El hombre del momento - Patricia Kay - E-Book
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El hombre del momento E-Book

Patricia Kay

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Beschreibung

Aquello era la peor pesadilla de una madre hecha realidad Después de que su hija fuera secuestrada en un centro comercial, Glynnis March no sabía qué hacer. Afortunadamente, Dan O'Neill se encontraba al frente de la investigación y había decidido recuperar a la pequeña a toda costa. Pero aquel no era un caso más para el guapísimo y entregado detective. Dan no podía quitarse de la cabeza a la bella madre, ni a su destrozada familia. Tenía que trabajar a contrarreloj para salvar a la pequeña Livvy... pero también tendría que luchar contra los fantasmas del pasado que no le habían dejado curar su corazón roto.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Patricia A. Kay. Todos los derechos reservados.

EL HOMBRE DEL MOMENTO, Nº 1518 - octubre 2012

Título original: Man of the Hour

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1140-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Mami, tengo sed!

—¡Yo también! Quiero irme a casa.

Glynnis March miró a sus hijos, Michael de siete años, y Olivia de tres, que parecían desesperados.

—Lo siento —dijo con toda la paciencia de que fue capaz, teniendo en cuenta que le dolía la cabeza y también ella quería irse a casa—. Sé que estáis cansados. Cinco minutos más y nos vamos, ¿vale? Sólo me queda comprar un regalo de navidad y después podremos ir a comer algo.

—¿Y nos darás patatas fritas? —dijo Michael.

—Sí, patatas fritas y refresco para que podáis ir tomándolo de camino a casa.

—¿Lo prometes? —preguntó Michael escéptico.

—Lo prometo.

—Sólo cinco minutos, Livvy. Lo ha prometido.

—¿«Sinco» minutos? —repitió la pequeña con gesto de concentración mientras sacaba cuatro dedos en su manita.

—Cinco, tesoro —dijo Glynnis sacando el pulgar de su hija—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco.

Michael no sonrió. Era demasiado mayor para que lo distrajeran con esas cosas. Glynnis sabía que estaba tentando a la suerte pero en Corinne vendían jerseys de cachemir a mitad de precio y sabía que se quedaría sin él si no lo compraba en ese momento. Uno verde sería el regalo perfecto para su cuñada, Sabrina.

Glynnis entró en la tienda seguida por sus hijos. Había mucha gente. Abriéndose paso entre la multitud, fue directa a la sección de jerseys. No fue fácil pero consiguió llegar a los que estaban en oferta.

—¡Glynnis! Me alegro de verte.

Glynnis se giró al oír el acento escocés. Era Isabel McNabb, la directora del programa de escritura creativa que se impartía en el Instituto de Ivy, centro en el que Glynnis enseñaba Arte e Historia del Arte.

—Hola, Isabel. Aquí estoy tratando de hacerme con la masa.

—Qué coincidencia —dijo Isabel retirándose un mechón de pelo rubio—. Mi madre viene mañana y todavía no le he comprado nada. Por eso estoy aquí.

—¡Mami! ¡Vamos! —Michael le tiró de la manga. Glynnis miró a su hijo, el vivo retrato de la infelicidad. Sus ojos oscuros, como los de su padre, se mostraban acusadores.

—Tesoro —empezó a decir.

—Quiero irme. Lo prometiste.

—Lo «pometiste» —repitió Olivia, incapaz de pronunciar las erres aún.

—Isabel, lo siento. No puedo entretenerme ahora. Tengo que comprar uno de esos jerseys y salir de aquí o mis hijos se morirán de hambre.

—¿Ves por qué yo no tengo ningún deseo de tener un bebé? —dijo su amiga hablando en voz baja.

Glynnis sonrió. El humor seco de Isabel y su sinceridad para expresar una opinión poco popular entre la gente, no dejaba de sorprenderla.

—Feliz Navidad —dijo Glynnis, mientras Isabel se marchaba, despidiéndose con un gesto de la mano.

—Feliz navidad para ti también.

