Amor a la fuerza - Novia inocente - Melanie Milburne - E-Book

Amor a la fuerza - Novia inocente E-Book

Melanie Milburne

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Beschreibung

Ómnibus Bianca 439 Amor a la fuerza Melanie Milburne Aquél era un implacable acuerdo de matrimonio a la italiana. Nadie iba a obligar a un Marcolini a divorciarse. Y menos una ambiciosa mujer que podía marcharse con la fortuna de la familia. Antonio Marcolini estaba dispuesto a que Claire pagara. Y tenía el plan perfecto para vengarse: le exigiría que pasara tres meses con él, como marido y mujer. Nada conseguiría interponerse en su camino. Pero Claire era inocente. ¿Cómo podía conseguir demostrarlo antes de que su marido le hiciera chantaje para que volviera a ser su esposa? Novia inocente Melanie Milburne Ella es tan pura e intachable como los diamantes que él utiliza para cautivarla… Cuando la tutela conjunta de la pequeña Molly se ve amenazada, el italiano Mario Marcolini llega a la conclusión de que, para protegerla, sólo hay una opción posible: Sabrina, la niñera de la pequeña, deberá ceder a sus pretensiones matrimoniales. Sabrina, que recela del peligrosamente atractivo Mario, aceptará su propuesta por el bien de la niña. Mario está convencido de que su futura esposa no es más que una astuta cazafortunas, pero pronto descubrirá la verdad.

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Seitenzahl: 365

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 439 - noviembre 2022

 

© 2009 Melanie Milburne

Amor a la fuerza

Título original: The Marcolini Blackmail Marriage

 

© 2009 Melanie Milburne

Novia inocente

Título original: Bound by the Marcolini Diamonds

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-033-5

Índice

 

Créditos

 

AMOR A LA FUERZA

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

NOVIA INOCENTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

 

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA lo último que Claire hubiera podido imaginar. Se quedó mirando a la abogada unos segundos intentando comprender lo que le había dicho.

–¿A qué se refiere con que no accede? –le preguntó.

–Su marido me ha comunicado que se niega a firmar los papeles del divorcio –respondió la abogada–. Lo dejó muy claro. Insiste en verla a usted antes.

Claire suspiró inquieta. Había esperado poder evitar cualquier contacto directo con Antonio Marcolini durante la estancia de él en Sidney. Ya habían pasado cinco años. Había creído que, después de una separación tan prolongada, el divorcio sería una mera formalidad. Haber dejado todo el asunto en manos de una abogada había parecido la manera más rápida y cómoda de hacerlo.

Tenía que seguir adelante.

–A menos que tenga alguna razón concreta para no tratar con él, le aconsejo que acceda cuanto antes –continuó Angela Redd–. Es posible que lo único que quiera sea terminar todo esto de una forma más personal. Legalmente, no puede oponerse al proceso de divorcio, pero el que estén ustedes de acuerdo hará las cosas mucho más sencillas. Y más baratas.

Claire sintió pánico ante la idea de tener que pagar más facturas. En aquel momento, un largo proceso legal podía conducirle a la ruina. ¿Por qué querría verla Antonio después de tantos años? El modo en que la relación entre ambos había terminado nunca le había hecho pensar en que volverían a sentarse a charlar amigablemente.

–Supongo que no pasa nada por quedar con él –dijo Claire finalmente con desasosiego.

–Considérelo como el último esfuerzo –le aconsejó la abogada levantándose para dar por terminada la reunión.

Terminado. Eso era lo que quería ella, que todo terminara. Por eso había iniciado los trámites del divorcio. Había llegado el momento de dejar el pasado atrás. Se merecía una nueva vida.

Cuando abrió la puerta de su apartamento, el teléfono estaba sonando.

–¿Hola? –preguntó dejando el bolso y las llaves sobre la mesa.

–Claire.

Se aferró con todas sus fuerzas al auricular para contener la sorpresa y los nervios de escuchar la voz de Antonio de nuevo. Si reaccionaba así ante una simple palabra suya, ¿cómo iba a ser capaz de mantener una conversación entera? El corazón le estaba latiendo con fuerza y respiraba con dificultad.

–Claire –repitió su nombre con su profundo acento, consiguiendo que todo su cuerpo se estremeciera y la sangre corriera a toda velocidad por sus venas.

–Antonio… –dijo cerrando los ojos para intentar concentrarse–. Yo… Estaba a punto de llamarte.

–Entonces es que ya has hablado con tu abogada, ¿verdad?

–Sí, pero…

–No voy a aceptar un no por respuesta. Si no accedes a quedar conmigo, no firmaré nada.

–¿Crees que puedes darme órdenes como si fuera una marioneta? –preguntó irritada por su arrogancia–. Yo no soy tu…

–Quiero que nos veamos –la interrumpió Antonio–. Es la mejor forma de hacer las cosas.

–Creía que estabas aquí para promocionar tu organización, no para charlar con la que muy pronto será tu ex mujer –dijo intentando aparentar frialdad.

Miró de reojo el periódico que había dejado sobre la mesa y en el que se anunciaba la llegada de Antonio a la ciudad. Cada vez que veía su fotografía al pie del artículo, le recorría la espalda un escalofrío.

–Sí, voy a estar tres meses en Australia para administrar las obras de caridad que he empezado a hacer en Italia –dijo él.

Claire ya había oído hablar de FACE, la organización sin ánimo de lucro que había fundado para ayudar a pacientes con graves deformaciones faciales a través de la cirugía. Había invertido millones de dólares en el proyecto. Había seguido sus progresos a través de la página web de la organización, maravillándose por los milagros que había conseguido.

