Amigo del alma - A través de tu mirada - Helen R. Myers - E-Book
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Amigo del alma - A través de tu mirada E-Book

HELEN R. MYERS

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Beschreibung

Amigo del alma Helen R. Myers La fiscal del distrito E.D. Martel necesitaba un hombre en el que poder confiar; un hombre protector, honesto y justo… Un hombre como Dylan Justiss, que además era increíblemente sexy. Dylan llevaba toda la vida enamorado de E.D., pero justo cuando todos sus sueños profesionales estaban a punto de convertirse en realidad no era el momento de intentar nada con ella. E.D. se había metido en un buen lío y cualquiera al que se le relacionara con ella se arriesgaba a arruinar su reputación… y por tanto su puesto de juez. A través de tu mirada Kristi Gold Logan O'Brien había conseguido un gran éxito en los negocios, pero su vida social era otro asunto… Hasta que conoció a la hija de uno de sus multimillonarios clientes. Jenna Fordyce parecía una de esas jóvenes malcriadas que él siempre había tratado de evitar. Sin embargo, había algo en ella que lo atraía de un modo irremediable. Logan hacía que Jenna se sintiera como una verdadera mujer; resultaba emocionante y peligroso sentirse tan viva. Aunque, con sus crecientes problemas de vista, Jenna se preguntaba si él la amaba de verdad o solo sentía lástima por ella.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 410 - junio 2019

 

© 2007 Helen R. Myers

Amigo del alma

Título original: A Man To Count On

 

© 2007 Kristi Goldberg

A través de tu mirada

Título original: Through Jenna’s Eyes

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-997-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Amigo del alma

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

A través de tu mirada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ENHORABUENA, señoría. Me alegro mucho por usted.

—Gracias, Paulie.

Dylan Justiss, juez de la Audiencia Territorial de la ciudad de Austin, sonrió amablemente a su secretaria de toda la vida, Pauline Lawrence.

No le había sorprendido que se hubiera enterado de que el gobernador en persona lo había animado a que se presentara en otoño a ocupar una vacante que quedaba en uno de los dos grandes juzgados del estado: el Tribunal Supremo. Si saliera elegido, reemplazaría a Thea York, que se iba a Washington a ocupar un puesto federal.

—De todas formas, prefiero no lanzar todavía las campanas al vuelo hasta que no haya visto con quién me las tengo que ver —añadió.

—Cuando se enteren de que se presenta usted como candidato, seguro que nadie quiere hacerle la competencia porque todo el mundo lo admira y lo respeta —contestó su secretaria.

—Gracias por el cumplido. En agradecimiento, se puede ir ahora mismo. Hoy es un día importante, ¿no? Le prometo firmar lo que me haya dejado encima de la mesa y dejárselo sobre la suya. Tengo pensado quedarme en el despacho a ver las noticias de las cinco antes de irme a casa.

Su secretaria, una mujer ya de pelo cano, sonrió tan encantada como si fuera su madre.

—Usted siempre tan detallista. ¿Cómo se ha acordado de que hoy es el partido de béisbol de mi nieto mayor?

—Será porque tengo toda su fotografía llena de notitas para no olvidarme —contestó Dylan chasqueando la lengua y quitándose la toga.

Una vez en su despacho, encendió el televisor para ver si decían algo de él. En aquellos momentos, dirigía uno de los catorce juzgados de la ciudad, pero, de salir elegido en otoño, pasaría a una elite de nueve.

Siempre que había tenido que enfrentarse a una situación que podía implicar una promoción, Dylan lo había hecho con prudencia y respeto.

A sus cuarenta y dos años, estaba convencido de que había llegado muy lejos. Había contado con maravillosos maestros, había resuelto casos muy complicados y tenía el apoyo de personas de ambos partidos políticos, lo que le había permitido llegar hasta donde había llegado.

La vida también había tenido sus momentos malos. El peor había sido perder a Brenda, su esposa y mejor amiga, hacía once meses después de una terrible y larga enfermedad.

«¿Y qué me dices de aquel gran amor que no pudo ser?», se preguntó.

Mejor no pensar en aquello.

En aquel momento, comenzó el informativo que le interesaba.

—Buenas tardes, con ustedes Ross Kendrick. Abrimos hoy con una noticia de lo más sorprendente. Trey Sessions, marido de la famosa fiscal del distrito E.D. Martel ha anunciado que ha pedido el divorcio. Esta cadena de noticias se ha enterado de que el señor Sessions ha conseguido una orden de alejamiento para que la señora Martel no pueda ver a sus hijos, de once y diecisiete años, alegando negligencia por poner en peligro a una menor. Aunque no hemos podido confirmar la veracidad de esas acusaciones, este dato podría causar problemas al fiscal Emmett Garner, persona elegida por su partido para las próximas elecciones ya que, por lo visto, habría elegido personalmente a la señora Martel para que lo sucediera. De momento, ninguno de los dos fiscales, ni Garner ni Martel, han hecho declaraciones.

«¡No es para menos!», pensó Dylan.

Maldición. ¿Qué demonios habría ocurrido en casa de E.D.? Dylan estaba seguro de que, si había alguien a quien se pudiera acusar de negligencia, sería al calzonazos de su marido.

Mientras la reportera Lynly Drew daba cuenta de un robo a mano armada que había tenido lugar en el aparcamiento de un hotel de Austin, Dylan intentó asimilar aquella noticia.

Sabía, como mucha gente, que el matrimonio de E.D., a la que la prensa llamaba «la viuda negra» por su capacidad para conseguir la pena de muerte para muchas de las personas a las que procesaba, no iba bien y que ella llevaba ya un tiempo intentando ponerle al mal tiempo buena cara.

Dylan estaba seguro, aunque no sabía exactamente qué había pasado, que E.D. era incapaz de actuar con negligencia en lo que se refería a sus hijos y que, por supuesto, jamás los pondría en peligro.

Le constaba que E.D. hacía todo lo que estaba en su mano para que su hijo y su hija tuvieran un hogar estable.

Lo sabía por propia experiencia.

Dylan se pasó los dedos por el pelo e intentó controlar sus pensamientos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llamarla por teléfono, pero lo cierto era que apenas habían hablado desde el funeral de Brenda en junio.

