Los siete locos - Roberto Arlt - E-Book

Los siete locos E-Book

Roberto Arlt

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Beschreibung

Los siete locos es una novela del escritor argentino Roberto Arlt editada en el mes de octubre de 1929. En ella se desarrollan algunos de los problemas planteados por el existencialismo filosófico. Las cuestiones morales, la soledad, la angustia ante el sin sentido de la vida y la desolación de la muerte son temas recurrentes en la arquitectura metafísica de sus protagonistas. Es una obra de lúcida crítica social a la Argentina de los años veinte. Los siete locos culmina con Los lanzallamas, novela que Arlt editaría en 1931.

Roberto Emilio Godofredo Arlt (Buenos Aires; 26 de abril de 1900 - ib.; 26 de julio de 1942), más conocido como Roberto Arlt, fue un novelista, cuentista, dramaturgo, periodista e inventor argentino. Considerado como uno de los escritores argentinos más importantes del siglo xx, en especial por El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929), Los Lanzallamas (1931), El Amor Brujo (1932) en el ámbito novelístico, junto con importantes estelas en el teatro, con obras como T rescientos millones (1932), La isla desierta (1937), y en la prensa argentina, con sus variopintas aguafuertes que se publicaban semanalmente en el diario El Mundo

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Roberto Arlt

Los Siete Locos

The sky is the limit

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Tabla de contenidos

Capítulo primero

La sorpresa

Estados de conciencia

El terror en la calle

Un hombre extraño

El odio

Los sueños del inventor

El Astrólogo

Las opiniones del rufián melancólico

El humillado

Capas de oscuridad

La bofetada

«Ser» a través de un crimen

La propuesta

Arriba del árbol

Capítulo segundo

Incoherencias

Ingenuidad e idiotismo

La casa negra

La circular

Trabajo de la angustia

El secuestro

Capítulo tercero

El látigo

Discurso del Astrólogo

La farsa

El buscador de oro

La coja

En la caverna

Los Espila

Dos almas

La vida interior

Un crimen

Sensación de lo subconsciente

La revelación

El suicida

El guiño

Capítulo primero

La sorpresa

Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.

Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a «lo Humberto I», y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez: Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Sólo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:

—Tenemos la denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado seiscientos pesos.

—Con siete centavos —agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que permanecía impasible.

—¿Por qué anda usted tan mal vestido? —interrogó.

—No gano nada como cobrador.

—¿Y el dinero que nos ha robado?

—Yo no he robado nada. Son mentiras.

—Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?

—Si quieren, hoy mismo a mediodía.

La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:

—No... tiene tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos... Puede irse.

Lo sorprendió tanto esa resolución que permaneció allí tristemente, de pie, mirándolos a los tres. Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata deshilachada: al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados entrecerrados.

Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.

—¿Entonces, puedo irme?

—Sí...

—No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.

—Sí... todo... —y volviéndose, salió sin saludar.

Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.

Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.

Estados de conciencia

Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.

Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre de cárcel.

Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.

Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario —inmensamente extraordinario— que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta.

Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain, «la zona de la angustia».

Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque.

Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo.

Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando sentía las primeras náuseas de la pena.

—¿Qué es lo que hago con mi vida? —decíase entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siempre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.

Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles satisfacciones —ya que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel— le dejaba en las cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes sensibles como después de masticar limón.

En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un «perrero», aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo.

Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:

—¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? —Y como su imaginación conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba: —Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del pórtasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.

Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en los sótanos de una lujosísima mansión. En torno de la mesa movíanse dos mucamas, además del chofer y un árabe vendedor de ligas y perfumes. En dicha circunstancia él gastaría un saco negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero, y corbatita blanca. Súbitamente lo llamaría «el señor», un hombre que era su doble físico, pero que no se afeitaba los bigotes y usaba lentes. El no sabía qué es lo que deseaba de él su patrón, mas nunca olvidaría la mirada singular que éste le dirigió al salir de la estancia. Y volvía a la cocina para conversar de suciedades, con el chofer que, ante el regocijo de las mucamas y el silencio del árabe pederasta, contaba como había pervertido a la hija de una gran señora, cierta criatura de pocos años.

Y volvía a repetirse:

—Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo —y apretaba los dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo.

Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una soltera vieja y devota, llevando con unción un pesado orinal, mas en ese momento le encontraba un sacerdote asiduo de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:

—¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto? —Y él, Ernesto, Ambrosio o José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.