Pero, al final, siempre había acabado volviendo a la cruda realidad. Los milagros sólo les ocurrían al resto de las personas, no a ella. El fracaso de su matrimonio con Antonio era la mejor demostración.

–Me resulta extraño –continuó Antonio–, que no te hayas imaginado que me gustaría verte en persona.

–Dadas las circunstancias, no me parece apropiado –replicó ella–. No tenemos nada de qué hablar. Ya dijimos todo lo que había que decir la última vez.

Claire recordó la amarga y agresiva discusión que habían mantenido cinco años antes. Había conseguido sacarla de sus casillas, había permanecido a distancia, mirándola con frialdad, y ella no había sido capaz de otra cosa más que de lanzarle insultos y descalificaciones.

–No estoy de acuerdo –dijo él–. Si no recuerdo mal, la última vez fuiste tú la única que habló. Esta vez me gustaría hacerlo a mí, para variar.

–Mira, hemos estado separados cinco años…

–Ya sé cuánto tiempo hemos pasado separados –la interrumpió de nuevo Antonio–. Es una de las razones por las que he venido a Australia.

–Creía que lo habías hecho para promocionar tu organización… –dijo ella sorprendida.

–Y así es, pero no pienso pasar tres meses dedicado exclusivamente a eso. Quiero pasar algunos días de vacaciones y verte a ti.

–¿Por qué? –preguntó ella.

–Te recuerdo que, legalmente, seguimos casados.

–Déjame adivinar –dijo ella–. Tu última amante no ha querido venir hasta aquí contigo y estás buscando a alguien con quien matar el tiempo estos tres meses. ¿Me equivoco? Pues olvídalo, Antonio.

–¿Es que estás saliendo con alguien?

Claire respiró hondo. ¿Cómo podía pensar que ella era capaz de superar tan fácilmente la muerte del hijo que habían tenido como había hecho él?

–¿Por qué quieres saberlo?

–No me gustaría meterme en el terreno de nadie –respondió Antonio–. Aunque, de todas formas, si es el caso, habría formas de tratar la cuestión.

–Sí, bueno… Los dos sabemos que ese tipo de cosas nunca te han detenido, ¿verdad? Todavía recuerdo haber leído la aventura que tuviste con una mujer casada hace dos años.

–Fue todo un bulo, Claire. La prensa siempre está inventándose cosas sobre mí y sobre Mario. Lo sabes de sobra. Te lo dije cuando nos conocimos.

Tenía que reconocer que, desde el principio, Antonio se había esforzado por enseñarle cómo debía tratar con la prensa y cómo debía interpretar sus noticias. Antonio y Mario, los dos hijos del millonario hombre de negocios Salvatore Marcolini, eran objetivo de los periodistas constantemente. Eran fotografiados a todas horas del día y se les relacionaba sentimentalmente con todas las mujeres a las que veían.

Para Claire había sido demasiado. Ella siempre había sido una chica de campo. Nunca había estado acostumbrada a ser el centro de atención. Había crecido junto a sus hermanos en un tranquilo pueblecito de Outback New South Wales, ajena al glamour y la sofisticación de las grandes ciudades. En realidad, su vida seguía siendo modesta ahora que era estilista en una pequeña ciudad de las afueras.

Aquél había sido un abismo que les había mantenido siempre alejados. Procedía de una clase social muy diferente a la de él, una diferencia que la familia de Antonio se había esforzado constantemente en subrayar. Nunca habían considerado a una estilista australiana de veintitrés años como una buena esposa para su preciado hijo.

–Voy a estar hospedado en la suite del ático del hotel Hammond Tower –dijo Antonio.

–Cómo no… –ironizó ella.

–¿Creías que alquilaría una casa sólo para tres meses?

–No, claro que no –respondió–. Simplemente, creo que el ático de ese hotel está muy por encima de las posibilidades de aquéllos que se dedican a hacer obras de caridad.

–Para dedicarme a esto no es necesario que duerma todas las noches en un banco del parque, aunque seguro que te encantaría verme así, ¿verdad?

–No quiero verte, ni en el banco de un parque ni en ningún sitio.

–No es negociable, Claire. Tenemos cosas de las que hablar y debemos tratarlas en privado. Me da igual el lugar.

Pero a Claire no le daba igual. No quería que Antonio fuera a su pequeña y desordenada casa. Ya era suficiente con tener que vivir de los recuerdos de sus besos, sus abrazos, del calor de su cuerpo. Nunca los había olvidado. Seguían tan vivos como el primer día. No podía dejarle entrar en su casa y arriesgarse a tenerle cerca.

–Te lo repito, Claire –insistió él al ver que ella no decía nada–. Puedo estar en tu casa en diez minutos o puedes venir aquí, lo que prefieras.

Claire lo pensó por un momento. Quedar en su casa sería demasiado privado, demasiado íntimo. Por el contrario, hacerlo en su hotel sería demasiado público. ¿Y si se encontraban con la prensa? Una instantánea de ellos dos juntos podría dar motivo a las especulaciones que había logrado evitar cinco años antes.

Finalmente, decidió que no estaba preparada para que Antonio fuera a su casa.

–Iré yo –dijo resignada.

–Te estaré esperando en el Piano Bar. ¿Quieres que envíe un coche a buscarte?

Ya se había olvidado de los lujos a los que estaba acostumbrado Antonio. Si aceptaba, no iría a buscarla un coche cualquiera, sino una limusina o el último modelo de deportivo. Le dieron ganas de echarse a reír al pensar en el destartalado coche que tenía ella.

–No –dijo orgullosa–. Iré por mi cuenta.

–Como quieras. ¿Quedamos dentro de una hora?

Claire asintió y colgó el teléfono, nerviosa por tener que verle otra vez.

