Agua de marea - Andrés Checa Ruiz - E-Book

Agua de marea E-Book

Andrés Checa Ruiz

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Beschreibung

Agua de marea no es una historia, son muchas. Todas ellas comparten un tiempo, la posguerra española, y un lugar, Baeza, donde a la niebla la llaman marea. Allí están los perdedores, los vencedores y los niños, que crecen con las heridas y silencios de sus padres. Podemos encontrar a un maestro abnegado, algunos locos, estraperlistas, guardias civiles, funcionarios, un lechero, un alcalde, un falangista… y la estatua de un legionario de alto rango que, dinamitada por unos y escondida por otros, adquiere vida propia. Cada capítulo transcurre en un día de un año y lo protagoniza un personaje distinto. El resultado es un relato coral que nos adentra en el sentir y el vivir de las gentes de la comarca jienense de La Loma durante los años cuarenta y cincuenta del siglo XX.

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Agua de marea

Andrés Checa Ruiz

Primera edición en esta colección: junio de 2023

© Andrés Checa Ruiz, 2023

© de la presente edición: Tierra Editorial, 2023

Tierra Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-19655-04-2

Realización de cubierta y fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

A Luisa, la Casquija.

De tres maneras podemos aprender:

en primer lugar por la reflexión,

que es la más noble;

en segundo lugar por imitación,

que es la más sencilla;

y en tercer lugar por la experiencia,

que es la más amarga.

CONFUCIO

Índice

El maestro SerranoFranciscoAntoniaEduarditoRicardoJuan ManuelEl teniente RamírezCasquijoLa sordaCiprianoLuisaManuel López ArredondoPablo Arredondo AcuñaJesús CuevasEl Niño de la AudienciaChicueloAgua de mareaApuntes de escritura

El maestro Serrano 11 de junio de 1940, martes

COMO CADA MARTES, EL NIÑO DE LA AUDIENCIA llegó a la escuela con su taleguilla del almuerzo del mediodía y llamó a la puerta de madera maciza. La casa del maestro Serrano se encontraba en la zona del Vivero, cerca de la fuente del Moro. Apenas alcanzaba a la aldaba, una mano de hierro con una bola dentro. Dio tres golpes fuertes con la palma de la mano y el maestro abrió enseguida.

Serrano volvió a sus quehaceres en el interior de la casa. El niño bajó los dos grandes escalones de piedra que separaban la calle de la sala donde se daban las clases, un zaguán amplio con las paredes encaladas, y entornó la puerta. La mesa del profesor daba la espalda a una pizarra pequeña con un gran crucifijo metálico encima. Sobre ella descansaban ocho tinteros de plomo, una botella de tinta para rellenarlos, un palillero con siete plumillas metálicas, una lata con lápices rojos, azules y negros, y una regla de madera. Enfrente, alineadas, descansaban tres filas de pupitres, con cuatro pupitres en cada una, separados por un pasillo central; en total doce. El maestro Serrano se sentaba en contadas ocasiones, y cuando lo hacía, podía observar la puerta que daba acceso al hogar y un gran mapa mural de España a su izquierda. En la pared del fondo la única puerta que los alumnos tenían prohibido traspasar y una cartulina blanca enganchada en la pared con el mensaje: «Prohibido decir cucha, inchi, armuá, zangalitrón y malafollá» que mostraba una de las obsesiones de Serrano. La puerta de entrada y la única ventana de la sala, cuyo poyo hacía de estantería con una docena de libros mostrando sus lomos, se encontraban a su derecha. Al final de la clase pendía una caña del techo de la que salían unos ganchos de alambre donde los niños colgaban, al aire, sus taleguillas.

Paco comenzó el ritual previo al inicio de la clase. Colgó su talega de uno de los ganchos de la caña del techo, ayudándose de un palo; ni poniéndose de puntillas alcanzaba. Sacó de la cartera de cuero, que había sido de su padre, la libreta, un lápiz y la goma de borrar, y los colocó sobre su pupitre, frente a la mesa del profesor. Si el lápiz no tenía punta, se la sacaba con la navaja, que estaba sobre un estante bajo la pizarra, junto a las tizas y la vara de pegar: Carmela.

El siguiente en entrar fue Ricardo el de los Maños, y poco después los tres hermanos Gutiérrez, huérfanos de madre desde el nacimiento del más pequeño. Otros cinco alumnos del maestro llegaron juntos. Luis, El Estudiante, llevaba una semana con anginas y hoy tampoco vendría a la escuela. Todos cumplían con el ritual de las taleguillas antes de empezar la clase. Hoy serían diez.

Paco se asomó al hogar y observó la chimenea en la que un cazo de porcelana rojo, al lado de la lumbre, desprendía un fuerte olor a café. Una silla, una mecedora y una pequeña mesa de madera formaban todo el mobiliario.

—¡Ya estamos!

Nadie respondió. Atravesó el hogar y se asomó al patio. El sol de junio le cegó y después de mirar un momento al suelo de tierra vio el pozo, unas tiras de esparto que se secaban al sol sobre unos sacos, la higuera, a rebosar de brevas, que aportaba sombra al agujero del retrete, y la cuadra que el maestro utilizaba para criar conejos y gallinas.

—¡Ya estamos!

—¡Ahora voy, Niño!

Paco volvió a su pupitre y el maestro salió de la cuadra, sacó agua del pozo y se lavó las manos y la cara. Entró en el hogar y se sirvió una taza de café filtrándolo con un trapo. Cuando los niños oían el traqueteo en la chimenea comenzaban a guardar compostura, y al entrar el maestro todos ponían cara de atención. Si alguno se despistaba, se las podría ver con Carmela, aunque el maestro no la utilizaba. Se sentía mal pegando a niños. Carmela era solo un mensaje.

