Alfil blanco, alfil negro - Agustín Baeza - E-Book

Alfil blanco, alfil negro E-Book

Agustín Baeza

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Beschreibung

A punto de abandonar su trabajo durante uno de sus frecuentes ataques de lo que él mismo denomina cinismo melancólico, Joshua, el asesor de un importante ministro, recibe un peculiar encargo. A lo largo de una frenética semana entre Madrid y Cuba, acompañaremos al protagonista en su misión, en la que se cruzará con unos personajes a cual más grotesco. Alfil blanco, alfil negro es una sátira del mundo político. Situada en un futuro cercano, utiliza la ironía y el sentido del humor para hacer una reflexión sobre la política y la sociedad hacia la que nos encaminamos.

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Primera edición: enero 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de la cubierta: Mariona Sánchez Maquetación: Álvaro López Corrección: Ana Briz Revisión: Maite Lecue Santovenia

Versión digital realizada por Libros.com

© 2022 Agustín Baeza © 2022 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18913-25-9

Agustín Baeza

Alfil blanco, alfil negro

A Mayca. A mis padres, Agustín y Juli.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Primera parte

1. Un antiguo oficio

Segunda parte

2. El ministro

3. El encargo

4. Nostalgia del porvenir

5. Los perdidos

6. Las reinas del desierto

7. Buenos Aires en Madrid

8. Los politicastros

9. Sin aliento

Tercera parte

10. Habana blues

11. La calle

12. Animales

13. Diplomacia campechana

14. El diablo en tu corazón

15. La milagrosa

16. Guantanamera

17. El chino

Cuarta parte

18. La exclusiva

19. Opio y negocio

20. El boliche

 

Mecenas

Contraportada

Primera parte

1. Un antiguo oficio

 

«Pero si me dan a elegir

entre todas las vidas yo escojo

la del pirata cojo con pata de palo,

con parche en el ojo,

con cara de malo.

El viejo truhan, capitán

de un barco que tuviera

por bandera

un par de tibias y una calavera».

Joaquín Sabina

Querido amigo:

Te escribo estas palabras desde un oscuro despacho ministerial ahora que me he quedado solo y los teléfonos, las aplicaciones de mensajería y el correo electrónico han dejado de dar la lata y quieren irse a dormir también. Hay silencio, pero es pesado. Hay calma, pero hiere con su insondable quietud. Me cuesta concentrarme en estas últimas tareas. Tengo mucho que contarte y lo haré tranquilamente, cuando me haya recuperado, paseando y tomando esos mates que tanto nos debemos.

He vivido unas últimas semanas explosivas y excesivas. He viajado durante jornadas interminables en una cruel y caprichosa montaña rusa de emociones, agitaciones, inquietudes y desafíos sin igual. He llegado a querer acabar con todo de una vez, salir corriendo y no parar hasta desaparecer del mapa. Este oficio de la política acaba con cualquiera. Todavía hay quien cree en su regeneración, como si sus reglas no estuvieran talladas en piedra maciza desde los albores de la vida en comunidad. Son unos ingenuos. ¿Cuántas veces te dije que la política es irreformable? La política lleva funcionando tres milenios con unos códigos perpetuos, y seguirá haciéndolo de la misma forma hasta que nos extingamos como especie. No hay nada que hacer.

Necesito volver a pasear con vos por aquellas cumbres coloreadas de Purmamarca cagados de frío, aunque sea subidos a aquel auto trucho que escupía humo y se bebía todas nuestras existencias de agua potable. Necesito tomar un helado casero de dulce de leche en cualquier vereda de Caballito mientras hablamos de todo y de nada, como hacen los verdaderos amigos. Necesito volver a pasear por el Tigre remando en una lanchita por uno de aquellos cauces, aunque ahora me dicen que las barcazas de turistas desaprensivos lo han invadido todo. Necesito volver a compartir esos cortes de asado en aquel restaurante de Palermo donde una vez casi nos agarra la cana por querer ayudar a aquel viejito. Y necesito volver a respirar el aire sublime y aristocrático del cementerio de la Recoleta, espero que no lo hayan terminado de nacionalizar los del pobrismo militante. Necesito vagabundear como los viejos piratas por esos mares recónditos, pero dentro de la OCDE, ya sabes, aventuras las justas, y más ahora que voy teniendo una edad. Por cierto, me tenés que contar cómo consiguieron engañar a la organización, qué trilerías utilizaron con los jerarcas internacionales, más aún con las deudas que ustedes arrastran desde hace décadas y con esa moneda que se gastan.

No sé bien dónde leí alguna vez que la tristeza se hereda. Al parecer, nuestros genes son capaces de reproducir no solo información química y biológica, sino también la genuina materia del alma. Desde que nacemos tenemos una predisposición a la tragedia o a la alegría que arrastramos como un pesado —o liviano— fardo a lo largo de nuestra existencia. Y eso, definitivamente, es más importante que la herencia patrimonial, el capital simbólico que pueda dejarte tu familia o la actitud a lo largo de tu existencia.

Sé que lo hemos hablado alguna vez y que tú me quieres bien cuando me aconsejas ir a terapia, pero escúchame bien: olvídate de todo tipo de asesores de la felicidad, vendedores de crecepelo en una época turbia en la que proliferan este tipo de charlatanes. La cosa es más trivial y severa. Lo tengo meridianamente claro: el principio supone más de la mitad del éxito de cualquier empresa, y la empresa de la vida arranca ya el día que nacemos con una marca indeleble asociada a la tristeza o a la alegría. Una marca de nacimiento que no se borra con ningún disolvente vital. Y puede que algunos hayamos empleado demasiado tiempo en tratar de suprimirla, solo conseguimos provocar escozor y picor interior. No removamos más la mierda, ¡déjese de joder!

Y ahora que lo pienso, ya he olvidado por qué te estaba contando esto de la herencia de los estados de ánimo. Bueno, ya me conoces, me pongo a hablar al pedo y solo me salen pelotudeces, y, si me junto con vos, hacemos masa crítica y acabamos montando un buen quilombo.

En un rato parto para el aeropuerto. En apenas quince horas nos encontramos, viejo amigo. Reserva la mejor botella de Malbec que tengas a mano. Tengo mucho que contarte.

