El amor nunca es perfecto - Dawn Atkins - E-Book

El amor nunca es perfecto E-Book

DAWN ATKINS

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Beschreibung

eLit 388 Claire tenía una vida perfecta... en sus sueños.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2005 Dawn Atkins

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El amor nunca es perfecto, n.º 388- agosto 2023

Título original: A Perfect Life?

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 9788411803618

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

BUENO, Claire Quinn, en tu tarjeta dice que estás enamorada. ¿Es así?

—¿Eh? —Claire se pegó el teléfono a la oreja, preguntándose quién demonios la llamaba a las siete y cuarto de la mañana para preguntar por su vida amorosa. A esas horas, ella no se acordaba ni de su propio nombre.

—Somos Frank y Phil, de Cadena Despertador, en el dial 1111 —siguió la voz—. ¿Sabes que queda sólo una semana para el día de San Valentín? ¿Cómo te encuentras en esta deliciosa mañana?

—Dormida —contestó ella—. ¿Y tú?

—Nosotros estamos bien. Pero no tan bien como lo estarás tú dentro de un momento.

—¿Por qué? ¿Y cómo sabes mi nombre? —ella nunca escuchaba Cadena Despertador, que era una cadena con música tipo ascensor para cuarentones—. ¡Un momento! —exclamó entonces, incorporándose—. ¿Estoy en antena, la gente me está oyendo?

—Por supuesto que te están oyendo. Estás en nuestro carrusel del amor y has sido elegida como la ganadora del «Alguien me quiere» de hoy.

—¿Que me han elegido? ¿De qué soy ganadora? —recordaba vagamente a su amiga Kitty dejando su tarjeta en una pecera llena de ellas para una emisora de radio. Fue dos semanas antes, en el restaurante Vito’s, cuando le contó que estaba enamorada de Jared.

Ella no era la típica chica que se presentaba a concursos de radio, pero tampoco había estado enamorada antes, así que el gesto de su amiga le había parecido un final perfecto para su almuerzo, durante el cual Claire no había dejado de hablar; desde el pan con mantequilla sin grasa, pasando por la ensalada de espinacas con queso, hasta el descafeinado con un flan sin calorías; sobre lo perfecto que era Jared para su perfecta vida. Bueno, aún no era perfecta del todo, pero una tenía que ponerse el listón alto, ¿no?

—¿Así que estás enamorada? —insistió Frank o Phil.

—Pues… sí, la verdad es que sí.

Estaba casi segura. ¿Quién sabía la verdad sobre el amor? Cada uno contaba la historia según le iba y ninguna tenía nada que ver con lo que pasaba en las películas.

Aun así, con dudas y todo, se había proclamado a sí misma como una mujer enamorada ante miles de oyentes. Se preguntó entonces quién habría oído la feliz noticia. Jared no porque estaba de vuelta en Reno hasta el sábado… cuando se mudaría a su perfecto apartamento en CityScapes, el edificio nuevo de la avenida Central, donde Claire llevaba viviendo cinco perfectos días.

Al principio, Jared viviría allí a tiempo parcial porque sólo estaba en Phoenix tres días a la semana, pero iba a buscar trabajo en la ciudad. O a pedir el traslado a la oficina de Phoenix lo antes posible.

—Dinos qué te gusta de ese chico —le pidió el locutor.

—¿Qué me gusta? Pues… muchas cosas —contestó Claire. Lo romántico que era, cómo sólo la miraba a ella, que la hiciera sentir importante—. Pero eso es algo muy personal.

—Bueno, si no vas a contarnos los detalles jugosos… —Frank o Phil dejó escapar un suspiro—. Supongo que tendremos que decirte cuál es el premio que has ganado.

¿No había ganado ya el primer premio, el verdadero amor? Por otro lado, no pensaba hacerle ascos a un premio en metálico.

—¿Qué es?

—Claire Quinn, has ganado un regalo de San Valentín del hombre al que amas, cortesía de Cadena Despertador.

—¿De verdad?

—De verdad. Dinos el nombre de ese maestro del amor.

—Jared.

—¿Y cómo sabes que Jared te quiere, Claire?

—Porque me lo ha dicho.

Y había sido perfecto. Se lo había soltado así, sin más. Y le sonó tan bien que se oyó decir a sí misma: «yo también te quiero». Y allí estaba, flotando como una pompa de jabón. Estaban enamorados. Y, desde entonces, Claire había estado flotando como la susodicha pompa.

