Boda para uno - Dawn Atkins - E-Book

Boda para uno E-Book

DAWN ATKINS

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Beschreibung

eLit 392 ¿Cómo iba a trabajar con su ex prometido…? La huida de su propia boda le estaba pasando factura a Mariah Monroe años después. Tenía que volver a casa, localizar a su ex novio y convencerlo para que la ayudara a conservar la empresa familiar. Pero los planes de Nathan Goodman eran liberar por fin su lado más salvaje. Lo más curioso era que parecía que la atracción que había entre ellos no desapareció cuando ella huyó de él...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2003 Dawn Atkins

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Boda para uno, n.º 392 - septiembre 2023

Título original: WEDDING FOR ONE

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 9788411803656

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Prólogo

 

 

 

 

 

Ocho años atrás

 

 

—Ay, jolín. Cuando he dicho «pellízcame» no lo decía literalmente —se quejó Mariah Monroe.

—Es que quiero darte todos los caprichos porque es tu día —sonrió su madre, Meredith, mientras le arreglaba el velo—. ¡Ya está! ¡Perfecto! —dijo entonces, dando un paso atrás para mirarla—. ¿No te alegras ahora de no haber comprado el vestidito fucsia?

—Tenía encaje —replicó Mariah en su defensa.

—Y tela de red. Por favor…

—Bueno, da igual.

Por una vez estaba de acuerdo con su madre. Aquello era mucho mejor. Parecía recién salida de la portada de Novias y se sentía como una princesa. Llevaba una coronita de perlas en el pelo y el vestido, estilo imperio, con un escote bordado en lentejuelas blancas, consistía en metros y metros de raso color marfil que caían hasta la punta de los zapatos, forrados con la misma tela.

Había pensado pintar el vestido a mano y hacer un ramo de papel maché, pero decidió ir vestida de forma tradicional por Nathan, que era un chico muy serio.

Seguía sin creer que la hubiera elegido a ella. Por primera vez en diecisiete años le parecía haber encontrado su sitio, en lugar de ser la «rarita» que no pegaba en ninguna parte.

Al mismo tiempo se sentía incómoda, como si hubiera desaparecido en alguna parte, siendo reemplazada por una actriz o una maniquí. Pero decidió ignorar esa sensación. Todo merecía la pena porque, al final, tendría a Nathan Goodman, que la amaba y con quien viviría feliz para siempre.

Abruptamente, su madre dejó de atusarle los rizos, le puso una mano a cada lado de la cara y la miró a los ojos, muy seria.

—No tienes nada de qué avergonzarte, cariño. Muchos matrimonios empiezan con un pavo en el horno.

—¿Qué?

—Soy tu madre. A mí puedes contármelo —sonrió Meredith, apretando los hombros de su hija.

Mariah sintió un escalofrío de la cabeza a los pies.

—¿Qué quieres que te cuente?

Se había quedado pálida y ni todo el maquillaje que su madre le había puesto en la cara podía disimularlo.

—Nathan será un padre maravilloso. Además, para él eres el sol y las estrellas.

«El sol y la luna». Su madre siempre se equivocaba con los refranes.

—¿De qué estás hablando?

—Cariño, sé que estás embarazada.

Mariah abrió los ojos como platos.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—He visto la cajita que hay en tu cómoda. No estaba curioseando porque ya sé cómo odias que entre en tu habitación… pero es que la prueba de embarazo me saltó a la cara.

—Eso era una broma, mamá. La compré para Rhonda porque quería darle un susto a su novio.

—Un embarazo no es una broma, hija —replicó su madre—. Espera. ¿Quieres decir que no estás embarazada?

—¡No!

—Ay, por Dios. Bueno, de todas formas no pasaría nada.

De repente, a Mariah se le ocurrió una terrible posibilidad.

—¿Se lo has contado a Nathan?

