Aguará guazú - Santos Javier Sergueña - E-Book

Aguará guazú E-Book

Santos Javier Sergueña

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Beschreibung

Una historia de vida. Don Juan Jesús Santillán, criollo nacido en Salta. Lucía Saravia, originaria del Chaco y descendiente de tobas y españoles. Una historia más, aunque en un marco de aventura y drama. Una verdadera historia de amor entre ambos, unidos por la necesidad de huir de la pobreza y la esclavitud, luchando contra la desesperanza, la ignorancia, el odio y la indiferencia. Luchando a pesar del temor al poder y sus privilegios. Luchando ante actividades deleznables como lo son el tráfico y la trata de personas. Una historia de vida real, donde el amor, la fe en Dios, la amistad y la familia son los valores fundamentales donde se apuntalan para no claudicar.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Serregueña, Santos Javier

Aguará Guazú / Santos Javier Serregueña. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2024.

214 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-907-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas de la Vida. I. Título.

CDD A860

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2024. Serregueña, Santos Javier

© 2024. Tinta Libre Ediciones

CAPÍTULO PRIMERO

Gurí

El calor de la media tarde era sofocante y en la picada de trabajo parecía más agobiante aún. Los hacheros, dispersos en diferentes puntos del monte, cumplían con sus tareas, más allá del calor y del trabajo bruto. Rudos trabajadores acostumbrados a lidiar con la naturaleza y con el clima de la región. Desde lejos se podían percibir los sonidos característicos de la rutina laboral. Duro, golpe a golpe, así como el quebracho, era dura la vida en la selva.

El hacha dibuja heridas tanto en el árbol como en el hachero. Don Heriberto sabía de esto. Nació y creció entre la selva chaqueña, y seguramente moriría en ella. Conocía la naturaleza del quebracho, de sus fortalezas y sus debilidades. Los nativos que lo hachaban lo llamaron por su dureza quiebra-hachas. El nombre que le daban los indígenas: urunday pita. Terrible conjunción, naturaleza inhóspita y dura tarea.

La única recompensa del hachero montaraz: llegar a viejo y ver crecer a sus hijos. ¿Cuántos de ellos llegarían a ver concretados sus deseos? Muchos morían, producto del trabajo bruto, atacados por alguna alimaña, ponzoñados por alguna serpiente o aplastados por algún árbol. Quién sabe. A nadie le importaba, eran esclavos sin cadenas, azotados por el látigo del hambre y la necesidad, pero nutridos con la vaga esperanza de que tal vez sus retoños tengan otras oportunidades. Heriberto Santillán era uno más entre tantos otros. Don Heriberto divagaba, pensaba y soñaba mientras, metódicamente, con el golpe de hacha, hacía añicos al añejo quebracho.

Además del característico y duro quebracho, son comunes, en esa región deexuberantes bosques, gigantescos ejemplares de cedros, quina, roble, tipa, lapacho, palo blanco, palo amarillo y muchos otros característicos de la zona subtropical norteña, como ricos ejemplares de palo santo, cebil, chañar, guayacán, guayabil, tala, tusca, diversas cactáceas y otras variedades propias del clima cálido y semiseco.

—¡Abajoooo! —advertía una viva voz, y el árbol caía. Uno menos en pie.

Luego a desramar, tarea de los gurises, que de chiquitos se ocupaban de la labor, intentando arrimar algún pesito más a las familias muy numerosas de las que formaban parte. Después pasaba el boyero, que a fuerza animal arrastraba hasta la picada y apilaba los troncos.

—Don Heriberto, el capataz lo manda llamar —le indicó un gurisito, que en pata llegó al trote.

—Ya voy, mijo, gracias, y a ver si un día d’estos me pasa por el rancho y se lleva unas alpargatas que le guardé —decía esto mientras esbozaba una sonrisa. Cosa rara en él, siempre se lo veía serio y con gesto adusto, concentrado en su trabajo diario.

