Alma se tiene a veces - Jorge Larrosa - E-Book

Alma se tiene a veces E-Book

Jorge Larrosa

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  • Herausgeber: Noveduc
  • Kategorie: Bildung
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2024
Beschreibung

A partir de una meditación sobre la vejez y la retirada (el final de una vida consagrada al oficio de enseñar), el libro va desplegándose en una serie de mini ensayos en los que se alternan lecturas y episodios biográficos, y a través de los cuales se va elaborando una especie de arte de vivir en relación a asuntos como el amor, la amistad, la casa, la nostalgia, la atención, la política, la belleza y la alegría, el ocio y el trabajo, el desánimo y la reanimación, la lectura y la vida, lo que pasa y lo que queda, la conexión con el mundo, las cosas, el lenguaje, la misma escritura. El libro está escrito a la sombra de los ensayos de Montaigne, del motivo de la Vita Nova en Barthes, del hacerse un alma en Souriau, y con la compañía de una especie de comunidad de retirantes entre los que están Onetti, Proust, Ferlosio, Pessoa, Handke, Quignard, Spinoza y muchos otros.

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JORGE LARROSA

Alma se tiene a veces

Ejercicios de retirada

Larrosa, Jorge

Alma se tiene a veces : ejercicios de retirada / Jorge Larrosa. - 1ª ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6603-02-9

1. Ensayo. 2. Biografías. 3. Universidades. I. Título.

CDD 378.0092

Autor: Jorge Larrosa Bondía

Diseño de cubierta: Alejandra Planel

Diseño de interior: Ana Vargas Fotos: Carlos Cardello y Tania Pérez

Los editores adhieren al enfoque que sostiene la necesidad de revisar y ajustar el lenguaje para evitar un uso sexista que invisibiliza tanto a las mujeres como a otros géneros. No obstante, a los fines de hacer más amable la lectura, dejan constancia de que, hasta encontrar una forma más satisfactoria, utilizarán el masculino para los plurales y para generalizar profesiones y ocupaciones, así como en todo otro caso que el texto lo requiera.

1ª edición, noviembre de 2023

Edición en formato digital: mayo de 2024

Noveduc libros

© Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico S.R.L.

Av. Corrientes 4345 (C1195AAC) Buenos Aires - Argentina Tel.: (54 11) 5278-2200

E-mail: [email protected]

ISBN 978-631-6603-02-9

Conversión a formato digital: Numerikes

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

ÍNDICE

CubiertaPortadaCréditos1. Prólogo de los resplandores o la epifanía de las luciérnagas2. La vida en re, o preferiría no hacerlo3. Cajas de resonancia, o el aprendizaje de la música4. Lecciones del retrete, o la ciencia sabrosa5. Enredos de la lengua, o los motivos del arquero6. Importancia de la retórica, o la escucha de los muertos7. París revisitado, o los estrenos y las despedidas8. Rebujos del ensayo, o los ejercicios espirituales9. Jardín de retirantes, o el apartar la mirada10. Deberes republicanos, o las políticas de lo pequeño11. Penúltimo recipiente, o los trabajos y los días12. Rescoldos del oficio, o las poéticas de la trasmisión13. Resurgir de las fuentes, o la fertilidad de la tierra14. Luces del regreso, o el lugar que se ignora15. Amigos del recreo, o la ronda de los cantores16. Espectros retenidos, o la escritura de lo singular17. Rendición de cuentas, o el cuidado de la tierra18. Técnicas de reanimación, o la vida nueva19. Recados de escribir, o el alma de las cosas20. Reposo de los amantes, o la sabiduría de la piel21. Renuncias y recaídas, o el reverdecer de los viejos22. Regustos del amor, o la gota de miel23. Remate de existencias, o la vergüenza de los corderos24. Echar el resto, o el arte de perder25. Retorno de luciérnagas, o las lágrimas de Edipo26. Defensa de la luz, o la reconquista de Texas27. Ponerse a régimen, o el uso de herramientas28. Murmullos de realidad, o la recuperación de los caminos29. Reivindicación de la alegría, o la prueba del nueve30. Epílogo de los regalos, o la rapsodia de las cerezas31. Último retal, o el aura del sauce

1. PRÓLOGO DE LOS RESPLANDORES O LA EPIFANÍA DE LAS LUCIÉRNAGAS

Con algunos resplandores empieza este libro, pero no su escritura. La escritura comenzó con la vida en re y el cuaderno de la retirada. Aquí, en esta especie de prólogo, está el cuento de las luciérnagas, hecho de muchos cuentos y algunas revelaciones.

La palabra epifanía deriva del verbo griego fainein (aparecer ante los ojos o mostrarse en la luz) que en la cultura helenística significaba la manifestación directa de una divinidad a los mortales en su presencia inmediata y no por signos u oráculos. Su uso moderno, literario, lo introdujo James Joyce en Stephen el Héroe para referirse a sucesos aparentemente banales con cierto carácter de revelación o de inspiración y, en esa estela, pasó a significar cualquier tipo de comprensión repentina en la que algo aparece con una claridad súbita, como si resplandeciese, ya no una teofanía sino una ontofanía: una revelación de lo que son las cosas podría decirse, como si fuera la realidad misma, antes oculta o ignorada, la que se presenta como iluminada por un relámpago, y piensa uno entonces que cómo no lo había visto antes o no lo había visto de esa manera.

Este libro empezó buscándose a sí mismo y se encontró con las luciérnagas. Pero la revelación, si es que lo fue, se produjo tras meses de escritura, como si las epifanías, para ser vistas y acogidas, necesitaran que me hubiera puesto en camino. Comencé a escribir para saber qué estaba escribiendo. Al principio anotaba algunos pensamientos sobre la retirada a partir de mi retirada. Ahora sé que el libro trata de todo lo que fue apareciendo en la escritura y tomando su lugar en ella: el amor, la amistad, el mundo, el oficio, la vejez, la nostalgia, el recuerdo, el deseo, lo que desaparece y lo que queda, el desánimo y la reanimación, las cosas y la casa, el lenguaje, el trato con los libros, la misma escritura. Escribir es hacer sitio y dar forma. Y el lugar de las luciérnagas está aquí, al principio del libro.

Entre el 30 de enero y el 1 de febrero de 1941 hubo una noche sin luna, en tiempo de guerra. Un grupo de jóvenes se internaron en la negrura y subieron por el flanco de una colina para celebrar el amor y la amistad. En la oscuridad, dijo uno de ellos, “vimos una cantidad enorme de luciérnagas que formaban bosquecillos de fuego en medio de las zarzas y las envidiamos porque se amaban, porque se buscaban en amorosos vuelos y luces. Pensé entonces en lo bella que era la amistad y las reuniones de muchachos de veinte años”. A lo lejos “se veían claramente dos reflectores muy feroces, ojos mecánicos a los que era imposible escapar, y entonces fuimos presa del terror a ser descubiertos”.

La amistad como una danza viva de luciérnagas, y la guerra como el terror mecánico de los focos que taladran la noche buscando enemigos. El joven de diecinueve años se llamaba Pier Paolo Pasolini, estudiaba por aquel entonces en la Facultad de Letras de la Universidad de Bolonia, estaba leyendo a Dante, Ungaretti y Montale. Contó esa noche a un compañero de la adolescencia en una carta que puede encontrarse en Correspondance générale, 1940-1975; y es muy posible que viera también como luciérnagas los “ojos brillantes y turbados” de los estudiantes cuando hablaban con el mismo fervor “de Cézanne o de sus aventuras amorosas”.

