Aguafuertes porteñas - Roberto Arlt - E-Book

Aguafuertes porteñas E-Book

Roberto Arlt

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Leer hoy a Roberto Arlt no es solo una ventana hacia una Buenos Aires distinta a la actual, modificada profunda y velozmente por la inmigración y sujeta constantemente a todo tipo de cambios en sus espacios geográficos y culturales. Es también la oportunidad de acercarse a una forma de pensar la escritura, que no es del todo periodística, ni tampoco del todo literaria, aunque tenga algo de ambas o nos marque justamente que, a fin de cuentas, estos mundos no son irreconciliables entre sí.

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Seitenzahl: 183

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Colección Generación Z

Realización: Letra Impresa

Autor: Roberto Arlt

Prólogo, biografía y glosario: Claudio Martínez

Edición: Julieta Mariatti

Diseño: Gaby Falgione COMUNICACIÓN VISUAL

Corrección: Alejo Rodríguez de Fraga

Fotografía de tapa: Paula Ruiz

Collins, Wilkie Callejón sin salida / Wilkie Collins ; Charles Dickens. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2020. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-4419-24-8 1. Narrativa Clásica. 2. Narrativa en Español. I. Dickens, Charles. II. Título. CDD 863

© Letra Impresa Grupo Editor, 2024 Guaminí 5007, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: +54-11-7501-1267contacto@letraimpresa.com.arwww.letraimpresa.com.ar Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total, el registro o la transmisión por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin la autorización previa y escrita de la editorial.

Roberto Arlt, un observador escurridizo

En 1928, el joven escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942) es convocado para formar parte de la redacción de El Mundo, un diario matutino de reciente creación en la Ciudad de Buenos Aires. Contaba entonces con una novela, escrita dos años antes, que se volvería un clásico de la literatura argentina, El juguete rabioso, y con experiencia como cronista policial en el diario vespertino Crítica. Alberto Gerchunoff, primer director de El Mundo, tenía pensado un diario matutino diferente a los que circulaban en ese momento en Buenos Aires, que se caracterizaban por su gran tamaño (que los hacía de difícil manipulación) y un estilo complicado y elitista, que expulsaba a muchos lectores. El nuevo diario, en cambio, debía ser ágil y accesible. Para esto, fueron convocados varios escritores, como Leopoldo Marechal, Conrado Nalé Roxlo y, como hemos mencionado, Roberto Arlt. La columna de nuestro autor se tituló “Aguafuertes porteñas” y comenzó a publicarse el 5 de agosto de aquel 1928.

Años más tarde, en 1933, algunos de los más de mil quinientos textos que había escrito Arlt en esos años en su columna fueron reunidos en forma de libro con el título de Aguafuertes porteñas y el subtítulo de “Impresiones”, que fue cambiado años más tarde por “Buenos Aires, vida cotidiana”. El primero de estos parece ser el que mejor describe el tono de los textos de Arlt. Más que un estudio pormenorizado de la ciudad o de las costumbres bonaerenses, Arlt presenta una serie de impresiones breves, pero propias de un observador atento. En esto radica el carácter de “escurridizo” de Roberto Arlt y la seña que lo transformaría en uno de los autores de más difícil catalogación en nuestra literatura: los textos de Arlt no son precisamente crónicas, tampoco ensayos ni artículos de costumbres, son “aguafuertes”. En estos textos, de variadísimos temas, Arlt describe lo que ve: una ciudad, Buenos Aires, que, por un lado, no deja de cambiar aceleradamente a la luz de los procesos sociales y tecnológicos que tenían lugar al principio del siglo XX, pero que también mantiene vivos usos, costumbres y quizás… “malas costumbres”, que Arlt reúne en su escritura con tanta acidez como precisión.

A través de las aguafuertes, el lector tiene la sensación de estar adentrándose en las entrañas de la ciudad y sus alrededores: desde escenas mínimas como en la que un hombre desempleado toca un timbre esperando alguna oportunidad hasta los indignantes manejos de burócratas y políticos en sus oficinas. Leer hoy a Roberto Arlt no es solo una ventana hacia una Buenos Aires distinta de la actual, modificada profunda y velozmente por la inmigración y sujeta constantemente a todo tipo de cambios en sus espacios geográficos y culturales. Es también la oportunidad de acercarse a una forma de pensar la escritura, que no es del todo periodística, ni tampoco del todo literaria, aunque tenga algo de ambas o nos marque justamente que, a fin de cuentas, estos mundos no son irreconciliables entre sí. Con Arlt la invitación es, primero, a observar, a detenernos en el detalle más pequeño y luego, recién allí, tratar de retratar en la escritura ese momento de observación.