Joshua

Segunda parte

2. El ministro

 

«Quieres cambiar este mundo y no sabes bien por qué. A la izquierda no hay nada que hacer y a la derecha volvemos a caer, quédate en un lugar sin destacar el discurso nunca va a cambiar».

Todavía tengo que dar con el tempo adecuado, pero los versos ya canturrean en el interior de mi cabeza, conformando una sinfonía épica y placentera que reverbera sin descanso en mi ánimo desde hace varios días, abriéndose paso como un torrente desbocado. Esta noche terminaré de componer la rueda de acordes. Mientras tomo una ducha caliente trato de reproducir la protocanción, primero silbando y después tarareando la incipiente melodía como si quisiera invocarla, atraerla, tentándola a abandonar el mundo celestial, rogándola para que se decida de una vez por todas a encarnarse aquí y ahora. Salgo desnudo del cuarto de baño; me gusta sentir el tacto de la madera del parqué sobre las plantas empapadas de los pies mientras me dirijo al armario para ponerme el mejor traje que tengo, el de terciopelo suave, color berenjena. Lo combino con mi corbata de la suerte; lleva estampadas una clave de fa y otra de sol azules, danzando sobre un fondo blanco y negro que simula el teclado de un piano. Me miro al espejo mientras me acicalo el cabello todavía húmedo y pienso: «¡Ya queda menos!».

Abro la puerta del portal de mi bloque y me dejo caer en la vorágine de la Gran Vía, la gran arteria del centro, congestionada ya en estas primeras horas de la mañana. El tráfico está desquiciado y la gente corre por las aceras acelerando su paso, mientras zigzaguea para evitar los frecuentes choques entre los numerosos transeúntes que buscan un taxi, o aprietan el paso para alcanzar la parada de autobús, o se suben a una de las numerosas bicicletas, motos eléctricas y patinetes de alquiler que campan a sus anchas por toda la acera. Todo el mundo parece estar escuchando el mismo tictac de un reloj imaginario que anuncia, como un terrible presagio, que la hora de llegar a la oficina, a clase o a la tienda se está acercando. No quieren llegar tarde al momento de fichar. Fichar es lo más parecido a la esclavitud que conozco. Nadie que se sienta libre debería fichar.

Continúo sin acostumbrarme del todo a este frenesí desquiciante y un tanto diabólico de vehículos autónomos que, mezclados con los tradicionales, aún dirigidos y conducidos por personas, recorren las calles como si un dios menor les estuviera guiando desde una atalaya celestial. Muy a menudo acontece que la red que sustenta todo el tinglado falla y el arcano completo cae por unos segundos: de repente, como en aquellas películas de serie B donde unos extraterrestres conseguían petrificar a todos los seres humanos por unos instantes emitiendo un barrido de ondas dormideras, todos los objetos móviles conectados entre sí se bloquean al unísono. Si la epifanía del caos tecnológico te sorprende a bordo de uno de ellos, puedes dar por perdidas las dos próximas horas, eso en el mejor de los casos, pues ha habido momentos en los que la normalidad no ha regresado hasta la jornada siguiente. El futuro maravilloso que nos esperaba con la digitalización masiva ya está aquí, pero nos ha salido un poco rana: la bacanal festiva que se nos anunció hace algunos años con indisimulada algarabía se ha tornado en pesadilla cotidiana.

Arribo al bar donde desayuno a diario. Me encanta el olor a café combinado con los humos de las primeras fritangas, mezclándose en una atmósfera interior que se torna aún más densa a causa del vapor de la respiración humana. Es una mañana ligeramente nublada y con algo de niebla, típica de un día madrileño indeterminado de finales de invierno. Doy buena cuenta de una gigantesca taza de café con leche acompañado de una tostada con aceite y jamón. Un andaluz, así se le conoce desde hace décadas, un placer de dioses al alcance de cualquiera. Me pido como postre un par de churros, si es que se puede hablar en esos términos a estas horas de la mañana. No me caen bien, siento acidez en la boca del estómago. Por lo demás me siento somnoliento y mi mente está embotada, tengo que hacer un considerable esfuerzo para recordar en qué día de la semana vivo. Las citas de mi agenda asaltan mi cerebro como repentinos y fugaces fogonazos que me aturullan por momentos. De repente, caigo en la cuenta de la sucesión vertiginosa de acontecimientos en la que llevo sumergido las últimas semanas. A duras penas alcanzo a diferenciar aquello que he leído de lo que me han contado o, incluso, de lo que he soñado. Esto no es una crisis, es un puto drama que va a acabar con todos nosotros en un psiquiátrico. «Otra semana más en el circo de la política», pienso mientras pago la cuenta y salgo a la calle para caminar unos minutos antes de decidir en qué medio de transporte voy a cubrir los escasos dos kilómetros que me separan de la oficina. Me decido por un patinete eléctrico; me sale gratis con la tarjeta VIP del Gobierno.

Llego al ministerio y, tras cruzar el zaguán al que se accede después del portalón de la entrada, los guardias civiles me hacen su acostumbrada reverencia. El robot que escruta a los visitantes —que sustituyó a los viejos controles de seguridad con sus míticos guardias siempre prestos, o bien a hacer la vista gorda, o bien a tocarte las narices hasta el infinito, dependiendo del humor con que hubiesen amanecido esa mañana— apenas emite un bipbip de aprobación anodino y metálico. Subo por una de las escaleras laterales y me quedo mirando una de las placas colocada en la pared de la izquierda. Atornillada a una losa de mármol de color crema reza una frase inscrita en la piedra que resume todo lo que evoca este lúgubre lugar: «Este edificio fue inaugurado en 1912 por…». La placa está quebrada, el pedazo de piedra que falta con el nombre del protagonista del sarao se perdió en algún accidente histórico o venial, quién puede saberlo, el caso es que algún preboste de la patria debió decidir que era mejor dejarla así, tal cual, sin nombre propio, sin protagonista de la efeméride, sin conocer al gobernante que mandó colocarla a mayor gloria suya. Como un canto vetusto, por incomprendido, a una época apenas imaginada. Leída así la placa se puede deducir que aquella lejana inauguración fue anónima, pero nada más lejos de la realidad, pues ningún gobernante deja pasar la oportunidad de pasar a la posteridad. Mi tesis al respecto es ligeramente más alambicada: aunque constituye un lugar común creer que los poderosos inauguran espacios como un ejercicio de autorreferencia, siempre he mantenido que en realidad lo hacen para demostrar al populacho lo que realmente le espera si osa subvertirse. Otras veces eligen dejar su huella en forma de leyes u ordenanzas, las más de las veces contingentes, insípidas, inservibles antes de nacer, demasiado a menudo dañinas para los intereses generales, y en no pocas ocasiones dignas de cualquier comedia bufa de medio pelo. A los poderosos les suelen dar, sentados en sus sillones de mando, demasiados ataques de historia. Su narcisismo siempre les atormenta, y nunca el todo será suficiente. Bien lo sabemos los de mi estirpe. Desgraciadamente, en este país, desde que a Franco le dio por inaugurar pantanos, cogimos carrerilla y ya no hemos parado. Aunque el asunto viene de mucho más atrás. Hay un gen atávico que nos impulsa y que nos lastra generación tras generación. Me siento optimista hoy.