Era el 1 de febrero de 1975, habían pasado exactamente treinta y cuatro años desde aquella excursión nocturna, y ese mismo joven, ya adulto, publicó un artículo sobre las nuevas formas de fascismo en Italia, ese “genocidio cultural y antropológico” que ha destruido el alma, el gesto, el lenguaje y el cuerpo de la gente. Ya no hay luces de amor y de amistad en la noche: “A comienzos de los años sesenta, debido a la contaminación del aire y, sobre todo, en el campo, debido a la polución del agua (los ríos azules y las acequias transparentes), las luciérnagas comenzaron a desaparecer. El fenómeno fue fulminante y fulgurante. Pasados algunos años no había ya luciérnagas. Hoy son un recuerdo desgarrador del pasado”. Pero lo peor es que casi nadie se dio cuenta: “los intelectuales más avanzados y críticos, bastante bien informados por la sociología, no se percataron de que las luciérnagas estaban desapareciendo”.

Fue por aquellos meses que abjuró de buena parte de su obra anterior, de lo que había sido la base de su energía poética, cinematográfica, política y tal vez también pedagógica. Declaró el cese de su amor a los jóvenes y al pueblo. Ya no hay cuerpos inocentes ni culturas populares que puedan oponerse, desde una cierta exterioridad, a la masificación del consumo y la trivialización de lo real. El sistema absorbe incluso su propia negatividad e integra todo lo que podría oponérsele, incluso el arte: “daría toda la Montedison, por muy multinacional que sea, a cambio de una luciérnaga”.

El artículo está incluido en los Textos corsarios y cuando se publicó faltaban nueve meses para que Pasolini fuera asesinado en una playa de Ostia. La desaparición de las luciérnagas había significado para él “una nueva época de la historia humana”, el final de la Italia campesina y paleoindustrial, con su cultura popular milenaria, y el principio de un nuevo fascismo total e imprevisible, el más represivo que se ha visto nunca, ese que ya no se superpone a la vida como el antiguo, sino que se confunde con ella puesto que la conforma en su totalidad, hasta sus mínimos detalles.

Fue el amor y no la sociología lo que permitió a Pasolini hacerse cargo de lo que estaba pasando: “para entender los cambios de la gente hay que amarla. Yo, lamentablemente, a esa gente italiana la había amado, tanto desde fuera de los esquemas de poder (en oposición desesperada a ellos) como desde fuera de los esquemas populistas y humanitarios. Se trataba de un amor real, radicado en mi modo de ser. De modo que vi la deformación y la degradación con mis propios sentidos”. Percibió los cambios en el lenguaje: “solo en la lengua se han advertido síntomas”. Las gentes y, en primer lugar, los hombres del poder, los influencers que se dice ahora, “cambiaron bruscamente su modo de expresarse y adoptaron un lenguaje completamente nuevo, tan incomprensible como el latín”.

Y qué desesperada fue su resistencia a comprender y a aceptar el mundo que se le venía, porque “el amor al mundo que se ha vivido y experimentado impide pensar en otro que sea igual de real; que se puedan crear otros valores semejantes a los que han hecho que una vida sea inapreciable”. Como si lo que se conoce por amor fuera lo que nos hace más intransigentes a su desaparición y más incapaces de vivir con sucedáneos; como si el amor hiciera las cosas no sólo más bellas sino más reales, y tiñera de fealdad y de ausencia cualquier cosa que las sustituya: “todo lo que hemos amado nos ha sido arrebatado para siempre”.

A mediados de los ochenta, diez años después de la muerte de Pasolini, un escritor obsesionado por las imágenes vivía en Roma y allí, en un bosque de bambúes, en la colina del Pincio, contempló “una verdadera comunidad de luciérnagas cuyos resplandores y movimientos sensuales, con esa lentitud que insiste en manifestar su deseo, fascinaban a los que pasaban por allí”. Años más tarde vio, con tristeza, que el jardín había sido arrasado.

El 16 de abril de 1988 se estrenó en Japón La tumba de las luciérnagas, una película de animación de Isako Takahata, que comienza con la muerte de un niño en una ciudad bombardeada. El espíritu del niño muerto se encuentra con el de su hermana, también muerta de inanición poco antes, y el resto de la película es un flashback en el que se cuenta la historia de ambos, huérfanos de madre y con el padre en la guerra, tratando de sobrevivir, robando y mendigando, en un refugio antiaéreo abandonado. Las luciérnagas que vuelan en la noche iluminan lo poco que no está dominado por el hambre o el miedo. La pregunta de la niña “¿por qué mueren tan pronto las luciérnagas?” es como una amenaza.

La noche del 29 al 30 de mayo de 1988 otro escritor paseaba por un camino de campo entre dos pueblos del Friuli, la tierra natal de Pasolini, y “de repente allí estaban; no era una fluorescencia sino un destello intermitente; la forma de estar dispersas en el camino, iluminando y despejando el suelo con su abdomen luminiscente; luego destellando entre los altos tallos de hierba; después una en la palma de la mano del caminante nocturno exactamente junto a la línea de la vida”. Tras un día largo y tedioso que le hace pensar en la desesperación de Pasolini, las luciérnagas, dice, “le devolvieron el alma”. Peter Handke tituló ese texto “Epopeya de las luciérnagas” y lo incluyó en Una vez más para Tucídides, una serie de miniaturas de atención prolongada en lo efímero y lo insignificante en las que a veces aparecen, en el trasfondo, asociaciones bélicas: truenos que recuerdan bombarderos, insectos que parecen tanques, hojas que caen como aviones en picado. El año que se publicó el libro, 1990, estalló la guerra de los Balcanes y los focos de los antiaéreos volvieron a agujerear la noche europea. Las luciérnagas volvieron a ser invisibles.

En 2009 se publicó un libro de Georges Didi-Huberman titulado Supervivencia de las luciérnagas. Recuerda a Pasolini, habla de las luciérnagas que vio aparecer y desaparecer en ese bosque urbano situado en una colina de Roma, y lamenta no haber intentado fotografiarlas. Hay cuatro tesis en el libro que vienen aquí a cuento.

La primera, que “no es en la noche donde las luciérnagas desaparecen” sino en la “cegadora claridad de los shows políticos, de los estadios de fútbol, de los platós de televisión”; como si hubiera demasiada luz artificial en este mundo y no fuera lo oscuro sino lo sobreiluminado de la propaganda y de la mercancía lo que ha hecho que las luciérnagas no se puedan ver.

La segunda, que la mirada utópica hacia los paraísos prometidos está atrapada por la luz del horizonte y no es capaz de atender a las pequeñas luces que pasan “minúsculas y movientes” muy cerca de nosotros; como si la luz que parece anunciarse en el futuro ocultara las lamparillas diversas y menudas que iluminan el presente.

La tercera, que a lo mejor “no son las luciérnagas las que han sido destruidas sino nuestro deseo de verlas” o, quizá mejor, nuestra constancia y nuestra atención para buscar “lo que aparece, a pesar de todo”; como si anduviéramos siempre con prisa, estuviéramos distraídos y no tuviéramos ya ni el tiempo ni la paciencia para atender a esas lucecillas que parpadean débilmente.