Nuestra selección

La selección que les ofrecemos está dividida en cuatro secciones que, si bien no fueron propuestas por Roberto Arlt, creemos que pueden organizar la lectura de las aguafuertes según los temas que recorre nuestro autor. En “Cartas de lectores”, presentamos cuatro textos en los que Arlt medita sobre el propio oficio de escribir y la labor periodística. “Nuestra gente” reúne las aguafuertes que giran alrededor de la descripción de personajes típicos de aquella Buenos Aires de las décadas de 1920 y 1930. En la sección “Nuestras palabras” recogemos algunos de los textos en los que Arlt reflexiona sobre el origen de ciertas expresiones del español del Río de la Plata y una de las aguafuertes más reconocidas del autor, “El idioma de los argentinos”, en la que Arlt toma posición en la polémica sobre el “idioma nacional”. Finalmente, en “Nuestros lugares y costumbres” están reunidas las aguafuertes cuyo tema principal es la geografía, así como los usos y costumbres propios de sus habitantes, muchas veces objeto de una cruda ironía por parte de nuestro autor.

 

CARTAS DE LECTORES

Yo no tengo la culpa

Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice: “Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a través de su Arlt”.

Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me preguntaba: “Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Partido Socialista Independiente?”.

Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independiente, manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un partido, de ningún modo escribiría notas, sino que me dedicaría a dormir truculentas siestas y a “acomodarme”1 con todos los que tuvieran necesidad de un voto para hacer aprobar una ordenanza que les diera millones.

Y otras personas también ya me han preguntado: “Dígame, ¿ese Arlt no es pseudónimo?”.

Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a la gente que una vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.

Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué remota aldea de Germanía o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la culpa.

Tampoco puedo argüir que soy pariente de William Hart, como me preguntaba una lectora que le daba por la fotogenia y sus astros; mas tampoco me agrada que le pongan sambenitos a mi apellido, y le anden buscando tres pies. ¿No es, acaso, un apellido elegante, sustancioso, digno de un conde o de un barón? ¿No es un apellido digno de figurar en chapita de bronce en una locomotora o en una de esas máquinas raras, que ostentan el agregado de “Máquina polifacética de Arlt”?

Bien: me agradaría a mí llamarme Ramón González o Justo Pérez. Nadie dudaría, entonces, de mi origen humano. Y no me preguntarían si soy Roberto Giusti, o ninguna lectora me escribiría, con mefistofélica sonrisa de máquina de escribir: “Ya sé quién es usted a través de su Arlt”. Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras. Cuando mi madre me llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo la nariz, levantaba la cabeza, y decía:

—¿Cómo se escribe “eso”?

Mi madre, sin indignarse, volvía a dictar mi apellido. Entonces la directora, humanizándose, pues se encontraba ante un enigma, exclamaba:

—¡Qué apellido más raro! ¿De qué país es?

—Alemán.

—¡Ah! Muy bien, muy bien. Yo soy gran admiradora del káiser —agregaba la señorita. (¿Por qué todas las directoras serán “señoritas”?). En el grado comenzaba nuevamente el vía crucis. El maestro, examinándome, de mal talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía:

—Oiga, usted, ¿cómo se pronuncia “eso”? (“Eso” era mi apellido). Entonces, satisfecho de ponerlo en un apuro al pedagogo, le dictaba:

—Arlt, cargando la voz en la ele.

Y mi apellido, una vez aprendido, tuvo la virtud de quedarse en la memoria de todos los que lo pronunciaron, porque no ocurría barbaridad en el grado que inmediatamente no dijera el maestro:

—Debe ser Arlt.

Como ven ustedes, le había gustado el apellido y su musicalidad.

Y a consecuencia de la musicalidad y poesía de mi apellido, me echaban de los grados con una frecuencia alarmante. Y si mi madre iba a reclamar, antes de hablar, el director le decía:

—Usted es la madre de Arlt. No; no, señora. Su chico es insoportable.

Y yo no era insoportable. Lo juro. El insoportable era el apellido. Y a consecuencia de él, mi progenitor me zurró numerosas veces la badana.

Está escrito en la Cábala: “Tanto es arriba como abajo”. Y yo creo que los cabalistas tuvieron razón. Tanto es antes como ahora. Y los líos que suscitaba mi apellido, cuando yo era un párvulo angelical, se producen ahora que tengo barbas y “veintiocho septiembres”, como dice la que sabe quién soy yo “a través de su Arlt”.

