El rastro de unos labios - Dawn Atkins - E-Book

El rastro de unos labios E-Book

DAWN ATKINS

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Beschreibung

Había una segunda oportunidad para la seducción. Un año antes Nick Ryder y Miranda Chase habían compartido una maravillosa noche de pasión que había dejado en él algo más que un poco de carmín en la camisa. Cuando ella se negó a responder a sus llamadas, Nick captó el mensaje... era una mujer sofisticada que no quería nada de un vulgar policía como él. Pero cuando volvieron a encontrarse, Miranda necesitaba la ayuda de Nick, y su talento como investigador. Él no podía negarse si era ella la que se lo pedía... pero tendría que mantenerse alejado de su cama, o al menos intentarlo... Miranda había hecho un gran esfuerzo para olvidar al guapísimo Nick Ryder, ya que si no había vuelto a llamarla era porque no tenía el menor interés. Pero ahora había vuelto a su vida... y estaba más sexy e irresistible que nunca. Aunque su mirada decía lo contrario, Nick no paraba de repetir que aquello era un asunto estrictamente profesional. Eso quería decir que Miranda iba a tener que retocar su pintura de labios y provocarlo... porque lo que no iba a hacer era dejarlo escapar.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Daphne Atkeson

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El rastro de unos labios, n.º 1204 - marzo 2016

Título original: Lipstick on His Collar

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8056-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Cuando aquella dama de rojo entró en el Backstreet, el bar se quedó en silencio y todas las miradas se volvieron hacia ella.

No era habitual ver a mujeres, y menos aún solas, en el local.

Llevaba un impresionante vestido color sangre, que se ajustaba provocativamente a sus curvas sensuales, acompañado de unos zapatos de tacón y un caro collar de diamantes que relucían insultantemente. Se quedó en la puerta, de pie, respirando intensamente, con aquella mata abundante y espesa de pelo negro enmarcándole el rostro.

Nick no entendía qué podía hacer alguien así en un lugar como aquel. Para él era el sitio de encuentro con sus amigos, pero a ojos de una mujer como aquella resultaría una pocilga.

Debió de darse cuenta de ello y se dio la vuelta dispuesta a marcharse. Pero, en ese mismo instante, su mirada se encontró con la de Nick. Sonrió y se encaminó hacia él son sensualidad y decisión.

Aquella era el tipo de mujer que daba problemas y caros, muy caros. Pero el vestido de seda muy fina se deslizaba provocativamente sobre sus senos y Nick pensó que, al fin y al cabo, no tenía nada mejor que hacer aquella noche.

La mujer de rojo se sentó en el taburete, justo al lado de él. Nick alzó su jarra de cerveza en señal de saludo y le sonrió.

Ella aceptó el gesto y se dirigió al camarero.

Ben miró a Nick y le guiñó un ojo antes de hablar con la nueva clienta.

–¿Qué quiere tomar?

–Un Martini –respondió inmediatamente ella–. Con un toque de ginebra.

–Marchando –dijo Ben, preparando el cóctel de inmediato.

Ella tomó la copa y se la bebió de un trago, como si fuera medicina. Carraspeó y golpeó la barra con la mano, haciendo vibrar todos los vasos. Tenía unas uñas perfectas, de manicura.

–¿Está usted bien? –le preguntó él, dándole un pañuelo para que se limpiara las gotas de ginebra que habían empapado su ojo.

–Gracias –dijo ella.

–Me llamo Nick –se presentó él.

–Yo, Miranda –levantó la copa, haciéndole a Ben una señal para que se la volviera a llenar. En cuanto la tuvo a rebosar, la alzó y brindó–. Por ti, Nick –volvió a bebérsela de golpe.

–Te estás tomando esos cócteles demasiado deprisa, ¿no crees? –la miró con curiosidad–. ¿Tienes algún motivo?

Ella se volvió hacia él.

–Dime, Nick, ¿piensas que soy una mujer sin sexualidad alguna?

Nick se atragantó con la cerveza.

–Quiero decir, ¿parezco una mujer a la que no le gusta el sexo?

Nick sintió que estaba en un campo de minas.

–No soy quien para juzgar algo así…

–Me gusta el sexo como a la que más –le aseguró, aunque sin parecer realmente convencida. Lo miró tan fijamente que Nick se tensó–. Por ejemplo, podría acostarme contigo sin problemas.

–Me halaga oírlo –dijo él, sin saber bien qué debía responder.

–Solo es un decir –se retractó ella.

–Por supuesto –dijo él.