La cuarta, la incapacidad de algunos para buscar nuevas luciérnagas en la vejez cuando “han perdido de vista las que vieron en la juventud”; como si no supieran los viejos buscarlas en las noches incomprensibles del presente y se la pasaran tratando de recordar las que en otro tiempo les asombraron. Ya dijo Pasolini que un hombre viejo que tenga la memoria de las luciérnagas “no puede reconocerse a sí mismo joven en los nuevos jóvenes” que ni las conocen ni pueden sentir añoranza de ellas.

En 2011 Fernando Bárcena publicó un artículo titulado “El brillo de las luciérnagas” y lo presentó como un ensayo para la recuperación de la experiencia pedagógica. Dice ahí que la desaparición de las luciérnagas es metáfora de la pérdida irreparable de los espacios públicos en los que aparecen las palabras y las acciones de los hombres y, por tanto, de la enorme dificultad de la educación entendida como transmisión entre generaciones. Cita Hombres en tiempos de oscuridad, de Hannah Arendt, allí donde dice que “incluso en los tiempos más oscuros tenemos el derecho a esperar cierta iluminación” y que esta iluminación “puede llegarnos menos de teorías y conceptos que de la luz incierta, titilante y a menudo débil que irradian algunos hombres y mujeres en sus vidas y en sus obras”. Y se pregunta si para eso no hay que tratar primero de “ver la oscuridad sin dejarse cegar por las luces de los tiempos”; como si para buscar el brillo de las luciérnagas fuera necesario primero alejarse de la ciudad, de sus luchas y sus fascinaciones, e internarse en la noche.

Ángel R. Larrosa tiene en su casa, colgado de un tendedero, junto con una camiseta vieja, un poema en el que las luciérnagas son lo que queda de lo que no fue y lo que no hizo. Se imagina con un pañuelo anudado a la quijada, dos monedas sobre los párpados y las fosas nasales taponadas. Lamenta que los poemas que no ha escrito ni escribirá van a quedar “al albur de la nada”. Pero hay algo así como unos “puntos suspensivos” cuando el camino se acaba y “una puesta de sol inconclusa que deja, eternamente, luciérnagas, queriendo”. Cuando llega la oscuridad definitiva, parece decir, queda la vida no vivida y algunas luciérnagas enamoradas.

Para el Pasolini del genocidio antropológico la desaparición de las luciérnagas coincide con la de lo humano. Ya no ve rostros sino máscaras, tics en lugar de gestos; solo escucha una lengua inexpresiva, técnica, pragmática, esterilizada, puramente comunicativa, estereotipada; lamenta el desprecio por la cultura y la producción masiva de violencia e ignorancia; la juventud le parece fea, estúpida, neurótica, infeliz, presuntuosa, homogeneizada por el consumo, tan pagada de sí misma que ha obligado a los adultos al silencio o la adulación. En la película de Takahata, las luciérnagas son la luz tenue del recuerdo, la esperanza y los momentos felices donde la inocencia y la ternura no han sido destruidos. Handke, al verlas una tarde en un sendero de campo, siente por un instante que recupera el alma. Didi-Huberman las remite a la supervivencia de algunas imágenes ligadas al conocimiento y a la esperanza, pequeños signos de humanidad que destellan en la noche, cada vez más difíciles de ver y, lo que es peor, que apenas nos interesan. Bárcena relaciona su desaparición con el espacio arruinado de la visibilidad común y compartida, con el final de los lugares para la aparición pública de lo que a todos concierne, con la dificultad de mantener un hilo de experiencias entre las generaciones, con el “eclipse de lo humano en la sociedad presente”; algo que no se puede separar, dice, de los “medios de control de la atención a través de los aparatos de la sociedad de las telecomunicaciones”. Larrosa las deja, al irse, como un rastro de luz y de amor de lo que dejó sin hacer y sin vivir. Parece entonces que es algo fundamental de lo que somos lo que se nos va con el brillo de las luciérnagas, y lo que vuelve cada vez que reaparecen.

A veces nos parece que vivimos un tiempo sin alma, un mundo desalmado; que se nos cae el alma a los pies y la tenemos por los suelos; que el desánimo nos corroe y no podemos con nuestra alma, como si nos pesara o se nos encogiera. Ahora sé que comencé la escritura, quizá sin saberlo, como una especie de ejercicio de reanimación, como un intento de pulsar el estado de mi alma y de su afinación (o desafinación) con el mundo y con los otros cuando empecé a pensar si me retiraba.

Tal vez el viejo motivo de la medicina del alma, si lo pensamos en griego. Una ética del cuidado de sí y de nuestras relaciones con el mundo. Una dietética del alma. Un ejercicio espiritual. Un arte de la existencia cuya finalidad es la euthimía, el buen ánimo, lo que algunos traducen por tranquilidad, otros por felicidad, otros por serenidad o por alegría.

O, ya que estamos con las luces cuyos destellos sorprenden en la noche, como la búsqueda de una cierta lucidez que, desde luego, no está en uno ni viene de uno. La palabra técnica que caracteriza los brillos de las luciérnagas es bioluminiscencia. Se trata de una luz viva y no producida o fabricada. De ahí su rareza en un mundo en el que la vida misma es producida y gestionada, y en el que todas las luces son artificiales.

Las luciérnagas no sólo hablan de la dificultad de una vida animada y animosa, sino que también dicen algo del mundo. El alma no es una interioridad aislada sino una forma singular de estar en el mundo o, quizá mejor, en un cierto mundo. El alma está en sus vínculos y en sus relaciones, en sus maneras de estar enredada, implicada o complicada, en sus modos de hacer mundo y de ser hecha por el mundo. El cuento de las luciérnagas dice que con ellas ha desaparecido el amor, el lenguaje, los gestos, el espacio público, la experiencia, la memoria, la cultura, las cosas, la comunidad, la esperanza. Para hacerse un alma hay que re-anudarse con el mundo, pero para eso hace falta que haya mundo. El alma es una forma de componerse con lo que le es exterior. Y, en algunos casos, una forma de sobreponerse a lo que le es exterior. Aunque lo que dice el cuento es que, en cuestiones de ánimo, no hay separación entre interior y exterior, y que es muy fácil perder el alma o nunca llegar a tenerla.

En Tener un alma. Ensayo sobre las existencias virtuales, dice Étienne Souriau que “tener un alma es poseer riquezas que no se tienen; es vivir positivamente algunas vidas irreales; es ser más grande que uno mismo, más bello y más rico, es construir un universo sustancial y ser uno mismo en ese universo”. Si el alma es relación con un mundo, también hay mundos más pequeños y más grandes, más bellos y más feos, más ricos y más pobres.

Mis luciérnagas fueron en La Oculta, en la ribera occidental del Cauca antioqueño, entre los pueblos de Támesis y Jericó, a media altura entre la tierra caliente del fondo del valle y la fría de las cumbres de las montañas. Primero fue una lluvia dorada de hojas cayendo mansas sobre la laguna. Cuando el sol se ocultaba tras la cuchilla de los montes fue la llegada de las garzas sobrevolando el agua a baja altura, espejeándose en ella. Enseguida las cigarras del anochecer, con un sonido agudo y metálico, tan diferente del crepitar de las del mediodía. Luego, ya de oscurecida, el croar de las ranas. Y de pronto, en lo negro, allí estaban.