Al maestro Serrano nunca le agradó comenzar sus clases con gramática o lectura, tal y como se hacía en la República. Había decidido que en esta nueva etapa enseñaría geografía e historia, más geografía que historia, matemáticas, más cálculo que problemas, y lengua, que dividía en lectura, ortografía y gramática. ¡Ah! y también escritura, para que los chicos aprendieran a hacer buena letra. Siempre en el mismo orden. Las demás asignaturas las impartía en el tiempo restante. Esos conocimientos eran para el maestro Serrano lo mismo que los elefantes para San Agustín en su clasificación de los animales, superfluos. A veces, cuando conseguía esparto, también les enseñaba a hacer canastos y alpargatas.

—Hoy vamos a terminar el mapa que empezamos la semana pasada. Recordad que habíais dibujado los ríos Miño, Ebro y Duero. Hoy nos tocan el Tajo, el Guadiana y el nuestro, el Guadalquivir.

Los niños abrieron sus cuadernos por la página con el mapa a medio hacer, giraron la cabeza hacia la derecha y observaron la posición de los ríos en el mapa mural. Antonio, el mayor de los Gutiérrez, repartió un lápiz azul para cada dos alumnos. Primero dibujaban los ríos a lápiz, con trazo suave, y después los coloreaban con el lápiz azul. Los ríos eran azules. Tenían agua. Ricardo no entendía por qué el azul era el color del agua de los ríos: la que bebía era transparente, la de los pozos, negra, y la única vez que cruzó el río Guadalquivir, que pasaba a pocos kilómetros del pueblo, era inconfundiblemente verde. Igual no había lápices de color verde o los otros ríos sí tenían el agua azul, pensó.

Los niños empezaron a dibujar los ríos, comenzando por el Tajo, el situado más al norte.

—Nicolás, no aprietes tanto con el lápiz negro que después no lo podrás colorear. —El niño miró al maestro Serrano, a su cabeza cuadrada, a sus orejas de soplillo y a su bigote espeso y ancho. Nicolás no sabía que Serrano lo había copiado de un profesor de la escuela Normal de Jaén, donde estudió magisterio. Las orejas vinieron separadas de la cara con él al mundo. Eran calcadas a las de su padre.

El maestro se paseaba entre los pupitres con su taza de café. A ratos corregía la posición de alguna línea, y otras veces su mente divagaba y se ponía a pensar lo que había traído a España la guerra que hacía poco más de un año había terminado. Él, por edad y por ser un poco cojo, no tuvo que tomar partido. Al no poder disimular totalmente su cojera prefería acentuarla, como dándose importancia. Era de los pocos que se libraron de ir al frente. Al comenzar la guerra, el pueblo se decantó claramente por los republicanos. Muchos jóvenes se alistaron voluntarios en el batallón Stalin y se fueron a combatir en el frente de Córdoba, y después, en la defensa de Madrid o en el frente de Teruel.

Pensaba Serrano que no debía tratar a todos los niños igual. Cada alumno era un planeta diferente que orbitaba sobre una estrella distinta. Tenía predilección por Paco, por estar pasándolo tan mal desde que su padre había entrado en la cárcel hacía ocho meses.

Al acabar la guerra cerraron los colegios y cuando los reabrieron, en octubre, las nueve clases del colegio público quedaron reducidas a cuatro, que acogieron a los hijos de los vencedores. El maestro Serrano pensó que podría continuar dando clases en casa, como había hecho siempre, y el tres de noviembre se presentó en el Ayuntamiento para solicitar permiso.

—Viene en mal día. Don Matías está muy atareado con lo de mañana. Quiere dejar todo bien atado antes que entre el nuevo alcalde.

Toda Baeza estaba al tanto de que el cuatro de noviembre fusilaban al alcalde socialista, don Manuel Acero, y a sus más próximos.

—Quien a hierro mata a hierro muere. Me apunto su petición, aunque creo que la decisión la tomará el nuevo alcalde. A don Matías le reclaman en Madrid. Si quiere ir aligerando los trámites vaya confeccionando la lista de los alumnos y los nombres de sus padres. Recuérdeles que tienen que estar bautizados si quieren ir a la escuela. Las iglesias abren todos los días, mañana y tarde. Rellene este formulario y ya le diremos algo.

El secretario del Ayuntamiento, don Manuel López Arredondo, había sido alumno suyo. No le miró a los ojos durante toda la conversación. Lo que sí hizo fue entregarle un impreso con preguntas sobre sus actividades durante la guerra. En el reverso vio una casilla vacía junto a la que pudo leer «Desafecto al Régimen». Si al final le daban permiso, los días de clase serían de martes a sábado. ¿Qué les pasa a los lunes?, pensó.

—Tendrá que poner un crucifijo en la clase. Sobre la pizarra. No quedan en el Ayuntamiento retratos de José Antonio ni del Generalísimo, por la gran demanda que se ha producido. Si al final el alcalde le da permiso, se los haré llegar cuando recibamos la siguiente remesa.

Serrano no preguntó por qué el lunes no podía dar clases. Comprendió que habría muchas preguntas que ya no se harían. La curiosidad mata al gato. Tenía libertad de juicio siempre que ni lo verbalizase ni se le notasen en la cara sus pensamientos. Mala conducta para un maestro. Tampoco preguntó cuál sería su situación legal como profesor, ni cuándo le iban a decir si se le consideraba afecto o desafecto al régimen.

En marzo del cuarenta, el maestro Serrano volvió a dar clases. Todos sus discípulos, menos Nicolás, eran hijos de rojos. Los había desde rojos carmesí, como el padre de Ricardo, el de Paco o el de los hermanos Gutiérrez, hasta encarnados como el de Jesús Cuevas o el de Federico, pasando por el rojo cresta de gallo del boticario, padre de Andrés. Las personas cultas se ven desprovistas de los colores vivos y aprecian los matices y las trasparencias. No todas.

—Borra, Chicuelo —ordenó el maestro Serrano al mediano de los Gutiérrez. Tenía cruzados el Tajo y el Guadiana en el dibujo—. Piensa para dónde va a ir a parar el agua si los ríos se cruzan. —Jesús, al que el maestro llamaba Chicuelo, lo pensó, pero lo único que llegó a decidir es que el agua iría para abajo. El maestro miró entonces a Paco, de quien sabía que junio sería su último mes en la escuela. La tarde anterior su madre le había ido a ver para decirle que en julio su hijo comenzaría a trabajar de camarero en los Pinetes, uno de los bares del Paseo, por dos pesetas y dos reales a la semana más la comida del mediodía. Ese dinero sería el único salario que entraría en casa.

