Antonella - Olivia Bazán - E-Book

Antonella E-Book

Olivia Bazán

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Beschreibung

Jorge Quaglia, a los cincuenta y tres años, llamaba más la atención por su costosa y elegante manera de vestir, la permanente erguida postura y las cuantiosas propinas, que por su fisonomía. No era buen mozo ni se destacaba por su altura y, a pesar de su cordialidad, tenía un gesto excesivamente duro en la cara que no correspondía a su manera de ser.[…]. "Anto" para él, era Antonella Callegari. Una espléndida mujer más joven que él, cuyo cuerpo era inevitable que pasara desapercibido y aunque no era una beldad, su perfecta nariz y seductora mirada transmitían una sensualidad que atraía los ojos de quien la viera. Su larga cabellera que caía más allá de sus hombros y sus muy bien estudiados gestos y movimientos, aumentaban su misterioso encanto. […] Era una innata psicóloga que, rápidamente, hacía una radiografía de quien tenía enfrente y actuaba en función de los resultados obtenidos en su primera y, generalmente, precisa impresión.

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Seitenzahl: 430

Veröffentlichungsjahr: 2017

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OSCAR ALFREDO BRAVO

ANTONELLA

LA RULETA DEL AMOR

Editorial Autores de Argentina

Olivia Bazán

Antonella : la ruleta del amor / Olivia Bazán. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-711-847-6

1. Novelas Románticas. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Índice

COMIENZA EL JUEGO

UN NUEVO PARTICIPANTE

PASO AL FRENTE

SE ABRE EL ABANICO

UN CAMINO INCIERTO

EL AMOR NO TIENE HORA

EL PODER DE LAS DUDAS

CONFUSIÓN EN AUMENTO

EXTRAÑAS SENSACIONES

EL CARIÑO EN TERAPIA

PRIMEROS PASOS DEL AMOR

LOS CAMBIOS VIENEN SOLOS

AMOR SIN LÍMITES

COMIENZA EL JUEGO

Él tomó el celular que estaba sobre su escritorio, apretó una tecla y sólo dijo, “Hola divina, estoy saliendo…beso” y cortó. Terminó de acomodar unos papeles en su maletín, se puso el saco del impecable traje y salió de la oficina saludando a la secretaria y, una vez en el gran patio interno de la fábrica subió a su lujoso auto estacionado donde el número uno, pintado de blanco sobre la pared, señalaba su privilegiado lugar. A esa hora de la tarde la entrada a la Capital no era demasiado dificultosa por el tránsito, por lo que llegó antes de lo previsto. Entró a la reservada cochera subterránea de un lujoso hotel y subió, por el ascensor, hasta la planta baja, se dirigió al restaurante donde una llamativa mujer lo aguardaba sentada en una de las mesas. Ella levantó un poco su cara, con una delicada sonrisa, para que él le diera un afectuoso beso a manera de saludo. Se sentó a su lado y amablemente preguntó “Qué tal divina…Querés algo?... un café…un trago… Para qué estás hoy?” Con una sugestiva sonrisa ella lo miró, bajó los párpados como en cámara lenta y susurró “Para lo que usted desee…” Instintivamente él miró a ambos lados para cerciorarse que nadie estaba tan cerca como para haber escuchado la provocativa respuesta. A pesar de retomar la tranquilidad inicial, las palabras de ella le habían producido cierto escozor que recorrió las partes más sensibles de su cuerpo. Mientras hacía una casi desapercibida seña con su mano para llamar al mozo, su celular comenzó a emitir una suave melodía. Miró de quien era el llamado y lo apagó, al mismo tiempo que decía “Qué tal, Armando… nos traes dos copas de Chablis bien frío y algo para picar?” “Como no señor” y abandonó, presuroso, a su cliente preferido por las generosas propinas que siempre le daba. “Cómo fue tu día?...” preguntó ella muy interesada. “Sin mayores variantes a lo que fue ayer y, supongo, será mañana. Vos sabés cómo es lo nuestro, en un segundo pasás de creerte un líder mundial, a sentirte el último de los indigentes. Ya estoy acostumbrado… lo importante es el promedio entre lo bueno y lo no tanto…” explicó mientras tomaba un trago del delicioso vino que les habían traído. “Y el tuyo?” agregó, mientras se llevaba a la boca una aceituna. Ella apoyó su copa sobre la mesa y con una tierna sonrisa contestó “Lo de siempre… a la mañana en el Estudio… y a la tarde, también”. Él apuró el trago y le dijo “Tengo que aclararte que tu amorosa propuesta me encantó. Además totalmente inesperada…” “Vio que no sólo guardo tres secretos, siempre tengo alguna nueva carta en la manga“, replicó sonriente. “Así es abogada, usted no deja de asombrarme…“ Le entregó una tarjeta magnética y dijo “Por qué no vas yendo… es la 808, yo te sigo en unos minutos”. Ella aprobó el pedido con un movimiento de cabeza, se levantó y caminó hacia el ascensor. Cuando Armando, el mozo, vio que quedaba solo, se acercó y dijo “Se lo anoto como siempre, señor?”. Mientras sacaba de la billetera varios billetes, que colocó sobre la mesa, respondió “Sí, como siempre. Gracias” y mientras se levantaba escuchó la agradecida voz del mozo “Muchas gracias, señor, muchas gracias” al tiempo que lo ayudaba a retirar la silla y guardaba la suculenta propina en su bolsillo.

Cuando entró a la habitación aspiró el excitante aroma que el perfume de ella dejaba flotando en el ambiente después de darse un baño. Y se quedó extasiado, una vez más, al verla acostada sobre las blancas sábanas de la cama, destacándose por su envidiable figura cubierta con diminuta y negra ropa interior. El nuevo y más intenso escozor se dirigió a zonas muy sensibles de su cuerpo. “Era hora…” dijo ella esbozando una sensual sonrisa. Lo cual actuó como un disparador para que acelerara, todo lo posible, comenzar a desvestirse para darse una rápida ducha y aparecer, a los pocos minutos, haciendo una entrada triunfal a la habitación con su toalla de baño ajustada a la cintura y quedando hipnotizado al ver que ella continuaba en la misma posición pero ahora, sin nada negro que cubriera sus exuberantes formas.