Entonces, Dylan le había agradecido que apenas lo hubiera mirado porque no sabía cómo hubiera reaccionado. Aun así, recordaba perfectamente el encuentro. Recordaba cómo E.D. le había estrechado la mano y cómo él, sin pensarlo, la había estrechado entre sus brazos y al oído, para que nadie lo oyera, le había dicho «Eva Daniela».

Le bastaba con cerrar los ojos para recordar la calidez y la suavidad de su piel, sus cabellos sedosos y aquel aroma a lilas que delataba su presencia. Aquel recuerdo no lo había abandonado en absoluto.

Eva Daniela.

A ella no le hacía ninguna gracia que la llamaran así y Dylan lo sabía perfectamente, lo que lo hizo sonreír.

En varias entrevistas, ella misma había dicho que le parecía un nombre demasiado romántico para una fiscal. En privado, a él le había confesado que había renegado de su nombre desde pequeña porque siempre había querido dedicarse al mundo de las leyes. Al final, se había negado a contestar a aquel nombre, sobre todo cuando había empezado a oír que algunos decían que podría convertirse en la esposa de alguien importante en lugar de ser ella la persona importante.

Dylan la había conocido en la Universidad de Texas. Había acudido a dar una conferencia y E.D., como estudiante de Derecho, había sido la encargada de recibirlo. Cursaba entonces el último año de carrera y él no hacía muchos años que había terminado la Escuela de Práctica Jurídica de Baylor, pero ya despuntaba.

Un año después se habían vuelto a encontrar. En la boda de Dylan. E.D. había ido entonces acompañando a uno de sus testigos, Cole Bryce. A pesar de ser el día de su boda, Dylan había sentido celos de su amigo y, cuando seis meses después, E.D. lo había invitado a su boda con Sessions, había estado a punto de no ir.

¿E.D. Martel, la guapa y eficiente profesional, aquella mujer entregada a su familia y a su trabajo una mala madre?

Imposible.

Dylan se sacó el teléfono móvil del bolsillo, dudó y terminó marcando su número de teléfono.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EN cuanto el juez anunció el final del juicio, E.D. Martel comenzó a temblar. Había conseguido llegar hasta allí, pero no estaba muy segura de poder seguir adelante.

—Me acaban de decir que hay un montón de periodistas en la puerta, señora Martel —le dijo Bruce Littner al oído—. Hay algunos a los que no conozco. Me parece que ni siquiera son de la ciudad. No sé si habrán venido por su caso en concreto o por otros. ¿Quiere que le pida al tribunal que le adjudique un agente de policía para que la escolte fuera del edificio por la puerta de atrás?

Lo que a E.D. realmente le hubiera gustado habría sido despertarse en su cama y darse cuenta de que lo que había sucedido en su vida en las últimas horas no había sido más que una pesadilla.

No, sabía que no debía protegerse de la prensa. Evidentemente, estaba sorprendida y dolida, pero tenía que aguantar. Lo cierto era que estaba tan dolida que hubiera podido meterse en el baño a llorar sin parar y lo suficientemente enfadada como para agarrar a su marido y zarandearlo, pero, ya que no podía hacer ninguna de esas cosas, iba a enfrentarse a la prensa.

Si se mostraba rencorosa o demasiado disgustada no le haría ningún bien ni a ella, ni a Emmett ni a nadie.

E.D. tenía mucha práctica a la hora de sonreír aunque no le apeteciera, así que se colgó una sonrisa de los labios y le puso la mano en el brazo a su compañero.

—No te preocupes. Si me ayudas, todo saldrá bien —le dijo—. Si vienes conmigo, diré lo de siempre, que se ha hecho justicia y, cuando comiencen con las preguntas personales, diré que no tengo nada que decir.

El joven rubio de ojos marrones que podría haber sido su hermano menor de haber tenido uno, asintió con énfasis.

—Muy bien, señora Martel. Si se ponen pesados, no se preocupe. Fui campeón de lucha libre en el colegio. No voy a permitir que nadie le haga daño.

—No te preocupes, no nos van a hacer ningún daño. Como mucho, nos meterán un micrófono en la boca y nos saltarán algún empaste —intentó bromear E.D.

Lo cierto era que aquel chico era dulce y estaba realmente preocupado por ella. E.D. se dijo que tenía que mencionarle a su jefe, el fiscal Emmett Garner, que aquel chico realmente era una buena persona y un eficiente profesional.

Mientras recogía su bolso y su maletín, E.D. rezó para que la voz no le temblara y para que las gotas de sudor que le resbalaban por la espalda y entre los pechos no se transparentaran.

No quería ni pensar por lo que debían estar pasando sus hijos.

«Prepárate, Trey, porque me las vas a pagar», se dijo.

E.D. aceptó los abrazos y los agradecimientos de la familia y los amigos de la pobre Misty Carthage y se dirigió a la puerta. Al otro lado, estaban las cámaras. E.D. intentó no pensar en lo que había hecho su marido con las cuentas bancarias, tomó aire, echó los hombros hacia atrás y le hizo una seña a Bruce.

—¿Está contenta con el veredicto de pena de muerte, señora Martel? —gritó un periodista.

—¿Es cierto que su marido le ha cambiado la cerradura de casa y la ha dejado en la calle?

—¿Sabe que las fotos cuya publicación usted autorizó están en Internet?

—Dicen que Playboy le va a ofrecer un buen pellizco por un reportaje con su hija. ¿Lo va a aceptar?

A E.D. le habría encantado darle a Josh Perle con el maletín en la boca, pero se limitó a sonreír.

—Gracias por el interés mostrado en el atroz caso de la señorita Misty Carthage —contestó—. La fiscalía del estado está satisfecha porque, una vez más, se ha hecho justicia. Con la condena a muerte de E.d. Guy, nuestra sociedad tendrá un delincuente menos del que preocuparse.

—Estamos en mayo y tiene usted dos condenados a punto de ser ejecutados —dijo otro reportero al que E.D. no reconoció—. Sus abogados han pedido nuevas pruebas de ADN. ¿Qué opina usted al respecto?

