Alto, moreno y atractivo - Dawn Atkins - E-Book
SONDERANGEBOT

Alto, moreno y atractivo E-Book

DAWN ATKINS

0,0
1,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Lacey Wellington había decidido cambiar de vida, y Max McLane, un cowboy muy sexy, era el hombre perfecto con el que compartir la aventura que tenía en mente. El problema era que aquel parecía ser un tipo honrado y se resistía a sus insinuaciones. Iba a tener que demostrarle que solo quería algo de pasión con un cowboy desenfrenado y salvaje. Lo curioso era que cuanto más lo conocía, más se alejaba del prototipo de cowboy que ella tenía. Max no quería volver a ver una silla de montar o una vaca en toda su vida, pero había prometido al superprotector hermano de Lacey que cuidaría de ella. Así que, allí estaba un contable como él haciéndose pasar por un cowboy... y tratando de mantener las manos alejadas de Lacey.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 228

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Daphne Atkeson

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Alto, moreno y atractivo, n.º 1159 - febrero 2015

Título original: The Cowboy Fling

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-5807-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Uno

–¡Cuidado! ¡Es La Cosa!

Nada más oír el grito, Lacey Wellington cruzó el arco que separaba a la cafetería de la sala de especies sorprendentes a tiempo de ver a la pitón deslizándose fuera del terrario, sobre el cartel que rezaba «La Cosa», y avanzar con suavidad por el suelo de madera en dirección a ella.

–¡Impresionante! –exclamó un niño sin dejar de saltar, muerto de miedo y al mismo tiempo emocionado, todavía al lado del terrario cuya tapadera había levantado.

Su madre estaba pegada a la pared, quieta y muy pálida.

–No hace nada –dijo Lacey para tranquilizar a la mujer, y se pegó a la pared para dejar pasar a la serpiente.

Monty Python, como la llamaba el tío Jasper, era dócil como un perrito, pero seguía siendo una criatura enorme, y Lacey no quería molestarla bloqueándole el paso.

Cuando la serpiente desapareció, la mujer volvió a la vida.

–¡Te dije que no tocaras nada! –regañó a su hijo–. Lo siento mucho –le dijo a Lacey, y agarró al niño del hombro y avanzó con él hacia la salida.

Lacey se sintió decepcionada por haber perdido la venta de las postales que la mujer había dejado caer al suelo a causa del susto, pero tenía otras cosas más importantes en qué pensar… como por ejemplo cómo atrapar a la serpiente. Necesitaba alguna herramienta para capturarla lo antes posible; antes de que Monty se subiera a algún lugar inaccesible. Paseó la mirada por la sala, pasando por la pirámide de cráneos de tortugas de tierra y la aulaga de casi dos metros de altura, el lince rojo de dos cabezas y la tarántula peluda, hasta la pared de baratijas: tazas, cucharas, llaveros y banderines con el logotipo de la sala de especies sorprendentes.

Entonces vio el artilugio perfecto; un palo largo que terminaba en la cabeza de una serpiente de plástico que si apretabas una palanca abría y cerraba la boca. Con eso y una bolsa de tela fue corriendo hacia la cafetería, sin dejar de buscar a Monty con la mirada.

Por primera vez en los dos días que llevaba allí se alegró de que no hubiera ningún cliente, no fuera que alguno viera a la serpiente y se pusiera a gritar. Ese día, el niño y su madre habían sido los únicos visitantes a la colección de rarezas del desierto del tío Jasper.

Entonces divisó al animal. Se había deslizado por la parte trasera de un asiento y encaramado a un cartel de cerveza luminoso que había sobre la puerta de la cafetería; tenía la lengua sacada, buscando en la pared algún hueco por el cual escapar.

