Aguas robadas - Jorge Ortiz Salcines - E-Book

Aguas robadas E-Book

Jorge Ortiz Salcines

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Beschreibung

El histórico saqueo del agua de dos ríos interprovinciales devastó los suelos y toda la biodiversidad del oeste de la provincia de La Pampa. Pese a viejos reclamos, en la práctica estos continúan sin solución. En medio de la destrucción ambiental causada, surge Manuel, un joven agrónomo con un empeño ferviente por la ecología. Decidido a cambiar el destino de la región, Manuel se embarca en la audaz empresa de construir una granja ecológica que pueda desafiar antiguas prácticas no sustentables de producción. Sin embargo, su visión se ve amenazada cuando descubre un asombroso secreto natural, una manifestación oculta que podría cambiarlo todo. Al defender su proyecto, Manuel se ve arrastrado a un torbellino de intrigas y conflictos, enfrentándose a fuerzas poderosas que buscan controlar el recurso vital: el agua. En esta lucha encarnizada entre intereses económicos y políticos, también descubre la existencia de otras maneras perjudiciales para apropiarse de ella. La familia de Manuel se ve atrapada en una red de ilegitimidades, desafiando no solo la degradación ambiental, sino también la integridad moral. ¿Podrá defender sus ideales frente a la corrupción que desafía sus más profundos valores?

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Fotografías: Ana María Zorzi. 1.Puente Vinchuqueros, Rio Atuel, limite de provincia de La Pampa y Mendoza. 2.Rio Atuel, Puente viejo, Algarrobo del águila, La Pampa. Email: [email protected]

Corrección: Cecilia Bofarull.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Ortiz, Jorge Anibal

Aguas robadas / Jorge Anibal Ortiz. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2024.

276 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-839-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Ambientalismo. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2024. Ortiz, Jorge Anibal

© 2024. Tinta Libre Ediciones

A Silvia, por lo que es.

A Mateo y a Nico.

Aguas robadas

PRIMERA PARTE

La naciente

Impactos y desencuentros

El teléfono no dejaba de sonar. Fastidiado, lo silenció. No le gustaba hablar cuando manejaba. Era imprudente hacerlo. Sobre todo, en aquellos momentos en los que procuraba acostumbrarse a conducir su nueva camioneta de doble cabina, entregada por la concesionaria de Pehuén hacía solamente cinco días.

El antiguo camino hasta la ciudad, recientemente asfaltado, mantenía el viejo diseño de curvas cerradas y pocas pendientes. Seguía la demarcación de los límites de los campos, de aquellas épocas cuando los vehículos eran mucho más lentos que en la actualidad. Esto lo volvía peligroso de transitar para quienes no lo conocían e iban a velocidad excesiva.

Walter pensaba en ello, mientras veía de reojo en el asiento vacío del acompañante la luz de llamadas del teléfono móvil que se encendía a intervalos. «Tendré que conectarlo a la camioneta, así podré usar el manos libres», se dijo. La idea le parecía práctica y más segura, pero no se decidía a llevarla a cabo.

Tenía 45 años y pocas inquietudes respecto al manejo de la tecnología. Nunca las manifestó, en realidad. Sus preferencias e intereses giraban siempre alrededor del derecho y las ciencias sociales, más específicamente, en torno a las ciencias políticas. De allí, sus estudios académicos realizados en la Universidad Nacional de La Pampa. Estaba pendiente la entrega de su tesis para lograr un Magíster en Medioambiente (Dimensiones humanas y socioeconómicas), en la Universidad Complutense de Madrid.

Cada vez era más fuerte en él la voluntad de encarar la elaboración de una política estatal, hasta el momento inexistente, referida a la problemática ambiental. Variadas tareas de legislador le restaban toda disponibilidad de tiempo para concretarla. Por ello, cuando viajaba solo, manejando un vehículo y escuchando música clásica, disfrutaba siempre de esos trayectos que, aunque no muy largos, lo distraían de las tensiones y obligaciones diarias de la Legislatura. Para eso, sí aprendió con rapidez a manipular las cuestiones del sonido del vehículo.

La luz del teléfono seguía titilando, llamados a los que insistía en no atender.

—Llamarán luego o dejarán mensajes, ¡qué joder! —masculló en voz baja.

Entró en la primera de las curvas «de las arenas», llamadas así porque estaban trazadas en el medio de unos bancos de arena, especie de médanos que el viento del oeste, cuando soplaba muy fuerte, solía barrer en remolinos y depositar, en parte, sobre el asfalto. Giró y resolvió la primera de ellas, redujo la velocidad prudentemente, como buen conocedor del sector. Al entrar en la siguiente curva, muy cerrada y continua a la anterior, advirtió un camión que hacía lo propio en sentido contrario. También alcanzó a ver que el remolque que acarreaba se deslizaba, derrapando de costado sin control. Patinaba sobre la arena para cruzarse, inevitablemente hacia el carril por donde él transitaba. Fue lo último que pudo registrar. El fortísimo impacto incrustó el motor y parte de la cabina de la camioneta debajo del chasis del acoplado.

Manuel conocía a Walter desde la escuela primaria, donde eran compañeros, aunque cursaban distintos grados. El Colorado, como le decían a Walter por ser pelirrojo, era conocido por participar de todas las revueltas y disputas que surgían entre los chicos; también como el artífice de los acuerdos necesarios para luego pacificar las cosas. Esto lo hacía muy popular y querido por todos.

