Al final del arco iris - Una noche con el millonario - Patricia Kay - E-Book

Al final del arco iris - Una noche con el millonario E-Book

Patricia Kay

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Beschreibung

Al final del arco iris Patricia Kay Aunque el millonario Kevin Callahan la conocía simplemente como Jane Doe, sabía que podría ser la mujer que le hiciera olvidar su pasado y le ayudara a volver a amar. Estaba dispuesto a estar con ella sin hacerle preguntas. Jane sabía que la relación con Kevin tenía los días contados porque se había enamorado de una mujer sin recuerdo alguno del pasado, pero ¿qué haría cuando descubriera de quién huía? ¿Le desearía un buen viaje o le abriría las puertas de su casa? Una noche con el millonario Trish Wylie Cuando Roane Elliott se encontró a un desconocido desnudo en la playa, su corazón virginal latió aceleradamente. Después descubrió que el desconocido era Adam Bryant, heredero de la dinastía Bryant y hombre de corazón oscuro, que había vuelto después de diez años para reclamar lo que era suyo. Roane estaba decidida a resistirse a él, pero la tentación era muy fuerte… la puerta del dormitorio estaba abierta y la fuerza que había dentro la atraía tanto…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 438 - octubre 2021

 

© 2003 Patricia A. Kay

Al final del arco iris

Título original: Annie and the Confirmed Bachelor

 

© 2009 Trish Wylie

Una noche con el millonario

Título original: One Night with the Rebel Billionaire

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-956-2

Índice

 

Créditos

Índice

Al final del arco iris

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Una noche con el millonario

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Annie Alcott se detuvo en la entrada de vehículos del edificio de apartamentos en el que llevaba viviendo cuatro días. Sonrió al observar las filas cuidadas de ladrillo visto con los lechos florales que las rodeaban.

Country Garden Apartments.

Le encantaba el nombre. El complejo estaba situado a las afueras de Pollero, una ciudad pequeña a unos sesenta kilómetros al oeste de Austin, hasta la que, por el momento, no había llegado la especulación urbanística. Detrás del complejo había unos terrenos propiedad del condado destinados para un parque público, y el resto de lo que abarcaba la vista eran tierras sin construir. En ese momento, finales de marzo, las colinas circundantes se hallaban cubiertas de flores silvestres, principalmente las lupinas, por la que era famosa esa zona de Texas.

Annie había elegido el apartamento no sólo por el emplazamiento, que consideraba bastante alejado de los caminos frecuentados como para eludir atención, sino porque eran preciosos con sus ventanas con persianas, vallas blancas, farolas y senderos de ladrillos.

Sin embargo, a la hora de haberse trasladado se había preguntado si había cometido un error. Había tenido que abandonar todo lo que le era familiar, y se preguntaba si alguna vez se acostumbraría a vivir casi como una fugitiva.

Pero esos sentimientos no duraron mucho, porque era una bendición no tener que preocuparse de que en cualquier minuto Jonathan apareciera ante su puerta o la llamara por teléfono.

Una vez que había desembalado y guardado todo y empezado a sentirse a gusto en Pollero, el apartamento había comenzado a ser como su hogar. Al fin se había relajado y pensado que Jonathan no iría tras ella. Al fin había empezado a creer que quizá, sólo quizá, él había aceptado el divorcio.

«Por favor, Dios… ha pasado casi un año…».

La plegaria inacabada había sido una letanía desde que había acopiado el valor para dejarlo. La primera vez que se había ido de la casa de exposición, igual que ella, otro trofeo de Jonathan, había alquilado un apartamento en Austin para poder permanecer cerca de sus amigos.

Pero un mes atrás finalmente había tenido que enfrentarse al hecho de que jamás estaría libre de Jonathan si no se alejaba de la esfera física de él. Mientras estuviera cerca, no la dejaría en paz. Seguía presentándose en su casa sin avisar, seguía acosándola por teléfono e incluso había empezado a seguirla por las noches y los fines de semana. Cuando ese acoso se había extendido hasta la oficina donde trabajaba, había sabido que algo debía cambiar.

De modo que se había mudado. Había elegido un día en que sabía que estaría operando al menos hasta las seis de la tarde. Y había funcionado. Había escapado… y hasta el momento, todo iba bien. Claro que en el proceso había tenido que dejar un trabajo que le gustaba, el primero que había tenido en diez años, y cortar todos los vínculos, porque conocía a Jonathan. Si alguno de sus amigos supiera adónde había ido, él terminaría por averiguarlo.

Aparcó el Toyota de segunda mano que había comprado para reemplazar el Lexus lo más cerca que pudo de la entrada de atrás.

Observó la lluvia. Diluviaba. No le gustaba mojarse, así que decidió esperar hasta que amainara un poco. Sacó el móvil del bolso y apretó la tecla con el número de la residencia de Boston donde vivía su tía abuela.

—¿Tía Deena? —dijo al oír la voz temblorosa de la anciana.

—¿Annie? ¿Eres tú?

—Sí, tía Deena, soy yo.

—Oh, me alegro. Empezaba a preocuparme.

—Te dije que no te llamaría hasta hoy.

—Lo sé, pero me pongo nerviosa si no puedo ponerme en contacto contigo.

—Pero, tía Deena… —se dijo que no debía mostrarse impaciente con su tía abuela. Después de todo, tenía noventa y cinco años. Olvidaba cosas—. Te di el número de mi teléfono móvil. Sabes que puedes llamarme cuando quieras.

—Sabes que no se me dan bien esas cosas modernas. No confío en ellas —afirmó con tono más decidido.

Annie no pudo evitarlo y rió entre dientes.

—Lo entiendo, pero tú no tienes que usar un teléfono móvil.

—No importa —dijo, obstinada—. Es el principio de esa cosa.

Annie sabía que era inútil discutir con la mujer mayor. Era una batalla perdida. Cuando se le fijaba algo en la cabeza, nadie, ni siquiera ella, lograba que cambiara de parecer.

—Bueno, de todas formas, me he establecido en mi nueva casa y sólo quería decirte que todo iba bien —al no obtener respuesta, añadió—: ¿Tía Deena? ¿Me has oído?

—Sí, te he oído. Pienso que es terrible cómo los matrimonios parece que ya no duran nada. Tu tío abuelo Harold y yo estuvimos juntos casi sesenta años. No es que no tuviéramos nuestros altibajos, pero los superábamos. Para bien o para mal, eso es lo que los jóvenes no parecéis comprender. Le dije a tu madre que os daba un mal ejemplo a Emily y a ti, pero ¿me escuchó?

Annie contuvo un suspiro. Ya había oído esa cantinela. Incluso estaba de acuerdo con su tía abuela, al menos en lo referente a su madre. Pero no quería alterar a la anciana, y sabía que si le contaba la verdad acerca de Jonathan, se alteraría y preocuparía mucho.

