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Amanda Belli era morocha, delgada pero con buenas formas, ojos verdes con enormes pestañas que llamaban la atención. Su ovalada cara de piel suavemente oscura, tenía una perfecta nariz y boca con atractivos labios. De estatura media, se destacaba por la natural simpatía que irradiaba. Ella también sonrió cuando se dio cuenta que había dado con Gustavo, y no pudo evitar retroceder, con sus pensamientos, años atrás.
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Seitenzahl: 275
Veröffentlichungsjahr: 2017
Olivia Bazán
AMANDA
Por siempre amor
Editorial Autores de Argentina
Olivia Bazán
Amanda : por siempre / Olivia Bazán. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-711-845-2
1. Novelas Románticas. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail:[email protected]
Diseño de portada: Justo Echeverría
Diseño de maquetado: Helena Maso
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Índice
BRISAS JUVENILES
NUBES SOLITARIAS
TORMENTAS ADULTAS
TRISTE OCASO
BRUMOSO DESPERTAR
TITILANTES ESTRELLAS
TENUE ARCO IRIS
VIENTOS DEL PASADO
LUNA LLENA DE SINCERIDAD
SOL A PLENO
Como todas las tardes, estaba frente a su PC buscando posibles ideas en Internet, cuando se dio cuenta que había entrado un email. Abrió su correo y encontró un mensaje que no dejó de llamarle la atención.
“Estimado señor G. Reyes, es usted el –digamos– creativo que he conocido y que un notable diario ha publicado su, perdón, “pedorra” carta en la Sección Correo de Lectores? De serlo, me gustaría retomar contacto. Cordialmente A B”
Desconcertado y un poco intrigado por el tenor del texto, después de leerlo varias veces, una sonrisa iluminó su cara y, casi automáticamente, comenzó a responder “Estimada “señora” AB, lo de señora va por simple educación. Sólo recuerdo conocer una persona –con las siglas AB– que se atrevería a dirigirse de manera tan despectiva hacia un escrito mío. De ser usted quien pienso, y ojalá lo sea, espero una respuesta con mayor nivel que, supongo, está capacitada para lograrlo pero con esmerado esfuerzo. Cordialmente. G. Reyes”
Si bien le vinieron a la memoria un sinfín de recuerdos, Gustavo continuó con su búsqueda a través de Internet. Pero cada pocos minutos, miraba de reojo esperando la llegada de un nuevo correo. Se tomó un café y prendió un cigarrillo, intentando que el tiempo pasara más rápidamente. Pero no había respuesta alguna. Creo que metí la pata, pensó, y no era Amanda. Sin embargo, sólo ella puede poner “pedorra”. Muy suyo. Se ve que no cambió demasiado. Estaba divagando con esos pensamientos cuando le llegó un nuevo correo. Rápidamente lo abrió y se encontró con “Estimado G Reyes, por el tono de su contestación tengo toda la impresión que es usted quien creo. Espero le satisfaga el nivel de mi redacción que, como bien señaló, no me resulta fácil. Antes de darme a conocer, me gustaría me envíe algunas palabras sueltas que corroboren que usted es el G Reyes que supongo. Con el respeto que, tal vez, se merezca. AB “ La expresión de Gustavo fue cambiando a medida que leía y, al terminar, sólo pudo exclamar con una amplia sonrisa “Es Amanda!! No podía ser otra!” Y volvió a teclear “Hola Amanda! Tanto tiempo sin noticias tuyas. Para que te quedes tranquila que soy yo: Iriarte, subte, agencia, Clara, Graciela. Suficiente, OK? Un gran cariño. G. Reyes, el inolvidable que vos creías”
Amanda Belli era morocha, delgada pero con buenas formas, ojos verdes con enormes pestañas que llamaban la atención. Su ovalada cara de piel suavemente oscura, tenía una perfecta nariz y boca con atractivos labios. De estatura media, se destacaba por la natural simpatía que irradiaba. Ella también sonrió cuando se dio cuenta que había dado con Gustavo, y no pudo evitar retroceder, con sus pensamientos, años atrás.