Si no quería el divorcio, ¿qué quería? Su matrimonio estaba muerto, no había ninguna razón para darle vueltas.

Sintió una profunda pena al pensar en la hija que habían tenido. De no haber muerto, tendría cinco años y estaría ya empezando el colegio. Tendría el pelo oscuro y los mismos ojos que su padre. ¿Habría pensado Antonio alguna vez en ella? ¿Se habría despertado alguna noche creyendo oír sus llantos? ¿Habría echado de menos tenerla en brazos? ¿Habría mirado alguna vez la fotografía de la pequeña? ¿Habría sentido alguna vez que sus ojos no hubieran llegado a abrirse nunca?

«Seguro que no», pensó mientras se cambiaba de ropa. Sacó un vestido negro que tenía guardado desde hacía algunos años. Le quedaba grande, pero tampoco tenía la intención de impresionarle. Eso prefería dejarlo para las supermodelos con las que estaba acostumbrado a salir.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EL HOTEL Hammond Tower estaba en el centro. Tenía unas maravillosas vistas al puerto y al elegante edificio del Opera House. Pero, al contrario que la mayoría, tenía una sofisticada ambientación clásica conseguida gracias a su decoración art-decó y a los uniformes de sus empleados. Cuando Claire entró en el vestíbulo, creyó retroceder en el tiempo, a una época más elegante.

Se dirigió al Piano Bar intentando controlar los nervios. Antonio estaba sentado en un sofá lleno de cojines de plumas. Se levantó en cuanto la vio. Claire se estremeció. Seguía siendo tan alto como antes. Y ella seguía pareciendo muy pequeña a su lado.

–Claire.

Sólo había pronunciado su nombre, pero ella sintió como si se hubiera producido un terremoto en su interior. Le observó atentamente, intentando fijarse en cada detalle. ¿Intentaría acercarse a ella? ¿La tocaría? ¿Debía dar ella el primer paso? ¿Debía darle dos besos o estrecharle la mano? ¿Debía quedarse donde estaba, con el corazón encogido y las manos temblorosas?

Apenas había cambiado. No había rastro de canas en su pelo, aunque ya tenía treinta y seis años. Su piel seguía tersa y su rostro suave. El traje de diseño italiano que llevaba realzaba su extraordinario físico, sus hombros anchos, sus poderosas piernas y sus estrechas caderas.

–Antonio… –consiguió decir finalmente, maldiciéndose por mostrar tanto nerviosismo.

–¿Quieres sentarte? –le preguntó extendiendo la mano.

Seguía siendo tan correcto y formal como antes. Claire se sentó de forma que sus piernas quedaran lo más lejos posible de él.

–¿Qué quieres tomar? –preguntó avisando al camarero.

–Un poco de agua mineral –respondió Claire–. Tengo que conducir.

Antonio pidió una botella para ella y una copa de brandy para él.

–Estás más delgada –dijo.

–¿Es una crítica o una observación? –replicó irritada.

–No es una crítica.

–¿Podemos ir al grano, por favor? –le preguntó cruzándose de brazos–. ¿Puedes decirme por qué estamos aquí para que pueda volver a mi vida?

–¿A qué vida? –replicó él apoyando la espalda en el sofá y mirándola fijamente.

–Tengo mi propia vida, Antonio. Y tú no estás en ella.

–Tenemos que discutir algunas cosas –dijo él sonriendo–. Hemos estado separados mucho tiempo, y debemos decidir qué vamos a hacer a partir de ahora.

–¿A partir de ahora? Yo te lo diré. Vamos a poner fin a nuestro matrimonio de inmediato.

Antonio guardó silencio unos instantes para reconocer los ojos azulados con destellos verdes de Claire, las suaves líneas de sus labios. Sobre su piel blanca como la crema destacaban pequeñas pecas que le daban un aire cautivador de mujer accesible y sencilla. Todos los hombres se habían dado la vuelta cuando había entrado. Pero lo más conmovedor era que ella parecía ignorar el efecto que producía en el sexo opuesto, el poder de sus encantos femeninos.

–¿Y si te dijera que no quiero el divorcio? –le preguntó.

Claire tomó la botella de agua que le acababa de dar el camarero, la puso sobre la mesa y le miró.

–¿Qué has dicho?

–Ya me has oído –respondió él sonriendo.

–Pues sería un problema, Antonio, porque yo sí quiero el divorcio.

–Si es verdad, ¿por qué no has hecho nada en todo este tiempo?

–Yo… Lo fui dejando, preferí no molestarme. Ya habías salido de mi vida y de mi cabeza.

–Y ahora que estoy aquí, ¿quieres ponerle de repente fin a todo?

–Lo nuestro terminó hace cinco años, Antonio, ¿es que no te has enterado?

–¿Y por qué? –preguntó él irritado, mostrando una emoción por primera vez desde que había entrado en el hotel–. ¿Porque necesitabas echarle la culpa a alguien de todo lo que pasaba y era yo el que estaba más cerca?

–Me traicionaste –respondió Claire–. Me traicionaste cuando yo estaba en un momento muy malo. Nunca te perdonaré por ello.

–¿De modo que todavía sigues aferrada a esa historia de que fui desleal contigo en los últimos meses de nuestra relación?

–Yo sé lo que vi –respondió ella en voz baja para que nadie pudiera escuchar la conversación–. La estabas abrazando, no lo niegues.

–No lo niego. Daniela era y sigue siendo una amiga de la familia. Lo sabes de sobra. Te lo dije cuando nos conocimos.

–Sí, pero lo que no me dijiste fue que habíais sido amantes durante más de un año antes de que tú y yo nos conociéramos. A lo mejor para ti era un detalle sin importancia, pero para mí no.

