Aciaga relación - Carlos Enrique Aburto Muñoz - E-Book

Aciaga relación E-Book

Carlos Enrique Aburto Muñoz

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En esta novela, el autor narra la historia de una singular relación amorosa entre dos jóvenes en período de dictadura. La historia, presentada a través de una conversación en una cárcel de Chiloé, entre un recluso y su visitante, expone una trama novedosa al incorporar la temática del romance a las narraciones sobre la dictadura en Chile, además de escenas que mantienen al lector en constante tensión. Un desenlace inesperado contribuye a la originalidad y sorpresa del argumento, lo que hace más atractiva la lectura. Es un libro ideal para jóvenes y adultos en general.

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ACIAGA RELACIÓN

Carlos Enrique Aburto Muñoz

PRIMERA EDICIÓN Octubre 2022

Editado por Aguja LiterariaNoruega 6655, dpto 132 Las Condes - Santiago - Chile Fono fijo: +56 227896753 E-Mail: [email protected] Sitio web: www.agujaliteraria.com Facebook: Aguja Literaria Instagram: @agujaliteraria

ISBN: 9789564090436 

DERECHOS RESERVADOSNº inscripción: 2022-A-9195Carlos Enrique Aburto MuñozAciaga relación

Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático

Los contenidos de los textos editados por Aguja Literaria son de la exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan el pensamiento de la Agencia 

TAPAS Imagen de portada: Andrea Baratella - Sam Williams (Pixabay)Diseño: Josefina Gaete Silva 

ÍNDICE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 1

El basquetbolista

Fue en la cárcel donde me contaron esta historia llena de sentimientos y recuerdos hermosos. Creo que su protagonista tenía un corazón muy tierno y un alma muy sensible, a juzgar por su singular manera de sentir. Tenía, digo, porque todo esto es historia ya acabada. 

Siempre iba con mis compañeros de secundaria a jugar baby-football o básquetbol al gimnasio municipal en nuestras horas libres o los fines de semana, cuando había hora para arrendar. Cuando no, nos íbamos al gimnasio de la comisaría, porque teníamos compañeros que eran hijos de carabineros, así es que nos dejaban jugar en él sin ningún problema.

    Fue en uno de esos días de la fiebre basquetbolística en que lo conocí. Recuerdo que nos faltaba un jugador para hacer un partido y decidimos jugar así, con uno menos. A nuestro equipo le tocó quedar con cuatro, y así comenzamos el juego. Ya habíamos jugado un buen rato, cuando apareció por el gimnasio un muchacho de casi nuestra edad o un poco mayor. Vestía ropa ligera y calzaba zapatillas. Al parecer venía preparado para jugar. Fui yo quien les dijo a mis compañeros que aquel muchacho podría participar en nuestro equipo. Todos aceptaron y así terminamos el partido.

    Milton, que así dijo llamarse, era bastante bueno y, a decir verdad, fue por él que ganamos el partido aquel día.

    Al terminar el encuentro, nos fuimos a las duchas y él también fue con nosotros, pero no se duchó. Solo se lavó las axilas y el rostro. Después se secó con su polera y se sentó en una banca del camarín.

    Eduardo destapó unas bebidas que traía en su bolso y nos invitó. Bebimos con ansiedad y nos sentimos reconfortados. Realmente, habíamos transpirado mucho y estábamos exhaustos y casi deshidratados.

    Milton se quedó con nosotros en el camarín. Los muchachos se pusieron a hacer bromas y a contar chistes para relajarnos un poco. Nadie pareció interesarse mucho por él, aparte de preguntarle su nombre y de hacerle notar su habilidad y puntería con el balón, pero él solamente se limitaba a sonreír y a agradecer con humildad.

    Cuando todos estaban concentrados en las bromas que hacían, me acerqué a él y le pregunté qué hacía allí en la comisaría, o si era hijo de algún carabinero. Me contestó con una sonrisa amarga que estaba preso desde hacía unos tres meses más o menos y que pronto lo cambiarían a la cárcel; eso dependía de cuándo llegaría su condena.