—Mi hijo menor, José Manuel, que acaba de cumplir siete años, reemplazará a Paco en la escuela, si a usted le parece bien. No creo que pueda pagarle. Ni siquiera con comida.

Serrano intentó disuadirla alegando que Paco era muy buen estudiante, pero sabía que no cambiaría su decisión. Lo de no cobrar no le preocupaba en absoluto. Tenía claro que las personas más pobres son las que más escrúpulos poseen para recibir algo a cambio de nada. Es una deuda, pensaban, y habrá que pagarla. Incluso, algunas familias se negaron a llevar a sus hijos a la escuela a pesar de que Serrano les había asegurado que no tendrían que pagar. Eso era una deuda en toda regla. Preferían que sus hijos no tuviesen estudios y poder mirar a la cara, a la intranquilidad de tener que buscar lo que nunca encontrarían, no ya dinero, sino algo con lo que liquidar el tema. Seguro que saldrá adelante, se dijo, mientras observaba el fino trazo con el que Paco dibujaba el Guadalquivir. Saldrá adelante, se repitió, aunque ya sabía que pronto dejaría su escuela y eso no le ayudaría.

Cuando fue a ver a Serrano, Isabel vestía de riguroso luto por su hijo Juan Manuel, muerto en Pozoblanco al principio de la guerra, y quizá también previniendo muertos futuros. Tuvo que mudarse de la calle San Francisco, donde vivía desde casada, a la calle Platería por no poder pagar el alquiler cuando su marido fue detenido. Los Moratos, carniceros familiares de su Francisco, le ofrecieron una casa cuando entró en la cárcel a cambio de coser para ellos. El hijo mayor, Manuel, ya estaba trabajando de mulero en el cortijo de la Vega de Santa María, pagado con la comida y la cama. De modo que solo quedaban tres bocas más que alimentar, la de la hija mayor, Manuela, la de Paco y la del menor, Josi. Había intentado decirle a su hijo que comenzaría a trabajar en un bar, pero no tuvo el valor suficiente. Se le saltaban las lágrimas solo de pensarlo. Le pidió a Serrano si podía decírselo él. El maestro le respondió que sí y volvió a ofrecerse para dar clases a Paco, a cualquier hora y sin cobrar nada. Isabel le cerró la boca clavándole su negra mirada. Hemos perdido. Pobre Niño de la Audiencia, en tres semanas cuelga los trastos y le cortan la coleta, pensó Serrano.

El maestro Serrano ordenó que copiasen en la libreta las provincias que atravesaba cada río, desde el nacimiento hasta la desembocadura, y que las memorizasen. No podía dejar de pensar en lo duro que sería ahora para sus alumnos vivir en el pueblo. Ninguno permanecería en sus clases hasta más allá de los trece años, y muchos tendrían que emigrar con poco más de veinte.

Sabía que explicar historia se había vuelto peligroso. En enero fue a entregar al Ayuntamiento la lista de los padres de sus alumnos, la mayoría recién bautizados. El nuevo alcalde le había otorgado un permiso provisional hasta finales de julio del cuarenta.

—Ha tenido suerte. El alcalde es un hombre de letras y quiere que los niños estén ocupados y vayan a la escuela.

Don Francisco Escolano había sido profesor del Instituto Santísima Trinidad, ubicado en el edificio de la Antigua Universidad, desde 1932. Cuando el gobernador civil le requirió para que fuese alcalde, únicamente puso una condición, compaginarlo con la docencia.

—Poco pides, Escolano —fue la respuesta del gobernador.

—Para mí es mucho.

El secretario le pasó una cuartilla impresa en la que se le indicaba que, entre otras materias, tenía que impartir historia sagrada y doctrina cristiana, suprimidas por la República. También se le instaba a celebrar en el colegio, en horario lectivo, los días festivos y las conmemoraciones nacionales: el día del Caudillo, el 1 de octubre; el día de los Caídos, el 29 de octubre; el aniversario de la muerte de José Antonio, el 20 de noviembre; el día del Estudiante Caído, el 9 de febrero; el día de los Mártires de la Tradición, el 10 de marzo; la Fiesta de la Unificación, el 19 de abril. A Serrano no le preocupaba explicar historia sagrada. La conocía y le gustaban los relatos cortos con moraleja. Había estudiado dos años de magisterio, solo el grado elemental, en la Escuela Normal de Jaén, entre 1905 y 1907. Allí se enamoró de Alma. En el primer curso se impartía religión e historia sagrada, pero no se veía capaz de enseñar doctrina cristiana. Consideraba que el rezo era para la iglesia o para la alcoba, no para la escuela. En su familia solo había visto rezar a su abuelo Isidoro, al que todos llamaban el Meapilas.

Serrano se atrevió a pedir al secretario si podía utilizar los pupitres de la escuela unitaria de La Yedra, que permanecía cerrada, ya que los de la suya estaban en muy mal estado. Para su sorpresa, no recibió una negativa. Debería encargarse de ir a buscarlos y traerlos a Baeza. Si la escuela de La Yedra volvía a abrirse, tendría que devolverlos. Aprovechó Serrano para preguntar si era afecto o desafecto al régimen. Es estúpido preguntar cosas que uno ya sabe.

—El alcalde todavía no lo ha decidido —le respondió el secretario.

Después de explicar dónde nacían y desembocaban los tres ríos, el maestro Serrano se detuvo junto al poyo de la ventana y comenzó a ojear el libro de Primer Grado de Historia Sagrada. En la tapa, un niño arrodillado rezaba delante de una silla en la que descansaba un catecismo, y de un bebé que, sentado en el suelo, se miraba los pies. Al abrir el libro le vino a la cabeza la historia del emir Abd Al·lah ben Muhámmad al-Bayyasi. Al maestro Serrano le encantaba indagar historias relacionadas con su pueblo. Las tenía anotadas en dos libretas que guardaba en su dormitorio; eran uno de sus mayores tesoros. Sí, no iba a explicar un episodio de la historia sagrada, pero nadie se enteraría. Siempre que comenzaba a narrar una historia preguntaba antes a sus alumnos algún aspecto que sabía que desconocían, y la exponía como si se tratara de un cuento.