Don Heriberto tenía una debilidad muy especial por todos los niños, pero en particular por esos niños montaraces, voluntariosos, que afrontaban día a día el trabajo en el monte. Niños que no conocían de juegos, carentes de infancia, felices inocentes, ignorantes de la importancia que tenía su labor hacia otros integrantes de la familia. Ellos hacían tanto o más sacrificio que sus mayores. Tenían que esforzarse al máximo para cumplir con sus obligaciones, de las cuales se encargaban a muy temprana edad, como algo natural, y que formaban parte de sus vidas, aceptando esa responsabilidad sin quejas. Por lo general, se trataba de niños muy respetuosos, humildes, vestidos con lo que podían. Muchos de ellos a pie descalzo o a torso desnudo. A primera vista, se podía adivinar su humilde origen, con la piel curtida por el sol y el pelo revuelto. Las manos ajadas y cubiertas de heridas. Pies curtidos, esculpidos por las callosidades que semejan sandalias. Todas las cuadrillas tenían un grupito de ellos, que, organizados por el jefe de grupo, cumplían con la tarea encomendada.

Lentamente, Heriberto se encaminó para la picada, donde el capataz tenía su mando, y desde allí organizaba las cuadrillas de leñadores esparcidos en varios sectores.

—Heriberto, ándate para el rancho, que parece se ha descompuesto tu china, apúrate que a ver si no llegas a darle una mano a tu comadre —le indicó el capataz—. Y si es varón, ya te lo anoto pa desramar —terminó diciendo sonriente el capataz.

A la carrera, sin siquiera escuchar las últimas expresiones del capataz, se dirigió para su rancho, donde María, su mujer, estaba por parir. El corazón le galopaba en el pecho y el pensamiento llegó más rápido al rancho que el paisano.

Ahí ya estaba la comadre, trajinando con una cubeta de agua caliente mientras su ahijada, una muchachita flacucha y voluntariosa, agregaba más leña a la hoguera.

—Apúrate, Heriberto, traime unas lonjas de cuero pa atarla un poco a la María, que viene difícil el gurí, ¡y no te quedes con la boca abierta, hacé algo, abombao! —le espetó la comadre, mientras corría con unos trapos limpios y preparados para el momento.

—¡Lávate las manos!... No sea cosa que me infermes al crío —terminó mandoneando la buena comadre.

Cumpliendo la tarea pedida, el impaciente Heriberto se encaminó para donde estaba su mujer, ya en trabajo de parto, tendida en el camastro, con las piernas abiertas, dando espacio al por llegar.

—María, acá estoy, recién me avisan y me vine corriendo, ya sabía yo que algo pasaba —decía mientras le acariciaba el pelo—. Toda la mañana anduve con ese pensamiento…

—Dejate de pavadas y a ver si me la sostenés un poco —lo interrumpió la comadre, mientras se ubicaba entre las piernas de María, que hacía gestos de dolor y abatimiento.

—Todavía no, mija, no lo intente, que a ver si lo acomodo, viene torcido el crío —decía esto y hábilmente introducía las manos en el canal de parto.

—Duele, comadre —resoplaba María.

—Ya sé, mija, aguante, que ya casi está. A ver, ahora empuje, despacio —le indicaba la comadre—. No tanto... de a poco. A ver, espere... que lo acomodo. —Duele, comadre. ¡Basta! No puedo más. Yago viene a buscarme. —Y con un sollozo descontrolado, María se esforzaba por la tarea.

Mientras, Heriberto intentaba poner control a sus emociones, desesperado por dentro, viendo que el asunto estaba serio. Su pequeña María, su querida, su pobre niña... ¡Cuánto daría por sufrir lo que ella! Quitarle esa responsabilidad de traer sus hijos al mundo, a un mundo bruto y cruel, donde sobrevive el más adaptado. Su pequeña María, que, con sus escasos quince años, había accedido a su pedido de venirse a convivir con él, al medio del monte, lejos de su madre, del rancherío y lejos de su tribu. Sí, porque María era toba o casi, mestiza, de padre criollo o español. Criada por su madre en el rancherío, luego de ser abandonada por su progenitor, que seguro ni sabía de su posterior paternidad. Cosa común en esas épocas, producto de relaciones promiscuas, donde muchos niños desconocían cuál era su verdadero origen; incluso eran abandonados por ambos padres a la buena de Dios, y luego eran recogidos como criados por alguna familia de bien, donde en la mayoría de los casos no eran tomados como hijos, sino que eran criados para el trabajo. Otros con una mejor suerte eran recogidos por la Iglesia.

—Quedate tranquila, gurisa, que ya viene. Empujá fuerte, que ya viene —la tranquilizó la comadre.