   Me sentí muy sorprendido con su historia y me interesé en ella, así es que comencé a preguntarle los pormenores. Parecía molesto por mis preguntas, así es que corté mi interrogatorio. 

  —Está bien —le dije—. Estarás harto de preguntas y quizás no quieras hablar del asunto.

  —No, no te preocupes —replicó—. Sí, es verdad que hablar de esto me deprime mucho, pero también, de algún modo, me fortalece pues, al contarla, creo sentir mi causa como algo fuera de lo común y ese algo singular, ese algo fuera de lo común —repitió— me llena de fuerzas y, lo que al parecer es locura para muchos, llego a sentirlo cuerdo y razonable en mi corazón. 

    Al escucharlo, noté que no estaba conversando con un joven común y corriente, sino que estaba al frente de alguien distinto. Quizás, frente a un intelectual o algo por el estilo.

—Me gustaría contarte mi historia, amigo —me dijo—. Te juro que te gustará mucho. Posiblemente te sirva de material para escribir algo: el argumento de alguna novela por ejemplo…

Nos reímos un poco, pero él se contuvo y terminó su risa en un fruncimiento de cejas que lo puso serio.

—Cierto, amigo. Si quieres vienes uno de estos días y te la cuento completa, antes de que me lleven de aquí.

    Me sentí entusiasmado y contesté:

 —¡Claro, si tú quieres!

    Los muchachos del grupo ya salían y me preguntaron si ya me iba.

 —Sí, ya me voy. Esperen…

    Algunos ya se habían ido; otros, salían y agitaban las manos en señal de despedida.

    Nos fuimos de allí con el resto que quedaba. Con Milton quedamos en vernos el día de la visita. Me dijo que nadie iba a visitarlo, ya que su familia no vivía en Chiloé, y solo a veces iba la señora de su pensión a dejarle algo de comer.

    Seguramente, se refería a su antigua pensión, pues se encontraba preso desde hacía meses.

—¡Ah! También vienen unos amigos ahora —dijo, marcando el “ahora” con un poco de desazón.

    Más tarde explicaría el significado de aquella frase, cuando me dijo:

—Pensar que tengo muchos amigos y ninguno venía a verme al comienzo. Claro, seguramente muchos de ellos embarcados, quizás, en los prejuicios sociales y otros porque en los meses de verano se van a sus casas y no vuelven sino hasta marzo, cuando se reanudan las clases. Pero igual sé de algunos que me odiaron y me odiarán mucho por esto.

Capítulo 2

La cárcel

Volví el día de visita como habíamos acordado. El guardia me dijo que ya no estaba allí y que se lo habían llevado a la cárcel. Supuse que le había llegado su condena y le pregunté si por eso lo habían cambiado. Me contestó que, de ahora en adelante, todos los presos estarían en la cárcel y que solo los sospechosos y los ebrios estarían allí por unos días. 

 —Ya todo se está normalizando. Lo de Milton Ferreira todavía queda para rato —me dijo sonriendo.

   Entonces pregunté si en la cárcel había visita aquel día.

  —Claro —me dijo—, hoy es domingo—. Consulté mi reloj y, como este me viera, agregó: —Todavía alcanzas a visitarlo, si quieres.

    Eran las tres veinte de un domingo lánguido y monótono de comienzos de abril. Lánguido, digo, pues los rayos solares llegan muy débiles en estas fechas y la vida pareciera que palpita con menos fuerza a medida que se acercan las frías estaciones de otoño e invierno en esta zona austral.

    El taxi me dejó a la entrada del recinto carcelario. Como en todo pueblo chico, el chofer me conocía y me dijo:

—No me digas que tienes a algún familiar preso. 

—No seas chismoso —le contesté. 

—¡Ah, disculpa! 

—No, no te preocupes, vengo por otra cosa.

    Había mucha gente dentro visitando a los convictos. Busqué a mi amigo Milton entre los grupos esparcidos por doquier y allí, en medio del patio, conversaba con alguien, un interno, creo, mientras fumaban, para ellos, un preciado cigarrillo.

