Los lanzallamas - Roberto Arlt - E-Book

Los lanzallamas E-Book

Roberto Arlt

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Beschreibung

Con Los lanzallamas, Roberto Arlt intensifica su forma de interpretar el caos y la incertidumbre del mundo contemporáneo, cerrando la historia de Erdosain y el Astrólogo iniciada en Los siete locos. Erdosain se convierte en cierto modo en la víctima del Astrólogo, que se revela como un competente gerente de la monstruosidad, un nuevo dios: el engañador. El autor describe un entramado social en donde no existen valores ni principios, y en el que habita en sus personajes una angustia metafísica tal que inunda el relato desde el comienzo hasta el final. En Los lanzallamas la aniquilación es puramente racional y científica, pasando de ser una simple táctica de victoria a un uso desmedido y extremo de la violencia con consecuencias nefastas.

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Arlt, Roberto

Los lanzallamas / Roberto Arlt. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8449-44-9

1. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

© 1931, Roberto Arlt

Corrección de textos: Mónica Costa

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

Todos los derechos reservados

© 2017, 2023, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello Bärenhaus

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8449-44-9

1º edición: julio de 2017

1º edición digital: febrero de 2023

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Con Los lanzallamas, Roberto Arlt intensifica su forma de interpretar el caos y la incertidumbre del mundo contemporáneo, cerrando la historia de Erdosain y el Astrólogo iniciada en Los siete locos. Erdosain se convierte en cierto modo en la víctima del Astrólogo, que se revela como un competente gerente de la monstruosidad, un nuevo dios: el engañador.

El autor describe un entramado social en donde no existen valores ni principios, y en el que habita en sus personajes una angustia metafísica tal que inunda el relato desde el comienzo hasta el final. En Los lanzallamas la aniquilación es puramente racional y científica, pasando de ser una simple táctica de victoria a un uso desmedido y extremo de la violencia con consecuencias nefastas.

Sobre Roberto Arlt

Roberto Arlt nació en el barrio de Flores, en Buenos Aires, en 1900. Novelista, cuentista, dramaturgo y periodista, publicó en 1926 El juguete rabioso, su primera novela. Por entonces comenzaba también a escribir para los diarios Crítica y El Mundo. Sus columnas Aguafuertes porteñas, aparecieron de 1928 a 1935 y fueron después recopiladas en el libro del mismo nombre. En 1935, viajó a España y África enviado por El Mundo, de donde salen sus Aguafuertes españolas.

Publicó también Los siete locos (1929), Los lanzallamas (1931), El amor brujo (1932), El criador de gorilas (1941) y la colección de cuentos El jorobadito (1933). Como dramaturgo, se destacó con La isla desierta (1938), Trescientos millones (1932), Saverio el cruel (1936), El fabricante de fantasmas (1936), La fiesta de hierro (1940) y El desierto entra en la ciudad (1942).

Murió en Buenos Aires, en 1942.

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Roberto ArltPalabras del autorTarde y noche del día ViernesEl hombre neutroLos amores de ErdosainEl sentido religioso de la vidaLa cortina de angustiaHaffner caeBarsut y el astrólogoEl abogado y el astrólogoHipólita solaTarde y noche del día SábadoLa agonía del rufián melancólicoEl poder de las tinieblasLos anarquistasEl proyecto de Eustaquio EspilaBajo la cúpula de cementoDía DomingoEl enigmático visitanteEl pecado que no se puede nombrarLas fórmulas diabólicasEl paseoDonde se comprueba que el hombre que vio a la partera no era trigo limpioTrabajando en el proyectoDía ViernesLos dos bergantesErgueta en TemperleyUn alma al desnudo“La buena noticia”La fábrica de fosgeno“Perece la casa de la iniquidad”El homicidioUna hora y media despuésEpílogo

PALABRAS DEL AUTOR

Con “Los lanzallamas” finaliza la novela de “Los siete locos”.

Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.

Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.

Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.

Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias.

Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.

Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.

Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de “Ulises”: un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.

Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.

En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.

De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:

“El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.”

No, no y no.

Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un “cross” a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y “que los eunucos bufen”.

El porvenir es triunfalmente nuestro.

Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la “Underwood”, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero… mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela. Se titulará “El amor brujo” y aparecerá en agosto del año 1932.

Y que el futuro diga.

 

Roberto Arlt

Tarde y noche del día Viernes

EL HOMBRE NEUTRO

El Astrólogo miró alejarse a Erdosain, esperó que éste doblara en la esquina, y entró a la quinta murmurando:

—Sí… pero Lenin sabía adónde iba.

Involuntariamente se detuvo frente a la mancha verde del limonero en flor. Blancas nubes triangulares recortaban la perpendicular azul del cielo. Un remolino de insectos negros se combaba junto a la enredadera de la glorieta.

Con la punta de su grosero botín el Astrólogo rayó pensativamente la tierra. Mantenía sumergidas las manos en su blusón gris de carpintero, y la frente se le abultaba sobre el ceño, en arduo trabajo de cavilación.

Inexpresivamente levantó la vista hasta las nubes. Remurmuró:

—El diablo sabe adónde vamos. Lenin sí que sabía…

Sonó el cencerro que, suspendido de un elástico, servía de llamador en la puerta. El Astrólogo se encaminó a la entrada. Recortada por las tablas de la portezuela, distinguió la silueta de una mujer pelirroja. Se envolvía en un tapado color viruta de madera. El Astrólogo recordó lo que Erdosain le contara referente a la Coja, en días anteriores, y avanzó adusto.

Cuando se detuvo en la portezuela, Hipólita lo examinó sonriendo. “Sin embargo, sus ojos no sonríen”, pensó el Astrólogo, y al tiempo que abría el candado, ella, por encima de las tablas de la portezuela, exclamó:

—Buenas tardes. ¿Usted es el Astrólogo?

“Erdosain ha hecho una imprudencia”, pensó. Luego inclinó la cabeza para seguir escuchando a la mujer que, sin esperar respuesta, prosiguió:

—Podían poner números en estas calles endiabladas. Me he cansado de tanto preguntar y caminar… —efectivamente, tenía los zapatos enfangados, aunque ya el barro secábase sobre el cuero—. Pero qué linda quinta tiene usted. Aquí debe vivir muy bien…

El Astrólogo, sin mostrarse sorprendido, la miró tranquilamente. Soliloquió: “Quiere hacerse la cínica y la desenvuelta para dominar”.

Hipólita continuó:

—Muy bien… muy bien… A usted le sorprenderá mi visita, ¿no?

El Astrólogo, embutido en su blusón, no le contestó una palabra. Hipólita, desentendiéndose de él, examinó de una ojeada la casa chata, la rueda del molino, coja de una paleta, y los cristales azules y rojos de la mampara. Terminó por exclamar:

—¡Qué notable! ¿Quién le ha torcido la cola al gallo de la veleta? El viento no puede ser… —Bajó inmediatamente el tono de voz y preguntó: —¿Erdosain?