Qué baquía la de la anciana comadre. A cuántos bebés había recibido de este lado del mundo. Incontables. Tal vez ni ella misma supiera cuántos. Doña Manuela carecía de estudios médicos... ¡Si apenas sabía escribir! Pero “aprendió el oficio” de otras que la precedieron, participando de esa primitiva ceremonia entre la vida y la muerte. En esas épocas y por estos lares, eran estas mujeres, pues había varias, lo más parecido a un médico. Atendían desde un parto hasta feas dolencias o heridas, pasando por la cura del empacho o el mal de ojo. Utilizaban ese saber que la naturaleza les ofrecía, con cientos de pócimas hechas con hierbas o simplemente con palabras, precedidas de un rezo.

Por fin, luego de un esfuerzo sobrehumano, María dio a luz y el llanto del crío acalló el canto de los pájaros, que parecían haber enmudecido en señal de bienvenida. El nuevo ser le ponía un gesto tierno a doña Manuela. Ella lo higienizaba como si fuera suyo y lo encomendaba a nuestro Dios, en nombre del cual hacía todas las cosas de su activa vida. Por fin se lo entregó a su madre. Apoyado en su seno, ahora ambos descansaban.

Varón, tez blanca como su padre y la belleza de su madre. Regocijase Heriberto al saber que era un niño sano y que María, pese al esfuerzo, se encontraba bien. Agradecido al Dios de los cielos por tal bendición, se dijo para sí mismo que ahora debía dar un buen nombre al recién llegado, el primogénito. Debía discutirlo con María, aunque ya tenía bien decidido como lo bautizaría: Juan Jesús Santillán... Y así fue.

Don Heriberto, de origen cristiano (por su creencia), criollo, mestizo, de padre español, quién sabe. Nunca conoció a su padre; se decía que don Heriberto era un concebido fuera del matrimonio, que su progenitor era un terrateniente español y que su madre, criada de una estancia del norte de Córdoba, apareció un buen día por los pagos de Resistencia, ya en estado grávido, corrida por la necesidad. Ana se llamaba, quién había muerto al dar a luz a Heriberto, huérfano, recogido providencialmente por la buena voluntad del cura párroco del poblado. Quien en realidad fue su padre y su madre a la vez crio y educó a don Heriberto bajo los preceptos de la Iglesia y de las buenas costumbres. Eso sí, pobreza siempre le sobró. Humildad y generosidad fueron su mejor fortuna. Don Heriberto aprendió el oficio de hachero; desde los siete años se dedicó a la tarea, primero como gurí para el desrame, luego para el desmonte como un hachero más, para pasar, con el transcurso del tiempo, a ser jefe de una de las cuadrillas.

Nunca supo su apellido original, ni siquiera el de su madre. Santillán lo bautizó el padre Agustín, dando su propio apellido y transformándolo prácticamente en hijo propio, uno más de entre tantos que bondadosamente crio el curita.

Heriberto siempre se destacó de entre los demás niños que se criaron junto a él, primeramente, por el color de su tez, detalle al cual Heriberto nunca dio importancia. Buen estudiante, de fácil aprendizaje, adornado con una voluntad encomiable hacia las tareas y labores impuestas por el curita. Era el orgullo del sacerdote. Así se crio, con los preceptos de la Iglesia y una firme creencia en el Dios de la cruz.

Aquel sacerdote era el ejemplo vivo de la misericordia y la bondad brindada hacia el prójimo y en especial a los niños, producto de la fe y de sus firmes creencias religiosas. Existieron y aún existen este tipo de religiosos, capaces de afrontar con nobleza las miserias y necesidades de las fronteras, llevando las banderas de Jesús, aportando fe y esperanza hacia los pueblos que realmente las necesitan. Mártires reales que colaboran y están donde deben estar, junto al pueblo más humilde, inocentes ignorantes que están expuestos a los peores flagelos: hambre (el peor de ellos), esclavitud, marginación social, entre otros.

A partir de los doce años, Heriberto tuvo que abandonar el pequeño convento donde se crio, para dar lugar a otros pequeños que sufrían la misma suerte que él había sufrido. Pasó a formar parte permanentemente de los campamentos de hacheros, al igual que aquellos que no tenían un techo propio y vivían en barracas cercanas al poblado. Estas barracas pertenecían a diferentes empresas que explotaban las riquezas forestales de la región y que se dedicaban a la producción de taninos provenientes del quebracho y a la industria maderera.