Ella, Antonella Callegari, era una espléndida y joven mujer quien no podía pasar desapercibida no sólo por su espectacular cuerpo y femenina cara, sino también por lo que su conjunto irradiaba hacia los demás. Su perfecta nariz y seductora mirada transmitían una sensualidad que atraía los ojos de quien la viera. Su larga cabellera que caía más allá de los hombros y sus muy bien estudiados gestos y movimientos, aumentaban su misterioso encanto. El padre, Alberto, ya retirado de la actividad laboral, había logrado una abultada fortuna a través de sus ingresos como directivo de una gran empresa pero, especialmente, gracias a la herencia recibida de sus padres. Magdalena, la madre de Antonella, falleció cuando ella tenía escasos diez años y dejó a Alberto con otros dos hijos, Dolores de siete y Daniel de cuatro, de los cuales Antonella, en más de una ocasión y a pesar de su corta edad, tuvo que hacer las veces de madre sustituta. Su infancia tuvo un fuerte quiebre. De la felicidad de compartir gran parte de su tiempo con su querida madre y jugar con sus hermanitos, a no contar con las cálidas y cariñosas caricias de Magdalena y convertirse, sorpresivamente, en la hermana grande, y asumir la responsabilidad del cuidado de los dos menores, hasta ese momento inocentes compinches de travesuras, fue un cambio que sólo se dio cuenta, mucho tiempo después, cómo la había afectado en su manera de ser. Porque esa infancia endureció su carácter y le enseñó a esconder sus sentimientos. Muy especialmente sus puntos débiles. La transformó en un ser muy poco transparente y complicada para detectar sus reales sensaciones. Y ella, conocedora del misterio que rodeaba su personalidad y lo inexpugnable que era para llegar a sus fibras más íntimas, manejaba la situación con enorme habilidad para sacar el mayor provecho de los, para ella, débiles que la rodeaban. Era una innata psicóloga que, rápidamente, hacía una radiografía de quien tenía enfrente y actuaba en función de los resultados obtenidos en su primera y, generalmente, precisa impresión. Con el correr de los años y la paulatina independencia de sus hermanos, ella terminó el colegio secundario y como su orgullo no aceptaba vivir de la caridad del padre, tomó la decisión de capacitarse para lograr independencia económica y disponer, libremente, de su vida en todos los aspectos. Así empezó la carrera de Derecho y se dedicó de lleno a acelerar los tiempos para obtener el deseado título. Prácticamente dedicó su vida al estudio. A la mañana y muchas horas de la tarde, asistiendo a clases y casi todas las noches hasta avanzada la madrugada, encerrada en su habitación leyendo y memorizando, cuanto podía, para aprobar los exámenes. A los veintitrés años, ante la incrédula y feliz presencia de su padre y hermanos, recibió ese tan buscado papel que le abría las puertas como profesional.

Dentro de las especialidades que analizó, siempre descartó la Penal, porque no se sentía capacitada para tener que defender a un asesino y menos, a un presunto violador o abusador, algo que detestaba. Hasta que un día sintió que la cabeza se le abría y una pequeña luz iluminó el casillero que tenía muy bien guardado, en su memoria, con la leyenda Comercial. Y así fue cómo comenzó a tomar contacto con sus exprofesores de esas materias para tratar de conseguir alguna recomendación o contacto, además de enviar numerosos curriculums a los avisos que se publicaban buscando esa especialidad. Tanto fue el cántaro a la fuente que recibió un mail, como respuesta, en el que la citaban a una reunión en las oficinas de un, para ella, desconocido Estudio. Se vistió con la ropa menos llamativa que encontró en su placar y a las diez en punto, tal lo acordado, tocó el timbre del estudio cerca de Tribunales. La recepcionista la hizo pasar y pidió que tomara asiento mientras aguardaba que la atendieran. A los pocos minutos apareció una agradable señora quien la saludó con mucho afecto y la hizo seguir hasta su desordenada oficina. Se sentaron a cada lado del escritorio y la señora empezó a explicarle “Mirá,soy la doctora Carmen Ceretti, única titular del estudio… y estoy buscando a alguien recién recibido para ir formándolo a mi manera. No quiero que venga con vicios de otros estudios… vicios que todos tenemos, pero prefiero los míos”, agregó con una sonrisa. Le preguntó si estaba dispuesta a realizar cualquier tipo de trabajo, pasear por tribunales viendo la situación de cada expediente, como atendiendo en un comienzo, a clientes de relativa importancia para ir formándose. También le dijo cual sería su remuneración inicial y que si todo andaba como esperaba la iría aumentando. A Antonella le encantó la sinceridad y simpleza con la que Carmen encaró la conversación que a ella la tenía muy tensionada. Sintió que la conocía de tiempo atrás lo cual la relajó y le hizo pensar que podía ser una muy buena escuela para ella. Aceptó de inmediato y después de fijar día y hora para el inicio de su primer trabajo, se despidieron con un beso. Carmen la acompañó hasta la puerta y, al pasar junto a Yolanda, la secretaria, las presentó y explicó las funciones de cada una.

Con una enorme alegría Antonella inició su trabajo como abogada. A pesar que se sentía desaprovechada porque era muy poco de lo estudiado lo que tenía que aplicar para pedir, en el mostrador de un juzgado, la carátula del expediente en cuestión y anotar el estado en que se encontraba y alguna novedad, ella sentía que era una abogada imprescindible. Además, ante los jóvenes empleados que se ocupaban de buscar los expedientes entre pilas y pilas de papeles, su exquisita presencia lograba una mayor y más rápida atención por parte de ellos, buscando caerle simpáticos y muy probablemente con alguna otra intención, a veces, poco disimulada. Y ella, con la mejor sonrisa y simpatía, sacaba muy buenos dividendos.

A medida que fueron pasando los meses, la Dra. Ceretti se dio cuenta que sus juicios avanzaban con mayor velocidad, en gran parte, porque Antonella estaba permanentemente encima de ellos y acelerando los lentos pasos de la justicia hasta donde era posible. Como agradecimiento a su tenaz y continua labor, además de aumentarle el sueldo, le ofreció a Antonella que comenzara a atender aquellos casos que no eran de grandes montos ni demasiados complejos. Y así, poco a poco, fue dominando el manejo de diversas situaciones y, sobre todo, de las distintas personalidades de sus clientes. Ya sabía, muy bien, a quien contar la verdad absoluta y a quien sólo a medias para obtener resultados positivos. Como también cuándo asustar, en forma casi exagerada, a aquellos clientes que se hacían los distraídos ante las exigencias del estudio y muy especialmente de la justicia, para cumplir ciertos términos.