—Te lo ha dicho… qué bien. ¿Qué otras pruebas tienes? —el locutor se calló para que ella dijera algo divertido, romántico o profundo. Pero lo único que Claire pudo hacer fue bostezar. Era demasiado temprano como para decir algo divertido, romántico o profundo.

—Muy bien —suspiró el locutor, exasperado por su falta de respuesta—. Danos su número de teléfono y hablaremos con él.

—¿Quiere llamarlo? Pero ahora mismo está en Nevada…

—Da igual. No cuelgues y escucha. No digas nada, vamos a darle una sorpresa.

Claire les dio el número y se quedó esperando. El teléfono sonó tres veces antes de que Jared contestase, medio dormido. A ella le encantaba su voz cuando estaba medio dormido. Era tan mono.

—¿Eres Jared? —preguntó Frank o Phil.

—Sí. ¿Quién es?

—Frank y Phil, de Cadena Despertador. Estás en nuestro carrusel del amor y has sido elegido como el ganador del «Alguien me quiere» de hoy.

—¿Qué? ¿Que he ganado qué? ¿Estoy en la radio?

—Así es. Y acabas de ganar una docena de rosas para la mujer de tu vida.

—¿En serio? ¡Qué alucine! —exclamó él, emocionado como un niño.

Ésa era una de las cosas que más la molestaban de Jared… su inmadurez. Hacía pucheros cuando no se salía con la suya y no le gustaba hablar de cosas serias. Pero era un cielo. Además, su voz ronca le recordaba lo dulce que era en la cama. No demasiado excitante, la verdad, pero eso era lo de menos. Lo importante era que no dormía bien cuando no estaba abrazándola. A Claire le encantaba eso, era tan romántico.

Contuvo el aliento para que Jared no supiera que estaba al otro lado del hilo. Si tenía alguna duda, allí estaba la prueba de que no se había equivocado. Se enamoraba y, de inmediato, ganaba un premio. Y justo a tiempo para el día de los enamorados, además. A lo mejor su amiga Zoe, que hacía vudú, tenía razón sobre el karma. Y su karma estaba de maravilla últimamente.

—Bueno, Jared, ¿a quién le mandamos esa docena de rosas? —preguntó Frank o Phil—. ¿Quién es la chica de tus sueños?

Ése era el momento. Jared iba a decirle su nombre a miles de oyentes.

—Mi mujer, Lindi. Lindi, acabado en «i» latina.

Claire lanzó un alarido.

—¿Tu mujer?

Tenía la impresión de que el suelo se estaba moviendo bajo sus pies.

—¿Quién es ésa? —preguntó Jared.

—¿Tu mujer? —repitió Claire.

¿Jared estaba casado? ¿Tenía una mujer? Probablemente allí, en la cama, a su lado. Con un camisón rosa. Pero a lo mejor no se había depilado las piernas…

—¿Claire? —dijo Jared, con un hilo de voz.

—¡Pues claro que soy Claire! —gritó ella—. ¿Estás casado? ¡Cómo puedes hacerme esto… cerdo asqueroso!

Las risitas mal disimuladas de Frank y Phil la hicieron percatarse de que no estaban solos. Ellos habían sido testigos de la traición… ¡junto a miles de oyentes!

Claire colgó cuando Jared empezó a decir: «deja que te explique». Se sentía como una de esas mujeres de los telefilmes que se enteran las últimas de que su marido es bígamo. Su corazón latía con tal fuerza que pensó que iba a romperle una costilla.

«Mi mujer, Lindi. Lindi con «i» latina».

No podía creerlo. ¿Qué clase de mujer se llamaba Lindi? Una amita de casa que le planchaba las camisas a su marido y se hacia su propia ropa.

Entonces recordó algo: Jared diciéndole que la quería, sus ojos llenos de amor… «A mi mujer, Lindi». Sin ninguna duda, sin ninguna vacilación. ¿Cómo podía haber sido tan tonta?

Pero ella no era tonta. Ella había hecho el test de Cosmopolitan: Cómo saber que tu chico no está casado y Jared salió limpio. No había ninguna señal de alianza en el dedo correspondiente. Sí, sólo le había dado un número de móvil, pero como director comercial se pasaba el día en la carretera, así que le pareció lo más lógico.