Manuel conducía su automóvil en la ciudad rumbo al trabajo. Pensaba que su amigo no había cambiado mucho. Actualmente, era un activo dirigente político de la región, recién electo legislador por el departamento Santa Clara, que incluía a Lerma, el pueblo natal de ambos, de donde nunca se fueron.

A pesar del tiempo trascurrido, cultivaron siempre una gran amistad. Walter representaba una rara especie entre los políticos actuales: honesto, con ideas claras y creativas, sobre todo, las vinculadas a la gestión sustentable del medioambiente. «El fundador del ambientalismo pampeano», le decían algunos. Ese día, Manuel iba a visitarlo a la legislatura, dispuesto a conversar con él sobre su nuevo proyecto. Confiaba en que podría diseñarlo mejor, después de conocer su opinión.

De pronto, varios automóviles atascados en la ruta, más las luces azules de un patrullero policial que detenía el tráfico lo sorprendieron y reclamaron su atención. Sin dudas, todo indicaba un probable accidente de tránsito. Se detuvo en la banquina tras encender las balizas del coche, descendió y se interesó por lo que había ocurrido.

—El acoplado de un camión, aparentemente sin frenos, se desplazó del carril y chocó de frente una camioneta —le contó un camionero.

—¿Hubo lesionados? —preguntó Manuel a uno de los forzados curiosos.

—Solo un hombre, no se sabe su estado, están a la espera de la ambulancia —respondió otro.

—Parece que es alguien importante, porque tiene una placa patente con una credencial oficial —escuchó a alguien decir por ahí.

Curioso y presa de una indefinible inquietud, se acercó y preguntó sobre ello al oficial a cargo, a quien reconoció de un trámite realizado en la Oficina de Policía del pueblo.

—Sí, el accidentado es el diputado Walter Prince, y me parece que su estado es grave —respondió lacónicamente el funcionario.

A Manuel lo conmocionó la noticia. Se angustió. Justamente su amigo, el Colorado, con quien hoy iba a conversar… «¡No, no puede ser!», sintió con dolor e impresionado. Se mezclaba en su cabeza todo lo que hacía unos momentos venía pensando, al tiempo que escuchó la sirena de ambulancia que llegaba, abriéndose paso entre los vehículos detenidos.

Manuel se aproximó hasta donde le permitieron hacerlo. Observaba, atónito, la cabellera roja e inconfundible de Walter, inconsciente y atrapado aún en la cabina informe de la camioneta. Trabajaban policías y bomberos para liberarlo. Se integraron con ellos dos paramédicos y una doctora, recién llegados en la ambulancia, quienes se aprestaron a hacer lo suyo.

Casi inmovilizado por la impresión, Manuel solo atinaba a escuchar y a observar. Después de mucho trabajo, lograron sacar el cuerpo e instalarlo en una camilla, donde la joven médica renovó febrilmente los exámenes básicos y los auxilios de emergencia. Movió negativamente la cabeza, tras lo cual aprestó al paciente para el traslado y ordenó a sus auxiliares que procedieran con lo necesario para llevar a la víctima hacia el hospital.

Finalmente, mientras instalaban a Walter en la ambulancia, la joven se sacó los guantes, secó el sudor de su frente con un paño, limpió sus anteojos y liberó su cara de la mascarilla sanitaria. Luego, levantó y movió la vista hacia el entorno cercano, hasta detener su mirada en los ojos de Manuel.

Ambos, sorprendidos, se interrogaron sin hablar, transmitiéndose el mutuo asombro de ese encuentro en tales circunstancias.

Hacía cerca de dos años que no se veían. Se habían conocido cuando estudiaban la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca. Él sabía que Marcia estuvo realizando la residencia en medicina crítica y urgencias, especialidad que espantaba a Manuel por recordarle el accidente de sus padres. «Sin duda, logró obtener la especialización», pensó. Pero en ese momento, estaba aturdido por el accidente de Walter —otro más que le tocaba vivir— y por el inesperado encuentro con Marcia, de todo lo cual ella se percató.

Manuel le preguntó si era grave el estado de su amigo; ella respondió que para tener certezas, había que esperar los resultados de los estudios que le realizarían en el hospital de la ciudad.

—Bueno, gracias por la información. Ahora seguiré viaje a la ciudad, si abren la ruta, porque debo llegar al trabajo —respondió con pesadumbre, conmocionado por el accidente.

—¿Seguís trabajando en el diario? —preguntó interesada, para distraerlo de lo que él sentía en ese instante.

—Sí, y por lo que veo, vos trabajás en esta empresa de emergencias —respondió Manuel, tras señalar la ambulancia con un gesto—. ¿Seguís teniendo el mismo número de teléfono? —se sorprendió a sí mismo al repreguntarle.

—Siempre el mismo —contestó ella con una breve sonrisa, mientras lo saludaba con la mano al subir a la ambulancia para ir al hospital.

Se desperezó y, aún con sueño y muy pocas ganas, se levantó de la cama y cubrió su desnudez con una camisola que le quedaba grande. Fue a prepararse un café. Manuel se había ido temprano, sin hacer ruido para no despertarla. Esa noche, después de asistir a la Junta del Consejo Asesor, se había quedado con ella en la pensión, trasnochados ambos, luego de cenar pizza con unas cervezas. Se habían conocido, en una asamblea universitaria interfacultades. Ella representaba a un sector de Ciencias Médicas, mientras que él, lo hacía por Agronomía. Manuel cursaba su último año. En ese claustro nació la relación entre ambos. Marcia, de singular belleza, era muy apasionada e impulsiva en todo. Cuando vio y escuchó hablar en público a Manuel por primera vez, se enamoró en el acto de él. Envidiaba la personalidad reflexiva y cauta en sus manifestaciones, un tanto introvertida, pero firme en sus convicciones. Físicamente, le atraía su cuerpo atlético y bien proporcionado, su cabello largo cuidado y su cara de piel bronceada y saludable. Le divertía cómo se enojaba cuando algo estaba desordenado y pretendía enseñarle a ella la conveniencia de hacerlo mejor.