    Me acerqué y lo llamé.

 —¡Ah, sí! —dijo sonriendo, un poco sorprendido—. Permiso. —Le dijo a su compañero y vino a mi encuentro.

 —¡Hola! Pensé que te habías olvidado…

 —Como ves… aquí estoy —le dije, haciendo un gesto que indicaba que estaba preparado para escucharlo.

Le mostré una pequeña grabadora que traía conmigo y que le había pedido a una compañera del liceo.

 —Está bien, pero ya no tenemos tiempo casi. ¿Hagamos lo que podamos hoy, ¿ya?... Bueno tú sabrás como ordenarlo —sonrió y luego me hizo pasar a una recámara que consistía en una amplia sala llena de libros. 

 —Es la sala de clases —me dijo—, y la biblioteca a la vez… siéntate, por favor. —Ambos nos sentamos y como quedó pensativo comencé a preguntar lo que se me ocurrió primero. Quise saber de su familia, de sus padres, en fin…

  —Mi familia —me dijo esta palabra con un tono de fastidio—. No me hagas hablar de ella mejor…

 —Pero, qué pasa. Debo saber de ella también, ¿no crees?

 —Ah sí claro… Bueno, te diré que me considero sin familia. Mis padres se separaron hace algún tiempo, un poco antes de que cayera preso; quizás sería por eso que actué así, no lo sé. A veces no quisiera creer en eso, pero la verdad es que todo se juntó. Desde hacía dos años más o menos tenían muchos problemas. Solo se ocupaban de mí en lo mínimo; me enviaban dinero, digo mi padre, porque lo que es a mi madre, creo que nunca le importé.

    Cuando recién pasó todo esto, estuve en el hospital. Allí vino a verme y lloró mucho, pero después ha venido una sola vez. Lágrimas de cocodrilo, ¿me entiendes? Quizás la juzgue mal, pero ha sido mala madre conmigo. Es posible que su nuevo compañero no la deje venir.

    De mi padre te diré que me ha venido a ver tres o cuatro veces. Cada vez que lo hace, viene a regañarme por lo que ha gastado conmigo y que no supe aprovechar. En fin, poco apoyo de su parte, y ahora parezco estar olvidado por ambos. Además, tengo una hermana casada en la octava región. Creo que debe saber de mí, pero no se ha aparecido… Ya ves, estoy solo.

 —¿Ellos viven en el campo? —le pregunté para calmar su creciente tensión emocional.

 —Sí —me dijo—, tenemos unas cuantas hectáreas de tierra que mi padre trabaja con mucho esfuerzo, ayudado de algunos empleados.

    Mi padre es un hombre sencillo, como todos los campesinos, de buen corazón. No tuvo mucha educación, razón por la que se esmeraba en que yo estudiara, para que alguna vez fuera otra persona y no un campesino ignorante, como me decía él, cuando estudiaba en el liceo. Al campesino siempre se lo mira en menos —me decía—, en cambio a una persona con educación, no, aunque gane poco dinero.

    Yo siempre he pensado que mi padre quizás tenga razón, pero para mí una persona vale por lo que es como persona y no por lo que tiene. Lamentablemente, lo material es lo que pondera en esta sociedad, pero la sociedad está equivocada. La gente se embarca en los convencionalismos sin darse cuenta y se convierte en materialista, y se olvida de los valores fundamentales del ser humano y de su condición de ser espiritual. Es hacia lo espiritual que debemos evolucionar para llegar a ser seres más centrados y coherentes, superiores a nuestra actual condición.

    Ahora que he estado solo por un tiempo prolongado, me he dado cuenta de muchas cosas. Alguien dijo que la soledad es el imperio de la conciencia y fue profundo en su meditar. La soledad es para el alma lo que para la naturaleza es la primavera. Se torna inmensamente tierna cuanto más se sumerge en el mar de la soledad. Es entonces cuando sus pozos se hacen tan profundos como la dimensión del universo. 