—Lo sé —murmuró cuando su tía terminó—. Lo sé. Pero, lo hecho, hecho está. Me he divorciado y trato de sacar adelante una nueva vida —hizo que su voz sonara animada—. Bueno, ¿cómo te has sentido esta semana, tía Deena?

—Oh, el reuma me da problemas, y mis ojos no son lo que solían ser, pero aparte de eso, estoy como una rosa.

«Estoy como una rosa». Era la expresión favorita de su tía.

—Es maravilloso.

—Bueno, Annie, gracias por llamar. Pero he de irme ahora. Están llamando para el almuerzo.

—Y no quieres llegar tarde.

—No, no, claro que no. Los jueves ponen pastel de carne.

—Estamos a viernes, tía —comentó con gentileza.

—¿Sí? Oh, cielos. No recuerdo lo que sirven los viernes.

Sonó como si fuera a llorar.

—Los viernes ponen macarrones con queso. ¿No? Y pescado. A ti te gusta el pescado.

—Sí, sí, me gusta —confirmó su tía, feliz—. El pescado me encanta. En particular con esa salsa tártara. Annie, ¿les dirás que pongan la salsa tártara?

—Claro, tía Deena. Se lo diré.

—Bien. Y ahora, ¿cuándo volveré a verte?

—Iré por tu cumpleaños en junio.

—¿Voy a tener una fiesta?

—Por supuesto. No todos los días se cumplen noventa y seis años.

—¿Y habrá tarta, regalos y velas?

—¿Qué es una fiesta sin una tarta, regalos y velas?

—Sí, tienes razón. Será muy divertido. Bueno, querida, el timbre vuelve a sonar. He de irme. Adiós.

—Adiós, tía Deena. Te llamaré de nuevo el viernes próximo.

Cortó. Cada vez que se despedían, se sentía triste. Su tía abuela siempre había sido vibrante, con una mente muy aguda. Y en ese momento… en ese momento en vez de guiarla y escuchar sus miedos, problemas y sueños como había hecho siendo adolescente, los papeles se habían invertido, y Annie era la adulta y, su tía abuela, la niña.

A veces se sentía tan sola. Sí, tenía a su madre y a su hermana, pero la primera vivía en Londres con el tercer marido y Emily, con cuarenta y dos años, era diez años mayor. Ella y el marido eran arqueólogos que viajaban constantemente. Annie y ella nunca habían tenido una relación próxima. De hecho, hacía tres años que no se veían y seis meses que no hablaban por teléfono.

«No me extraña haber sido una presa fácil para Jonathan».

Perdida en sus pensamientos, tardó unos minutos en darse cuenta de que ya no llovía con tanta fuerza. Era hora de ir a casa. Volvió a guardar el móvil en el bolso.

Entonces, recogió la bolsa con la compra y el paraguas, bajó del coche y corrió hacia la puerta de atrás.

Requirió cierta destreza abrir la puerta sin empaparse, pero lo consiguió. Dejando la compra y el bolso sobre la mesa de la cocina, apoyó el paraguas mojado en una esquina y se desabrochaba la gabardina cuando sonó el timbre.

Creyendo que era la compañía telefónica que iba a ponerle la conexión que había solicitado para el dormitorio, atravesó el salón en dirección a la puerta delantera. De modo que se hallaba completamente desprevenida cuando vio la cara de Jonathan a través de la mirilla. El corazón le dio un vuelco.

«¡Oh, Dios, no, no!».

Retrocedió, con la mente hecha un torbellino. No abriría. No le importaba las veces que llamara, no iba a abrir. Terminaría por cansarse y marcharse.

¿O no?

Recordó la ocasión en que una de las enfermeras de quirófano había cuestionado una orden suya. La había hostigado hasta que la mujer había solicitado el traslado. Recordó que se había negado a marcharse de una joyería que había cerrado cinco minutos antes hasta que abrieran la puerta y lo atendieran. Recordó lo obsesivo e implacable que era con cualquier cosa que quisiera.

El timbre volvió a sonar.

Miró la puerta. Tenía puesta la cadena. Quizá si abría lo suficiente para poder hablar, quedaría satisfecho.

«No puede hacerte daño si no lo dejas pasar».

Respiró hondo. Abrió el espacio que permitía la cadena.

—Hola, Annie —le dedicó una de sus sonrisas juveniles y encantadoras.

—Hola, Jonathan. ¿Qué haces aquí? —preguntó con frialdad.

—Ah, vamos, Annie. No seas así. Sólo quería verte. Tengo que hablar contigo.

—No tenemos nada de qué hablar. Ya se ha dicho todo —«una y otra vez».

—Annie, sé que estás dolida y enfadada, y no te culpo. De verdad que no. Pero no puedes estar tan enfadada como para ni siquiera querer escucharme.

Ella movió la cabeza con tristeza.

—Te he escuchado, Jonathan —«y nada ha cambiado. Nada cambiará jamás»—. Ya no quiero seguir escuchando.

—Por favor. Déjame pasar, sólo para decirte lo que pienso y después, si así lo quieres, me iré. Te lo prometo —al ver que no se movía, añadió—: Vamos, ten corazón. Me estoy empapando.

—Jonathan…

—Por favor, Annie. Por favor. Te lo prometo. No me quedaré mucho. Sólo quiero hablar contigo unos minutos.

Dios. Se preguntó cómo lograba siempre hacer que se sintiera como si ella fuera la única persona poco razonable.

—¿Annie?

Suspiró. Lo conocía. No iba a marcharse. Si era necesario, se quedaría allí de pie toda la noche, y al final terminaría por ceder.

—De acuerdo. Pero sólo unos minutos —cerró la puerta para poder quitar la cadena, y volvió a abrir.

Nada más entrar, intentó tomarla en brazos, pero ella movió la cabeza y retrocedió.

—Jonathan, dijiste que sólo querías hablar.

—Lo sé. Y lo que quiero decir es… querida Annie, te quiero. Deja que te demuestre cuánto. Por favor, vuelve conmigo. No puedo vivir sin ti.

Se lo veía horrible. Como si llevara días sin dormir. Tenía ojeras y la cara demacrada.

A pesar de todo, no pudo evitarlo. Sintió pena por él.

—Escucha, Jonathan —comenzó con la máxima gentileza que pudo mostrar—. Sé que crees que…

—Te lo suplico —gritó, interrumpiéndola—. He cambiado. Lo he hecho. Haré lo que sea si me permites volver. Iré a ver a un consejero matrimonial, lo que tú quieras. Sólo vuelve conmigo —clavó los ojos azules en ella—. No soporto estar sin ti. No puedo comer. No puedo dormir. Sólo pienso en ti, en lo estúpido que he sido y en lo mucho que te amo.