Así como en el aspecto judicial era precisa, terminante y no aceptaba el menor desvío en los códigos y principios éticos, todo lo contrario era en su vida personal. Dualidad que hasta a ella misma, a veces, sorprendía pero no daba importancia y la tenía sin cuidado alguno. Estaba convencida que no era ningún pecado hacer lo que sentía. Sin el menor miramiento. La vida, pensaba, era para disfrutar sin límite. Por qué decir no y privarse una satisfacción en lugar de aceptar y gozar plenamente el momento. Esa exagerada egoísta manera de pensar y actuar en consecuencia, le ocasionó muchos malos momentos y situaciones tensas y desagradables. Pero resbalaban por su delicada piel. Ella había cumplido y satisfecho con su inicial deseo. El segundo resultado obtenido no le hacía mella por malo que fuera. Su calculadora frialdad se lo impedía. Y los numerosos sinsabores y pérdida de amigos que iba acumulando, sólo pasaban a ser parte del olvidado pasado. Aunque Alberto, el padre, intentó combatir esa modalidad que comenzó a surgir pocos años después de la muerte de su querida mujer, se dio cuenta que Antonella tenía muy marcados esos rasgos. Las duras y hasta crueles respuestas de su hija cuando él le señalaba alguna incorrecta actitud, además de llevarlos a fuertes discusiones, hicieron que Alberto, por temor a perderla, aceptara con total disgusto, la exasperante manera de ser de su hija.

Sólo Antonella sabía por qué era tan diferente en su vida laboral de la afectiva. Ella creía que, en realidad, era una mezcla de las dos personalidades. Y en muchas ocasiones intentó lograr el equilibrio que, estaba convencida, necesitaba. Pero sentía algo especial con los hombres. En el fondo los despreciaba. Para ella eran seres semi salvajes y casi detestables. Sin embargo por una necesidad física acompañada por un deseo mental tuvo numerosas conquistas con sus correspondientes rechazos hiriendo, sin importarle en lo más mínimo, a muchos por los que llegó a sentir algo más que simple atracción. Ver caras casi implorando por su amor y fríamente bajar el pulgar ante la incredulidad del otro, para ella era como el último orgasmo de la relación. Por lo que podía terminarla con absoluta satisfacción y sin la menor culpa. Era otro más al que había usado, y muy bien, para cumplir con su imperiosa necesidad de poner de rodillas al sexo opuesto.

Un torturante y desgarrador recuerdo era el motivo del desprecio que sentía Antonella. Cuando todavía era una chiquilina de apenas trece años, Julio, un íntimo amigo del ya viudo padre, solía hacerle compañía los fines de semana, y a divertir a los tres huérfanos mientras Alberto preparaba la comida o realizaba alguna otra tarea hogareña. Juegos de cartas, burdos actos de magia y hasta jugar a las escondidas dentro de la casa, eran algunos de los entretenimientos que sacaba a relucir Julio ante la algarabía de los chicos. Cuando él les contaba algún cuento o anécdota se sentaba en un sillón y Antonella, con la ingenuidad de la edad, lo hacía sobre las piernas de Julio. En más de una ocasión sintió que él presionaba su cuerpito con las manos en los hombros hacia abajo, apretándola contra sus huesudos muslos, movimiento que le producía una incómoda y desagradable sensación. A tal punto que más de una vez buscó cualquier excusa para abandonar esa postura y buscar el refugio de otro sillón o hasta del suelo, para seguir escuchando el divertido cuento. Un día que Alberto estaba cortando el pasto y arreglando las plantas del pequeño jardín, Julio propuso jugar a las escondidas. Mientras Dolores, la hermana que seguía en edad a Antonella se puso a contar, Daniel, el menor, se escondió rápidamente debajo de la mesa de la cocina, mientras Julio le dijo a Antonella de hacerlo dentro del placar del dormitorio del padre. Subieron corriendo por la escalera y entraron al muy oscuro escondite cuando Julio entrecerró la puerta. El fuerte y ácido olor a hombre provocado no sólo por la ropa colgada en las perchas o mal dobladas en los estantes, sino también por los zapatos que guardaba el padre, sumado al hedor que despedía el cercano cuerpo de Julio, provocó rechazo y asco a Antonella. No obstante, seguía conteniendo la risa para que su hermanita no los descubriera en esa casi perfecta guarida. Hasta que quedó aterrada y paralizada cuando comenzó a sentir que las manos de Julio tocaban, suavemente, sus pantorrillas, luego sus muslos y no se detuvieron hasta llegar a sus partes íntimas. Por primera vez en su corta e inocente vida conoció el terror. Inmovilizador miedo que no le permitía gritar ni llorar. La adulta y respetada figura de su amigo Julio se transformó, repentinamente, en algo deleznable. Sólo atinó a juntar sus piernitas con toda la fuerza posible, pero las crueles y callosas manos siguieron recorriendo los vericuetos de su cuerpo, mientras escuchaba en un susurro “No se te ocurra contarle a tu papito porque no te va a creer nada… sabés? Y va a ser peor para vos… entendiste?” terminó en forma amenazante. Con las lágrimas que explotaban por la indignación y temor que contenían, Antonella sólo atinó a afirmar con la cabeza mientras sentía que algún dedo de esas asquerosas manos iba más allá de lo que jamás había pensado.

Aunque el silencioso martirio duró poco tiempo, para ella fue una eternidad y ese momento la marcó para el resto de su vida. El sentirse íntimamente sucia y no tener con quien descargar la angustia y asco que la situación le había provocado, hizo que Antonella fuera acumulando un enorme rencor. Y entre los sollozos que le surgían en la quietud de la noche buscaba, sin darse cuenta, cómo vengarse del aberrante hecho.