Estupendo. No solo tendría que atrapar a Monty con solo la ayuda de un palo y una bolsa, sino que el animal estaba a una altura de unos dos metros. Pero se las apañaría. Se apañaría con lo que fuera. Había insistido en no recibir tratamiento especial alguno cuando había convencido a su hermano Wade, presidente de la Restauración Wellington, de que le diera trabajo en uno de sus locales. La había enviado al lugar más atrasado, al restaurante de menos éxito para echarle una mano a su tío favorito. Nada de trato especial. Pero eso había hecho que su plan resultara aún más fabuloso. No solo ayudaría al tío Jasper, sino que le demostraría a su hermano de una vez lo que valía.

Era cierto que prefería el planeamiento estratégico a hacer tortitas, o ya puestos a perseguir reptiles, pero los estudios en ciencias empresariales no los había conseguido en un día, de modo que no podía esperar que su carrera profesional se estableciera de la noche a al mañana. Para alguien tan comprometida como ella, una constrictor de tres metros no debía amilanarla. Haría cualquier cosa para conseguir su objetivo.

Arrimó un taburete a la pesada puerta de madera, agarró la bolsa y el palo y se subió para estar frente a frente con La Cosa.

Lacey sacudió la bolsa de tela para abrirla, apretó el asa que abría y cerraba la boca de la cabeza de plástico y la arrimó a Monty muy despacio.

–En casa es donde mejor se está… –ronroneó repetidamente como un gato.

Pero inmediatamente se dio cuenta de que el artilugio resultaría inútil a la hora de agarrar al pesado animal y lo dejó caer con fastidio. Tendría que agarrar a la serpiente con las manos. Ya estaba estirando los brazos cuando la puerta golpeó contra el taburete. ¡Diantres! Se le había olvidado echar el cerrojo para que no entrara nadie.

–¡Un momento! –gritó, pero la persona al otro lado empujó con más fuerza.

Al instante la puerta se abrió, y Lacey se cayó del taburete. Soltó la bolsa de tela para agarrarse a la parte superior de la puerta y así pegar las rodillas al borde como si fuera una barra.

En lugar de eso un par de brazos fuertes le asieron las piernas. Lacey pegó un grito.

–Ya la tengo –dijo una voz de hombre.

Avergonzada, Lacey se dio cuenta de que aquel hombre tenía la cara pegada a sus muslos; sintió su aliento a través de la fina tela de la falda.

Entonces la levantó un poco para echársela sobre un hombro, como si fuera un saco de patatas. Lacey se sintió humillada.

–¡Cierre la puerta o escapará! –gritó, con la cara a pocos centímetros del trasero del individuo.

Que, por cierto, lo tenía muy bonito.

El hombre se volvió y cerró la puerta con un golpe de cadera.

–Gracias –dijo ella con toda la dignidad posible, teniendo en cuenta que tenía el trasero en pompa–. ¿Y podría dejarme en el suelo?

Cuando el hombre la dejó en el suelo, se retiró el cabello de la cara y se alisó la falda pintada a mano, que de pronto tenía un roto bastante feo. Miró al hombre, que miraba a Monty.

–Tiene una serpiente sobre la puerta de su cafetería –dijo en tono sereno, y bajó la vista para mirarla a los ojos.

Aquel par de ojos oscuros enmarcados por un rostro como el de los hombres de los anuncios de Marlboro, la miraron con una mezcla de interés y guasa.

–Es La Cosa –se agachó para recoger el palo y también de paso el sombrero vaquero color beis que se le había caído al hombre.

–Gracias –dijo él, aceptando el sombrero, y al sonreír le mostró una fila de dientes blancos y bien colocados.

–Estaba intentando bajarla cuando entró usted –dijo, y sopló con fuerza para retirarse un rizo de la frente.

–¿Quería atrapar a la serpiente? –por un momento la miró con admiración; entonces bajó la vista y se fijó en lo que tenía para atraparla–. ¿Qué planeaba? ¿Distraerla con un espectáculo de marionetas?

–Esto es para engancharla –dijo, extendiendo el juguete y abriendo y cerrándole la boca.

No resultaba demasiado impresionante, la verdad, y el vaquero tampoco se tragó el cuento.