Siendo tan distintos, el afecto y la confianza hicieron crecer la relación. Las particularidades tan marcadas de ambos se atraían y compensaban mutuamente, para complementarse en la vida cotidiana. Por primera vez, Marcia sintió que pensaba en algo más que en su carrera de Medicina.

Con 26 años, dos más que él, era originaria de una pequeña población patagónica de la provincia de Río Negro. Hija única, al igual que Manuel, sus padres arrendaban una pequeña parcela de campo donde criaban ovejas. Aparte, poseían una acotada producción familiar de frutas, verduras y hortalizas. Marcia sabía que sus ingresos no eran importantes, pero con gran esfuerzo, lograban pagarle sus estudios y el alquiler de una habitación en una pensión de la ciudad. Manuel solía pasar a buscarla por allí para ir a las reuniones universitarias. Luego, disfrutaban de un café o una cerveza y, a veces, él se quedaba a pasar la noche con ella en la pensión.

Vio el reloj y decidió apurarse. Se duchó y tras vestirse con lo primero que encontró, levantó al paso su chaquetilla blanca y salió disparada hacia el hospital. No le gustaba llegar tarde a los trabajos prácticos.

Manuel, de 24 años, trabajaba on line en El Diario, de Santa Rosa, ocupación que le permitía mantenerse y terminar sus estudios. Estaba a punto de recibirse. En cambio, Marcia quería rendir sus últimas materias y ocuparse luego de conseguir una plaza para la residencia médica, exigida a fin de validar su matrícula. Buscaría hacerlo en La Pampa, para estar algo más cerca de sus padres. Y de Manuel, quien seguro volvería a su terruño del oeste pampeano.

La casa de los padres de Manuel, ubicada en la zona rural de Lerma, tenía anexada una pequeña construcción, por lo general, muy poco usada. Manuel consideró que podía adaptarla para vivir allí junto a Marcia cuando se recibiera de médica.

En consecuencia, logró un acuerdo con ellos, quienes se alegraron de que su único hijo deseara echar raíces en la casa familiar. Era lo contrario a lo ocurrido con tanta gente que se fue yendo del pueblo, sobre todo, cuando la sequía se instaló en el noroeste de la provincia y empobreció la riqueza natural del campo, su principal fuente de producción. Estaban en el principio de la ancianidad, ambos eran jubilados del Estado: él, ferroviario y ella, docente. No tenían muchas ganas de cuidar y mantener la casa, y mucho menos el terreno aledaño. Antes, preferían conocer otras geografías, distintas a las pampeanas, pasear en su camioneta, cosa que les atraía desde jóvenes. A su vez, los ilusionaba que Manuel quisiera quedarse en su pueblo, y apreciaban a Marcia casi como a una hija.

Cuando se dieron las condiciones y restauraron la vivienda, Marcia –ya recibida– y Manuel comenzaron una convivencia feliz, sin viaje de novios ni ceremonia de nupcias, entregados en libertad uno al otro.

Algunos días y noches, ella debía hacer guardias en el hospital zonal de la ciudad, donde había conseguido lugar para hacer su residencia médica. Manuel, tras su egreso de la universidad como ingeniero agrónomo, había seguido trabajando en El Diario, en donde era responsable de las noticias y la información sobre cuestiones del medioambiente y también del mundo agropecuario de La Pampa.

Una de las noches en las que estaba solo, recibió una llamada de la ciudad de Cutralcó. Un oficial de la Policía le informaba que sus padres habían tenido un grave accidente de tránsito y le pedía que fuera de inmediato.

El fallecimiento de sus padres, ocasionado en tal circunstancia, conmovió y marcó para siempre su vida, no solamente por el hecho de haberlos perdido, sino por haberse enterado de algunos pormenores posteriores al accidente. Tenía la certeza de que en la atención de las víctimas, el sistema de emergencias de la salud había actuado con negligencia y de modo indolente. Nunca pudo esclarecer ni probar algo concreto para efectuar la denuncia, pero cargó para siempre con un fuerte resentimiento. Luchó por superar el dolor de la pérdida, tanto como el rencor y la amargura provocada por lo que creyó una imperdonable desatención a sus padres en ese trance fatal.

Luego, sumó otro importante cambio en su vida, vinculado con su futuro profesional.

Al principio, su carácter mutó de su habitual temperamento prudente y reflexivo a un estado de ansiedad, nerviosismo y frustración constante, que le resultaba imposible de superar.

Ese estado llevó a que su relación con Marcia se fisurara, para cortarse finalmente cuando ella le anunció su opción por la especialidad en medicina crítica y urgencias. Confundido, no supo o no pudo separar sus sentimientos hacia ella y su insistencia con la especialidad médica elegida, vinculada con los pormenores de la muerte de sus padres. Una cosa llevó a la otra, hasta que Marcia, habitualmente impulsiva y poco permeable, decidió terminar la relación que los unía. A partir de ese desencuentro, no se habían visto más.