Durante la semana, en el colegio, estuvo totalmente distraída y sin poder concentrarse, como hacía habitualmente, en lo que decían los profesores. No podía evitar que en su cabeza se repitieran, hasta el hartazgo, aquellos desagradables momentos que había sufrido. En su casa, en lugar de compartir algún juego con sus hermanos, se encerraba en su habitación haciendo que estudiaba. Muchas veces pensó en recurrir a su padre pero, pensó, él también es hombre y ellos no entienden éstas cosas. Además, tenía temor de contarle algo tan íntimo y desagradable y que sucediera lo que Julio le había dicho y no le creyera. Las dudas sobre qué debía hacer la carcomían. Pero por sobre todas las cosas no hablaba por pura vergüenza a tener que decir algo que consideraba tan aberrante. La desesperación por mantener tamaño secreto a la fuerza, por no tener a nadie para descargarse, le dio muchísima rabia y le hizo dar cuenta cómo hubiera sido todo tan distinto si su extrañada madre estuviera presente. Por eso seguía pensando en vengarse. Se transformó en una obsesión. Pero su escasa vida no le había enseñado, todavía, el nivel de maldad que ella deseaba aplicar a un aprovechador como el amigo de su padre.

Llegó el domingo y antes del medio día, como era la costumbre, apareció Julio saludando a todos, inclusive a Antonella, como si nada hubiera sucedido. Aunque ella estaba sumamente cohibida, hizo un gran esfuerzo para tratar de ser la de siempre. Después de las típicas charlas sobre política y fútbol que tuvieron los dos hombres mayores ‐ vaso de vino por medio ‐mientras Alberto preparaba un buen asado, en un momento Julio dijo “Te dejo así voy a jugar un rato con los chicos…” “Macanudo” fue la corta respuesta del asador. Los tres hermanos acompañaron a Julio hasta el living, donde se sentaron a escuchar uno de los tantos cuentos. Una vez terminado con final feliz, dijo “Bueno…ahora una escondida…hoy le toca a Daniel” Al tiempo que lo decía, se había acercado al sillón de Antonella y tomado de la mano. Cuando Daniel se puso a contar en voz alta tirándose de cabeza sobre el sillón para no espiar dónde se escondían, Julio le señaló a Antonella que subiera las escaleras con la intención de volver a esconderse en el mismo lugar que la vez anterior. Ella se puso el dedo índice sobre sus labios, en señal de silencio, y le indicó a Julio que fuera subiendo y ella detrás de él. Como siempre, subieron a las corridas y Antonella, cuando faltaban dos escalones para llegar al piso superior, tropezó, y se quedó un instante caída, hasta que Julio la agarró de un brazo, la levantó y casi empujó hacia el dormitorio donde se encontraba, para ella, el siniestro placar. Entraron los dos, y antes que Julio pudiera desahogar sus depravados instintos, Antonella salió corriendo y tomándose de la baranda saltó los dos primeros escalones y siguió rápidamente bajando la escalera. Julio, con la cara desencajada y furor en sus ojos, se plantó con los brazos en jarra en el comienzo de la escalera y observó a Antonella quien ya estaba en el living mirándolo con cara desafiante. Mientras ella escuchaba como viniendo de otro mundo la voz de Daniel diciendo “Piedra libre para Anto y…” no pudo terminar la frase porque vio cómo Julio, al pisar el primer escalón, se resbaló, cayó hacia atrás pegándose la nuca contra el piso y rodar escaleras abajo en medio del ruido que sus huesos hacían contra el mármol. Daniel, despavorido, salió corriendo hacia el jardín en busca de la ayuda del padre. Antonella, por su parte, se quedó parada frente al desvanecido Julio sin que ningún músculo de su cara transmitiera qué era lo que realmente pasaba por su cabeza.

Como Julio no tenía familia cercana que viviera en Buenos Aires, fue Alberto el que se ocupó de llamar a la ambulancia y acompañarlo al sanatorio donde, después de las radiografías del caso, le enyesaron ambas piernas, un brazo y protegieron la cabeza con vendajes por los fuertes golpes recibidos. Cuando volvió a su casa, los chicos le preguntaron cómo estaba Julio y el padre les comentó que estaba bastante delicado porque, además de las partes del cuerpo enyesadas, los médicos temían que una de las costillas quebradas pudiera afectarle un pulmón. Todos quedaron en triste silencio por lo que le había sucedido a su amigo y Alberto dijo, “no sé cómo pudo pegarse tremendo golpe! Se debe haber resbalado o tropezado con algo!..” Fue Antonella la que exclamó “Pobre Julio!..Puedo ir mañana a visitarlo después del colegio, papá? Me llevás?” El padre, orgulloso de la actitud de su hija asintió, y ante el pedido de los otros dos de acompañarlos, también aceptó. Recorrieron el pasillo del sanatorio tratando de espiar qué había adentro de cada habitación, un tanto por curiosidad y otro por simple morbo infantil para después contarlo a sus amigos y sentirse importante. Pero cuando llegaron a la habitación de Julio a todos se les estremeció el corazón al ver su deplorable estado. Con voz que no podía evitar transmitir el dolor que padecía, Julio los saludó y agradeció la visita. Después puso al tanto a Alberto de los últimos comentarios que habían hecho los médicos y conversaron del tiempo que le llevaría la recuperación que haría en la casa de su hermana en Córdoba. Antonella les dijo a sus hermanos por qué no iban a ver los bebitos recién nacidos y ante la alegría de ambos, Alberto se ofreció a acompañarlos. La venganza estaba saliendo tal cual la había programado, lo que le dio ánimo y valentía a Antonella para encarar el último tramo. Se puso bien cerca del tieso cuerpo de Julio, lo miró a la cara y con su mejor voz de inocente mujercita dijo “Pobre…qué golpazo te pegaste!” Julio la miró complaciente unos pocos segundos porque ella siguió “No viste las bolitas que estaban en el escalón?.. Qué pena! Porque yo las salté! Viste?..” y sonriendo agregó “y no le digas nada a mi papito, porque no te va a creer…te acordás?” A Julio le costaba darse cuenta de lo que oía. Entre el dolor que sentía por todo su cuerpo y los calmantes que lo adormecían no podía asumir que esa chiquilina fuera la causante de lo que estaba sufriendo. Quería levantarse para pegarle una bofetada a esa mocosa que lo había dejado en ese lamentable estado. Pero ante la imposibilidad sólo pudo decir a los borbotones “sos una mierda…eso es lo que sos…una mierda!” Antonella quería darse otro gusto antes que volviera su familia, lo siguió mirando con desprecio y murmuró “espero que la costilla quebrada no te atraviese el pulmón…sería una picardía!” y ante la incredulidad de Julio por su adulta manera de actuar, se dio media vuelta y caminó hacia la puerta y cuando iba a salir su infantil genio pudo con ella, y poniendo la cara más fea que pudo le sacó la lengua y cerró la puerta, dejándolo solo con sus sucios pensamientos.