Glynnis se puso a buscar el jersey con una mano mientras sostenía con la otra a su hija Olivia que había empezado a chuparse el dedo. En condiciones normales, habría tratado de distraerla y le habría sacado con cariño el dedo de la boca pero en ese momento estaba literalmente reventada. Justo cuando acababa de encontrar la talla que buscaba, se oyó un enorme ruido en el momento en que un perchero circular lleno de chaquetas de piel caía al suelo. Glynnis levantó la vista y vio que las inconfundibles zapatillas rojas de su hijo sobresalían bajo el perchero.

—¡Michael! —Glynnis dejó a Olivia en el suelo y corrió a ayudar a una de las dependientas que ya se encontraba junto a las perchas. Michael la miró aturdido. Tenía un corte en la mejilla.

—Michael, tesoro —Glynnis lo ayudó a levantarse—. ¿Estás bien?

—Sí.

—Lo siento mucho —dijo Glynnis a la dependienta mientras se llevaba a su hijo.

—No se preocupe. Es un niño. Estamos acostumbradas.

Glynnis sonrió agradecida. Sacó un pañuelo de papel del bolsillo y limpió la sangre de la mejilla de su hijo. El corte no era más que un rasguño, en realidad.

—Vamos, cariño —dijo Glynnis olvidando el jersey.

—Vale.

—Livvy, tesoro, nos vamos a casa —dijo Glynnis girándose y frunciendo el ceño al comprobar que su hija no estaba detrás de ella—. ¿Livvy? Livvy, cariño, ¿dónde estás? —llamó dando vueltas por la tienda. No la veía por ninguna parte—. ¡Livvy! —gritó, el pánico empezaba a adueñarse de ella—. Deja de esconderte. No tiene gracia.

—¿Qué ocurre? —dijo la dependienta de antes.

—Mi hijita. No la veo. Ella... Dios mío —su voz empezaba a temblar—. Yo... yo la tenía en brazos y la dejé en el suelo cuando vi a Michael debajo de las chaquetas —dijo Glynnis llorando—. ¡Ha desaparecido! No está por ninguna parte.

Abrazando a Michael con fuerza, Glynnis recorrió la tienda. ¡Livvy tenía que estar en algún sitio! Tal vez estuviera escondida bajo los percheros. A los niños les encantaba hacerlo. Muchos de los clientes de la tienda estaban ya reunidos en grupos y la miraban con preocupación.

—Señora, cálmese. Dígame cómo es su hija —dijo la dependienta.

—Solo tiene sólo tres años. Tres y medio. Es pequeña y tiene el pelo cobrizo como el mío, los ojos avellana, y hoyuelos en las mejillas. Lleva un chaquetón con capucha de color amarillo brillante, pantalones de pana azul marino y zapatillas blancas —dijo Glynnis.

Trató de controlar el miedo diciéndose que Olivia estaba cansada y que probablemente se habría quedado dormida en algún sitio.

—¿Algo más, señora?

—Se estaba chupando el dedo —dijo Glynnis sintiendo que algo se le rompía por dentro. Rogó por que sólo estuviera escondida en alguna parte de la tienda.

—Llamaré a seguridad —dijo la dependienta—. Ayúdala a buscar —dijo a continuación a una compañera.

Dependientas y clientes se pusieron a buscar a la niña bajo los percheros y los mostradores. Pronto habían agotado todas las posibilidades pero Livvy no aparecía. Glynnis salió de la tienda llamando a su hija pero por mucho que llamara y por muy fijamente que buscara, no veía la chaqueta amarilla. Nunca antes se había sentido tan impotente.

—Mami, ¿dónde está Livvy? —la voz de Michael estaba temblorosa.

Glynnis lo miró a los ojos preocupados y vio que su hijo estaba a punto a llorar. Trató de que su voz sonara tranquilizadora.

—La encontraremos, tesoro. No te preocupes. Tal vez sólo haya ido a por patatas fritas —pero mientras lo decía, el miedo que había estado tratando de ocultar surgió con violencia amenazándola con abrumarla por completo.