Miranda se volvió de nuevo hacia la barra y golpeó con la copa.

–Llénamela otra vez.

Tenía unos modales muy bruscos para ser una mujer tan refinada, lo que intrigó aún más a Nick.

–Quizás deberías esperar a que la ginebra te hiciera efecto. Puede ser muy traicionera.

–Eso espero –le aseguró ella.

Nick miró a Ben y le hizo una señal para que le diluyera la bebida. De no hacerlo, la dama de rojo perdería los papeles muy pronto.

–¿Y qué te ha traído hasta Backstreet?

–Me pillaba de paso –respondió Miranda.

–Vas demasiado elegante para un bar como este.

–Estaba en otro sitio más formal. Me dieron una mala noticia, así que me vine aquí siguiendo un impulso.

–Un impulso… ya.

–Tiendo a hacer cosas sin pensar y a arrepentirme luego –dijo con cierta tristeza.

–¿También te arrepentirás de haber venido aquí?

Ella lo miró en silencio durante unos segundos.

–No –dijo finalmente–. Esta vez no.

–Me alegro –respondió él.

Ella le lanzó una sonrisa tan brillante que lo deslumbró y lo dejó necesitado de más. De pronto, quería todas sus sonrisas, la quería a toda ella para él solo. Sintió una punzante necesidad de ayudarla.

Ben puso la tercera copa sobre el mostrador, distrayéndola durante unos segundos. Miranda volvió a bebérsela de golpe. Luego miró a Nick.

–¿Siempre aguan las bebidas aquí? –preguntó.

Nick no respondió a su pregunta.

–¿Qué tal si dejas que esta tercera copa se asiente bien en tu estómago?

Ella pareció considerar la opción.

–Ya veremos –dijo.

–¿Quieres hablar de esa «mala noticia»?

La sonrisa del rostro de Miranda se desvaneció.

–Lo resumiré en que ya no estoy comprometida –se atusó el pelo, lanzando al aire una ráfaga de delicioso perfume.

–Ya. Y no era lo que tú querías.

–Sí, sí era lo que yo quería –respondió.

–Pero no por elección propia.

–¿Es tan obvio?

–No. Solo que he estado en la misma situación. Hace unos meses que me divorcié.

–Lo siento.

–No lo sientas. Queríamos cosas muy diferentes.

Él habría deseado una vida tranquila y hogareña en su compañía, mientras ella quería convertirse en la ayudante del alcalde, cosa que Nick descubrió al encontrarlos juntos en la cama.

–Lo mismo me ha ocurrido a mí.

–Él se lo pierde –dijo él.

–Te agradezco el cumplido, pero creo que él ni se ha dado cuenta de que me he ido de la fiesta –lo miró fijamente–. ¿Puedo pedirte un favor?

¡Qué peligro!

–Por supuesto.

–Me gustaría que te quedaras conmigo mientras me emborracho y que te aseguraras que no hago nada completamente estúpido.

–Será un honor.

Le tendió la mano para estrechar la suya. Se sobrecogió al notarla cálida y frágil. A ella también le afectó su tacto.

–Sentémonos allí –dijo él tratando de controlar el apetito carnal que tan leve roce había despertado en él–. Hablaremos un rato.

Ella asintió y se puso de pie.

Nick la condujo hasta una mesa y la invitó a sentarse. Se sentó con aquella sensualidad natural que enloquecería a cualquiera.

Apoyó los codos sobre la mesa apretando sus senos que se mostraron sutilmente por el escote.

–Cuéntame cosas sobre ti –le pidió ella.

–Bueno… soy policía.

–¿Policía? Qué interesante –dijo Miranda.

–Supongo que lo es –Nick tuvo tentaciones de decirle que tenía una diplomatura en arte, pero pensó que no tenía sentido. Después de todo, no iba a volver a verla en su vida.

–Tienes un cierto aire peligroso. Pero tu mirada es amable y te traiciona. Y cuéntame, ¿cómo es la vida de un policía?

Nick le contó las emociones y decepciones de su vida policiaca, más de lo que nunca le había contado a nadie. Quizás porque parecía realmente interesada. A Debbie nunca le había gustado escuchar sus historias.

Mientras hablaba, se cuidaba de evitar que Miranda siguiera bebiendo. Estaba mareada, pero no borracha, y así era como quería que permaneciera.

–¿Y tú? ¿Qué me puedes contar sobre ti? ¿A qué te dedicas?