Una ola de emociones mezcladas: dolor, angustia, horror, incredulidad y furia hicieron que lo viera todo rojo.

Cuando sonó el teléfono dio un respingo, pero descolgó el auricular con manos temblorosas.

—Deja que te explique, Claire —era Jared.

Por un momento, albergó esperanzas. A lo mejor había sido un error. O una broma.

—¿Es verdad? ¿Estás casado?

—Sí, pero…

¡Plaf! Claire colgó el teléfono. Enseguida quiso volver a descolgar, pero no, tenía que ser fuerte, se dijo. Entonces tomó de la mesilla un frailecillo de metal que Jared le había regalado y levantó la mano para lanzarlo contra la pared… pero no, no quería destrozar el blanco-roto de su recién pintada pared, de modo que la lanzó contra la recién instalada moqueta estampada, con el mismo fondo blanco-roto.

El teléfono volvió a sonar. Claire descolgó y volvió a colgar de inmediato. Tenía que pensar antes de hablar con Jared. Y necesitaba un poco de aire.

A toda prisa, abrió la puerta de la terraza, con cristales climalit, que se tragaban todos los ruidos, y respiró profundamente, dejando que los ruidos de la avenida Central aliviasen su angustia. Por un segundo, recordó lo feliz que era de vivir allí, en el centro de la ciudad, en medio de todo. Desde el quinto piso, hasta podía ver la montaña Camelback.

¿Qué iba a pasar ahora con el apartamento? Había pensado ir amueblándolo poco a poco con muebles buenos, nada de Ikea ni mercadillos. Jared y ella iban a pagar el alquiler a medias y el sábado pensaban comprar juntos un sofá. Bueno, un futón. Comprar muebles era una forma de compromiso… pero Jared ya estaba comprometido con otra persona.

La pompa de jabón en la que había estado flotando se rompió, gracias al carrusel del amor de la Cadena Despertador. Sin Jared, no podría quedarse en el piso… a menos que le subieran el sueldo. Ella era sólo una mini-ejecutiva en la agencia de publicidad Biggs&Vega y, por el momento, sólo tenía clientes modestos: un taller de reparación de automóviles, una tienda de repuestos y dos tintorerías. Y tardaría algún tiempo en aumentar su cartera.

Tenía veinticinco años, medio siglo, y había encontrado novio, o eso pensaba, de modo que había llegado el momento de ponerse seria sobre su trabajo. El día anterior, le había pedido a Ryan Ames, uno de los jefes de departamento, que fuera su mentor.

Claire empezó a pensar en el futón que no podría comprar, en el piso que ya no podía pagar, en su mentor, en el señor Tires, su mayor cliente… en todo menos en la explosión que acababa de destrozar su corazón.

A lo mejor estaba soñando, a lo mejor era una pesadilla, se dijo. Para comprobarlo, se dio un pellizco en el brazo. ¡Ay! No, estaba despierta. Y con la sensación de haber hecho algo horrible, como cuando tiró una copa de vino sobre los mocasines de ante del señor Biggs en la fiesta de Navidad o se rompió una muela partiendo una nuez… situaciones en las que daría lo que fuera por poder rebobinar.

Claire se agarró a la barandilla de la terraza y volvió a respirar profundamente. ¿Cuántos de los que pasaban en aquel momento por la avenida Central se habrían enterado de la traición de Jared por la radio?

Entonces vio a un hombre dirigiéndose a la esquina. Era el músico callejero al que había visto tocando unos días antes. «El guitarrista», lo llamaba. Seguro que él no habría escuchado el carrusel del amor. No, imposible, el guitarrista debía tener su edad.

Claire volvió a entrar en el dormitorio, cerró la puerta de la terraza y se golpeó la cabeza contra el cristal un par de veces antes de dejarse caer al suelo. Apoyando la cabeza en las rodillas, dejó que un par de lágrimas rodasen por su cara. Pero sólo dos. No pensaba llorar más por esa rata. «Jared, ¿cómo puedes estar casado?»

¿Y por qué había tenido que elegirle a él precisamente?

Había buscado, había mirado alrededor, había esperado antes de elegir. Oh, sí. Y luego había elegido a un cerdo asqueroso.