Todo magno edificio tiene una historia detrás que, o bien lo envilece, o bien lo eleva a los cánones de la belleza, acontece más allá de su estética y su estilo arquitectónico. Cuentan los cronistas que un presidente del Gobierno de principios del siglo XX ordenó edificar esta mole que hoy acoge nuestro ministerio para que hiciera las funciones de residencia y despacho de la presidencia. De ahí que el gran patio interior cubierto, al que se accede por una escalera ancha y bien tamizada de pequeñas columnas de maderas nobles pulidas y barnizadas a conciencia, fuera construido al objeto de albergar fiestas, bailes y cócteles de la alta sociedad de principios de la anterior centuria. Hoy apenas tiene uso y se muestra desolado, sin vida, desangelado, sirviendo de manera ocasional para oficiar algún evento público de poca monta, lo que acontece cada vez con menor frecuencia. Los encargados del protocolo ministerial no acaban de encontrar la fórmula que maquille la deformidad visual y estética que resulta al combinar pantallas, proyectores, escenarios y atriles propios del siglo XXI con una arquitectura y mobiliario interior dignos de cualquier episodio nacional de Galdós: una cacofonía visual desagradable, una bacanal del mal gusto, a la par que una impostura de mil pares de narices.

Subo en el ascensor a la primera planta y atravieso, como todas la mañanas, un largo pasillo oscuro y desangelado, apenas iluminado con unos tristes apliques que amarillean la débil luz que proyectan unas bombillas que parecen sacadas de un museo etnográfico. Y allí están todos ellos, nuestros ángeles —o demonios— guardianes, nuestros querubines del más allá, nuestros antepasados ilustres. Colocados longitudinalmente a lo largo del luctuoso espacio emergen los retratos de todos los ministros de este departamento desde principios del siglo XIX. Intento que no me ocurra de nuevo, pero no puedo evitar que me embargue una sensación de tristeza infinita. La luz amarillenta, los rostros ajados, los bigotes decimonónicos, las medallas militares colgando de sus casacas, sus miradas desde el más allá: todo en su conjunto rezuma caspa y decadencia. Me acuerdo de aquellos versos de una canción de Fito Páez: «… que rondan por siniestros ministerios haciendo la parodia del artista…». Los más modernos ni tan siquiera son retratos pintados, sino fotografías tuneadas —como se dice ahora en esa neolengua que nos ha engullido como un magma de mal gusto—, todo porque hace unos cuantos años un periodista descubriera que el último cuadro había sido encargado a un pintor de la corte madrileña por nada más y nada menos que doscientos mil euros. Nuestros próceres, como siempre, disparando con pólvora del rey, y los adjudicatarios de la dádiva eternamente dispuestos a glosar las vilezas del adjudicador, en nombre de la cultura, por supuesto; una obscenidad en cualquier momento, un insulto a la ciudadanía en medio del colapso económico de aquel entonces. Claro que los que antes ponían el grito en el cielo por semejantes dispendios, suelen gastarlo ahora en pegatinas o camisetas propagandísticas con destino a servir de disfraces en las manifestaciones de sus correligionarios. ¿Cambio? Ya ni siquiera cambian las cosas para que todo siga igual. A ese punto estacionario hemos arribado. Dicha reformulación del viejo principio lampedusiano se ha convertido en el nuevo sentido común de nuestra época.

Cuando llego a las inmediaciones de mi despacho me siento medio ebrio después de semejante dosis de pomposidad en forma de prohombres de la patria posando desde el más allá. Pero ufano rescato mi mejor sonrisa y me digo a mí mismo: «¡Ánimo, Joshua, que hay que levantar la patria!». No puedo reprimir una sonrisa sarcástica que veo reflejada de soslayo, como si perteneciera a otra persona, en el espejo con marco dorado que hay justo antes de la entrada a mi oficina.

Nada más acceder a mis territorios me topo con Apolonia, mi secretaria, quien está ya liada peleándose con las montañas de papeles. Apolonia es una mujer entrada en la cincuentena, de corta estatura, pelo muy corto con tinte color caoba, un ojo de cristal y una ligera discapacidad intelectual. Huidiza y desconfiada de carácter, se encuentra siempre presta a socorrerme, aunque no tenga muy claro cómo debe proceder. Es la funcionaria que se me asignó para mi trabajo como asesor en el gabinete del ministro. No pude elegir. Es una mujer encantadora, pero apenas puede ayudarme en lo que necesito. La primera instrucción que le di al poco de comenzar a trabajar juntos fue que, por favor, dejara de traerme café al despacho, pues «no era su trabajo». Aunque todavía entraba en los cánones de los usos y costumbres en ciertos ámbitos del Gobierno, a mí no me parecía bien que las secretarias llevaran café a sus jefes. Aquellas palabras generaron un cierto cortocircuito en su mente, pues ella llevaba más de veinte años creyendo firmemente que esa era una de sus tareas primordiales, y desde entonces suele confundir las cosas que le digo. Hace un par de semanas le solicité que enviara un sobre a la secretaría del ministro y una carta a otro ministerio, y el primero acabó en la Presidencia del Gobierno y la segunda en la mesa del subsecretario. Menos mal que ninguna de las dos misivas contenía secretos de Estado. Su aprensión genera momentos memorables, auténticos ramalazos dignos de aquellas comedias británicas que ya no se producen, pero también algún que otro episodio dramático, los ha habido de todos los gustos y colores, pero no me quejo. Apolonia me aporta una cierta armonía, es como el caos dentro del caos, como si ambos estados de desorden fueran imanes de polos opuestos y se anulasen mutuamente. Una vez leí que en el ojo de un huracán se hace el más profundo silencio y la calma es absoluta, mientras la tempestad gira furiosamente alrededor. Trabajar con Apolonia es algo similar, como vivir eterna y plácidamente en el ojo de nuestro huracán cotidiano.