“No me equivoqué.” —pensó el Astrólogo—. “Es la Coja.”

—¿Así que usted es amiga de Erdosain? ¿La esposa de Ergueta? Erdosain no está. Hará diez minutos que salió. Es realmente un milagro que no se hayan encontrado.

—También usted a qué barrios viene a mudarse. La quinta me gusta. No puedo decir que no me guste. ¿Tiene mujeres, aquí?

El Astrólogo no quitó las manos de los bolsillos de su blusón. Engallada la cabeza, escuchaba a Hipólita, escrutándola con un guiño que le entrecerraba los párpados, como si filtrara a través de sus ojos las posibles intenciones de su visitante.

—¿Así que usted es amiga de Erdosain?

—Va la tercera vez que me lo pregunta. Sí, soy amiga de Erdosain… pero, ¡Dios mío!, qué hombre desatento es usted. Hace tres horas que estoy parada, hablando, y todavía no me ha dicho: “Pase, ésta es su casa, tome asiento, sírvase una copita de coñac, quítese el sombrero”.

El Astrólogo cerró un párpado. En su rostro romboidal quedó abierto un ojo burlón. No le irritaba la extraña volubilidad de Hipólita. Comprendía que ella pretendía dominarlo. Además, hubiera jurado que en el bolsillo del tapado de la mujer ese relieve cilíndrico, como el de un carretel de hilo, era el tambor de un revólver. Replicó agriamente.

—¿Y por qué diablos yo la voy a hacer pasar a mi casa? ¿Quién es usted? Además, mi coñac lo reservo para los amigos, no para los desconocidos.

Hipólita se llevó la mano al bolsillo de su tapado. “Allí tiene el revólver”, pensó el Astrólogo. E insistió:

—Si usted fuera amiga mía… o una persona que me interesara…

—Por ejemplo, como Barsut, ¿no?

—Exactamente; si usted fuera una persona conocida como Barsut, la hacía pasar, y no sólo le ofrecía coñac, sino también algo más… Además, es ridículo que usted me esté hablando con la mano sobre el cabo de un revólver. Aquí no hay operadores cinematográficos, y ni usted ni yo representamos ningún drama.

—¿Sabe que es un cínico usted…?

—Y usted una charlatana. ¿Se puede saber lo que quiere?

Bajo la visera del sombrero verde, el rostro de Hipólita, bañado por el resplandor solar, apareció más fino y enérgico que una mascarilla de cobre. Sus ojos examinaban irónicamente el rostro romboidal del Astrólogo, aunque se sentía dominada por él.

Aquel hombre no “era tan fácil” como supusiera en un principio. Y la mirada de él, fija, burlona, duramente inmóvil sobre sus ojos, le revisaba las intenciones, “pero con indiferencia”. El Astrólogo, sentándose a la orilla de un cantero, dijo:

—Si quiere acompañarme…

Apartando de las hierbas una rama seca, Hipólita se sentó. El Astrólogo continuó:

—Iba a decir que posiblemente, lo cual es un error… usted viene a extorsionarme, ¿no es así? Usted es la esposa de Ergueta. Necesita dinero y pensó en mí, como antes pensó en Erdosain y después pensará en el diablo. Muy bien.

Hipólita se sintió sobrecogida por una pequeña vergüenza. La sorprendían con las manos en la masa. El Astrólogo cortó una margarita silvestre y, despaciosamente, comenzó a desprender los pétalos, al tiempo que decía:

—Sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí, no… ya ve, hasta la margarita dice que no… —y sin apartar los ojos del pistilo amarillo, continuó—. Pensó en mí porque necesitaba dinero. ¡Eh!, ¿no es así? —la miró a hurtadillas, y arrancando otra margarita, continuó—: Todo en la vida es así.

Hipólita miraba encuriosada aquel rostro romboidal y cetrino, pensando al mismo tiempo: “Sin duda alguna mis piernas están bien formadas”. En efecto, era curioso el contraste que ofrecían sus pantorrillas modeladas por medias grises, con la tierra negra y el verde borde del pasto. Una súbita simpatía le aproximó a Hipólita al alma, a la vida de ese hombre. Se dijo: “Éste no es un ‘gil’, a pesar de sus ideas”, y con las uñas arrancó una escama negruzca del tronco de un árbol, cuya corteza parecía un blindaje de corcho agrietado.

—En realidad —continuó el Astrólogo—, nosotros somos camaradas. ¿No se ha fijado qué notable? Antes hablaba usted sola, ahora yo. Nos turnamos como en un coro de tragedia griega; pero como le iba diciendo… somos camaradas. Si no me equivoco, usted antes de casarse ejerció voluntariamente la prostitución, y yo creo que voluntariamente soy un hombre antisocial. A mí me agradan mucho estas realidades… y el contacto con ladrones, macrós, asesinos, locos y prostitutas. No quiero decirle que toda esa gente tenga un sentido verdadero de la vida, no… están muy lejos de la verdad, pero me encanta de ellos el salvaje impulso inicial que los lanzó a la aventura.

Hipólita, con las cejas enarcadas, lo escuchaba sin contestar. Atraía su atención el desacostumbrado espectáculo del tumulto vegetal de la quinta. Innumerables troncos bajos aparecían envueltos en una lluvia verde, que el sol chapaba de oro en sus flancos vueltos al poniente.

Vastas nubes inmovilizaban ensenadas de mármol. Un macizo de pinos curvados, con puntas dentadas como puñales javaneses, perforaba el quieto mar cerúleo. Más allá, algunos troncos sobrellevaban en su masa de pizarra gris, un oscuro planeta de ramajes emboscados. El Astrólogo continuó:

—Nosotros estamos sentados aquí entre los pastos, y en estos mismos momentos en todas las usinas del mundo se funden cañones y corazas, se arman “dreadnaughts”, millones de locomotoras maniobran en los rieles que rodean al planeta, no hay una cárcel en la que no se trabaje, existen millones de mujeres que en este mismo minuto preparan un guiso en la cocina, millones de hombres que jadean en la cama de un hospital, millones de criaturas que escriben sobre un cuaderno su lección. ¿Y no le parece curioso este fenómeno? Tales trabajos: fundir cañones, guiar ferrocarriles, purgar penas carcelarias, preparar alimentos, gemir en un hospital, trazar letras con dificultad, todos estos trabajos se hacen sin ninguna esperanza, ninguna ilusión, ningún fin superior. ¿Qué le parece, amiga Hipólita? Piense que hay cientos de hombres que se mueven en este mismo minuto que le hablo, en derredor de las cadenas, que soportan un cañón candente… lo hacen con tanta indiferencia como si en vez de ser un cañón fuera un trozo de coraza para una fortaleza subterránea… —Arrancó otra margarita, y desparramando los pétalos blancos continuó: —Ponga en fila a esos hombres con su martillo, a las mujeres con su cazuela, a los presidiarios con sus herramientas, a los enfermos con sus camas, a los niños con sus cuadernos; haga una fila que puede dar varias veces vuelta al planeta, imagínese usted recorriéndola, inspeccionándola, y llega al final de la fila preguntándose: ¿Se puede saber qué sentido tiene la vida?