El rápido aprendizaje que tuvo Antonella sobre la maldad que muchos llevan muy bien guardada, hizo que desde chica estuviera preparada para enfrentar las más impredecibles situaciones. Pero, también, la convirtió en un ser sumamente egoísta. Primero ella y segunda, también. Algo que no le permitió hacerse, ni siquiera, de un minúsculo grupo de verdaderos amigos. Sólo Mariela, compañera desde el primer año de la secundaria, era capaz de soportar el carácter y manera de ser de Antonella y, con no poco esfuerzo, mantener la amistad y ponerle el oído para escuchar alguna de las pocas intimidades que osaba contarle. Sus grandes discusiones siempre eran sobre el comportamiento, especialmente en el plano afectivo. Mientras Mariela era “una exagerada conservadora y demasiado buena”, según la definía su amiga, Antonella era todo lo contrario. Sin códigos ni culpas y hasta desprolija con los que parecían sus afectos, ella sólo buscaba divertirse y saciar sus apetencias. Cuales fueran.

“Una libertina” de acuerdo a las sinceras y dolidas palabras de Mariela, quien conocía el pasado de Antonella y le daba mucha pena que haya perdido a la madre desde tan chica y, al enterarse lo que le había sucedido con Julio no sólo se estremeció sino que la llenó de admiración al saber las agallas que tuvo para darle el castigo que se merecía. Aunque las dos continuaron estudiando juntas en la facultad de Derecho, la dedicación y capacidad de Antonella las fue alejando, no en la amistad, sino que al estar más avanzada que Mariela, concurrían a distintos horarios a tomar clases. Sin embargo muchas veces estudiaban en la casa de una u otra y salían con amigos que Mariela hacía en la facultad y cuya relación duraba exactamente hasta que su predilecta amiga decidía salir con alguno de ellos. Al poco tiempo Mariela se daba cuenta que el grupo se iba alejando de ella y la comenzaban a evitar o saludar de lejos. Buscando en lo más profundo la poca paciencia que le iba quedando ante estas reiteradas situaciones y esperando el momento oportuno, encaraba a Antonella preguntándole qué diablos había hecho con el examigo de turno en una de sus andanzas. Las respuestas siempre eran –sonrisa mediante– con absoluta despreocupación y desenfado. Algo que sacaba de quicio a Mariela aunque, íntimamente, ya sabía de antemano las absurdas explicaciones que recibiría. Pero el cariño que sentía hacia su amiga se imponía sobre la bronca que le daba su inmodificable actitud y, sin mayores discusiones, intentaba la búsqueda de nuevos amigos con la clara idea que no se transformaran en víctimas de Antonella. Algo que nunca pudo disfrutar como hubiera deseado.

Los distintos grupos de amigos que fueron pasando durante los años de estudio en la facultad tenían un punto en común. Mientras las mujeres se acercaban por la tierna y femenina modalidad de Mariela, los varones lo hacían –más simples ellos‐ por el atractivo sexual que les producía Antonella. Algo que, por supuesto, no caía bien al sector femenino que sentía exagerada envidia por su desfachatada postura. Actitud que más de una quería asumir, pero carecía de la naturalidad que demostraba, sin tapujos, Antonella. En realidad eran celos lo que les provocaba cierto rechazo hacia ella al ver que los hombres revoloteaban a su alrededor tratando, por los más ingeniosos métodos, conquistar la presa elegida. Pero no se daban cuenta que era, precisamente la presunta presa, quien colocaba la trampera en el momento y lugar adecuados para atraparlos a su gusto y antojo quedando, a la vista de los demás, como pobre víctima. Sólo Mariela, que tanto la conocía, sabía sobre quien había apuntado sus ojos y quedaba a la espera que se produjera, después de algunas salidas nocturnas, una nueva estampida de amigos.

Las recurrentes charlas que tenían sobre el mismo tema, a pesar que se decían cosas duras y hasta crueles, no entorpecía para nada la muy amistosa relación que existía entre ambas. Antonella sabía que su manera de actuar no era ni ideal ni sensata porque sólo lograba que los demás pensaran mal de ella. Además, en más de una ocasión sintió algún que otro murmullo al entrar a alguna de las tantas clases que asistía. Pero ella sólo se reía de los demás y sus comentarios, porque nadie sabía que desde muchos años atrás tenía una dura coraza que la protegía de los sinsabores. Y ese total desinterés por la opinión del otro sobre su persona, hizo convertir a su corazón en un témpano. De ahí su tremenda frialdad para actuar frente a un hombre y, mayor aún, cuando se daba cuenta que el otro estaba en una débil posición. Después de divertirse y sacar, hábilmente, el máximo provecho al otro se desprendía de él como si fuera un pañuelo descartable. Lo hacía un bollito entre sus manos y lo arrojaba a su ya enorme basurero repleto de corazones destrozados.