Unos segundos más tarde, dos guardias de seguridad, un hombre y una mujer, vestidos con uniforme negro, llegaron a la tienda. La dependienta que había ayudado a Glynnis la tomó del brazo.

—Vamos —dijo—. Tenemos una cámara de seguridad. Echemos un vistazo a la cinta y veamos si su hija ha salido de la tienda sola.

—¿Qué pasó exactamente, señora? —dijo la mujer guardia.

Glynnis estaba tan asustada ya que apenas podía hablar. En cuanto tuvieron los detalles principales, el compañero sacó su walkie-talkie. En unos minutos, la música de fondo se paró y una voz habló por megafonía.

—No se preocupe, señora —dijo el hombre—. Estamos cerrando todas las salidas. Si su hijita anda por ahí sola, no podrá ir muy lejos. La encontraremos.

—Lucy —dijo una de las dependientas.

La dependienta que había ayudado a Glynnis desde el principio se giró. —Ya hemos rebobinado la cinta.

—Vayamos a echar un vistazo, señora —dijo la mujer guardia.

En la oficina de la tienda de ropa, Glynnis, con Michael, el director de la tienda, los dos guardias de seguridad y Lucy comprobaron la cinta.

—Dios mío —Glynnis contuvo el aliento—. ¡Ahí está! ¡Ahí! ¡Es ella! —empezó a llorar porque en la cinta estaba Olivia pero no estaba saliendo sola de la tienda. Una mujer joven la llevaba en brazos y la niña estaba llorando—. ¡Esa mujer se lleva a mi hija!

El guardia de seguridad tomó el teléfono y marcó el número de la policía, pero no sin antes dar algunas instrucciones a su compañera.

—Alerta a todo el mundo. Buscamos a una mujer de unos veinte años. Lleva una chaqueta corta y vaqueros; el pelo de punta, mechas rubias; lleva a una niña en brazos. Dales la descripción de la hija de la señora March. Diles también que no intenten detenerla, sólo hay que vigilarla y seguirla. Las puertas están cerradas y no puede salir del centro. Llámame en cuanto las veas.

«Por favor, Dios, que la encuentren. Que la encuentren. No dejes que le hagan daño. Deja que vuelva a casa conmigo, y nunca volveré a pedirte nada».

El turno de Dan O’Neill comenzaba a las tres pero como se aburría en casa decidió ir más temprano a la comisaría. Aunque uno creería lo contrario, la delincuencia parecía aumentar en Navidad.

Ni siquiera Ivy, en el estado de Ohio, cuya población era inferior a treinta y cinco mil habitantes, era inmune, aunque todos los delitos se limitaran a disputas domésticas, episodios de vandalismo y algún conductor borracho. El menú en Chicago habría consistido en homicidios, tráfico de drogas y atracos a mano armada.

Dan pensó con amargura lo aburrido que era estar allí. Pero no se había mudado a Ivy precisamente en busca de emociones. Ya había tenido suficientes en los últimos años como detective en Chicago. Para el resto de su vida.

Recordó Chicago y los motivos que lo habían obligado a irse de allí, y un manto de depresión lo cubrió todo. No quiso pensar en ello. Estaba cansado de sentirse mal. Cansado de sentirse culpable. Cansado del viejo Dan.

Pronto llegaría el Año Nuevo. Lo repitió mentalmente varias veces. El Año Nuevo significaba cambios. Buenos propósitos.

—Vida nueva —murmuró.

—¿Has dicho algo?

Dan alzó la mirada. Romeo Navarro, nombre que le iba como anillo al dedo ya que se consideraba un regalo divino para las mujeres, lo miraba con curiosidad.

—Hablaba solo —contestó Dan.

—Ten cuidado. Eso es lo que hace la gente mayor.

Dan se encogió de hombros. Romeo seguía hablando cuando el teléfono sonó. Ambos se giraron hacia Elena, la telefonista.

—Es horrible —decía, abriendo mucho los ojos oscuros—. Enviaremos a alguien inmediatamente —y a continuación colgó y llamó a la puerta de cristal del jefe de policía—. ¡Jefe Crandall!