—¿Por qué dice usted esto? ¿Qué tiene que ver con mi visita? —Y los ojos de Hipólita chispearon maliciosamente.

El Astrólogo arrancó un puñado de hierba del lugar donde apoyaba la mano, se lo mostró a Hipólita, y dijo:

—Lo que estoy diciendo tiene un símil con este pasto. Lo otro son los hierbajos del alma. Los llevamos adentro… hay que arrancarlos para dárselos de comer a las bestias que se nos acercan y envenenarles la vida. La gente indirectamente busca verdades. ¿Por qué no dárselas? Dígame, Hipólita, ¿usted ha viajado?

—He vivido en el campo un tiempo… con un amante.

—No… yo me refiero a si ha estado en Europa.

—No.

—Pues yo sí. He viajado, y de lujo. En vagones construidos con chapas de acero esmaltadas de azul. En transatlánticos como palacios… —miró rápidamente de reojo a la mujer—. Y los construirán más lujosos aún. Barcos más fantásticos aún. Aviones más veloces. Vea, apretarán con un dedo un botón, y escucharán simultáneamente las músicas de las tierras distantes y verán bajo el agua, y adentro de la tierra, y no por eso serán un ápice más felices de lo que son hoy… ¿Se da cuenta usted?

Hipólita asintió, presa de malestar. Todo aquello era innegable, pero ¿con qué objeto le comunicaban tales verdades? No se entra con placer a un arenal ardiente. El Astrólogo se encogió de hombros:

—¡Hum!… ya sé que esto no es agradable. Da frío en las espaldas, ¿no?… ¡Oh!, hace años que me lo digo. Cierro los ojos y dejo caer mi alma desde cualquier ángulo. A veces tomo los periódicos. Mire el diario de hoy… —sacó una página de telegramas del bolsillo y leyó―. “En el Támesis se hundieron dos barcas. En Bello Horizonte se produjo un tiroteo entre dos facciones políticas. Se ejecutó en masa a los partidarios de Sacha Bakao. La ejecución se llevó a cabo atando a los reos a la boca de los cañones de una fortaleza en Kabul. Cerca de Mons, Bélgica, hubo una explosión de grisú en una mina. Frente a las costas de Lebú, Chile, se hundió un ballenero. En Franckfort, Kentucky, se entablarán demandas contra los perros que dañen al ganado. En Dakota se desplomó un puente. Hubo treinta víctimas. Al Capone y George Moran, bandidos de Chicago, han efectuado una alianza.” ¿Qué me dice usted?... Todos los días así. Nuestro corazón no se emociona ya ante nada. Cuando un periódico aparece sin catástrofes sensacionales, nos encogemos de hombros, y lo tiramos a un rincón. ¿Qué me dice usted? Estamos en el año 1929.

Hipólita cerró los ojos pensando: “En verdad ¿qué puedo decirle a este hombre? Tiene razón, pero ¿acaso yo tengo la culpa?”. Además, sentía frío en los pies.

—¿Qué le pasa que se ha quedado tan callada? ¿Entiende lo que le pregunto?

—Sí, lo entiendo, y pienso que cada uno tiene que conocer en la vida muchas tristezas. Lo notable es que cada tristeza es distinta a la otra, porque cada una de ellas se refiere a una alegría que no podemos tener. Usted me habla de catástrofes presentes, y yo me acuerdo de sufrimientos pasados; tengo la sensación de que me arrancaron el alma con una tenaza, la pusieron sobre un yunque y descargaron tantos martillazos, hasta dejármela aplastada por completo.

El Astrólogo sonrió imperceptiblemente y repuso:

—Y el alma se queda a ras de tierra, como si tratara de escapar de un bombardeo invisible.

Hipólita apretó los párpados. Sin poder explicarse el porqué, recuerda la época vivida con su amante en un pueblo de llanura. El pueblo consistía en una calle recta. No tiene que hacer el más mínimo esfuerzo para distinguir la fachada del almacén, el hotel y la fonda; el almacén era de ramos generales. La tienda del turco, la carpintería, más allá un taller mecánico, cercos de corrales, vista al campo obstaculizada por unas tapias de ladrillos, galpones inmensos, gallinas picoteando restos de caseína frente a un tambo, un automóvil se detenía junto a la usina de gas pobre, una mujer con la cabeza cubierta con una toalla desaparecía tras un cerco. Ése era el campo. Las mujeres se valoraban allí por la hijuela heredada. Los hombres apeándose del Ford entraban al hotel. Hablaban de trigo y jugaban un partido al billar. Los criollos hambrientos no iban al hotel; ataban los caballos escuálidos en los postes torcidos que había frente a la fonda, como a la orilla del mar.

El Astrólogo la examinaba en silencio. Comprende que Hipólita se ha desplomado en el pasado, atrapada por antiguas ligaduras de sufrimiento. Hipólita corre velozmente hacia una visión renovada: en el interior de ella se desenvuelve vertiginosamente la estación del ferrocarril, el desvío con un paragolpes en un terromontero verde; líneas de galpones de cinc resucitan ante sus ojos, se abandona a esta evocación y una voz dulcísima murmura en ella, como si estuviera narrando su recuerdo: “El viento movía el letrero de una peluquería, y el sol reverberaba en los techos inclinados y reventaba las tablas de todas las puertas. Cada rojiza puerta cerrada cubría un zaguán pintado imitación piedra, con mosaicos de tres colores. En cada una de esas casas, pintadas también imitación papel, había una sala con un piano y muebles cuidadosamente enfundados”.

—¿Piensa todavía usted?

Hipólita lo envolvió en una de sus miradas rápidas, luego:

—No sé por qué. Cuando usted habló de aquellas ciudades distantes, me acordé del campo donde había vivido un tiempo, triste y sola. ¿Por qué motivo no puede uno sustraerse a ciertos recuerdos? Reveía todo como en una fotografía…

—¿Sufrió mucho usted allí?

—Sí… la vida de los demás me hacía sufrir.

—¿Por qué?

—Era una vida bestial la de esa gente. Vea… del campo me acuerdo el amanecer, las primeras horas después de almorzar y del anochecer. Son tres terribles momentos de ese campo nuestro, que tiene una línea de ferrocarril cruzándolo, hombres con bombachas parados frente a un almacén de ladrillos colorados y automóviles Ford haciendo línea a lo largo de la fachada de una Cooperativa.