—Que, por supuesto, están en su derecho —contestó E.D. haciéndole una señal a Bruce y comenzando avanzar por el pasillo.

Varios periodistas la siguieron.

—¿No va a hacer una declaración sobre la demanda de divorcio que ha interpuesto su marido y sobre el requerimiento de orden de alejamiento de sus hijos, señora Martel?

—No —contestó E.D.

Aquel periodista debía de ser nuevo porque le había puesto a Trey su apellido de soltera. A E.D. le encantaría ver la cara de estupefacción del que hasta hacía poco tiempo había sido su marido.

—¿Ha podido hablar con sus hijos? —gritó otro reportero.

Aquella pregunta la tomó por sorpresa y tuvo que hacer un gran esfuerzo para ignorarla porque se le estaba formando un terrible nudo en la garganta. Gracias a Dios, Bruce apartó a aquel periodista.

—¡Ya basta! —le gritó.

Tres minutos después, E.D. entraba en la fiscalía. Después de agradecerle a Bruce su ayuda, se quedó a solas. Tras tomar aire varias veces, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y que la garganta le dolía a más no poder. Intentó controlarse, pero no pudo. El pánico se apoderó de ella, se sintió la persona más vulnerable del mundo y se dijo que, de momento, podía contar con que la fiscalía la defendería en público, pero era consciente de que, tarde o temprano, le pedirían que dimitiera.

Si Trey seguía haciendo aquellos comentarios espantosos, Dani se ponía histérica y las fotografías aparecían en cada vez más sitios, le pedirían que dimitiera, fuera justo o no, y se vería sola ante el peligro, abandonada ante los voraces periodistas.

«No debo adelantarme a los acontecimientos. Debo ir poco a poco. De momento, tengo que pensar dónde voy a dormir esta noche», se dijo.

Trey le había dejado un mensaje en el teléfono móvil diciéndole que ni se le pasara por la cabeza volver a casa porque había cambiado todas las cerraduras para que no pudiera entrar. En el mismo mensaje, le indicaba que le mandaría el equipaje al despacho. Además de no haberle permitido hacer su propio equipaje, la estaba obligando a sufrir la humillación de que todo el mundo viera la prueba evidente de que la estaban echando de su propia casa por razones que no alcanzaba a comprender completamente.

E.D. había intentado llamar a su hija Dani varias veces, pero no le había contestado al teléfono. Mac, su hijo de once años, tampoco. Seguro que Trey los había aleccionado bien.

Aunque E.D. era consciente de que la situación en la que se hallaba inmersa su hija era realmente complicada, estaba segura de que su marido no había podido convencer a Dani de que ella era responsable de lo sucedido.

Mientras avanzaba por el pasillo, dio las gracias a unos cuantos compañeros que le dieron la enhorabuena por el veredicto conseguido. Al llegar junto a la puerta de su despacho, le indicó a su secretaria, Nita, que no la esperara para irse a casa.

Al abrir la puerta, vio sus tres maletas rojas, lo que provocó que se le llenaran los ojos de lágrimas.

«No debo olvidar dónde estoy», se dijo.

En aquel momento, sintió el vibrador de su teléfono móvil y, con la esperanza de que fuera uno de sus hijos, se apresuró a sacárselo del bolsillo. Cuando vio quién la llamaba, no dio crédito.

¡Dylan Justiss!

E.D. ni siquiera sabía por qué llevaba todavía su número en la agenda del teléfono móvil. Mientras pensaba si contestar o no, oyó una tos a sus espaldas y, al girarse, se encontró con su jefe.

—Enhorabuena, E.D. —le dijo—. De nuevo, estoy orgulloso de ti.

—Gracias —contestó E.D., guardándose el teléfono móvil en el bolsillo de nuevo—. ¿Quiere pasar?

Emmett Garner miró las maletas de reojo, pero no hizo ningún comentario. Una vez dentro de su despacho, cerró la puerta, se apoyó en ella y se cruzó de brazos.

—Espero que no se haya quedado hasta estas horas por mí —comentó E.D. dejando el bolso y el maletín sobre su mesa y mirándolo a los ojos.

—Por supuesto que me he quedado por ti —contestó su jefe—. Quería ver cómo estaba mi soldado —añadió mirándola con satisfacción—. Veo que sigues siendo toda una gladiadora.

E.D. admiraba a su jefe, pero tenía muy claro que Emmett no tendría reparo en enviarla a los leones si la situación se ponía fea. Sobre todo, cuando su futuro político estaba en juego.

—He tenido un buen maestro —lo aduló—. Eso me recuerda que me gustaría mencionar a mi ayudante, Bruce Littner. Ha tenido mucho que ver en el éxito de este caso.

—Tomo nota. Siempre has tenido buen olfato para detectar dónde hay un buen abogado.

—Gracias.

—No me voy a meter en tus asuntos personales —comentó Emmett mirando el equipaje de nuevo—. A menos que necesites un confidente, pero creo que serás lo suficientemente inteligente como para darte cuenta de que yo no soy la persona indicada.

—Es mi intención, como siempre, separar el trabajo y la familia —le aseguró E.D.—. Como mucho, será un caso de divorcio. De momento, me temo que no voy a poder parar a los periodistas porque están como locos con el tema de la orden de alejamiento de mis hijos. Mañana por la mañana veré qué puedo hacer. Le aseguro que no le he firmado ninguna autorización a mi hija para que le hicieran esas malditas fotografías que le han hecho. Danielle no tiene más que diecisiete años. Como madre, me duele la humillación a la que se está viendo sometida y, como fiscal, estoy decidida a hacer pagar al canalla que decidió aprovecharse de ella.

—Por supuesto, cuentas con mi apoyo y no hace falta que te diga que puedes utilizar los recursos de este despacho para enjuiciar a ese tipo, pero lo que sí te advierto es que preferiría que esto no saltara a la luz pública, que este caso no estuviera en las portadas de los periódicos ni en la televisión todo el día. No es el momento. No le conviene a nadie.

E.D. se llevó las manos a la espalda y apretó los puños. Al que no le convenía en absoluto era a él. E.D. sabía que su jefe no quería tener nada que ver con todo aquello. No quería que la porquería lo salpicara.