Fue ella, que sabía del cuento, la que dijo: “¡ahora! ¡fíjate bien! ¡es el momento de las luciérnagas!” Sentí que el corazón me saltaba en el pecho y pensé que esos cocuyos no eran un signo de lo que desaparece, sino de lo que está en su sitio, en su tiempo, en algún lugar del mundo, todavía.

En el cielo las estrellas que podían verse entre las nubes. En las laderas, a lo lejos, las luces de las fincas, las más apretadas de los pueblos, las que seguían las líneas de la carretera bajando hacia el río. Alrededor, la luminiscencia intermitente de los cocuyos. No era el pasmo estelar, el mapa de los espacios siderales; tampoco el mapa terrestre del habitar de los mortales y de su ocupación de la tierra. Aquellas luciérnagas no orientaban la mirada sino que la sorprendían. Algo estaba allí, vivo, fuera de nosotros, inestable y fugitivo, haciendo que no sólo tuviéramos ojos para los colores del día sino también para lo que se dejaba ver, si estabas lo suficientemente atento, en la oscuridad de la noche.

Yo, para ella, todo ojos. Yo, con ella, todo ojos. Mirarla a ella y mirar con ella. Aunque a veces se retraía en la sombra, su perfil se apagaba y se hacía borroso, como si se retirara. Y el corazón también me saltaba en el pecho, pero de otra manera, como si se me encogiera.

Muy tarde en la noche, una luciérnaga, sólo una, brilló tres veces en el pasto, muy cerca de mis pies; se elevó de repente, giró, entró en el porche, hizo un destello más largo y brillante sobre mi cabeza, casi rozándola, y se perdió entre los arbustos. No hubo después más luciérnagas, pero todo seguía estando en su sitio, también la lluvia fina que llegó enseguida para envolverlo todo. Al amanecer, la neblina acogía tan bien el abandono que mi inquietud y mi angustia también estaban en su sitio. Más tarde recuperó ella su presencia luminosa, y recuperé yo la mirada, de nuevo encandilada en ella y ensanchada con ella, ya no aguda o afilada como antes, sino redondeada, ampliada, abarcadora.

Las luciérnagas volvieron días después, en el viaje de regreso. La Oculta es también una novela de Héctor Abad que cuenta la historia de la finca que había sido de sus antepasados y de la que apenas quedaba, cuando estuvimos allí, un pedazo de nada con tres cabañas que se alquilaban, cuatro vacas y algunos mínimos cultivos. La comenzamos juntos en Medellín, después de las luciérnagas, y la terminé de leer en el avión, de camino a Barcelona.

Las salpicaduras luminosas de los cocuyos aparecen varias veces en el libro, formando parte del paisaje nocturno, pero el final de la novela (que es, al mismo tiempo, el final del lugar amado) coincide con la desaparición última y definitiva de sus destellos: “A veces me desvelo en la madrugada y salgo de la pieza y camino por la casa. Al menos entre semana, como la mayoría de las casas de la parcelación son casas de recreo, ya han apagado casi todas las luces de las propiedades alrededor y no hay música, así que puedo oír el viejo cantar de los grillos que resistieron al desastre. Por las fumigaciones, ranas y cocuyos ya no hay, ni han vuelto los murciélagos, las loras ni las guacamayas que anidaban en los troncos secos de las palmas reales, que también cortaron”.

La revelación de La Oculta es que todo lo que parece estar ahí, desde siempre y para siempre, está en vilo: “la vida está colgada de un hilito, y en el aire hay tijeras que vuelan con el viento. La misma Oculta, aunque parezca eterna, ha estado asediada siempre por mil peligros; cuando no son las guerras civiles o las crisis, entonces son la delincuencia o la guerrilla; después son los mineros, los narcos de la amapola, los paramilitares que se roban la tierra o los urbanizadores que ofrecen millonadas para hacer fincas de recreo”. En el aire siempre hay tijeras voladoras y los enemigos de la vida, del amor y de la belleza (cada tiempo tiene los suyos) no descansan.

“Alma se tiene a veces” es el primer verso de un poema de Wislawa Szymborska, de Instante. Las luciérnagas son signo de las intermitencias del alma, de su estar en vilo, siempre en riesgo de anonadamiento; de su carácter enamoradizo también, que son danzas y brillos de amor los de los cocuyos, como si sus destellos sincopados fueran a la vez búsqueda y ofrecimiento; porque un alma depende de que otras la adivinen, la reconozcan y la salven así de la inexistencia.

En el párrafo famoso dice Joyce que la epifanía es “una manifestación espiritual súbita” relacionada con “los momentos más evanescentes y delicados”. Dice que lo que se produce en ella es que “de repente veo y de repente sé”. Dice que nuestro ojo espiritual trata de ajustar su visión de las cosas y “en el momento en que el foco se alcanza, los objetos se epifanizan”. Dice que la epifanía tiene que ver con “la tercera y suprema cualidad de lo bello”; y para eso parafrasea o inventa una teoría de Santo Tomás en que esa tercera cualidad es la “radiancia”. En la epifanía las cosas irradian su claritas y su quidditas, su claridad y su singularidad podríamos decir, y añade: “el alma del más común de los objetos nos parece radiante; entonces el objeto consigue su epifanía”. La epifanía lo es del objeto, es la cosa la que aparece, pero su manifestación es material y espiritual a la vez, como si su irradiación, su claridad y su alma dependieran también de los ojos que la miran, y del alma o el ánimo que hay detrás de ellos.

Después de las garzas y durante las cigarras nos tumbábamos en la hierba para ver el espectáculo celeste de la anochecida. La luz que iluminaba la tierra ya no era la del sol sino la del reflejo de sus rayos en el cielo. Y eran entonces las nubes las que resplandecían durante unos minutos en verdes cambiantes, con nimbos nacarados, sobre un fondo liliáceo que arrastraba la mirada hasta hundirla en un infinito que casi daba vértigo. No eran aún las luciérnagas que brillan en la noche sino lo que resplandece al final del día, la última luz, las últimas iridiscencias. Al mismo tiempo, como una amenaza, se escuchaban los truenos al sur, el acercarse del aguacero desde más allá de los farallones.

La Oculta es la tristeza de haber perdido la casa: el paraíso de la infancia y de la juventud, la gente que era la nuestra, el sentimiento de pertenecer a algo y a alguien, a un suelo, a una comunidad que se extiende hacia los muertos y se proyecta hacia el futuro. En los últimos años de la finca, ya muy disminuida, los niños ya no miran las nubes del atardecer ni los cocuyos de la noche ni el lento deshacerse de la neblina en los amaneceres, porque se la pasan viendo televisión desde la cama y, algunos años más tarde, pegados a sus teléfonos y sus ordenadores. Ya no es el mundo iluminado sino las pantallas luminosas lo que atrae sus miradas. No sólo se ha perdido la casa sino el interés por la casa. No quedará ni la nostalgia. Pero la escritura habrá sido capaz de entonar su elegía, de hacer un elogio fúnebre en el que las luciérnagas y las nubes relucen por última vez y encuentran su sitio en el relato.

Este es un libro sobre lo que aún brilla en la noche y sobre lo que aún resplandece en el ocaso. Por eso tiene algo de epopeya también, como la miniatura de Handke. Las aventuras de la luz en nuestros ojos aún no han terminado y sería hermoso poder confiar en la reanimación del alma humana. ¿No podría ser este libro también un canto al inacabamiento de lo que aún tiene alma, de lo que aún no acaba de acabar, y ojalá nunca se acabe, aunque siempre se esté acabando?