Apolonia ya tiene amontonados en mi mesa los portafolios para la firma. Una de las excepciones a un proceso generalizado de digitalización que aconteció hace años en la administración es la firma en papel. Tanto es así que los avances que se habían producido en materia de firma electrónica hace ya muchos años fueron revertidos. Así se decidió para evitar tener que despedir, o prejubilar, o arrinconar en pasillos de manera masiva a decenas de miles de funcionarios que hacían trabajos burocráticos y repetitivos. La digitalización de la administración, uno de aquellos mantras con los que se sedujo a tanto incauto, había devenido en un caos como consecuencia de una mezcla de incapacidad de gestión, presión sindical y pasotismo generalizado ante la situación de crisis que provocó la primera pandemia de este siglo. El caso es que la firma es una tarea diaria que odio desde lo más hondo de mi ser; hay que firmar hasta si quieres pedir un paquete de folios —aunque se supone que tenemos instrucciones de no usar papel para ninguna tarea, nadie en el ministerio hace el menor caso, comenzando por quienes firman las circulares, que lo hacen en ambos formatos, digital y papel, para asegurarse de que todo el mundo, al menos, las lee—. Al llegar al ministerio, y durante nuestra primera reunión, le dije a Apolonia que quería hablar con la persona responsable de estos procesos en la subsecretaría, pues me resultaba absurdo andar firmando papeles que iban de allá para acá sin ningún otro valor como servicio público que no fuera dar uso a los viejos y acartonados portafirmas —también, como ya he dicho, para poder tener en nómina a algunas personas mayores que acarreaban esas carpetas, aunque esto último no se lo dije—. Intenté convencer al responsable de procesos de que podríamos impulsar una digitalización, siquiera parcial: compartir documentos en la nube e incluso utilizar alguna solución blockchain para garantizar la procedencia y pertenencia de los archivos entre los diferentes departamentos y secciones. Fue como sugerir a un sacerdote católico que entrara en un prostíbulo para que viera que allí no se pecaba. Desistí cuando, después de media hora de conversación, me dijo: «Todo eso ya se intentó en la época de los Fondos Europeos de Recuperación, pero fue un desastre». Y le pregunté: «¿Pero qué pasó, si puede saberse?». «Lo de siempre, las consultoras encargadas nunca nos escuchaban y nunca quisieron entender nuestra idiosincrasia cultural organizativa, pero ellos tenían que acabar los proyectos sí o sí. Digamos que todos acordamos quedarnos en tierra de nadie, ni para ellos, ni para nosotros. Ellos cobraron por sus proyectos y nosotros mantuvimos nuestro decoro». Me di cuenta de que no solo no iba a conseguir cambiar nada, sino que estaba empezando a incomodar a la persona a la que, muy probablemente en un futuro no tan lejano, iba a tener que pedirle que me sacara de ciertos apuros. La despótica y vieja ley de la pereza burocrática de la administración pública volvía a imponerse y ganaba la partida sin bajarse del autobús. Desde entonces firmo lo que puedo y procuro no perder excesivas energías en intraemprendimientos.

Apolonia me da los buenos días y me dice que han llamado con cierta urgencia de la secretaría del ministro para que vaya a su despacho; le pregunto si hay algo urgente en la firma del día.

—Todo es urgente, señor Alcalá.

—Apolonia, por favor, no me llames así, que me siento mayor.

—Es que su nombre es complicado de decir y me sigue dando vergüenza equivocarme.

Apolonia es demasiado considerada, atenta y escrupulosa en sus formas a la hora de asistirme; no quiere dejarme a solas ni por un instante, tiene un instinto básico de cuidadora y, a falta de hijos, pareja o dependientes familiares con los que ejercitarlo, lo aplica a conciencia conmigo. Calculo a ojo que necesitaré quince o veinte largos minutos para firmar la montaña de papeles y le comento que lo haré luego, que primero me voy a ver al ministro. Apolonia me mira con su ojo bueno sin dar crédito a mi pasotismo respecto a lo que ella considera una labor inaplazable, como hacía una tía mía cuando de tarde en tarde quedaba a su cuidado y veía cómo me marchaba a jugar a la calle sin tomarme la merienda que me había preparado con tanto afán. Mientras me marcho, la dejo envuelta en el desconcierto y un incipiente puchero asoma en la faz de su rostro. A veces creo que no nos entendemos del todo.

Cuando salgo del despacho me encuentro al ujier más antiguo del reino, Paquito, toda una institución en la casa. A punto de jubilarse, está de vuelta de todo. Paquito se conoce hasta el último agujero que utilizan los ratones en el edificio, pero, sin duda alguna, su verdadero valor reside en el don que posee: una visión estratégica que ya le gustaría tener a cualquiera de esos consultores políticos que parlotean en las televisiones o pululan con sus doctrinas locas por las redes sociales. Cuando llega un nuevo titular al ministerio, a las dos semanas suele dar su peculiar e infalible sentencia agorera: es capaz de calcular, mes arriba, mes abajo, cuánto va a durar en el cargo el nuevo ministro. Teniendo en cuenta que la vida media de un ministro en democracia no suele pasar de los tres años y medio, tiene un gran mérito. Sin haber estudiado una carrera ni haber pisado las aulas de una universidad en su vida, domina la ciencia del futuro y la prospectiva como el más brillante académico con grandes saberes enciclopédicos acumulados. En todo el ministerio se lo conoce con el sobrenombre del Brujo del Sur.