–No quería ofenderte hablando de las mujeres con las que había estado, sobre todo teniendo en cuenta que tú no tenías mucha experiencia.

–Bueno, ya aprendí lo suficiente estando contigo un año –dijo Claire con amargura.

–¿Por qué no lo sueltas, Claire? ¿Por qué no les dices a todos los presentes cuál fue la verdadera razón?

Miró a su alrededor. Algunas personas les estaban mirando.

–¿Puedes bajar la voz, por favor? –le pidió–. La gente nos está mirando.

–Que miren.

–¿Podríamos ir entonces a algún sitio donde podamos estar solos? –le pidió.

–Por supuesto –respondió Antonio–. Sígueme.

Lo siguió hasta unos ascensores que estaban cerca del Piano Bar. Claire entró en uno de ellos y se quedó en una esquina, lo más alejada posible de él. Antonio pasó su tarjeta por el lector y el ascensor subió hasta el ático. Claire estaba cada vez más nerviosa.

Las puertas se abrieron y Antonio se hizo a un lado para que pasara. Al hacerlo, Claire sintió el penetrante aroma de su aftershave, una fragancia que evocó miles de recuerdos, momentos en los que sus cuerpos habían yacido entrelazados y exhaustos por la pasión.

Antonio abrió la puerta de la suite y extendió la mano para invitarla a entrar. Cuando la puerta se cerró detrás de ella, sintió como si hubiera entrado por su propio pie en una trampa y, para disimular su desasosiego, empezó a deambular por todas partes, mirando el paisaje que se divisaba a través de las ventanas.

–¿De modo que quieres el divorcio? –preguntó él como si se tratara de una empleada que acabara de pedirle un aumento de sueldo.

–No puedes negarte, Antonio. Llevamos separados mucho tiempo. No tiene sentido.

–Si lo que quieres es el divorcio, te lo daré. Pero sólo después de que hayas pasado conmigo tres meses.

–No estoy segura de haberte entendido –dijo Claire frunciendo el ceño–. ¿Me estás diciendo que quieres intentar retomar nuestra relación?

–Me gustaría que lo intentáramos, Claire. Y esta vez en tu tierra, no en la mía.

–Cielo santo… Estás hablando en serio… Antonio, ¿es que te has vuelto loco? ¿De verdad habías pensado que aceptaría?

–Tres meses no es nada. ¿Qué perdemos por intentarlo? Así los dos podremos estar seguros de que divorciarnos es la decisión correcta.

–En lo que a mí respecta, ya tomé esa decisión cuando regresé a Sidney.

–Tomaste aquella decisión en un momento acalorado –dijo él–, después de un mal momento.

–¿Ahora te refieres a ella como un mal momento?

–Sabía que reaccionarías así –suspiró Antonio–. Es imposible hablar contigo sin que tergiverses mis palabras para intentar demostrar que no me preocupé por ella. Maldita sea, Claire, sabes perfectamente que no es verdad. La quería más que a ninguna otra cosa en este mundo.

Los sentimientos de Claire empezaban a estar fuera de control.

Sí, Antonio había querido aquel bebé.

–Di su nombre, por el amor de Dios –le espetó–. ¿O es que lo has olvidado? ¿Es eso, Antonio? ¿Ya te has olvidado de ella?

–No hagas esto, Claire. No sirve de nada.

Se estaba descontrolando, igual que le había ocurrido tantas veces en el pasado. A él, en cambio, siempre se le había dado bien mantener la compostura, lo que convertía la actitud de ella en humillante. Y le odiaba por ello. ¿Cómo podía estar allí de pie delante de ella de una forma tan fría e impersonal como si nada hubiera pasado?

–Claire, mi proposición va en serio.

–Pues siento informarte de que vas a tener que arreglártelas tú solo, Antonio. Lo último que haría sería aceptar volver contigo. Ni por tres meses ni por tres días.

–Deberías replanteártelo –dijo él después de observarla detenidamente en silencio–. Sobre todo después de lo que le ha pasado a uno de tus hermanastros.

–¿Cómo? –preguntó ella preocupada–. ¿A quién te refieres? –añadió deseando que no se tratara de Isaac.

«Por favor, que no sea Isaac».

Callum había tenido sus más y sus menos con las autoridades en el pasado, pero tenía un carácter fuerte y sabía cuidar de sí mismo. Isaac, en cambio, siempre había sido el más vulnerable. Su férreo sentido de la lealtad y su temperamento explosivo le habían llevado a meterse en problemas en más de una ocasión.

–Isaac –respondió Antonio.

–¿Qué…? ¿Qué se supone que ha hecho?

–Veo que no te sorprende del todo que se haya metido en un lío.

–Sí, Isaac tiene una forma de ser que a veces puede ser problemática. Pero no alcanzo a entender qué tiene que ver contigo.

–En este caso, tiene mucho que ver conmigo. Y contigo.

–¿Qué quieres decir?

–Tu hermano me robó el coche esta tarde y se fue a dar una vuelta con él –respondió Antonio.

No podía ser. De todos los coches de la ciudad, ¿por qué había tenido que elegir el suyo? Sabía que Isaac estaba en Sidney. Había llegado hacía unos días con unos amigos para hacer surf. Incluso había ido a visitarla y se había quedado a dormir una noche en su casa. También le había pedido dinero para comprarse ropa.

–¿Ha sufrido el coche algún daño? –preguntó ella esperando que no fuera así.

–Ninguno que no se pueda reparar si pasas tres meses conmigo –respondió.

–¿Me estás haciendo chantaje?