En fin, no podía seguir autocompadeciéndose. Corazón roto o no, tenía un trabajo. Y una carrera. Se sentiría mejor una vez que empezase a moverse. «Sigue adelante», le diría su amiga Kitty. «Súbete al triciclo y empieza a pedalear, cariño».

Claire se metió en la ducha, tomó la esponja vegetal que Kitty y sus otras dos mejores amigas le habían regalado cuando alquiló el apartamento y se la pasó por la espalda. Demasiado rasposa. «Para estar guapa hay que sufrir», diría Emily. Para ella, lo de Jared habría sido una experiencia de la que debía aprender. Zoe, que le había comprado una mascarilla de mora, le diría que no fuese demasiado dura consigo misma.

Claire dejó escapar un suspiro. Tenía que hablar con sus amigas sobre aquel desastre. Se llamaban las cuatro Chicateras, una para todas y todas para una, y compartían lo bueno y lo malo todos los miércoles por la noche. Se reunían en Talkers, un bar que estaba cerca de su apartamento, para charlar, beber y jugar a algún juego que elegía cada semana una de ellas.

Afortunadamente, aquel día era miércoles. Le contaría su problema a las cuatro Chicateras y ellas la aconsejarían.

Medio escaldada después de la ducha, Claire se envolvió en una toalla de algodón egipcio, también un regalo de las cuatro Chicateras, y se dirigió a su enorme vestidor, otra de las cosas que adoraba de aquel apartamento.

¿Qué podía ponerse? Ahora que se había tomado en serio lo de su trabajo, la ropa era importante. En el negocio de la publicidad, la apariencia lo era todo. Claire sacó un top de lycra y una minifalda de ante. No, demasiado informal. ¿Qué tal el vestidito de gasa? No, demasiado cursi. Siguió moviendo perchas y, al fondo, encontró el traje que su madre le había regalado cuando la contrataron en B&V. Azul marino, bien cortado. Diseñado para el éxito.

Perfecto, porque a partir de aquel momento, se concentraría en el éxito. Sin Jared en su vida, podía trabajar hasta tarde, llevarse trabajo a casa… Aunque sus cuentas no requerían gran esfuerzo, la verdad. Eran anuncios en periódicos de segunda y folletos repartidos por los buzones, básicamente. Claire suspiró.

Por eso necesitaba a Ryan Ames. Ryan llevaba poco tiempo en la empresa, pero tenía la mejor cartera de clientes y Claire estaba segura de que le caía bien. Cuando le propuso lo de ser su mentor, le pareció detectar un brillo en sus ojos, pero desapareció tan rápido que creyó que lo había imaginado.

Tendría que hablar con él. Cualquier cosa para distraerse de su presente desgracia.

Una vez vestida, fue a la cocina, con armarios de melamina blancos, para llevarse algo al estómago. En su nevera sólo había apio y limonada. Mejor. Tenía ganas de vomitar.

Por un momento, pensó en volver a la cama, vestida y todo, para taparse la cabeza con el edredón y ponerse a llorar.

De eso nada.

Tenía que seguir adelante, soportar el día hasta que pudiera reunirse con sus amigas. Necesitaba su consejo más que nunca. Jared, el rata, era la prueba de que no sabía juzgar a la gente. ¿Dónde tenía el instinto, en los pies? No sabía nada de los hombres y menos del amor. ¿Negada para el amor? Sonaba bien. Si estuviera haciendo un anuncio sobre sí misma.

Pasara lo que pasara, no llamaría a Jared. No, tenía que ir a trabajar.

Fue corriendo hasta el ascensor, bajó al vestíbulo, empujó las puertas de cristal, dio la vuelta a la esquina… y se dio de bruces contra el guitarrista.

—Ah, perdona.

Debía admitir que estaba buenísimo. Más o menos de su edad, moreno, bronceado. Tenía los ojos de un gris intenso, unos ojos inteligentes, nada vidriosos. El pelo negro, largo, con flequillo. Llevaba unas zapatillas de deporte y una camiseta gris, gastada pero limpia. En el brazo izquierdo, un tatuaje del yin y el yan y un pendiente en la oreja. Olía a jabón y a una colonia fresca.

Observando sus dedos deslizarse por las cuerdas de la guitarra, Claire sintió una ligera vibración por todo su cuerpo. La música era dulce y profunda. Algo que uno podría escuchar en un bar lleno de humo. Y tocaba bien, muy bien.