El Astrólogo asiente con la cabeza, sonriendo de la precisión con que la muchacha roja evoca la llanura habitada por hombres codiciosos.

—Me acuerdo… en todas las partes y en todas las casas se hablaba de dinero. Ese campo era un pedazo de la provincia de Buenos Aires, pero… ¡qué importa!, allí esos hombres y esas mujeres, hijos de italianos, de alemanes, de españoles, de rusos o de turcos, hablaban de dinero. Parecía que desde criaturas estaban acostumbrados a oír hablar del dinero. Al juzgar los hombres y sus pasiones, todos sus sentimientos los controlaba una sed de dinero. Jamás hablaban de la pasión sin asociarla al dinero. Juzgaban los casamientos y los noviazgos por el número de hectáreas que sumaban tales casamientos, por los quintales de trigo que duplicaban esos matrimonios, y yo, perdida entre ellos, sentía que mi vida agonizaba precozmente, peor que cuando vivía en el más incierto de los presentes de la ciudad. ¡Oh!, y era inútil querer escaparse de la fatalidad del dinero.

Crepita el uik-uik de un pájaro invisible en lo verde. Una hormiga negra asciende por el zapato de Hipólita. El Astrólogo sonríe sin apartar los ojos del semblante de Hipólita y reflexiona.

—El dinero y la política es la única verdad para la gente de nuestro campo.

—Pero aquello ya era increíble. En la mesa, a la hora del té, cenando y después de cenar, hasta antes de acostarse, la palabra dinero venía a separar a las almas. Se hablaba del dinero a toda hora, en todo minuto; el dinero estaba ligado a los actos más insignificantes de la vida cotidiana; en el dinero pensaban las madres cuyos hijos deseaban que ellas se murieran de una vez para heredarlas, las muchachas antes de aceptar un novio pensaban en el dinero, los hombres, antes de escoger una mujer investigaban su hijuela, y en este pueblo horroroso, con su calle larga, yo me moví un tiempo como hipnotizada por la angustia.

—Siga… es interesante.

—Hombres y mujeres me miraban como forastera, hombres y mujeres pensaban con piedad en mi supuesto marido. ¿Por qué no se habría casado él con una muchacha de plata, o con la hija del habilitado de X y Cía., en vez de hacerlo con una mujer delgadita que no tenía dinero, sino pobreza?

El Astrólogo encendió un cigarrillo y observó encuriosado a Hipólita, mientras la llama del fósforo brillaba entre sus dedos.

—Es notable… ¿nunca habló usted con otra persona de lo que me cuenta a mí?

—No, ¿por qué?

—He tenido la sensación de que usted estaba vaciando una angustia vieja frente a mí. —El Astrólogo se puso de pie. —Vea, es mejor que se levante… si no se va a “enfriar”.

—Sí… tengo los pies escarchados.

Caminaban ahora entre tumultuosos macizos ennegrecidos por el crepúsculo. A veces entre un cruce de ramas se escuchaba el rebullir de una nidada de pájaros. Hacia el noroeste, el cielo color de aceituna se rayaba de inmensas sábanas de cobre.

Hipólita apoyó una mano en el brazo del Astrólogo y dijo:

—¿Quiere creerme? Hace mucho tiempo que no miro el cielo del crepúsculo.

El Astrólogo dirigió una despreocupada mirada al horizonte y repuso:

—Los hombres han perdido la costumbre de mirar las estrellas. Incluso, si se examinan sus vidas, se llega a la conclusión de que viven de dos maneras: Unos falseando el conocimiento de la verdad y otros aplastando la verdad. El primer grupo está compuesto por artistas, intelectuales. El grupo de los que aplastan la verdad lo forman los comerciantes, industriales, militares y políticos. ¿Qué es la verdad?, me dirá usted. La Verdad es el Hombre. El Hombre con su cuerpo. Los intelectuales, despreciando el cuerpo, han dicho: Busquemos la verdad, y verdad la llaman a especular sobre abstracciones. Se han escrito libros sobre todas las cosas. Incluso sobre la psicología del que mira volar un mosquito. No se ría, que es así.

Hipólita miraba con curiosidad los troncos de los eucaliptos moteados como la piel de un leopardo, y otros de los que se desprendían tiras cárdenas como pelambre de león. Pequeñas palmeras solitarias entreabrían palmípedos conos verdes. Ramajes color de tabaco ponían en el aire sus brazos, de una tersa soltura, semejantes a la boa erecta en salto de ataque. Proyectaban en el suelo encrucijadas de sombra, que ella pisaba cuidadosamente.

Cuando se movía el aire, las hojas voltejeaban oblicuamente en su caída. El Astrólogo continuó:

—A su vez, comerciantes, militares, industriales y políticos aplastan la Verdad, es decir, el Cuerpo. En complicidad con ingenieros y médicos, han dicho: El hombre duerme ocho horas. Para respirar necesita tantos metros cúbicos de aire. Para no pudrirse y pudrirnos a nosotros, que sería lo grave, son indispensables tantos metros cuadrados de sol, y con ese criterio fabricaron las ciudades. En tanto, el cuerpo sufre. No sé si usted se da cuenta de lo que es el cuerpo. Usted tiene un diente en la boca, pero ese diente no existe en realidad para usted. Usted sabe que tiene un diente, no por mirarlo; mirar no es comprender la existencia. Usted comprende que en su boca existe un diente porque el diente le proporciona dolor. Bueno, los intelectuales esquivan este dolor del nervio del cuerpo, que la civilización ha puesto al descubierto. Los artistas dicen: este nervio no es la vida; la vida es un hermoso rostro, un bello crepúsculo, una ingeniosa frase. Pero de ningún modo se acercan al dolor.

”A su vez, los ingenieros y los políticos dicen: para que el nervio no duela son necesarios tantos estrictos metros cuadrados de sol, y tantos gramos de mentiras poéticas, de mentiras sociales, de narcóticos psicológicos, de mentiras noveladas, de esperanzas para dentro de un siglo… y el Cuerpo, el Hombre, la Verdad, sufren…, sufren, porque mediante el aburrimiento tienen la sensación de que existen como el diente podrido existe para nuestra sensibilidad cuando el aire toca el nervio.

”Para no sufrir habría que olvidarse del cuerpo; y el hombre se olvida del cuerpo cuando su espíritu vive intensamente; cuando su sensibilidad, trabajando fuertemente, hace que vea en su cuerpo la verdad inferior que puede servir a la verdad superior.

”Aparentemente estaría en contradicción con lo que decía antes, pero no es así.