Nada más volver a Barcelona corrí a comprar la Teoría de los Colores, de Goethe. Necesitaba con urgencia una poética de los fotometeoros que me ayudara a construir una imagen de los verdes, los violetas y los anacarados de las nubes de La Oculta. Necesitaba que esos colores me mostraran su alma y me dijeran alguna cosa. Le había prometido a ella, en el último atardecer, que estudiaría los cromatismos celestes y le contaría de mis descubrimientos, aunque sólo fuera para mantener el recuerdo de aquellos días. Además, no se puede, y menos a cierta edad, renunciar a averiguar el color de unos ojos.

En mi caso, las epifanías, si es que las tengo, se producen más bien en el recuerdo y en la reflexión, como si tuviera que tomar distancia de las cosas y ponerlas en palabras para que aparezcan por segunda vez, en una forma, y se revelen. También Goethe hablaba de la comunión entre la sensación y la idea, reivindicaba una contemplación reflexiva y un ojo pensante: “el solo mirar no lleva a ninguna parte; todo mirar se transforma en considerar, todo considerar en meditar, todo meditar en relacionar, así que cabe decir que a poco que se mire con atención se está en plena actividad teorizante”.

Goethe dice que el azul “no salta a la vista, sino que la arrastra tras de sí”, que es un color “vasto, vacío y frío”, que cuando se exalta hacia el lila o el violeta “da la impresión de una excitación exenta de alegría”. El verde, al combinar la actividad cálida del amarillo y la pasividad fría del azul, “produce satisfacción y equilibrio”, en él “tanto el ojo como el ánimo descansan”, y cuando tiende hacia un amarillo luminoso y dorado con bordes de un cobrizo brillante, como en aquella tarde, hay algo en él que se activa y se orla de energía.

Hay que mirar la vastedad del infinito donde estamos a punto de caer y de perdernos (ya se sabe que también se cae hacia arriba). Hay que detenerse en los últimos resplandores verdeamarillos de las nubes para celebrarlos y conmemorarlos antes de que se apaguen en la noche o los borre la tormenta. Y hay que seguir buscando ojos amigos y amados para mirar en ellos y con ellos lo que aún vale la pena y nos puede devolver el alma. Siquiera sea a veces, en algunas intermitencias: “Rara vez nos asiste”, dice la poeta, “en las tareas pesadas, / como mover los muebles, / cargar las maletas / o recorrer caminos con zapatos apretados”; también está de asueto “cuando hay que cortar carne / o llenar solicitudes”.

Dice Goethe que todos los colores se dan como un movimiento entre la luz y la sombra, el amarillo y el azul, la opacidad y la transparencia, la exaltación y el rebajamiento. No hay color que no produzca en la retina un halo de su opuesto o su complementario: “todo blanco que se oscurece se enturbia, se torna amarillo, y todo negro que se aclara se vuelve azul”. Hay un dinamismo cromático que es a la vez un juego de polaridades anímicas, como si la alegría estuviera siempre sombreada de tristeza, el deseo de nostalgia, el calor de frío, la epopeya de elegía, la salida de regreso, el bien de mal, la vida de muerte, la diestra de siniestra, la claridad de sombra, el amarillo de azul (y al revés). El color no es un dato físico objetivo, ni un dato psíquico subjetivo, sino el resultado de los movimientos intensivos del afectar y del ser afectado, un fenómeno de correspondencia: el responder mutuo de la luz al ojo y del ojo a la luz.

Por eso no se trata tanto del estado de ánimo sino de la modificación del ánimo. Esa fue también la epifanía de La Oculta: que el alma aparece en sus movimientos y en sus mezclas. Ya sabía Szymborska que “la alegría y la tristeza / no son para ella sentimientos distintos. / Sólo cuando se unen / está presente en nosotros”. Y que “podemos contar con ella / cuando no estamos seguros de nada / y tenemos curiosidad por todo”. Porque no se puede separar el placer de la amargura, la luz de la oscuridad, el ser de la ausencia, la salud de la enfermedad, el oasis del desierto, el florecer de la podredumbre, el abrigo de la intemperie, el júbilo del lamento.

Tanto la desaparición como la reaparición de las luciérnagas describen (o producen) un cambio de ánimo. Son indiferentes cuando están o cuando no están, cuando su presencia o su ausencia son costumbre, y sólo le hablan al alma cuando desaparecen, y el ánimo se contrae, o cuando reaparecen, y entonces se amplía y se eleva, y es como si se recuperara.

En La Oculta me encontré con las luciérnagas, con las nubes, con la novela de Héctor Abad. En Barcelona con las polaridades anímicas y cromáticas de Goethe. De esas composiciones están hechas las epifanías. Además, también dice Szymborska que el alma “no dice de dónde viene / ni cuando se irá de nuevo, / pero evidentemente espera esa pregunta”. Tal vez el libro sea el rastro de esa pregunta.

Y de la búsqueda de las condiciones y la disposición para alcanzar lo que Píndaro, en un verso de la Olímpica V, llamaba una géras eúthymon, una vejez animosa. Que el alma, dice la poeta polaca, puede anidar “en el asombro / de haber envejecido” pero, si uno se descuida, puede empezar a oler a agrio y, por si fuera poco, “cuando el cuerpo nos empieza a doler y a doler / escapa sigilosamente de su hora de consulta”.

2. LA VIDA EN REO PREFERIRÍA NO HACERLO

RENCO

Estrenó el cuaderno cuando la reclusión se le había convertido en recogimiento y comenzó a considerar la posibilidad de irse retirando. Su trabajo no daba ya para más y no lo soportaba sin el aula, ese lugar al que había rendido homenaje, elogiándolo y lamentando su desaparición, en sus últimos libros sobre el que aún era su oficio; y no podía dejar de pensar mientras deshojaba la margarita, que si sí que si no, que lo que había escrito en aquellos libros era un discurso de despedida.

La pregunta por el oficio había sido tardía, de las que vienen al final y en la vejez, cuando siente uno la necesidad o el capricho de darle vueltas a qué es lo que ha estado haciendo toda la vida; porque toda una vida había dedicado a su trabajo, y por eso había querido elaborarla y darle un sentido, para tomarla en la palma de la mano, contemplarla y afirmarla en el mismo momento en el que la dejaba caer, como soltándola y desprendiéndose de ella; justo cuando se había convertido, para la institución en la que trabajaba, en un profesor de los de antes, obsoleto, cascarrabias, incapaz de adaptarse, como decían, a las exigencias de los tiempos, tozudamente reacio o reticente a cualquier tipo de reconversión o reciclaje.

Consideró la connotación guerrera de la palabra retirada y se dijo que la suya no era la de un combatiente que huye del campo de batalla, que su ingénita cobardía le había hecho abandonar casi siempre cualquier terreno en el que pudiera encontrar conflictos o resistencias. Ya de niño era incapaz de disputar un balón, de adelantar presto el brazo para ser el primero en coger una golosina, de competir por cualquier cosa; y era de los que se rendían tan pronto en cualquier juego que implicase una mínima violencia que con él, decían sus amigos, la pelea no tenía ninguna gracia. Porque coraje nunca tuvo, y ahora lo que le falta, además de las fuerzas, es la comprensión misma de la lógica de la batalla, de las nuevas armas, tácticas y estrategias.

