Amarse, respetarse y… traicionarse - Jennie Lucas - E-Book
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Amarse, respetarse y… traicionarse E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Había soñado con el día de su boda desde que era una niña Cuando Callie Woodville conoció a su jefe, el apuesto Eduardo Cruz, pensó que había encontrado al hombre perfecto. Pero, cuando la echó de su lado después de pasar su primera noche juntos, fue consciente de su grave error. Nunca habría podido llegar a imaginar cómo iba a cambiar su vida en unos meses. Sosteniendo un feo y marchito ramo de flores, se vio esperando al hombre con el que iba a casarse, su mejor amigo, alguien a quien nunca había besado y del que nunca iba a enamorarse. Eduardo, por su parte, decidió tomar cartas en el asunto en cuanto descubrió que Callie ocultaba algo.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Jennie Lucas. Todos los derechos reservados.

AMARSE, RESPETARSE Y... TRAICIONARSE,

N.º 2196 - diciembre 2012

Título original: To Love, Honour and Betray

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1216-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

CALLIE Woodville había soñado toda su vida con el día de su boda. Con solo siete años, se disfrazaba con una sábana blanca sobre la cabeza para representar la ceremonia en el granero de su padre. La acompañaba entonces su hermana Sami, que solo era un bebé.

Era un sueño que había abandonado durante su adolescencia.

Había sido una joven con grandes gafas, algo regordeta y aficionada a los libros. Los chicos nunca se fijaban en ella. Fue al baile de fin de curso con su mejor amigo, un niño muy parecido a ella que vivía en una granja cercana. Pero Callie nunca había dejado de pensar que algún día conocería al hombre de su vida. Creía que esa persona existía y que algún día la despertaría de su letargo con un dulce beso.

Y, tal y como había previsto, el hombre de sus sueños acabó por aparecer en su vida a los veinticuatro años.

Su jefe, un multimillonario poderoso y despiadado, la había besado y seducido. Con él había perdido su virginidad y también su corazón. Durante esa noche, Callie se había dejado llevar por la pasión y la magia.

Cuando despertó al día siguiente, el día de Navidad, y vio que seguía entre sus brazos y que estaba en su lujosa casa de Nueva York, se sintió muy feliz. Le pareció entonces que el mundo era un lugar mágico donde los sueños terminaban por hacerse realidad.

Había sido una noche mágica, pero también muy dolorosa.

Habían pasado ocho meses y medio desde entonces y estaba esperando sentada en el portal de su casa en una calle arbolada y tranquila del West Village de Nueva York. El cielo estaba oscuro, como si fuera a llover. Le había dado pena seguir en su piso vacío y había decidido esperar con sus maletas en la calle.

Era el día de su boda. El día con el que siempre había soñado, pero la realidad no se parecía en nada a sus sueños.

Llevaba un vestido de novia de segunda mano y un ramo de flores que había cortado ella misma en un parque cercano. En lugar de velo, llevaba su larga melena castaña recogida con dos sencillos pasadores.

Estaba a punto de casarse con su mejor amigo, un hombre al que nunca había besado y al que no deseaba besar. Un hombre que no era el padre de su bebé.

En cuanto volviera Brandon con el coche de alquiler, irían al Ayuntamiento a casarse. Después, emprenderían juntos el largo viaje desde Nueva York hasta la granja de sus padres en Dakota del Norte.

Cerró un instante los ojos, sabía que era lo mejor para el bebé. Iba a necesitar un padre y su exjefe era un hombre egoísta, insensible y mujeriego. Después de trabajar como su secretaria durante tres años, lo conocía muy bien. Aun así, había sido lo suficientemente tonta como para caer en sus redes.

Vio llegar un coche, era lujoso y oscuro. No pudo evitar contener el aliento hasta que pasó frente a ella y desapareció de nuevo. Se estremeció, no quería ni pensar en lo que pasaría si su antiguo jefe se enterara de que habían engendrado un bebé durante su única noche de pasión.

–Nunca lo sabrá –susurró ella.

Trató de tranquilizarse. Había oído que Eduardo estaba en Colombia, inspeccionando los trabajos de Petróleos Cruz en varios yacimientos marinos. Además, estaba segura de que ya se habría olvidado de ella. Durante el tiempo que había trabajado para él lo había visto con muchas mujeres. Ella había pensado que podía ser diferente, pero se había equivocado.

–¡Fuera de mi cama, Callie! –le había dicho Eduardo a la mañana siguiente–. ¡Fuera de mi casa!