Gabe Crandall, un hombre bajo, calvo, barrigudo y deseoso de jubilarse, alzó la vista.

—Una niña pequeña ha desaparecido en una tienda del centro comercial —dijo Elena.

Dan y Romeo estaban ya de pie antes de que el Jefe los llamara. Dan se puso la chaqueta asegurándose de que no dejaba ver su arma, una Glock del calibre 40, metida en su funda sobre el cinturón. Cuando terminó de ponerse el abrigo sobre la chaqueta, Romeo ya lo estaba esperando.

—O’Neill, tú estás al cargo.

Dan asintió. Se preguntaba qué estaría pensando Romeo. Hasta su llegada al departamento tres meses atrás, Romeo había sido el oficial a cargo en todas las operaciones.

—Si necesitáis refuerzos, llamad a Elena. Tratará de localizar a todos los agentes disponibles.

Elena les dio los detalles y cinco minutos más tarde estaban camino del centro comercial. Repasaron los datos mientras entraban. Una niña de tres años raptada por una desconocida. Dan maldijo.

Con suerte el rapto habría quedado registrado en las cámaras de seguridad del centro comercial. Tal vez tuvieran suerte de verdad y cuando llegaran la niña hubiera aparecido, y Romeo y él podrían volver a la comisaría. Se aferró a ese pensamiento sin querer pensar en la alternativa.

Cuando llegaron, Dan se alegró de ver que las puertas habían sido cerradas. Esperaba que se hubiera hecho a tiempo. Romeo y él enseñaron sus placas y un civil los dejó entrar.

—Soy Jack Robertson —se presentó—. El director del centro —sus ojos grises tras las gafas de montura de metal reflejaban su honda preocupación—. Les agradezco que hayan llegado tan rápido.

Dan y Romeo lo siguieron por el centro lleno de gente hasta un punto en el que había un Santa Claus sentado en un trono. No era necesario que les dijeran que el lugar del secuestro había sido la tienda llamada Corinne porque un montón de gente se congregaba a las puertas de la tienda.

Dentro, la multitud les abrió paso y ambos policías fueron conducidos a la pequeña oficina. Dan reconoció rápidamente a la madre. Sus ojos asustados y llenos de preocupación, y la palidez de su rostro hablaban por sí mismos. Junto a ella, había un niño pequeño, de pelo oscuro que parecía cansado y asustado.

Dan le hizo un gesto y sus ojos se cruzaron brevemente. Podía sentir el peso de su miedo y deseó poder decirle que no había razón para preocuparse, pero la experiencia le había enseñado que no era así.

En la oficina también había un guardia de seguridad de mediana edad, cuya insignia decía que se llamaba Harold Fury, y dos mujeres que mostraban etiquetas prendidas en la solapa que las identificaba como personal del centro.

Dan extendió la mano al guardia.

—Teniente Dan O’Neill. Departamento de policía de Ivy.

—Sargento Romeo Navarro —dijo Romeo a continuación extendiendo la suya.

El guardia se presentó y a continuación hizo un gesto hacia la mujer.

—Ésta es la señora March, la madre de la niña.

—Hablaremos con usted en un minuto —dijo Dan mirándola de nuevo.

Glynnis se mordió el labio inferior y acercó al niño hacia sí. Dan imaginó que sería también su hijo.

—Supongo que habrá una cinta de la cámara de seguridad —añadió Dan mirando al guardia.

—Así es.

—¿Podríamos echarle un vistazo, por favor?

Al llegar al punto del rapto, Dan pidió que congelaran la imagen para poder estudiar a la mujer. Era inconfundible, aunque no podían verle la cara. El peinado punky era suficiente para hacerla sobresalir entre la multitud.

—¿Alguien había visto a esta mujer en la tienda? —preguntó.

—Yo —dijo la dependienta más joven, una rubia adorable.

—Dime lo que viste, Lucy —dijo Dan mirando el nombre de su etiqueta.