Emmett Garner tenía cincuenta y ocho años y podía convertirse en el nuevo gobernador del Estado en las próximas elecciones. Por eso le interesaba tanto salir de la fiscalía con la cabeza bien alta. Por supuesto, E.D. no quería que la ingenuidad de su hija le costara el puesto a su jefe, pero tampoco iba a permitir que la ambición de Emmett hiciera que su hija se quedara sin justicia.

—Mi prioridad ahora mismo es proteger la privacidad de una menor —le respondió con frialdad.

—Supongo que eso tendrá consecuencias en tu agenda —comentó Emmett consultando el reloj.

«Cómo se atreve», pensó E.D.

E.D. había conseguido cumplir con su agenda durante sus dos embarazos y, en ambos casos, había vuelto al trabajo antes de lo previsto, sin agotar la baja por maternidad. Su marido, el eterno aspirante a novelista, se había quedado en casa con los niños muy contento.

—Por eso he venido precisamente a verte —añadió Emmett—. ¿Sabes que se te nota en la cara que lo estás pasando mal? ¿Desde cuándo permite E.D. Martel que su rostro refleje algo que no sea determinación?

Desde que su maridito la había metido en un lío que ella todavía no comprendía y desde que su hija había metido la pata hasta el fondo y, tal vez, se hubiera destrozado la vida para siempre.

—Hoy es miércoles —dijo E.D. tomando aire—. El lunes empiezo con el caso Horvath. Se trata de un caso que nos va a reportar tanta atención como el de Guy. Si cree que no estoy lo suficientemente concentrada o que no lo estoy haciendo bien, me reemplaza y listo —le espetó sin pensar si sus palabras eran oportunas o no.

A sus treinta y ocho años, E.D. tenía muy claro que no se había pasado toda la vida luchando para llegar donde había llegado para acobardarse antes de entender por completo a qué se estaba enfrentando.

Su jefe la miró a los ojos y asintió.

—Me alegro de que nos entendamos —se despidió.

Una vez a solas, E.D. se dejó caer en su butaca. Tenía muy claro que, si no era capaz de ganar el caso Horvath, sus días en la Fiscalía del Estado estaban contados. Iba a necesitar ayuda porque el equipo de defensa de Lester Horvath era muy bueno, pero sabía que podía contar con Bruce y había un par de abogados más de su confianza en el despacho a los que podría recurrir.

Además, iba a tener que dilucidar cómo hacer entrar en razón a Trey y cómo ayudar a sus hijos. ¿De dónde iba a sacar el tiempo y la energía para todo aquello?

En aquel momento, llamaron a la puerta y E.D. vio con alivio que se trataba de un mensajero que llevaba un paquete. Rezando para que no fuera otra sorpresa desagradable de Trey, miró el remite.

Sólo unas iniciales. DJ. ¡Dylan Justiss! ¡Increíble! Así que la llamada no había sido un accidente. E.D. estuvo a punto de decirle al chico que no aceptaba el paquete, pero se dijo que, al firmar sólo con sus iniciales, Dylan le estaba diciendo que lo que contenía aquel paquete era sólo para ella.

Presa de curiosidad, firmó y aceptó el paquete. Tras darle una propina al chico, se despidió de él.

—Gracias, señora.

Una vez a solas, abrió el sobre. Estaba segura de que Dylan habría visto las noticias y sabría lo que estaba sucediendo en su vida. Al notar algo duro dentro del sobre, E.D. se quedó sin aliento.

¡Oh, no!

Aquel hombre estaba loco.

E.D. vació el contenido del sobre en su mano izquierda. Una llave. E.D. cerró los dedos sobre ella y se la llevó al corazón.

«Siempre fuiste un loco idealista», pensó.

A continuación, comprobó que también había una breve nota que decía: Ya sabes de dónde es, así que utilízala.

También había garabateado cuatro números. Mientras el pasado corría a toda velocidad ante sus ojos, E.D. sacudió la cabeza y pensó en las opciones que tenía. ¿Debía llamarlo por teléfono?

Por supuesto que sí. El gesto amable y generoso de Dylan merecía una respuesta inmediata. Mientras sacaba su teléfono móvil del bolso, se dijo que no debía engañarse a sí misma.

Sentía la sangre agolpada en las sienes y se dijo que se moría por volver a oír su voz. Aquello era una vergüenza para ella como mujer, como madre y como esposa leal y fiel.

E.D. sacudió la cabeza y marcó el número de Dylan. No tuvo que esperar más que un timbre para oír aquella voz a la que tanto cariño tenía.

—Ya me estaba empezando a preguntar si no me ibas a contestar nunca. ¿Qué más puedo hacer por ti?

E.D. visualizó a aquel hombre que inspiraba sentimientos duraderos y profundos en la gente, aquel hombre alto y fuerte, sólido tanto física como mentalmente, más que capaz de soportar mareas políticas y desafíos éticos.

Era difícil mirarse en sus ojos azules y no sentirse desbordada. Aquellos ojos destilaban sabiduría, voluntad y paciencia. E.D. echaba de menos su rostro, su voz y, sobre todo, su extraña e indefinible amistad.

—Para empezar, no tendrías que haber hecho nada —contestó E.D. sonriendo.

—No te creas, me lo he pensado mucho antes de dar el paso y, sinceramente, no me arrepiento. La oferta sigue en pie—contestó Dylan sinceramente.

—Aunque me parece increíblemente generoso, no puedo aceptarla —contestó E.D.

—¿Por qué no? Necesitas un sitio en el que dormir, un lugar tranquilo para pensar.

Lo cierto era que cuando Trey había vertido sobre ella sus terribles acusaciones y amenazas la noche anterior, E.D. había pensado en llamar a Dylan. No para pedirle ayuda sino consejo.

Tenía muy claro que, si había alguien sobre la faz de la tierra capaz de parar toda aquella locura antes de que dañara a sus hijos, esa persona era Dylan. Sin embargo, al final, no lo había llamado porque no quería ponerle en una situación comprometida que pudiera ocasionarle algún daño. E.D. sabía que la carrera política de Dylan estaba a punto de despegar y no quería que, por su culpa, se viera forzado a renunciar a ella.