—¿Sabéis que Baeza fue durante más de dos años un reino? —y miró a los niños, que al asociar Baeza y reino abrieron los ojos como platos para ver por dónde saldría—. En el año 1212 tuvo lugar una gran batalla entre moros y cristianos en Navas de Tolosa, muy cerca de aquí, en Despeñaperros. El rey Alfonso VIII de Castilla, que salió victorioso, destruyó el imperio almohade, una dinastía de moros guerreros que habían dominado el norte de África y la península Ibérica durante más de cien años. Poco después, muchos de los territorios musulmanes se dividieron en pequeños reinos o taifas, y en Baeza, el rey, al que llamaban emir, fue Abd Al·lah ben Muhámmad al-Bayyasi, que reinó entre los años 1224 y 1226. Al-Bayassi, que significa «el Baezano», apoyó al rey cristiano Fernando III de Castilla, al que llamaban el Santo, en su lucha contra otros reinos musulmanes. La taifa de Baeza ocupaba un gran territorio. Se extendía por el sur hasta Jaén y por casi toda la provincia de Córdoba y parte de las de Badajoz y Ciudad Real —y señaló en el mapa mural la zona que abarcaba.

—¿Pero el rey ese de Baesa, era moro o cristiano? —preguntó Nicolás, que llevaba un rato con la mano levantada.

—Nicolás, es Baeza, no Baesa. Al-Bayyasi era musulmán, pero ayudó al rey cristiano Fernando III, nieto de Alfonso VIII. Como acabo de explicar, después de la batalla de Navas de Tolosa surgieron muchas taifas que tenían emires musulmanes. Algunos de ellos, como el de Sevilla, siguieron batallando contra los cristianos, pero otros, como el emir de Baeza, llegaron a acuerdos con los reyes cristianos.

—¡Cucha!, entonses luchaba contra los suyos.

—Nicolás, de pie, ¿quieres leer las palabras prohibidas? —El niño se levantó y miró la cartulina del final de la clase.

—Cucha, inchi, armuá, zangalitrón y malafollá. Lo siento, maestro.

—Ya sabes, primer aviso. No se dice entonses, sino entonces —corrigió el maestro.

La mitad del pueblo hablaba con un pronunciado seseo. El asunto iba por casas. Decían Baesa y sapato. Él corregía siempre a sus alumnos, aunque, a veces, pensaba que era otra guerra perdida, como la de las palabras prohibidas. El maestro Serrano imaginó en aquel momento al secretario don Manuel López Arredondo ataviado con un turbante verde con ribetes de oro y una chilaba verde y blanca, como siempre vestía al-Bayyasi, subiendo la cuesta del Alcázar de Almodóvar del Río. Al lado se encontraba él, transformado en el visir Ibn Yaburak, seguidor del emir de Sevilla. Sacó una daga y la hundió en el costado izquierdo de al-Bayyasi, a la vez que le susurró ¡que te acoja tu rey Fernando! Al-Bayyasi abrió los ojos con fuerza, como si intentase coger todo el aire del mundo. El problema es que ya había traspasado la puerta hacia un mundo en el que el aire ni está, ni se le espera. Nicolás no iba tan desencaminado.

El maestro pensó que, aunque sesease, habría que buscarle un sobrenombre de torero. El padre de Nicolás, Carlos Luna, era amigo suyo desde la adolescencia. Por ese motivo, su hijo asistía a sus clases. Tenía la única vaquería del pueblo y aunque toda su familia era falangista, Carlos nunca mostró interés por la política. Nicolás era especial. Lo preguntaba todo y explicaba lo que le pasaba por la cabeza, sin censurarse. En varias ocasiones le había dicho que en su casa tenían un fantasma, al que llamaban el Pavo. Tenía mucha imaginación. El único alumno con sobrenombre de torero que seseaba era Jesús, al que llamaba Chicuelo. Era como una chicuelina. El maestro Serrano comenzó a escribir unas cuantas operaciones en la pizarra: una suma, una resta, dos multiplicaciones por dos cifras, una de ellas con un decimal, una división y dos operaciones con quebrados. Cada alumno sabía la primera operación que tenía que realizar. Cuando uno superaba las sumas, el maestro le decía con voz grave, ya puedes restar, y así sucesivamente. En clase de geografía los alumnos realizaban las mismas tareas y cuando contaba historias, también lo hacía para todos. Pensaba el maestro que memorizar provincias o dibujar ríos lo hacían con igual facilidad los niños de siete que los de doce años. Solo se necesitaba interés. En cambio, con la aritmética, que consideraba el aprendizaje más importante, las cosas cambiaban. El ritmo de cada alumno aprendiendo operaciones era muy diferente. Sus alumnos se sentaban en clase en función de los conocimientos que alcanzaban de aritmética. Los más avanzados, delante, y los más retrasados, detrás, lo que daba a la clase una geometría invertida, con los más pequeños, casi siempre, al final. Quien azul celeste quiere que le cueste, opinaba Serrano. Cuando un alumno superaba una operación, el maestro se sentaba en el pupitre y le explicaba cómo hacer la siguiente, con el chico de pie, a su lado. Los alumnos se iban acercando a la pizarra conforme mejoraban en aritmética. Cuando uno destacaba o tenía una manera de ser especial, el maestro Serrano le otorgaba un sobrenombre de torero. Paco era El Niño de la Audiencia por ser serio y recto en su conducta, como el estoqueador, aunque tenía una doble vida: hacía unas redacciones con una imaginación tan desbordante que Serrano las leía una y otra vez maravillado.

—Paco, vuelas cuando escribes —le decía.