Ella se radicó en Pehuén y él se quedó solo y vacío, tal como su casa, ahora grande, muy grande. En la suma de su dolor, deseó poder venderla y no vivir más en ese lugar, cargado de recuerdos familiares y momentos de amor. Pero la presencia de Walter, su amigo de la infancia, tuvo mucho que ver con iniciar poco a poco un cambio, que le permitió ir superando su depresión y responderse algunas preguntas, hasta ese momento sin respuestas. Y también hacerse nuevas y buenas preguntas.

La rutina del trabajo en el diario y el trato que pudo mantener con algunos buenos compañeros hicieron que, poco a poco, Manuel se fuera recomponiendo vitalmente y lograra superar el trágico pasado inmediato. Paulatinamente, se permitió pensar en otras maneras de elaborar nuevas ilusiones para su vida. Fue Walter, el Colorado, su gran amigo, quien le enseñó, a veces con su silencio; otras, con su locuacidad; y siempre con su permanente compañía, el valor de la comprensión y la solidaridad humana, tan necesarias para reconstruir su vida en plenitud.

Un proyecto laborioso

Así renació el viejo deseo de Manuel, por momentos un sueño, de poner en marcha la construcción y explotación de una granja. Un desafío que se impuso a sí mismo, y que fue mejorando su ánimo y su carácter poco a poco.

El proyecto consistía en desarrollar una granja ecológica en el pequeño campo de ocho hectáreas anexo a la casa, ahora de su propiedad por haberla heredado. Conocía y continuaba estudiando todo lo relativo a la producción sustentable que allí podría desarrollar.

Lo entusiasmaban los métodos de producción extensiva y había aprendido hasta la manera de certificar la calidad de la producción orgánica en los organismos competentes. El problema que debería superar, no menor, era poder llevarla a cabo con éxito en el marco de las políticas económicas y agrarias del gobierno, que no alentaban ni otorgaban facilidades ni créditos baratos para una explotación de ese tipo. Todo ello, además de la cuestión climática, a la que creía conocer y saber adecuarse, y sobre todo a lo más grave, lo relacionado con la disponibilidad de agua, recurso escaso en la zona. Este problema se veía agravado por la confluencia de erradas políticas gubernamentales de antigua data.

—¡De ese tema me tendré que ocupar detenidamente! Mejor aún, ¿Por qué no investigás y escribimos un libro entre los dos? Vos desde lo técnico y yo, desde de histórico y político. ¿Qué te parece? —Manuel sonrió. No hacía falta mucho para arrancar en Walter el mejor de sus impulsos creativos en cuestiones en las que ambos coincidían tan bien.

–¡Antes del libro, ocupate de que nos liberen el agua del Atuel, carajo!– imploró Manuel, sabedor que ambos comparten y priorizan esa inquietud.

Comprendía que desde su pequeña parcela no podía competir, tampoco le interesaba, contra un pool agroexportador del este provincial ni contra propietarios de extensas tierras ricas y fértiles de la pampa húmeda. Imaginaba un mundo que produjera alimentos de la tierra sin dañarla, sobreexigirla y finalmente agotarla.

Sabía bien de la existencia de otras formas posibles de cultivo para el consumo humano, sustentables y de mejor calidad final. Para lograrlo, requería que la gente tomara conciencia de tal posibilidad, antes que nada. Pensaba en muchas variantes futuras, aunque por momentos, todo le parecía una quijotada. Sin embargo, en lo inmediato, lo consideraba posible y lo entusiasmaba la idea de poner en marcha un sistema de producción diferenciada, un emprendimiento alternativo y ambientalmente respetuoso, que hiciera escuela en la zona. Creía también realizable una buena divulgación de sus métodos y procedimientos ecológicos; propondría incluso un circuito de visitas al predio para aprendizajes escolares. «¡Toda una cruzada!», —dijo Walter, mientras tomaban un café en el bar central de Lerma, frente a la plaza. Al Colorado le fascinaban las ideas de Manuel. Y de una y mil maneras trataba de alentar a su amigo para que las pusiese en marcha.

—Pero, ante todo, querido Manuel, deberás asegurarte la provisión constante de agua. Y la verdad, al menos por ahora, no sé muy bien ni entiendo de dónde la vas a sacar para el riego.

—Y también intentaría desalinizar algo a la poca que existe —agregó Manuel. De paso, harán falta buenos legisladores que promuevan el estudio y el presupuesto necesario para instalar tecnologías necesarias, ¿no?

Se despidieron sonriendo con afecto.

Ni bien retornaba de su rutina en el diario de la ciudad, Manuel trabajaba con mucho entusiasmo y esfuerzo en su terreno, todos los días de la semana. Aprovechaba también los feriados para adelantar en la marcación y preparación del sitio. Vendió algunos muebles y enseres de la casa paterna que ya no usaba. Volvió a ocupar el antiguo dormitorio que lo cobijara en su infancia. Por muchos meses, no pudo ingresar a la casita que había acondicionado para la convivencia con Marcia, que en su momento tanto habían disfrutado. Dimensionaba, confusamente, un sentimiento de extrañeza y nostalgia por no contar con ella a su lado. Pero, sin explicárselo con claridad ni proponérselo, decidió dejar pasar el tiempo para que sus sentimientos se acomodaran.

Con los pocos ahorros que tenía comenzó a equiparse y empezó por reparar y reforzar el alambrado perimetral venido a menos por falta de mantenimiento. El predio era ribereño a un antiguo arroyo, ahora seco, que supo tener buen caudal. Era un desprendimiento del río Atuel, hasta que este dejó de aportarle agua a todo el norte y oeste pampeano. Lo mismo aconteció con el río Salado, o Chadileuvú, proveniente de San Luis. Recordaba a su padre cuando se preguntaba dónde estaba aquella agua tan vital para la región. Manuel supo la respuesta cuando creció y estudió. Era una lamentable, larga e inconclusa historia, plena de mezquindades y apropiaciones ilegales.