Se reconoció mejor en la palabra retirantes, la que usan los brasileros para nombrar a los que escapan de las endémicas sequías del nordeste. Dedicó el final de una tarde a revisar grabados con figuras magras que comienzan a caminar con cara de espanto hacia un destino incierto y sin retorno. Decidió sacar de la carpeta donde lo tenía guardado, para colocarlo en su escritorio, el que había comprado hacía más de una década en algún lugar de Ceará. Pero no porque se viera reflejado en ese grupo de desdichados (emigrantes climáticos les llamarían ahora), sino porque le gustaría que fuera andando con otros su escritura sin dejar por eso de andar sola. Algo que puede intuir en los rostros de los miembros de esa familia errante: ese saberse en grupo denso y apretado, lo que no quita que el modo de estar cada uno en la andadura no sea ensimismado y adusto, como metido para dentro, componiendo entre todos una comunidad de solitarios o un cortejo de soledades que se acompañan.

La única amiga que aún tenía en la facultad llamaba Gobi al campus en el que ambos trabajaban, y había derramado unas lágrimas cuando le dijo lo de la jubilación anticipada, tal vez porque adivinaba un futuro en el que ni siquiera tendría la posibilidad, no ya de un compañero de lucha, que eso nunca lo había sido, sino de alguien con quien consolarse en la complicidad de las quejas y las recriminaciones, en ese renegar juntos del desierto para hacerlo un poco menos árido o, al menos, para ponerlo por un momento a distancia, en ese gesto de sufrirlo y rechazarlo al mismo tiempo; aunque no exactamente al mismo tiempo, porque el solo hecho de hablar de lo que padecemos hace que mientras lo ponemos en palabras se esfume o se alivie, como si se retirara.

En su caso, sin embargo, su modo de largarse de ahí no reflejaría el desamparo de los retirantes; tampoco el desencanto y la tristeza de los derrotados, los rendidos o los desertores. Quien lo viera por detrás, a cierta distancia, mientras se alejaba, reconocería, si prestaba atención, una doble patadita hacia atrás, esas dos coces leves con las que Charlot daba la espalda a lo que acababa de dejar para encaminarse, bastón en ristre y con pasos saltarines, hacia el fondo de un plano que se iba cerrando poco a poco hasta llegar al negro, al fin de la película y de la aventura, al borrado último de su silueta recortada sobre las calles y el gentío.

Aunque le parecía que más bien rencos y no tan juguetones iban a ser sus andares, que renquear es “andar tambaleándose a un lado y otro”, vale también “estar con achaques, “no acabar de decidirse” y “tener dificultad en los quehaceres”, como si anduviera con dos piernas diferentes. Una ágil y optimista, de mozalbete y propensa al baile. Rígida y de tobillos hinchados la otra, cansina y flaca, inepta para el brinco. Y tendrá que ser un lápiz la muleta ayudadora de su cojera, no sólo para apoyarse en las palabras, sino para tantear con ellas lo que se va en el tiempo que se acaba y lo que viene en el que comienza, como bastón de ciego o caña adelantada de quien tiene que andar en lo oscuro o entre la niebla.

REFRACTARIO

Dijo Roland Barthes como de paso, en la última entrevista que dio en su vida (la que se publicó póstuma, meses después del accidente mortal), que la única contestación que el poder no tolera es la retirada. La retirada, cuando va de verdad, “sólo se puede vivir a través de conductas clandestinas”, y “se puede afrontar un poder por ataque o por defensa, pero la retirada es lo menos asimilable”.

La suya, sin embargo, no iba a ser una retirada contestataria ni mucho menos clandestina, y a su modo de estar, o de haber estado, en la universidad le convenía más bien la palabra refractario, esa que el diccionario define en su segunda acepción como “persona rebelde a aceptar una opinión o costumbre” y, en la tercera, como “material que resiste la acción del fuego sin cambiar de estado ni descomponerse”. Pensó que esa vieja palabra le iba mejor que esas otras de reaccionario y retrógrado con las que se había definido en sus libros sobre el oficio; que su mismo oficio, tal como lo había amado y ejercido, estaba desapareciendo; que sus condiciones de posibilidad estaban siendo arrasadas; que se sentía refractario al nuevo régimen, a las nuevas costumbres y maneras; y que no estaba dispuesto a aceptar los hábitos del lugar ni, desde luego, a cambiar de estado o descomponerse.

Consideró que quizá había sido más bien un recalcitrante, dícese de las gentes “tercas y obstinadas, aferradas a una idea o conducta”, como los infieles que resistían la conversión o los herejes que no se arrepentían. Y pensó que a contrapelo y a contracorriente estaba haciendo cada vez más sus tareas y quizá había llegado la hora de preferir no hacerlas. Lo suyo con la universidad había sido una historia de amor exigente, trabajo duro, algunos disgustos y muchas alegrías. Al cruzar por última vez el umbral no le vendrían ganas, como se hacía en otros tiempos, de sacudirse el polvo de las sandalias, de hacer, aunque sea en la imaginación y para sí mismo, ese gesto airado de no llevarse nada, ni siquiera un resto de barro o una mota de polvo, de allí de donde se iba. Su decisión le iba a librar al menos de envejecer refunfuñando: “costumbre de criados haraganes que hacen la hacienda a regañadientes; y del sonido de las narices con que manifiestan su enfado”. O de trabajar rezongando, dícese de “hacer de mala gana lo que se le manda e ir entre los labios murmurando”. O de retirarse con rencor: “enemistad antigua e ira envejecida, el cual odio se manifiesta con palabras dichas en los adentros de la boca o de la garganta”.

Fue esa sensación, bien conocida, de un amor que se acaba la que tuvo aquella tarde que llegó temprano al café de la facultad y sintió dos cosas al mismo tiempo: que se sentía aliviado, como si se hubiera quitado un peso de las espaldas, y que se había instalado ya en algún lugar de su alma el hueco en el que se iba a albergar la nostalgia. El buen sentido está en saber decir basta, aunque adivine uno que le va a faltar algo. Se trata entonces de hacer balance, intentar comprender y atar cabos. Y un poco más ligero se empieza a estar y también un poco más triste; que eso es lo que tiene el paso del tiempo y los finales y desasimientos que conlleva.

Para que le ayudara en esa tarea de éxito más que dudoso decidió convocar al demonio bueno de Sócrates, no al que le había llevado, como buen filósofo, a interrogar todos los argumentos y opiniones de los hombres, tampoco al que le exigía poner el pensar por encima del saber, ni siquiera al que le inducía a machacar a los jóvenes con el imperativo de ocuparse de sí mismos (con esos había tenido trato regular mientras fue profesor), sino a ese otro que no le decía lo que tenía que hacer sino de qué tenía que abstenerse, ese daimon negativo al que aludió, para escándalo de todos, durante el juicio que le llevó a la muerte: “a mí suele sobrevenirme algo divino y como un espíritu, una voz que me llega; la cual, cuando se me presenta, me aparta siempre de hacer lo que vaya a hacer y, en cambio, nunca me incita a hacer algo”.