Sin mediar palabra se subió al taburete para atrapar a Monty.¡Qué suerte había tenido!

–Puedo apañármelas –dijo y tragó saliva–. De verdad.

Su caballero de tejanos descoloridos la ignoró y se centró en la serpiente que descansaba a placer sobre el anuncio de cerveza luminoso.

Entonces el vaquero la levantó con cuidado del luminoso, dobló las rodillas y saltó con gracia al suelo.

–Gracias, pero podría haberlo hecho yo –dijo.

Él la miró como si pensara lo contrario. Seguramente pensaría que era una torpe, solo porque ser una mujer menuda. Y encima había intentado atrapar a una serpiente con una marioneta.

–Me gusta más hacer planeamientos estratégicos que ponerme a atrapar reptiles –dijo ella, para que él no pensara que era tonta.

Él, en cambio, sí parecía estar hecho para el trabajo físico. Tenía los brazos musculosos y el estómago plano. Monty se había enroscado al brazo del hombre, que Lacey notó que estaba bronceado y tenía unos arañazos. También vio que tenía un moretón debajo de un ojo.

–¿Dónde quiere que la deje? –le preguntó en tono casual.

–En la sala de especies sorprendentes de aquí al lado. Yo la llevaré –dijo, tragando saliva solo de pensar en ello.

–¿Está segura? –preguntó, quedando claro que no terminaba de creerla, y eso fue todo lo que le faltó por oír.

–Totalmente.

Extendió los brazos para poder abarcar la serpiente y el vaquero se la desenroscó con tranquilidad del brazo y la colocó sobre los de ella. Cuando la serpiente se enroscó en el antebrazo de Lacey, empezaron a temblarle un poco las piernas. ¿Sentiría Monty su temor? ¿La apretaría más? El tío Jasper había dicho que era dócil como un gato. Pero Lacey se dijo que podría con ella. Y lo haría, a pesar de la duda que se reflejaba en los ojos del vaquero y de el temor que sentía por dentro.

Con toda la voluntad que poseía Lacey ordenó a sus piernas que se pusieran en movimiento. Un paso más hacia el éxito. Una experiencia que enriquecería su capacidad de decisión. La serpiente que en ese momento le apretaba el brazo era una metáfora de las grandes cadenas que intentaban ahogar un negocio familiar como era Restauración Wellington.

Unos segundos después estaba junto al terrario, con la serpiente cómodamente enroscada en el brazo. El vaquero recogió la tapadera y esperó a que metiera dentro a Monty.

Solo que parecía habérsele agotado el coraje que le quedaba. Para colmo de males, Monty la apretó un poco más. No quería que la metieran en el terrario.

–¿La ayudo?

Lacey asintió, aunque le sentó fatal reconocerlo.

El vaquero dejó a Monty en el terrario, y Lacey colocó la tapadera en su sitio y suspiró.

Se sentía decepcionada; había fallado la primera prueba de su determinación.

–Solía tener una serpiente cuando era niño –se encogió de hombros.

Él no le estaba dando importancia, pero no la respetaba, y eso le dio mucha rabia. Más que nada deseaba que la respetaran. Por eso estaba en aquel pueblo de mala muerte; para crecer como persona, para labrarse un porvenir.

–Soy Max McLane –dijo, tendiéndole la mano–. Trabajo en el rancho al otro lado de la carretera.

–Lacey Wellington –respondió, dándole la mano–. Soy de Phoenix, pero he venido a ayudar a mi tío con el negocio durante un tiempo.

Max McLane le estrechó la mano con fuerza y ella notó que tenía la palma áspera. Aquel sí que era un hombre, y no el consentido y acartonado de Pierce Winslow, vicepresidente de Servicios Alimenticios para Restauración Wellington, con el que había estado saliendo… por cierto, para regocijo de Wade.

A diferencia de Pierce, Max McLane sabía lo que era el trabajo duro. Pierce solo sudaba cuando estaba en una pista de tenis; y para Lacey ese sudor era inútil. Max McLane sudaba por cosas de peso.