Ella alzó las manos.

—Jonathan, para. Por favor, para. No puedo hacer eso.

—Por favor, Annie. ¡He cambiado! ¿Por qué te muestras tan dura? No solías ser tan dura.

—No soy dura. Yo… yo… —respiró hondo— ya no te amo.

—No lo dices en serio. Sé que no. Sólo lo dices para castigarme. Bueno, pues tienes razón. Merezco que me castigues. Aquí —adelantó la mandíbula—. Golpéame. Adelante. Golpéame lo más fuerte que puedas. Pero no digas que no me amas.

—¡Para, Jonathan! Para —calló y la miró fijamente—. No quiero hacerte daño —musitó—. Pero tienes que aceptar la verdad. Ya no te amo y no voy a volver.

—¡Te dije que no dijeras eso!

La agarró con fuerza de los hombros, y ella hizo una mueca de dolor. Cerró los ojos. «Por favor, Dios», rezó. «Haz que lo entienda. Haz que se vaya».

—Haré que me inviertan la vasectomía —su voz reverberó con desesperación—. Tendremos hijos. Tantos como quieras. Sólo vuelve.

—No puedo —murmuró.

Las manos apretaron con más fuerza y el dolor le recorrió los brazos.

—Quieres decir que no quieres —el tono de súplica había desaparecido.

Desde alguna parte, Annie hizo acopio de valor para mirarlo a los ojos.

—Eso es. No quiero. Lo siento, pero nada de lo que digas me hará cambiar de parecer. Nuestro matrimonio se acabó.

Los ojos de él se oscurecieron por la furia.

—Zorra —soltó con los dientes apretados.

Cuando le soltó los hombros, Annie pensó que al fin había aceptado la verdad y que iba a marcharse. De modo que no estuvo preparada para el golpe en el pecho. Le dio con tanta fuerza que perdió el equilibrio y cayó pesadamente, golpeándose la cabeza en el borde de la mesita de centro.

Justo antes de quedar inconsciente, vio que echaba el pie para atrás con el fin de patearla.

Un momento más tarde, el mundo se volvió negro.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Los limpiaparabrisas de la furgoneta de Kevin Callahan funcionaban a su máxima velocidad, pero aun así costaba ver. Era una de las peores tormentas primaverales que la zona había experimentado en años. En ese momento la lluvia caía de costado, y según los partes de la radio, en algunas zonas granizaba.

Aminoró la velocidad. No tenía prisa por llegar a casa. Tampoco lo esperaba nada especial.

Odiaba los fines de semana. Durante la semana estaba ocupado. Pero los fines de semana… era cuando las parejas hacían cosas juntos. Cuando la soledad parecía casi insoportable, y nada de lo que su familia planeaba para distraerlo de su pérdida conseguía algo más que un alivio momentáneo.

«Jill, te echo tanto de menos».

El dolor no era tan intenso como había sido, pero sabía que jamás desaparecería por completo. Aunque no quería que lo hiciera, porque eso significaría que el recuerdo de lo que habían tenido juntos también se desvanecería.

Era irónico. Casi hasta cumplir los cuarenta años, jamás había creído ser material casadero. Había observado los matrimonios de sus padres y de sus hermanos y hermana con una especie de asombro. Había llegado a la conclusión de que nunca encontraría a alguien que pudiera inspirar ese tipo de compromiso.

Y entonces había conocido a Jill y todo lo que había creído acerca de sí mismo había cambiado. Se habían prometido tres meses después y establecido una fecha para la boda para ocho meses más tarde. Habían sido tan felices. Nunca había creído que pudiera ser tan feliz. Y en un momento espantoso, le había sido arrebatada en un accidente de coche seis semanas antes de la ceremonia. Las semanas posteriores a su muerte estaban borrosas. Había quedado embotado, totalmente aturdido por el dolor y la pérdida.

Hacía un año de eso y todavía le resultaba difícil en ocasiones creer que de verdad se había ido. Ese día la había tenido casi constantemente en la mente, porque había pasado el día en Austin finalizando los planes para su nueva oficina. Al visualizar las letras doradas en la puerta, con melancolía pensó que ella habría estado muy orgullosa.

Kevin Callahan, Arquitecto.

Pero ya no había nadie con quien compartir la consecución de ese sueño.

Jill…

Se hallaba tan enfrascado en sus pensamientos, que a punto estuvo de no ver a la chica. Pero de pronto apareció tambaleándose en la carretera. Si no hubiera tenido buenos reflejos, la habría atropellado. Con el volantazo que dio, casi perdió el control de la furgoneta al derrapar por el pavimento mojado.

—¿Qué diablos?

Con el corazón desbocado, al fin logró detener el vehículo. Por el espejo retrovisor pudo ver que la chica en ese momento estaba tirada en el suelo. Soltó un juramento y se preguntó si habría llegado a golpearla.

Recogió el paraguas negro que siempre guardaba en el habitáculo de la furgoneta, bajó y corrió hacia ella. No pudo imaginar qué hacía vagando bajo una lluvia torrencial en una carretera casi aislada donde no había ni una casa en kilómetros a la redonda.

Al llegar a su lado, se arrodilló.

—¿Señorita? —le tocó el hombro con gentileza, y con el paraguas la protegió de la tormenta—. ¿Se encuentra bien?

Los párpados de ella se movieron.

—Yo… yo…

Los dientes le castañetearon mientras se afanaba por sentarse, pero fue evidente que el esfuerzo la agotó, porque se echó para atrás y volvió a cerrar los ojos.

Cuando volvió a hablarle, no obtuvo ninguna respuesta. Alarmado, supo que tenía que sacarla de ahí y meterla en la furgoneta. Pero conseguirlo sin soltar el paraguas era imposible. De modo que lo cerró y lo dejó a un lado, luego la alzó en brazos. Apenas pesaba y la transportó con facilidad hasta el lado del acompañante. Incluso consiguió abrir la puerta sin grandes dificultades antes de introducirla con delicadeza en el interior. Una vez que la tuvo a salvo, regresó en busca del paraguas. Apenas notó que ya se encontraba tan empapado como ella. Estaba centrado en ayudarla, porque era evidente que se hallaba herida o enferma.

El lugar lógico al que llevarla era a urgencias del TriCity General, el hospital que atendía Rainbow’s End, Pollero y Whitley, ciudades vecinas que se habían unido para proporcionar unos servicios que ninguna podría haberse permitido o financiado adecuadamente de su propio bolsillo.

Se dio cuenta de que sería más rápido llevarla él mismo que pedir una ambulancia con el teléfono móvil, ya que ésta tendría que recorrer el doble de distancia.