A lo mejor lo que nos define no es el listado de lo que hacemos sino la amplitud de nuestras abstenciones. Y pensó que no estaba mal ese invento griego del daimon de cada uno, esa especie de genio al que es conveniente escuchar de cuando en cuando, ese ser intermedio, ni divino ni humano, que nos recuerda que podemos llevar una vida un poco más digna y bella que la que llevamos, o al menos algo distinta, y que para eso hay que rechazar algunas cosas. Ya le gustaría a él, si aún se pudiera, tener uno a su disposición para este tiempo que comienza, alguna vocecilla amiga que le diga que pare, que mejor no, que no hace falta, que tiene que ir aprendiendo poco a poco a retirarse.

RETIRADA

Esa última entrevista de Barthes se titula “La crisis del deseo”. Pensó que podría ser eso, el deseo, lo que le flaquease; y ya que estaba con Barthes decidió repasar un trecho de la sesión de apertura del que fue su último curso, La preparación de la novela. Enfrascado en su proyecto de Vita Nova, elaborando ese imaginario en el que alguien, llegado a cierta edad, se encuentra en el trance de enfrentar lo que le queda de vida, Barthes les habla a sus oyentes de ese momento en el que “lo que uno hace, escribe, aparece como material repetido, destinado a la repetición, al cansancio de la repetición”; ese punto en el que la perspectiva de seguir escribiendo artículos, quizá libros, de seguir dando cursos aunque sea variando un poco los temas, comienza a parecerle una condena. Y un poco después define la acedía como “impotencia para amar a alguien, a algunos, al mundo”.

A la universidad la sentía él cada vez más incompatible con el amor. Con sus alumnos el amor se le iba haciendo cada vez más difícil. Solo le iba quedando la materia de estudio o, quizá, el deseo de seguir llevando una vida estudiosa. Pensó que la posibilidad de desgajar el estudio del trabajo, de no tener que someterlo a un plan, un curso, un argumento o una disciplina iba a hacerlo más libre, más amplio, más caprichoso y también más intenso; como si lo que quisiera ahora fuera seguir leyendo, escribiendo y conversando, pero sin presiones ni pretensiones, sin deberes que cumplir ni nada que demostrar, sin examinar ni sentirse examinado, sin la necesidad de interesar o de convencer, porque no sabe hacer otra cosa o, como decía Onetti en Literatura ida y vuelta “porque es su vicio, su pasión y su desgracia”.

No pudo dejar de sonreír por haber recordado precisamente ahora una frase de ese escritor al que había leído a los diecisiete o los dieciocho años, cuando empezaba a leer en serio y como estudiando, cuando su vida aún estaba por decidir. Le pareció que lo que quería era estar otra vez en eso, en la indeterminación, para ir descubriendo desde ahí, poco a poco, qué amores iban a erotizar los quehaceres de su vida a partir de ahora, cuál iba a ser su pasión y su vicio, ojalá no su desgracia.

Sintió que era eso lo que le había pasado a Barthes, que se había cansado de leer, escribir y hablar como trabajo, pero no del susurro del lenguaje, del placer del texto o de la erótica de la conversación. Para tratar de vencer la acedía, siempre amenazadora, lo que quería era empezar de nuevo y prepararse para escribir una novela, aunque sabía que nunca la escribiría y que eso, en realidad, no importa. Porque lo único que de verdad cuenta es el amor, la necesidad que se siente, para sentirse vivo, de seguir amando a alguien, a algunos, al mundo; el tópico del amor como lo que sostiene la vida, aviva el deseo, detiene el envejecimiento y retrasa la muerte, o así nos lo parece.

Se sabe que Onetti fue uno de los últimos escritores tumbados. Un día se puso el pijama y se metió en la cama para nunca más levantarse, como hacían antiguamente los viejos, por enfermedad o por flojera, o porque sí, porque ya tenían bastante de estar de pie y total para qué va a hacer uno el esfuerzo. Se la pasó acostado quince años, sin apenas salir del cuarto, con unos cuantos libros y una botella de wiski al alcance de la mano, continuando la antigua tradición de los escritores horizontales, esa cuyo más conspicuo representante fue Proust que, como se sabe, dormía de día, escribía de noche y recibía las visitas encamado, con un echarpe al cuello, cubierto de mantas, con guantes de algodón blancos o negros, varios pares de calcetines y el fuego de la chimenea siempre encendido aunque hiciera un calor de mil demonios.

Fue a buscar Los adioses, ese libro en el que comenzó a leer de verdad o de otra manera. Se comienza pidiendo con avidez un cuento a algunas voces familiares, se sigue después leyendo uno mismo escrituras inteligibles e igualmente fascinantes, pero hay un momento en que se le exige al texto una profundidad apenas intuida o adivinada, el acto de leer se tiñe de una responsabilidad extraña, se pasa del puro goce a emociones más complejas y turbulentas, se aprende que para que el libro entregue algo hay que darle también alguna cosa (tiempo, esfuerzo, paciencia, sensibilidad e inteligencia por ejemplo). A partir de ahí la vida no puede entenderse sin la frecuentación de los libros y el vivir mismo empieza a tener algo de retiro.

Le pareció curioso que la meditación de la retirada le haya llevado a un libro que significa para él la juventud y el comienzo de su vida lectora. Se le hizo más curioso que ese libro sea de un escritor tumbado y que se titule como una despedida. Copió una frase de las que había subrayado más de cuarenta años atrás: “la existencia del pasado depende de la cantidad de presente que le demos, y es posible darle poca, darle ninguna”. Pensó que también la densidad del presente depende del pasado que seamos capaces de darle, y que los tiempos se dan y se reciben entre ellos en extraños comercios e intercambios.

Ya que había caído en Proust recordó que el 27 de septiembre de 1909 alquiló tres palcos en el Teatro de Variedades, invitó a los que quedaban aún solteros de sus viejos amigos, se despidió de ellos solemnemente porque, según dijo, se disponía a enclaustrarse para escribir una larga obra, y celebró entre champán y palmadas en la espalda no la publicación de un libro sino el comienzo del retiro que lo haría posible, como si se dispusiera a entrar en un convento y tomar votos.

Estaba empezando a componer (con Barthes, Onetti y Proust) su particular compañía de retirantes. Además, como dice Ferlosio en alguno de sus pecios: “cuando la acción se ha vuelto inercia y rutina, ya sólo la omisión es resistencia, deliberación y libertad”. Y cómo no añadir el nombre de ese grandísimo cascarrabias a la cofradía, cuando se pasó quince años encerrado en casa estudiando gramática, ayudándose con anfetaminas para empalmar la noche con el día, sin abrir las ventanas, saliendo únicamente para recargar libros y pasear con su hija por parques y museos.

No hay retirada que no contenga el imaginario de una Vita Nova, de un cambio de hábitos, vínculos o intereses, como un renovar o un reavivar, especialmente cuando coincide con el inicio de la vejez. Se quedó al fin con reavivar, porque avivar significa “excitar, animar, encender, acalorar, hacer que arda más el fuego o que dé más claridad la luz, poner más encendidos, brillantes o subidos los colores, recobrar el vigor”.

Anotó que a-kedía es el privativo de kedos, un verbo que, en su voz media, reflexiva, significa ocuparse de algo, estar inquieto o preocupado por algo, cuidar de algo; de manera que la acedía podría asociarse con indiferencia, negligencia, incuria, descuido o indolencia; y también, cuando comienza a psicologizarse, con la cualidad de un sujeto aquejado de desánimo, tedio o desgana. Como si no hubiera nada en el mundo que dé ganas de amar o de cuidar, o como si fuera uno el incapaz de verlo o encontrarlo, y entonces para qué o para quién seguir viviendo. Y consultó su ejemplar de la Comedia y vio que Dante sitúa a los accidiosi en el cuarto círculo del infierno, castigados a estarse siempre asfixiando en el agua negra y espesa de la Estigia, como si fueran seres pantanosos o empantanados, “fangosa gente” que apenas puede agitarse un poco dentro del barro.