”Nuestra civilización se ha particularizado en hacer del cuerpo el fin, en vez del medio, y tanto lo han hecho fin, que el hombre siente su cuerpo y el dolor de su cuerpo, que es el aburrimiento.

”El remedio que ofrecen los intelectuales, el Conocimiento, es estúpido. Si usted conociera ahora todos los secretos de la mecánica o de la ingeniería y de la química, no sería un adarme más feliz de lo que es ahora. Porque esas ciencias no son las verdades de nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo tiene otras verdades. Es en sí una verdad. Y la verdad, la verdad es el río que corre, la piedra que cae… El postulado de Newton… es la mentira. Aunque fuera verdad; ponga que el postulado de Newton es verdad. El postulado no es la piedra. Esa diferencia entre el objeto y la definición es la que hace inútil para nuestra vida las verdades o las mentiras de la ciencia. ¿Me comprende usted?

—Sí… lo comprendo perfectamente. Usted lo que quiere es ir hacia la revolución. Usted indirectamente me está diciendo: ¿quiere ayudarme a hacer la revolución? Y para evitar de entrar de lleno en materia, subdivide su tema…

El Astrólogo se echó a reír.

—Tiene usted razón. Es una gran mujer.

Hipólita levantó la mano hasta la mejilla del hombre y dijo:

—Quisiera ser suya. Súbitamente lo deseo mucho.

El Astrólogo retrocedió.

―Sería muy feliz de serle infiel a mi esposo.

Él la midió de una mirada y sonriendo fríamente le contestó:

—Es notable lo que le sugieren mis reflexiones.

—El deseo es mi verdad en este momento. Yo he comprendido perfectamente todo lo que ha dicho usted. Y mi entusiasmo por usted es deseo. Usted ha dicho la verdad. Mi cuerpo es mi verdad. ¿Por qué no regalárselo?

Una arruga terrible rayó la frente del Astrólogo. Durante un minuto Hipólita tuvo la sensación de que él la iba a estrangular; luego movió la cabeza, miró, a lo lejos, a una distancia que en la abombada claridad de sus pupilas debía ser infinita, y dijo secamente:

—Sí… su cuerpo en este momento es su verdad. Pero yo no la deseo a usted. Además, que no puedo poseer a ninguna mujer. Estoy castrado.

Entonces las palabras que ella le dijo a Erdosain esa noche nuevamente estallaron en su boca:

—Cómo, ¿vos también?… un gran dolor… Entonces somos iguales… Yo tampoco he sentido nada, nunca, junto a ningún hombre… y sos… el único hombre. ¡Qué vida!

Calló, contemplando pensativa los elevadísimos abanicos de los eucaliptos. Abrían conos diamantinos, chapados de sol, sobre la combada cresta de la vegetación menos alta, oscurecida por la sombra y más triste que una caverna marítima.

El Astrólogo inclinó la frente como toro que va a embestir una valla. Luego, mirando a la altura de los árboles, se rascó la cabeza, y dijo:

—En realidad yo, él, vos, todos nosotros, estamos al otro lado de la vida. Ladrones, locos, asesinos, prostitutas. Todos somos iguales. Yo, Erdosain, el Buscador de Oro, el Rufián Melancólico, Barsut, todos somos iguales. Conocemos las mismas verdades; es una ley: los hombres que sufren llegan a conocer idénticas verdades. Hasta pueden decirlas casi con las mismas palabras, como los que tienen una misma enfermedad física, pueden que sepan leer y escribir o no, describirla con las mismas palabras cuando ésta se manifiesta en determinado grado.

—Pero usted cree en algo… tiene algún dios.

—No sé… Hace un momento sentí que la dulzura de Cristo estaba en mí. Cuando usted se ofreció a mí tuve deseos de decirle: Y vendrá Jesús… —Se echó a reír. Hipólita tuvo miedo, pero él la tranquilizó poniéndole la mano en el hombro, al tiempo que decía: —Erdosain tiene razón cuando dice que los hombres se martirizan entre sí hasta el cansancio, si Jesús no viene otra vez a nosotros.

—¡Cómo!… ¿y usted, tan inteligente, cree en Erdosain?…

—Y además lo respeto mucho. Creo en la sensibilidad de Erdosain. Creo que Erdosain vive por muchos hombres simultáneamente. ¿Por qué no se dedica a quererlo usted?

Hipólita se echó a reír.

—No… me da la sensación de ser una pobre cosa a la que se puede manosear como se quiere…

El Astrólogo movió la cabeza.

—Está equivocada de medio a medio. Erdosain es un desdichado que goza con la humillación. No sé hasta qué punto todavía será capaz de descender, pero es capaz de todo…

—Usted sabe lo de la criatura en una plaza… —y se detuvo, temerosa de ser indiscreta.

Habían llegado casi al final de la quinta. Más allá de los alambrados se distinguían oquedades veladas por movedizas neblinas de aluminio. En un montículo, aislado, apareció un árbol cuya cúpula de tinta china estaba moteada de temblorosos hoces verdes, y el Astrólogo, girando sobre los talones y rascándose la oreja, murmuró:

—Sé todo. Posiblemente los santos cometieron pecados muchos más graves que aquellos que cometió Erdosain. Cuando un hombre que lleva el demonio en el cuerpo, busca a Dios mediante pecados terribles, así su remordimiento será más intenso y espantoso… pero hablando de otra cosa… ¿su esposo sigue en el Hospicio?

—Sí…

—¿Usted venía a extorsionarme, no?

—Sí…

—¿Y ahora qué piensa hacer?

—Nada, irme. —Dijo estas palabras con tristeza. Su voluntad estaba rota. Súbitamente la luz oscureció un grado, con más rápido descenso que el de un aeroplano que se desploma en un poco de aire. El celeste del cielo degradó en grisáceo de vidrio. Nubes rojas ennegrecieron aún más el escueto perfil de los álamos en la torcida del camino. Una claridad submarina se volcaba sobre las cosas. Hipólita tenía los pies helados, y aunque, cerca de aquel hombre, su misteriosa castración interponía entre ella y él una distancia polar; era como si se hubieran encontrado caminando en dirección opuesta, en la curvada superficie del polo, y el simple gesto de una mano hubiera consistido todo el saludo, en aquellas latitudes sin esperanza.

El Astrólogo, adivinando su pensamiento, dijo a modo de reflexión:

—Puse el pie sobre una claraboya, se rompieron los cristales, caí sobre el pasamano de una escalera…

Hipólita se tapó los oídos horrorizada.