Condujo con cuidado. Había logrado abrocharle el cinturón de seguridad, lo que al menos le proporcionaba cierta seguridad, apoyada como estaba contra la puerta. No sabía si se encontraba inconsciente. Pero como seguía sin contestarle cuando le preguntaba algo, lo daba por hecho.

No tardó mucho en llegar al hospital. Siempre sentía orgullo al ver el edificio en constante crecimiento que había sido levantado por la Constructora Callahan, el negocio que había fundado su padre y que se había transformado en una de las fuentes de empleo más grandes de la zona.

Al detenerse ante la puerta de la entrada de urgencias, apagó el motor, bajó y corrió al otro lado. La mujer despertó un poco cuando la sacó en brazos, pero volvió a cerrar los ojos al llevarla dentro.

La enfermera de la recepción alzó la vista y pareció sobresaltada cuando sus ojos se encontraron.

Kevin reconoció a Jackie Fox, una chica con la que había salido hacía seis años.

—Hola, Jackie —brevemente, le describió cómo había encontrado a la mujer que llevaba en brazos.

Jackie de inmediato entró en acción.

—Llevémosla a una de las salas de chequeo —dijo con firmeza—. Tendremos que quitarle la ropa mojada y ver si podemos averiguar qué le pasa.

En cuanto estuvo en la camilla, Kevin la observó con atención por primera vez. Mientras Jackie le secaba la cara y con su ayuda le quitaba la gabardina, comprendió que era mayor que lo que en un principio había pensado. Calculó que tendría treinta y pocos años. El pelo parecía de un rubio oscuro, aunque costaba aseverarlo por lo mojado que lo tenía. No estaba seguro por lo poco que los había podido ver, pero creía que tenía ojos castaños. Era bonita, o lo habría sido si no se la viera tan pálida o frágil.

Cuando Jackie terminó de tomarle la tensión y el pulso y de auscultarle el corazón, sacó una manta de una estantería y la tapó con ella.

—Vigílala. Iré a buscar al doctor Sánchez.

A solas con ella, estudió la cara de la mujer. Era un rostro delicado con huesos finos, nariz pequeña y recta, boca ancha y orejas bien delineadas y pegadas a la cabeza. Mientras estaba allí de pie, ella comenzó a moverse y alzó los párpados. Sus ojos… no se había equivocado, tenían motas doradas… al principio se mostraron perdidos, pero poco a poco los centró en él.

—Hola —le sonrió.

Ella frunció el ceño.

—Ho… hola.

Le alegró que no pareciera tenerle miedo. Cuando trató de incorporarse, le tocó un hombro.

—No intentes sentarte. Espera hasta que llegue el doctor.

—¿Doc… doctor?

—Sí. Estás en el TriCity General —cuando esa información no provocó señal de reconocimiento, añadió—: ¿El hospital que atiende Rainbow’s End, Pollero y Whitley?

El ceño de ella se acentuó. Movió la cabeza e hizo un gesto de dolor, llevándose las manos a la frente.

—No… no entiendo —con cada palabra sonó más agitada.

—Quizá sea mejor que no intentes hablar —Kevin deseó que Jackie volviera pronto.

—Pero… ¿cómo llegué hasta aquí…?

—Te traje yo.

—¿Tú? Pe… pero no te conozco.

—Lo sé. Estabas en la carretera…

No tuvo la oportunidad de terminar, porque en ese momento entró Jackie, acompañada de un joven médico de aspecto agobiado y con el pelo oscuro revuelto. Kevin suspiró, aliviado.

—Veo que está despierta —comentó Jackie. Con la cabeza indicó a Kevin—. Él la trajo.

—Soy el doctor Sánchez —dijo el hombre.

—Kevin Callahan.

Se estrecharon brevemente las manos y luego Sánchez se volvió hacia la mujer. Le auscultó el corazón, le examinó los ojos y luego le pasó el brazo por debajo del cuerpo para ayudarla a levantarse. Al hacerlo, ella gimió por el dolor.

—¿Dónde le duele?

—Por todas partes. La cabeza, el pecho y el es… estómago —susurró.

El médico le examinó la cabeza.

—Sí —dijo, mirando la nuca—. Aquí tiene un chichón feo. ¿Qué pasó? ¿Se cayó?

—No… no lo sé.

Sánchez miró un instante a Jackie. Luego volvió a centrar la atención en ella.

—Echémosle un vistazo a su pecho —le desabotonó la blusa y palpó—. ¿Puede respirar hondo?

Ella hizo una mueca.

—Duele.

—¿Alguien la golpeó? —preguntó sin rodeos.

—No… no lo recuerdo.

Él se mostró escéptico.

—¿No lo recuerda? ¿O está protegiendo a alguien?

—Doctor —intervino Kevin—, creo que le dice la verdad —le explicó cómo la había encontrado, sin dejar de ofrecerle a ella miradas tranquilizadoras.

Al terminar, Sánchez se volvió hacia la mujer.

—¿Cómo se llama, señorita?

Al oír eso, la expresión de ella, que hasta entonces sólo había sido de confusión, comenzó a adquirir visos de pánico. Se mordió el labio inferior y los miró a los tres. De pronto, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—No lo sé —se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar.

—Está bien —Jackie apoyó la mano en su hombro en un gesto de reafirmación. Miró al médico con el ceño fruncido.

Sánchez miró a Kevin.

—¿Y usted tampoco sabe quién es?

Kevin movió la cabeza.

—Yo regresaba a casa. Ella vagaba por la carretera bajo la lluvia.

El médico movió la cabeza.

—Voy a pedirle una resonancia. Que comprueben el chichón que tiene en la parte de atrás de la cabeza. Puede que también tenga una costilla rota —se volvió hacia Jackie—. Además de la resonancia, también solicite una analítica de sangre —acercó el historial y escribió algo mientras continuaba dándole órdenes a la enfermera.

Cuando se marchó, Jackie se llevó a Kevin a un lado.

—¿Llevaba una cartera? ¿Alguna identificación?

Él negó con la cabeza.

—No que yo pudiera ver.

—¿Puedes quedarte? Tenemos que hablar, pero primero me gustaría llamar a alguien de radiología para que venga a buscarla.

—Claro, esperaré —aunque hubiera tenido planes, algo acerca de esa mujer y su dilema no le habría permitido abandonarla hasta que supiera que iba a ponerse bien.

La miró, acostada con los ojos cerrados, y sintió compasión por ella. Debía de resultar aterrador no recordar el propio nombre ni cómo habías llegado adonde estabas. Por no mencionar cómo se había lastimado.

El asistente de radiología llegó a los diez minutos de que Jackie lo hubiera llamado. Entre los dos sentaron a la mujer en una silla de ruedas y el hombre se la llevó.