Heriberto siempre mantuvo el contacto con el sacerdote, quién había sido su padre y consideraba que estar presente era devolver un poco de lo mucho que había recibido, y así lo hacía, ayudando en sus ratos libres en la huerta parroquial, construyendo cercos en la granja, manteniendo las instalaciones de la Iglesia o simplemente participando de las ceremonias religiosas que domingo a domingo se sucedían.

Ya contaba con veinte años de edad y mucha experiencia en el trabajo de leñador. Había llegado a conocer la selva, sus secretos, sus mitos y leyendas. Para esas épocas, la industria taninera se encontraba en su punto máximo de desarrollo, con varios lugares de extracción de quebracho y muchos obreros que realizaban estas tareas en varias zonas del territorio nacional del Chaco. Eran varias las empresas que se dedicaban a esto, las había de origen inglés, italianos, alemanes, entre otras. Fue alrededor de 1850 cuando se descubrieron las propiedades curtientes del quebracho colorado. El tronco, en su duramen, posee tanino, sustancia orgánica de origen vegetal capaz de transformar la piel animal en cuero.

Debido al auge de esta industria, se formaron numerosas cuadrillas con diferentes destinos integradas cada vez por más gente. Una de ellas se formó para afrontar un nuevo sector, bastante alejado del poblado de Resistencia, partida a la cual Heriberto se sumó como voluntario para talar. El destino era la región hoy conocida como Sáenz Peña, zona de monte cerrado, y quedaba distante a casi una legua de un asentamiento inicial, que en ese momento se lo conocía como el pueblo fundado en el kilómetro l73 o el pueblo cercano a la picada Sáenz Peña.

Esta región del Chaco había sido ocupada, desde varios siglos atrás, por diversos grupos aborígenes, entres quienes se pueden citar: tobas, pilagás, mocovíes, matacos, chorrotes, chulupíes y chiriguanos-chanés. La mayoría de estas comunidades eran recolectoras y cazadoras, muy pocas cultivaron la tierra como forma de obtener alimentos. De uno de estos orígenes era tal asentamiento, toba o guaycurú, en su mayoría. El vocablo toba significa “frente”, por alusión a la costumbreancestralde los grupos guaycurú de depilarse la parte frontal de la cabellera. La denominación española de “frentones” es la traducción de esta palabra.

Por una de esas casualidades del destino, el campamento de los hacheros se instaló cerca de un asentamiento toba, un rancherío o toldería sin nombre, casi perdido en el monte y que en la actualidad desapareció o tal vez solo terminó siendo un pequeño poblado. Pero esto no se sabe. Entre quienes habitaban ese lugar, se encontraban aborígenes puros, mestizos, aventureros y hasta algún perseguido por la justicia, conformando una singular mezcla de culturas y costumbres. Amuchadas, que en realidad carecían de objetivos claros y definidos que caracterizan a una comunidad. Lo cierto es que los habitantes de este lugar asiduamente comerciaban con los pobladores de Sáenz Peña: pieles, frutos, pescados y otras mercancías, y a modo de trueque las utilizaban para obtener sal, azúcar, bebidas u otros vicios. Rara vez obtenían algo de dinero.

En una de esas idas al rancherío de Sáenz Peña, en búsqueda de algunos vicios a la única pulpería que existía, Heriberto quedó alelado ante la presencia de una moza toba, que tironeaba de un muchachito rezongón y lloroso. El niño pretendía unos caramelos, el pulpero se hacía el distraído, ya que no había dinero. Poca generosidad, poca bondad, pensó Heriberto, y haciendo gala de su generosidad, le obsequió al niño un puñado de caramelos que desbordaron los bolsillos del asombrado pequeñín. Pero Heriberto, absorto y perdido en los ojos de María, ya ni notaba la existencia del niño.

Era la primera vez que incursionaba en un terreno semejante, nunca antes había prestado mucha atención al sexo opuesto. Nunca había mirado a una mujer, aunque niña aún, de la manera que lo estaba haciendo. Jamás había sufrido consternación semejante... María era realmente bella y Heriberto no le fue indiferente. La cuestión fue mutua.