—No sé qué decir —dijo mirando la llave de la cabaña situada a unos cuarenta minutos de la ciudad, en el campo—. Te lo agradezco mucho, pero… qué vergüenza.

—El que debería sentirse avergonzado es tu… —suspiró Dylan—. Mira, no quiero que te sientas avergonzada, pero es que, cuando he visto la noticia en la televisión, no he podido evitar preguntarme cómo lo estarías pasando. ¿Qué tal está tu hija?

—No tengo ni idea. No he podido hablar con ninguno de mis hijos.

—¿Y tú qué tal estás?

—Yo estoy acostumbrada a estar en el filo de la navaja.

—Por favor, no me pidas que me quede al margen de todo esto sin hacer nada por ti.

—Eres un hombre maravilloso —le dijo E.D. sinceramente—, pero no puedo permitir que hagas esto.

—¿Prefieres irte a un hotel? Los periodistas te van a asediar. Ya sabes que son capaces de llegar hasta límites insospechados. Son capaces de pagar al servicio de habitaciones para obtener información sobre ti.

Dylan tenía razón y E.D. era consciente de ello. De hecho, ya había pensado en irse de la ciudad. A pesar de que Trey había congelado las cuentas bancarias que tenían a medias, E.D. tenía suficiente dinero personal para tirar durante un tiempo sin tener que pedir a los amigos.

Lo bueno que tendría aceptar la oferta de Dylan era que nadie sabría dónde estaba.

—Hace tiempo que no voy por allí. La verdad es que sería un lugar perfecto, pero…

—No digas nada más. No sabemos si la línea por la que estamos hablando está intervenida o no —la interrumpió Dylan—. Aunque hace tiempo que no vas por allí, estoy seguro de que sabrás llegar. Es el lugar que necesitas. Mi capataz te recibirá y, a no ser que necesites ayuda, estarás sola y tranquila.

Por sus palabras, E.D. se percató de que Dylan había pensado en todo aquello concienzudamente.

—¿Te das cuenta de que éste debería ser el día más feliz de tu vida profesionalmente hablando? ¿Por qué arriesgas tu futuro contactando conmigo? Si la prensa se entera de esto, ya sabes lo que dirán.

Aquello hizo suspirar a Dylan y E.D. pensó que simplemente la había llamado para demostrarle que era todo un caballero, pero nada más. Bueno, en cualquier caso era mucho más de lo que otros habían hecho. En realidad, había sido la única persona que había tenido un detalle parecido.

—Y yo que creía que me conocías bien —comentó Dylan.

E.D. se dio cuenta de que hablaba completamente en serio y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a llorar.

—Ya no sé ni a quién conozco —admitió.

—Yo creo que tú y yo nos conocemos tan bien que te da miedo —contestó Dylan—. Utiliza la llave. De lo contrario, iré a buscarte personalmente.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

UTILIZA la llave…».

E.D. pensó que, en aquellos momentos, le sería imposible sonreír, pero se encontró haciéndolo varias veces mientras conducía hacia el refugio personal de Dylan.

Primero, porque la había amenazado con la frase típica que se le decía a los cachorros y a los niños menores de cinco años. También le hacía sonreír la ternura y la compasión de aquel hombre hacia ella.

Qué pena que no pudiera agradecérselo en público. Ciertamente, la amistad y la generosidad de Dylan Justiss eran muy valiosas.

El rancho de Dylan, aunque él no lo llamaba así porque le parecía muy pequeño comparado con los ranchos normales de Texas, tenía quinientos acres y estaba situado en Hill Country, una propiedad que había heredado de sus padres, que habían muerto repentinamente durante unas vacaciones.

E.D. sabía que era un lugar que le gustaba porque sabía que allí podía tener tranquilidad e intimidad, algo de lo que no podía disfrutar en Austin. E.D. sospechaba que también se debía a que Dylan tenía un sueño que jamás le había contado a nadie.

E.D. tardó casi una hora en llegar porque se equivocó en la salida de la carretera. Una vez frente a la verja electrónica, se dio cuenta de que tenía que teclear un código y, recordando los cuatro dígitos que Dylan había garabateado en la nota y lo mucho que a su amigo le gustaban los rompecabezas, dilucidó que aquéllos eran los números que se le pedían.

Con la verja abierta, entró en la propiedad, donde la recibió el aroma de los cedros. Todavía no se veía la casa, que quedaba oculta tras unas rocas. Se trataba de una construcción de dos dormitorios, baño y cocina.

E.D. recordaba la distribución porque allí se había celebrado la boda de Dylan y se dijo inmediatamente que no tenía ninguna intención de dormir en la misma cama en la que habían pasado Brenda y Dylan su noche de bodas.

Cuando llegó junto a la casa, vio un coche con las luces encendidas en la puerta y, al lado, un hombre fuerte de cuarenta y poco años, que salió a recibirla.

—¿Señora Martel? —le preguntó educadamente mientras se quitaba el sombrero.

—Sí, soy yo —contestó E.D.—. Por favor, llámeme E.D. ¿Y usted es…?

—Me llamo Chris Coats —contestó el hombre estrechándole la mano—. Tengo una cabaña a aproximadamente un kilómetro de aquí, por el desfiladero —añadió señalando el camino—. Si me necesitas, puedes localizarme a través del teléfono o de los walkie-talkies. Te he dejado el tuyo en la mesilla de noche. Me gustaría que, si tienes intención de salir a pasear de noche, me lo hicieras saber porque por aquí hay serpientes y otros animalillos por el estilo.

—De momento, no creo que salga.

—Muy bien. La nevera está llena, la casa está limpia y las sábanas recién puestas. ¿Has cenado? ¿Te apetece un filete o una tortilla?

E.D. sonrió encantada, pero supuso que Cristian se habría pasado todo el día trabajando y no quería darle más quehacer.

—Muchas gracias, pero supongo que querrás acostarte… ya me las apaño yo, muchas gracias.

—De nada. He supuesto que ibas a llegar cansada además de hambrienta, así que te he dejado en el frigorífico una ensalada y un guiso que solamente tendrás que calentar. Voy a meter tu equipaje y me voy.