«Este es un bocachancla, pero como viene bendecido por la mujer del presidente nos dura toda la legislatura y no lo sacamos de aquí ni con la Guardia Civil. ¡Qué coñazo nos espera!». «Esta señora está aquí de rebote, se la van a merendar en un pispás, lleva un mes por estos lares y todavía le tiemblan las piernas; cada vez que va a dar una rueda de prensa, va hecha un flan la criatura». «Fijaos bien lo que os digo: este no se come el turrón este año. Se ha creído que puede cambiar las cosas. ¡Será ingenuo el bobalicón!». Son algunas de sus míticas sentencias que le han hecho ser venerado y respetado. Cuentan las paredes del edificio que lo han querido fichar muchas veces en otros ministerios, pues los funcionarios con más poder de otros departamentos quieren saber rápidamente de qué pie cojean los jefes cuando llegan de nuevas. Pero él nunca ha querido moverse de aquí; conoce el poder que tiene gracias a su sabiduría callejera, y no se deja seducir así como así por los caramelos envenenados de la promoción y el poder. Una de las primeras cosas que debes aprender en la política institucional es que hay que llevarse bien con los ujieres, con los conductores y con los camareros de la cafetería. Son quienes manejan la información clave, que no es, como mucha gente cree, la que va en los sobres cerrados y en los documentos oficiales sobre planes y programas, sino la que afecta a las personas: los amoríos y amantes, los líos familiares y de amistades, las broncas ocultas dentro de los equipos ministeriales, las filias y fobias intra e interministeriales, y cosas de esa guisa. Esa información vale oro para cualquier estratega que se precie de ser brillante, a la par que eficaz. De esto rara vez se habla en los informes de las consultoras y mucho menos en los manuales de ciencia política. Esta y no otra es la razón por la que esos oficios de ujier, conductor o camarero todavía subsisten, a pesar de que llevan en teoría un par de décadas sentenciados por la omnipresencia de la inteligencia artificial y la robotización masivas.

Paquito es oriundo de Cádiz y me saluda efusivamente, cortés pero al mismo tiempo socarrón, con esa ironía que empatiza incluso con los más hoscos y malcarados, orgulloso de su inconfundible estilo y acento de la bahía.

—¡Buenos días, pisha! Hoy no dirás que no me he puesto guapo para vuestras mercedes. —Sale a mi encuentro con su tono más guasón, mientras posa con su traje azul impoluto y sus eternos zapatos castellanos del mismo color que su uniforme, con los cordones pulcra e igualmente anudados.

—¿Qué tal vas, Paquito? ¿Alguna novedad en el fuerte?

—¡Na! Esto está más marchito que los de los cuadros de la sala esa de los ex. Mira que me da mal fario el sitio y tengo que pasar todos los días por delante. Me cago en mi calavera.

—Ya será menos —intento abreviar para que no se enrolle en exceso—. Te veo luego, que voy corriendo, me espera el jefe.

—Ezo, ezo, tú siempre a servir al amo. Vais a acabar todos majaretas perdíos.

Llego, atravesando de nuevo la sala del club de los ministros muertos, a la zona del despacho del ministro, el vivo, el actual inquilino del edificio. Al llegar me encuentro con gente corriendo de aquí para allá, teléfonos sonando sin parar; una sensación de urgencia enfermiza flota en el ambiente. La secretaria del ministro me indica que pase con urgencia, el jefe me está esperando.

Sus gafas ancladas en el borde mismo de la nariz son la mejor indicación de que está en su momento de máxima concentración. Alto, desgarbado, delgaducho y huesudo, con su cabello cortado a navaja —más largo de lo que suelen llevarlo los de su clase, abundante, casi para recogérselo en una coleta, ni siquiera tiene todavía entradas ni mucho menos signo alguno de calvicie, algo infrecuente entre los de su quinta— de color ceniza tirando a blanco, con su flequillo anticuado y pasado de moda que no se corta en homenaje a sus amados Beatles, con una nariz extremadamente minúscula que guarda proporción con una cabeza igualmente pequeña, ambas partes de su atlas humano desproporcionadas respecto a su altura, y siempre vestido con su eterno traje negro, anticuado, no tanto por su cromatismo como por su patrón. Siempre a juego con su terno clásico, calza unos mocasines de piel con borlas, no excesivamente llamativas, pero aun así no puedo dejar de mirarlas siempre que estoy en su presencia, no sé bien por qué, son como cascabeles que tintinean en la oscuridad y me incitan a acercarme siguiendo sus ondas de sonido. Su visión me provoca rechazo y una cierta aprensión; de hecho, la primera vez que las vi, durante nuestra primera reunión en la que se me ofreció el cargo, fueron la causa que estuvo a punto de justificar mi negativa a aceptar trabajar con él, pero a ver cómo les explicaba a mis dos interlocutores que era por las dichosas bolitas. Apenas levanta la mirada de sus documentos para comprobar que he entrado a su despacho.

El ministro Máximo de la Virtud es doctor en Historia Económica por la Universidad de Harvard y catedrático en tres universidades españolas —fue uno de los que mejor aprovecharon la última barra libre en forma de «ley orgánica de la reforma de la última reforma para suprimir la anterior reforma… de la ley de Universidades» con la que se quiso detener la decadencia imparable de la universidad pública española—. Como buen y aplicado alumno de una Ivy League estadounidense, es consciente de que su Ph. D. fue y será siempre un pasaporte diplomático para entrar sin llamar en todas las academias del globo terráqueo, así como un salvoconducto sin fecha de caducidad para llevar una vida exenta de riesgos laborales y económicos. Aunque es un experto en la historia del ferrocarril español, nunca había ocupado un cargo político ni de gestión, pero hete aquí que fue nombrado por el actual presidente ministro del Procomún. Según sus conclusiones, y tras estudiar concienzudamente la historia española, está convencido de que este país no tiene remedio, es la primera frase que me dijo cuando lo conocí. Cuánta razón llevaba en su apreciación no exenta de cierto elitismo académico. Aunque vivía en el olimpo de los dioses y en las torres de marfil en las que se habían convertido las universidades, también poseía un cierto instinto campechano. Personalmente estoy de acuerdo con él en que nuestro país no tiene remedio, y de hecho no soy tan iluso de pensar que el Gobierno, nuestro Gobierno, vaya a cambiar mucho las cosas; aunque tampoco estamos metidos en esto para medrar, ahí que no nos espere nadie, simplemente no nos rompemos en exceso la cabeza. En esencia tratamos de pasarlo bien, nos gusta la política, es una afición bien pagada.

—Buenos días, ministro.

—Pasa, pasa, tenemos poco tiempo y el discurso es dentro de dos horas.