Un temblor de locura le estremecía cuando pensaba en esto.

Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo, ensuciando su alma. Y el terror que experimenta el hombre que en una pesadilla cae al abismo en que no morirá, padecíalo él mientras deliberadamente se iba enlodando.

Porque a instantes su afán era de humillación, como el de los santos que besaban las llagas de los inmundos; no por compasión, sino para ser más indignos de la piedad de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el cielo con pruebas tan repugnantes.

Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y sólo quedaba en su conciencia el «deseo de conocer el sentido de la vida», decíase:

—No, yo no soy un lacayo... de verdad que no lo soy... —y hubiera querido ir a pedirle a su esposa que se compadeciera de él, que tuviera piedad de sus pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de que por ella se había visto obligado a sacrificarse tantas veces, le colmaba de un rencor sordo, y en esas circunstancias hubiera querido matarla.

Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y aquél era un sumado elemento más a los otros factores que componían su angustia.

De allí que cuando defraudó los primeros veinte pesos, se asombró de la facilidad con que se podía hacer «eso», quizá porque antes de robar creyó tener que vencer una serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones de vida no podía conocer. Decíase luego:

—Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada más.

Y «eso» aliviaba la vida, con «eso» tenía dinero que le causaba sensaciones extrañas porque nada le costaba ganarlo. Y lo asombroso para Erdosain no consistía en el robo, sino que no se revelara en su semblante que era un ladrón. Se vio obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues este importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su sueldo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.

Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos, mientras él, malamente alimentado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo interior se amontonaba la felicidad bajo la forma de billetes, cheques, giros y órdenes al portador.

Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba; él escuchaba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:

—¿Qué es lo que puedo hacer yo?

Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que podía defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse falta de iniciativa, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos narrados) sufría necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.

Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de administración que había en la Compañía Azucarera.

El terror en la calle

Sin duda alguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle.

Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las silenciosas avenidas, diciéndose:

—Me verá una doncella, una niña alta, pálida y concentrada, que por capricho maneje su Rolls-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende que yo seré el único amor de toda la vida, y esa mirada que era un ultraje para todos los desdichados, se posará en mí, cubiertos los ojos de lágrimas.

El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras lentamente se deslizaba a la sombra de las altas fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos mosaicos descomponían su sombra en triángulos.

—Será millonada, pero yo le diré: «Señorita, no puedo tocarla. Aunque usted quisiera entregárseme, no la tomaría». Ella me mirará sorprendida; entonces yo le diré: «Y todo es inútil, ¿sabe?, es inútil, porque estoy casado». Pero ella le ofrecerá una fortuna a Elsa para que se divorcie de mí, y luego nos casaremos, y en su yate nos iremos al Brasil.

Y la simplicidad de este sueno se enriquecía con el nombre de Brasil que, áspero y caliente, proyectaba ante él una costa sonrosada y blanca, cortando con aristas y perpendiculares al mar tiernamente azul. Ahora la doncella había perdido su empaque trágico y era —bajo la seda blanca de su vestido sencillo como el de una colegiala— una criatura sonriente, tímida y atrevida a la vez.

Y Erdosain pensaba:

—No tendremos nunca contacto sexual. Para hacer más duradero nuestro amor, refrenaremos el deseo, y tampoco la besaré en la boca, sino en la mano.

Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida, si tal imposible aconteciera, pero era más fácil detener la tierra en su marcha que realizar tal absurdo. Entonces decíase entristecido de un coraje vago:

—Bueno, seré «cafisho». —Y de pronto un horror más terrible que los otros horrores le destornillaba la conciencia. El tenía la sensación de que todas las muescas de su alma sangraban como bajo la mecha de un torno, y paralizado el entendimiento, embotado de angustia, iba a loca ventura en busca de lenocinios. Entonces supo el terror del fraudulento, el terror luminoso que es como el estallido de un gran día de sol en la convexidad de una salitrera.

Se dejó arrastrar por los impulsos que retuercen al hombre que se siente por primera vez a las puertas de la cárcel, impulsos ciegos que conducen a un desdichado a jugarse la vida en un naipe o en una mujer. Quizá buscando en el naipe y en la hembra una consolación brutal y triste, quizá buscando en todo lo más vil y hundido cierta certidumbre de pureza que lo salvará definitivamente.