—… y los testículos me estallaron como granadas…

Se rascó nerviosamente la garganta, chupó un cigarro, y dijo:

—Amiga mía, esto no tiene nada de grave. En Venezuela se cuelga a los comunistas de los testículos. Se les amarra por una soga y se les sube hasta el techo. Allá a ese tormento lo llaman tortol. Aquí a veces en nuestras cárceles, los interrogatorios se hacen a base de golpes en los testículos. Estuve moribundo… sé lo que es estar a la orilla misma de la muerte. De manera que usted no debe avergonzarse de haberme ofrecido la felicidad. Barsut me besó las manos cuando supo mi desgracia. Y lloraba de remordimiento. Bueno, él tiene mucho que llorar todavía en la vida. Por eso se salvó. ¿Quiere verlo usted?

—¡Cómo! ¿No lo mataron?

—No. ¿Quiere que lo llame para presentárselo?

—No, le creo… le juro que le creo…

—Lo sé. También sé que el amor salvará a los hombres; pero no a estos hombres nuestros. Ahora hay que predicar el odio y el exterminio, la disolución y la violencia. El que habla de amor y respeto vendrá después. Nosotros conocemos el secreto, pero debemos proceder como sí lo ignoráramos. Y Él contemplará nuestra obra, y dirá: los que tal hicieron eran monstruos. Los que tal predicaron eran monstruos… pero Él no sabrá que nosotros quisimos condenarnos como monstruos, para que Él… pudiera hacer estallar sus verdades evangélicas.

—¡Qué admirable es usted! Dígame… ¿Usted cree en la Astrología?

—No, son mentiras. ¡Ah! Fíjese que mientras conversaba con usted se me ocurrió este proyecto: ofrecerle cinco mil pesos por su silencio, hacerle firmar un recibo en el cual usted, Hipólita, reconocía haber recibido esa suma para no denunciar mi crimen, presentarle luego a Barsut, con ese documento inofensivo para mí, pero peligrosísimo para usted, ya que con él yo podía hacerla a usted encarcelar, convertirla en mi esclava; mas usted me ha dado la sensación de que es mi amiga… Dígame, ¿quiere ayudarme?

Ella, que caminaba mirando el pasto, levantó la cabeza:

—¿Y usted creerá en mí?

—En los únicos que creo es en los que no tienen nada que perder ―habían llegado ahora frente a la gradinata guarnecida de palmeras.

El Astrólogo dijo:

—¿Quiere entrar?

Hipólita subió la escalera. Cuando el Astrólogo en el cuarto oscuro encendió la luz, ella se quedó observando encuriosada el armario antiguo, el mapa de Estados Unidos con las banderas clavadas en los territorios donde dominaba el Ku-Klux-Klan, el sillón forrado de terciopelo verde, el escritorio cubierto de compases, las telarañas colgando del altísimo techo. El enmaderado del piso hacía mucho tiempo que no había sido encerado. El Astrólogo abrió el armario antiguo, extrajo de un estante una botella de ron y dos vasos, sirvió la bebida y dijo:

—Beba… es ron… ¿No le gusta el ron?… Yo lo bebo siempre. Me recuerda una canción que no sé de quién será, y que dice así:

 

Son trece los que quieren el cofre de aquel muerto.

Son trece, oh, viva el ron…

El diablo y la bebida hicieron todo el resto…

El diablo, oh, oh, viva el ron…

 

Hipólita lo observó recelosa. El rostro del Astrólogo se puso grave y:

—A usted le parecerá extemporánea esta canción, ¿no es cierto? —preguntó—. Yo la aprendí escuchándola de un chico que la cantaba todo el día. Vivía en el altillo de una casa cuya medianera daba frente a mi cuarto. El chico cantaba todas las tardes, yo estaba convaleciente de la terrible desgracia…; una tarde no la cantó más el chico…; supe por un hombre que me traía la comida que la criatura se había suicidado por salir mal en los exámenes. Era un hijo de alemanes, y su padre, un hombre severo. No he visto nunca el semblante de ese niño, pero no sé por qué me acuerdo casi todos los días de aquella pobre alma.

Impaciente, estalló Hipólita:

—Sí, nada más que recuerdos es la vida…

—Yo quiero que sea futuro. Futuro en campo verde, no en ciudad de ladrillo. Que todos los hombres tengan un rectángulo de campo verde, que adoren con alegría a un Dios creador del cielo y de la tierra… —Cerró los ojos; Hipólita lo vio palidecer; luego se levantó, y llevando la mano al cinturón dijo con voz ronca: —Vea.

Se había desprendido bruscamente el pantalón. Hipólita, retrayendo el cuello entre los hombros, miró de soslayo el bajo vientre de aquel hombre: era una tremenda cicatriz roja. Él se cubrió con delicadeza y dijo:

—Pensé matarme; muchos monstruos trabajaron en mi cerebro días y noches; luego las tinieblas pasaron y entré en el camino que no tiene fin.

—Es inhumano —murmuró Hipólita.

—Sí, ya sé. Usted tiene la sensación de que ha entrado en el infierno… piense en la calle durante un minuto. Mire, aquí es campo; piense en las ciudades, kilómetros de fachadas de casas; la desafío a que usted se vaya de aquí sin prometerme que me ayudará. Cuando un hombre o una mujer comprenden que deben destinar su vida al cumplimiento de una nueva verdad, es inútil que traten de resistirse a ellos mismos. Sólo hay que tener fuerzas para sacrificarse. ¿O usted cree que los santos pertenecen al pasado? No… no. Hay muchos santos ocultos hoy. Y quizá más grandes, más espirituales que los terribles santos antiguos. Aquéllos esperaban un premio divino… y éstos, ni en el cielo de Dios pueden creer.

—¿Y usted?

—Yo creo en un único deber: luchar para destruir esta sociedad implacable. El régimen capitalista en complicidad con los ateos ha convertido al hombre en un monstruo escéptico, verdugo de sus semejantes por el placer de un cigarro, de una comida o de un vaso de vino. Cobarde, astuto, mezquino, lascivo, escéptico, avaro y glotón, del hombre actual debemos esperar nada. Hay que dirigirse a las mujeres; crear células de mujeres con espíritu revolucionario; introducirse en los hogares, en los normales, en los liceos, en las oficinas, en las academias y los talleres. Sólo las mujeres pueden impulsarlos a estos cobardes a rebelarse.

—¿Y usted cree en la mujer?

—Creo.

—¿Firmemente?

—Creo.

—¿Y por qué?

—Porque ella es principio y fin de la verdad. Los intelectuales la desprecian porque no se interesa por las divagaciones que ellos construyen para esquivar la Verdad… y es lógico… la verdad es el Cuerpo, y lo que ellos tratan no tiene nada que ver con el cuerpo que su vientre fabrica.

—Sí, pero hasta ahora no han hecho nada más que tener hijos.

—¿Y le parece poco? Mañana harán la revolución. Deje que empiecen a despertar. A ser individualidades.