E.D. observó cómo Cristian agarraba su bolsa de viaje y su maletín y, mientras lo metía en la cabaña, se preguntó cuál sería la historia de aquel hombre y por qué Dylan le habría confiado aquel lugar. Mirándolo de cerca, parecía que sólo tenía treinta y cinco años, pero había algo en su rostro que lo envejecía.

E.D. le agradeció de nuevo las molestias y, una vez a solas, se quedó en medio de la cabaña mirándolo todo. Desde luego, no era su casa de dos plantas llena de fotos de su familia y de las vajillas, cuberterías y cristalerías que había heredado de sus tatarabuelos. En aquel lugar también había antigüedades, pero eran de diseño mexicano y estaban intercaladas con los enormes sofás de cuero que reflejaban la personalidad profunda y estable de Dylan.

De repente, E.D. se sintió como si su casa fuera una farsa, fuera sólo una apariencia, no el fiel reflejo de quien era ella en realidad. Quitando el pequeño comedor soleado donde E.D. conseguía arrinconar a sus hijos para compartir experiencias e inquietudes, su casa no era su hogar. Sólo el comedor. Allí tenía sus violetas africanas y sus orquídeas, a las que cuidaba con mimo.

La sala de estar era una estancia vivida porque sus hijos hacían allí los deberes, pero, excepto sus dormitorios, el resto de la casa era una farsa, desde el comedor francés hasta el salón pasando, por supuesto, por el despacho de Trey, un impresionante despacho de madera que parecía el de un escritor de éxito cuando, en realidad, lo único que contenían los armarios eran manuscritos sin terminar y cartas de rechazo.

En aquel momento, sonó el teléfono. E.D. miró a su alrededor y encontró el auricular del portátil sobre la mesa del salón.

—Estoy aquí —contestó al ver quién llamaba.

—Me alegro —contestó Dylan.

E.D. se dio cuenta de que tenía la respiración entrecortada y se llevó la mano al corazón.

—Me he equivocado en la salida de la carretera. Un poco más y termino en El Paso.

—Supongo que estarás cansada y tendrás hambre.

Por supuesto, pero E.D. prefería hablar de cosas más alegres.

—Se me había olvidado lo bonito y tranquilo que es esto —contestó sinceramente.

—Siento mucho que no me haya dado tiempo de preparar nada especial.

E.D. supuso que se refería a unas flores o algo así.

—Tu capataz me estaba esperando. Ha sido muy amable conmigo. Gracias.

—De nada —contestó Dylan—. ¿Cómo te encuentras?

Muchas personas se lo habían preguntado, pero, por primera vez, E.D. tuvo la sensación de que podía ser sincera.

—Sorprendida —contestó con un nudo en la garganta—. Preocupada, dolida y cada vez más enfadada.

—Te comprendo. Sobre todo, en lo del enfado.

—Por desgracia, no me lo puedo permitir. Aunque Trey no quiera hablar conmigo, tengo que averiguar a quién ha contratado para representar a la implicada.

Por supuesto, la implicada era su hija, pero E.D. no iba a decir nombres porque, tal y como le había dicho Dylan aquella misma tarde, las líneas telefónicas podían estar intervenidas.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—No, con abrirme tu casa es suficiente.

—Supongo que no te vas a ir a la cama inmediatamente. Si quieres, te puedo ayudar a tomar un par de decisiones.

—Me resulta humillante que hayas oído lo que Trey ha dicho. Ahora mismo, no me siento con fuerza para hablar de este tema. Ni siquiera sé la verdad al completo. Trey no quiere hablar conmigo y no me deja hablar con mis hijos. ¡Pero si soy la que más los puedo ayudar! —sollozó.

Durante un rato, lo único que se escuchó fue la respiración de Dylan.

—Hay un fax en mi despacho. Enciéndelo —le dijo.

—¿Cómo?

—Necesitas un abogado que quiera hacerse cargo del caso. Tú no estás en condiciones. Te voy a pasar el nombre y el número de una persona de mi entera confianza.

¿Cómo contarle a Dylan que económicamente su situación era complicada porque Trey había congelado las cuentas y había cambiado las contraseñas? Tenía dinero como para cubrir los gastos del divorcio, pero no para contratar al mejor abogado, uno que consiguiera que aquel canalla que le había hecho daño a su hija terminara entre rejas.

Por lo visto, su silencio lo dijo todo.

—Yo corro con los gastos —le dijo Dylan.

—Te tengo que dejar —suspiró E.D. colgando el teléfono.

A continuación, corrió hacia el baño y vomitó. Las desagradables emociones de aquel día se habían materializado en su cuerpo físico. Menos mal que no había comido demasiado.

Tras enjuagarse la boca y lavarse la cara, llamó a Dylan.

—Desde luego, sabes cómo mantener el suspense, ¿eh? ¿Te encuentras un poco mejor?

—Pregúntamelo dentro de seis meses o de un año —contestó E.D.

—Normalmente, los casos como el de tu hija se suelen resolver fuera de los juzgados y, en cuanto a lo otro, espero que el abogado de tu marido vea lo que prolongar vuestro divorcio les haría a los niños.

—Los dos sabemos que eso a su abogado le dará exactamente igual. Lo único que le importará será sacarme todo el dinero que pueda. Estoy yendo hacia el despacho para encender el fax. Te lo agradezco mucho, pero no voy a considerar tu oferta.

Dylan no contestó.

Lo cierto era que E.D. quería seguir conversando con él. Normalmente, estaba muy ocupada con el trabajo y, aunque conocía a mucha gente, eran pocas las personas en las que podía confiar. La amistad era algo muy preciado para ella. Claro que eso no quería decir que no se diera cuenta de que tenía que tener cuidado con Dylan.

—Ya está, el fax está encendido —anunció.

En menos de un minuto, le llegó la hoja de papel que Dylan había escrito.

—¿Estás de broma? —le dijo al leer el nombre.

Ivan Priestly.

—¡Pero si es un dinosaurio!

—Sólo tiene setenta y dos años —contestó Dylan.

—Eso quiere decir que, si no está jubilado, lo estará en breve.

—No, eso quiere decir que solamente acepta ciertos casos. Está en plena forma, le encanta salir a pescar y pasar tiempo con sus nietos y acepta los casos que de verdad le interesan y créeme si te digo que le ofrecen muchos.