Jesús, el mediano de los Gutiérrez, era Chicuelo. Cordial y prudente, como el famoso estoqueador, y alegre como una chicuelina. Andrés se convirtió en Lalanda. Así se llamaba el diestro que un año antes había participado en la corrida de la Victoria, el 24 de mayo del 39, en la plaza de las Ventas de Madrid, conocido por sus inquietudes intelectuales. Andrés era el más culto de sus alumnos, producto de las enseñanzas recibidas de su padre, el boticario. Luis pasó a ser El Estudiante, como su tocayo, el famoso estoqueador Luis Gómez, que estudiaba perito mercantil a la vez que mataba toros. Luis prefería estudiar a hacer cualquier otra cosa. El resto de los alumnos no tenían, todavía, nombres de toreros. El maestro Serrano se dirigía a ellos como los subalternos o los picadores si no llegaban a dar la talla, o como los banderilleros si se arriesgaban en exceso, o como los inventores de eses si seseaban. Todos ansiaban recibir un día la alternativa y obtener, por méritos propios, su apodo de torero, aunque ninguno entendía la lógica del maestro Serrano. Era la calificación más sobresaliente. Implicaba tener un don, una cualidad que lo hacía a uno diferente.

Conforme los chicos terminaban de hacer las operaciones, se acercaban a la mesa del maestro, donde él los esperaba y corregía sus ejercicios. Si estaban bien, les ponía otros más difíciles, y si contenían errores, marcaba la primera equivocación y trazaba una raya roja sobre la operación, en diagonal. El niño tenía que volver a copiarla, resolverla y presentarla de nuevo al maestro. Hasta que la operación no estuviese bien resuelta, no podía bajar su taleguilla y salir al patio, a almorzar, en el mejor de los casos, una esquina de pan negro untada en aceite; de lo contrario se lo comía sentado en su pupitre.

—¡Al patio! —y los niños descolgaron sus taleguillas y salieron corriendo, excepto los tres rezagados que continuaron con las matemáticas.

El descanso comenzaba cuando solo faltaban tres alumnos por terminar correctamente sus operaciones, demostraba el concepto de competencia de Serrano.

Mandó Serrano al mayor de los Gutiérrez subirse a la higuera y coger diez brevas, una para cada niño. En la primera quincena de junio el árbol rebosaba. Él, sus conejos y sus gallinas estaban hartos de brevas. Le gustaba compartirlas. Algunos de sus alumnos pasaban hambre, sobre todo Ricardo y los Gutiérrez. El agua la tomaban de uno de los dos botijos situados junto a la puerta de entrada al patio. El tiempo de descanso era impredecible. El maestro se preparaba la comida del mediodía, o mandaba a algún alumno que había llegado muy desaliñado por la mañana a lavarse con agua del pozo. A veces dejaba salir a las gallinas a su recreo particular y enseñaba a los alumnos más pequeños la cuadra, dividida en dos mitades por tablones de madera fijados con alambre. Los conejos nacían y morían en los seis metros cuadrados del fondo. Otras veces dedicaba el descanso a hablar con los chicos sobre la vida. Hoy tenía una conversación pendiente con El Niño de la Audiencia. Sabía que su madre no le había dicho que le quedaban tres semanas de escuela. Tenía que hacerlo él.

—Niño, siéntate aquí, a mi lado. —Paco sabía que se dirigía a él. Era al único que llamaba, a veces, Niño. El maestro Serrano entendía que lo que le tenía que decir podía causar mucha tristeza al chaval, pero pensaba que tenía que soltarlo sin rodeos, que dar vueltas, cuando la vida es difícil, solo produce tormento en la espera.

—Ayer hablé con tu madre y me dijo que a final de mes dejas la escuela. En julio comienzas a trabajar en uno de los bares del Paseo.

Paco escuchaba al maestro con los codos apoyados en sus rodillas y las manos entrelazadas. Miraba cómo las gallinas picoteaban los granos de arena del suelo y cómo se los tragaban. Él, su madre, su hermana Manuela y su hermano menor, Josi, habrían vivido mejor si hubiesen nacido gallinas, pero no cayó esa breva. Si fuesen gallinas se podrían alimentar de granos de arena, y él podría seguir en la escuela, imaginando. Su madre no le había dicho nada, pero sabía que sus estudios, que habían durado tres cursos, lo mismo que la guerra, estaban a punto de terminar.

—Hoy es mi cumpleaños —respondió Paco con los ojos vidriosos.

Su madre le había dado dos besos al despertarlo, abrazándolo con ternura. Pensó que le iba a decir que tenía que dejar la escuela, pero no lo hizo. Era consciente de ello desde que su padre entró en prisión. Supuso que el abrazo igual era por su padre encarcelado o por su hermano mayor muerto en la guerra, del que Isabel no podía olvidarse. Presintió que lo hacía por su hermano Manuel al que casi nunca veían desde que trabajaba en el cortijo, o para levantarle el ánimo, pues en la nueva casa estaban todos tristes. Acabó escuchando hoy cumples doce años. Su madre no era de abrazos. Menos de seis al año.

—Alegra esa cara, Niño. Habrá que tirarte doce veces de las orejas —le felicitó el maestro Serrano—. Quiero que sepas que eres muy buen estudiante. Tienes que seguir aplicándote en lo que te toque hacer. Descubrirás otros mundos —y le pasó la mano por la cabeza—. Cuando quieras algo no dudes en venir. No te olvides de tu maestro que yo nunca me olvidaré de ti.

Paco miró al maestro y este pudo ver, por primera vez en los ojos del niño, la misma mirada negra, de agua de pozo, de su madre en la tarde anterior. Ojos pozo, ojos de lluvia, ojos a punto de llorar, contenidos, llenos de marea. El maestro siguió intentando animar a Paco, pero el chico no le escuchaba. Su mente se había quedado dando vueltas a «en lo que te toque hacer» y en «descubrirás otros mundos».

—No te preocupes por tu padre. En un año volverá a casa.

Paco seguía mirando el picoteo de las gallinas en el suelo. Comedoras de piedras. Dejó el hoyico de pan con aceite y la breva en el poyo donde estaban sentados. No le entraba nada. Una gallina se acercó y picoteó al lado de sus zapatos. La gallina tendría buena vida mientras pusiese huevos. El maestro Serrano le puso la mano en la espalda y sintió el corazón del niño desbocado.