Ocho meses y medio después, sus palabras aún le hacían daño. Suspiró y acarició su barriga. Eduardo no sabía nada de la vida que había creado en su interior. Él había decidido echarla de su lado y no pensaba darle la oportunidad de luchar por la custodia del bebé. Suponía que sería un padre dominante y tiránico. Ya lo conocía como jefe.

Su bebé iba a nacer en un hogar estable, con una familia cariñosa. Brandon, que había sido su mejor amigo desde los seis años, iba a ser el padre de su bebé aunque no fuera suyo.

A principio, había creído que un matrimonio basado en la amistad no iba a funcionar, pero Brandon le había asegurado que no necesitaban nada más.

–Seremos felices, Callie –le había prometido Brandon–. Muy felices.

Y, durante el embarazo, había sido el mejor compañero posible. Bajó la vista y se fijó en su bolso de Louis Vuitton. Brandon quería que lo vendiera, diciéndole que sería ridículo tener algo así en una granja. Y ella estaba de acuerdo.

Eduardo se lo había regalado en Navidad. La había emocionado mucho con ese detalle. Le sorprendió que se hubiera dado cuenta de que ella lo miraba cada vez que lo veía en los escaparates. Cuando se lo dijo, Eduardo le había asegurado que le gustaba recompensar a las personas que le mostraban lealtad.

Cerró los ojos y levantó la cara hacia el cielo. Le cayeron las primeras gotas de lluvia. Ese ridículo trofeo, un bolso de tres mil dólares, le recordaba lo duro que había trabajado para esa empresa.

Pero sabía que Brandon tenía razón, debía venderlo. Así no le quedaría ningún recuerdo de Eduardo ni de Nueva York. Ese bebé era lo único que iba a conservar de esos años.

Se estremeció al oír un trueno. También le llegaban los sonidos del tráfico y la sirena distante de un coche de policía en la Séptima Avenida.

Oyó entonces que se le acercaba un vehículo. Supuso que sería Brandon con el coche de alquiler. Había llegado el momento de casarse con él e iniciar el viaje de dos días hasta Dakota del Norte. Forzó una sonrisa y abrió los ojos.

Pero era Eduardo Cruz el que acababa de salir de su Mercedes oscuro. Se quedó sin aliento.

–Eduardo –susurró ella.

Se apoyó en el escalón para levantarse, pero se detuvo. Tenía la esperanza de que no se diera cuenta de que estaba embarazada.

–¿Qué-qué estás haciendo aquí? –le preguntó tartamudeando.

Eduardo se le acercó con firmeza y elegancia. Su presencia imponía respeto e incluso temor. Casi podía sentir cómo temblaba el suelo bajo sus pies.

–Soy yo el que debería hacerte esa pregunta a ti, Callie.

Su voz era profunda y apenas le quedaba un poco de acento de sus orígenes españoles. Fue increíble volver a escucharlo. Había creído que no iba a volver a verlo, aunque había soñado con él en más de una ocasión.

–¿Qué te parece que estoy haciendo? –repuso ella mientras señalaba las maletas–. Me voy.

Odiaba que ese hombre siguiera teniendo tanto efecto sobre ella.

–Has ganado.

–¿He ganado? –repitió Eduardo mientras se le acercaba más–. ¿Me estás acusando de algo?

La miraba con intensidad. Había hielo en sus ojos, no pudo evitar estremecerse.

–¿No recuerdas acaso que me despediste y te aseguraste además de que nadie más me contratara en Nueva York? –le recordó ella.

–¿Y? –repuso Eduardo fríamente–. McLinn puede cuidar de ti. Después de todo, es tu novio.

–¿Sabes lo de Brandon? –susurró algo asustada.

Pensó que, si sabía lo de su matrimonio, cabía la posibilidad de que supiera lo del embarazo.

–¿Quién te lo dijo?

–Él mismo –repuso Eduardo con una sonrisa cínica–. Me lo contó cuando lo conocí.

–¿Lo has conocido? ¿Cuándo? ¿Dónde?

–¿Acaso importa?

Se mordió el labio al oír la dureza de sus palabras.

–Pero fue un encuentro casual o…

–Supongo que fue un golpe de suerte –la interrumpió Eduardo–. Pasé por tu casa y me sorprendió ver que vivías con tu amante.

–¡Él no es mi…! –protestó ella sin pensar.

–¿No es tu qué?

–Nada, no importa –murmuró ella.