Y en las calurosas horas de la siesta, bajo el sol amarillo caminó por las aceras de mosaicos calientes en busca de los prostíbulos más inmundos.

Escogía con preferencia aquellos en cuyos zaguanes veía cáscaras de naranja y regueros de ceniza y los vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos por mallas de alambre.

Entraba con la muerte en el alma. En el patio, bajo el recuadrado cielo azul, había generalmente un solo banco pintado de ocre, y sobre él se dejaba caer extenuado, soportando la glacial mirada de la regenta, mientras esperaba la salida de la pupila, una mujer horrorosa de flaca o de gorda.

Y la meretriz le gritaba desde la puerta entreabierta del dormitorio, en cuyo interior se escuchaba el ruido de un hombre que se vestía:

—¿Vamos, querido? —y Erdosain entraba al otro dormitorio, zumbándole los oídos y con una niebla girante en las pupilas.

Luego se recostaba en el lecho barnizado de color de hígado, encima de las mantas sucias por los botines, que protegían la colcha.

Súbitamente sentía deseos de llorar, de preguntarle a esa horrible morcona qué cosa era el amor, el angélico amor que los coros celestiales cantaban al pie del trono de Dios vivo, pero la angustia le taponaba la laringe mientras que de repugnancia el estómago se le cerraba como un puño.

Y en tanto la prostituta dejaba estar la movediza mano encima de sus ropas. Erdosain se decía:

—¿Qué he hecho de mi vida?

Una rayo de sol sesgaba el cristal de la banderola cubierta de telas de araña, y la meretriz, con la mejilla apoyada en la almohada y una pierna cargada sobre la suya, movía lentamente la mano mientras él entristecido se decía:

—¿Qué es lo que he hecho de mi vida?

Súbitamente el remordimiento le entristecía el alma, se acordaba de su esposa que por falta de dinero tenía que lavarse la ropa a pesar de estar enferma, y entonces, asqueado de sí mismo, saltaba del lecho, le entregaba el dinero a la prostituta, y sin haberla usado, huía hacia otro infierno a gastar el dinero que no le pertenecía, a hundirse más en su locura que aullaba a todas horas.

Un hombre extraño

A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.

En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.

Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotargada, en su cara amarilla.

Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas flácidas y el labio inferior casi colgante, le daban la apariencia de un cretino.

Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje color de canela, y, a momentos, inclinando el rostro apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.

Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aun sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:

—¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!

Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:

—Y, ¿te casaste con Hipólita?..

—Sí, pero no te imaginas el bochinche que se armó en casa...

—¿Qué... supieron que era de «la vida»?

—No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabes que Hipólita antes de «hacer la calle» trabajó de sirvienta?...

—¿Y?..

—Poco después que nos casamos fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamiento, se vino abajo.

—¿Y por qué confesó que fue prostituta?

—Un momento de rabia. ¿Pero no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos?

—¿Y cómo te va?

—Muy bien... La farmacia da setenta pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.

Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le preguntó:

—¿Jugás siempre?

—Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta.

—¿Qué es eso?

—Vos no sabes... el gran secreto... una ley de sincronismo estático... Ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.

Y de pronto lanzó la embrollada explicación:

—Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce forzosamente el desequilibrio. Marcas, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentas entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz, disminuís en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la diferencia a la docena o a las docenas que resulten.

Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:

—Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad.

—Y también a los idiotas —arguyó Ergueta clavando en él una mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo—. Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas, he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta...

—¿Y sos feliz con ella?

—...creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco...

Erdosain, impaciente, frunció el ceño, luego:

—¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casas con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia; hablas a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo... claro... la gente tiene que creer que estás loco porque esas cosas no las conoces ni por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría de instalar una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me parece medio absurdo...

—Cinco mil pesos gané en las dos veces...

—Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta, sino el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de la cárcel...

—Eso sí que es verdad —interrumpió Ergueta—. Fíjate que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó cinco mil pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabes lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba.

—¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentiría toda la vida. ¿No es así?

—Sí, en la Biblia está escrito: «Y el padre se levantará contra el hijo contra el padre»...

—¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado... El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenes por delante un camino magnífico. ¿Sabes? Un camino raro...

—Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón...