—Dios aprieta, pero no ahoga, Paco.

Es cierto mientras ponga huevos, pero no puedo, pensó Paco. Se fijó en las botas del maestro que regañaba a Ricardo por decir inchi. Se le estarán cociendo los pies. Cierra los ojos y siente su respiración. El aire no llega a los pulmones a pesar de entrar por la nariz. Tiene agujeros por todas partes y se escapa. Huele el café de la madre, la hierba quemada y el chocolate que una vez trajo su padre, amargo y picante. Huele la higuera y las pequeñas espinas de sus hojas se le clavan dentro. Huele a gallina. Ellas lo deben hacer por los pequeños orificios que tienen al principio del pico. No olfatean los granos de arena antes de comerlos. Se quiere oler, pero es tan suya esa fragancia que no la siente. Cuando comience a trabajar puede que apeste. Tienes que estudiar, Paco, el único olor que te hará libre es el de los libros, le decía su padre Francisco. Está en la cárcel. ¿A qué huelen los presos?, ¿todos emanan la misma fragancia? Tiene que atraer y expulsar la tristeza que se mueve en su interior como Pedro por su casa. Si deja de respirar se asfixia. Abriría el balcón de la nueva casa, en Platería, y se lanzaría sin dudarlo. Dejaría la pena allí dentro y se estrellaría.

Paco salió de su ensoñación al notar las lágrimas que utilizaban sus mejillas de trampolín. Abrió los ojos. No podía gritar. Paco ha volado, pensó el maestro, y le hizo una indicación para que se quedase un poco más.

—¡Se acabó el patio!

Dejó las gallinas libres. Volvió a llenar la taza con café al pasar por el hogar, de camino a la clase. Al entrar dio un sorbo y se dirigió al poyo de la ventana. Buscó el Primer Libro de Lectura, que tiene una vistosa portada; dos niñas, con sendos abrigos por encima de la rodilla, miran a un perro blanco con una mancha negra en el ojo derecho. El libro contenía numerosos relatos y algunas poesías, y lo utilizaba para que los alumnos leyesen en voz alta, hacer dictados y analizar los textos. Lo abrió por un punto de papel de estraza que indicaba la página que tocaba. El dibujo de un perro en posición de alerta enmarcaba el texto.

—Comienza a leer, Juan —y le pasó el libro señalándole con el dedo la página de la derecha. Juan Haro, el compañero de pupitre de Paco, empezó.

—La cara de este perro, como la mayor parte de las caras de perro, demuestra inteligensia. Está mirando fijamente algo que sucede lo lejos ¿Qué habrá visto? —Juan leía muy deprisa y eso le traicionaba.

—Lee más despacio, Juan, que te saltas algunas palabras. Aquí no pone «sucede lo lejos», sino «sucede a lo lejos» —le dijo el maestro señalando la frase con el dedo— ¿Qué quiere decir «sucede lo lejos»? Se ha de pronunciar «inteligencia», no «inteligensia». ¿Dónde ves la ese? Si quieres ser inventor, que no sea de eses. Jesús, continúa tú.

Juan pasó el libro al compañero que estaba a su espalda.

—Quizás su amo —leyó Jesús Cuevas, que no seseaba y que con solo ocho años era el segundo alumno de menor edad. Se paró, había un punto y coma al final y nunca sabía muy bien qué hacer con ese signo.

—Sigue, Jesús, que ya has esperado suficiente. Un punto y coma indica una pausa mayor que la de una coma y menor que la de un punto —indicó el maestro Serrano.

—Quizás los niños con los que juega… —Otro punto y coma, amenazante, interrumpía la frase. Se detuvo y reflexionó sobre lo que había dicho el maestro. Más que una coma y menos que un punto. ¿Pero cuánto es eso? ¿Un segundo para la coma y dos para el punto? El maestro interrumpió las cavilaciones del niño. Sabía que no tenía sentido dudar por los puntos y comas, los dos puntos, los paréntesis o las comillas, que el signo traicionero era la coma, la simple coma, que podía cortar la respiración como un tiro en la nuca si estaba mal puesta. ¿Cómo se llamaba el torero aquel que tenía más miedo que vergüenza? se preguntó.

—Sigue tú, Antonio. Comienza por «quizás su amo». —Jesús pasó el libro al mayor de los Gutiérrez, que estaba a su derecha, al otro lado del pasillo.

—Quisás su amo; quisás los niños con quienes juega; quisás una piesa de casa a la que se va asercando lentamente, pisando con cuidado para no haser ruido.

Antonio era un desastre en aritmética, pero leía con una entonación perfecta. Lástima que el seseo lo estropease todo. El maestro corrigió los quizás, pieza, caza, el acercando y el hacer, y de nuevo se puso a recordar la última vez que fue al Ayuntamiento, el último día de febrero, justo antes de comenzar las clases. Pensó en cómo el secretario don Manuel López Arredondo no había parado de mirarlo a la cara como un inquisidor, valorando si la hoguera era necesaria o unos latigazos podrían servir. «¡Qué rápido has aprendido el oficio de secretario de Ayuntamiento franquista!», se dijo Serrano. Hasta te has dejado ese ridículo bigotito que parece un entierro de hormigas cojas. ¿No recuerdas cómo eras de niño? Simpático y afable. El secretario se dedicó a darle lindes y arrabales de cómo tenía que dar sus clases. Se habían vuelto a terminar las fotos de José Antonio y del Generalísimo. Insistió en que se las haría llegar. Serrano le volvió a ver caído en la cuesta del Alcázar de Almodóvar del Río. Vio cómo su chilaba verde y blanca se empapó de sangre y cómo él, vestido con las ropas del visir Ibn Yaburaz, le rebanaba la cabeza para llevarla al emir de Sevilla, Abu-I-Ula, para reclamar su recompensa. A Serrano le gustaba completar los sueños. Don Manuel, como le había ordenado que le llamase, le comunicó que su expediente estaba resuelto.