    Un “conócete a ti mismo”, de Sócrates, llega a tu cerebro y comienzas tu expedición a las profundidades de tu conciencia. La exploración es fatigosa, larga, interminable. Cada vez conoces algo nuevo y misterioso y quieres descifrarlo, pero todo parece huidizo, resbaladizo en los laberintos de tu mente impertérrita; todo se muestra brillante como un sol, pero rápidamente empañado de nubes oscuras, y vuelves a luchar para llegar a la verdad, pero se te escapa una y mil veces, como escurridiza gota de mercurio.  

    He destruido mi vida. Malgasté lo que mi padre me dio con tanto sacrificio hasta ahora. Por eso me ha regañado mucho en estas visitas que me ha hecho. Lo he escuchado en silencio admitiendo mi culpa.

    La señora Nancy, la dueña de la pensión, le confesó a mi padre que yo le debía cinco meses. Y es cierto. Todo me lo farreé con mis compañeros, con mis amigos, en fiestas y tonterías. Si me había aguantado el estarle debiendo, había sido porque yo le había caído bien y me quería como a un hijo, como ella me decía, pero de no haber sido así, me habría echado de la pensión. Sin embargo, no lo hizo e incluso me ha visitado aquí en la cárcel y sufre por mí. Al comienzo venía con frecuencia, porque me tenía mucha lástima, a pesar de que no me porté muy bien con ella en el último tiempo. Me traía frutas y cigarrillos, que son muy preciados aquí dentro. Ella es muy buena, ¿entiendes? —me preguntó y me miró con tristeza y algo de dolor, y continuó—. No como mi madre, que abandonó a mi viejo y yo no le importo en lo absoluto. Bueno, a decir verdad, la señora Nancy también parece haberse olvidado de mí, últimamente ya no ha venido.

    A propósito de la señora Nancy, me había olvidado decirte que vayas a verla y le pidas una carpeta negra que guardo en mi velador… —lo interrumpí:

 —Pero hablas como si… 

 —Claro —me cortó—. Todavía están mis cosas allí. La señora le pidió a mi viejo que las retirara, pero él contestó que se las llevaría cuando cancele lo que yo le debo y la verdad es que de eso hace ya unos tres meses y medio, y aún no lo ha hecho. Cuando vino hace un mes, me dijo que estaba pasando por aprietos económicos debido a que ha tenido que trabajar solo y además gastar en trámites legales por la separación con mi madre. El creía que las cosas se arreglarían, pero no ha sido así. Ella no quiere volver y, como ya te dije, ahora vive con otro hombre. Creo que esas cosas también han sido las que me han dejado más hundido en mi problema, pues no tengo apoyo de nadie. Todo se ha vuelto contra mí, hasta mis más entrañables amigos.

     Por favor, ve a la casa de la señora Nancy y haz que te entregue esa carpeta. Allí encontrarás mi diario de vida que solía escribir especialmente cuando las cosas no marchaban como yo quería, y, bueno, aquí también guardo algunos que escribo, entre lo poco que aquí puedo hacer.

    Un fuerte pitazo nos desconcentró y nos hizo colocar punto final a nuestro encuentro. Era la hora de marcharse. Me miró con una sonrisa forzada y cargada de amargura cuando me dijo:              

 —Vendrás en la próxima visita, supongo. 

 —Claro —contesté convencido.

—Me traes cigarrillos, si puedes —y sonrió con más ánimo cuando dijo—: ¡Que sean Lucky!

Lo acompañé en la risa y repliqué:

—Exquisito también. 

    Así nos despedimos, como amigos. Ahora conocía más de él y sentía que quería refugiarse en mi amistad.

    Me acompañó hasta la salida. Luego, me mezclé con mucha gente que había estado de visita.

    Comenzaba a lloviznar, así es que tomé un taxi, el que me dejó cerca de mi casa.

 

Capítulo 3

La fiesta

Volví el jueves de visita. Esta vez me habló de la verdadera causa por la que estaba allí: su enamorada.                                             

Recordó aquella tarde cuando, por primera vez, pudo verla allí entre el tumultuoso gentío de aquella fiesta de la primavera, y cómo su alma de adolescente solitario se transformó en febril alma enamorada.