Hipólita se levantó:

—Usted es el hombre más interesante que he conocido. No sé si volveré a verlo…

—Creo que usted volverá a verme. Y será entonces para decirme: “Sí, quiero ayudarlo…”.

—Puede ser… no sé… Voy a pensar esta noche…

—¿Va a volver a la casa de Erdosain?

—No. Quiero estar sola y pensar. Necesito pensar…

De pronto, Hipólita se echó a reír.

—¿De qué se ríe usted?

—Me río porque he tocado el revólver que traje para defenderme de usted.

—Realmente, hace bien en reírse. Bueno, ahora váyase y piense… ¡Ah! ¿No necesita dinero?

—¿Puede darme cien pesos?

—Cómo no.

—Bueno, entonces vamos saliendo. Acompáñeme hasta la puerta de esta quinta endiablada.

—Sí.

Al salir, el Astrólogo apagó la luz. Hipólita iba ligeramente encorvada. Murmuró:

—Estoy cansada.

LOS AMORES DE ERDOSAIN

Erdosain se detuvo asombrado frente al nuevo edificio en el que se encontraba el departamento al cual se había mudado.

No terminaba de explicarse el suceso. ¿En qué circunstancias dejó su casa por la pensión en la cual hasta hacía algunos días vivía Barsut?

Preocupadísimo, miró en redor. Él vivía allí. ¡Había alquilado el mismo cuarto que ocupara Barsut! ¿Por qué? ¿Cuándo ejecutó este acto? Cerró los ojos para atraer a la superficie de su memoria los detalles que constituían la determinación para ejecutar aquel hecho absurdo, pero aquella franja de vida estaba demasiado cubierta de sucesos recientes y confusos. En realidad, está allí con la misma extrañeza con que podía encontrarse en un calabozo del Departamento de Policía. O en cualquier parte. Además, ¿de dónde ha sacado el dinero? ¡Ah, sí! El Rufián Melancólico… ¿Cuándo preparó sus maletas? Se pasa la mano por la frente, para disipar la neblina que cubre la franja mental, y lo único que sabe es que ocupa el mismo cuarto del hombre que lo ofendió cruelmente, y a quien hizo secuestrar, robar y matar. ¿Pero Hipólita, cómo averiguó su dirección? Inútilmente Erdosain cavila estos enigmas, del mismo modo que el hombre que despierta después de un acceso de sonambulismo se encuentra, perplejo, en parajes desconocidos a aquellos en los que se había dormido.1

—¡Oh! ¡Todo eso!… ¡Todo eso!…

¿Qué penuria mental almacena para olvidarse del mundo?

Asqueado, avanza por el corredor del edificio; un túnel abovedado, a cuyos costados se abren rectángulos enrejados de ascensores y puertas que vomitan hedores de aguas servidas y polvos de arroz.

En el umbral de un departamento, una prostituta negruzca, con los brazos desnudos y un batón a rayas rojas y blancas, adormece a una criatura. Otra morena, excepcionalmente gorda, con chancletas de madera, rechupa una naranja, y Erdosain se detiene frente a la puerta del ascensor, sucio como una cocina, del que salen un albañil, con un balde cargado de portland, y un jorobadito con una cesta cargada de sifones y botellas vacías.

Los departamentos están separados por tabiques de chapas de hierro. En los ventanillos de las cocinas fronteras, tendidas hacia los patios, se ven cuerdas arqueadas bajo el peso de ropas húmedas. Delante de todas las puertas, regueros de ceniza y cáscaras de banana. De los interiores escapan injurias, risas ahogadas, canciones mujeriles y broncas de hombres.

Erdosain cavila un instante antes de llamar. ¿Cómo diablos se le ha ocurrido irse a vivir a esa letrina, a la misma pieza que antes ocupaba Barsut?

Detenido junto al vano de la escalera y mirando un patiezuelo en la profundidad, se preguntó qué era lo que buscaba en aquella casa terrible, sin sol, sin luz, sin aire, silenciosa al amanecer y retumbante de ruidos de hembras en la noche. Al atardecer, hombres de jetas empolvadas y brazos blancos tomaban mate, sentados en sillitas bajas, en el centro de los patios.

La escalera en caracol descendía más sucia que un muladar. Entonces abrió la puerta cancel del departamento y entró. No bien se encontró en el patio tuvo el presentimiento de que Hipólita no estaba allí; se dirigió a su cuarto y nadie salió a su encuentro. Sin necesidad de que le dijeran nada, comprendió que la Coja no volvería más. Se tapó la cara con la palma de las manos, permaneció así un breve espacio de tiempo y luego se tiró encima de la cama.

Cerró los ojos. Tinieblas blancuzcas se inmovilizaban frente a sus párpados, y el reposo que recibía de la cama en su cuerpo horizontal circulaba como una inyección de morfina por sus venas. Trató de recibir dolor pensando en su esposa. Fue inútil. Una imagen desteñida tocó, con tres puntos de relieve, su sensibilidad relajada. Ojos, nariz y mentón.

¡Era lo único que sobrevivía de Elsa! Volcó entonces su recuerdo hacia el cuerpo de ella; cerró los ojos y apenas entrevió a un fantasma gris vistiéndose frente al espejo, pero repugnado abandonó la imagen. Era demasiado tarde. Ninguna fotografía de la existencia de ella podía erizar sus nervios agotados. En una especie de diario, en el que Erdosain anotaba sus sinsabores (y que el cronista de esta historia utiliza frecuentemente en lo que se refiere a la vida interior del personaje) encontró anotado:

“Es como si en el interior de uno el calco de una persona estuviera fijado en una materia semejante al yeso, que con el roce pierde el relieve. Yo había repasado muchas veces esa vida querida, para que pudiera mantenerse íntegra en mí, y ella, que al comienzo estaba en mi espíritu estampada con sus uñas y sus cabellos, sus miembros y sus senos, fue despacio mutilándose.”

En realidad, Elsa era para Erdosain lo que aquellas fotografías amarilleadas por el tiempo y que nada, absolutamente nada, nos dicen del original, del que son la exacta reproducción.

Entonces Erdosain trató de recordarlo a Barsut, y un bostezo de fastidio le dilató las quijadas. No le interesaban los muertos. Sin embargo, entre destellos solares, sobre una curva de riel, se desprendió por un instante de la superficie de su espíritu la ovalada carita pálida de la jovencita de ojos verdosos y rulos negros arrollados a la garganta por el viento y pensó:

“Estoy monstruosamente solo. ¿A qué grado de insensibilidad he llegado para tener el alma tan vacía de remordimientos?” Y dijo, en voz tan baja que la habitación se llenó de un sordo cuchicheo de caracol marino:

—No me importa nada. Dios se aburre igual que el Diablo.