–No exactamente. Si te lo estuviera haciendo, no tendrías elección. Y no es así. Sólo te estoy dando una oportunidad. O pasas conmigo los próximos tres meses aquí en Sidney o presentaré cargos contra él. ¿Qué prefieres?

Capítulo 3

 

 

 

 

 

CLAIRE sintió un frío glacial por todo el cuerpo cuando se levantó y miró sin decir palabra a aquel hombre al que una vez había amado más que a su propia vida. No daba crédito a lo que le acababa de proponer. Pero la alternativa que tenía era aún peor. Nunca podría perdonarse a sí misma si llegaban a detener a Isaac, y no digamos a meterle en la cárcel, sabiendo que había tenido ella en su mano la forma de evitarlo. Callum le había hablado en cierta ocasión de las cosas tan terribles que sucedían habitualmente en los centros penitenciarios. No era precisamente justicia lo que imperaba en ellos.

Pero volver de nuevo a las andadas, a esa relación conyugal que tantos dolores de cabeza y sufrimientos le había ocasionado, podría ser superior a sus fuerzas. ¿De dónde sacaría la entereza necesaria?

Sintiendo que la sangre le hervía en las venas, dirigió a Antonio una mirada llena de odio.

–Verdaderamente, esta vez te has superado a ti mismo. Nunca pensé que podría volver a sufrir los desprecios y humillaciones de que me hiciste objeto en el pasado. No podrías haber concebido mejor venganza que ésta.

–Te estoy ofreciendo sencillamente una salida beneficiosa para los dos –le respondió Antonio con frialdad.

Claire hizo girar las pupilas de sus ojos. Era éste un gesto aprendido que sabía que a él le desagradaba profundamente.

–Perdóname –le dijo–. Pero no acierto a entender qué beneficio puedo sacar yo de tu ofensivo plan.

–¿Has llegado a pensar en el peligro que ha podido correr esta tarde tu hermano? –le preguntó Antonio con la ira dibujada en su mirada.

–Así que te han rayado tu precioso coche, ¿no? –dijo ella desafiante.

–No tienes la menor idea de la cantidad de caras que he tenido que reconstruir en todos estos años. Rostros perfectos y bellos, horriblemente desfigurados por niñatos que, como tu hermano, sólo saben divertirse quemando el motor a acelerones o haciendo caballitos con la moto por las calles de la ciudad sin pararse a pensar en la gente de su alrededor. Ésa es mi auténtica vida, Claire, esa vida por la que en ningún momento demostraste el menor interés.

–Muy bonito. Una salida muy típica tuya. Yo sacrifiqué mi profesión y toda mi vida por ti y por tu carrera sin que tú te dieras ni cuenta. Me pasaba todo el santo día encerrada en casa sin más compañía que la de tu madre y a veces, pocas, la de tu padre, que no hacían más que recordarme una y otra vez sin ninguna delicadeza que no era lo bastante buena para ser la esposa de su precioso hijo, su primogénito, el brillante cirujano.

–No es así como me lo cuenta mi madre –protestó Antonio–. Ella hizo cuanto estuvo en su mano para que te integrases en la familia, pero tú no pusiste nada de tu parte.

–Volvemos a lo de siempre –dijo Claire con un rictus de amargura–. La versión de tu madre frente a la mía, y tú sin decidirte a cuál de las dos creer.

Antonio se metió las manos en los bolsillos del pantalón para reprimir la tentación de estrecharla en sus brazos y someterla con sus besos. Él era dueño de sus emociones, siempre lo había sido. Necesitaba serlo para realizar en el quirófano aquellas operaciones tan largas y complicadas. Pero Claire tenía la virtud de exasperarle, de sacarle de quicio, como nadie. Cuando ella se ponía ofensiva, bastaban cinco minutos para hacerle hervir la sangre.

El hecho era que ella había solicitado el divorcio tan pronto puso él un pie en su país, dando así prueba de lo interesada que se había vuelto. Pero no estaba dispuesto a que ella se llevase la mitad de su herencia. Haría cualquier cosa para evitarlo. Ya se había llevado más que suficiente. Aún recordaba con indignación el día en que ella le había abandonado, no sin antes haberle pedido dinero a su madre.

Su apasionada y ardiente relación había dado un repentino giro cuando le había informado de que se había quedado embarazada. Pese a los recelos y dudas que siempre había tenido sobre sus verdaderos sentimientos hacia Claire, no había dudado ni por un instante en casarse inmediatamente con ella.

Aunque siempre le había dicho que le amaba, Antonio sospechaba que, en realidad, no se había enamorado de él, sino de su posición. Por lo poco que Claire le había contado, sabía que procedía de una familia humilde, en la que había tenido que sufrir todo tipo de privaciones. Las caras de infantil asombro que había puesto ella al presentarle a su familia y ver el nivel de vida que llevaban le habían resultado al principio divertidas, pero pronto se había dado cuenta de que él no representaba para ella más que el pasaporte hacia una nueva vida, una vida mejor que a la que estaba acostumbrada, una vida en la que cada nuevo día no fuese una lucha continua por la subsistencia. Y así habían sido las cosas hasta que el destino había entrado en sus vidas con su soplo más devastador.

Cada vez que Antonio pensaba en aquella época algo muy íntimo se le revolvía dentro. Había estado tan ocupado, tan absorbido por su trabajo… Su carrera de cirujano había sido extenuante y le había llevado la mayor parte del tiempo, resultándole casi imposible conciliar su vida profesional con la de esposo de una joven que había precisado las mayores atenciones para llevar adelante aquel embarazo no planificado. Su madre le había contado que había visto en más de una ocasión a Claire por la calle, con la bata de andar por casa. Era evidente que no había querido poner nada de su parte para llegar a ser la digna esposa de un cirujano. Sin duda, Claire había esperado hallar en Antonio un marido que estuviese pendiente de ella las veinticuatro horas del día, pero había resultado completamente distinto.