Lacey y Max se miraron largamente, y Lacey notó un extraño cosquilleo por todo el cuerpo. Fue una sensación que solo se daba entre un hombre y una mujer, algo rápido e intenso. Con Pierce jamás había sentido nada igual; ni siquiera cuando había ido con esmoquin.

Max también lo sintió; Lacey lo notó en su modo de mirarla, en cómo no podía apartar los ojos de sus labios.

–Seguramente querrá poner algo encima –dijo él.

–¿Perdón?

–Sobre la tapadera –dijo–. Para hacer peso.

–Ah, ya –se refería a la tapadera del terrario, no a su boca.

Corrió a buscar dos sujeta libros, que eran dos escorpiones de ámbar, y los colocó a ambos extremos de la tapa.

–Supongo que tendré que hacerme de un candado –estudió la urna de cristal, y después lo miró–. Bien, no habrá venido al café a forcejear con una serpiente. ¿Qué desea?

–Solo un café –dijo.

Tenía los ojos inteligentes, limpios; la mirada serena, despreocupada. Aquel hombre llevaba una vida sencilla, completamente distinta a la suya. Bruscamente, esos ojos de mirada serena la estudiaron de arriba abajo. Ese hombre la deseaba. ¡Caramba! Jamás había sentido una comunicación tan directa con anterioridad.

–Sígame –dijo, bajando la vista–. Precisamente estaba preparando café cuando el niño abrió la tapadera del terrario –cruzó el arco apresuradamente, sintiendo todo el tiempo que él la miraba por detrás.

Desgraciadamente, el café de la jarra estaba ya frío.

–Parece que está rota –dijo mientras la miraba con curiosidad.

–Tiene que darle al interruptor que está bajo la caja de metal –le dijo Max, señalándole el lugar.

Al hacerlo, la máquina empezó a silbar.

–Ah, sí. Estoy acostumbrada a los modelos más modernos.

No estaba acostumbrada a ningún modelo, en realidad, pero aprender a hacer café, a atender a los clientes y a utilizar la cocina, si acaso se le podía llamar cocina al viejo grill donde Jasper cocinaba, la ayudaría a entender los entresijos del negocio familiar. Eso había hecho Wade cuando había empezado. Ella tenía la certeza de que la experiencia le iría bien, a pesar de que a Wade le había parecido algo innecesario para ella.

–Sé que parece que no tengo idea de lo que estoy haciendo –dijo mientras sacaba lo necesario para preparar más café–, pero estoy fuera de mi elemento.

Jasper había ido a Tucson a encargar una caseta para almacenar sus antiguas obras de arte, que pronto sacarían del almacén de la cafetería. Ella le había asegurado que podría apañárselas mientras él estuviera fuera.

–No creo que atrapar serpientes se le dé bien a nadie –contestó Max.

–En realidad lo mío son los negocios.

Cuando Max no dijo nada, pensó que probablemente él no la creería, de modo que continuó explicándole.

–Mi idea consiste en cambiar totalmente este lugar –tiró el agua y puso un filtro nuevo de café en la cafetera.

–¿Ah, sí? –preguntó, de pronto alerta.

–Sí. Voy a transformar esto en El Café de las Maravillas.

–¿Y para qué hacer eso?

–No se preocupe. Tendremos cafeteras nuevas –como él parecía seguir alarmado, ella continuó explicándole–. Y seguiremos sirviendo comida, excepto que… –se inclinó hacia delante para hablar más confidencialmente– será mejor que la de ahora –se dio la vuelta y echó agua fresca en la máquina–. Serviremos cafés exóticos, combinados y deliciosos postres. Además, vamos a ampliarlo con el almacén de ahí –señaló la pieza adyacente–, de modo que podamos montar un teatro.

–¿Un teatro?

–Oh, sí. La gente podrá venir de noche para disfrutar de música en vivo, lectura de poesía, y otras actividades –al ver su mirada de escepticismo, se dio cuenta de que probablemente él no era un tipo al que le gustara la poesía–. Lo importante es que este sitio será un club nocturno.