Como siempre, todo corriendo y resolviendo sobre la marcha en el último minuto, marca de la casa. Después de retocar algún verbo y todas las subordinadas e introducir los latiguillos dickensianos de costumbre, nos incorporamos de nuestros respectivos asientos y nos disponemos a salir del despacho para bajar al sótano en busca del coche oficial. De repente, advierto un pequeño lamparón que, en forma de lágrima negra, resbala y se escurre como una babosa por la parte central de su corbata color teja.

—Ministro, creo que te has manchado la corbata. Tienes que cambiártela antes de irnos.

—¡Córcholis! —El jefe disfruta utilizando viejunas expresiones para molestar a las nuevas generaciones iletradas—. ¡Te puedes creer que ya es la segunda vez que me ocurre hoy!

—Claro que me lo creo, ministro. —Esta gente de buena cuna suele ser bastante torpe para las cosas más mundanas y carece de muchos recursos para resolver los problemas más triviales.

—Pues no tengo otra aquí. —Me mira como si nos enfrentásemos a una ecuación sin solución.

—Te dejo la mía, los colores no desentonan mucho con tu traje y a mí me da igual llevarla o no.

—No me gustan esos saxofones azules sobre fondo negro. Van a creer que toco en un club de jazz, y yo odio el jazz. —El ministro, como siempre, pensando que la gente está pendiente de semejantes veleidades intelectuales.

Voy a comenzar mi proceso habitual de vacile aprovechándome de la cómica situación que provoca el ministro con sus aspavientos —gesticula delante del espejo mientras se anuda con windsor doble la corbata, como si lo estuviesen sometiendo a una sesión de tortura— cuando, sin avisar, irrumpen en el despacho sus secretarias portando varios ramos de flores que semejan con su gama de colores la bandera republicana; al parecer, hoy es su onomástica.

—Ministro, es tarde. Nos tenemos que ir. —Intento con escaso éxito escapar de lo que parece que va a convertirse en otra escena de babeo ministerial.

No solo no consigo hacer mella alguna en las exasperantes sonrisas y grititos del plantel de secretarias y auxiliares, sino que, detrás de ellas, aparecen los malos de verdad. Yo les llamo el trío Salsa Rosa: la jefa de gabinete, el director de comunicación y el ínclito subsecretario. «Buenos días señor ministro, venimos a felicitarle por su festividad». «Es un gran honor trabajar con usted». «Nos tiene encandilados. Cuánto necesitaba este ministerio de una excelencia académica como la suya». «Qué bien le sienta ese traje de Carolina Herrera. Está usted más delgado, ¡enhorabuena! Va hecho un pincel». «Va a dejar encandilados a los asistentes». Es tal la dosis de peloteo que se me va a salir la tostada por la boca.

—Ministro, tenemos que irnos —tercio en la verborrea petulante del trío, pero no consigo frenar la empalagosa escena que he contemplado en tantas ocasiones.

—Espera, Joshua, deberíamos revisar una última vez el discurso. Aprovechemos que tenemos más público congregado en la sala.

El ministro recoge los folios recién impresos y comienza a recitar, más que leer, el discurso en el que he estado trabajando hasta altas horas de la madrugada. Desconecto por unos minutos y pienso en cuándo fue la última vez que fui a una fiesta o, simplemente, cuándo paseé absorto por las calles del centro sin mirar el maldito teléfono que, desde que se convirtió en nuestra oficina andante de obligado acarreamiento, nos ha esclavizado hasta extremos inimaginables.

Cuando el ministro finaliza su recital, el subsecretario se arranca en un aplauso que sostiene en el tiempo, mientras esboza una sonrisa meliflua y cínica que pide a gritos un buen puñetazo en la boca.

—¡Bravo, señor ministro! Es usted maravilloso. ¡Qué cadencia! ¡Qué vocalización! ¡Qué musicalidad! —apunta la directora de gabinete.

—¿Y a ti qué te parece, Joshua? —El ministro me mira fijamente mientras lanza una pregunta trampa con una mueca delatora en su rostro.

—Pues, si te digo la verdad, ministro, no creo necesario que, delante de un grupo de trabajadores autónomos y sus familias, utilices ese tono de recital; esto no es una representación del Tenorio, ni estamos para semejantes ínfulas. El discurso ya es emotivo y está pensando para conmover, sí, pero debes expresarte de manera solemne, no con tanta teatralidad en los gestos y exageración en la entonación… —No consigo terminar la frase.

—No estoy de acuerdo, Joshua. —El director de comunicación no solo me interrumpe, sino que me mira con una severidad que deja al trasluz un deseo irrefrenable de asesinarme allí mismo—. El ministro gana mucho cuando recita. Sus bellas palabras y su timbre de voz suenan a música celestial. Transmite más adecuadamente. Además, deseo subrayar que esta es la única ocasión que tenemos hoy para poder salir en los medios —apostilla.

—Bueno, entonces ¿en qué quedamos? —pregunta el ministro con la satisfacción de quien disfruta provocando a su equipo para que se enzarcen en una tarea que sube más y más la apuesta de los contendientes por ver quién lo piropea más.

Me decido a intervenir asumiendo ciertos riesgos. Sé que es mi papel y es la encomienda que tengo por parte de la figura política que me puso aquí, pero me estomaga tener que estar todo el santo día al quite en este ministerio tomado por tanto memo.

—Ministro, somos tus asesores, no somos ni debemos ser tu club de fans. Ni tampoco hemos venido aquí, perdona por la franqueza, como cheerleaders de un equipo de la NBA a hacerte reverencias. Nuestro trabajo es darte opciones y mejorar lo que haces, así como limar las aristas de tus defectos como cargo público. En lo concerniente a tu figura, considero que una virtud como la de poder recitar de memoria romances del medievo con su musicalidad original se acaba convirtiendo en un problema si os empeñáis en utilizarla permanentemente como un arma para salir en los medios —sentencio para dejar clara mi posición, aunque soy consciente de que estoy rozando el límite de lo que puede llegar a aguantar la soberbia intelectual de un académico español, incluso siendo este último consciente y conocedor de la condición vicaria de su cargo.