Apartaba esos pensamientos diciéndose que «era cuestión de los políticos». En cambio, a menudo dirigía su vista al campo existente del otro lado de la rivera, desocupado desde que tenía memoria. A veces, se preguntaba por qué nunca se había cruzado e internado en él. Tampoco había escuchado comentarios que lo refirieran.

Para la reconstrucción de un galpón destinado a guardar las herramientas e implementos agrícolas, contrató al viejo Gastón, y se sorprendió, con su entusiasta colaboración. Era un vecino de Lerma, trabajador rural, valorado desde muchos años atrás por sus padres como un buen hombre, muy trabajador y conocedor de las tareas de campo. Le habían contado que alguna vez fue puestero en una propiedad de un terrateniente ganadero de la zona. Fallecido este, tiempo después, los nuevos administradores prescindieron de sus servicios, sin saberse con certeza las causas.

Gastón había tenido propensión a la bebida y estuvo convertido en casi un ermitaño, aislándose y viviendo de changas. Manuel lo sabía y le preocupaba un poco, porque reconocía, dada su propia y reciente experiencia, que una buena motivación en la vida permitía superar las inclinaciones negativas. Y este hombre parecía no haberla encontrado aún. Por ello, con cautela, se ocupó de involucrarlo en las tareas que le gustaban: las del campo. Así valorado, en poco tiempo Gastón adquirió el empuje necesario para comprometerse con el proyecto. Se convirtió en su brazo derecho, con fuerte y creciente iniciativa, hasta ser copartícipe y motor del emprendimiento. Sorprendió incluso a Manuel, por la determinación que impulsaban sus actos.

Pasado algo más de un año de la puesta en marcha de la granja, Manuel sintió que debía abandonar el trabajo en el diario. Lo suyo comenzaba a ser productivo y podría ser rentable, pero necesitaba su dedicación de manera permanente. Veía que Gastón era polifuncional en sus tareas, sin embargo, el tiempo no le alcanzaba para todo.

La granja crecía en el sector vegetal con la huerta, desde que había conseguido extraer agua freática de un pozo con un molino de viento, ensayando distintas maneras caseras a fin de desalinizarla y mejorarla para ciertos usos. Había llegado el momento de incorporar algunos animales para completar la visión integral del proyecto. Aparte, era necesario prestar atención a cuestiones de ordenamiento administrativo y de gestión económica y comercial incipientes, aunque en crecimiento.

—Tranquilo Gastón, descanse y venga a tomarse unos mates conmigo —le pidió en la tarde de un hermoso viernes primaveral.

El Viejo, en realidad no lo era tanto, solo lo parecía porque su vida había sido muy dura, arrimó y se sentó en un banco hecho con el tronco seco de un árbol caído. Alcanzándole un mate recién cebado, Manuel le lanzó una idea:

—Creo que voy a renunciar al diario, Gastón.

Con la bombilla aún en sus labios, el hombre succionó nuevamente, como haciendo tiempo para meditar una respuesta. Sabía que el patrón barruntaba esa idea. Y lo celebraba, dado que para él significaba la continuidad de un trabajo que disfrutaba y era bien pagado. Por otra parte, apreciaba a Manuel más de lo que sabía expresar con palabras.

—Si está seguro de que va a poder vivir con esto, delenomás. Tendrá más tiempo para estar aquí —completó con medida sensatez.

—Quiero traer algún que otro animal y ampliar la variedad y zona de cultivos de toda la granja para ir completando lo que falta —justificó Manuel, como pensando en voz alta, con la mirada puesta en el campo. También me gustaría mejorar lo de la desalinizadora de agua, aunque es una tecnología muy cara.

—Tenga, cébese otro, está bueno —lo apuró Gastón, viendo cómo le brillaban los ojos al jefe cuando hablaba entusiasmado sobre su proyecto.

Conversaron animadamente sobre el tema, casi hasta el anochecer. Pensaron una pequeña laguna para patos, pero pronto la descartaron, porque necesitaba mucha agua; también, un sitio para un par de ovejas, caprinos, conejos y, quizás, hasta para algún caballo. También acordaron asegurarse la provisión de agua con otro pozo equipado con una bomba eléctrica, alimentada por una pantalla solar, y un nuevo sistema de riego por goteo para la huerta. Finalmente, dispusieron el lugar donde depositarían los residuos orgánicos destinados al compostaje y a la lombricultura, indispensables para el enriquecimiento orgánico del suelo.

Las tareas del día estaban terminadas. Gastón, quien a todo esto se había apropiado del manejo del mate y del termo, mientras renovaba parte de la yerba, soltó algo que sorprendió a Manuel.

—Perdone, ¿no? Pero me gustaría preguntarle algo sobre usted.

Con aire curioso, Manuel asintió con la cabeza, mirándolo a los ojos.

—Vamos ya casi para dos años de trabajo, los resultados son buenos. Me siento muy bien trabajando con usted. Y... perdóneme nuevamente, me permito decirle algo —dudó, pero finalmente se animó—: lo veo medio solo, como obsesionadocon esto. Y a veces como triste. Eso me preocupa un poco, perdone, ¿no? — arriesgó temeroso.

Manuel lo miró fijamente y meditó la respuesta:

—Estoy bien, Viejo —como solía decirle afectuosamente en confianza—. Gracias, a veces me aturdo un poco-demasiado con esto. Si hasta por ahí creo que me quedará chico el terreno —acotó con una sonrisa—. Pero sí, cuando renuncie al diario, me tranquilizaré y pondré toda la cabeza en el proyecto. Y aquí.