Cuando pasaba por delante, el chico dijo algo en voz baja.

—Te esfuerzas demasiado.

Claire se detuvo.

—¿Cómo?

—Ese traje que llevas —dijo, mirándola de arriba abajo.

—¿Estás criticando mi traje?

—No, sólo hago una observación.

—¿Ah, sí? Pues yo también voy a hacer una: deberías cortarte el pelo.

Él pareció pensárselo un momento y luego sonrió.

¿Qué? ¿Ahora se dedicaba a intercambiar consejos con los vagabundos? ¿Por qué no?, se dijo. Siguió caminando, sintiendo los ojos del guitarrista clavados en su espalda. O a lo mejor era su imaginación. Nada como romper con un tío para querer pruebas de que una sigue siendo atractiva.

Claire siguió adelante, sin pensar en los zapatos de tacón que le oprimían los dedos de los pies o en el traje, que no la dejaba respirar. Cuando llegó a la agencia, tenía ampollas y estaba mareada. Bueno, al menos así no le dolía sólo el corazón.

Se detuvo en la puerta de la oficina con objeto de prepararse para las inevitables bromas de los fans de la Cadena Despertador, que los habría, seguro. Georgia, la recepcionista, por ejemplo.

Decidida, Claire respiró profundamente y entró con la cabeza bien alta, el pecho arriba, los pies doloridos, la frente cubierta de sudor, pero con aspecto de triunfadora. O, al menos, vestida para triunfar.

Afortunadamente, Georgia no estaba en su mesa. Eso no era raro, porque la recepcionista abandonaba su puesto de trabajo a la menor oportunidad. Al menos consiguió llegar hasta su mesa sin tener que soportar bromitas de mal gusto.

Pero cuando iba a tomar un café en la máquina se encontró con Georgia y su amiga Mimi, de contabilidad. Claire intentó escapar sin que la vieran, pero Georgia la llamó:

—¿Ahora trabajas en la radio? —le preguntó, con su voz ronca de fumadora.

—¿Lo has oído? —suspiró Claire.

—¿Estaba preparado? —preguntó Mimi—. ¿La llamada y todo?

—No, todo era real.

Vívida, horriblemente real.

—Pusieron un pitido cuando lo insultaste. ¿Qué era, cacho cerdo o cerdo asqueroso?

—Cerdo asqueroso.

—Sí, yo diría que le pega.

—Tienes mala cara, chica —dijo Mimi—. Como si se te hubiera caído el vibrador en la bañera… así, temblorosa y tal.

Georgia soltó una carcajada, junto con una bocanada de humo. En la agencia no se podía fumar, pero la recepcionista de B&V no dejaba que nadie le diera órdenes.

—Bueno, ¿y cómo te lo has tomado?

—Bien. He escondido las cuchillas de afeitar —suspiró Claire.

—No seas tonta, chica. Tú te mereces algo mejor que ese imbécil.

Georgia y Mimi tenían cuarenta años, estaban divorciadas y sabían de los hombres más que nadie.

—Al menos, tienes una buena historia que contar —sonrió Mimi—. Yo supe que mi marido me engañaba porque encontré unos recibos de Woman’s Secrets en el bolsillo de su chaqueta. Menudo cliché.

—Sí, en fin…

—Te he dejado unos anuncios en la mesa. Tienes que fotocopiarlos —le dijo Georgia.

—Ah, genial, justo lo que necesito ahora mismo. Una visita a Leroy, el libidinoso.

Aquel hombre vivía en la sala de fotocopias, esperando poder rozar, tocar o palpar cualquier zona de un cuerpo femenino.

Georgia soltó una risita.

—Si ese hombre vuelve a tocarme otra vez, creo que tendré que…

—¿Acostarte con él? —la interrumpió Mimi.

Las tres soltaron una carcajada.

—No, no puedo acostarme con él. Los que respiran por la boca, roncan.

—Bueno, gracias por las risas —dijo Claire, sacando su taza de café.

—Espera, una cosa más —la llamó Georgia cuando se daba la vuelta.

—¿Sí?

—Tira ese traje. No te ofendas, pero pareces una azafata.

Justo la imagen que ella iba buscando.

—Me lo regaló mi madre.

—Claro, si no te pruebas las cosas, no puedes saber si te quedan bien.