Y a mí, me revienta esto.

Me revienta porque tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto Arlt. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o cualquier otro “eso”, de esos; pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido y cavilar, a veces, quién fue el primer Arlt de una aldea de Germanía o de Prusia, y me digo: ¡qué barbaridad habrá hecho ese antepasado ancestral para que lo llamaran Arlt! O ¿quién fue el ciudadano, burgomaestre, alcalde o portaestandarte de una corporación burguesa, que se le ocurrió designarlo con estas inexpresivas cuatro letras a un señor que debía gastar barbas hasta la cintura y un rostro surcado de arrugas gruesas como culebras?

Mas en la imposibilidad de aclarar estos misterios, he acabado por resignarme y aceptar que yo soy Arlt, de aquí hasta que me muera; cosa desagradable, pero irremediable. Y siendo Arlt no puedo ser Roberto Giusti, como me preguntaba un lector de Martínez, ni tampoco un anciano, como supone la simpática lectora que a los veinte años conoció a mis padres, cuando yo “era muy pibe”. Esto me tienta a decirle: “Dios le dé cien años más, señora; pero yo no soy el que usted supone”.

En cuanto a llamarme así, insisto: yo no tengo la culpa.

La terrible sinceridad

Me escribe un lector:

“Le ruego me conteste, muy seriamente, de qué forma debe uno vivir para ser feliz”.

Estimado señor: Si yo pudiera contestarle, seria o humorísticamente, de qué modo debe vivirse para ser feliz, en vez de estar pergeñando notas, sería, quizá, el hombre más rico de la tierra, vendiendo, únicamente a diez centavos, la fórmula para vivir dichoso. Ya ve qué disparate me pregunta.

Creo que hay una forma de vivir en relación con los semejantes y consigo mismo, que si no concede la felicidad, le proporciona al individuo que la practica una especie de poder mágico de dominio sobre sus semejantes: es la sinceridad.

Ser sincero con todos, y más todavía consigo mismo, aunque se perjudique. Aunque se rompa el alma contra el obstáculo. Aunque se quede solo, aislado y sangrando. Esta no es una fórmula para vivir feliz; creo que no, pero sí lo es para tener fuerzas y examinar el contenido de la vida, cuyas apariencias nos marean y engañan de continuo.

No mire lo que hacen los demás. No se le importe un pepino de lo que opine el prójimo. Sea usted, usted mismo sobre todas las cosas, sobre el bien y sobre el mal, sobre el placer y sobre el dolor, sobre la vida y la muerte. Usted y usted. Nada más. Y será fuerte como un demonio entonces. Fuerte a pesar de todos y contra todos. No importe que la pena lo haga dar de cabeza contra una pared. Interróguese siempre, en el peor minuto de su vida, lo siguiente:

—¿Soy sincero conmigo mismo?

Y si el corazón le dice que sí, y tiene que tirarse a un pozo, tírese con confianza. Siendo sincero no se va a matar. Esté segurísimo de eso. No se va a matar, porque no se puede matar. La vida, la misteriosa vida que rige nuestra existencia, impedirá que usted se mate tirándose al pozo. La vida, providencialmente, colocará, un metro antes de que usted llegue al fondo, un clavo donde se engancharán sus ropas, y… usted se salvará.

Me dirá usted: “¿Y si los otros no comprenden que soy sincero?”. ¡Qué se le importa a usted de los otros! La tierra y la vida tienen tantos caminos con alturas distintas, que nadie puede ver a más distancia de la que dan sus ojos. Aunque suba a una montaña, no verá un centímetro más lejos de lo que le permita su vista. Pero, escúcheme bien: el día en que los que lo rodean se den cuenta de que usted va por un camino no trillado, pero que marcha guiado por la sinceridad, ese día lo mirarán con asombro, luego con curiosidad. Y el día en que usted, con la fuerza de su sinceridad, les demuestre cuántos poderes tiene entre sus manos, ese día serán sus esclavos espirituales, créalo.

Me dirá usted: “¿Y si me equivoco?”. No tiene importancia. Uno se equivoca cuando tiene que equivocarse. Ni un minuto antes ni un minuto después. ¿Por qué? Porque así lo ha dispuesto la vida, que es esa fuerza misteriosa. Si usted se ha equivocado sinceramente, lo perdonarán. O no lo perdonarán. Interesa poco. Usted sigue su camino. Contra viento y marea. Contra todos, si es necesario ir contra todos. Y créame llegará un momento en que usted se sentirá más fuerte, que la vida y la muerte se convertirán en dos juguetes entre sus manos. Así, como suena. Vida. Muerte. Usted va a mirar esa taba que tiene tal reverso, y de una patada la va a tirar lejos de usted. ¿Qué se le importan los nombres, si usted, con su fuerza, está más allá de los nombres?