–¿Le gusta a McLinn vivir aquí? –le preguntó en un tono frío–. ¿Sabe que es el piso que alquilé para una secretaria a la que en su momento respeté?

Ella tragó saliva. Había estado viviendo en un pequeño estudio de Staten Island para poder ahorrar y enviar dinero a su familia. Pero Eduardo, cuando lo supo, alquiló un estupendo piso de un dormitorio para ella en el centro de la ciudad. Recordó la alegría que había sentido al saberlo. Sintió entonces que de verdad le importaba. Pero después llegó a la conclusión de que lo había hecho para que estuviera más cerca del trabajo y pudiera pasar más horas en la empresa.

Se había pasado toda la semana guardando sus cosas en cajas. Había llamado a una compañía aérea, pero le habían dicho que no podía volar estando en tan avanzado estado de gestación.

–¿Viniste cuando yo estaba aquí? –le preguntó algo confusa.

–Sí, estabas en la cama –replicó Eduardo con dureza.

Se le hizo un nudo en la garganta.

–¡Ah! –exclamó.

Lo entendió entonces. Ella había estado durmiendo en su habitación y Brandon en el sofá.

–No me dijo nada. ¿Qué es lo que querías? ¿Por qué viniste a verme?

Eduardo no dejaba de mirarla con sus brillantes ojos negros. La miraba como si no la conociera.

–¿Por qué no me contaste que tenías un amante? ¿Por qué me mentiste?

–¡No lo hice!

–Me ocultaste su existencia. Le dejaste que viviera contigo en el piso que alquilé para ti y nunca lo mencionaste. Me hiciste creer que eras una persona leal.

–Me daba miedo decírtelo –le confesó ella–. Tienes una idea tan radical de la lealtad…

–Así que decidiste mentirme.

–No, nunca le pedí que se viniera a vivir conmigo. Me visitó por sorpresa.

Brandon aún había estado viviendo en Dakota del Norte cuando lo llamó para decirle que su jefe le había alquilado un piso. Al día siguiente, recibió su visita sorpresa. Según le había dicho entonces, le preocupaba la vida que Callie llevaba en la gran ciudad.

–Me echaba de menos y se iba a quedar solo hasta que consiguiera su propio piso, pero no pudo encontrar un trabajo y…

–Un hombre de verdad habría encontrado trabajo para poder mantener a su mujer, en vez de vivir de su indemnización por despido.

–¡Te equivocas! –exclamó ofendida–. ¡Las cosas no son así!

Durante su embarazo, Brandon había cocinado y limpiado. Le frotaba los pies cuando se le hinchaban y la acompañaba al médico. Se había portado como si aquel fuera su bebé.

–¡A lo mejor no lo sabes, pero en Nueva York escasean los trabajos para agricultores!

–Entonces, ¿por qué vino a esta ciudad? Y, ¿por qué se ha quedado aquí?

Comenzó a llover suavemente. Las gotas caían sobre la acera caliente y se evaporaban.

–Porque yo quería quedarme. Tenía la esperanza de encontrar otro trabajo –le dijo ella.

–Pero ahora has cambiado de opinión y quieres ser la esposa de un granjero.

–¿Qué quieres de mí, Eduardo? ¿Has venido solo para reírte de mí?

–¡Claro! ¡Perdona! Se me había olvidado comentártelo –repuso fingiendo inocencia–. Tu hermana me llamó esta mañana.

–¿Te llamó Sami? –le preguntó con voz temblorosa–. Y, ¿qué te ha dicho?

Esperaba que su hermana no hubiera tenido la osadía de traicionarla.

–Dos cosas muy interesantes –le dijo mientras se acercaba aún más a ella–. Está claro que no me mintió con la primera. Te casas hoy.

–¿Y? –repuso sin poder dejar de temblar.

–Entonces, ¿lo reconoces?

–Llevo puesto un vestido de novia, no puedo negarlo. Pero, ¿a ti qué más te da? ¿Acaso estás molesto porque no te he invitado?

–Pareces algo nerviosa. ¿Me estás escondiendo algo, Callie? ¿Algún secreto? ¿Alguna mentira?

Sintió en ese instante una contracción que tensó los músculos de su vientre. Supuso que no eran contracciones de parto, sino contracciones Braxton-Hicks. Le había pasado lo mismo unos días antes y había ido directa al hospital, pero las enfermeras la habían mandado de vuelta a casa.