Para obtener los favores de María, tuvo que esperar casi un año, dedicándole no poco tiempo y muchos de sus salarios. Fue difícil convencer a María y a su madre de casarse por Iglesia, y mucho más aún, cuando se terminó el trabajo en Sáenz Peña, de llevársela a vivir a Resistencia. Pero ese esfuerzo valió la pena y la insistencia del enamorado. Buscó más bien en la zona de monte cercana a la población, donde en pocos meses Heriberto llegó a emplazar un humilde rancho, hecho de troncos y materiales del lugar. Inicialmente contaba con solo una habitación, en donde instalaron el hogar o cocina, hecha a base de barro y piedra. El resto del rancho se realizó de esta manera: con placas hechas de barro y pasto seco bien amasadas para darles firmeza y a modo de ladrillos grandes, los cuales luego se dejaban secar a la intemperie. Con unos días de dejar secar, se procedía a unir esas piezas entre sí por medio de barro fresco a modo de cemento. Luego de armada la estructura, bastante baja, por cierto, se procedía a revocar, también con barro, conformando así lo que se denomina un rancho de adobe. Lo importante y diferente de esta estructura lo constituían los cimientos y el hogar donde se cocinaba, los cuales se realizaban de piedra. El techado, una vez armadas las cabriadas de postes, se confeccionaba de pasto seco entrelazado en varias capas y atadas firmemente, lo que evitaba su voladura y el ingreso de agua durante la época de grandes lluvias. El rancho se emplazaba en un sector elevado, teniendo en cuenta que en épocas de lluvias, si se encontraba en una zona baja, este se inundaba. El piso se apisonaba a fuerza de pisón inicialmente, y a medida que transcurría el tiempo, se iba afirmando con la “pisoteada” de los habitantes, resultando casi un piso impermeable. Inclusive hasta se podía barrer, cosa que María realizaba minuciosamente todos los días.

Al principio no fue fácil, pero con el transcurso de los días y los meses, la pareja se adaptó al lugar y a la convivencia. Luego sobrevino la primera alegría: el embarazo de María, que dio lugar al nacimiento de Juan Jesús.

CAPÍTULO SEGUNDO

La muerte

Muchos años habían transcurrido desde esos sucesos y ya Juan Jesús Santillán contaba con casi diecinueve. Niñoaún, debido a su edad cronológica, pero hombre ya, producto del trabajo duro en el monte. Fue trajinando desde los ocho junto a su padre, de sol a sol, día tras día; ayudando en lo que podía, desramando, acercando agua fresca a los hacheros o simplemente en el rancho, donde trabajo había de sobra.

Entre los seis y los diez años, Juan Jesús había asistido a una pequeña escuela. Día de por medio y a lomo de burro, recorría los escasos cinco kilómetros que separaban el rancho del poblado. Allí aprendió, entre otros niños, a leer y escribir.

Era una escuelita de “frontera”, con pocos partícipes y un solo maestro: el ex soldado conscripto Edmundo Podestá, que perteneció al destacamento estable del ejército y se estableció en el poblado para cubrir esa faltante de maestro, y quien pacientemente dictaba clases rudimentarias y básicas. Clases de difícil organización, pues la asistencia de los niños no era asidua. Durante una jornada venían unos, a la siguiente otros, y el pobre de Edmundo debía hacer y rehacer clases ya dadas.

Mas el aprendizaje importante para Juan lo recibió del padre Agustín. Juan poseía una facilidad poco común para aprender, inclusive el sacerdote se animó a enseñarle algo de latín, filosofía y hasta contabilidad. Ni hablar de religión. Lástima no contar con más tiempo; solamente los sábados podía ir al convento donde el buen y ya viejo párroco lo recibía gustosamente. Por último, y a partir de los diez años, terminó con las clases en la escuelita, no así con el padre Agustín, a quien visitó todos los sábados sin falta, hasta que cumplió quince. A partir de ahí, la dedicación fue exclusiva al oficio de hachero.

Esa vida de esfuerzos fue configurando en Juan una contextura física admirable, aunque más allá de su robustez, era de estatura mediana, clara herencia demadre. La claridad de su piel prácticamente no se apreciaba, producto de su exposición al sol y a las inclemencias del tiempo.

Además del castellano bien hablado, dominaba con claridad el guaraní, dialecto común de su madre y de toda la región. Se podría decir de Juan que era un ser sociable, siempre presto al buen diálogo y nunca de mal humor. Poseedor de un carácter humilde muy similar al de su padre, aunque esto no significaba que fuera sumiso. En realidad, más allá de su aparente mansedumbre, era, cuando las circunstancias lo ameritaban, bravo y valiente. Laborioso, voluntarioso, de buenos modos y con un cariño muy especial hacia su familia, particularmente hacia su padre, a quien admiraba y respetaba profundamente.