—¡Está bueno eso! —Gastón se levantó animado, mientras limpiaba el mate y guardaba las cosas. Con su vista clavada al otro lado del río seco, se volvió hacia Manuel, pero sin mirarlo. Luego, agregó—: ¿no piensa mostrarle la granja a la doctora?

Afluentes

—¿Puedo levantarme para ir a los juegos? —inquirió el niño, inquieto ya en su silla, después de haber devorado su milanesa con puré y el mejor helado que hubiese imaginado como postre.

Manuel y Marcia se miraron sonriendo.

—Sí, claro, pero quedate cerca, donde te veamos.

Habían ido a cenar a El Rodeo, clásico y antiguo comedor de Lerma, donde sus padres ya solían llevar a Manuel cuando era un niño.

Sirvió un poco más de un fresco sauvignon blanc chileno, del valle de Leyda, vino que les encantaba paladear en aquellas ocasiones especiales en las que salían juntos. A él no le gustaban los postres. A ella, sí. Y no pudo negarse a una copa de crema helada con frutillas, postre tradicional del restaurante. Era el sábado a la noche de un cálido fin de semana de febrero. Ocupaban una mesa al aire libre, un tanto aislada de las demás. Los árboles adornados con luces tenues y una música melodiosa y suave completaban el agradable ambiente.

—Tengo mucha ilusión con la ampliación del proyecto —dijo Manuel en voz baja, como pensando en voz alta—. El lunes iré a la ciudad para charlar sobre el tema con Walter, te dije, ¿no?

—Sí —le respondió ella con una sonrisa—. Estoy segura de que te irá bien. El Colorado es un buen tipo y te dará una mano. Lástima que por la rehabilitación no viva ahora en el pueblo.

—Despacio, Camilo, ¡a lo bruto no! —advirtió Marcia a su hijo, a quien veía jugar con otros niños en el jardín del lugar.

Manuel también lo observaba y con dos dedos le agregó la clásica seña de «ojo, te estoy mirando», con cierta dosis de complicidad y aquiescencia masculina.

—¡Mirá que la pasó mal el pobre Walter! Gracias a Dios se ha recuperado bastante bien, después de tanto tiempo. Van casi tres años, ¿no? Pasó de la silla de ruedas a las muletas, muy buena rehabilitación, sin duda. Creo que en poco tiempo lo veremos andar por el pueblo lo más «pancho» —comentó ella.

—Sí. Y pensar que, en parte, gracias a él, nosotros hoy estamos juntos aquí.

—Sí, hace también la misma cantidad de años… —dijo ella cariñosamente, tomándole las manos por encima de la mesa, mientras sus piernas se enlazaban con las de él, en cómplice intimidad.

—Te queda muy bien ese vestido nuevo, me gusta. —Ella distendió la presión de sus piernas y le sonrió con una mirada pícara de dulce ofrenda.

Tiempo después de renunciar al trabajo en el diario, Manuel se había permitido volver a pensar en Marcia. Y sentir la necesidad de ella en su vida. El encuentro casual cuando ocurrió el accidente de Walter fue un detonante, aunque él no lo había percibido con claridad en ese momento.

Una llamada telefónica de Marcia para pedirle la dirección de un contacto de la universidad que había perdido fue la excusa que encontraron para tomar un café. A partir de ese momento, lentamente recompusieron la relación perdida. Con mucha cautela y respeto, comenzaron a vincularse desde lo profundo de las fortalezas y necesidades de cada cual, reconociéndose mutuamente las debilidades, lo que les permitió construir con madurez la relación de pareja. Renació el viejo amor y desde allí fueron elaborando juntos su proyecto de vida compartida, con la serena apetencia de no cometer errores como los del pasado.

Esta vez, se casaron allí, en Lerma, pueblo que Marcia redescubrió como un espacio muy apacible, apto para una vida tranquila, fuera de la atmósfera citadina, y no muy lejana, de Pehuén, a donde solo iba diariamente para a trabajar en el hospital.

Tras el nacimiento de Camilo, hermoso niño, inteligente y vivaz, sus padres la visitaban regularmente. Viajaban desde Río Negro y compartían todo el tiempo posible con su nieto, en la casa remodelada, aledaña a la granja, que se había desarrollado notablemente.

La oficina del segundo piso no tenía mucha diferencia con otras de la Legislatura, en cuanto a tamaño y disposición. Solo que la de Walter ofrecía un ambiente completamente distinto al resto. Un aire agradable, acondicionado por plantas de interior y unos jazmines chinos en flor, dispuestos en los macetones del balcón que daban al jardín de la galería, ofrecían una nota distinta. Se sumaba la presencia de Daniel, su secretario, quien inquieto y diligente maneja teclados y teléfonos. Era sobrino de Walter y de su absoluta confianza para manejarle su agenda.

—Ha llegado el ingeniero Manuel Tapia; tiene cita a esta hora. ¿Lo hago pasar? —preguntó en el momento en que se dio cuenta de que Walter estaba hablando por teléfono.

—¡Es absolutamente injusto que se discrimine así a los pequeños productores! —vociferaba Walter, por lo que Daniel cerró prudentemente la puerta del despacho e indicó a Manuel, quien había escuchado a su amigo, que enseguida lo haría pasar.

Walter, con un semblante encendido, le explicó a Manuel lo ocurrido, una vez que este ingresó a la oficina.