Le causó alegría el pensamiento: Dios se aburre igual que el Diablo. El uno arriba y el otro abajo, bostezan lúgubremente de la misma manera. Erdosain, estirado en la cama, con las manos en asa bajo la nuca, entreabrió ligeramente los ojos, sin dejar de sonreír infantilmente. Estaba contento de su ocurrencia. Mirando un vértice del cielo raso, frunció el ceño. Luego vertiginosa, una chapa de amargura, perpendicular a su corazón, le partió la alegría, hizo fuerza tangencialmente a sus costillas, y, como la proa que desplaza al océano, expulsó más allá de su nuca la pequeña felicidad, y entonces contempló tristemente el crepúsculo que entraba por los vidrios de la puerta.

Y sin darse cuenta que repetía las mismas palabras de Víctor Antía cuando recibió el balazo en el pecho frente al chalet de Emborg, Erdosain murmuró fieramente:

—Me han jodido. No seré nunca feliz. Y esa perra también se ha ido. ¡Qué ocurrencia la mía, hablarle a una prostituta, de la rosa de cobre!

Y apretó los dientes al recordar el semblante de la pecosa, cuyo cabello rojo, partido en dos bandos, le cubría la punta de las orejas.

Trató de engañarse a sí mismo y dijo:

—Bueno, me haré siete trajes.

Fue inútil que con esas palabras tratara de detener el desmoronamiento de su espíritu.

—Y me compraré cincuenta corbatas y diez pares de zapatos, aunque hubiera sido mejor que la matara esa noche. Sí, debí matarla esa noche.

Y como el paquete de dinero le molestaba se puso a contarlo. Luego se dio cuenta de que no había tomado ni la precaución de cerrar la puerta.

Por allí entraba una cenicienta claridad crepuscular, semejante a las luces del acuario en las que flotan con torpes buzoneos, peces cortos de vista. Erdosain, sentado a la orilla de la cama, apoyó la mejilla en la palma de la mano. Al levantar los párpados, detuvo los ojos en el cromo de un almanaque que lo seducía con su titánica policromía.

Una ciclópea viga de acero doble T, suspendida de una cadena negra entre cielo y tierra. Atrás, un crepúsculo morado, caído en una profundidad de fábricas, entre obeliscos de chimeneas y angulares brazos de guinches. La vida nuevamente gime en Erdosain. A momentos entorna con somnolencia los ojos, se siente tan sensible que, como si se hubiera desdoblado, percibe su cuerpo sentado, recortando la soledad del cuarto, cuyos rincones van oscureciendo grises tonos de agua.

Quiere pensar en la mañana del crimen y no puede. Cuando llegó, lo sorprendió a medias la desaparición de Hipólita. Ahora también Hipólita está alejada de su conciencia. Su percepción le sirve únicamente para comprender que las energías de su cuerpo se agotaron hasta el punto de aplastarlo, con la mejilla tristemente apoyada en una mano, en la funeraria soledad del cuarto. Hasta le parece haber salido fuera de sí mismo, ser el espía invisible que escudriña la angustia de aquel hombre allí derrotado, con los ojos perdidos en una gráfica mancha escarlata, hendida oblicuamente por una viga de acero suspendida entre cielo y tierra.

A momentos un suspiro ensancha su pecho. Vive simultáneamente dos existencias: una, espectral, que se ha detenido a mirar con tristeza a un hombre aplastado por la desgracia, y después otra, la de sí mismo, en la que se siente explorador subterráneo, una especie de buzo que con las manos extendidas va palpando temblorosamente la horrible profundidad en la que se encuentra sumergido.

El tictac del reloj suena muy distante. Erdosain cierra los ojos. Lo van aislando del mundo sucesivas envolturas perpendiculares de silencio, que caen fuera de él, una tras otra, con tenue roce de suspiro. Silencio y soledad. Él permanece allí dentro, petrificado. Sabe que aún no ha muerto, porque la osamenta de su pecho se levanta bajo la presión de la pena. Quiere pensar, ordenar sus ideas, recuperar su “yo”, y ello es imposible. Si se hubiera quedado paralítico no le sería más difícil mover un brazo que poner ahora en movimiento su espíritu. Ni siquiera percibe el latido de su corazón. Cuanto más, en el núcleo de aquella oscuridad que pesa sobre su frente distingue un agujerito abierto hacia los mástiles de un puerto distantísimo. Es única vereda de sol de una ciudad negra y distante, con graneros cilíndricos de cemento armado, vitrinas de cristales gruesos, y, aunque quiere detenerse, no puede. Se desmorona vertiginosamente hacia una supercivilización espantosa: ciudades tremendas en cuyas terrazas cae el polvo de las estrellas, y en cuyos subsuelos triples redes de ferrocarriles subterráneos superpuestos arrastran una humanidad pálida hacia un infinito progreso de mecanismos inútiles.

Erdosain gime y se retuerce las manos. De cada grado que se compone el círculo del horizonte (ahora él es el centro del mundo) le llega una certificación de su pequeñez infinita: molécula, átomo, electrón, y él hacia los trescientos sesenta grados de que se compone cada círculo del horizonte envía su llamado angustioso. ¿Qué alma le contestará? Se toma la frente quemante, y mira en redor. Luego cierra los ojos y en silencio repite su llamado, aguarda un instante esperando respuesta, y luego, desalentado, apoya la mejilla en la almohada. Está absolutamente solo, entre tres mil millones de hombres y en el corazón de una ciudad. Como si de pronto un declive creciente hubiera precipitado su alma hacia un abismo, piensa que no estaría más solo en la blanca llanura del polo. Como fuegos fatuos en la tempestad, tímidas voces con palabras iguales repiten el timbre de queja desde cada centímetro cúbico de su carne atormentada. ¿Qué hacer? ¿Qué debe hacerse?

Se levanta, y asomándose a la puerta del cuarto mira el patio entenebrecido, levanta la cabeza y más arriba, reptando los muros, descubre un paralelogramo de porcelana celeste engastado en el cemento sucio de los muros.

—Ésta es la vida de la gente —se dice—. ¿Qué debe hacerse para terminar con semejante infierno?

Cada pregunta que se hace resuena simultáneamente en sus meninges; cada pensamiento se transforma en un dolor físico, como si la sensibilidad de su espíritu se hubiera contagiado a sus tejidos más profundos.

Erdosain escucha el estrépito de estos dolores repercutir en las falanges de sus dedos, en los muñones de sus brazos, en los nudos de sus músculos, en los tibios recovecos de sus intestinos; en cada oscuridad de su entraña estalla una burbuja de fuego fatuo que temblequea la espectral pregunta:

—¿Qué debe hacerse?

Se aprieta las sienes, se las prensa con los puños; está ubicado en el negro centro del mundo. Es el eje doliente y carnal de un dolor que tiene trescientos sesenta grados, y piensa:

—¿Es mejor acabar?