Aunque la contracción que estaba sintiendo en ese momento era más dolorosa. Se llevó una mano al vientre y otra a la espalda.

–No oculto nada –le dijo cuando se recuperó un poco.

–Sé que eres una mentirosa. Lo que no sé aún es hasta dónde estás dispuesta a llegar.

–Por favor –susurró ella–. No lo eches todo a perder.

–¿Qué es lo que podría echar a perder?

–Mi-mi… El día de mi boda.

–Claro, tu boda. Sé que solías soñar con ella –le recordó Eduardo–. ¿Es así como la imaginaste?

El vestido le quedaba grande, el corpiño lo adornaba un encaje barato y la tela era una mezcla de poliéster. Miró entonces sus flores marchitas y las dos viejas maletas que tenía detrás de ella.

–Sí –mintió ella en voz baja.

–¿Dónde está tu familia? ¿Dónde están tus amigos? –quiso saber Eduardo.

–Nos casamos en el Ayuntamiento –le dijo ella levantando la barbilla desafiante–. Ha sido algo espontáneo. Así es mucho más romántico.

–Claro, a ti no te importa cómo sea la boda y lo único que tendrá McLinn en mente será la luna de miel –comentó él con incredulidad.

Pero no iba a haber luna de miel. Para ella, Brandon era como un hermano. Pero no podía admitir ante Eduardo que solo había amado a un hombre.

–Mi luna de miel no es de tu incumbencia –repuso entonces.

–Bueno, supongo que esto te parecerá romántico. Vas a casarte con tu amado y no te importa llevar un vestido tan feo ni que se estén marchitando las flores de tu ramo. Quieres casarte con él aunque no sea un hombre de verdad.

–¡Sea rico o pobre, Brandon es mucho más hombre de lo que podrás llegar a serlo tú!

Los ojos de Eduardo la atravesaron. Apenas podía respirar cuando la miraba así.

–¡Levántate! –le ordenó entonces.

–¿Qué?

–Tu hermana me dijo dos cosas. La primera era verdad.

Comenzó a llover con más fuerza en ese momento.

–Levántate –repitió él con impaciencia.

–¡No! Ya no soy tu secretaria ni tu amante. No tienes poder sobre mí.

–¿Estás embarazada? –le preguntó mientras se le acercaba aún más–. ¿Es mío el bebé?

Se quedó sin aliento al ver que lo sabía.

No podía creerlo. Su hermana la había traicionado y se lo había dicho todo a Eduardo.

Sabía que Sami estaba enfadada, pero nunca la habría creído capaz de algo así.

Había hablado con ella el día anterior. En ese momento, había estado bastante nerviosa y asustada, con la sensación de estar a punto de cometer el peor error de su vida, y decidió contarle su plan. Se había enfadado mucho y la acusó de estar engañando a Brandon para que se casara con ella y ejerciera de padre de su bebé.

Sami creía que, aunque su exjefe fuera un cretino, merecía saber que iba a tener un hijo. Le había sorprendido ver que su propia hermana pensaba que estaba siendo egoísta y que sus decisiones iban a afectar a muchas personas.

–¿Lo estás? –insistió Eduardo con más dureza en su voz.

Sintió en ese instante otra fuerte contracción. Trató de usar la respiración para controlar el dolor hasta que pasara, pero no le sirvió de nada, le dolía demasiado.

–Muy bien. No respondas –le dijo Eduardo con frialdad–. De todos modos, no me creería ni una palabra que saliera de tu boca, pero tu cuerpo… –añadió mientras le acariciaba la mejilla y ella trataba de ignorar la corriente eléctrica que sintió por todo el cuerpo–. Tu cuerpo no miente.

Eduardo le quitó el ramo de flores y lo tiró al suelo. Tomó sus manos y tiró de ellas para levantarla. Se quedó de pie frente a él, temblando y sintiéndose más vulnerable que nunca.

–Así que es cierto, estás embarazada. ¿Quién es el padre?

–¿Qué? –balbuceó confusa.

–¿Es McLinn o lo soy yo?

–¿Cómo puedes insinuar…? –tartamudeó ella sonrojándose–. Sabes que era virgen cuando…

–Eso me dijiste, pero supongo que también eso era un engaño. A lo mejor, estabas esperando a casarte y, después de hacer el amor conmigo, fuiste a casa de tu novio y lo sedujiste para cubrirte las espaldas y tener una coartada si acababas quedándote embarazada.