—Don Francisco Escolano ha decidido que es usted afecto al régimen. Puede comenzar a dar clases. Es posible que para el curso próximo abran dos centros de enseñanza religiosos en el pueblo, uno para niñas y otro para niños. Si esos centros abren, tendrá menos alumnos. Igual no le amplía el permiso y no puede continuar el próximo curso.

El maestro Serrano comprendió que Baeza, su Nido Real de Gavilanes, se había convertido de nuevo, más de siete siglos después, en otro reino de taifas. Pensó por un instante en olvidarse de las clases, ya que quizá solo podría impartirlas hasta agosto, pero ya lo había apalabrado con las familias, y no tenía nada mejor ni peor en perspectiva. No iba a hacer la gata ensobá. El secretario también le había anunciado que en abril se presentaría alguna autoridad para ver cómo daba las clases. Le recordó, mirándolo por última vez fijamente a los ojos, la necesidad de rezar, aunque el secretario tenía presente que nunca lo hizo cuando fue a la escuela de Serrano.

Indicó a la clase, dibujando, como siempre hacía, unas palabras en el aire, el inicio del dictado. El mayor de los Gutiérrez cogió seis tinteros y vertió un poco de tinta de la botella en cada uno de ellos. Los colocó en los correspondientes agujeros de los pupitres y repartió las siete plumillas de que disponían. Federico y Jesús Cuevas, los más pequeños de la clase, escribirían el dictado a lápiz. Serrano mandó a Ricardo escribirlo en la pizarra mientras que el resto lo hacían en sus libretas. Primero leía una vez el texto con voz pausada, y al repetirlo una segunda vez, los niños comenzaban a escribir.

«Seguramente duda y no está seguro de lo que ve», escribió Ricardo en la pizarra.

El maestro leía muy lentamente, parándose en cada punto y en cada coma, para dar tiempo a que sus alumnos cargasen de tinta las plumillas. Vio cómo Nicolás se encorvó sobre la libreta para impedir que descubriera la mancha de tinta que acababa de hacer. Las manchas de tinta de Nicolás eran especiales, parecían las manchas negras que tienen las vacas frisonas sobre su piel blanca. Aunque el maestro no la veía, sabía que estaba; siempre hundía en exceso la plumilla en el tintero. Cuando pasó a su lado le pareció sentir «parece la de Jardinera».

—Nicolás, deja las vacas tranquilas que estás en clase, no en la vaquería, y no hundas tanto la plumilla en el tintero, que te van a faltar vacas —comentó el maestro Serrano y reanudó la lectura. Ricardo continuó escribiendo en la pizarra.

«Si lo que percibe son los niños o su amo, seguramente emprendería una veloz carrera acia ellos y al hayarse cerca daria muestras de alegría».

—Chicuelo, no mires más a la pizarra. Las faltas han de ser las tuyas, no las de Ricardo, que ya lleva tres, una leve y dos graves —y ordenó a Nicolás que indicase las faltas que había cometido Ricardo. El niño comparó su texto con el de la pizarra y únicamente fue capaz de encontrar una.

—Hacia se escribe con hache —dijo Nicolás sin sesear.

—Bien, Nicolás, bien. Y además has pronunciado correctamente la ce. Esa era una de las graves. Te faltan dos —y con el gesto de borrar en el aire mandó a Ricardo que corrigiese su error. Aunque no encontró más faltas, Nicolás se arriesgó.

—Son lleva acento.

—Ya estás haciendo de banderillero. ¿Por qué lleva acento?

—Pues… porque termina en ene —respondió Nicolás titubeando. Banderillero indicaba que se había equivocado.

—Ah, ¿sí?, ¿y cuántas sílabas tiene?

—Una.

—¿Y las palabras monosílabas cuándo se acentúan? ¿Para qué sirven los acentos? —Nicolás no sabía qué responder. Paco levantó la mano, y con la mirada, el maestro le autorizó.

—Son no se acentúa. Los acentos sirven para marcar la sílaba de una palabra que se dice más fuerte y son, solo tiene una sílaba.

A diferencia de Nicolás, Paco nunca se arriesgaba a dar una respuesta de la que no estuviese seguro. No le hacía falta. Los conocimientos se le pegaban a la piel con escucharlos una sola vez y allí se quedaban, por eso era El Niño de la Audiencia.

—Sí, la respuesta es correcta, pero algunas palabras con una única sílaba sí se acentúan. A ver si alguien recuerda cuáles son y por qué se acentúan.

Paco volvió a levantar la mano.

—Bueno, pues, por ejemplo, mas no se acentúa si se puede substituir por pero, aunque sí se hace cuando se refiere a que hay más cantidad de algo. Como puede significar dos cosas diferentes, se acentúa en un caso para poder diferenciarla del otro significado.

—Perfecto —asintió el maestro—. Todavía faltan dos.

Los niños miraron la pizarra intentando encontrar los errores. Sabían que cuando el maestro los denominaba leves, correspondían a un acento.

Paco y su compañero de pupitre, Juan Haro, levantaron la mano. El maestro Serrano miró a Juan esperando una respuesta.

—Daría va con acento —contestó, y esperó un momento a que el maestro confirmase que la respuesta era correcta asintiendo con la cabeza.

—Esta es la leve y… creo que la otra es hallarse, que va con elle y no con y griega.