BRISAS JUVENILES
Una vez terminado el secundario –doce años en el mismo colegio de monjas– Amanda no tenía la más mínima intención de seguir una carrera universitaria. Con bastante esfuerzo y presionada, permanentemente, por sus padres, había logrado el título de bachiller. Para ella no sólo un triunfo sino que se sacó de encima una carga bastante pesada. Esa liberación la hizo muy feliz y le permitió pensar qué quería ser y hacer en la vida. La ingenuidad de sus escasos diecisiete años la hicieron imaginar mil situaciones distintas. Desde ser una exitosa escritora hasta revolucionar el mundo de la cocina como chef. De participar en importantes exposiciones de pintura a estar casada cuidando a sus cuatro hijos. Su cabeza era un torbellino con la fuerza que sólo la juventud tiene. Pero la realidad que vivía en su casa terminaba por apartar todas esas locas ideas de su cabeza, y terminaba buscando trabajo entre sus amistades y en los avisos clasificados. Porque Amanda no soportaba más continuar viviendo entre los gritos y discusiones de sus padres. Algo que parecía sumamente común para ellos, pero que Amanda venía sufriendo desde muy chica sin animarse a hablar sobre el tema. Intentaba, con mucho esfuerzo, demostrar que no le importaba el repiquetear de las voces de sus padres, pero ya se había transformado en algo casi natural. Por eso, durante la secundaria, al terminar las clases, casi todas las tardes iba a hacer que estudiaba a la casa de alguna compañera para estar el menor tiempo posible en su casa.
La situación que tenía que vivir a total disgusto, desarrolló en ella una gran capacidad para ser sarcástica e irónica, como medio de defensa. Más de una vez, siendo adolescente, le dijo a Clara, su madre, “Hoy fue un día casi feliz porque se gritaron poco” O, “siempre se trataron de manera tan cariñosa o sólo en éstos últimos diez años?” Clara la fulminaba con la mirada, pero nunca le dio la más mínima explicación sobre el tema. Con Jorge, su padre, no se animaba a jugar con ironías porque más que respeto sentía cierto temor hacia él. Su fuerte personalidad y mal carácter habían hecho de Jorge un ser demasiado individualista y encerrado en sí mismo. Parecía que todo le molestaba. Siempre refunfuñando que las camisas estaban mal planchadas o que la comida era desabrida. Nunca una palabra de aliento, agradecimiento o cariño hacia las mujeres de la casa. Y Clara aceptaba esa modalidad como si fuera algo normal, lo cual sacaba de quicio a Amanda. Aunque su madre lo enfrentaba con palabras, discutiendo a los gritos, todo terminaba cuando Jorge lograba imponer su voluntad. A partir de ese momento, hasta el falso silencio creado en la casa molestaba a Amanda.
Por eso la felicidad le salía por los poros cuando consiguió emplearse en una agencia de publicidad. Como hablaba muy bien inglés y su presencia era más que agradable, la tomaron para cubrir el puesto de telefonista-recepcionista, con la promesa que si hacía bien su trabajo tendría posibilidades de pasar a ser secretaria de alguno de los ejecutivos. Ella tomó el trabajo como un gran desafío. El desdén que había demostrado durante el secundario lo dejó atrás y puso todas sus ganas y fuerzas para demostrar su capacidad y que ella podía ocupar un lugar más importante dentro de la empresa. Y así fue. Antes de cumplir los veinte años, Amanda pasó a cubrir el nuevo puesto prometido. Lo cual le dio doble satisfacción. Demostrar y demostrarse que cuando se proponía algo lo lograba y, lo más importante, que el nuevo sueldo era bastante superior al anterior, lo cual le permitiría cumplir un sueño que llevaba a la rastra desde años atrás. Alquilar un departamento para ir a vivir en el silencio de su soledad y descansar sus oídos del permanente griterío de sus padres. Consiguió uno –de un solo ambiente– recién pintado, cerca del Jardín Botánico, amueblado, con heladera y ventilador de techo, por lo que no tuvo que realizar más gastos que los calculados. Sin entrar en mayores detalles sobre los por qué, durante una comida avisó a sus padres que en unos días se mudaba a su departamento. Si bien la noticia cayó como bomba, tanto Clara como Jorge aceptaron la decisión de su hija, imaginando los reales motivos que la llevaron a tomarla.