REMUGAR

Meditaciones de andar por casa había llamado alguna vez a lo que se le iba ocurriendo al hilo de los incidentes que puntuaban su vida, incluyendo las conversaciones y las lecturas. Lo del andar por casa se hizo literal durante los meses de encierro, cuando se la pasaba hablando por el pasillo, a veces en voz alta, en un parloteo consigo mismo bastante desordenado en el que apuntaba de cuando en cuando alguna voluntad de ilación y de escritura; y al mismo tiempo que una sensación de irrealidad y fantasmagoría diluía los contornos que distinguen y ordenan las horas y las ocupaciones, cada vez con más nitidez le asaltaban recuerdos y añoranzas y se le iba el santo al cielo.

Como remugar es sinónimo de rumiar en Aragón y Navarra, del latín rumigare, “mascar por segunda vez”, “considerar algo con detenimiento”, “cavilar demasiado”, y también “hablar entre dientes en señal de descontento o desaprobación”, pensó que la ocasión había llegado de poner sus rumias por escrito, renglón a renglón como suele decirse, con todos los detenimientos que convengan, como tirando del hilo para forzar al santo a que baje a la lengua o a la pluma, a ver qué dice. O para acallar o hacer un poco más soportable ese rumor interno que a ratos gozaba y a ratos sufría, esos balbuceos del pensar y del decir, esas basurillas de la mente. Ojalá le sea de alguna ayuda deletrearlas y ponerlas por escrito para continuar ahí, en el cuaderno, degustándolas y digiriéndolas, que remugar es también “volver a la boca lo que ya estuvo en el depósito que a este efecto tienen algunos animales”. Y se sonrió para sus adentros al averiguar que se llama libro o librillo el tercer estómago de los rumiantes, formado por un centenar de láminas muy finas, y que es allí donde la rumia cuaja y se absorbe el agua sobrante.

REZOS

Cuando vio que en líneas y párrafos estaba ya componiendo sus meditaciones pensó que su cuaderno recién estrenado necesitaba un epígrafe. Es costumbre del que escribe presentarse primero como lector, para que sean palabras de otros las que le impulsen; por eso las iniciales se citan y recitan; o se rezan, que del latín recitare vienen los rezos y rezar era antiguamente “decir en voz alta”.

Eligió unas de T. S. Eliot, de los Cuatro cuartetos, esas que rezan: “Cada intento es un nuevo comienzo (…). Para nosotros sólo existe el intento. Lo demás no es asunto nuestro”.

Otras de Peter Handke, del Ensayo sobre el loco de las setas: “¡Esto va en serio, una vez más! Me he dicho a mí mismo antes de dirigirme hacia aquí, hacia mi escritorio”.

Otras más de Paul Ricoeur, de Vivo hasta la muerte: “¿Por dónde comenzar este tardío aprendizaje? (…) Lo esencial está demasiado cerca y, por lo tanto, demasiado encubierto, demasiado disimulado. Se descubre poco a poco, al final”.

Y las últimas de Michel de Montaigne, del ensayo De la experiencia: “Es nuestro espíritu movimiento irregular, perpetuo, sin modelo ni mira: sus invenciones se exaltan y se engendran las unas a las otras”.

REMOLONEAR

Copió todas las palabras en re que había escrito hasta ahora. Ya que la escritura había comenzado como una meditación en ocasión de la retirada, buscó la palabra en el diccionario. Leyó el “dícese de la persona que vive alejada del trato con los demás, y de la vida que lleva”. Vio que significaba también, en su segunda acepción, “terreno que sirve de acogida segura”. La relacionó con retiro entendido como “lugar apartado del bullicio de la gente”, como “recogimiento y abstracción” y como “ejercicio piadoso que consiste en practicar ciertas devociones retirándose por uno o más días, en todo o en parte, de las ocupaciones ordinarias”. Se alegró cuando leyó que retirar es también “resguardar alguna cosa y ponerla a salvo”.

Aunque a lo mejor lo que quería para el resto de su vida era leer, tal vez escribir, cultivar el amor y la amistad, mirar el paso de las nubes, contemplar los cambios de la luz en el horizonte, caminar una y otra vez, sin prisa, por los mismos caminos, atender al cambio de las estaciones, tratar de ver cómo crece la hierba.

Cuando levantó la cabeza vio que eso era lo que le estaban anunciando desde hacía años, esperando el momento para que se diera cuenta, los dos fetiches que había en las estanterías que tenía enfrente de su mesa de escribir, asomando entre los libros. El primero, un grabado que le habían regalado en Porto Alegre, en su primer viaje a Brasil, hace más de tres décadas. El grabado se titula “só vendo vento passar”, muestra a un viejo despeinado, de ojos desorbitados y brazos cruzados sobre una mesa en la que hay un gato, un pez, una gallina de angola y una serpiente enroscada. Pensó que tal vez se trataría de ver pasar el viento, pero que necesitaría para eso su soplo en las hojas, porque el viento se toca, pero no se ve, y para poder verlo, y no solo oírlo o sentirlo, nos hace falta el balanceo de las ramas y el temblor de las hojas en las copas de los árboles.

El segundo objeto que le estaba enviando su mensaje era una maqueta de cobertizo que había hecho para él una mujer a la que amó, a la vuelta de un viaje al Pacífico mexicano (palapa le llaman allí a esa techumbre rudimentaria), con una tumbona y un par de maletas en su interior, como una invitación y una promesa. Y a lo mejor también se trataría de eso, de tocar la luna, porque la luna, al contrario que el viento, se ve pero no se oye ni se toca, porque está muy lejos y muy alta, y para poder alzarse a su altura y rozarla con la punta de los dedos necesitamos caer en un cuerpo ajeno y retozar con él, mucho mejor si es bajo un toldo a la orilla del mar, abierto a todos los vientos, al ritmo del flujo y el reflujo de las olas.

Se dijo que lo que le estaban diciendo la palapa y el grabado era que se le estaba inaugurando un tiempo de vacaciones, una palabra que tiene que ver con vacante, vacuo y vacío. Y si “el retirarse de los oficios” es “dejarlos por vivir en vida quieta y privada”, ya se irá viendo poco a poco hasta qué punto será privada y hasta qué punto quieta.

Si remolonear es “rehusar moverse por flojedad y pereza” y remolón el que “intenta evitar el trabajo o la realización de alguna otra cosa”, le parece a él que se la podría pasar remoloneando. Ya decía Montaigne que: “cuando últimamente me retiré a mi casa resuelto, mientras pudiera, a no ocuparme más que en pasar en reposo y apartado lo poco que me quedare de vida, me pareció que no podía hacer a mi espíritu mayor favor que dejarlo divertirse sólo en plena ociosidad, sosegándose y deteniéndose en sí mismo”. Y que el ejercicio de escribir no es otra cosa que ir alineando las ocurrencias del remoloneo: “tantas quimeras y fantásticos monstruos engendró mi ánimo, sin orden y sin concierto, que para contemplar a mis anchas su inepcia y extravagancia he comenzado a transcribirlos”.