—Pues… la verdad es que me oyó hablando con tu padre en la fábrica y…

—¿Nathan cree que estoy embarazada? Pero si todavía no hemos… ¡Ay, Dios! Por eso quiere casarse conmigo —Mariah se tapó la cara con las manos—. Por eso dijo: «Lo pasado, pasado. No tienes que explicarme nada». ¡Pensé que se refería a que yo había salido con otros chicos, no a esto!

—Cariño, Nathan te adora. Él te ayudará a sentar la cabeza y a dejar de mariposear de un sitio a otro.

Mariah apretó los labios, furiosa. Así era como la veía su madre.

—Yo no mariposeo. Soy así, mamá.

Y a Nathan no parecía importarle. Además, cuando estaba con él intentaba portarse de forma más madura. Llevaban un mes saliendo cuando le dijo que la quería y que deseaba casarse con ella, pronunciando las palabras rápidamente, como si se las estuvieran arrancando. Mariah dijo que sí sin pararse un momento a pensarlo porque también lo amaba. Desesperadamente.

Aunque le asombraba que Nathan quisiera salir con una loca como ella y mucho más que quisiera casarse.

Nathan Goodman había llegado a Copper Corners con un título universitario bajo el brazo e inmediatamente consiguió un puesto de trabajo como directivo en Caramelos Cactus, la empresa de su padre. Era serio, respetable y responsable. Todo lo contrario que ella. Que la quisiera le había parecido un milagro.

Pero no había sido un milagro, sino un acto de compasión. Nathan pensaba que estaba embarazada… de otro hombre, claro, porque ellos todavía no se habían acostado juntos, y le ofreció su apellido para evitarle la vergüenza de ser madre soltera. Sentía pena por ella. Horror.

El cuento de Cenicienta que Mariah había querido creer le estalló en la cara como un chicle Bazooka.

Y sabía lo que debía hacer. No podía casarse con él, no podía destrozar su vida y la de Nathan.

—Dile a Nathan que no habrá boda —le dijo a su madre, levantándose la falda del vestido.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Meredith, asustada.

—No habrá boda, mamá. Díselo a todo el mundo. Dile a Nathan…

—Pero hija…

Los ojos de Mariah estaban llenos de lágrimas. ¿Qué podía decirle? ¿Que no quería conformarse con un matrimonio por compasión? ¿Que no podía soportar ser ella la única que estaba locamente enamorada? Algo tenía que decir.

—Dile a Nathan que he cambiado de opinión. Que necesito vivir mi propia vida, no la suya.

—No salgas corriendo, cariño —le suplicó su madre—. Por una vez en tu vida, quédate con algo.

Con aquellas ominosas palabras repitiéndose en su cabeza, Mariah bajó corriendo la escalera y abrió la puerta, desesperada por escapar. Afortunadamente, en ese momento llegaba su amiga Nikki con el viejo Miatta rojo. Nikki la entendería, se dijo. Eran amigas del alma.

Mariah se levantó el vestido y entró en el coche, metros de raso y encaje tapándole la cara.

—Pfffff —exclamó Nikki, quitándose un trozo de tela de la boca—. ¿Qué haces? ¿No vas a la iglesia en el coche de tu padre?

—Arranca —murmuró Mariah con las lágrimas corriendo por su cara.

—¿Cómo?

—Que arranques. Nos vamos de aquí.

—¿Adónde?

—A cualquier sitio menos a la iglesia.

Nikki la miró, perpleja, pero después arrancó a toda velocidad.

Mariah se volvió hacia su amiga en el primer semáforo y observó el vestido de dama de honor que su madre le había obligado a comprar: raso color lavanda con manguitas de organdí y un lazo en el hombro izquierdo. Horrendo. A Nikki le quedaba mejor el cuero negro. Lo único que parecía normal era el broche de cerámica en forma de mariposa que ella le había regalado.

—¿En qué estaría yo pensando para hacer que te pusieras ese vestido? Pareces un personaje de El mago de Oz.