La sinceridad tiene un doble fondo curioso. No modifica la naturaleza intrínseca del que la practica, y sí le concede una especie de doble vista, sensibilidad curiosa, y que le permite percibir la mentira, y no solo la mentira, sino los sentimientos del que está a su lado.

Hay una frase de Goethe, respecto a este estado, que vale un Perú. Dice:

“Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás de él”.

Es lo que anteriormente le decía.

La sinceridad provoca en el que la practica lealmente, una serie de fuerzas violentas. Estas fuerzas solo se muestran cuando tiene que producirse eso de: “Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás”. Y si usted es sincero, va a percibir la voz de estas fuerzas. Ellas lo arrastrarán, quizá, a ejecutar actos absurdos. No importa. Usted los realiza. ¿Que se quedará sangrando? ¡Y es claro! Todo cuesta en esta tierra. La vida no regala nada, absolutamente. Todo hay que comprarlo con libras de carne y sangre.

Y de pronto, descubrirá algo que no es la felicidad, sino un equivalente a ella. La emoción. La terrible emoción de jugarse la piel y la felicidad. No en el naipe, sino convirtiéndose usted en una especie de emocionado naipe humano que busca la felicidad, desesperadamente, mediante las combinaciones más extraordinarias, más inesperadas. ¿O qué se cree usted? ¿Que es uno de esos multimillonarios norteamericanos, ayer vendedores de diarios, más tarde carboneros, luego dueños de circo, y sucesivamente periodistas, vendedores de automóviles, hasta que un golpe de fortuna lo sitúa en el lugar en que inevitablemente debía estar?

Esos hombres se convirtieron en multimillonarios porque querían ser eso. Con eso sabían que realizaban la felicidad de su vida. Pero piense usted en todo lo que se jugaron para ser felices. Y mientras no se producía lo efectivo, la emoción, que derivaba de cada jugada, los hacía más fuertes. ¿Se da cuenta?

Vea, amigo: hágase una base de sinceridad, y sobre esa cuerda floja o tensa, cruce el abismo de la vida, con su verdad en la mano, y va a triunfar. No hay nadie, absolutamente nadie, que pueda hacerlo caer. Y hasta los que hoy le tiran piedras se acercarán mañana a usted para sonreírle tímidamente. Créalo, amigo: un hombre sincero es tan fuerte que solo él puede reírse y apiadarse de todo.

La inutilidad de los libros

Me escribe un lector:

“Me interesaría muchísimo que Vd. escribiera algunas notas sobre los libros que deberían leer los jóvenes, para que aprendan y se formen un concepto claro, amplio, de la existencia (no exceptuando, claro está, la experiencia propia de la vida)”.

No le pide nada el cuerpo…

No le pide nada a usted el cuerpo, querido lector. Pero, ¿en dónde vive? ¿Cree usted acaso, por un minuto, que los libros le enseñarán a formarse “un concepto claro y amplio de la existencia”? Está equivocado, amigo; equivocado hasta decir basta. Lo que hacen los libros es desgraciarlo al hombre, créalo. No conozco un solo hombre feliz que lea. Y tengo amigos de todas las edades. Todos los individuos de existencia más o menos complicada que he conocido habían leído. Leído, desgraciadamente, mucho.

Si hubiera un libro que enseñara, fíjese bien, si hubiera un libro que enseñara a formarse un concepto claro y amplio de la existencia, ese libro estaría en todas las manos, en todas las escuelas, en todas las universidades; no habría hogar que, en estante de honor, no tuviera ese libro que usted pide. ¿Se da cuenta?

No se ha dado usted cuenta todavía de que si la gente lee, es porque espera encontrar la verdad en los libros. Y lo más que puede encontrarse en un libro es la verdad del autor, no la verdad de todos los hombres. Y esa verdad es relativa… esa verdad es tan chiquita… que es necesario leer muchos libros para aprender a despreciarlos.

Los libros y la verdad

Calcule usted que en Alemania se publican anualmente más o menos 10.000 libros, que abarcan todos los géneros de la especulación literaria; en París ocurre lo mismo; en Londres, ídem; en Nueva York, igual.