—Muy bien —dijo Jackie—. Inspeccionemos la gabardina. Quizá haya algún documento de identidad en los bolsillos.

Pero los bolsillos sólo aportaron unos billetes de dólar arrugados, un tubo de vaselina para los labios y un pañuelo de papel estrujado.

—Supongo que no hay manera de saber si tiene seguro médico —comentó Jackie.

—Escucha, no te preocupes por eso. Yo pagaré los gastos que puedan generar sus cuidados —cuatro años atrás no habría podido ser tan magnánimo, pero desde su golpe de suerte en el mercado de valores, disponía de más dinero que el que jamás había soñado.

—¿Estás seguro? Podemos ingresarla como un caso de caridad.

—Estoy seguro —por algún motivo se sentía responsable por ella, aunque sabía que no tenía más obligaciones hacia ella.

—De acuerdo. Prepararé los papeles. Necesitaré que firmes algunos formularios.

—Bien.

Mientras Jackie iba a ocuparse del papeleo, Kevin sacó su teléfono móvil. A regañadientes, le había dicho a su hermano Rory que quizá luego fuera al Pot O’Gold, el lugar predilecto de sus dos hermanos solteros, pero en ese momento tenía la excusa perfecta para no ir.

—Hola, tío —saludó Rory al contestar—. ¿Seguimos quedando para esta noche?

—Creo que no.

—¿Por qué no?

Le explicó lo que había pasado.

—Voy a quedarme aquí hasta ver cómo se encuentra, luego iré a casa a acostarme.

—Quieres decir a rumiar.

—Escucha, que no quiera…

—Ahórratelo, ¿de acuerdo? Estás hablando con tu hermano. Sé exactamente lo que vas a hacer. Es lo mismo que has estado haciendo desde que murió Jill. Escucha, Kev, ella no querría que lo hicieras. Sería la primera en decirte que debes seguir adelante, dejar eso atrás y empezar a vivir otra vez.

Tuvo ganas de decirle que se metiera en sus propios asuntos, pero sabía que eso sería injusto.

Su familia lo quería. Sólo buscaba lo mejor para él. Lo que no entendían era que debía dar cada paso cuando estuviera preparado para ello, no cuando ellos creyeran que debía hacerlo.

—Escucha —dijo—, he de dejarte. Hablaremos mañana.

Antes de que Rory pudiera poner alguna objeción, cortó. Luego apagó el teléfono móvil. Si su hermano o alguien más lo llamaba, podían dejarle un mensaje. De ese modo no tendría que justificar nada ni escuchar más consejos bienintencionados pero no buscados.

Unos minutos más tarde, volvió Jackie. Durante la siguiente hora, Kevin firmó papeles, asumiendo la responsabilidad financiera de Jane Doe, el nombre que había escrito Jackie, y luego mató el resto del tiempo leyendo el nuevo número de Architectural Digest, que había llegado el día anterior y que había guardado en el maletín.

Finalmente, Jackie anunció que Jane regresaba de cardiología.

—Estará en la habitación 103 en el ala sur. Puedes ir allí si quieres verla.

—¿Qué han mostrado las pruebas?

—El radiólogo te verá allí y expondrá todo.

La habitación 103 era un cuarto agradable, pintado de una suave tonalidad de gris, con una ventana grande que daba al patio arbolado. La lluvia había parado y el sol de la tarde abría surcos en el agua del suelo.

Se detuvo ante la ventana y miró por las persianas. Varios trabajadores del hospital fumaban sentados en un banco. Hizo una mueca. Siempre lo sorprendía ver fumar al personal médico. Aunque no entendía por qué. Los seres humanos podían saber que algo era malo para ellos, pero eso no significaba que fueran capaces de controlar sus apetitos o superar sus debilidades.

De pronto sonrió. Sonaba como un filósofo. Sus hermanos se reirían.

«He cambiado, y todavía no se han dado cuenta. Aún creen que soy el antiguo Kevin, el que estaba abierto a todo, el que jamás se ponía serio. Pero ya no soy ese hombre. Jill es la causa. Amarla me hizo crecer».

Meditaba ante la ventana cuando unos minutos más tarde, el mismo ayudante que se había llevado a Jane a radiología, la llevó a la habitación. De inmediato la mirada de ella lo buscó, y Kevin pudo ver lo asustada que seguía.

No podía imaginar lo que sería no recordar nada. Le sonrió con ánimo de tranquilizarla, contento de repente de haber pedido una habitación privada para ella. Si ya era bastante malo padecer amnesia, peor sería tener una compañera que le hiciera todo tipo de preguntas que no sabría responder.

Una enfermera baja y pelirroja entró con viveza en la habitación. Le dio las gracias al ayudante y luego miró a Kevin.

—¿Es usted el marido?

—Eh, no, sólo un amigo.

—De acuerdo. ¿Qué le parece si sale al pasillo un rato? Lo llamaré cuando haya acabado.

Le dedicó otra sonrisa tranquilizadora a Jane, luego la dejó en las manos evidentemente capaces de la enfermera. Llevaba esperando sólo unos minutos cuando se acercó un médico alto y rubio. Le hizo un gesto con la cabeza a Kevin y fue a entrar en la habitación.

—Doctor —dijo él—. ¿Es usted el radiólogo que se supone que he de ver aquí?

—Sí. Soy el doctor Mitchell. ¿Es usted familia de la paciente?

—No —Kevin se presentó y luego le ofreció un breve resumen de la mujer y de cómo la había encontrado—. Pero me siento responsable por ella. ¿Ha podido determinar qué le sucede?

—Si se refiere a si sabemos por qué no puede recordar nada, hay un hematoma en el córtex cerebral que provoca una amnesia temporal.

—¿Temporal? ¿Está seguro de que únicamente es temporal?

—No podemos tener una certeza absoluta sobre nada, pero existe una alta posibilidad de que su pérdida de memoria sólo sea temporal, sí.

—¿Cuánto durará esa amnesia temporal?

—Cualquiera lo sabe, pero por lo general, en casos así, la memoria regresa bastante pronto. Puede que no toda al mismo tiempo. A veces el paciente tiene islas de memoria… incidentes aislados… antes de una recuperación completa.

Kevin supo que era ridículo sentirse tan aliviado. Después de todo, la mujer que había en la habitación era una desconocida. Sin embargo, se sintió aliviado.

—¿Y sus otras lesiones?

—Aparte del hematoma feo que tiene en la cabeza, hay dos costillas rotas. Nada muy grave, aunque las costillas serán dolorosas durante un par de días.

Cuando Kevin volvió a entrar en la habitación, Jane llevaba una bata verde de hospital en vez de los vaqueros y la camisa de algodón con los que había llegado. Se hallaba incorporada a medias en la cama.