El sábado siguiente a la conversación, aparecieron en lo de Clara dos hombres con una camioneta, la que cargaron con la cama, mesa de luz, una pequeña cómoda y varias cajas de cartón, llenas de ropa de Amanda. Ella subió junto a los fleteros en la cabina de la camioneta, después de dar un beso a su madre y despedirse tratando de no demostrar la felicidad que el momento le causaba. Llegó a su pequeña nueva guarida y comenzó a acomodar sus pocas cosas en el único placar. Como tenía sed y tuvo que tomar agua directamente de la canilla, haciendo un hueco con la mano, se dio cuenta que tenía que comprar, en forma inmediata, alguna cacerola, sartén, jarrito de aluminio, platos, vasos y cubiertos. Y, sobre todo, algo para guardar en la heladera y poder preparar lo más básico para comer. En ese instante se percató que, realmente, estaba comenzando una nueva vida.
Gustavo vivía junto a su madre –viuda nueve años atrás– en un departamento del barrio de Belgrano. Él fue un sobresaliente alumno tanto en la primaria como en la secundaria. Los largos meses de vacaciones los aprovechaba al máximo porque nunca se llevaba ninguna materia para dar el examen en marzo. La relación con la madre, Graciela, era excelente. Ella recibía una buena pensión de la corporación donde había trabajado su marido, que le permitía tener un buen pasar económico. Además, como única hija, había heredado un par de propiedades de sus fallecidos padres, de las que percibía un más que interesante alquiler todos los meses. Desde muy chico Gustavo siempre decía que cuando fuera grande le gustaría crear cosas. Idea que daba vueltas en su cabeza pero que él no sabía canalizar en algo concreto. Como la madre le daba una cantidad de dinero mensual suficiente para sus necesidades, nunca tuvo apuro económico para buscar trabajo. Salía con sus amigos varias noches por semana y dormía hasta el mediodía sin ningún tipo de culpa o vergüenza por llevar una vida tan superficial. Hasta que un día Graciela lo hizo sentar en el living y, ante su asombro, le dijo que empezara a buscar cómo ganar dinero porque ella no iba a seguir manteniendo a un vago. Que no podía aceptar que siendo tan inteligente y capaz, su hijo desperdiciara años de vida paveando con sus amigotes, en lugar de ir formándose un futuro laboral. A medida que escuchaba a su madre, Gustavo se iba hundiendo en el sillón tratando de encontrar algún argumento válido para cambiar la dura postura de la madre. Pero no lo encontró. No le quedó otro remedio que aceptar, de mala gana, que Graciela no le estaba pidiendo nada fuera de lo común y que, en realidad, ya tenía veintiún años y era hora de hacer algo positivo en la vida. Repentinamente se levantó del sillón, se acercó y abrazo a su madre y le dijo “Gracias má! Si no me despertabas como lo hiciste, hubiera seguido durmiendo toda la vida. Te juro que no me di cuenta. Era tan fácil y cómodo no hacer nada ni tener responsabilidades que me acostumbré. Otra vez gracias, má! “ y le dio un sonoro beso en la mejilla que hizo caer alguna lágrima a Graciela, mientras ella también abrazaba muy fuerte a su querido hijo.
El padre de Gustavo, Gerardo, había dejado muy buenos amigos en la empresa donde había llegado a ocupar un puesto importante. Ricardo era uno de ellos y, cada tanto, Gustavo lo llamaba por teléfono y concretaba encontrarse para tomar un café, como excusa para escuchar nuevas historias sobre su padre ya que cuando murió, Gustavo tenía doce años y no había podido conocerlo en el aspecto laboral. Y Ricardo contaba anécdotas de Gerardo con tanto afecto y detalles que él sentía que había vivido cada momento junto a su entrañable padre.