Por derecho adquirido y cesión por parte del Estado, la familia se encontraba afincada definitivamente en el rancho cercano a Resistencia. Poseían las tierras cedidas una extensión considerable, de aproximadamente unas cinco hectáreas. Durante mucho tiempo y no sin gran esfuerzo, Heriberto, con la ayuda de María y su hijo, desmontaron casi la totalidad del terreno, haciéndolo apto para la agricultura y la cría de animales de granja. Allí se podía apreciar la plantación de legumbres, mandioca, zapallos y un sector de algodón, más allá de que el cultivo de este último aún no representaba la importancia que en años posteriores tendría. En esas épocas, era muy difícil ubicar la producción de algodón. También se podían observar algunos cerdos, chivos y aves de corral. Un burro y un buey como animales de carga o tiro. Por supuesto que esta producción solamente alcanzaba como ayuda para la familia, utilizada para la alimentación del grupo familiar en su mayoría. Lo sobrante se comercializaba o trocaba por otras mercaderías.

Una compra importante había realizado Heriberto por esas épocas: dos caballos criollos, un gateado perteneciente a Heriberto y una yegüita baya que era de Juan, todo un lujo para sus dueños. A todo esto, Heriberto y Juan Jesús seguían trabajando como hacheros.

Buenos años fueron estos, donde la familia aumentó y, junto con ella, lógicamente, las necesidades. Vida de gente humilde y pobre en riquezas materiales, resignados al trabajo honesto, que solamente cubría las necesidades mínimas.

Dos hermanos más tenía Juan: una niña, llamada María Magdalena, de seis años, y un pequeñín de tan solo un año, llamado Abel. Este último era el más mimado y quien recibía gran parte de la atención de parte de sus padres y hermanos. Tarea diaria posterior al trabajo, para Heriberto y Juan, era llegar al rancho a malcriar al más pequeño. Iluminado el hogar por el afecto, juegos, risas y alegría generalizada se producían en ese momento del día, ya tarde, pero siempre dispuestos a participar, olvidando cansancios y penurias del día.

Promediaba la semana cercana a la Navidad, un martes, como cualquier otro día, al terminar la jornada, padre e hijo se encaminaban para el rancho, conversando animadamente.

—¿Cómo estuvo su jornada, mijo?

—Bien, padre... Mucho trabajo, pero nada más. Por suerte en mi grupo hay buena gente. Gracias a Dios es buena la relación entre todos, lo que hace, al menos, llevadera la jornada.

—Mejor así... Usted sabe que si encima del trabajo bruto hay que aguantar a algún problemático...

—No, por suerte todos tiramos parejo.

—Ya le he dicho, el día que quiera o cuando no se encuentre a gusto, puede venirse a mi cuadrilla.

—Gracias, padre. Don José me trata como a cualquier otro. Por ahora estoy bien, y el trabajo es igual en todas las cuadrillas.

—Sí, seguro... Pero, más allá de eso, y disculpe que le insista con el tema, yo creo, mijo, que en algún momento usted debería buscar otros rumbos... Tal vez tenga otras suertes que la mía, digamos que este es buen trabajo, pero yo quisiera otra cosa para su futuro.

—Pero, padre, usted sabe que yo quiero estar cerca de la familia, tanto cerca suyo como de mi madre. Además, yo ayudo y eso todavía hace falta...

—Ya sé, pero por eso no debe preocuparse. Siempre he afrontado mis obligaciones para con la familia y de alguna manera me las voy a arreglar. Su trabajo y su aporte son importantes y gracias a eso hemos progresado un poco... Aunque nunca se lo he dicho, mijo, siempre le estaré agradecido, pero creo que es tiempo de que busque su propio destino.

—Bueno, papá, si usted cree que debo irme...

—No, mijo, no me malinterprete, qué más quisiera yo que tenerlo al lado mío. Para serle sincero, yo lo considero, además de hijo, un buen amigo y compañero. Simplemente quisiera algo mejor para usted; algo diferente, pero bueno... nada más piénselo y por supuesto quédese si es lo que quiere. El que se quede también sería bueno, sobre todo porque quisiera verlo acollarado a alguna moza y… ¿por qué no conocer algún nieto? —decía esto y sonreía para sus adentros, sabiendo que su niño, hombre ya, había pispeado alguna que otra muchacha del poblado.