–¿Un club nocturno en medio del campo?

–Será estupendo –dijo, llena de emoción–. Esta zona es una mina de oro. Estamos cerca de Tucson, que está bastante en la onda para no ser una ciudad demasiado grande, y no lejos de aquí hay un rancho de vacaciones y un balneario. Con un poco de publicidad, la gente vendrá en manadas.

Se agachó para sacar una taza y un plato para el café, que colocó delante de Max, y seguidamente se incorporó dispuesta a averiguar qué pensaba él de su plan.

Pero él le estaba mirando el pecho. Vaya, tal vez aquel tipo de hombre solo viera a las mujeres como objetos sexuales, pero también podría ser más discreto al respecto.

–Tienes algo ahí –dijo mientras le señalaba los pechos.

Lacey bajó la vista y vio que tenía la pechera manchada de posos de café.

–Vaya –se limpió con el paño que tenía en la mano–. Gracias.

–De nada –arrastró las palabras con suave sensualidad.

Aquel hombre era un pilluelo. Sin duda de los que las dejaba a todas sin aliento. Lacey no habría reparado en que pudieran gustarle los vaqueros, pero aquel le hacía sentir un zumbido por dentro, una especie de calor, que le llegaba hasta los dedos de los pies.

–Parece que tiene planes importantes –dijo, y entonces entrecerró los ojos–. ¿Cuándo será todo esto?

–Mañana mismo empezamos con una limpieza general. Espero poder abrir de nuevo dentro de dos meses.

Cuanta más prisa se diera, más posibilidades tendría de que su hermano no descubriera su plan y estropeara la sorpresa. Sirvió el café recién hecho en la taza de Max.

–Eso va a costar mucho dinero.

–Estoy intentando mantener los costes lo más bajos posibles –frunció el ceño porque aquel tema le preocupaba un poco.

Tenía un dinero ahorrado, pero no era demasiado y sabía que debía tener cuidado.

–¿Qué piensa su tío de esto? Él es el dueño del local, ¿verdad?

–No. Él dirige el local para mi familia. Y él está de acuerdo con mi plan.

Más o menos. Se había negado a cerrar la sala de especies sorprendentes, y ella no se había atrevido a insistir.

–Mmm –dijo tras dar un sorbo de café, aunque Lacey notó que estaba exagerando.

–¿Le apetece un pedazo de la famosa tarta de fresa y ruibarbo del tío Jasper?

–Con esto me basta –dijo, alzando la taza.

–Insisto. El cargar con una serpiente es un duro trabajo –sin esperar respuesta por su parte, Lacey le cortó un pedazo de tarta, lo metió en el microondas unos minutos después lo colocó en un plato que le puso delante–. Invita la casa.

Él se metió un pedazo pequeño en la boca y masticó con cuidado.

–¡Está rica! –exclamó con sorpresa.

–No se sorprenda tanto. Ya verá los postres que voy a tener cuando termine de remodelar el negocio.

Antes de poder continuar hablando, sonó el teléfono y avanzó hacia el otro lado de la barra a contestar.

–Cafetería de las Maravillas y Sala de Especies Sorprendentes.

–¿Qué pasa? –le soltó su hermano.

–No pasa nada, Wade.

–Pareces nerviosa.

No la extrañaba, entre el episodio de la serpiente y la presencia del vaquero; pero no pensaba decirle nada a su hermano.

–Siempre estás preocupándote por todo –le susurró, dándose la vuelta para que Max no oyera la conversación.

–Eres mi hermana pequeña. Tengo la obligación de preocuparme por ti.

–Ya no. Por favor.

Wade no podía dejar de hacer de padre hasta que viera que era una profesional de los pies a la cabeza. Por supuesto, ella tenía parte de culpa. Hasta el momento siempre se había dejado aconsejar por él. Pero eso se había terminado ya. Una vez que obtuviera el título de licenciada, pensaba tomar sus propias decisiones.