–Yo… No hay mucho que decir –lo miró fijamente–. La verdad es que preferiría no hablar hoy de mí, si no te importa.

Nick dedujo que estaba pensando en el impresentable con el que había roto aquella noche.

–Escucha –le dijo él–. Un hombre que te rechace del modo que sea es un idiota.

–¿De verdad lo piensas?

–Con toda certeza.

–Gracias por decir eso –ella bajó los ojos.

Su prometido había acabado por machacar su estima.

–Mírame un momento, por favor –le rogó él y ella lo obedeció–. Eres una mujer increíblemente sensual y atractiva, y tengo que decirte que me cuesta controlar las manos estando cerca de ti.

–¡Oh! –exclamó ella–. ¡Cómo me alegra!

Sin más, se inclinó sobre él y lo besó, despertando aún más su deseo por ella. Sus labios le resultaron suaves, dulces y apetecibles.

Pero el sentido común lo obligó a poner fin a aquello.

–Creo que no es recomendable que sigamos con esto –dijo él con la voz ronca.

–Vaya… –parpadeó y lo miró. Se había ruborizado. Miró el reloj de diamantes que llevaba en la muñeca–. Tienes razón. Además es muy tarde. Debería marcharme. Gracias por este rato de conversación. Me ha ayudado bastante.

Abrió el bolso y sacó de la cartera un billete de cincuenta que dejó sobre la mesa. Excesivo, como ella.

Pero, al verla partir, notó el dolor de su gesto. La había herido. Pensaba que no la deseaba. No podía permitirlo. Tampoco podía soportar que saliera de su vida así. Ni siquiera le había dicho su apellido.

Salió detrás de ella.

Se la encontró dando tumbos de un lado a otro, mientras caminaba calle abajo. Iba llorando. Él sabía lo que tenía que hacer.

–¡Miranda!

Ella se volvió. Bajo la luz de la farola tenía el aspecto de una diosa de bronce.

Él acortó la distancia entre ellos, la tomó en sus brazos y la besó con pasión.

Ella gimió aliviada y dejó que el deseo tomara las riendas. Sus labios chocaron con frenetismo, luego sus lenguas se buscaron y conectaron con urgencia. Él la abrazaba con tanta fuerza que apenas si le permitía respirar.

Después de unos minutos, Miranda le susurró al oído:

–Por favor, llévame contigo.

–¿Estás segura?

–Sí. Quiero que hagamos el amor –lo miró fijamente, una mirada firme, solo enturbiada por el deseo, pero clara y decidida.

¿Quién era él para decirle que no a una dama?

Se encaminaron hacia la plaza Crowne y tomaron una habitación de hotel.

Mientras subían en el ascensor, él la abrazó. Se acoplaba tan perfectamente a él que, por un momento, olvidó que no le pertenecía. Se sentía responsable de ella, como si se tratara de alguien que necesitaba su protección.

Sin embargo, en el momento en que ella le lanzó una mirada llena de deseo, supo que no era protección lo que ella buscaba. Su tácita petición lo inflamó por completo.

La noche fue increíble, como un sueño febril. Nick se sintió en todo momento como si conociera a aquella mujer, aquel cuerpo, a la perfección. Quizás sería porque ambos habían sido traicionados o puede que fuera por el alcochol.

Al amanecer, la puso en un taxi y la mandó a casa.

Antes de partir, ella lo obligó a prometer que la llamaría.

Pero, cuando él lo hizo, ella se negó a responder a su llamada.

Capítulo Uno

 

–Está usted raro con ese traje –le dijo el niño al pasar por la puerta junto a su madre.

Tenía razón. Nick se sentía como un gorila de circo, metido en aquel uniforme tan pequeño.

–Rickie, esas cosas no se dicen –lo reprendió la madre–. ¿Qué tal está Charlie?

Era de Charlie el uniforme que Nick llevaba puesto.

–Ya está casi recuperado.

–Fue apendicitis, ¿verdad?

–Sí, así es. Al parecer le darán el alta dentro de tres días –dijo Nick, impaciente por salir de aquel maldito uniforme y volver al barco que tenía atracado en el lago.

Charlie, su amigo y antiguo compañero de trabajo, le había pedido que lo sustituyera mientras estaba de baja. Nick había accedido gustoso de poder ayudar al que había sido, además, su instructor en la academia.

El trabajo era sencillo. Solo tenía que abrir puertas, ayudar a llevar bolsas y maletas, y ocuparse de que todo funcionara. De no ser por el uniforme, no le habría resultado tan humillante.