Así fue como en una de las charlas Gustavo le dijo que estaba buscando trabajo. Ricardo lo primero que le preguntó fue qué quería hacer. Ante el largo silencio que se produjo, con una cálida sonrisa Ricardo le dijo “Me parece que no tenés la más pálida idea, no?” Gustavo quedó medio cortado porque se dio cuenta de la enorme verdad que contenía tan simple pregunta. Lo miró a los ojos y sólo pudo decir, en tono muy bajo, “Me parece que tenés razón Ricardo. No tengo claro lo que quiero. Siempre quise crear algo. Hacer algo que fuera mío, creado por mí. Pero terminé el colegio y en lugar de seguir alguna carrera opté por hacer lo más cómodo: nada. Y ahora no estoy preparado para encarar un trabajo. Soy un desastre!”. Asumiendo el papel de consejero, que de hecho lo era, Ricardo le dijo que todavía era joven y que podía comenzar cualquier carrera o estudio para capacitarse, mientras trabajaba. Que era muy inteligente y que, si se lo proponía, podía recuperar los años que había dedicado a la vagancia. “Mirá Gustavo, tengo mucha gente que me debe favores así que pensá dónde te gustaría empezar a trabajar y vemos qué puedo hacer” “No te contesto porque me estoy rompiendo la cabeza pensando” dijo Gustavo. “Bueno, tampoco te agarre la locura que tiene que ser ahora, ya. Cuando tengas las ideas más claras me llamás, nos encontramos y listo” respondió Ricardo tratando de tranquilizarlo. “No Ricardo. Si no lo resuelvo ahora junto con vos, se me va a pasar la vida buscando qué quiero”. Ricardo no pudo dejar de sonreír ante la salida de su joven acompañante y dijo “En un momento comentaste que te gustaría crear. No teniendo título de ingeniero, arquitecto o alguna otra profesión, te queda la parte artística. Escritor, pintor, escultor o músico son grandes creadores. Te ves en ese papel?” Gustavo tomó un trago del vaso de agua que acompañaba al café y con voz grave respondió “Para nada, Ricardo, para nada” Después de pensar un momento Ricardo pidió otros dos cafés y volvió a la carga “Se me ocurrió algo para que empieces y pruebes si te gusta. Es algo, digamos, intermedio. No necesitás tener la precisión de un ingeniero electrónico ni la bohemia de un músico. Pero te podés dar el gusto de crear algo que salga de tu cabezota y sea tuyo. Qué te parece la idea?” Con cara de muy sorprendido y mirada que transmitía gran ansiedad, Gustavo con una semi sonrisa dijo “En principio me gusta, pero no tengo idea de qué estás hablando.” Ricardo, con toda la experiencia que llevaba sobre sus hombros, hizo una pausa más prolongada para crear mayor suspenso y dijo “Creativo de una agencia de publicidad. Ese sería tu objetivo final. Primero tenés que entrar y dar los primeros pasos como contacto de clientes y después después el tiempo, tu capacidad y dedicación te darán la respuesta.”
Para las chicas un poco menores que él –y no tanto– Gustavo era más que atractivo. De ojos marrones, nariz recta y boca un poco grande que hacía resaltar aún más su casi permanente sonrisa; sumado al proporcionado metro ochenta de estatura, la exagerada cantidad de pelo oscuro y su caminar erguido hacían que llamara la atención donde fuera. Comenzó a trabajar en la agencia que Ricardo lo recomendó apenas un escalón por arriba de los cadetes, pero su exagerado empeño por llegar a ser uno de los creativos hizo que recorriera los distintos sectores de la agencia, hasta llegar a redactor junior. No fue una tarea nada fácil. Gustavo dio un vuelco en su vida que ni su propia madre podía creer. Terminaba su horario y salía corriendo para llegar al curso de redacción y creatividad que dictaba un exredactor, amigo de Ricardo, con quien Gustavo había hecho buenas migas a pesar de la enorme diferencia de edades. Siempre se quedaba –después de clase– charlando y comentando avisos publicitarios, tanto de televisión como de gráfica, escuchando atentamente las opiniones del viejo, pero muy actualizado, que hacía las veces de profesor. Así fue absorbiendo conocimientos que volcaba en las tareas que, una vez por semana, cada alumno debía presentar en el curso y defender sus ideas o estilo de redacción ante las críticas del resto de concursantes y la atenta mirada del profesor, quien daba la opinión final.
Como de chico Gustavo había leído muchos libros, tenía cierta facilidad para elegir las palabras justas y no perder el objetivo del mensaje. Ésta cualidad sumada a su seguridad interior, le permitía tener una excelente redacción, así como una muy buena conversación porque era muy difícil que se trabara o titubeara sin importar el tema. En realidad era un simpático desfachatado que caía bien a todos. Y él sabía, muy bien, utilizar esa mágica herramienta que Dios le dio.