–¿Y qué tal te va? –le preguntó Wade–. ¿Algún problema?

–Por supuesto que no –dijo–. ¿Qué podría pasar en un sitio como este?

Wade la había enviado adrede al restaurante más tranquilo de todos los que poseía la empresa en Arizona para que se aburriera y volviera a casa. Había estado a punto de decirle cuatro cosas, hasta que había investigado un poco y se había dado cuenta de que aquel lugar era un diamante en bruto.

–¿Y el tío Jasper?

–Tan batallador como siempre. No sé de dónde te sacaste que estaba algo débil.

La supuesta mala salud de Jasper había sido la excusa de Wade para enviarla allí. Además, Wade sabía cuánto quería Lacey a Jasper. Tras la muerte de sus padres en un accidente en barco cuando Lacey tenía diez años y Jasper seis más, Wade había tomado el papel de padre, y el tío Jasper se había convertido en el hermano mayor que Jasper era demasiado serio para ser.

A Lacey le había encantado quedarse con Jasper en uno de los pequeños remolques junto al café, le había encantado sentir miedo y emoción por las truculentas exposiciones de la sala de especies sorprendentes.

Lo que más le había gustado había sido verlo trabajar en sus esculturas. Tres años atrás se había roto una pierna y se había semijubilado, como decía él. Ella había estado muy ocupada con la facultad, y apenas le había visto en ese tiempo, con lo cual aquel era un momento ideal para ponerse al día con su tío.

–Estoy bien, Jasper está bien, el negocio va bien, hace buen tiempo y todo va bien, Wade, así que si eso es todo lo que quieres saber…

–Espera –Wade se echó a reír–. Solo quería recordarte que deberíamos hacer la reserva en el Biltmore para tu fiesta de compromiso. En el otoño tenemos un montón de cosas que hacer.

–Wade –avanzó un poco con el teléfono en la mano para apartarse de donde estaba Max–. No reserves fecha para ninguna fiesta de compromiso. Nadie se ha comprometido.

–Solo es una formalidad, Lace.

–Pierce no ha dicho ni una palabra.

Porque en realidad no veía la necesidad. La creía tan segura, como si fuera otra de las ventajas de su cargo de vicepresidente. Habían empezado a salir poco después de que Wade los presentara. Se llevaban bien. Pierce era inteligente y guapo y tenía buenas intenciones, aunque fuera un poco egocéntrico. Pero lo cierto era que una debía alegrarse cuando veía al hombre amado, ¿o no? Ella se sentía normal con Pierce, demasiado normal. Incluso algo aburrida.

Él tampoco se volvía loco por ella, de eso estaba segura. Le gustaba porque representaba convenientemente el papel de «novia» en su día a día, no porque estuviera enamorado de ella.

–Sabes que quiere casarse contigo –insistió Wade.

–¿Y si soy «yo» la que no quiere casarse con él?

–No lo rechaces solo porque me guste a mí –le dijo Wade con recelo–. Pierce es bueno para ti.

–Tal vez quiera a alguien malo para mí –su mirada voló hasta Max McLane, que en ese momento estaba comiéndose su tarta.

–¿Cómo puedo tomarte en serio cuando dices cosas así? –dijo Wade–. Hablas como una adolescente rebelde.

–No importa.

Tal vez fuera demasiado romántica en lo referente al amor, pero estaba bastante segura de que no estaba enamorada de Pierce. Desde luego no quería casarse con él.

–No planees nada. Yo hablaré con Pierce. En este momento tengo trabajo.

–¿Trabajo? Los únicos que pasan por ahí son los turistas que entran a ver el museo del desierto. ¿Qué intentas demostrar, Lacey? No necesitas aprendizaje. Aquí en la empresa tienes bastante.

–No quiero un trabajo de marketing.

–Lo harás de maravilla. Tienes ideas nuevas. ¿Recuerdas esa de montar un restaurante cine?