Sólo Mariela, aunque siempre tarde, intentaba hacerla entrar en razones. Cuando la indagaba sobre por qué había terminado mal con tal o cual amigo, algunas veces Antonella no contestaba en forma terminante y rápida como solía hacer, y después de tantas charlas Mariela se dio cuenta que allá lejos, muy en el fondo, su amiga tenía terror a enamorarse. Se lo dijo, sabiendo que la reacción de Antonella no sería de las mejores. Y acertó. Saltó como una tigresa buscando alimentación para sus cachorros. Algo nada inusual en ella. Y con su amorosa y delicada manera de ser Mariela seguía clavando la aguja en el lugar que más dolía y dijo “Pero, lo que me decís no tiene nada que ver con lo que me contaste el otro día…ponete de acuerdo. Me parece Anto que estás delirando… o el enojo no te deja pensar… no sé…no entiendo nada”. Antonella estaba fuera de sí como pocas veces lo había logrado su querida amiga con ese tonito que la exacerbaba más y replicó “Mirá, futura abogada, no me vengas con interrogatorios policíacos porque yo no sigo Penal como vos, estoy en una línea mucho más light, en Comercial… y también en la vida! No tengo por qué hacer, afectivamente, lo que no me gusta o atrae. En mis relaciones, que te quede bien claro, hago hasta donde mi especial y exclusivo límite me lo permite. No doy ni un centímetro más de ese punto…” “Disculpame, la interrumpió Mariela, pero en toda pareja los dos tienen que ceder un poco… es casi imposible encontrar alguien que encaje justo…justo en cómo es una… si lo que buscas es eso te vas a pasar la vida de mano en mano sin conseguir nada… nunca podrás encontrar ese presunto ideal que tenés en la cabeza…” y se quedó mirándola con la mayor dulzura, algo que irritó aún más a Antonella que volvió a reaccionar, ésta vez rápidamente, y le retrucó “Y quién te dijo que busco un ideal…eh? Yo no tengo ningún hombre como ideal. No son, precisamente, un ejemplo a tomar ni a tener en cuenta. Yo, aunque me critiquen, los uso… me entendés… los uso! Es para lo único que pueden llegar a servirme… para satisfacerme físicamente y en algún que otro caso para pasar un rato divertido. Ni más ni menos! Y el tiempo que dure la relación la pongo yo… o mejor dicho, una parte de mi cuerpo… me entendés?” terminó con una cómplice sonrisa. Si bien la entendía, a Mariela le costaba aceptar esa egoísta y hasta odiosa postura de su amiga. Le devolvió una forzada sonrisa y amablemente le dijo “Estás equivocada Anto… muy equivocada… el tiempo te lo va a demostrar. Ya vas a ver…”

UN NUEVO PARTICIPANTE

En uno de los juzgados por los que Antonella pasaba dos o tres veces por semana para analizar la marcha de varios juicios, el muy joven Secretario, Hernán Valles, era alto, morocho, de agradables facciones y en todo ese conjunto se destacaba la bondadosa expresión de su cara. Lo cual reafirmaba con la atención que todo el personal y especialmente él prestaban a los, muchas veces poco educados, abogados y asistentes que se apilaban contra el desvencijado mostrador pidiendo expedientes sin respetar un mínimo orden. En más de una oportunidad, tanto los empleados como el mismo Hernán, tenían que buscar lo que les pedían en altas columnas formadas por viejos expedientes ya cansados de esperar que se haga justicia. Y fue casualmente Antonella la que un día tuvo la mala idea, para Hernán, de preguntarle por uno que hacía años dormía el sueño de los justos apretado en algún lugar de las estanterías o apilado en un pasillo. Sin perder su acostumbrada sonrisa y educación, Hernán se arremangó la camisa y se puso a buscar el dichoso expediente. Mientras se ponía al tanto del que tenía en sus manos, Antonella observaba, con cierta sonrisa, cómo Hernán se llenaba de tierra buscando el preciado papelerío. Cuando lo encontró, lo sacudió para sacarle el polvo acumulado durante su tiempo de escondida espera y con la mejor cara se lo dio en manos a Antonella, y dijo “Costó pero apareció!.. Sucede que hay tantos… y este en especial es uno de los que nunca nadie pidió…” “Mil gracias, respondió ella, Tenía que ser justo yo la que lo pidiera…disculpá” “Para nada… es mi obligación… mi trabajo. Pero la próxima tratá de pedir algo que sea más fácil de ubicar”, agregó sonriente y se fue para atender a otro de los tantos que estaban esperando. Acostumbrada a un tipo de trato más adulador, Antonella quedó sorprendida por la silenciosa retirada del tan amable como cortante Secretario. Y no le gustó demasiado a su vanidosa personalidad, por lo que después de anotar una serie de datos del expediente en cuestión, lo apoyó sobre el mostrador y sin buscar cruzar mirada con nadie en especial, se retiró sintiendo una sensación extraña para ella.

Salió del juzgado y caminó hasta un bar donde pidió un café y sacó su agenda donde tenía anotados los datos que había tomado del viejo expediente y se puso a analizar detalladamente cada uno de ellos. Una extraña sonrisa surgió en su cara, pagó la cuenta dejando la propina correspondiente y se fue caminando hacia el Estudio para comentar todas las novedades con la doctora Ceretti. Cuando terminó de poner al tanto a su inquisidora jefa y dueña del Estudio, Antonella fue hacia su oficina y sacó de uno de los archivos una carpeta que, por el aspecto que tenía, había sido olvidada muchos años. La guardó en su portafolio y, después de justificar su salida tan temprana aduciendo que iba a ver a un cliente, se retiró rumbo a su casa. En realidad, un pequeño departamento de un ambiente que comenzó a alquilar a los pocos meses de empezar a trabajar con gran alegría para ella como para Alberto, su padre, que se sacaba un problema de encima. Porque la convivencia con su hija, no le resultaba nada fácil. Por el contrario, eran agua y aceite. No coincidían prácticamente en nada. Si uno decía blanco, sin la menor duda que el otro sostenía negro. Y las discusiones eran tan continuas que el muy buen humor de Alberto terminaba abandonándolo por simple hartazgo. No obstante la diferente manera de pensar de cada uno, lo único que los unía era el cariño y dedicación que Alberto siempre transmitió a sus tres hijos que, desde tan pequeños, habían quedado sin el amor ni la figura materna. Y a pesar de su especial modalidad e idea que tenía sobre los hombres en general, la inteligencia de Antonella siempre le hizo ver esa cualidad del padre. Por los pésimos recuerdos que le traía la casa, por un lado ella sintió como una liberación pero, por el otro, le dio pena porque en cierta manera abandonaba a su padre y sus secuaces hermanos de tantos juegos, risas y llantos.

Cuando vació el portafolio de la enorme cantidad de papeles que contenía, Antonella recordó que ya hacían casi tres años que estaba viviendo en su mini casa, como ella le decía, porque odiaba reconocer que vivía en un departamento después de tanto tiempo de disfrutar la amplia comodidad que tenía en la casa de sus padres. Se sacó esos recuerdos de encima para que no la distrajeran llevándola a pasear por un lugar que no quería revivir y se puso a acomodar la papelería. Nuevamente se detuvo en todo lo referente a los datos que había conseguido en el juzgado, los separó, buscó su agenda donde había apuntado algunas ideas y sacó la vieja carpeta que trajo del Estudio. Se quedó un largo rato leyendo y analizando cada hoja del amarillento papel de la carpeta y poco a poco una triunfadora sonrisa fue apareciendo en su sensual cara.