Amanda conoció a Gustavo en la agencia de publicidad que trabajaban. En ese momento ella, recién incorporada, era la recepcionista-telefonista y él un tiempo estaba trabajando en un sector y, después de unos meses, lo pasaban a otro. En varias oportunidades se encontraron, junto con otros empleados, comiendo algo ligero al medio día en el escaso tiempo que tenían para almorzar. Aunque nunca hizo la menor demostración ni comentario con sus compañeras, Amanda sentía algo más que simple simpatía por Gustavo. Lo veía como si estuviera en un pedestal. Lo había idealizado tanto que llegó a pensar que todo era como un gran sueño. Que él era alguien inalcanzable. Cada mañana que se daban los buenos días, ella sentía como un cosquilleo por el solo hecho de haber cambiado unas simples palabras. En realidad Amanda se estaba enamorando sin darse cuenta. Como nunca había estado de novia, no conocía qué era el amor. Ella creía que sólo era gran admiración lo que sentía.
Por su parte Gustavo, cada vez que veía a Amanda, quedaba varios minutos como enceguecido por esos ojos verdes con enormes pestañas que lo miraban mientras ella lo saludaba con una atractiva sonrisa. Y pensaba “está buena Amanda. Pero…”
Cuando ascienden a Amanda, pasa como secretaria de Mariano que era el principal ejecutivo de la agencia en la atención de clientes. No sólo atendía a las dos empresas más importantes, sino que también tenía a su cargo a Hernán y Carlos que eran los responsables de atender clientes de menor envergadura. Por lo que Amanda andaba todo el día a las corridas, para satisfacer los pedidos del más que ansioso y muy trabajador Mariano.
Eso hacía que Amanda llegara totalmente agotada a su cueva –como ella llamaba al departamento– y con muy pocas fuerzas para prepararse algo para comer. Si había algo que odiaba era cocinar. Siempre pensaba que le llevaba más tiempo preparar la comida que comerla. Y, además, después tenía que lavar las cosas que había utilizado. Tarea que la hacía sentir mal, muy mal. Por eso muchas veces prefería, camino a la cueva, comprar comida en una rotisería cercana, pero la situación económica no le permitía hacerlo todos los días. Otras veces, con total desgano, iba a visitar a sus padres y siempre llegaba a la hora de comer para escapar de la cocina, del gasto en la rotisería y aprovechar a disfrutar los exquisitos platos que preparaba su madre. Una vez que había estado un rato con ellos y después de sacarse el hambre, tenía tan pocas cosas en común para conversar que Amanda emprendía la retirada, lo más rápido posible, dando excusas que los padres aceptaban un tanto molestos. Volvía a la soledad de su cueva, se daba un reconfortante baño y se iba a la cama desde donde miraba alguna película en el televisor, hasta que se quedaba dormida.
Para ir al trabajo, en pleno centro de Buenos Aires, Amanda tomaba el subterráneo en el que, dada la enorme cantidad de gente que lo colmaba, trataba de entrar como podía y en el que viajaba con la cara pegada como estampilla contra alguna espalda u hombro hasta su destino. Era lo que más le molestaba de ir a la agencia. En más de una oportunidad, sintió que alguna anónima mano recorría o apretaba alguna parte de su cuerpo, y sólo podía tensionarse e insultar para sus adentros por ese asqueroso manoseo. Pero, como siempre decía para tratar de pasar el mal trago “es lo que tengo que pagar por vivir en una ciudad como ésta”.
Por su parte Gustavo, desde la casa de su madre en el barrio de Belgrano, tomaba un colectivo hasta la terminal del subterráneo y ahí subía a éste pudiendo conseguir asiento sólo en algunas ocasiones, porque había largas filas esperando la llegada del tan rápido como incómodo medio de transporte.