–¿Cómo puedes decir eso? ¿Me crees capaz de algo tan repugnante? –le preguntó dolida.

–¿El niño es mío o de McLinn? –insistió con impaciencia–. ¿O es que no lo sabes?

–¿Por qué estás tratando de hacerme daño? –repuso ella–. Brandon es mi amigo, solo eso.

–Has estado viviendo con él durante un año. ¿Esperas que me crea que ha dormido en el sofá?

–¡No, nos hemos estado turnando!

–No me mientas más, ¡ha accedido a casarte contigo!

–Sí, pero solo porque es un hombre muy bueno.

–Claro –repuso Eduardo en tono burlón–. Por eso se casan los hombres, por bondad.

Se apartó de él. Le costaba respirar y tenía el corazón en la garganta.

–Mis padres no saben que estoy embarazada. Creen que vuelvo a casa porque no encuentro trabajo aquí –le explicó con los ojos llenos de lágrimas–. No puedo presentarme embarazada y soltera, nunca me lo perdonarían. Y Brandon es el mejor hombre que he conocido, va a…

–¡No quiero saber nada de él y tampoco me importa tu vida! –la interrumpió Eduardo–. ¿Es mío?

–Por favor, déjame, no me preguntes más –susurró ella–. No quieres saberlo. Deja que le dé un hogar, quiero cuidar de ella y que tenga una familia.

–¿Ella? –repitió Eduardo en voz baja.

–Sí, es una niña, ¿pero qué más te da? No quieres tener nada conmigo, me lo dejaste muy claro. Olvida que me conociste y…

–¿Te has vuelto loca? –gruñó él agarrándola por los hombros–. ¡No permitiré que otro hombre críe a una niña que podría ser mi hija! ¿Cuándo sales de cuentas?

Sonó de repente un trueno. El cielo estaba cubierto de nubes negras. Se sentía entre la espada y la pared, a punto de hacer algo que podía cambiarlo todo para siempre.

Si le decía la verdad, su hija no iba a tener la misma infancia feliz que había tenido ella, viviendo en el campo, jugando en el granero de su padre y sabiendo que todos la conocían y apreciaban en su pequeño pueblo. No quería que la niña tuviera unos padres que no se soportaban. Eduardo era tiránico y egoísta, pero no podía mentirle en algo tan importante.

–Salgo de cuentas el diecisiete de septiembre.

Eduardo se quedó mirándola fijamente.

–Si existe una mínima posibilidad de que McLinn sea el padre, dímelo ahora, antes de la prueba de paternidad. Si me mientes en algo así, pagarás por ello. ¿Lo entiendes?

Se quedó sin respiración. Sabía que su exjefe podía llegar a ser muy cruel.

–No esperaría otra cosa de ti –susurró ella.

–Te destruiré a ti, arruinaré a tus padres y sobre todo a McLinn. ¿Me estás escuchando? –insistió lleno de furia–. Así que mide tus palabras y dime la verdad. ¿Soy el…?

–¡Por supuesto! –explotó ella sin poder aguantarlo más–. ¡Por supuesto que eres el padre! Tú eres el único hombre con el que me he acostado.

Eduardo dio un paso atrás y se quedó mirándola fijamente.

–¿Cómo? ¿Que sigo siendo el único? ¿Pretendes que me lo crea?

–¿Por qué iba a mentirte? ¿Crees que me gusta la idea de que el bebé sea tuyo? –replicó ella–. Me habría encantado que Brandon fuera el padre. Es el mejor hombre del mundo y confío plenamente en él. Tú, en cambio, eres un mujeriego adicto al trabajo que no se fía de nadie y que ni siquiera tiene amigos de verdad…

Se calló al sentir que Eduardo apretaba con más fuerza sus hombros.

–No ibas a decirme lo del bebé, ¿verdad? –susurró él–. Ibas a robarme a mi propia hija y permitir que otro hombre fuera su padre. ¡Querías arruinarme la vida!

Sintió miedo al verlo tan fuera de sí, pero lo miró a los ojos.

–¡Sí! ¡Sabía que estaría mejor sin ti!

Se quedaron mirándose en silencio, como dos enemigos a punto de batirse en duelo.

Durante ocho meses, se había convencido de que Eduardo no quería ser padre. Le encantaba su vida de soltero y su trabajo. Un niño le impediría seguir con su vida y creía que no podría ser un buen padre. Pero una parte de ella siempre había sabido que no era cierto. Eduardo había sido un niño huérfano que había tenido que salir a los diez años de su España natal para vivir en Nueva York. Sabía que Eduardo Cruz quería ser padre, de quien podía prescindir fácilmente era de ella, no de un hijo o una hija.