—Joshua, ¡no hables así al ministro! —exclama indignada la directora de gabinete. Esto no puede quedar así…

Cuando la tensión acumulada parece que va a acabar, esta vez sí, con una fuerte reprimenda, preludio incluso de mi cese fulminante, el ministro se da cuenta, aunque le fastidie sobremanera, de que la única persona con visión estratégica allí es su subdirector del gabinete —además es consciente de que debe su nombramiento al mismo líder político que me envió en su auxilio—, pero no lo es menos de que, en momentos de tensión como estos, siente algo del lastre que supone tener que lidiar a diario con el trío Salsa Rosa, la parte menos atractiva de la letra pequeña de la hipoteca que firmó con el partido en su momento para acceder al Gobierno.

—Está bien, Joshua lleva razón, dejemos el asunto, al menos por esta vez. No abusemos de este recurso. Además, debemos irnos ya. —Mientras anuncia su decisión, que él considera salomónica para sus intereses, no sé si tanto para su imagen ante sus colaboradores, me mira de soslayo para que sienta la reprimenda que no quiere dedicarme en público pero que considera imperiosa.

El ministro zanja en seco la discusión y comienza a ordenar sus papeles, antes de depositarlos en su cartera con la inscripción en letras doradas del nombre del ministerio. Mientras, el trío calavera se retira indignado y refunfuñando entre dientes algo parecido a «el imbécil del subdirector se va a cagar a la próxima».

Durante el corto trayecto en dirección hacia el sótano, donde se encuentra el coche oficial, me exhorta a suspender el acto del próximo viernes con las asociaciones de pilotos de drones. «Que vaya algún director general en mi nombre», exclama como si se tratase de una mera cuestión administrativa sin mayor importancia. Cuando le pregunto si tiene algún problema con el evento me dice que no, pero con un bufido mustio me suelta que su mujer está cabreada con él porque, según ella, no le hace ni puñetero caso, y le ha prometido que en la tarde del viernes irán juntos a El Corte Inglés para comprar regalos para toda la familia. Mi cara debe parecer un poema ante semejante justificación, ramplona donde las haya, aunque lo primero que pienso es: «¿Sigue existiendo El Corte Inglés? ¿No había desaparecido después de la crisis de la COVID-28?».

—Ministro, sabes que no entro nunca en asuntos maritales, pero no podemos suspender actos por razones de esa naturaleza. Creo que la agenda debe tener un planteamiento estratégico y eso implica, por supuesto, dejar horas e incluso algún día entero libre para tus temas personales. Pero una vez que se fija un evento de esta importancia no podemos suspenderlo así, por las buenas. Se lo he dicho mil veces a la jefa de gabinete.

—¿Acaso crees que no hace bien su trabajo? —Esta vez me tiene contra las cuerdas.

—Digamos que creo que no comparte mi visión de cómo se organiza estratégicamente la agenda de un ministro. —No le voy a decir que eligió a su jefa de gabinete entre la terna que le presentó el partido, igual que Donald Trump, el reelegido y nonagenario presidente estadounidense, elegía a las protagonistas féminas de sus spots cuando era empresario—. En fin, ministro, ya veré cómo lo soluciono. Por cierto, ¿has podido leer mi informe sobre el proyecto de ley de transformación de los derechos económicos ante la robotización? —Cambio de tema para no verme arrastrado de nuevo al debate sobre los modelos de jefe de gabinete que ya mantuve con él cuando me pidieron ayudarle.

—Lo he leído. Me gusta. Es ingenioso y ambicioso, pero no creo que podamos ir por ahí. Recuerda que somos del partido socialdemócrata —en mi caso solo soy simpatizante—, es decir, hablamos mucho del bienestar, sí, pero tenemos una actitud digamos que más conservadora a la hora de poner en marcha políticas para cambiar la realidad. Tú sueles describirlo muy bien: «Ni una mala palabra, ni una buena acción».

—Pero, ministro, es que si no sacamos este proyecto de ley al menos para que haya un cierto debate de altura en la opinión pública, no sé qué vamos a hacer en el ministerio durante los dos años que quedan de legislatura, aparte de pasearnos por los cenáculos de Madrid de evento en evento y canapeando como si no hubiera un mañana.

—Joshua, recuerda lo que estamos haciendo aquí: este ministerio siempre lo quiso Partisanos Unidos por la Base, y no podíamos ser tan locos de cederles esta plataforma para hacer activismo. Y no tengo que recordarte otra vez que te elegimos a ti para ayudarnos a gestionar esta contradictoria realidad, porque tú conoces bien ambos partidos. Ya lo hemos hablado muchas veces. No quiero tener que repetirte más veces que esa fue la única razón por la que dejé Boston durante mi quinquenio sabático. Le dije al presidente que solo aceptaría un ministerio que tuviera mucho de discurso y poco de gestión.

Es evidente que después del episodio de la bronca en el despacho con el trío Salsa Rosa ya no me iba a dar de nuevo la razón. Los límites del terreno de juego son más que meridianos: hablar del milagro del pan y de los peces al tiempo que cabalgamos la contradictoria realidad. Ese es nuestro sino desde hace un par de años. Así ha sido durante décadas para todo socialdemócrata que se jacte de serlo.

3. El encargo

 

«I see a red door and I want it painted black

no colors anymore, I want them to turn black

I see the girls walk by dressed in their summer clothes

I have to turn my head until my darkness goes.»

Rolling Stones

El ministro sale del acto entre aplausos que, honestamente hablando, más bien parecen de compromiso que realmente sinceros. Estamos ya acostumbrados a esta liturgia medio cínica de las sociedades opulentas venidas a menos. La gente quiere que los ministros, y en general la gente famosa y conocida, estén presentes en sus eventos; da igual que sea una presentación de un libro, una boda, unas jornadas de ensalzamiento de los postres de la provincia o un bautizo. En nuestro caso, el ministro tiene un público fiel, formado por viejos lectores, clases medias ilustradas y personalidades de todo tipo que le consideran una rara avis gubernamental, docta y con alturas de miras, al menos en comparación con sus compañeros del consejo de ministros. Las innumerables invitaciones que reciben los miembros del Gobierno para presidir actos es algo que siempre me ha descolocado, pero hay que tomarlo como lo que es, aunque me sigue resultando chocante, pues los ministros, pese a que la gente piense lo contrario, mandan menos que la Tomasa en los títeres. Todo el mundo los mira y observa como si tuvieran un poder inconmensurable, de ahí que quieran influir en ellos, tenerlos cerca, aprovecharse por ósmosis de sus teóricas capacidades infinitas de influencia, dinero y poder, pero la realidad es que están al frente de ministerios sin competencias, rodeados de equipos de funcionarios con el colmillo retorcido conocedores de que son ellos quienes realmente tienen la sartén por el mango, y a expensas de las ideas de bombero torero que se le ocurran a cualquier asesor de la Moncloa. Los ministros en la actualidad son meros figurantes de una tragicomedia cuya trama, diálogos e hilos se gestan fuera de su ámbito de influencia.