Durante el viaje de una de las tantas apretadas mañanas, Amanda tenía su cara aplastada contra la espalda de un hombre alto. Y aunque hizo todos los intentos por separarse, si trataba de correrse hacia atrás, sentía que una parte privada de su cuerpo daba contra algo no deseado en esos momentos. Optó por quedarse inmóvil, sólo movida por el vaivén del andar del subterráneo. Un par de estaciones antes de bajar, el vagón se desocupó bastante lo que le permitió acomodar su cuerpo dignamente y despegar la cara de la desconocida espalda. El hombre también aprovechó para acomodarse un poco y al darse vuelta la ve y con una amplia sonrisa le dijo “Hola Amanda!! Me parecía conocer la nariz que me clavaban en la espalda” Ella, que estaba totalmente en otra cosa, no pudo dejar de sorprenderse al ver la agradable sonrisa de Gustavo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para sobreponerse y, tratando de no demostrar la emoción que le causaba, contestó “Debía suponer que eras vos, por el tremendo olor a tabaco que tiene tu saco. Fumas hasta por la espalda? Qué tal Gustavo?” Hubo unos largos segundos en los que ninguno de los dos supo qué decir, hasta que Gustavo tomó la iniciativa diciendo “Todos los días viajas tan apretada en el subte?” “No, retrucó ella con una sonrisa, algunos días voy en la limosina pero hoy le di descanso al chofer” Los dos rieron mientras bajaban, y siguieron caminando unas pocas cuadras hasta llegar a las oficinas. “Bueno, espero que la próxima que nos encontremos sea de frente así podemos charlar y, de paso, me ahorro sentir un puñal en la espalda…”Antes que terminara la frase Amanda lo interrumpió con “Espero, por mi parte, que el perfume tape –aunque sea un poco– el olor a tabaco que llevás encima. Nos vemos” Y cada uno salió del ascensor rumbo a su escritorio, que estaban en sectores totalmente opuestos.
Ese mismo día, cuando salieron a comer se encontraron junto con otros empleados en el bar que iban con mayor frecuencia. Amanda estaba conversando con un grupito, cuando entró Gustavo caminando muy lentamente, se acercó a ellos y pidió –para no variar– un sándwich de hamburguesa y una gaseosa. Se quedó escuchando sin participar, y cuando le trajeron el pedido estiró su brazo derecho con gran esfuerzo y, quejido de por medio, levantó el sándwich para darle un mordisco. Todos se sorprendieron por su actitud y una de las chicas, Marina, le preguntó qué le pasaba. Con la mejor cara de sufrimiento y dolor Gustavo le respondió “Desde hoy a la mañana siento como si tuviera algo clavado en la espalda”, y miró socarronamente a Amanda sin que nadie se diera cuenta. “Gustavo, dijo preocupada Marina, no será un infarto, no?” Y se produjo un pesado silencio y miradas de reojo entre todos. Gustavo tomó conciencia que había exagerado el chiste y cuando iba a tranquilizarlos Amanda se anticipó y seriamente explicó “No, nada que ver. Casualmente ayer leí en una revista un artículo sobre los problemas físicos que tienen los creativos o los que intentan serlo, –y le devolvió la socarrona mirada– porque canalizan la falta de ideas a través del organismo con dolores, fuerte traspiración, calambres y hasta con mentiras. No es cierto, Gustavo?” Todas las caras giraron hacia él esperando una respuesta. Tardó un poco más de lo acostumbrado en tragar el bocado que estaba masticando, tomó un poco de gaseosa y, tan tranquilo dijo “Tiene razón Amanda, pienso que debe ser una contractura”, y la miró tan seriamente que ella sintió que la mirada perforaba sus ojos. Cada uno pagó lo suyo y volvieron caminando para cumplir con su trabajo. En un momento Gustavo se puso al lado de Amanda, se tapó la boca mientras encendía un cigarrillo y sin que nadie lo viera con la mejor sonrisa y entre dientes dijo “Amanda 1 Gustavo 0. Voy por el empate”. Los dos se miraron y no pudieron dejar de soltar una alegre carcajada.