—Pasa que hay políticos que no tienen idea de la realidad. Favorecen a los que más tienen, con créditos para inversiones mineras. ¡Y se olvidan de cosas más importantes, como que la provincia necesita el agua que nos robaron!

«Bienvenido a la política», pensó Manuel, mientras dejaba que el otro se descargara en confianza.

—Por lo que veo, va a ser duro este tema de las exenciones impositivas para las mineras «extractivistas». ¡Pero no me van a hacer callar! —cerró Walter la referencia inevitable del tema.

La escasez de agua eran un asunto muy caro a los pampeanos, desde que el territorio oeste de la joven provincia argentina comenzó a secarse, y casi a desertificarse, a partir de la construcción, aguas arriba, de represas sobre el río Atuel, en la provincia de Mendoza, y varios frenos en el curso del río Salado, en San Juan. Una histórica e inequitativa política de uso y manejo de ambas cuencas hídricas produjo una catástrofe ecológica en gran parte del norte y oeste de La Pampa. Como consecuencia, devastó la biodiversidad y la totalidad de la riqueza del suelo y sus posibilidades de uso agropecuario.

Manuel conocía acerca del problema desde que interactuó con estudiosos especialistas en el diario en el que trabajaba años atrás. También del ámbito académico universitario, cuando era estudiante, aunque desconfiaba un tanto del «academicismo teórico» imperante, que prescindía de la investigación y actualización «de campo» necesarias.

—¿Qué tal esa vida de casado? ¿Cómo se porta mi salvadora, ahora tu esposa? —hizo las dos preguntas juntas, al más puro estilo atropellado de sus tiempos juveniles, que se permitía con su amigo. Walter no dejaba de relatar a todo el mundo que le debía la vida a la eminente médica, Marcia Sobrero, cuando aquella mañana en la ruta lo rescataran de entre los retorcidos metales empotrados debajo del acoplado.

—Me cuentan que te estás convirtiendo en un «agricultor urbano» exitoso —agregó el Colorado, riendo y sin esperar respuesta, mezclándolo todo, mientras acercaba las muletas, dispuestas al lado del escritorio, y se levantaba del sillón.

—Voy a prepararme un café, ¿querés uno también? —le preguntó, mientras iba hacia un rincón reservado de la oficina.

—Dale, gracias. No podés estar quieto nunca, ¿eh?

—¡Mirame caminando! El médico siempre me recomienda ejercicios —respondió Walter riendo, mientras aprestaba la cafetera—. ¿Qué te trae por aquí, hermano?

—Como no podemos vernos en el pueblo, ya casi no vas, ¿no?, vine a verte acá. Estoy con una vieja idea de ampliación del proyecto de la granja y necesito que me cuentes qué factibilidad verías en él, desde varios puntos de vista, incluso el legal.

Manuel desplegó sobre el escritorio un plano cartográfico, con el cual le explicó a su amigo:

—Se corresponde con el pueblo, Lerma, sobre todo en el sector rural próximo a mi granja. Incluye la ubicación de la casa, con la hondonada del antiguo arroyo, hoy un triste cañadón seco, que bordea parte del terreno. Enfrente, hay un descampado de aproximadamente veinte hectáreas, resaltado en verde sobre el papel. —Allí, Manuel puso su dedo índice, a la vez que preguntó—: ¿Qué posibilidades tengo de comprarlo? Sé que hay una cuestión judicial sobre esa propiedad, aunque no entiendo mucho de esas cosas.

—Ojo, que en ese campo está la «cueva de la bruja», según me contaron de chico. ¿No te acordás? — comentó Walter, sonriendo, mientras pensaba.

Sorprendido, Manuel admitió no recordar nada de ello.

—Se contaba una historia acerca de ese lugar. A los chicos nos decían que estaba hechizado por una brujería hecha por alguien que habitó allí durante años. El relato incluía que en esa cueva ocurrían cosas inexplicables: desaparecían animales, se escuchaban voces, ¡qué sé yo! ¿En serio no te acordás que en la escuela nos contaban esas cosas? —lo interrogó el Colorado.

—No lo recuerdo en absoluto, aunque supongo que ya la «Santa Inquisición» se habrá ocupado de ella —Manuel respondió divertido, con un gesto de desinterés en el tema y la pretensión de seguir con lo que estaba. —Seguro que nos contaban eso para que no se nos ocurriese cruzar el arroyo cuando tenía agua, y ahogarnos o perdernos por allí. En esa época todavía tenía, ¿no?

—Sí, aparte del tema del cuento de la bruja —volvió a reír Walter—, desde que tengo uso de razón, ese campo siempre tuvo el acceso prohibido, no sé por qué ni por quién; incluso, creo que alguna vez estuvo cercado; no lo tengo claro, fue siempre un misterio.

—¿Y qué pensás hacer allí? —inquirió con curiosidad.

—Agrandar la granja y agregarle una escuela agraria, o algo así, que complete e integre mi visión del proyecto.

—¡Estás reloco! —reaccionó el amigo—. ¡En nuestro país, hoy es un delirio crear una escuela privada!

Manuel sabía perfectamente que el proyecto era viable. Y entre divertido y pensante, no aceptaba la existencia de las hechicerías o supersticiones ni de nada que tuviera que ver con cuestiones no racionales. Pensaba que en primer lugar estaba la cuestión de que el terreno fuera legalmente adquirible. Sabía que ese campo estuvo siempre desocupado, sin explotación alguna, a pesar de situarse en la zona rural próxima al pueblo. Si tuviese el agua del ahora río seco, alguna vez debería haber sido muy pretendido para el aprovechamiento agropecuario o industrial, incluso para desarrollos inmobiliarios. Pero, aun así, debía haber algún obstáculo legal para que todavía no se le hubiese dado algún uso. Tenía que averiguarlo con mucha prudencia y guardar la máxima reserva, para que «no se volara la perdiz» y otros le ganaran de mano. Luego, debería resolver la parte financiera para poder comprarlo. Recién allí podría comenzarse con una segunda fase, la de la construcción física del desarrollo edilicio, por etapas. Y, por cierto, ampliar la granja, ante todo.