Al día siguiente, como era su costumbre, Antonella fue a recorrer los distintos juzgados que estaban ubicados en un mismo edificio de la zona de Tribunales. Como no soportaba la lentitud de los repletos ascensores, ella lo tomaba hasta el último piso que tenía que ir, y después iba bajando por las escaleras ganando tiempo y cansándose menos. Cuando llegó al juzgado donde todos se sentían excepcionalmente bien atendidos, muy decidida se dirigió hacia la oficina del Secretario, previo aviso a una de las más antiguas empleadas. Literalmente tapado de papeles, Hernán Valles intentaba acomodar algunos de ellos en una de las tantas estanterías que cubrían las paredes de su pequeña oficina. Ella se quedó, parada en la entrada, esperando que él se diera cuenta de su presencia. Cuando Hernán se dio vuelta y se encontró con la figura de Antonella en el marco de la puerta, no pudo evitar un sobresalto que hizo sonreír a la joven abogada. Ella poniendo cara de sorprendida, dijo “Tan fea soy que te asusté?..” Él se recompuso inmediatamente y respondió “No…no es para tanto. Sólo que no pensé que había alguien espiándome… qué te trae por acá?” Antonella borró su sonrisa y tomando la postura de abogada extendió su mano y dijo “Soy la doctora Callegari del Estudio Ceretti y quería hacerte una consulta sobre el expediente que me diste ayer” Él estrechó la mano y contestó “No me presento porque sabés quien soy…pero llamame Hernán, a secas. Disculpame, pero no tengo idea de qué papeles me estás hablando” A Antonella le cayó pésimo que no recordara algo que le entregó en la mano porque significaba que no había reparado en ella. Y su famosa vanidad subía a niveles poco aconsejables. Evitando demostrar lo que sentía pero con no demasiado buen modo, le recordó “El caso Andes vs Signo… lo pescas ahora?” Hernán tardó un poco y exclamó “Ah!!... ya sé…el que estaba entre una pila lleno de polvo…cómo me voy a olvidar… fuiste vos la que me lo pidió?” La sincera respuesta terminó de crisparla porque reafirmaba lo que había pensado, pero pudo controlarse y con cierta falsedad, tratando de sonreír pero con mucha malicia contestó “Sí fui yo…Germán” Él la miro y con total inocencia la corrigió “Hernán…no Germán…Hernán”. “Qué tonta… disculpá… no presté atención” Él con toda amabilidad le preguntó qué era lo que necesitaba saber y Antonella sacó su agenda y comenzó a hacerle una serie de preguntas, que llevaba anotadas, sobre los términos y caducidad de una serie de presentaciones que una de las partes, Andes, que era cliente del Estudio tenía que entregar en el juzgado. Hernán fue respondiendo con total precisión cada una de las numerosas preguntas, hasta que miró su reloj y dijo “Si te quedó algo en el tintero, por favor, pasá mañana porque ahora tengo una audiencia con el juez y tengo que dejar todo. Espero haberte sito útil…Hasta luego” y sin siquiera esperar a que Antonella dijera el menor saludo, se retiró, dejándola sorprendida por su fría actitud hacia ella, algo que le resultó muy difícil digerir.

Cuando llegó al Estudio, la doctora Ceretti estaba hablando por teléfono en su oficina pero le hizo señas que pasara y sentara frente a su escritorio. Antonella aprovechó para sacar la ajada agenda y prepararse para encarar la conversación tal como había previsto. Cuando Carmen terminó la conversación, la saludó y preguntó sobre las novedades que traía. Antonella asumió la postura más seria que pudo y tiró sus cartas sobre la mesa, diciendo “Carmen, después de mucho meditar creo que llegó la hora de retirarme del Estudio…” hizo una pausa para ver la reacción que su palabras habían causado y escuchó la sincera y preocupada voz de la doctora que tanto le había permitido aprender, diciendo “No me digas… Antonella… aunque ya me la veía venir… y qué pensás hacer? dónde vas a ir?” Se tomó su tiempo antes de dar el golpe final y, con excesiva seguridad Antonella respondió “Mi intención es… un poco con tu ayuda…abrir un Estudio por mi cuenta…” Se creó un silencio hasta que Carmen le dijo “Y cómo te puedo ayudar?..No pensarás llevarte algunos clientes, no?” Antonella sonrió cálidamente y retrucó “A vos que me permitiste empezar y conocer los vericuetos judiciales crees que te voy a hacer algo así?” Carmen respiró con mayor tranquilidad y ante la aclaración sólo le quedó preguntar “Y de qué manera pensás que puedo ayudarte para abrir tu despacho? Mirá que no es nada fácil, eh? Te lo dice alguien que las pasó muy duro…” Prácticamente no escuchó la respuesta porque Antonella estaba mirando de reojo las anotaciones que tenía en la agenda sobre sus faldas y sin darse cuenta que interrumpía, dijo en forma terminante “Carmen, seamos prácticas... si yo empiezo a hacer macanas, vos no sólo me despedís sino que tenés que pagarme indemnización. Creo que ninguna de las dos, después de tantos años de trabajar juntas, está en eso…Correcto?” La bondadosa y afectuosa Carmen al escuchar cómo le estaban encarando la conversación se transformó, rápidamente, en la doctora Ceretti y respondió con un cortante “Correcto”, lo que permitió que Antonella continuara con su propuesta “Te aclaro que no es mi intención sacar provecho económico, pero entenderás que tampoco me puedo ir con las manos vacías…” En forma terminante Carmen retrucó “Fue o es tu decisión… no mía” Antonella bajó la mirada ante la fulminante respuesta y continuó “Mi intención… si te parece… es que me pases algunos de esos clientes que el Estudio prácticamente no se ocupa o que le quitan tiempo sin retribución económica… vos sabés que hay varios, Carmen… y para mí pueden ser importantísimos y el Estudio casi se saca un peso de encima… qué opinás? “ Después de pensar un momento, la cara de la doctora perdió la tensión que había aflorado durante la charla y, asintiendo con la cabeza, contestó “De acuerdo… hacemos una lista, que no van a ser tantos… y yo les comunico a los clientes que los atenderás vos. Ya veré que motivo les digo… pero eso sí Antonella, del Estudio no sale una carta hasta no recibir tu telegrama de renuncia… de acuerdo?” Antonella prácticamente se levantó de un salto, dio la vuelta al escritorio y abrazó muy fuerte a Carmen al tiempo que le decía “Mil gracias!..No sabés lo que es esto para mí… Hoy mismo mando el telegrama así mañana vemos la lista de los millonarios clientes” terminó con una agradecida sonrisa. “Igual, continuó, si estás de acuerdo sigo viniendo unos cuantos días más hasta que consigas el reemplazo. Porque, además, yo tendré que pensar de dónde saco una oficina o como me las ingenio para atender a los clientes” Y salió de la oficina de Carmen caminando alegremente para ir a contarle a Yolanda, la secretaria, las novedades sobre su futuro.