—Le he vendado las costillas y suministrado algo para el dolor —indicó la enfermera. Su mirada directa se posó en Jane—. No tardará en sentirse somnolienta.

Cuando la enfermera se marchó, Kevin acercó una de las dos sillas de la habitación a la cama y se sentó junto a Jane, cuyos ojos aún mostraban una expresión perdida.

—No quiero que te preocupes —le dijo—. Todo va a salir bien.

Ella tragó saliva, pero los ojos volvieron a llenársele de lágrimas.

—Pe… pero sigo sin poder recordar nada.

—Lo sé, pero el doctor Mitchell dijo que la pérdida de tu memoria probablemente fuera sólo temporal.

—¿Sí?

—Sí. Incluso dijo que no creía que tardara mucho en regresar.

Ella se mordió el labio.

—Pero, ¿y si se equivoca? ¿Y si no recupero la memoria? —susurró.

—Escucha, preocuparte no cambiará nada. Lo que necesitas ahora es desterrar todo de tu mente y tratar de dormir un poco. Las cosas tendrán mucho mejor aspecto mañana. De hecho, no me sorprendería que al despertar lo recordaras todo.

Habría dicho cualquier cosa para eliminar la expresión asustada de su cara. En cualquier caso, quizá tuviera razón. Quizá al día siguiente lo recordara todo.

Sus palabras parecieron conseguirlo, porque ella asintió y echó la cabeza atrás. Unos minutos más tarde, cerró los ojos y no tardó en respirar lenta y acompasadamente. Kevin se quedó un rato hasta tener la certeza de que no despertaría, luego se levantó, le echó un último vistazo a la forma quieta y en silencio abandonó la habitación.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

No dejó de pensar en ella durante el trayecto a casa. Se alegraba de haberla visto. Era imposible saber qué le habría ocurrido si él no hubiera pasado por allí. Incluso en ese momento sentía un escalofrío al pensar en lo cerca que había estado de atropellarla.

¿Qué le había provocado esas lesiones? Sabía que el médico de urgencias sospechaba que alguien la había golpeado, pero quizá no se tratara de eso. Tal vez se había caído por las escaleras o algo parecido. No obstante, era desconcertante que llevara puesta una gabardina cuando la encontró.

Seguía pensando en ella al llegar a su casa. Al subir por la entrada de vehículos, el sol se ponía y el lado occidental de la estructura reflejaba una tonalidad naranja y dorada. Era una casa magnífica, que debería haber sido fuente de gran orgullo… la prueba física de que su sueño de hacerse arquitecto era ya una realidad y que podía diseñar casas que eran tanto hermosas como funcionales. Pero sus sentimientos y orgullo acerca de la casa eran agridulces.

Jill había sido una parte importante de su diseño y desarrollo. Todo había sido planeado en torno a la vida que iban a compartir. Con ella muerta, gran parte del placer en la casa también había muerto.

No obstante, era preciosa, un maravilla multinivel. Aunque sus líneas ultramodernas podrían haber resultado sombrías y frías, eso quedaba contrarrestado por la calidez de la madera, los colores y las texturas que se habían empleado en toda la estructura.

En el nivel inferior estaban el garaje, el almacén, el cuarto para la colada, el taller de trabajo y la sala de juegos. Ésta iba a ser un estudio para Jill, quien había sido una escultora de gran talento, y aunque en ese momento contenía una mesa de billar, Kevin jamás podía olvidar su propósito original. Por lo tanto, la evitaba.

En el siguiente nivel se hallaban la cocina, el comedor, el salón, la habitación y el cuarto de baño de invitados. El nivel superior consistía del dormitorio y del cuarto de baño principales y de su despacho.

Había terrazas que rodeaban la casa en las plantas baja y primera y enormes ventanales que daban a las colinas verdes.

Habían planeado construir una piscina, pero ésa era otra cosa por la que ya no sentía ningún entusiasmo.

Con un suspiro, metió la furgoneta en el garaje y entró en la casa. Fue directamente al dormitorio principal. Una hora más tarde, se había duchado, puesto un chándal cómodo y se encontraba en la cocina. Abrió la nevera, y al final se decidió por una cena simple de huevos revueltos y una tostada.

Una vez lista, se fue al salón con el plato y un vaso con leche. Los depositó sobre la mesa de centro de pino y luego se dejó caer en el sofá azul marino.

Miró el mando a distancia, pero no estaba de humor para ver la televisión. Pensó que ésa era la historia de su vida. Desde la muerte de Jill, no estaba de humor para nada. Por algún motivo, ese pensamiento hizo que otra vez pensara en Jane. Recordó cómo le había dicho que mañana sería un día mejor.

Eso era una broma. No desconocía si los mañanas de ella serían mejores. De hecho, podían ser peores. Nadie tenía control sobre los días. Diablos, toda la vida era una mala toma, y cualquiera que creyera otra cosa, tarde o temprano tendría un triste despertar.

Hizo una mueca, y los huevos que inadvertidamente se había estado llevando a la boca, de pronto le supieron a serrín. Dejó el tenedor y apartó el plato.

El último sol de la tarde desapareció y la oscuridad invadió la habitación. Permaneció sentado largo rato. Quizá su mañana había quedado estropeado para siempre, pero eso no significaba que el de Jane tenía que ser igual, en especial cuando él tenía medios para ayudarla. No sabía porqué le interesaba tanto esa mujer desconocida, pero así era, y al día siguiente regresaría al hospital.

Quizá fuera una locura, al menos eso pensarían sus hermanos, pero no podía evitar pensar que había una razón para que él hubiera encontrado a Jane.

 

 

Alguien la perseguía. Estaba oscuro y se hallaba en una especie de callejón y podía oír pisadas detrás de ella al ritmo de los latidos de su corazón.

Corría lo más rápidamente que podía. El corazón le martilleaba y le dolía el pecho, pero no dejaba de correr, porque sabía que si aminoraba durante un instante, él la alcanzaría. Sin embargo, sin importar la velocidad de su carrera, podía oír cómo su perseguidor se acercaba más y más.

«Por favor, Dios, por favor, Dios, por favor, Dios».

Estaba muy asustada. Debía huir. ¡Tenía que hacerlo! Y de pronto lo tuvo detrás. Las manos de él se cerraron sobre sus hombros.

Gritó y se incorporó.

Un segundo más tarde, la luz inundó la habitación. Miró alrededor con gesto frenético. ¿Dónde estaba? Miró aterrada a la mujer de blanco que se encontraba en el umbral.

—Está bien —dijo la mujer. Era alta, negra y con ojos amables—. Se encuentra en el hospital. Ha sufrido una pesadilla —se acercó a la cama.

Las manos fueron frescas y gentiles al consolarla.