Él detestaba ahondar en sus sentimientos, pero tenía que admitir que si la hubiera querido al menos la mitad de lo que la había deseado sexualmente, las cosas hubieran sido probablemente muy diferentes. «Amor» era una palabra que no le gustaba emplear en relación a Claire o a cualquier otra mujer. Había llegado a la conclusión de que nunca se enamoraría de nadie.

El problema era que aún la quería. Nunca había dejado de quererla. Sentía una zozobra interior cada vez que estaba cerca de ella. Se le aceleraba la sangre por las venas cuando pensaba en los instantes de placer que ella le había proporcionado en aquellos años. Su falta de experiencia la había suplido con creces con su entusiasmo. Nunca había tenido una amante más satisfactoria. Había en su relación algo misterioso que le inducía a pensar que nunca se sentiría plenamente feliz hasta que consiguiera someterla de una vez por todas. Y ésa era una ocasión perfecta para intentarlo.

–Claire –dijo mirándola fijamente a los ojos–. ¿Por qué no dejamos de lado por una vez nuestro pasado y discutimos esto como personas maduras?

–Me cuesta entender qué tiene de madurez el que intentes obligarme a volver a entrar en tu vida cuando fuiste tú el que no quisiste que yo ocupase en ella el lugar al que tenía derecho –le respondió ella con una mirada cargada de desprecio–. Lo que realmente querías era un heredero, así que tan pronto como te fallé, te fuiste con la primera que pudiera dártelo.

Antonio contó hasta diez para sus adentros para controlar su arrebato antes de responder.

–Entiendo entonces que has decidido enviar a tu hermano a la cárcel. ¿Es así?

Claire se volvió de espaldas a él y cruzó los brazos sobre el pecho como si le sirvieran de escudo protector.

–Sabes muy bien que haría cualquier cosa para impedirlo, y éste es el as que pretendes usar conmigo –le respondió.

–Esto no es un juego, Claire.

–¿De verdad que no? –dijo ella, volviéndose de nuevo hacia él, en tono irónico.

–Tengo treinta y seis años –dijo Antonio tras un breve suspiro–. Ya es hora de sentar la cabeza, pero no puedo hacerlo hasta que lo nuestro se haya resuelto definitivamente de una u otra forma.

Claire sintió una aguda punzada dentro de su pecho.

–Entonces… –notó sus labios resecos y se pasó la punta de la lengua por ellos para humedecerlos–. Entonces, ¿estás pensando en volver a casarte… tan pronto como estemos divorciados?

–Podría ser –respondió Antonio con gesto inexpresivo–. He estado pensando mucho en ello últimamente.

–¿Estás… –inició su pregunta Claire disimulando el nudo que sentía en la garganta–, estás pensando en tener hijos?

–Sí, como la mayoría de la gente de mi edad, tengo intención de tener uno o dos, si es posible.

–En ese caso, no acierto a entender qué haces aquí perdiendo el tiempo conmigo –dijo ella esforzándose por sostener la mirada de Antonio–. ¿No sería mejor que te buscases otra mujer, en lugar de intentar reformar a la que ya has tenido y nunca has querido?

–No recuerdo haber dicho nunca que no te quisiera –dijo él, con encendida expresión–. Todo lo contrario, no estarías ahora aquí si no fueras para mí el centro de mis deseos.

Claire sintió que sus ojos se abrían como platos y que el corazón le saltaba dentro del pecho.

–Entonces… entonces, ¿quieres decir que aún… me quieres… que aún me deseas… sexualmente?

Antonio esbozó una leve sonrisa, avivando aún más la turbación de Claire.

–No sé por qué te extrañas de ello, cara –dijo Antonio, empleando esa cariñosa expresión italiana que había acostumbrado a usar con ella en otro tiempo.

–La verdad es que encuentro todo esto ofensivo –dijo ella apartándose un poco, descontenta consigo misma por su reacción anterior–. No me has dirigido la palabra en estos cinco años, exceptuando un escueto e-mail al poco de nuestra separación, y ahora esperas que me arroje de cabeza en tu cama. ¿Qué clase de mujer te figuras que soy para que pueda aceptar algo tan deplorable como eso?

–Si no tienes en la actualidad ningún amante, ¿qué tienes que perder?

–¿Por qué supones que no tengo un amante? –dijo Claire ofendida–. ¿Has contratado acaso a un detective privado para investigar mi vida privada?

–No olvides que aún sigues legalmente casada conmigo –dijo Antonio–. Creo que tengo derecho a saber si mantienes alguna relación, especialmente si vamos a ser de nuevo amantes.

–Cosa que es mucho suponer. ¿Y qué hay de ti? ¿Cuántas mujeres has tenido desde nuestra separación?

–Alguna cita ocasional, nada de importancia.

Claire quería creerle, pero conociéndole como le conocía, le costaba trabajo imaginar que pudiera haber mantenido una abstinencia sexual durante cinco años. Antonio era un hombre apasionado y viril, que gozaba de muy buena salud, y con una iniciativa sexual que a ella la había dejado temblando en sus brazos en todas las ocasiones. Podía ahora percibir su potencia y virilidad, y cómo su sensual magnetismo la envolvía como una niebla invisible, que ella no podía ver pero sí sentir en forma de gotas de rocío sobre su piel. Era algo que no experimentaba con ningún otro hombre. Sentía sus senos pugnando por liberarse del sujetador y la erección de sus pezones recordando sus ardientes besos y caricias. Toda su intimidad se estremecía deseando llenar una y otra vez el vacío de su feminidad con la potencia con que Antonio estaba dotado y que la había llevado a la trágica situación que ella había querido enterrar día tras día a lo largo de los meses y años que había estado apartada de su lado.