Al día siguiente Antonella volvió a realizar la rutinaria recorrida por los juzgados, pero haciendo mayor hincapié en los expedientes de aquellos clientes que, pensaba, Carmen seguramente pondría en la lista. Estuvo a punto de pasar por el juzgado de Hernán, más que nada para hacerse ver pero recapacitó y prefirió no perder tiempo con pavadas y sólo fue a los despachos de los que tenía que sacar necesaria información. Una vez terminada la tarea se dirigió hacia el Estudio donde, al entrar, vio que desde el escritorio Carmen le mostraba, moviéndolo con su mano, un papel. Entró a la oficina y después del saludo habitual la doctora le mostró que había recibido, muy temprano, el dichoso telegrama y le dijo “Vos cumpliste… yo cumplo… acá está la lista preparada” y le entregó una hoja con el nombre de la empresa, responsable, contacto, dirección, teléfono y todos los datos necesarios. Antonella, muy ansiosa, casi le arranca la lista de la mano y se puso a leer rápidamente los nombres incluidos. Eran once y recién cuando llegó al décimo y leyó Andes, entrecerró los ojos y suspiró profundamente llenando sus pulmones con una especial sensación de triunfo. Yolanda ya había sacado de sus archivos toda la papelería que correspondían a los once clientes, ocupando cuatro pesadas cajas de cartón. Por su parte, Carmen le entregó a Antonella, en sobres separados, todo lo necesario judicialmente para que fuera ella la responsable legal a partir, obviamente, de la aceptación por parte de sus, ahora, exclientes.

Como había convenido, Antonella durante varios días siguió concurriendo al Estudio para explicar, a un joven abogado, las tareas que debía realizar. También se ocupó de ir llevando día a día y taxi por medio, cada una de las cajas con todo los antecedentes de sus futuros clientes, las que apiló en un rincón de su mini casa para que no estorbaran demasiado hasta que decidiera cuál sería el destino final, porque simultáneamente buscaba oficinas en alquiler dentro de la típica zona de Tribunales. El costo de los mismos no eran despreciables máxime que ella no tenía asegurado un ingreso y, si bien tenía algunos ahorros, no era su idea utilizarlos para pagar el alquiler. Con su trabajo tenía que autoabastecerse tanto en el aspecto laboral como en el personal, sino todo lo que había planeado no serviría absolutamente de nada. Fue de tanto pensar en cómo solucionar el problema y lograr cierta tranquilidad económica, cuando se le ocurrió llamar a Mariela, recibida de abogada un año después que ella, para proponerle compartir las oficinas y formar el Estudio Callegari-Lezcano, juntando ambos apellidos y el de ella, por supuesto, en primer lugar. El entusiasmo de Antonella contagió a Mariela quien había dado casi los mismos pasos que su amiga y se encontraba trabajando en un importante estudio con cuatro penalistas como socios.

Se reunieron a tomar un café y cada una fue dando su opinión sobre la forma que debía funcionar el futuro Estudio y, muy especialmente, cómo harían con el aspecto económico que era lo que más preocupaba a las dos. Llegaron a un común acuerdo en el que los gastos fijos los dividirían en partes iguales y cada una cobraría el setenta por ciento de sus honorarios y el treinta restante iría a un pozo común con lo que, supuestamente, pagarían los fijos y, de no alcanzar, cada una debería poner de su bolsillo. A Mariela no le fue como a Antonella en el arreglo con el Estudio, cuando hizo la propuesta a uno de los socios le cayó mal y, según él, con tan poca ética por lo que en forma inmediata fue despedida con una interesante indemnización de por medio. En esa precaria situación buscaron hasta el hartazgo las más diminutas oficinas, hasta que lograron alquilar algo razonable tanto en el estado como en el precio.

Durante la afanosa búsqueda de un lugar estable para trabajar, Antonella fue llamando a algunos clientes que le había derivado el Estudio Ceretti y fue a visitarlos para presentarse ante el responsable y darle las explicaciones del caso. Conociendo que durante los últimos años había sido ella quien llevaba los problemas judiciales de la empresa y, en algunos casos, atraídos por su figura y presencia, todos aceptaron al Estudio Callegari-Lezcano como su representante legal porque ahora, también le ofrecía sus servicios en lo Penal. En cuanto terminaron de firmar el contrato de alquiler, Mariela salió disparando a una imprenta conocida para que, lo más urgente posible, le imprimiera las tarjetas personales con la definitiva dirección y teléfono.

Ya instaladas en sus oficinas, Antonella durante la mañana iba a recorrer juzgados y Mariela intentaba, telefónicamente, concretar entrevistas con el fin de conseguir clientes. A la tarde, era Antonella la que mientras preparaba escritos hacía las veces de telefonista ante alguna extraña llamada y Mariela aprovechaba para visitar a sus posibles futuros clientes.

Todos esos necesarios quehaceres no quitaron de la mira el objetivo que se había fijado Antonella, el juicio Andes-Signo. Ella estaba convencida, de acuerdo a sus conocimientos, que su cliente podía sacar una tajada más que importante a Signo, uno de los tantos y poderosos Bancos extranjeros que operaban en el país. Pero su todavía escasa experiencia le creaba ciertas dudas que no le permitían transmitir su idea al cliente para, luego, iniciar los trámites judiciales correspondientes. Como buena desconfiada que era, desechó la idea de consultar a algún exprofesor y por una cuestión de ética a la Dra. Ceretti, tampoco. La imperiosa necesidad de demostrar su capacidad profesional y, como resultado, obtener una jugosa cifra de dinero hizo que Antonella volviera a visitar el juzgado que tenía a Hernán Valles como Secretario.