¿El hospital? ¿Qué hacía en el hospital? Escuchó mientras la enfermera le explicaba lo sucedido el día anterior, y mientras la enfermera hablaba, recordó al hombre que la había llevado allí. Había dicho que se llamaba Kevin. Kevin Callahan. Era un nombre agradable. Y también tenía una sonrisa agradable, al igual que sus ojos. Recordó haber pensado que eran los más azules que jamás había visto. La había hecho sentirse mejor a pesar de que no sabía quién era o qué había estado haciendo bajo la lluvia.

Se llevó la mano a la boca y comenzó a temblar. «Oh, Dios…».

—Escuche, querida —dijo la enfermera—, sé que está asustada, y no la culpo, en absoluto. Pero sea lo que fuere lo que estuviera soñando, ya no le puede hacer daño. No aquí. Aquí está a salvo —le acomodó la manta—. Dígame, ¿le duele algo? ¿Quiere algo más para el dolor?

—No… no. Es… estoy bien —pero no estaba bien. ¿Cómo podía estarlo? No sabía quién era o qué le había pasado. El labio inferior le tembló. «¿Quién soy?». El personal del hospital la llamaba Jane, porque tenía que llamarla algo, pero sabía que ése no era su verdadero nombre. Si tan sólo pudiera recordar…

—¿Quiere que deje la luz encendida?

—No —susurró. Tuvo que esforzarse para no llorar.

La enfermera le dedicó otra sonrisa amable y se marchó, apagando la luz al salir.

Cerró los ojos y trató de calmarse con el fin de poder volver a dormirse. Pero su mente no quiso cooperar. Las misma preguntas daban vueltas en su cabeza.

«¿Quién soy? ¿Qué me ha pasado?».

Pero sin importar todas las veces que se hacía las preguntas, en ningún momento obtuvo respuestas. Al final, exhausta por la furiosa concentración y por el esfuerzo de recordar, volvió a deslizarse en el sueño.

 

 

Kevin había terminado de beber su segunda taza de café cuando sonó el teléfono.

—No te he despertado, ¿verdad?

Era Jack Kinsella, el marido de su hermana Sheila y su mejor amigo durante casi toda su vida.

—No. Llevo levantado desde las siete —miró el reloj de pared. Eran casi las nueve.

—Sheila me pidió que te invitara a cenar esta noche. Así que te invito.

Sonrió. Desde la muerte de Jill, al menos una vez a la semana recibía una invitación para cenar de los Kinsella.

—¿Qué hay en el menú?

—Tu hermano quiere saber qué hay en el menú —transmitió Jack.

Kevin oyó la voz de su hermana de fondo.

—Dice que prepararemos unos chuletones.

—Iré, pero con una condición.

—Lo sé. Tú traerás los chuletones.

—Exacto —ése era uno de los pocos modos que tenía de pagarles su hospitalidad. Al principio se habían opuesto a que llevara algo. Pero ya le permitían contribuir porque sabían que de otro modo no iría.

—Bueno, ¿qué más tienes planeado para hoy? —preguntó Jack.

—Dentro de un rato iré al hospital.

—¿Oh?

Le explicó lo sucedido el día anterior.

—¿O sea, que no sabes nada de esa mujer? —quiso saber su cuñado cuando terminó.

—Nada.

—Mmmm.

—¿Qué?

—Quizá no es una buena idea que te involucres con ella.

—No me voy a involucrar. Sólo…

—Te estás involucrando.

—No puedo evitarlo. Me siento responsable —durante un segundo se le pasó por la cabeza contarle a Jack que también creía que existía una razón para que hubiera encontrado a Jane, pero eso pasó.

—Quizá está en problemas.

—¿Quieres decir con la policía? —no había pensado en esa posibilidad. Frunció el ceño. No parecía el tipo.

—¿Por qué no llamas a Zach? Probablemente, él lo sepa.

—Buena idea —repuso, pensativo. Unos años atrás, su prima Maggie se había casado con Zachary Tate, el sheriff del condado.

—Sí, porque si está metida en algún tipo de problema, será mejor que no te involucres.

Sin duda Jack tenía razón, pero Kevin no creía que pudiera desaparecer así como así. ¿Qué daño podía causar que por la mañana fuera a ver a Jane?

—¿Qué me dices de la oficina? —preguntó Jack, bajo la impresión de que el tema de Jane estaba zanjado—. ¿Pudiste hacer algo ayer?

—Bastante. Aún no han traído las mesas, pero por lo demás, estoy en buena forma —aún le quedaba por contratar a una recepcionista, pero eso podía esperar hasta que tuviera algunos proyectos que justificaran el gasto.

—Eso está bien.

—Lo único que necesito es un poco de trabajo.

—Ya llegará. Debes darle algo de tiempo.

—Lo sé. No estoy preocupado.

—Bueno, será mejor que me vaya. ¿Nos vemos a las seis?

—Allí estaré.

Colgaron, y Kevin recogió las cosas del desayuno y se puso en marcha. Llegó al hospital treinta minutos más tarde.

Al entrar en la habitación de Jane, lo sorprendió verla vestida y sentada en un sillón. Se la veía mucho mejor que el día anterior. El pelo, rubio oscuro, como había pensado, estaba limpio y recogido hacia atrás, e incluso llevaba algo de carmín.

—Hola —saludó.

La sonrisa rápida de ella le indicó que la alegraba verlo.

—Hola.

—¿Te sientes mejor hoy?

—Sí, mucho mejor —hizo una mueca—. Aunque sigo sin recordar nada. Y… —frunció el ceño—. Dicen que hoy ya puedo irme a casa. Pero…

Kevin lo entendió de inmediato.

—No te preocupes —su mente se puso a funcionar a toda velocidad. ¿Adónde podía ir? Con gusto le habría pagado una habitación en un motel, pero eso sería algo impersonal y solitario. Y Jane necesitaba estar con gente que la pudiera ayudar. Y de pronto lo tuvo… un lugar que la esposa de su hermano Patrick, Jan, había mencionado muchas veces—. Aquí hay un estupendo refugio para mujeres —indicó—. Mi cuñada trabaja como voluntaria allí. Sé que les encantará que te quedes con ellos hasta que recobres la memoria —a punto estuvo de agregar: «o hasta que alguien venga a buscarte», pero logró contenerse. No tenía ningún sentido alarmarla. Parecía bastante inteligente como para deducirlo por cuenta propia.

—¿Un refugio para mujeres sin hogar?

Pareció alterada.

Sí, algunas de las mujeres no tienen hogar, pero otras proceden de situaciones abusivas o han tenido una racha de mala suerte y necesitan ayuda temporal.