Se sentía avergonzada en aquel momento de su debilidad. ¿Qué clase de ingenua estúpida sería si le concediera una segunda oportunidad para que volviese otra vez a traicionarla y romperle el corazón?

Él no había querido nunca que su relación con ella fuera otra cosa más que algo pasajero, pero su embarazo inesperado lo había trastocado todo. A ella le había costado casi un mes reunir el valor necesario para contárselo. Recordaba aún la impasibilidad y frialdad con que había recibido la noticia. Pero luego, con gran sorpresa para ella, había sido él quien había insistido en que se casasen de inmediato. Sólo más tarde había comprendido que no había sido porque sintiese amor por ella, sino porque había querido un heredero.

Claire siempre había sido consciente de que Antonio nunca la había tomado en serio tanto como ella a él. Había oído demasiadas veces, como para olvidarlo, el viejo dicho de que los italianos se acostaban con las extranjeras pero acababan casándose con sus compatriotas. Pero a pesar de todo, se había sentido inmersa en un cuento de hadas, con un hombre atractivo que la colmaba de agasajos y regalos, y que por si fuera poco, la había iniciado en los placeres del sexo. Todo era como si un sueño se hubiera hecho realidad para la tímida campesina australiana de Outback.

Claire había sido siempre muy precavida con los hombres en el pasado. No había querido caer en los mismos errores que su madre, embarazada y abandonada en plena juventud, pasándose la mayor parte de la vida buscando el amor en los sitios equivocados, y acabando teniendo otros dos hijos que ninguno de sus padres había llegado a reconocer legalmente.

Claire no había querido, como la mayor parte de sus amigas, pasarse el resto de su vida en el pueblo. Había ahorrado poco a poco el dinero conseguido en los tres empleos a tiempo parcial que se había buscado, con el propósito de matricularse en una academia de peluquería. Se había graduado con el número uno y se había pasado todo el año ahorrando dinero para hacer un viaje por el extranjero, para ver un poco de mundo antes de establecerse definitivamente para ejercer su profesión.

Pero entonces había conocido a Antonio.

Había entrado a cortarse el pelo, y como Riccardo, el elegante jefe del salón de belleza, estaba ya comprometido con dos clientes, por culpa de una equivocación de uno de sus aprendices, le había pedido a ella que atendiera a Antonio.

Claire había saludado con una sonrisa a aquel hombre, tan alto y atractivo, y se había presentado a sí misma con marcada timidez.

–Disculpe usted el error que hemos cometido en el libro de citas. Creo que Riccardo ya le ha dicho que voy a encargarme yo de su servicio, ¿verdad?

–No se preocupe –había dicho él–. ¿Es usted inglesa, si?

–No –había respondido ella, ruborizada–. Realmente soy australiana, de Sidney… bueno, la verdad, no de Sidney ciudad… sino de un distrito rural… ya sabe usted… vacas, ovejas… ese tipo de cosas.

–¡Ajá, Australia! –había dicho él sentándose en el sillón–. Tengo yo allí algunos familiares lejanos. De hecho, mi hermano menor ha estado allí varias veces, y yo también me he prometido ir a verlos alguna vez. Es la tierra de las oportunidades, ¿no?

Claire había extendido la capa por encima de los hombros de Antonio, increíblemente anchos, y había sentido de repente un escalofrío eléctrico al tocarle accidentalmente con los dedos por debajo de la barbilla.

–Ah… sí… creo que sí. Si se está dispuesto a trabajar duro –había dicho ella tratando de evitar que su mirada se cruzase, a través del espejo, con los ojos negros y profundos de su cliente.

–¿Habla usted italiano?

–Non parlo italiano –había respondido ella, como pidiendo perdón–. Pero me gustaría aprenderlo. He estado pensando en tomar algunas clases.

–Yo te daré una lección gratis si aceptas cenar esta noche conmigo.

Los dedos de Claire se habían deslizado delicadamente por el sedoso cabello de Antonio.

–No sé si Riccardo permitirá que el personal confraternice con los clientes.

–Lo permitirá si yo se lo digo –había dicho Antonio, muy seguro de sí mismo.

–¿Le importaría, por favor, acercarse al lavabo? –le había pedido ella, tratando de aparentar calma.

Antonio se había incorporado en el sillón. A Claire le había parecido un gigante.

–Riccardo debe de tenerte en muy alta consideración cuando ha dejado a uno de sus mejores clientes en tus manos. ¿Estaré a salvo?

Claire había respondido a su flirteo como lo hubiera hecho cualquier otra joven de su edad.

–Sólo si se comporta como es debido, signor Marcolini –había dicho ella con una sonrisa–. Nunca he tenido queja de ningún cliente, ni siquiera de los más exigentes.

–Seguro que no –había dicho él echándose atrás para que ella le lavara.

Tenía que enterrar el pasado y concentrarse en el presente. No quería recordar cómo había deslizado los dedos por sus cabellos, acariciándolos, masajeándolos, recreándose durante más tiempo del que había empleado con los demás clientes. No quería recordar cómo había aceptado salir a cenar con él, no sólo esa noche, sino también la siguiente. Y mucho menos quería recordar la forma en que él la había besado en la tercera cita, transportándola a un clímax de deseo que había acabado, poco después, dejándola desnuda en sus brazos, los dos cuerpos enlazados en la cama, y su ahogado lamento quejándose de forma callada de que le había hecho daño en su…

«No», se dijo a sí misma.