—Sólo la vi brevemente. Estaba en el mostrador de delante donde tenemos una vitrina con turquesas. Iba a acercarme a preguntarle si podía ayudarla en algo cuando una clienta me preguntó algo y me olvidé de ella.

—¿Había algo inusual en ella? ¿Alguna otra cosa aparte de su pelo?

—Lo siento. No me di cuenta de nada más. Era joven, adolescente, tal vez veinte años, pero eso es todo lo que recuerdo. Y llevaba una chaqueta negra. De cuero. Era bonita. Ah, ahora que pienso, creo que llevaba vaqueros azules.

—Gracias. La mayoría de la gente recuerda más de lo que cree —dijo Dan con una sonrisa.

La chica sonrió, evidentemente orgullosa de sí misma.

—¿Se han cerrado todos los accesos al centro? —preguntó al guardia de seguridad.

—Sí. Todas las salidas al exterior están bloqueadas.

—¿De todas las tiendas?

—Sí.

—¿Se han comprobado todas? —preguntó Dan con cierto recelo.

—No, pero se ha dado la orden —por primera vez el guardia mostró cierto titubeo—. Se ha ordenado a todas las tiendas que cierren sus puertas.

—¿Cuántos guardias de seguridad están de servicio en este momento?

—Cuatro, contando conmigo.

—¿Y cuántas tiendas hay en el centro?

—Treinta y cinco.

—¿Contando con las tiendas grandes situadas en los extremos?

—Sí.

Dan se dio cuenta de que iban a necesitar a todos los agentes y el personal de seguridad que estuviera disponible si querían montar un dispositivo de búsqueda eficaz.

Mientras Romeo y el guardia solicitaban refuerzos, Dan se dirigió a la madre.

—Señora March, le aseguro que haremos todo lo que podamos para encontrar a su pequeña.

—Gracias —dijo ella tragando con dificultad.

—¿Tiene una fotografía de ella?

—Sí, sí —dijo Glynnis abriendo el bolso y sacando la fotografía. Tenía las manos temblorosas.

Dan sabía que no había lugar para las emociones en una investigación. El miedo descarnado de la madre y la súplica silenciosa de que la ayudara ya era bastante malo. Pero la visión de la preciosa niña de la foto fue el impulso necesario para mostrarse objetivo y profesional. Aunque trató de sofocarlos, los recuerdos de otra preciosa niña lo asaltaron. El dolor por la pérdida de su hijita se reveló fresco como si su muerte se hubiera producido un día antes en vez de nueve años antes.

Por un momento, el sentimiento lo paralizó pero entonces, de algún sitio logró sacar las fuerzas necesarias para concentrarse en su trabajo.

—¿Puedo quedármela? —dijo con un tono más brusco de lo que había pretendido—. Por si la necesitamos —añadió suavizando la voz.

—S-sí, claro.

—Tengo que hacerle algunas preguntas.

—Por supuesto.

—¿Hay alguna posibilidad de que alguien que usted conozca esté detrás del rapto?

—¿Alguien que yo conozca? —repitió Glynnis mirándolo con incredulidad—. Nadie que yo conozca haría nunca algo así.

—¿Algún ex marido? ¿Alguien que quisiera hacerle daño?

—No. Yo... soy viuda —dijo ella.

—Lo siento. Mire, puede que tardemos un tiempo en encontrar a su hija. ¿Quiere llamar a alguien para que venga a hacerle compañía?

—Yo... sí, a mi hermano —dijo con alivio y sacó el móvil del bolso.

Mientras llamaba, Romeo y el guardia de seguridad regresaron diciendo que Elena había logrado localizar a diez agentes más y seis guardias de seguridad. Dan procesaba la información a toda velocidad.

—De acuerdo. Esto es lo que haremos. Nos dividiremos; primero las tiendas de los extremos. Haremos que los clientes y los dependientes salgan por una de las puertas en la que habrá un guardia de seguridad y un agente. Se comprobará la identidad de cada persona antes de dejar que salga, y habrá que prestar especial atención a las mujeres con niños. Mientras esto ocurre en la planta baja, otro equipo comprobará la planta superior de la tienda, y así se procederá con cada establecimiento. Una vez se haya comprobado una zona, se acordonará y un guardia de seguridad permanecerá en la puerta para impedir que pueda entrar alguien y esconderse.

