sigue en el poema de Gelman su deambular sin orientación, sin postas precisas hasta que en determinado lugar se detiene.

Carmichael interrumpe su camino en ese lugar donde su sombra cae, donde el dolor se transforma y se aliviana, donde percibe que “dulce fue su desventaja”. Un lugar donde la desventaja, “el dolor” metamorfosea su destino de lamento. En el punto de llegada se encuentra el poema, sucede el “canto” mencionado por Gelman, devenido Sidney West, y así se desanuda lo cerrado. Como en el deambular de Carmichael, las posibilidades de recorrido que ofrece el lenguaje, la infinitud de caminos y sentidos configuran las mil puertas que puede ir intentando abrir el poema hasta hacerse.

El momento de inicio de la escritura contiene una pregunta simple: cómo nombrar esa perturbación, cómo desenmadejar ese extrañamiento frente al mundo en el punto de partida hacia el lenguaje, en el primer intento de enunciar dentro de un poema. La punta del ovillo puede darla una situación excepcional o cotidiana que la mirada recorta con otra luz, en otras ocasiones puede ser un objeto que despierta toda la atención, que parece ser empujado por algo más que sus aristas concretas. El punto de partida puede darlo una idea que pesa como un imperativo, instalada como deber ser, como opción obligada frente a lo que se define entre el bien y el mal, una idea frente a la que se reacciona. Otras veces es el ritmo el que abre el poema, una cadencia en el oído que se va desbocando en palabras, entre los imanes de las palabras que se asocian. Hay una infinidad de corredores y pasajes por donde puede transitar la escritura del poema. Mil puertas.

En el comienzo, un nudo, un pathos, una afección, en el sentido en que la define Massumi: “Ser afectado es estar abierto al mundo”.3 En ese nudo está en potencia el camino. El poema en este instante remite a su raíz griega ποιέω [hacer], y como hacer poético convoca a una búsqueda en medio de las tensiones de la lengua. Suele pensarse que al escribir un poema hay que diagramar primero el plan perfecto, trazarlo. Sin negar que algo pueda planearse o esbozarse previamente, son tantas las alteraciones que impone el propio hacer poético que aquel plan luce raro al final, termina horadado, casi inútil en su versión de boceto. El camino suele ser inverso, se parte con ese camino en la mano y en ese proceso de saber y no saber de la escritura se llega al poema. El plan resplandece y se explica mejor cuando el poema ya se escribió. En la línea única que va adoptando el poema se despliega el camino y se desanuda el impulso inicial. La forma hallada es su apertura cuando el nudo se metamorfosea, lo no dicho se transforma en palabra que encuentra su propia cartografía. Todo poema es el desarrollo de una metamorfosis, desde el affectus a través del lenguaje, desde el estado larvario hasta el poema.

En el comienzo fue una escena

Dice José Watanabe en “Las mariscadoras”:

 

Al amanecer

una decena de muchachas, como en un mito,

entran algunos palmos en el mar tranquilo.

 

Visten un traje negro

y buscan

entre las piedras

los cangrejos y las conchas que ha dejado la marea alta.

 

Una roca oscura se confunde con ellas. Solo asoma

hierática,

con el agua baja. Si respirara el aire salino de las muchachas

reiría con ellas

que se lanzan cangrejos y comen almejas crudas.

Las muchachas ignoran que esa alegría vibrátil

es su victoriosa debilidad.

Cuando la marea suba

huirán del avance de las aguas, la roca no.

Ella será la hermana severa

que increíblemente pasa la noche bajo el agua.

Mañana

volverá a emerger con la cabellera de rizadas algas

y el triste orgullo de no deberle nada a nadie.4

 

Hay aquí una escena, muy simple en principio: quien observa describe a un grupo de mariscadoras que están haciendo su trabajo, entran al agua a recolectar mariscos, cangrejos o almejas. He aquí la escena transparente que el poema enfoca, esta imagen es su apoyo material y no desaparecerá aunque en torno a ella comience una reflexión que la expande. Esta es la puerta del poema, una puerta sencilla, poco pretenciosa. Está escrito en tercera persona y el yo poético permanece oculto, en esa casi impersonalidad. La impersonalidad no es absoluta, ya que todo lo que va diciendo luego se tiñe, se impregna con una manera muy personal y subjetiva de ver las cosas, de seleccionarlas y diferenciarlas. Pero este es el recurso que retacea el primer plano del “yo”, la veladura del sujeto poético no es completa, quedará evidenciado a través del uso de los adjetivos. Acá los adjetivos opinan. Junto a las mariscadoras se incorpora un elemento que contrasta con ellas, una piedra, un objeto que sutilmente irá animizándose, humanizándose. A través de los adjetivos el poema personaliza su mirada, proyecta los objetos fuera de su propia materia sin despegarlos demasiado de ella, sin restarles literalidad, pero sumándoles subjetividad. Watanabe se mueve en ese límite riesgoso, no desata el yo, tampoco lo anula, ni pierde lo concreto.

En el desarrollo del poema se va desplegando un juego de opuestos: el movimiento de las mariscadoras y la fijeza de la piedra; la alegría vibrátil de ellas y lo hierático, lo severo de su contraparte; la huida ante el peligro de ellas cuando sube la marea y la perseverancia en su sitio de la piedra; la victoriosa debilidad de unas y el triste orgullo de la otra. El objeto que es la piedra se personaliza en la comparación que la ve como una “hermana severa” frente al juego de las muchachas que se lanzan cangrejos y ríen.

La alegría es debilidad, pero también victoria en la escena descripta y opinada con la adjetivación; la roca que permanece en el agua es severidad pero también orgullo triste. Los opuestos quedan relativizados y en colisión. El orgullo queda recortado por la tristeza, y la victoria, por la debilidad. La vida alterna posiciones, a veces se es una cosa, otras veces otra, se juega uno u otro rol, parece decir quien observa dentro del poema, con algo de distancia. Se necesita de la debilidad para disfrutar y también de la perseverancia y una cierta rigidez para no deberle nada a nadie, para ser autónomos. En esas fuerzas opuestas y relativizadas se desmadeja la complejidad de las actitudes humanas. Me parece ver, sin embargo, que ese “triste” orgullo de la piedra y esa imposibilidad de poder respirar el aire salino como lo hacen las mariscadoras implica una visión más crítica hacia la piedra que hacia las mariscadoras. El subrayado también se da en la elección del título, ellas son el foco de atención que lleva al poema y la piedra es su contraste. Habría una “crítica de las pasiones tristes”5 en términos spinozianos y que encarnan en la piedra de Watanabe, quizás una autocrítica. Baruch Spinoza criticaba las categorías enfrentadas en antagonismos porque implican una pérdida, dentro de ellas la vida queda envenenada entre el Bien y el Mal, decía. La vida y el movimiento de las mariscadoras incorporan aquí también esa otredad de la piedra y su fijeza, con una cierta comprensión que redime, abarca lo uno y lo otro, no excluye.

El poema de Watanabe parte de una imagen clara, transparente, que es una puerta, una manera de entrar al poema, se sumerge en las aguas materiales que su mirada recorta y desde allí infiere una visión del mundo, explorando y contrastando los elementos que la escena presenta.