Aquélla había sido la primera vez que le había hecho daño, pero no la última. Y aunque no lo quisiese, se veía obligada a pensar en aquella última vez.

–Me cuesta mucho creer que hayas podido pasar estos últimos cinco años sin ninguna amante –le dijo, dejando aflorar sus dudas.

–Puedes creer lo que quieras –dijo él.

–¿Sabes, Antonio? Esta vez vas a tener que ingeniártelas de verdad si quieres llevarme a la cama.

–¿Tú crees? –le respondió él con una sonrisa desafiante.

–Y tus padres y tu hermano, ¿qué piensan de tu malvada estratagema para llevarme de nuevo bajo el manto protector de la familia Marcolini?

Una oscura sombra pasó fugazmente por delante de los negros ojos de Antonio.

–Desgraciadamente, mi padre falleció hace un par de meses –dijo con un hilo de emoción en la voz–. Le dio un ataque agudo al corazón. Demasiados cigarrillos, demasiado estrés, y demasiada poca atención, supongo, a los consejos de los médicos y a su familia –dijo, e hizo una breve pausa, mirando a Claire con aire de reproche–. Pensé que te habrías enterado por la prensa.

–Lo siento –susurró ella agachando respetuosamente la cabeza–. Tu madre debe de echarle mucho de menos. Todos debéis de echarle de menos….

–Mi madre hace todo lo que puede en estas circunstancias –dijo él tras hacer un nuevo silencio–. Mi hermano, Mario, se ha hecho cargo del negocio de mi padre.

Claire, sorprendida por la noticia, elevó de nuevo la mirada, clavándola en los ojos de Antonio.

–¿Qué? ¿Estás diciendo que tu padre no te dejó nada en su testamento?

–Mario y yo somos socios en el negocio –dijo manteniendo siempre fija su mirada, como era característico en él–. Pero debido a mis compromisos profesionales me he visto en la necesidad de dejarle la mayor parte de los asuntos de la empresa.

–Estoy segura de que a tu hermano no le agradaría nada saber que pretendes estar conmigo durante tu estancia aquí –dijo Claire mirando de lado.

–Ya he hablado con mi hermano, y me dijo bastante enfadado que piensa que soy un estúpido por considerar que aún es posible una reconciliación contigo. Él ha sido siempre de la filosofía de que una y no más. Yo soy un poco más… cómo diría… tolerante.

Claire ya se imaginaba que el hermano de Antonio, el joven playboy, le habría hablado mal de ella, sus padres habían hecho también lo mismo. Pero lo que no entendía era que Antonio les hubiera creído. La última escena que había tenido con su madre se le había quedado grabada para siempre. Claire había guardado en su bolso durante mucho tiempo el cheque que ella le había dado, lo había llevado doblado y arrugado, igual que su estado de ánimo cada vez que había rememorado que había sido despedida de la casa igual que un criado que no hubiese cumplido con las expectativas imposibles de satisfacer que le había impuesto su amo. Pero finalmente lo había hecho efectivo sin el menor remordimiento. A su modo de ver, había sido un dinero bien ganado.

–¿Cómo supiste que fue mi hermano quien se llevó tu coche? –le preguntó Claire con mirada inquisitiva–. Nunca llegaste a conocer a nadie de mi familia.

«Gracias a Dios», pensó para sí.

Con su humilde madre se habría comportado con amabilidad, pero no con sus hermanos, tan alejados de los exclusivos círculos en que se movía Antonio.

–Cuando le detuvo la policía, se identificó él mismo –dijo Antonio–. No tuvo ningún reparo en revelar que era cuñado mío.

Claire sintió una punzada en el estómago.

–¿Dónde está? –preguntó–. ¿Dónde está ahora mi hermano?

–Llegué con él a un acuerdo para que pasara unos días con un amigo mío que dirige un centro para jóvenes con problemas en la Costa Sur.

–Quiero verle. Necesito saber que mi hermano se encuentra bien.

–Lo arreglaré para que puedas hablar con él por teléfono –dijo Antonio tomando su móvil.

Claire se mordía impaciente el labio inferior mientras escuchaba a Antonio hablando con su amigo. Cuando al fin le pasó el móvil, se volvió de espaldas para que él no viera la angustia dibujada en su cara ni escuchara lo que su hermano tuviera que decirle.

–¿Isaac? Soy yo, Claire.

–¿Qué pasa?

–Creo que sabes perfectamente lo que pasa –dijo apartándose unos pasos de Antonio y bajando un poco la voz para que no pudiera oírla–. ¿Por qué lo hiciste, Isaac? ¿Por qué de todos los coches que hay en el mundo tuviste que llevarte el de Antonio?

Escuchó la voz de Isaac con sus habituales expresiones barriobajeras.

–Odio el modo en que te trataba y pensaba que yo podría ayudarte. ¿Por qué tiene que ir ese bastardo millonario en una carroza de reyes mientras tú vas en ese cacharro? ¿No ibas a divorciarte por fin de él?

–La verdad es que estoy considerando… la posibilidad de… volver con él.

–¿Cómo? –le dijo su hermano hecho una furia–. ¿Por qué no me dijiste eso el otro día?

–¿Qué habría cambiado? –le preguntó ella.

Se produjo un breve silencio.

–Ya… quizá… no sé… parecías bastante dolida con el artículo y la foto ésa de la revista.

«¿Por qué no habré tirado aquella página a la basura?», pensó Claire.

–Mira, lo único que quiero ahora es que me prometas que te vas a portar bien y aproveches esta oportunidad.

–No tengo otra elección, aquí encerrado –gruñó Isaac.

–¿De verdad estás encerrado? –dijo Claire asustada.