—No es demasiado tarde para teñirme el pelo de malva y ponerme unas botas de cuero.

Mariah soltó una risita, mientras se secaba las lágrimas.

—Ay, Nikki…

—Somos amigas, cariño, ya lo sabes. Dime lo que tengo que hacer y lo haré.

—Lo sé. Y no podría soportar esto sin ti —murmuró ella, inclinándose para abrazarla.

—¡Cuidado, que me atragantas con el velo! Bueno, ¿qué pasa?

—Que no me caso.

—¿Qué?

—Arranca, Nikki —suspiró Mariah, señalando el semáforo en verde—. No sé qué me ha pasado. Yo no soy Barbie y no voy a casarme con Ken para vivir en su casita de ensueño. Qué locura. Esa no soy yo.

—Pero estás enamorada de Nathan.

—Sí, es verdad. Pero solo tengo diecisiete años. Ni siquiera he terminado mis estudios.

—Ya lo sé. Dijiste que querías casarte y yo, como creí que era eso lo que querías… pero oye, tienes toda la vida por delante.

—Eso es. ¿En qué estaría yo pensando?

—¿Y por qué has cambiado de opinión?

Mariah le contó a su amiga la triste historia del falso embarazo y la petición de matrimonio por compasión. Ella había creído que Nathan la quería…

Pero no quería ahogarse en la pena y decidió agarrarse a la indignación.

—Seguramente pensó que era su deber ahora que trabaja para mi padre. Ya sabes, dirige la fábrica y se casa con la rarita de la hija. Por favor, qué humillante.

—Al menos te has enterado antes de dar el «sí» —murmuró Nikki, dándole un golpecito en la rodilla—. Ahora puedes olvidarte de todo.

—Sí, claro.

Sin embargo, seguía sintiendo un nudo en el estómago, una sensación de pérdida que la ahogaba. Seguramente lo mejor era cortar de raíz y esperar que se le pasase. Pero en aquel momento le dolía más que nada en toda su vida.

Como en Copper Corners solo había cinco semáforos, pronto estuvieron en la autopista. Mariah miraba el paisaje desierto, un chaparral con arbustos y chumberas. Iban hacia el norte, hacia Phoenix, por una autopista enorme y vacía. Como su vida. La idea le daba pánico.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Nikki pisó el freno y giró el volante para detenerse en el arcén.

—¿Qué pasa ahora?

—No quiero volver.

—No me extraña. Yo tampoco quiero volver y solo tengo que decirles a mis padres que he suspendido las Matemáticas.

Las dos se quedaron en silencio, pensativas.

Por fin, Nikki se volvió hacia ella.

—Ya sé lo que podemos hacer…

—¿Qué? —preguntó Mariah, emocionada. Nikki siempre tenía unas ideas estupendas.

—Vamos a pirarnos.

—¿Qué?

—Nos vamos a Phoenix. Yo pensaba irme este verano… a menos que mis padres me echaran antes de casa por arruinar su imagen.

Nikki tenía sus propios problemas. Su padre era el director del instituto y su madre una de las profesoras… y siempre estaban desilusionados con su hija. Algo que tenían en común con los padres de Mariah.

—Nos vamos ahora mismo —concluyó Nikki.

—¿Ahora mismo?

—Hay vida más allá de Copper Corners, Arizona. ¿Quieres mezclar azúcar en la empresa de tu padre durante toda la vida?

—No, claro que no.

—Podemos quedarnos en casa de mi prima durante un mes. Ella nos buscará un sitio en el restaurante en el que trabaja. Así ahorraremos dinero para alquilar un apartamento. Podemos hacer cerámica, dar clases de teatro… ya sabes, vivir la vida.

—¿Y el instituto?

—La vida será nuestro instituto. ¿Qué te parece?