—Ya.

Buen consejo. Para la ropa y para la vida en general. Pero cada vez que se probaba algo le quedaba demasiado ajustado, demasiado ancho o le hacía el trasero gordo.

Como no era una ejecutiva importante, habían colocado su mesa entre la sala de fotocopias y la habitación donde las señoras de la limpieza guardaban sus cosas. Ya casi le gustaba el olor a Cristasol por las mañanas.

Claire tomó los anuncios que Georgia había dejado sobre su mesa y se dirigió a la sala de fotocopias. Allí se encontró con Leroy, el libidinoso, pero moviéndose rápida como una gacela, escapó sólo con un ligero roce en el pecho izquierdo.

En cuanto volvió a su mesa, sonó el teléfono.

—Claire Quinn, dígame.

—¡No cuelgues! —era Jared.

Claire respiró profundamente. Debería colgar, pero el teléfono parecía pegado a su oreja con Velcro.

—He querido contártelo un millón de veces… pero sabía… sabía que te haría daño y prefiero morirme antes que hacerte daño.

Estaba llorando. Llorando. No pudo evitar que eso la enterneciera.

—¿Desde cuándo…?

—¿Estoy casado?

«No, desde cuándo eres un cerdo asqueroso».

—Sí.

—Desde hace tres años. No sé cómo, pero al final acabamos juntos.

De repente, a Claire se le ocurrió algo aterrador.

—¿Tenéis hijos?

—No, no tenemos hijos. Y nos hemos ido separando con el tiempo… no sabía cuánto hasta que me enamoré de ti.

—Ya —Claire intentaba parecer sarcástica, pero la palabra «enamoré» le llegó al corazón.

—Es un alivio para mí que sepas la verdad. No tienes ni idea de la angustia que he pasado.

—Sí, pobrecito.

—Lo sé, lo sé. Sé que ahora mismo estás dolida. Pero podemos hablar el sábado.

—¿El sábado?

—El sábado voy a mudarme a tu apartamento.

—No puedes mudarte. Se te olvida que estás casado, Jared.

—Tenemos que estar juntos, Claire. Por favor, dame tiempo para hablar con Lindi —insistió él—. Encontraremos una solución, estoy seguro. El sábado podemos comprar ese futón y una lámpara… incluso una alfombra, como habíamos planeado. Lo que tú quieras, cariño.

Lo que ella quisiera. Cariño. Le encantaba que la llamase así. Claire intentó controlar la esperanza que empezaba a asomar en su corazón… «Un momento, cacho cerdo».

—¿Cómo voy a confiar en ti? Me has mentido. Toda nuestra relación está basada en una mentira.

—No. Mi matrimonio es una mentira. Nuestro amor es lo único verdadero que tengo. Tienes razones para odiarme, Claire, pero por favor, no dejes de quererme. Por favor.

Por supuesto, ella se emocionó, pero no pudo dejar de notar que hablaba como un mal actor en una mala película de televisión.

—Quiero abrazarte —siguió Jared—. Te necesito en mis brazos para estar en paz con el mundo.

Qué frase. Claire sintió que se le derretían las ampollas de los pies. A lo mejor era verdad. La gente a veces cometía errores, ¿no?

—No sé, Jared. Tengo que pensarlo.

—Tómate un par de días, pero no olvides que te quiero. Encontraremos la forma de que esto funcione, de verdad. Lo que hay entre nosotros es auténtico amor.

Otra frase por el estilo y se le iban a quitar las ganas. «No seas mala, Claire». ¿El hombre le estaba profesando su amor y ella criticaba la interpretación? Pero ella era así. «Siempre con tus ironías», como diría su madre.

Claire vio que Georgia le hacía un gesto con la mano desde su mesa, como si fuera un cachorro que se ha hecho pipí en la alfombra.

Por otro lado, un golpe en la nariz con un periódico era justo lo que necesitaba en aquel momento.

—Tengo que colgar, Jared —dijo, soltando el teléfono. Enseguida quiso volver a descolgar. Siempre tenía problemas para tomar decisiones. Sí, no. Quedarse, irse.

Georgia le sonrió. Al menos, había conseguido complacer a la recepcionista por una vez.

Entonces miró su reloj. Siete horas y quince minutos para reunirse con sus amigas. Gracias a Dios que existían las noches de los miércoles.