Creía que eso era lo que le había asustado. Era un hombre rico y poderoso que podía llevarla a los tribunales y conseguir la custodia de su hija.

–Deberías habérmelo dicho en cuanto supiste que estabas embarazada.

–¿Cómo iba a hacerlo? Me despediste y no he sabido nada de ti hasta ahora.

–Eres lista. Si lo hubieras querido, habrías encontrado la forma de ponerte en contacto conmigo.

Sintió otra dolorosa contracción.

–¿Qué vas a hacer ahora que te he dicho la verdad? –le preguntó asustada.

Eduardo le sonrió con frialdad, alargó hacia ella la mano y acarició su mejilla. A pesar de todo, no pudo evitar sentir una oleada de deseo recorriendo su traicionero cuerpo.

–Ahora que lo sé, vas a pagar por lo que me has hecho, querida –le dijo en voz baja.

Callie lo miró fijamente, no podía respirar ni pensar cuando él la tocaba. Se sentía atrapada.

Suspiró aliviada al ver que llegaba Brandon con el coche de alquiler. Eduardo se giró para ver quién era y susurró algo en español. Después, se agachó para recoger su bolso. Antes de que pudiera preguntarle qué estaba haciendo, agarró su brazo y tiró de ella.

–Ven conmigo –le ordenó.

Abrió la puerta de su elegante coche negro y le pidió a su chófer que pusiera en marcha el motor. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, trató de liberarse y apartarse de él.

–¡Suéltame ahora mismo!

Pero la mano de Eduardo parecía de acero. La obligó a sentarse en la parte de atrás y se subió al coche, sentándose a su lado. La miró entonces a los ojos.

–No voy a dejar que vuelvas a escapar con mi bebé.

A pesar de las circunstancias, la envolvió el aroma de su colonia. Le abrumaba su cercanía. Había imaginado situaciones parecidas durante los años que había estado trabajando para él y, muy a su pesar, seguía soñando muchas noches con él. El corazón le latía con fuerza.

–Vámonos –le dijo Eduardo a su chófer.

–¡No! –replicó ella mientras miraba hacia atrás.

Vio entonces a Brandon. Estaba de pie junto al coche de alquiler. Parecía angustiado.

–Déjame volver, por favor –le suplicó entre sollozos.

–No –repuso él con dureza.

–¡Esto es un secuestro!

–Llámalo como quieras.

–¡No puedes mantenerme así, en contra de mi voluntad!

–¿No puedo? –replicó Eduardo–. Te quedarás conmigo hasta que aclaremos el tema del bebé.

–Entonces, ¿soy tu prisionera?

–Al menos hasta que mis derechos paternos queden formalizados.

Se frotó la barriga para tratar de controlar el dolor de otra contracción.

–No puedo creer que me engañaras como lo hiciste –prosiguió Eduardo–. Pensé que eras una persona leal, pero ya he aprendido la lección.

–¿Qué lección? En cuanto me acosté contigo, pasé de ser tu secretaria de confianza a una de tantas chicas que desechabas cada noche. Después de todo lo que habíamos pasado juntos, ¿cómo pudiste tratarme igual que a las demás? ¿Por qué te acostaste conmigo?

–Estabas en el sitio apropiado en el momento adecuado, nada más –repuso Eduardo.

Sus palabras despedazaron aún más su corazón. Había estado muy enamorada de él y, cuando le entregó su virginidad aquella noche, había pensado que también él la amaba.

–Todas las mujeres creen que pueden cambiarme para que deje de ser un mujeriego.

–Supongo que nunca podrás fiarte de nadie lo suficiente como para que te importe de verdad. Te deshaces de las mujeres en cuanto consigues tu minuto de placer.

–Algo más de un minuto, si no recuerdo mal –susurró él con picardía–. ¿Lo has olvidado?

Se miraron a los ojos y sintió que se sonrojaba. Por desgracia para ella, recordaba cada detalle de esa noche tan apasionada y sensual. Eduardo había acariciado su inexperto cuerpo, le había quitado la ropa y besado cada centímetro de su piel, la había hecho gemir de placer, gritando su nombre mientras él lamía sus pechos y la besaba por todo el cuerpo. No podía olvidarlo.

–No sé cómo pude permitir que me sedujeras –murmuró enfadada consigo misma.