El niño continuaba mirándolo fijamente.

–¿No tienes deberes que hacer? –le preguntó Nick amablemente, para disuadirlo de que hiciera ningún otro comentario impertinente.

–Pues… –el niño miró a su madre.

–Sí, claro que tienes deberes. Así que será mejor que los hagas antes de ver la televisión.

–¡Mamá!

–Tienes que hacer tus deberes, para no terminar siendo portero como yo –le dijo Nick.

El niño hizo una mueca y la madre sonrió.

–Gracias, señor…

–Ryder –dijo él–. Pero llámeme Nick.

–Yo soy Nadine Morris, Nick. Encantada.

La mujer continuó su camino hacia el ascensor.

Nick se volvió hacia los cristales y observó la calle. El sol brillaba intensamente y la brisa estaba impregnada del aroma de los limones en flor. Pero él prefería el olor del océano y pronto podría disfrutarlo.

En cuestión de unos días podría regresar a la tranquilidad de su barco, su pequeño paraíso privado. Después de pagar las deudas de su ex mujer con unos cuantos trabajos como chef o como guarda de seguridad, se escaparía al Pacífico.

Estaba absorto en sus planes de futuro, cuando vio que un coche se detenía justo delante de él. El conductor salió para abrirle la puerta a su pasajera, una impresionante mujer vestida con un traje negro muy ajustado, que llevaba un gran sombrero rojo mejicano y unas gafas caras.

Ella se apresuró hacia el maletero y lo abrió sin esperar al conductor.

La mujer trató de sacar las maletas, pero el conductor se interpuso y lo hizo él.

De pronto, reparó en que había algo familiar en aquellas curvas, en el pelo oscuro y ondulado que se mostraba bajo el sombrero. Nick observó sus manos mientras pagaba al taxista. No podía ser…

Pero lo era. Se trataba de Miranda. No era fácil olvidar aquellos dedos largos y suaves que habían acariciado su cuerpo.

Ella levantó la vista y sus ojos se encontraron.

«Me ha reconocido», pensó él.

 

 

Miranda Chase frunció el ceño cuando el taxista la apartó de sus propias bolsas. Era parte de su trabajo, lo sabía, pero odiaba que la gente hiciera por ella cosas que podía hacer por sí misma.

Observó con cierto temor cómo descargaba la bolsa en la que tan celosamente llevaba guardada la rara y exótica muestra de una flor. Esperaba que fuera el ingrediente clave de una nueva línea de cremas rejuvenecedoras con la que esperaba revolucionar su empresa.

Por eso había regresado a casa antes de tiempo, para poder probarla con la base que su laboratorio había creado y acabar así la prodigiosa fórmula.

Pagó al taxista y se dispuso a recoger las maletas. Pero alguien se le adelantó.

–Permítame que la ayude –la voz le sonó demasiado masculina y profunda para ser la de Charlie.

Un escalofrío la recorrió al reconocer aquel timbre. Levantó la vista y, de inmediato, recordó la noche más cálida de toda su vida.

¿Qué estaba haciendo Nick allí? Bajó los ojos, avergonzada.

–Hola, Miranda –la saludó él.

–Hola –respondió ella, sintiendo la garganta y la boca secas por el nerviosismo–. Nick, ¿verdad?

–Sí. Ya veo que te acuerdas –dijo él secamente.

Como si hubiera podido olvidarlo. Recordaba todo, absolutamente todo sobre él.

–Ha pasado mucho tiempo.

–Sí –Nick se quitó la gorra y la sacudió contra su pierna. Se le notaba tan incómodo como a ella–. ¿Cómo estás?

–Bien –sonrió Miranda–. ¿Y tú? Bueno… leí en el periódico lo que te sucedió…

Él se encogió de hombros.

–Gajes del oficio –respondió él.

–Me alegro de que todo saliera bien al final –dijo ella.

Hacía aproximadamente un año, poco después de su noche juntos, Nick había recibido un disparo de bala en el corazón durante una redada. Había pasado en coma varios días. Cada mañana de aquel período, Miranda había abierto el periódico, ansiosa por encontrar noticias sobre su estado. Cuando, finalmente, había leído que había recobrado la conciencia, se había sentido tan aliviada que había llorado como si de un miembro de su familia se hubiera tratado.

–¿Estás trabajando en seguridad?

–Solo estoy ayudando a Charlie. Es amigo mío –se miró el traje–. El uniforme es suyo.

–Se nota –dijo ella–. ¿Vas a volver al cuerpo?