—Y salvarás de la angustia a mucha gente buena. Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado. ¿Sabes? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte, y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Esa es la gente que hay que salvar... a los angustiados, a los fraudulentos.

El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotargado; luego, calmosamente, agregó:

—Tenes razón... el mundo está lleno de «turros», de infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...

—Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.

—No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy a la mañana.

Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:

—Además, ¿quién no te dice que eso sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?

—De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?

Y Erdosain, tomándolo de un brazo a Ergueta, exclamó:

—Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabes? He robado seiscientos pesos con siete centavos.

El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:

—No te aflijas. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado yo con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño?...

—Pero, decíme, ¿vos no podes prestarme esos seiscientos pesos?

El otro movió lentamente la cabeza:

—Te juro que los debo.

De pronto ocurrió algo inesperado.

El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:

—Rajá, turrito, rajá.

Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.

El odio

Su vida se desangraba. Toda su pena descomprimida extendíase hacia el horizonte entrevistó a través de los cables y de los «trolleys» de los tranvías y súbitamente tuvo la sensación de que caminaba sobre su angustia convertida en una alfombra. Así como los caballos que, desventados por un toro se enredan en sus propias entrañas, cada paso que daba le dejaba sin sangre los pulmones. Respiraba despacio y desesperaba de llegar jamás. ¿A dónde? Ni lo sabía.

En la calle Piedras se sentó en el umbral de una casa desocupada. Estuvo varios minutos, luego echó a caminar rápidamente y el sudor corría por su semblante como en los días de excesiva temperatura.

Así llegó hasta Cerrito y Lavalle.

Al poner una mano en el bolsillo encontró que tenía un puñado de billetes y entonces entró en el bar Japonés. Cocheros y rufianes hacían rueda en torno de las mesas. Un negro con cuello palomita y alpargatas negras se arrancaba los parásitos del sobaco, y tres «polacos» polacos, con gruesos anillos de oro en los dedos, en su jerigonza, trataban de prostíbulos y alcahuetas. En otro rincón varios choferes de taxímetros jugaban a los naipes. El negro que se despiojaba miraba en redor, como solicitando con los ojos que el público ratificara su operación, pero nadie hacía caso de él.

Erdosain, pidió café, apoyó la frente en la mano y se quedó mirando el mármol.

—¿De dónde sacar los seiscientos pesos?

Luego pensó en Gregorio Barsut, el primo de su mujer.

Ya no le preocupaba la actitud de Ergueta. Ante sus ojos se materializaba la taciturna figura del otro, de Gregorio Barsut, con la cabeza rapada, la nariz huesuda de ave de presa, los ojos verdosos y las orejas en punta como las del lobo. Su presencia le hacía temblar las manos dejándole la boca seca. Le volvería a pedir dinero esa noche. Seguramente a las nueve y media estaría en su casa como de costumbre. Y lo reveía. Amontonando una conversación abundante de pretextos vagos para visitarle, torrentes de palabras que lo entontecían a Erdosain, que con la boca sedienta y las manos temblorosas, no se atrevía a echarlo de su casa.

Y Gregorio Barsut debía darse cuenta de la repulsión que Erdosain experimentaba hacia él, porque más de una vez le dijo:

—Parece que mi conversación te desagrada, ¿no? —lo cual no era óbice para que fuera a su casa con frecuencia fastidiosa.

Erdosain se apresuró a negarle, y trató aparentemente de interesarse en la cháchara del otro, que conversaba horas seguidas, sin ton ni son, espiando siempre el rincón sudeste del cuarto. ¿Qué es lo que se proponía con esa actitud? Erdosain a su vez se consolaba de tales momentos desagradables pensando que el otro vivía acosado por la envidia y ciertos sufrimientos atroces que no tenían motivo de ser.

Una noche dijo Gregorio, en presencia de la esposa de Erdosain, que raramente asistía a esas conversaciones, pues se quedaba en otro cuarto cerrando la puerta para no escuchar las voces:

—¡Qué notable sería que me volviera loco y los matara a ustedes a tiros, suicidándome luego!

Sus ojos oblicuos estaban fijos en el rincón sudeste del cuarto, y sonreía mostrando los dientes puntiagudos, como si las palabras que antes había dicho no pasaran de una broma. Pero Elsa, mirándolo muy seria, le dijo:

—Que sea la última vez que hables de esta manera en mi casa. Si no, no volvés a pisar aquí.