—¡Ja!, va tener que esperar sentado, papá... de esos planes no tengo aún.

—No hay problema, yo espero, pero el que no debe dormirse es usted, no sea cosa que las palomas se le vuelen todas —añadió Heriberto soltando una sonora carcajada.

—Bueno, se volarán las que deban, y si hay alguna interesada me tendrá que esperar un poco —se apresuró a retrucar Juan, haciendo un gesto de suficiencia y de desdén.

—No hay problema, mijo, es solo un chiste. Usted sabe que en esas cosas no me meto. Lo que usted decida estará bien.

—Está bien, pero... cambiando de tema, papá, ¿puedo preguntarle qué sucedió hoy en la picada? —La pregunta lo tomó por sorpresa a Heriberto.

—¿Por qué la pregunta?

—Me comentaron que sucedió algo entre usted y otro hachero, una discusión con un tal Cerna.

—Nada de importancia, mijo, cosas del momento, nada grave... Usted sabe que mi trabajo como jefe de cuadrilla consiste en eso de andar lidiando con la gente... Pero bueno, son cuestiones que se solucionan—. Luego de esto no hubo otra explicación en referencia al tema.

Ya se avizoraba la luz del candil del rancho, que les marcaba el rumbo en la creciente oscuridad. Miles de gorjeos sonaban en el monte, miles de pájaros que despedían el día bulliciosamente.Chalchaleros (zorzales), horneros, gorriones, cardenales, pájaros carpintero, celestinos, que, entre otras variedades de aves, parodiaban una singular orquesta en esa maravillosa naturaleza del monte chaqueño.

En el umbral del rancho, con Abel en brazos, María esperaba a sus hombres llegar. Al verlos, el niño se deshizo de los brazos de su madre y con bulliciosa alegría fue corriendo al encuentro de su padre.

—¡Hola! ¿Cómo anda mi paisanito?... Espero que no le haya hecho renegar a su madre hoy... ¡Muy mañero se me ha puesto, mocito!... —diciendo esto, Heriberto lo alzó del suelo para, cariñosamente, besuquearle las mejillas—. ¿Y mi doña, cómo está? Seguro que agotada por su trajín en el rancho.

—No mucho, Heriberto... Pero seguro que ustedes sí están cansados y con hambre. Vamos que la cena ya está esperando —indicó María, invitando a los recién llegados a compartir la comida más importante del día.

Luego de la cena, que consistió en carne de chivo asada, verduras de la huerta familiar y pan de mandioca, la familia se retiró a descansar. Nada ni nadie perturbó el merecido descanso de los moradores del rancho. Pero nada tampoco hacía presagiar las desgracias que se avecinaban, y nadie jamás se hubiese imaginado los hechos que truncarían definitivamente la paz y feliz rutina de la familia.

Ya entrada la noche, la oscuridad era total. Noche sin luna, calurosa, cargada de sonidos característicos del lugar. En tinieblas así no era nada fácil encontrar el sendero que llegaba hasta el rancho. Solamente un conocedor o baqueano podía individualizar los diferentes senderos montaraces que se internaban en diferentes direcciones en el monte. Ningún forastero desconocedor de la zona sería capaz de introducirse en esa cerrada maraña vegetal que constituía el monte chaqueño, y mucho menos a altas horas; solamente algún despistado o inconsciente haría semejante cosa, era exponerse a muchos peligros reales, como extraviarse o peor aún, coincidir en el camino de algún animal peligroso como el yaguareté o el puma; animales que rara vez atacaban a algún ser humano y que, en muchos casos, esos ataques se daban por coincidencia o casualidad. Aunque, en algún momento, solían aparecer casos de animales cebados o raramente atraídos por presas humanas. Cosa poco común y que generalmente movilizaba a un grupo de cacería que se dedicaba a perseguir y matar al animal.

Esta manera de cazar animales, utilizada por los nativos del lugar, es posiblemente uno de los orígenes de la palabra chaco, una voz quichua cuyo sentido indica “caza de animales con cerco de gente”, aunque también es una voz guaraní que significa “desierto”.