Piense esto:

Si cada libro contuviera una verdad, una sola verdad nueva en la superficie de la tierra, el grado de civilización moral que habrían alcanzado los hombres sería incalculable. ¿No es así? Ahora bien, piense usted que los hombres de esas naciones cultas, Alemania, Inglaterra, Francia, están actualmente discutiendo la reducción de armamentos (no confundir con supresión). Ahora bien, sea un momento sensato usted. ¿Para qué sirve esa cultura de diez mil libros por nación, volcada anualmente sobre la cabeza de los habitantes de esas tierras? ¿Para qué sirve esa cultura, si en el año 1930, después de una guerra catastrófica como la de 1914, se discute un problema que debía causar espanto?

¿Para qué han servido los libros, puede decirme usted? Yo, con toda sinceridad, le declaro que ignoro para qué sirven los libros. Que ignoro para qué sirve la obra de un señor Ricardo Rojas, de un señor Leopoldo Lugones, de un señor Capdevilla,2 para circunscribirme a este país.

El escritor como operario

Si usted conociera los entretelones de la literatura, se daría cuenta de que el escritor es un señor que tiene el oficio de escribir, como otro de fabricar casas. Nada más. Lo que lo diferencia del fabricante de casas es que los libros no son tan útiles como las casas, y después… después que el fabricante de casas no es tan vanidoso como el escritor.

En nuestros tiempos, el escritor se cree el centro del mundo. Macanea a gusto. Engaña a la opinión pública, consciente o inconscientemente. No revisa sus opiniones. Cree que lo que escribió es verdad por el hecho de haberlo escrito él. Él es el centro del mundo. La gente que hasta experimenta dificultades para escribirle a la familia, cree que la mentalidad del escritor es superior a la de sus semejantes y está equivocada respecto a los libros y respecto a los autores. Todos nosotros, los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el puchero. Nada más. Y para ganarnos el puchero no vacilamos a veces en afirmar que lo blanco es negro y viceversa. Y, además, hasta a veces nos permitimos el cinismo de reírnos y de creernos genios…

Desorientadores

La mayoría de los que escribimos, lo que hacemos es desorientar a la opinión pública. La gente busca la verdad y nosotros les damos verdades equivocadas. Lo blanco por lo negro. Es doloroso confesarlo, pero es así. Hay que escribir. En Europa los autores tienen su público; a ese público le dan un libro por un año. ¿Usted puede creer, de buena fe, que en un año se escribe un libro que contenga verdades? No, señor. No es posible. Para escribir un libro por año hay que macanear. Dorar la píldora. Llenar páginas de frases.

Es el oficio, “el métier”. La gente recibe la mercadería y cree que es materia prima, cuando apenas se trata de una falsificación burda de otras falsificaciones, que también se inspiraron en falsificaciones.

Concepto claro

Si usted quiere formarse “un concepto claro” de la existencia, viva.

Piense. Obre. Sea sincero. No se engañe a sí mismo. Analice. Estúdiese. El día que se conozca a usted mismo perfectamente, acuérdese de lo que le digo: en ningún libro va a encontrar nada que lo sorprenda. Todo será viejo para usted. Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre llegará a esa fatal palabra terminal: “Pero si esto lo había pensado yo, ya”. Y ningún libro podrá enseñarle nada.

Salvo los que se han escrito sobre esta última guerra. Esos documentos trágicos vale la pena conocerlos. El resto es papel…

1. Roberto Arlt utiliza las comillas para enfatizar el valor irónico de las palabras y para remarcar su pertenencia al lunfardo o al habla popular del Río de la Plata.

2. Ricardo Rojas (1882-1957), Leopoldo Lugones (1874-1938) y Arturo Capdevila (1889-1967), no “Capdevilla”, como escribe Arlt, fueron tres figuras de importancia capital en la conformación del panorama intelectual bonaerense en las primeras décadas del siglo XX. Los tres causaron adhesiones y rechazos como modelos de intelectuales en su época e incluso en las décadas posteriores.

NUESTRA GENTE

La madre en la vida y en la novela

Me acuerdo que cuando se estrenó la película La Madre, de Máximo Gorki, fue en un cinematógrafo aristocrático de esta ciudad. Los palcos desbordaban de gente elegante y superflua. La cinta interesaba, sobre todas las cosas, por ser del más grande cuentista ruso, aunque la tesis… la tesis no debía ser vista con agrado por esa gente.

Pero cuando en el film se vio, de pronto, un escuadrón de cosacos precipitarse sobre la madre que, en medio de una calle de Moscú, avanza con la bandera roja, súbitamente la gente prorrumpió en un grito:

—¡Bárbaros! ¡Es la madre!

Era la madre del revolucionario ruso.