Los meses fueron pasando y los dos, además de ser muy apreciados por sus respectivos jefes, eran queridos por el resto del numeroso personal que formaba una de las agencias de publicidad más importantes del país. El verse todos los días en el trabajo y, ocasionalmente, a la mañana en el subte, hizo que Amanda y Gustavo se hicieran más compinches que con el resto de compañeros. Sin llegar al punto de contarse intimidades, comentaban temas políticos, económicos o más generales, algo que no hacían con los otros. Esa amistad que se iba consolidando tuvo mayores pilares en ella que en él. Amanda seguía viendo a Gustavo como el hombre inalcanzable, porque a pesar de las irónicas bromas que se hacían permanentemente, él nunca le demostró que sintiera otra cosa que simple amistad. Ella pensaba que, para él, era como un pasatiempo en la hora del descanso laboral. Pero comenzó a sentir algo más que admiración y simpatía. Captó que los cosquilleos que recorrían su cuerpo cada vez que lo veía, le estaban enviando señales que no llegaba a comprender. Hasta que una noche, cuando apagó el televisor y se acurrucó para dormir, sintió la imperiosa necesidad de estar junto a él. El corazón comenzó a inquietarse y un tibio calor le comenzó a subir por su pecho. La ansiedad envolvió su cuerpo y pensamientos. Por un lado indignada por no poder dormir y descansar y, por el otro, extrañada por lo que le sucedía, se sentó en el borde de la cama, prendió la luz y caminó hasta el baño. Abrió la canilla y se lavó, varias veces, la cara. Con el agua goteando por sus mejillas y nariz se miró al espejo. Sus ojos verdes parecían estar buscando alguna respuesta. Se miró fijamente durante interminables segundos, hasta que comenzó a surgir de su boca una mezcla de risa y llanto. Perpleja por lo que le sucedía, pestañeó varias veces y se acercó más al espejo. El tímido y entrecortado llanto dejó paso a la más tierna, ingenua y sincera sonrisa que hizo decir a Amanda, por primera vez en su vida “Si estos son síntomas de amor estoy súper enamorada!!”
A pesar de su permanente crecimiento dentro de la empresa y su vida libre de responsabilidades fuera de las del trabajo, Gustavo, en el fondo, sentía cierta envidia por Amanda. Mientras él volvía del trabajo a la casa de su madre con quien comía y se contaban cómo había sido el día de cada uno, Amanda –para los ojos de él– había tenido la valentía de irse a vivir sola. Algo que deseaba hacer pero que sus prejuicios por dejar sola a su madre, no se lo permitían. Tenía la sensación que la abandonaba después de todo lo que ella había hecho por él. Sentía que no era de buen hijo hacer algo semejante. Claro, pensaba, Amanda tomó la decisión porque los padres viven juntos. Qué hubiera hecho si tuviera uno solo? Habría que ver... Pero la idea iba y volvía como si rebotara contra un frontón. La tiraba y, cada vez más rápidamente, retornaba a dar vueltas en su cabeza. Un mediodía se dio la casualidad que el resto de compañeros fueron a comer a distintos lugares y ellos dos –Amanda y Gustavo– se encontraron sentados, solos, en la mesa del bar que la rutina los llevaba. Después de cambiar ideas sobre distintos trabajos que tenía cada uno, casi en forma sorpresiva Gustavo dijo “Sabés Amanda? Detesto el verbo deber.” Ella lo miró confundida, sin saber qué respuesta darle y sólo atinó a preguntarle “A qué viene eso? Estás bien o llamo a emergencias?“ Él la miró con cierta dulzura y sin hacer caso a la ironía continuó “En serio. Me tomo la libertad de decírtelo a vos porque no tengo en quien confiar”. Y prendió otro cigarrillo. “Dale, seguí, me deja más tranquila saber que estás bien y que sólo es un ataque de sinceridad” contestó Amanda mientras apoyaba los codos sobre la mesa y se sostenía la cabeza con ambas manos. “Resulta que envidio que vivas sola y yo siga en lo de mi madre. Y cada vez que me propongo mudarme, me agarra el “no debes”. No debes dejar a tu madre sola por todo lo que hizo por vos; no debes dejar la casa donde viviste toda tu vida; no debes, no debes, no debes. Estoy harto de pensar así y actuar en consecuencia. No es lo que quiero, pero no puedo o no me animo a cambiar. No sé qué hacer. Soy un idiota”
Amanda, en forma instantánea, levantó las cejas, agrandó sus ojos, hizo una pícara mueca y sentenció “Dijiste dos grandes verdades. Primero, que no te animás. Y en segundo lugar –bajó las cejas, miró hacia la mesa como compungida– que sos un idiota. Y no me eches en cara nada porque lo dijiste vos solito!” Gustavo no pudo más que mostrar su amplia y simpática sonrisa, mirar esos ojos verdes que tenía frente a él y decirle “Sos tremenda Amanda. Me contestas irónicamente con dos palabras mías y es suficiente para hacerme ver lo equivocado que estoy. Sos un fenómeno!” y le palmeó, suavemente, la cabeza con su mano. Ella trató de ocultar el escozor que le recorrió el cuerpo al sentirse tocada por Gustavo, y como si nada hubiera sentido, continuó “Si realmente sentís la necesidad de irte a vivir solo, no podés dejar de hacerlo. No hay justificativo alguno que te impida hacer lo que te hace feliz. Porque, en tu caso, si tu madre te quiere tanto como decís, ella va a compartir tu felicidad. Se va a poner chocha de la vida. Aunque le duela un poco, ver que su hijo se independiza y comienza a caminar solo por la vida la tiene que enorgullecer. Estoy segura!” Cuando terminó de explicar lo que pensaba, Amanda se quedó esperando alguna dura réplica y clavó su mirada en la cara de Gustavo. Pero él estaba como en una nube. Sus pensamientos flotaban sin poder aterrizar en su cabeza. Se sintió muy extraño al no tener una respuesta rápida y precisa, como era su costumbre. Sus nerviosos ojos, sin avisarle, comenzaron a buscar los de ella. Y al encontrarlos, se quedaron quietos con un dejo de ternura. Amanda no miró hacia otro lado. Además de soportar la mirada dulcemente, estiró una de sus manos, sobre la mesa, hacia él. Y Gustavo sin siquiera pensar ni darse cuenta, la tomó con la suya.