—Necesitaremos más personal del que disponemos —le dijo Romeo llevándolo aparte.

Dan ignoró el comentario y siguió dando órdenes.

—El sargento Navarro se encargará de la puerta norte por donde irá saliendo todo el mundo y desde allí dejará pasar a todo el personal que venga a ayudar. ¿Podríamos utilizar su oficina como centro de operaciones? —dijo Dan finalmente mirando al director del centro comercial.

—Por supuesto.

—De acuerdo. Romeo, envía allí a todo el personal que venga.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó el guardia de seguridad Harold Fury.

—Señor Fury, reúna a todos los guardias y llévelos a la oficina. Allí les daré las indicaciones del procedimiento a seguir.

Cuando Romeo y Fury salieron de allí, Dan se volvió hacia la madre que ya no estaba hablando por teléfono.

—Mi mejor amiga. No...no he podido localizar a mi hermano.

—Me alegro de que alguien venga —dijo él con una sonrisa tranquilizadora—. Quiero que se quede por aquí de momento, ¿de acuerdo?

—Claro. Usted... —se detuvo un momento y tomó aire profundamente—. La encontrará, ¿verdad?

Dan titubeó. No sabía si decirle la dura verdad o algo más suave, algo que la ayudara a soportar la espera.

—Sí, la encontraremos.

Al ver la confianza ciega en los ojos de la mujer, se juró que cumpliría su promesa aunque fuera lo último que hiciera en su vida.

Capítulo 2

Glynnis esperaba sentada en silencio en una silla. No estaba segura de cuánto tiempo había pasado desde que el detective la dejara sola, pero parecía que hubieran sido horas. Tampoco recordaba cómo se llamaba. Sólo recordaba que tenía unos ojos amables que le habían parecido sinceros.

Rezaba y rezaba por que la encontraran sana y salva. No podía dejar de ver la carita de miedo de Livvy en el video. De eso habían pasado horas. Su hijita debía estar aterrorizada en ese momento y Glynnis entrelazó las manos para evitar que temblaran descontroladamente.

«Mi bebé».

No podía dejar de pensar cómo se le habría ocurrido dejarla sola en el suelo sin tomarla de la mano. Se preguntó qué clase de madre era.

«Toda la vida he hecho la elección equivocada. ¿Qué me pasa?»

Glynnis se puso en pie y comenzó a recorrer la tienda de arriba abajo.

«¿Gregg, dónde estás? Te necesito».

Su hermano era la única persona de la que había dependido en toda su vida. Los demás la habían decepcionado, pero Gregg nunca. Siempre habían estado muy unidos y tras la muerte de sus padres cuando tenían dieciséis años se habían hecho aún más inseparables.

Sin embargo, ese día, no había podido localizarlo. Nadie contestaba al teléfono en su casa, no estaba en el restaurante y en el teléfono móvil le había salido el contestador. Le había dejado un mensaje y otro a Janine, la camarera de Antonelli’s, el restaurante que regentaba desde hacía seis años.

Pobre Janine. Se había puesto muy nerviosa y no había dejado de disculparse diciendo que Gregg había salido por la mañana y había dicho que no regresaría en todo el día.

—Si llama le diré lo que ha ocurrido. ¿Llevas el móvil? ¿Puedo hacer algo más? ¿Quieres que vaya Steve?

Steve era el primo de Glynnis y Gregg, y en los últimos dos años se había convertido en la mano derecha de Gregg en el restaurante.

—No —dijo Glynnis—. Lo necesitas más ahí.

—¿Y Kat? Si quieres la llamo.

Kat Sherman era la mejor amiga de Glynnis y todos la conocían en el restaurante.

—Gracias. Ya-ya la llamaré yo.

La había llamado en realidad hacía veinticinco minutos y Kat le había dicho que estaría en el centro en media hora así que estaría a punto de llegar.