Gregorio trató de disculparse. Pero ella salió y en toda la noche no volvió a dejarse ver.

Continuaron los dos hombres charlando, el otro más pálido, la frente estrecha cargada de tumultuosas contracciones, pasándose a momentos la ancha mano por su cepillo de cabello color de bronce.

Erdosain no se explicaba el odio que le había cobrado a Barsut. Le suponía grosero, mas ello se contradecía con ciertos sueños de Gregorio, en los que aparecía en descubierto una naturaleza vaga, extraña, delicada, movida por los más inexplicables sentimientos.

Otras veces su grosería aparente o real, trocábase en repugnante, y frente a Erdosain, que reprimía su indignación desdibujando en los labios un esquince pálido, Barsut amontonaba obscenidades sin nombre, por el solo placer de ultrajar la sensibilidad del otro.

Era un duelo invisible, odioso, sin un fin inmediato, tan irritante que Erdosain después que Barsut salía, se juraba no recibirlo al otro día. Pocas horas antes de anochecer ya Erdosain estaba pensando en él.

Muchas veces el otro llegaba, y antes de sentarse comenzaba a hablar.

—¿Sabes?... he tenido un sueño raro anoche.

Y clavados los ojos en el rincón sudeste del cuarto, sin sonreír, con una expresión casi dolorosa en el semblante sucio, con barba de tres días, Barsut monologaba lentamente, contaba sus terrores de hombre de veintisiete años, la preocupación que le había dejado en el entendimiento el guiño de un pez tuerto, y relacionando el pez tuerto con la mirada fisgona de una anciana alcahueta que quería que se casara con su hija que se dedicaba al espiritismo, derivaba la conversación hacia cada absurdo que de pronto, Erdosain, olvidándose de su rencor, se preguntaba si el otro no estaría loco. Elsa, indiferente a todo, cosía en la habitación medianera, mientras un profundo malestar inmovilizaba a Erdosain.

Percibía éste una vibración de impaciencia, entrechocando sus dedos por los nudillos, y el esfuerzo efectuado para ocultar este temblor, lo fatigaba. Si pronunciaba alguna palabra lo hacía con extraordinaria dificultad, como si tuviera rígidos los labios por un baño de cola.

Apoyando un codo en la mesa y corrigiendo la rodillera de su pantalón, Barsut se quejaba a veces de que nadie le quería, mirando largamente a Erdosain al decir esto. Otras veces se burlaba de sus presentimientos y de un fantasma que decía ver en un rincón del excusado de la pensión donde vivía, fantasma que era una mujer gigantesca con una escoba entre las manos y los brazos delgados y la mirada arpía. En algunas oportunidades admitía que si no estaba enfermo terminaría por estarlo. Erdosain, fingiéndose cuidadoso de su salud, le preguntaba por los síntomas, aconsejándole reposo y cama, y como insistiera sobre esto. Barsut, malévolamente, le replicó una vez:

—¿Te molesta tanto mi presencia?

Otras veces Barsut llegaba siniestramente alegre, con una jovialidad de ebrio taciturno que le ha pegado fuego a un depósito de petróleo, y espatarrándose en el comedor,

palmeteándolo a Erdosain en la espalda, con insistencia molesta, le preguntaba:

—¿Cómo te va? ¿Qué tal? ¿Cómo te va?

A Barsut le centelleaban los ojos, y Erdosain permanecía allí triste, encogido, preguntándose qué era lo que lo apocaba en presencia de ese hombre, que siempre permanecía sentado en la orilla de la silla y espiando obstinadamente el rincón del comedor.

Y evitaban el mirarse a los ojos.

Había entre ellos una situación indefinida, oscura. Una de esas situaciones que dos hombres que se desprecian toleran por razones independientes de sus voluntades.

Erdosain odiaba a Barsut, pero con un rencor gris, tramposo, compuesto de malos ensueños y peores posibilidades. Y lo que hacía más intenso este odio era la falta de motivos.

A veces dábase a trenzar las imágenes de alguna venganza atroz, y con el ceño fruncido compaginaba desastres. Pero al otro día, al llamar Barsut a la puerta de calle. Erdosain se estremecía como una adúltera a la llegada de su esposo, y hasta una vez llegó a encolerizarse con Elsa, porque demoró en abrirle la puerta a Barsut, agregando a modo de comentario destinado a ocultar su cobardía ante ella:

—Va a creer que no queremos recibirlo. Para eso es mejor decirle que no venga más.