AMANECER DE AMOR
Gustavo tuvo que tomar mucho coraje para hablar con su madre, y decirle que había decidido irse de la casa. Una noche, después de comer, prendió un cigarrillo y se sentó en uno de los sillones del living “así nos tomamos un cafecito”. Graciela, con sólo escuchar esa atípica frase se preparó para recibir alguna noticia importante por parte de su hijo. Trajo dos tacitas de café en la bandeja, la apoyó sobre la mesa que los separaba y al sentarse en otro sillón miró a Gustavo y preguntó con su tranquilidad habitual, “Qué te traes entre manos? Te echaron del trabajo? Te ascendieron? Te decidiste a dejar el bendito cigarrillo? O te vas de casa?”
Él se quedó, sin darse cuenta, revolviendo el azúcar en el café más tiempo que el necesario. Sin decir una palabra, seguía dando vueltas con la cucharita. La mirada totalmente ida pensando “la vieja es bruja”. Hasta que reaccionó al escuchar la voz de su madre diciendo con una sonrisa “Lo vas a marear, hijo” “Mirá má, empezó muy decidido, no sabía cómo decirte que tengo muchas ganas de irme a vivir, dudó un poco antes de agregar, solo” Graciela pudo contener el golpe que esa frase le produjo y con su mejor sonrisa, se levantó y fue a abrazar muy fuerte a su hijo mientras, ocultando las lágrimas, le dijo “Te felicito Gustavo!! Es el mejor signo que he criado a un hombre. Me enorgullece, aunque me duele un poco, que hayas tomado ésta decisión” Y le dio un más que cariñoso beso en la mejilla. Y agregó, descargando toda su angustia “ya elegiste dónde?; cuándo te vas? Necesitás algo? En qué te puedo ayudar?” Gustavo no pudo dejar de mostrar una comprensiva sonrisa, volvió a abrazarla y le respondió “Esperá má. Te comenté la idea. Lo que tengo ganas de hacer. Pero no tengo la más mínima idea ni dónde ni cuándo me mudo. Sólo quería avisarte. Que supieras, como siempre, lo que voy a hacer”. Siguieron conversando sobre distintos lugares donde le convendría alquilar el departamento, para que le fuera cómodo tanto para ir al trabajo como para venir a visitarla a ella. “Estaba pensando por el Jardín Botánico”, dijo él, como al descuido. “Buena idea, respondió Graciela, casi sería la mitad de camino de los dos lugares que, espero, vas a ir más”
Tuvieron que hacer grandes esfuerzos y hasta sacrificios para que en la agencia de publicidad no se dieran cuenta que estaban de novios. Que las oficinas de cada uno estuvieran en sectores separados, ayudaba mucho. Pero los mediodías eran mortales. Estar sentados en la misma mesa y no poder demostrar el amor que sentían, era demasiado. Y no querían ir a comer separados del resto de compañeros porque pensaban que sería demasiado evidente. A la tarde, cuando salían de la oficina, muchas veces coincidían en el horario y caminaban hasta el subterráneo y, más o menos apretados, viajaban juntos hasta la misma estación. Bajaban y mientras conversaban sobre los más diversos temas, se dirigían al típico bar porteño donde cada uno pedía un café y continuaban charlando hasta la hora de comer.