–No. He pedido la jubilación anticipada por causas médicas.

–Tiene sentido. Supongo que, después de haber estado a punto de morir, debe de resultar inquietante tener que regresar.

–No se trata de eso –dijo él–. Sino de que el disparo me hizo tomar conciencia de que la vida es muy corta y hay que disfrutarla. Ya he acabado con la tanda de delincuentes que me correspondía.

–Bueno –dijo ella–. Tengo que irme.

Tomó la maleta, pero estaba demasiado nerviosa y el sudor de las manos hizo que el mango se le resbalara.

–Será mejor que dejes eso para un profesional –Nick se hizo cargo de la maleta. Ella intentó alcanzar una de las bolsas, pero él se lo impidió–. Permíteme hacer mi trabajo, Miranda.

Ella se retiró, dejando que él se encargara de todo.

Una vez cargado el equipaje, se encaminaron hacia el ascensor. Lo depositó todo en el suelo.

–¿Qué piso? –preguntó él, con el dedo dispuesto a marcar el botón oportuno.

–Ya puedo subir yo sola –respondió ella, esperando poder escaparse de él.

–Charlie seguro que te lo lleva todo hasta arriba, ¿verdad?

–Sí, pero no es necesario…

–Entonces, yo también lo haré –dijo él con firmeza–. ¿Piso?

–Diez –acabó por sucumbir ella.

–El más alto –murmuró él–. No me sorprende.

–¿Qué se supone que significa eso?

–Eres una ejecutiva, y por eso vives en el piso más alto –explicó él.

Pero ella no creyó que aquel fuera el verdadero significado de su comentario. Por el modo en que se había comportado con él aquella noche, seguramente habría pensado que era una especie de dominadora impía que le gustaba estar siempre arriba. Le habría gustado poder explicarle que no se había comportado como ella misma aquella noche.

En realidad, daba lo mismo. No iba a decirle nada, no iba a explicarle lo que su cuerpo le había provocado, cuando estaban a solo unos centímetros de distancia en aquella pequeña cabina. El ascensor se movía lentamente y el efecto de su presencia empezaba a hacerse patente tal y como había ocurrido entonces. La diferencia era que ya no podía culpar ni al alcohol ni al desengaño.

Le miró las manos. Eran grandes, como las recordabas, con una apariencia inesperadamente suave. Manos suaves en un hombre rudo. El pensamiento le provocó un escalofrío.

–¿Tienes frío? –le preguntó él, malinterpretando el estremecimiento. Aquel hombre parecía conectado a ella de un modo invisible. Así había sido también en su único encuentro. Aquella noche había sabido en cada instante lo que ella deseaba, quería y necesitaba.

–No –respondió ella–. Estoy bien.

–No paras de decir eso.

Ella dio un paso atrás para alejarse de él.

–Relájate. No voy a morderte… al menos no muy fuerte.

–Me alegra oír eso.

Una año atrás, también habían subido juntos en un ascensor, pero lo habían hecho poseídos por un deseo mutuo y desenfrenado, atados por besos calientes y manos ansiosas que se entrelazaban con desesperación.

Dos situaciones muy diferentes.

El ascensor llegó a su destino y Miranda salió a toda prisa y se encaminó hacia su apartamento, seguida de Nick. Buscó las llaves y abrió la puerta.

Él se aventuró a entrar a toda prisa, sin mirarla.

Miranda notó que sus ojos no eran los mismos de aquella noche. Su mirada se había vuelto opaca, ilegible.

Nick dejó las maletas en el suelo y se detuvo a observar las pinturas y la escultura que decoraban el armonioso ático.

Miranda no pudo evitar preguntarse si el lugar contaría con su aprobación.

Nick continuó con las columnas, la chimenea, las escaleras que conducían al segundo piso y que llevaban al comedor. Luego, se acercó a la ventana y se quedó unos segundos mirando la ciudad.

–Un piso muy bonito –dijo él.

–Gracias. Yo también estoy contenta con el resultado. Ha quedado bastante agradable.

–¿Agradable? Es espectacular. ¿Lo diseñaste tú misma?

–Sí, la verdad es que sí.

–Es como tú.

Ella no acertaba a adivinar si lo decía como algo bueno o como algo malo. El nerviosismo la obligó a hablar.

–Me gusta mucho esta casa. Es muy tranquila y los vecinos son agradables.

–¿Dónde va la maleta grande?

–En mi dormitorio, que está arriba. Pero ya la llevo yo –no quería que Nick accediera a su cuarto.