—Una razón más para no contratarlo. Este caso va ser un escándalo. Lo que necesito es un lobo disfrazado de cordero y la persona que tú me propones es una mezcla entre Moisés y Peter Pan.

Aquello hizo reír a Dylan.

—Los dos sois unos abogados maravillosos. Entre los dos podréis hacer algo —insistió Dylan.

E.D. se sonrojó ante el cumplido.

—No creo que acepte el caso.

—No lo sabrás hasta que se lo preguntes.

—Algo que no voy a hacer. Me parecería un insulto a su reputación.

—Aplícate eso mismo a ti. Alguien ha comprometido tu dignidad utilizando a tu hija. Tu reputación se merece lo mejor.

E.D. cerró los ojos. Aquel hombre era la compasión y la bondad personificadas.

—¿Confías en mí? —le preguntó Dylan.

«Con todo mi corazón», pensó E.D.

E.D. no contestó. Había aprendido a controlar lo que sentía por aquel hombre y no era el momento de dar rienda suelta a sus sentimientos.

—Te aconsejo que te des un buen baño caliente y te metas en la cama. Aunque no duermas mucho, necesitas descansar —sugirió Dylan—. Mañana iré a verte y hablaremos más tranquilos.

—La verdad es que, si el dinosaurio dice que sí, sería un buen golpe de efecto —contestó E.D.

—¿En quién habías pensado para llevar tu caso de divorcio o, acaso, hay posibilidad de reconciliación?

—Por supuesto que no —le aseguró E.D.

—Cosas más raras he visto —insistió Dylan.

—En mi caso, no habrá reconciliación.

Lo cierto era que su matrimonio no andaba bien desde hacía años y ella no había querido pararse a pensar por qué. Por supuesto, parte de la responsabilidad era suya, pero la conducta de su marido hacía que no se sintiera en absoluto culpable por nada de lo que pudiera haber hecho en el pasado.

—¿Has oído hablar de Alyx Carmel? Me han dicho que es una de las mejores abogadas de divorcios del estado.

—Sí, me han hablado de ella. Es muy buena. Cuando hayas hablado con el dinosaurio, llámame.

—Muy bien —contestó E.D.—. Eres una persona maravillosa, ¿lo sabes?

Dicho aquello y sin dar tiempo a que Dylan se despidiera, E.D. colgó el teléfono y, envalentonada por su conversación, se sacó el teléfono móvil del bolsillo y marcó el número de su casa.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

E.D. esperó a que sonara el teléfono. Casi inmediatamente, Trey contestó.

—No deberías acosarme —le espetó.

A E.D. le entraron ganas de soltarle una barbaridad, pero se mordió la lengua pues sabía que su marido era capaz de tener una grabadora.

—Apenas son las ocho de la tarde y sabes perfectamente que tenemos que hablar, pero primero quiero hablar con los niños.

—Ya sabes que las órdenes de alejamiento no lo permiten.

—No sé cómo has conseguido esa orden de alejamiento, pero quiero que entiendas el daño que les estás haciendo con esto.

—Yo solamente me limito a proteger a mi hija y a mi hijo.

—Te recuerdo que también son hijos míos. Sabes perfectamente que no sabía nada de lo de Dani. Si alguien tendría que haberlo sabido ése eres tú porque pasas más tiempo con ella que yo.

—Precisamente por eso le has firmado algo sin leerlo primero.

—Ya te dije anoche que yo no le he firmado nada. Cuando a ese fotógrafo sin escrúpulos le pidan en el juicio que le muestre al juez mi firma, me vas a tener que pedir disculpas. El hecho de que lo creas a él antes que a mí es un insulto.

—Creo a mi hija.

Trey ya le había dicho que, por lo visto, Dani decía que su madre le había firmado la autorización. E.D. estaba desesperada por saber qué había llevado a su hija a decir algo así.

—No me creo que Dani haya dicho eso.

—Deja de fingir. Hace mucho tiempo que no eres ni mi esposa ni la madre de tus hijos. Estás tan centrada en tu carrera profesional que eres capaz de firmarles cualquier cosa con tal de que no te molesten.

E.D. cerró los ojos. Era cierto que había descuidado la educación de sus hijos por culpa del trabajo, pero Trey no tenía ningún derecho a echárselo en cara. Eso era algo que tendría que tratar personalmente con ellos.

—¿Se te ha ocurrido pensar que las facturas hay que pagarlas? Para que lo sepas, no nos podemos quedar los dos en casa en un mundo de fantasía.

—Muy inteligente por tu parte burlarte de mi poca suerte.

—Trey, ya sabes que el mercado editorial funciona como funciona. Si no tienes éxito, te enfrentas a la realidad y te buscas un trabajo como todo el mundo. Los niños son ya mayorcitos y pueden estar solos un par de horas después del colegio.

—Claro, para que pasen cosas como las que han pasado…

E.D. tuvo que hacer un gran esfuerzo para morderse la lengua de nuevo.

—Por lo menos, dime si la niña ha comido algo.

—Lo ha intentado, pero no tenía hambre.

Pobrecita.

—Por favor, si mañana no mejora, llama al doctor Warren. ¿Y Mac? ¿Qué tal está del asma? Cuando nos escuchó discutir ayer por la noche, se llevó un buen disgusto.

Cuando E.D. había llegado a casa la noche anterior, había supuesto que sus hijos estaban en sus habitaciones haciendo los deberes y que todo estaba bien, pero Trey pronto le había hecho entender que no era así y, para cuando se metieron en la cama, E.D. había comprendido que sus vidas estaban a punto de cambiar para siempre.

El silencio del que todavía era su marido la hizo regresar al presente.

—¿A qué esperas? —lo increpó—. Por favor, ve a ver qué tal está el niño. Venga, Trey.

—Está bien —murmuró Trey.

Su disposición sorprendió y preocupó a E.D. ¿Quería decir aquello que no había ido a ver a Mac durante horas? Su hijo era un niño muy introvertido y callado que podía perderse en sus proyectos internos y olvidarse incluso de respirar.

—Está bien.

—¿Tiene el inhalador? ¿No le ha dado ningún ataque de asma?