Faltaba el motivo concreto, y ese rencor subterráneo su extendía en él como un cáncer. Erdosain encontraba en cada gesto de Barsut razones para encorajinarse y desearle muertes atroces. Y Barsut, como si presintiera los sentimientos del otro, parecía ejecutar ex profeso las groserías más repugnantes. Así, Erdosain no olvidó jamás este hecho:

Fue un anochecer en que habían ido a tomar un vermouth. Acompañando la bebida, el mozo trajo un platito de papas en ensalada, con mostaza. Barsut clavó con tal avidez el escarbadiente en un trozo de papa que volcó la ensalada sobre el mármol ennegrecido por el roce de las manos y la ceniza de los cigarrillos. Erdosain lo observó, irritado. Entonces, Barsut, burlándose, recogió pedazo por pedazo y al llegar al último restregó con éste la mostaza derramada en el mármol, llevándoselo después a la boca con una sonrisa irónica.

—Podrías lamer el mármol —observó Erdosain asqueado.

Barsut le dirigió una mirada extraña, casi provocativa. Luego inclinó la cabeza y su lengua enjugó el mármol.

—¿Estás contento?

Erdosain palideció.

—¿ Te has vuelto loco?

—¿Qué? ¿Te vas a hacer mala sangre?

Y de pronto Barsut, riéndose, amable, disuelta esa especie de frenesí que lo había enfoscado toda la tarde, se levantó diciendo futilezas.

De ese hecho no se olvidó ya más Erdosain: la cabeza rapada, color de bronce, inclinada sobre el mármol y una lengua adherida a la viscosidad de la piedra amarilla.

Y muchas veces imaginaba que Barsut lo recordaba a través de los días con el odio que se le toma a las personas a quienes se han hecho demasiadas confidencias. Pero no se podía dominar, porque apenas llegaba a la casa de Erdosain, volcaba en las orejas de éste cubos de desdichas, aunque sabía que Erdosain se regocijaba con ellas.

Y es que Remo provocaba sus confidencias, y las provocaba con una transitoria pero espontánea compasión, de manera que Barsut sentía desvanecerse su rencor hacia el otro, cuando éste le aconsejaba seriamente. Mas su odio se desenroscaba furiosamente, cuando una rápida y furtiva mirada de Erdosain le revelaba que en éste se desvanecía la piedad y aparecía un maligno goce ante el espectáculo de su vida en parte deshecha, pues aun cuando tenía dinero para vivir mediocremente de renta, sufría el terror de volverse loco como había acontecido con su padre y sus hermanos.

De pronto Erdosain levantó la cabeza. El negro de cuello palomita había terminado de empulgarse y ahora los tres «macrós» se repartían fajos de dinero bajo la ávida mirada de los choferes que, desde la otra mesa, soslayaban con el vértice del ojo. El negro parecía que, bajo la influencia del dinero, iba a estornudar, tan lamentablemente miraba a los rufianes.

Erdosain se puso de pie y pagó. Luego salió diciéndose: —Si Gregorio me falla le pediré al Astrólogo.

Los sueños del inventor

Si alguien le hubiera anticipado a Erdosain, que horas después tramaría el asesinato de Barsut y que asistiría casi impasiblemente a la fuga de su esposa, no lo hubiera creído.

Vagabundeó toda la tarde. Tenía necesidad de estar solo, de olvidarse de las voces humanas y de sentirse tan desligado de lo que lo rodeaba como un forastero en una ciudad en cuya estación perdió el tren.

Anduvo por las solitarias ochavas de las calles Arenales y Talcahuano, por las esquinas de Charcas y Rodríguez Peña, en los cruces de Montevideo y Avenida Quintana, apeteciendo el espectáculo de esas calles magníficas en arquitectura, y negadas para siempre a los desdichados. Sus pies, en las veredas blancas, hacían crujir las hojas caídas de los plátanos, y fijaba la mirada en los óvalos cristales de las grandes ventanas, azogados por la blancura de las cortinas interiores. Aquél era otro mundo dentro de la ciudad canalla que él conocía, otro mundo para el que ahora su corazón latía con palpitaciones lentas y pesadas.