—Mamá.

Glynnis miró sorprendida a su hijo.

—Mamá, tengo que ir al baño.

—Tesoro. Lo siento —dijo ella. No sabía qué le estaba pasando. Se había olvidado de que su hijo estaba allí. El pobre no había dicho ni una palabra—. Hay un cuarto de baño ahí mismo —dijo señalando la puerta que había tras ellos.

—Vale.

—¿Quieres que vaya contigo?

—No —contestó Michael al tiempo que sacudía la cabeza.

—Lávate las manos cuando termines.

—Lo sé.

Se quedó mirándolo mientras iba al cuarto de baño. Era un niño muy bueno. Igual que Livvy. Sólo por ellos no se arrepentía de la relación que había tenido con el padre de ambos, Ben March. Sólo por ellos merecía la pena la humillación que había sufrido por haber confiado en él.

—Mamá, ¿adónde ha ido Livvy? —preguntó Michael cuando salió del cuarto de baño.

La mirada que había en sus ojos casi le rompió el corazón y, acercándose a él, lo abrazó. El calor de su pequeño cuerpo y el abrazo confiado que Michael le devolvió casi la hicieron derrumbarse.

—No lo sé, cariño, pero no quiero que te preocupes. La policía la encontrará.

—¿Pero por qué se ha ido? ¡Sabe que no tiene que irse con extraños!

—Tesoro, yo... —se detuvo. ¿Qué podría decirle a su hijo para no asustarlo?

—¿Glynnis?

—¡Tía Kat! —olvidándose de la pregunta, Michael corrió hacia Kat que estaba de pie en la puerta de la pequeña oficina. Los niños adoraban a Kat, tanto que la consideraban de la familia. Kat se inclinó y abrazó al niño. Cuando se enderezó tenía los ojos sospechosamente brillantes.

Glynnis no había estado nunca tan contenta de ver a alguien. Se levantó y las dos mujeres se fundieron en un abrazo.

—Glynnis, es horrible. Lo siento mucho.

—Y es todo culpa mía —contestó Glynnis tragando con dificultad.

—Tú no tienes la culpa. No puedes vigilarlos cada segundo del día.

—No trates de que me sienta mejor, Kat. Soy un absoluto desastre. No hago nada bien.

Kat la tomó por los hombros y la miró.

—Escúchame Glynnis Antonelli.

La lealtad de Kat hacia su amiga y la ira que le merecía Ben March, el hombre que se había casado con Glynnis mientras estaba casado con otra, hacía que nunca la llamara por el apellido de casada. De hecho, Kat había tratado de convencer a Glynnis de que cambiara los apellidos de los niños. Glynnis lo había estado pensando, pero al final había decidido que sólo los confundiría, especialmente a Michael que ya era mayor y podría preguntar la razón.

—No eres un desastre —continuó Kat con vehemencia—. Sólo has tenido algunos tropiezos, pero nada de lo que ha ocurrido es culpa tuya.

—¡He perdido a mi hija, Kat! ¿Qué clase de madre pierde a su hija? Y todo por un jersey, ¡por un estúpido jersey! Sabía que estaban cansados pero aun así tuve que presionarlos un poco más. ¿Por qué no los llevé a casa cuando me lo dijeron? —Glynnis oía su voz cada vez más alta y supo que se estaba poniendo histérica, sabía que estaba asustando a Michael, pero no podía parar—. Kat... —rompió a llorar.

—Cariño... —Kat la abrazó entonces y Glynnis se derrumbó.

—Mamá.

—Mamá está bien —Kat intentó tranquilizar al niño mientras le hablaba a Glynnis al oído—. Trata de disimular un poco. Estás asustando a Michael.

Reuniendo toda la fuerza que tenía dentro, Glynnis recuperó el control.

—Bien, y ahora cuéntame con calma todo lo que ha pasado —continuó Kat mientras ponía un brazo sobre los hombros de Michael y lo atraía hacia sí.

Cuando Glynnis terminó, Kat la miró con un gesto de determinación en su cara que significaba que ella se encargaría de todo.