El maestro Serrano aprobó con una sonrisa. Se sentía feliz, casi eufórico, cuando sus alumnos hacían bien el trabajo y sus explicaciones eran correctas. Esa alegría le sumió rápidamente en una profunda tristeza. ¿Qué iba a ser de él si no le dejaban ejercer de maestro? ¿Tendría que malvivir dando clases privadas de refuerzo pagadas con algo que echarse a la boca en el mejor de los casos? ¿Tendría que volver a dedicarse al único oficio conocido de todos sus familiares? ¿Volver a Jódar, su pueblo natal, a solear y majar esparto para hacer capachos con que abastecer a los molinos de aceite? ¿Qué iba a ser de él? ¿Qué iba a ser de Paco y de su madre? Isabel, aquella mujerona morena, alta y guapa, ahora seca y triste, que la tarde anterior le había dicho que Paco dejaría la escuela, que se lo dijese él, y le había llevado un hatillo de esparto verde cogido por su hijo Manuel en el cortijo de la Vega de Santa María como pago por dar clases a Paco. ¿Qué iba a ser de Paco? ¿Llegaría a olvidar la diferencia entre mas y más? ¿Qué sería de sus conejos y de sus gallinas si no tenía nada que echarles de comer? ¿Cuánto tiempo podría seguir tentando su suerte para alimentarlos? Los dos últimos domingos de mayo y el primero de junio había salido por la tarde a hacer como que paseaba por la carretera de Ibros, vestido con su único traje. Cuando estaba suficientemente lejos del pueblo se paraba en los campos de trigo que habían sobrevivido a la guerra y se llenaba los bolsillos del pantalón y el del interior de la chaqueta con todas las espigas que podía para alimentar a sus animales. En fin, ¿qué iba a ser del mundo enfrascado en otra guerra sin sentido? Nacionales contra republicanos, Benavides contra Carvajales, cuchas contra inchis. Le parecía imposible parar. Cayó en un profundo desánimo sumido en estas cavilaciones. Empujado por la necesidad de calmar su espíritu, se acercó a la ventana para coger el libro Las Cien Mejores Poesías Líricas en Lengua Castellana. Buscó la Oda I de Fray Luis de León, la conocida como «Vida retirada». Leyó las cuatro estrofas centrales que siempre le mudaban el ánimo.

Vivir quiero conmigo,gozar quiero del bien que debo al cielo,a solas, sin testigo,libre de amor, de celo,de odio, de esperanzas, de recelo.

Del monte en la ladera,por mi mano plantado tengo un huerto,que con la primaverade bella flor cubiertoya muestra en esperanza el fruto cierto.

Y como codiciosapor ver y acrecentar su hermosura,desde la cumbre airosauna fontana pura,hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego, sosegada,el paso entre los árboles torciendo,el suelo de pasadade verdura vistiendoy con diversas flores va esparciendo.

Miró a sus alumnos al terminar y les agradeció, en su fuero interno, la atención y el silencio que habían guardado. Dejó el libro de nuevo en el poyo de la ventana y preguntó si todos habían corregido las faltas de ortografía. Iba paseando entre los pupitres y corrigiendo la caligrafía y la separación entre las palabras. Buscó el libro Ejercicios de Gramática Castellana, y lo abrió por la página veintisiete, que comenzaba con el apartado tres, «Pronombres». Le entregó el libro a Andrés, que estaba sentado al lado del mapa de España, en la segunda fila, y le pidió que leyera.

—¿Qué es un pronombre? Una parte variable que substituye a un nombre, refiriéndose de ordinario a los interlocutores —y ante el gesto de conformidad del maestro, continuó—. Ejemplos. Vosotros no me abandonéis. Yo te sostendré la cabeza.

Debajo del texto, una ilustración mostraba a un hombre mayor enfermo, sentado en un sillón, con las piernas cubiertas por una manta, que era cuidado por un niño y dos mujeres. El niño acariciaba con cariño la mano derecha del enfermo, apoyada en el reposabrazos del sillón, mientras que una de las mujeres le sujetaba la cabeza y la otra se acercaba con una taza de la que salía un humo blanco y negro.

El maestro borró el dictado de la pizarra con el trapo, escribió una lista de pronombres, agrupándolos según los diferentes tipos, y pidió a los alumnos que la copiasen en sus libretas.

«Pronombres personales que pueden funcionar como sujeto o como complemento. Como sujeto: yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos. Como complemento, los reflexivos: me, nos, te, os, se, lo, la, le, los, las, les.

Pronombres posesivos: mío, tuyo, suyo, nuestro, vuestro, suyo.

Pronombres demostrativos: este, ese, aquel.

Pronombres relativos: que, cual, donde, quien, cuyo.»

Finalizada la lista, explicó que había que considerar además los equivalentes femeninos y que todavía había más tipos de pronombres.

—Los numerales, los interrogativos y los indefinidos los estudiaremos mañana.

El maestro Serrano ponía deberes de martes a viernes, nunca en la clase del sábado. El domingo era para descansar y el lunes se lo habían robado. Justo cuando mandó que, de deberes, escribiesen tres frases empleando diferentes tipos de pronombres de cada tipo, las campanas de la iglesia de San Andrés tocaron las tres. Ordenó recoger. La clase había terminado. Al salir de la escuela Paco y él cruzaron las miradas, y cada uno pudo ver unos ojos negros llenos de marea.

Serrano se calentó al fuego un cazo con lentejas hervidas que habían sobrado del día anterior y se las comió. Se levantó, salió del hogar, atravesó la clase y abrió la puerta que los chicos tenían prohibido traspasar. Daba a dos habitaciones, una detrás de otra. La primera únicamente contenía ocho pupitres viejos apilados. La segunda era su dormitorio. Una cama, un armario, una silla y una mesa —sobre la que descansaban dos libros y dos libretas— le eran más que suficiente. Entró en su habitación para echar la siesta. Cogió los dos libros y las dos libretas y se los llevó a la cama. Abrió Campos de Castilla por la primera página, donde un escueto «A Juan Serrano, maestro entre andaluz y manchego. Abril de 1919», daba fe del regalo más preciado que nunca nadie le había hecho. Recordó con nostalgia cómo conoció a don Antonio, aquel hombre serio y triste al que los domingos por la tarde le gustaba pasear por las Murallas, la mayoría de las veces solo, y otras acompañado de su madre, doña Ana. Sonrió al acordarse de cómo había ido ajustando los horarios de su paseo para coincidir con los del poeta, a quien siempre saludaba, pero sin atreverse a entablar conversación. Él, que había conseguido ser maestro en enero de 1914, sin pasar ninguna prueba, con el único aval de las amistades de su padre y el Certificado de Aptitud que le había otorgado el alcalde, don José León, ansiaba darse a conocer a don Antonio, que había ido a Baeza precisamente a no conocer a nadie, a olvidarse de todo, a ahogar la pena por la muerte de su Leonor, de su Dulcinea del Toboso.