El jefe está rodeado y atosigado por el público que ha asistido al evento: unos quieren hacerse una foto con él, otros que estampe su firma a modo de dedicatoria en alguno de sus viejos libros de aforismos históricos, los más solo quieren tocarle y estrecharle la mano, aunque alguno hay que lo hace con un énfasis y una devoción que se asemeja más al de un creyente y devoto católico que tuviese al Santo Padre a escasos dos metros. Observo cómo una señora de apariencia jubilada, por su vestimenta y su encanecido cabello recogido en un moño, tira insistentemente de su chaqueta descomponiendo su estética impecable, implorando un beso, o al menos eso quiero pensar, en un escorzo que más se asemeja a una llave de yudo. En ese preciso momento, el ministro me hace una indicación, entre gestos y miradas que bordean el terror, para que lo saque de allí. Me hago fuerte entre el coro de rocieros intentando asaltar la valla de seguridad que conforma la escolta ministerial y tiro de él, logro sacarlo del edificio a empujones, mientras hacemos un esfuerzo ímprobo por localizar nuestro vehículo oficial. Al alcanzar la seguridad del vehículo, el ministro abre la puerta trasera y se deja caer exhausto, como si saliera de un intenso partido de tenis. La señora yudoca, que no sé cómo ha conseguido escapar con su edad de los placajes del equipo de seguridad, estampa sus manos sobre la ventanilla trasera del vehículo y mira al ministro con una mueca de incomprensión, como si estuviera reprochándole su falta de empatía.

—Cada vez aguanto menos esta sensación de hacerme el interesante porque no tengo nada que hacer —resopla el ministro, vencido por una creciente sensación de hartazgo.

—Bueno, ministro, es parte del trabajo. —Trato de insuflar unos gramos, si no de optimismo, sí de racionalidad.

—Lo sé, pero vamos a acabar muy mal. Este Gobierno no tiene grandeza. —Y a continuación suspira y calla por unos segundos, como si no quisiera decir lo siguiente que le ha venido a la cabeza—. Puede que tengamos a los mejores asesores de comunicación política, pero dudo que tengamos un proyecto de país digno de tal nombre.

—Ministro, ya sabes mi opinión sobre los asesores de comunicación política. Son unos aprendices de chamanes que se han inventado una profesión que no existe y a los que solo el egocentrismo de los políticos les ha hecho medrar para, aparte de ganarse la vida con ello, tenernos a todos entretenidos con sus estrambóticas estrategias. En el fondo, la clase política y la sociedad se lo tienen merecido. —No puedo desaprovechar la ocasión de entrar a saco en la cuestión.

—Dicen que Cuadrado —a la sazón, el todopoderoso director del gabinete de la presidencia— hace encuestas y trackings diarios, y con eso y unas ecuaciones plantea al presidente lo que hay que hacer —añade el ministro con gesto de no entender nada. A él, que se ha leído a todos los clásicos y presume de vasta pero canónica cultura histórica, aquello le debe parecer una auténtica marcianada sin sentido alguno.

—A eso los politólogos molones lo llaman big data, ministro. Cuadrado es un mercenario. Trabajó para los conservadores, para los liberales y ahora para los socialdemócratas; no lo critico, todo el mundo se gana las lentejas como buenamente puede, pero poner todo el poder en sus manos como ha hecho el presidente es un suicidio para este Gobierno, y me temo que también lo será para el país. En fin, ¿qué querías contarme? —Cambio la dirección de la conversación porque no quiero volver a discutir con él.

—El presidente tiene un problema. Mejor dicho, ¡el Gobierno tiene un problema! Y esta vez me temo que es muy serio, mucho. Me ha llamado por la línea segura y me lo ha contado. Es peor de lo que pensaba. Vamos a tomar un café al ministerio y te lo cuento. Ya ni me fío de que Cuadrado no nos esté escuchando cuando vamos en los coches oficiales.

Llegamos al ministerio y atravesamos todas las estancias con rapidez; queremos llegar cuanto antes a su despacho. A pesar de que medio gabinete y toda la secretaría lo esperan con muchas y variadas urgencias, el ministro pasa directamente a su habitáculo y le dice a su jefa de secretaría que no le molesten durante media hora, pues tiene un asunto urgente que tratar con el subdirector de gabinete. Las miradas asesinas del trío Salsa Rosa hacia mi persona son tan evidentes que logran sacarme una risa burlona. El ministro se percata de ello.

—No te cabrees, pero tampoco te regodees, en el fondo saben que tu trabajo es necesario, pero como eres un tocapelotas del carajo tienen que odiarte un poco. Vayamos al grano. —El ministro resopla mientras se despoja de su abrigo y se dirige hacia su escritorio.

—Sí, claro, como me dijiste una vez: «Para querer a Joshua, primero hay que entenderle». Un consuelo como otro cualquiera. A ver, dispara. ¿Qué pasa esta vez? ¿Drogas? ¿Prostitución? ¿Algún paraíso fiscal revolviéndose en los armarios?

Estoy acostumbrado a recibir encargos de todo tipo, incluso aquellos que se alejan de los cánones y de las tareas propias de un miembro de un gabinete ministerial, así ha sido desde hace ya bastantes años. Una de las habilidades más importantes para sobrevivir en estas alturas no tiene nada que ver ni con tu formación, ni con los títulos académicos que atesoras, ni con los conocimientos que poseas sobre una ciencia o una disciplina. Aunque resulte sorprendente para los que no conocen este particular cosmos de los gabinetes de Gobierno, lo más decisivo es tener la habilidad y el talento de tratar con seres humanos asustados, un material especialmente sensible. Y no hay ser humano más asustadizo y temeroso que un ministro, sobre todo si es nuevo, y mucho más si no milita en el partido que gobierna.