—Me quedé embrujado, como en un singular encantamiento, y contemplé su rostro pálido cuajado de dulzura, hermoso y delicado. En realidad, no existía para mí contemplación más deliciosa —me dijo—. ¡Se veía bellísima! Parecía una criatura no humana, más semejaba a un ángel, porque los ángeles deben ser hermosos, supongo —me miró emocionado y sonrió—. Parecía haber pasado por una metamorfosis; de una bella niña a un magnífico y esplendoroso angelito. Esa gracia especial que tenía su cuerpo cuando se balanceaba al caminar entre la gente. Sus cabellos sueltos como espigas doradas se sacudían al viento con ritmo vaporoso. Luego, cuando se detenía a jugar en la ruleta y yo me colocaba en el extremo opuesto desde donde podía verla a mi gusto y observarla, era como si fuese una obra de arte de la gran naturaleza.

Mi alma bordeaba la catarsis con aquella sin igual contemplación. Sus cabellos podían confundirse con los rayos del sol de la primavera y su hermoso rostro de niña semejaba al de un querubín adorando a Dios.

    Fue en ese momento cuando cruzamos nuestras miradas y me pareció que me cosquilleaban las plantas de los pies y me vaciaban el estómago. Era una sensación parecida a cuando caemos en un insondable precipicio. La seguí mirando hasta que me pareció sentir que un rayo de fuego me quemaba las pupilas: eran sus ojos, verdes como un hechizo, de una belleza indescriptible. De eso hace ya, tres años. Entonces, supe que sería mía —bajó la voz y pareció estar extenuado por la emoción—. Sentí desbordarse de alegría mi corazón, porque la había encontrado. Había encontrado esa eterna alegría que todos buscamos entre el tumulto de las calles, de las fiestas, de los parques, de cualquier lugar: el amor. “Debo atraparla”, me dije, “o la perderé para siempre”.

Levantó los ojos para volverme a mirar con tristeza y continuó:

—Ahora recuerdo las alegrías y pasiones de otro tiempo y en nada han superado a las que viví junto a Maritza. Esas fueron explosivas y placenteras.

Aún siento en mi interior este corazón, pletórico de dichas nunca soñadas.

    Milton llevaba en su alma la sensibilidad de un artista, imaginativa y soñadora, pero su carácter tímido bordeaba la estupidez cuando se trataba de una chica, especialmente cuando le gustaba. Y esta le gustaba demasiado.

    Desde aquel día de fiesta primaveral, comenzó para Milton una verdadera lucha interior. Trataba en lo posible de no pensar en ella, pero era tanto su entusiasmo de sentirla cerca que, sin quererlo, aparecía en su mente, llena de gracia, la tierna imagen de aquella muchacha, más bella y adorable que nunca. Se sentía tan preso del encanto de aquella imagen que decidió buscarla.

    La buscaba cada día en su tiempo libre. Después de las clases iba por la calle con la vista atenta, anhelante, hasta que aparecía. Sabía de memoria su itinerario o sus quehaceres de los fines de semana. Los domingos, sabía que iba a misa; él también iba, pero se conformaba con mirarla. Nunca se acercaba mucho. Su proximidad lo ponía nervioso, y eso lo delataría, pensaba.

—En las mañanas estivales salía de compras y se mezclaba en el alboroto de un mercado bullicioso o de una concurrida calle. Toda ella era belleza y voluptuosidad. A veces iba con un vestido celeste, elegante y gracioso, pero muy afable; un prendedor de flores blancas en el pelo y otro de perlas brillantes en el pecho, sobre aquellos senos ondulantes que se agitaban febrilmente al caminar. Sus zapatos eran blancos y se deslizaba cual ágil bailarín sobre un escenario. Sabía sonreír con dulzura cuando se dirigía a los vendedores. Una dicha luminosa, semejante a la aurora parecía irradiar de su bello rostro; sus pupilas emitían un verde hipnotismo. La miraba desde una calle opuesta o desde algún rincón. La acechaba furtivamente.