—Te he dicho que está bien. ¿Te crees que no sé cuándo está bien y cuándo no? Todo el mundo sabe que el que ha estado al pie del cañón en esta casa durante años he sido yo. Si me disculpas, tengo cosas que hacer…

—¡Espera! —exclamó E.D. desesperada—. Por favor, contéstame a un par de preguntas.

—¿Sobre qué? —le espetó Trey.

—¿Has conseguido que cierren la página web ésa de la que me hablaste en la que estaban las fotos de Dani?

—No lo sé.

¿Cómo que no lo sabía?

—Cuanto más tiempo estén colgadas esas fotografías en Internet, más humillante resultará todo esto para tu hija.

—¡He estado muy ocupado!

¿Haciendo qué? ¿Dilucidando como arruinarla?

—¿Qué ha dicho la policía? ¿Has contratado a alguien para que vaya a ver al fotógrafo? Si no lo has hecho, por favor, no lo hagas. Estoy…

—Llegas tarde. Nadie te ha dado vela en este entierro —dijo Trey—. Ya has hecho suficiente daño.

¿Cómo que nadie le había dado vela en aquel entierro? ¡Pero si estaban hablando de su hija! E.D. recordó una conversación que había tenido con Dani en la que le había dicho que no le parecía bien que iniciara una carrera como modelo hasta que ella tuviera más información y hubiera conocido al fotógrafo.

—Dame la dirección de la página —le pidió a Trey.

—No me la sé de memoria. ¿Te crees que tengo estómago para mirarla?

—Si no tienes estómago, es tu problema. Tómate un antiácido y listo. Cuanto más tiempo permitas que esa página siga abierta, más pervertidos la visitarán y verán las fotografías de nuestra hija.

—Yo no he dicho que… Ya hay una persona encargándose de todo —se corrigió Trey.

—¿Quién? Maldita sea, dame nombres. ¡Puedo ayudar! ¡En eso consiste precisamente mi trabajo!

Trey había colgado el teléfono.

E.D. se quedó mirando el auricular. Se sentía impotente y furiosa. La noche anterior, cuando Trey le había dicho que su matrimonio había terminado y que ella era la culpable de los problemas de Dani, E.D. se había quedado tan sorprendida y horrorizada por lo que le estaba ocurriendo a su hija que no había visto la que se le venía encima. Sin embargo, con la orden de alejamiento y el equipaje en la oficina le había quedado muy claro.

Era evidente que Trey iba a por todas, así que E.D. decidió que lo primero que iba a hacer al día siguiente por la mañana era ponerse a la ofensiva. Por el bien de su hija y por el suyo propio.

¡Ya se podía ir quitando Trey de en medio!

Capítulo 4

 

 

 

 

 

MUCHAS gracias por haberme hecho un hueco. Sé que es usted un hombre muy ocupado —le dijo E.D. a Ivan Priestly mientras el abogado la guiaba a través del patio de su casa hacia una mesa con sombrilla.

Habían pasado solamente unas horas desde que lo había llamado el jueves por la mañana y todavía no se podía creer que, además de acceder a entrevistarse con ella, la hubiera invitado a comer.

Mientras se sentaba en una silla de hierro blanca, E.D. no pudo evitar preguntarse si Dylan habría tenido algo que ver en todo aquello. Esperaba que no. A pesar de que estaba hecha polvo, su autoestima necesitaba creer que su buena fama y el resumen que le había hecho al abogado por teléfono eran suficientes para convencerlo de que su caso merecía la pena.

—Ya no estoy tan ocupado como antes —contestó el abogado—. A mi edad, me tomo el tiempo libre muy en serio. Ya no me siento obligado a aguantar a la gente ni a ser amable con todo el mundo por quedar políticamente bien. El único plan que tenía para hoy era comenzar Guerra y Paz, pero puede esperar un día más.

E.D. asintió y se quedó mirando a aquel hombre de piel bronceada y pelo blanco y revuelto.

—¿Le importaría servir el té? Desgraciadamente, mi mujer ya no está por aquí para mimarme y mi condición neurológica no me permite hacerlo sin que lo derrame por toda la mesa.

Efectivamente, E.D. se había dado cuenta de que le temblaban ligeramente las manos, así que se apresuró a servirle el té.

—¿Con leche?

—No, solo.

—Todo un purista.

—Más bien, que tengo que controlar las calorías y el colesterol —suspiró Ivan—. Voy a ir directamente al grano. Su dilema me intriga.

E.D. se miró en aquellos ojos grises y sabios y le pareció ver, además de sagacidad y velocidad, también compasión.

—Sé que la situación en la que se encuentra mi hija podría dar a entender que ha habido una terrible negligencia por mi parte como madre.

—Cualquiera que te conozca, sabe que eso no es propio de ti. En los juicios, eres una mujer meticulosa y supongo que, como madre, serás igual a la hora de tomar decisiones. Por cierto, ¿me permites que te tutee?

E.D. asintió.

Era cierto que, excepto en un par de ocasiones en las que había tenido que tomar una decisión y se había equivocado, era muy meticulosa. Por supuesto, se había equivocado casándose con Trey y también se había equivocado dándole tanta prioridad a su trabajo y dejando a su familia en un segundo plano.

—No creo que hayas llegado donde has llegado, a ser el orgullo de Emmett Garner, por tu negligencia, así que eso me lleva a pensar en algo mucho más desagradable.

—¿A qué se refiere?

—Me estoy planteando que alguien te quiere cargar con su responsabilidad.

E.D. también se lo había planteado.

—Si mi marido hubiera firmado algo utilizando mi nombre e intentara ocultármelo, mi hija me lo diría —dijo E.D. no muy convencida.

—A ver si mi experiencia te sirve. Hace poco, mi nieta se vio envuelta en una situación muy seria por cubrir a una amiga. Como resultado, se va a quedar sin ir al viaje de fin de curso que tanto le apetecía. La experiencia no ha sido agradable, pero ha resultado muy educativa.

—Veo que no busca usted hacérmelo pasar mal emocionalmente —recapacitó E.D.—. ¿Eso quiere decir que va a aceptar mi caso?

Ivan sonrió.