De acuerdo, había sido una idea interesante pero los costes eran impresionantes. Wade la había descrito como «bonita», y ella se avergonzaba cada vez que lo recordaba.

Pero las cosas habían cambiado. Ella ya había terminado la carrera. Había hecho las prácticas en una empresa de software y en un banco. Sabía algo de marketing y de dirección de proyectos. Incluso había rechazado dos ofertas de trabajo de dos empresas de tecnología punta para contribuir en el negocio familiar, para ser parte de algo importante, no una pieza más en la pirámide de una empresa. Pero ni siquiera eso había sido suficiente para hacer cambiar de opinión a su hermano.

–No querrás sufrir los quebraderos de cabeza que he sufrido yo –dijo Wade–. Créeme. En la facultad te lo ponen todo de color de rosa. Esto es el mundo real. Hay muchas presiones y riesgos. Nos ponemos objetivos muy duros, y cuando no los conseguimos tenemos que tomar decisiones difíciles.

Wade pensaba que la estaba protegiendo. Lo cierto era que él no la creía capaz de formar parte de su equipo directivo. El problema era que no la respetaba, simple y llanamente.

Pues bien, ella no pensaba seguir pidiéndole que la respetara; pensaba ganarse el respeto de su hermano. Del modo más difícil. Con su propio dinero y su propio esfuerzo. Cuando terminara, El Café de las Maravillas estaría lleno de clientes, disfrutando del entretenimiento y conociendo a gente nueva.

Entonces Wade le daría la bienvenida a su equipo directivo, y ella decidiría sobre el futuro de la empresa familiar. Pero lo primero era lo primero.

–Tengo que dejarte, Wade. Los clientes me están esperando.

–De acuerdo, pero manténme informado.

–Nunca abandonas, ¿verdad? ¿Qué podría ir mal?

–De acuerdo, de acuerdo.

–Adiós, Wade.

Colgó y se volvió a mirar a Max McLane, que en ese momento se estaba limpiando la boca con una servilleta. Pero a pesar de eso tenía aspecto de duro; de duro y de malo, de muy malo. Nacido para romper corazones. Se estremeció y sintió que se sonrojaba. Parecía que los vaqueros le gustaban especialmente.

Max era tan natural, tan distinto a Pierce. Estaba segura de que no doblaría la ropa a los pies de la cama antes de hacer el amor como hacía Pierce. Seguramente tiraría los tejanos al suelo y a la mujer sobre la cama, o sobre un carro de heno, y se pondría a ello. Vaya… Se estremeció solo de pensarlo. Estaba segura que utilizaría a las mujeres como si fueran pañuelos de usar y tirar.

Y, de pronto, deseó ser la siguiente.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Max la miró desde el otro extremo de la barra y sonrió.

–Cuando quieras.

–¿Cómo? –pestañeó, y enseguida se dio cuenta de que había dicho que la tarta estaba buena de veras.

Max se puso de pie, dejó un billete sobre la mesa, se colocó el sombrero y echó a andar hacia la puerta.

Cuando la puerta se cerró, recordó que había dicho que invitaba la casa. Agarró el billete y corrió a la puerta.

–Señor McLane –lo llamó desde la puerta, con voz algo trémula después de haberse fijado en su estupendo trasero–. ¡Invitaba la casa!

Él se volvió.

–No, gracias. Con los pocos clientes que pasan por aquí, no puede permitirse fugas en el inventario.

Por un instante se preguntó cómo un hombre que normalmente viviría de un salario podía decir algo como «fugas en el inventario», pero enseguida se distrajo por el movimiento de sus piernas y su trasero. ¡Dios bendito!

No sabía lo que le pasaba, pero una mujer a la que le temblaban las piernas solo de ver a un vaquero comiéndose un pedazo de tarta no estaba lista para casarse, de eso estaba segura. Tendría que hablar con Pierce y aclarar el asunto. Además, tenía muchas cosas en la cabeza con el café. El café y el vaquero. Oh, sí, el vaquero.