—No sé…

Pero la idea tenía muchas posibilidades. Se marcharía de Copper Corners, un pueblo donde no había sitio para ella, se alejaría de su madre, que siempre estaba interfiriendo en su vida y, sobre todo, se alejaría de Nathan y su matrimonio por compasión.

Quizá había llegado la hora de hacer una declaración de independencia. Como en los libros. La joven rebelde se abre camino en el mundo…

Además, en aquel momento haría cualquier cosa para escapar de esa humillante boda. No quería ver a sus padres preocupados, ni a la gente mirándola con cara de pena y, sobre todo, no quería ver la expresión de alivio en el rostro de Nathan al saber que ya no tenía que casarse.

—Muy bien —dijo por fin. ¿Qué podría perder?

—¡Genial! Haremos las maletas y nos iremos a Phoenix.

Mariah, por supuesto, ya tenía las maletas hechas… para su luna de miel en Hawai. Se le encogió el corazón al pensarlo. Estaba deseando ir a Hawai. Y, sobre todo, había estado deseando volver loco a Nathan con un camisón de gasa negra que había comprado para su noche de bodas…

Pero no habría nada de eso. Nikki y ella empezarían una nueva vida en la gran ciudad. Aquel pueblo la volvía gris, mataba su creatividad. Cuando miró los ojos de su amiga se preguntó por qué no habría más películas sobre chicas. Por supuesto, estaba Thelma y Louise, pero ellas se morían al final.

—Sin mirar atrás —dijo Mariah, levantando la mano para darse el apretón de «unidas para siempre».

—Sin mirar atrás —repitió Nikki. Se dieron un apretón de manos y después besaron dos veces al aire.

El corazón de Mariah empezaba a acelerarse. Veía su futuro abierto, lleno de posibilidades. Podría ser lo que quisiera… ¡qué emocionante!

Intentó quedarse con ese sentimiento y olvidar el dolor que le producía la pérdida de Nathan; un dolor que era como un gigantesco y horrible dolor de muelas.

Después de pasar por la casa de Nikki fueron a la de Mariah, donde las maletas esperaban ya hechas, y salieron zumbando.

Pero cuando salían del pueblo pasaron por delante de la iglesia. Dentro habría docenas de invitados esperando que empezase la ceremonia. Nathan seguramente estaría frente al altar, esperando a su «embarazada» novia, pensó Mariah, tocando el brazo de su amiga.

—Para un momento.

Quería ver la cara de Nathan por última vez. Lo echaría tanto de menos… aunque solo sintiera compasión por ella.

Saltó del coche y, sujetándose la falda del vestido, corrió hacia una de las ventanas de la iglesia. Su madre estaba hablando con los invitados, pero no veía a Nathan por ninguna parte.

No podía creerlo. Nathan era un hombre responsable, maduro, serio. ¿La había dejado plantada? No podía creerlo. Seguramente se había acobardado en el último momento. Se había dado cuenta de que ella solo era una cría y había decidido no aparecer. El cobarde. El imbécil. El asqueroso.

Estaba furiosa. Estupendo, pensó. Mejor estar furiosa que hecha polvo. No le debía nada a Nathan.

Cuando corría de nuevo hacia el coche se le enganchó el tacón de un zapato en la acera y lo dejó allí, como Cenicienta… pero sin un príncipe dispuesto a buscarla.

 

 

—¿Le importa pisar el acelerador? —gritaba Nathan al anciano que lo había recogido en la carretera—. ¡Llego tarde a mi boda!

El hombre, que conducía el coche como si fuera un tractor, estaba, además, sordo como una tapia.

Nathan miró su reloj. Llegaba casi media hora tarde. No debería haberse dejado convencer por sus amigos para celebrar la despedida de soltero en Tucson. Además de beber como cosacos, le llevaron una bailarina exótica, pero él solo podía pensar en Mariah.