Aquellos peligros, sin embargo, no constituían los principales temores de los pobladores, los miedos fundamentales estaban relacionados con supersticiones y supercherías de la época, que hasta el día de hoy son parte del acervo popular. Muchas de estas son creencias propias de los aborígenes de la región y que, ante la mezcla de razas y el paso del tiempo, han variado según la zona y según quién las cuente.Una de estas creencias describe la existencia de un lugar, en lo profundo del monte, llamado la Salamanca, antro secreto, conocido solo por los iniciados en las artes de la brujería, donde en las noches de los sábados se reúnen hechiceros, adivinos y brujos en compañía de animales colaboradores y espíritus convocados con la finalidad de divertirse y planear actividades. Quienes afirman haber estado allí lo describen como un recinto iluminado con lámparas de aceite humano y donde reina gran alboroto por los gritos y carcajadas de los concurrentes. Lugar donde, según las creencias, el Malo habita, y al que asisten aquellos que reniegan de Dios y entregan su alma a cambio de favores mundanos, como riquezas o amores imposibles. O la existencia del Payak, especie de genio coordinador de los espíritus del mal. Para los tobas y pilagás, tribus de la región, no existe la muerte natural, y todos los decesos (a excepción de los que tienen lugar en luchas guerreras) son obra de los Payak.

Otra creencia reside en la existencia del hombre lobo o lobizón, creencia de origen europeo, adoptado y adaptado en la región, donde el hombre aquejado por el mal, durante los períodos de luna llena, se transforma en lobizón y ocupa sus noches para cazar, principalmente presas como animales de corral y seres humanos. El aguará guazú, habitante de montes y sabanas del nordeste argentino, está vinculado, quizá como pocos miembros de nuestra fauna, con míticas creencias populares que le atribuyen la particularidad de encarnar al demonio o ser lobizones en las noches de luna llena. Por eso, el aguará guazú, especie de zorro gigante propio de la selva del Gran Chaco, fue uno de los animales más perseguidos durante esas épocas, casi exterminado por causas de la superstición popular. También esta designación era utilizada para aquellos perseguidos por la justicia, sospechados de haber dado muerte a alguien o confesos asesinos, que, tratando de huir, se internaban en los montes de la zona. En la mayoría de los casos desaparecían, quien sabe con qué destino final.

Eso sí, a cualquiera que escuche el aullido nocturno de un aguará guazú, seguramente se le helará la sangre, y si es del lugar, procederá a apurar el tranco e inconscientemente a persignarse.

Como todas las madrugadas, Heriberto era el primero en levantarse, y con un pequeño silbido, despertaba a Juan Jesús, quien, rápidamente, se incorporaba en su camastro, dispuesto a comenzar la jornada. Luego de asearse, procedían a desayunar algún que otro fruto del bosque, sumado a carne fría de la noche anterior. Armaban sus petates del día, consistentes en el almuerzo y meriendas. Tomaban sus herramientas de trabajo: machete corto a la cintura y hacha en mano, para encaminarse hacia la espesura del monte, siguiendo los senderos desandados el día anterior.

Durante este momento del día, por lo general, no se pronunciaba palabra, padre e hijo, por una cuestión rutinaria y automática, se dirigían al trabajo, imbuidos en sus propios pensamientos. Llegados al campamento, cada uno por su lado, Heriberto organizaba su cuadrilla y Juan, integrante de otra partida, se dirigía a un sector diferente de labor.

—Buen día, don José —saludó Juan a su jefe de cuadrilla.

—Buen día, muchacho. ¿Cómo anda hoy?

—Bien. Algo dormido todavía. Pero seguro que el hacha me va a sacar la modorra.

—Esperemos que sí… Hoy parece que va a ser un día pesado, pero bueno, no queda otra que agachar las orejas y cumplir.

—No hay problema. Costumbre ya la de trabajar —respondió por último Juan, mientras se encaminaban hacia el sector del monte donde tenían que cumplir con la tala.

Realmente esa mañana era agobiante; a medida que pasaban las horas, la temperatura iba aumentando, y sobre el mediodía, era insoportable. A mitad de mañana, tuvieron un único descanso, con algunos mates. Solo algunos momentos, como para recuperarse algo del cansancio físico.

Varias veces, el gurisito encargado de alcanzarles agua fresca les acercó a los hacheros el preciado refresco. Varias veces tuvo que correr hasta la chata para llenar las cantimploras, que rápidamente eran consumidas por los trabajadores.

Sobre la hora del almuerzo, las cuadrillas se agrupaban y se unían para comer. Allí se socializaba, contando unos a otros la jornada, o simplemente conversando algún que otro tema del momento.