En cambio, Manuel jamás supuso aquello de lo que se enteró por el bueno de Walter, quien con diligencia había averiguado sobre la situación patrimonial del predio que tanto le interesaba. Lo había llamado por teléfono tres días después de la entrevista en su despacho.

—Ese campito está en un proceso de usucapión, en manos de un estudio de abogados de la capital, por encargo de alguien que lo pretende. Y «atajate esta, Manuelito»: ¿sabés quién es?

—Ni idea, Colorado. No me digas que una bruja —completó riendo.

—Creo que es peor. Tu primo Luis…

Manuel se sobresaltó, preocupado. Luis era el único pariente vivo de Manuel en la tierra. Nunca vivió en Lerma, sino en otra ciudad de la provincia. De su misma edad, se habían tratado muy poco como familiares. En cambio, habían sido contemporáneos como estudiantes universitarios. Allí, en las paradas y asambleas universitarias, se habían reconocido y nunca simpatizaron entre sí. Sobre todo, cuando hubo de llevarse a cabo un plan de lucha por el aumento de la autonomía universitaria. Se agregó a ello la discusión de cambio de carreras y el alcance de títulos que los enfrentó. Más aún, Manuel, en un primer momento, había confiado en él, pero luego, su primo se retractó y cambió de postura, lo que hizo atrasar y casi fracasar el plan de lucha estudiantil con su voto, en el plenario general universitario. Manuel lo sintió como una defección de Luis, y lo consideró un despreciable traidor. Afortunadamente para él, representaban facultades distintas, ya que Luis lo hacía por la de Derecho y él, por la de Agronomía, y con efímeros mandatos, por lo que no volvieron a encontrarse.

Ahora, aparecía en su vida nuevamente, en el lugar y momento que menos hubiera imaginado. Había presentado una demanda judicial para iniciar un proceso de usucapión por la propiedad del campo; justo de ese campo que a Manuel tanto le interesaba.

Sentía que de nuevo debía enfrentarse con Luis. Un hombre al que sabía de pocos escrúpulos, actualmente poseedor de emprendimientos inmobiliarios y propiedades con explotaciones de campo en distintos lugares de la Patagonia. También creía haber leído que estaba o estuvo vinculado al gerenciamiento de una compañía minera. Lo sabía conocedor de muchas formas posibles de lograr su propio beneficio, sin importarle que sus métodos fueran legales o no. Por lo general, trataba de ampararse en la ley, o usarla cuando esta se lo permitiera, porque tenía alguna zona gris, que él siempre descubría, gracias a su bufete de abogados, amañados y bien pagos. Y también contaba con la anuencia o aval de algún político corrupto que siempre encontraba, con su fino olfato de carroñero insaciable. «Quien más tiene, más ambiciona, eso es la codicia», le había dicho su amigo legislador.

Coincidiendo con él, Manuel se preguntaba qué trampa habría urdido esta vez para quedarse con ese predio en un pueblito perdido de La Pampa. ¿Y para qué? No encontraba una respuesta. Debía resolver la cuestión.

Con la información recibida de parte de su amigo, inició su propio trabajo de investigación acerca del trámite judicial en cuestión. Quería evitar, en lo posible, contratar un abogado para que lo hiciera: primero, para no despertar a más interesados en el terreno; y segundo, porque no conocía alguien de confianza como para encomendarle la tarea. Aunque íntimamente sabía que, si tenía que vérselas con Luis en el campo fangoso y revuelto donde siempre planteaba las cosas, a la larga, tendría que nombrar a un letrado que fuera ducho en esas lides.

Así, consiguió alguna información al investigar solo. Lo que más le llamó la atención fue el hecho de que la propiedad en cuestión tenía acreditado algunos pagos de impuestos rurales en los últimos años, de manera esporádica y no consecutiva, desordenada. Por lo cual, alguien debió hacerlo y podría justificar así derechos de posesión, según lo que él conocía de la ley. ¿Por qué no aparecería esa persona?

Por otra parte, al cotejar las fechas, se dio cuenta de que el juicio de usucapión databa de poco más de un año, por lo cual no pudo ignorarse la existencia de pagos esporádicos realizados en los últimos treinta años. La usucapión permitía la adquisición de derechos de una propiedad en estado de mora crónica respecto al pago de impuestos y se ponía en marcha ante la cancelación de los mismos. Si existían pagos registrados, aunque esporádicos, ¿cómo no fueron detectados por los abogados antes de iniciarse el proceso? A Manuel le parecía todo muy extraño. Debía hacer algo al respecto para entender por dónde venía la cuestión.

Y se dio cuenta de que debía apelar a un profesional en la materia para que lo hiciera.

Lo conversó con Marcia y ambos le dieron muchas vueltas al tema. Una posibilidad implicaba pedirle a Walter si podía conseguir más información o respuestas a lo descubierto. Pero lo descartaron, porque no querían molestarlo con sus cosas particulares ni involucrarlo más en el tema, amén de considerar que sus funciones legislativas estaban afectadas a necesidades colectivas de la sociedad, no a la de particulares.