Hacía mucho tiempo que no iba de copas, desde que dejó de viajar con la banda de su madre. Estaba harto de viajar, de tener una dirección nueva cada seis meses. Lo único que deseaba era comprar una casa en un barrio tranquilo y vivir con la mujer de la que estaba enamorado.

Se había quedado a dormir en Tucson, pero cuando intentó arrancar el coche por la mañana comprobó que sus «simpáticos» amigos habían llenado el tubo de escape con piedras. De modo que se había quedado tirado en la autopista, entre Tucson y Copper Corners, y había tenido que hacer autoestop.

Por fin llegaron al pueblo, media hora después de la hora prevista. Pero los invitados seguirían esperando en la iglesia porque Mariah seguramente también llegaría tarde, como era su costumbre.

Nathan sonrió al recordar a su novia, siempre con kilos de rímel y el pelo rizado como una leona. A pesar de todo, cuando estaba con Mariah se sentía el hombre más afortunado del mundo.

Pero era tan joven… quizá demasiado. Temiendo que se le escapara, le había pedido que se casase con él y Mariah había aceptado de inmediato.

En ese momento estaban pasando por delante de un 7-Eleven y un coche rojo envuelto en una nube blanca llamó su atención. Cuando volvió la cabeza descubrió, atónito, que era Mariah… con su vestido de novia, en el coche de Nikki. ¿Mariah se iba del pueblo? Horror. Seguramente había pensado que la había dejado plantada en la iglesia.

—¿Podría dar la vuelta? —le preguntó al anciano.

—¿Qué?

El Miatta ya era solo un puntito rojo al final de la calle y Nathan dejó escapar un suspiro.

—Nada, déjelo.

Le explicaría a todo el mundo lo que había pasado, pediría un coche e iría tras ella. Pobrecita. Era tan joven, tan insegura. Debía estar destrozada. Se le encogía el corazón por el deseo de rescatarla, de decirle que todo era un error, de tranquilizarla con un beso…

Estaba subiendo los escalones de la iglesia cuando se le ocurrió algo. Mariah no parecía una novia destrozada de pena. Iba riéndose con Nikki. Incluso había visto unas maletas en el asiento trasero. Mariah estaba huyendo.

De él. Era él a quien habían plantado en el altar.

«Es como una mariposa, siempre de un lado a otro», le había dicho su madre. Pero estaba embarazada, por Dios bendito. Aunque podía parecer terrible, Nathan pensó que eso la haría sentar la cabeza con alguien como él, una persona estable, un buen padre.

Por un momento, consideró la idea de ir tras ella y pedirle que le diera una oportunidad. Pero si lo había dejado plantado estando embarazada, ¿qué posibilidades tenía de convencerla?

—¿De dónde sales? —le espetó la madre de Mariah, saliendo de la iglesia.

—Es que me quedé tirado en la autopista. He visto a Mariah en el coche de Nikki…

Muerta de risa, feliz, encantada de la vida.

—Me lo temía —suspiró Meredith—. Me temo que he metido la pata, Nathan. Mariah no está embarazada…

—¿Qué?

—Que no está embarazada. Pero tienes que hablar con ella. Le diré a todo el mundo que espere.

—¿Qué ha dicho exactamente, Meredith?

—No sé… Que había cambiado de opinión. Pero eso no significa nada. Mariah cambia de opinión constantemente. Y que quería vivir su propia vida o algo así.

Nathan cerró los ojos un segundo. Mariah solo tenía diecisiete años, no había terminado sus estudios y no estaba embarazada. ¿Por qué iba a sentar la cabeza? Seguramente había decidido que no quería saber nada de él.

Todo había sido un sueño. La quería tanto que se había convencido a sí mismo de que eso sería suficiente para los dos. Y se había equivocado.

—No. Creo que Mariah sabe lo que hace, Meredith —suspiró por fin.

Con el corazón encogido, Nathan entró en la iglesia para contarle a todo el mundo que su mariposa había volado.