Tuvo ganas de decirle: «Diablos, si quieres, puedes quedarte en mi habitación de invitados», pero se contuvo. No era una buena idea. No debería estar sola, y el personal del refugio estaba preparado para proporcionarle el apoyo emocional que necesitaba, mientras que ése no era su caso.

—Bueno, ¿qué tenemos que hacer para conseguir que te den el alta?

—Se supone que debo llamar a la enfermera cuando me encuentre lista.

—¿Qué necesitas para estar lista?

—Nada. Sólo esperaba por si tú aparecías.

Pudo ver que le costó reconocer eso, lo que hizo que se sintiera más que contento por no haber hecho caso a Jack acerca de no involucrarse.

—Entonces, vámonos.

Notó que se movía con cuidado al recoger su gabardina y una bolsa con suministros médicos que había sobre la mesita de noche. Tuvo la certeza de que aún le dolía el pecho. Las costillas fracturadas eran molestas.

—¿Te han dado una receta para comprar analgésicos? —ella asintió—. Bien, los compraremos de camino.

—Pero, yo…

—¿Qué?

—No tengo dinero —musitó.

—No pasa nada. Me lo devolverás cuando recobres la memoria.

—No sé cuándo será, ni siquiera si podré pagarte. Quizá no tenga dinero.

—Repito, no te preocupes. El dinero no es importante. Sí lo es que te pongas bien.

—Ni siquiera me conoces. ¿Por qué te muestras tan amable?

—Tengo una hermana. Si algo le pasara, me gustaría pensar que alguien la ayudaría.

Durante unos momentos, ella no respondió; cuando lo hizo, vio que los ojos le brillaban.

—Gracias —susurró.

Incómodo, le dio una palmada en el hombro.

En cuanto le dieron el alta y Kevin se ocupó de la factura, salieron.

—Si algo agita tus recuerdos y quieres parar, dímelo —le indicó.

—De acuerdo.

Pero nada lo hizo, y veinte minutos más tarde, entró en el aparcamiento del refugio.

Kevin sólo había estado una vez allí, con el fin de entregar una caja con juguetes que los empleados de su padre habían donado para Navidad, ya que muchas mujeres del refugio tenían hijos pequeños. En aquel momento, había quedado favorablemente impresionado con el lugar, decorado con tonos vivos y alegres.

Ese día, mientras entraban, le alegró descubrir que nada había cambiado. Las sillas de la recepción estaban pintadas de amarillo y los cojines mullidos tapizados de verde y amarillo. Las paredes se hallaban cubiertas con pósters enmarcados de famosos hitos como la Estatua de la Libertad, la Torre Eiffel y el Puente Golden Gate.

Un mostrador dividía la sala, con la recepción de un lado y una zona de oficina del otro. Una mujer morena de mediana edad con un rostro agradable se levantó cuando entraron.

—Hola —saludó—. ¿Puedo ayudarlos?

—¿Trabaja hoy Jan Callahan? —preguntó Kevin.

—No, lo siento, Jan viene sólo los jueves.

—De acuerdo, entonces… —miró a Jane—. Necesita un lugar donde quedarse —explicó con rapidez las circunstancias de Jane.

—Oh, querida —la mujer le dedicó una mirada comprensiva—, debe de ser terrible no poder recordar nada.

—No es agradable —convino Jane.

—¿Por qué no se sientan? Llamaré a la directora y podrán hablar con ella.

Unos minutos más tarde, se abrió una puerta en la parte de atrás de la zona de oficinas y entró una mujer alta y de cabello gris. Fue a la zona de la recepción. Kevin se puso de pie y pasado un momento, lo mismo hizo Jane.

—Hola —dijo la mujer—. Me llamo Margaret Burke, soy la directora del albergue.

Kevin se presentó a sí mismo y a Jane y volvió a explicar las circunstancias que los habían llevado allí.

—Tienen suerte hoy —explicó la mujer—, porque disponemos de un poco de espacio. Una de nuestras residentes se marchó esta semana y ha quedado libre una habitación.

A Kevin le alegró no verse forzado a averiguar qué habría hecho en el caso de que no hubieran dispuesto de espacio.

—Bobbi les dará los formularios que deben rellenar —continuó la directora. Le dedicó una sonrisa de simpatía a Jane—. Comprendo que no podrá brindarnos mucha información, pero haga lo que pueda. Cuando termine, Bobbi la llevará a mi oficina y yo le mostraré el centro.

—¿Puedo ir yo también? —inquirió Kevin.

—Desde luego.

Después de acabar con el papeleo, Bobbi apretó algo debajo del mostrador que hizo sonar tres campanillas. Luego abrió la puerta que llevaba a la sección interior y les indicó que la siguieran.

—¿Qué significan esas tres campanillas? —preguntó Kevin.

—Les indica a las mujeres que va a entrar un hombre —explicó Bobbi.

«Tiene sentido», pensó él.

—También tenemos una alarma que alertaría a todos sobre un visitante no deseado.

Eso tenía aún más sentido.

De camino al despacho de la directora, Kevin vio una cafetería, varias zonas de descanso, una zona para el recreo infantil, un cuarto de archivos y varias oficinas.

—¿Dónde están los dormitorios? —preguntó.

—En otra ala —repuso Bobbi—. A los hombres no se les permite la entrada allí —se detuvo delante de una puerta cerrada y llamó.

—Adelante.

Fueron conducidos a una oficina grande llena con archivadores y un escritorio pequeño, detrás del cual se sentaba Margaret Burke. Les indicó dos sillas de respaldo recto delante de la mesa.

En cuanto Bobbi se marchó, la directora dijo:

—¿Qué les parece nuestro centro?

—Es muy agradable —repuso Jane con cortesía.

—Estamos muy orgullosas del trabajo que hacemos aquí. Hemos ayudado a levantarse a muchas mujeres.

—¿Cuántas mujeres viven aquí? —preguntó Jane.

—Tenemos sitio para veinticinco.

—¿Eso también incluye a los niños? —intervino Kevin.

—No. También podemos acomodar a unos veinticinco niños. Esperamos poder ocuparnos de más pronto. Si nuestra campaña para recaudar fondos funciona bien —miró a Jane—. ¿Hay algo más que desee saber?

Jane movió la cabeza.

—Entonces le hablaré de nuestras reglas, y cuando termine, la llevaré a su habitación —le sonrió a Kevin—. Me temo que tendrá que esperar aquí. No permitimos que entren hombres en la zona de descanso.

—Bobbi me lo ha dicho —confirmó.

—No pedimos mucho de nuestras residentes, pero tenemos reglas estrictas acerca de hacer la cama, la higiene personal y la consideración hacia las demás. Todo el mundo cumple trabajo en la cocina y en los baños, de acuerdo con un horario que se entrega cada domingo por la noche —continuó exponiendo las reglas, pero de forma amigable, acompañada de una sonrisa.