Amor en la villa del mar Blanco - Ali Salem Iselmu - E-Book

Amor en la villa del mar Blanco E-Book

Ali Salem Iselmu

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Beschreibung

A orillas del mar Blanco, gracias a sus abuelos, Sidi y Naiara se conocen. Amigos desde entonces, el amor surge para unir a sus familias: la de los campamentos nómadas de jaimas y la de los pescadores que viven en caseríos. El amor es lo que da sentido a esta historia. Una historia de dolor, exilio, de pueblos que sufren, pero también de felicidad, de nostalgia y de superación. Amor en la villa del mar Blanco cuenta la historia de un campamento nómada y de cómo su estilo de vida y concepto del mundo se transforma con la llegada de comerciantes y marineros de otra tierra, de cómo del choque de culturas surge no solo la destrucción y el dolor, sino también el amor.

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Primera edición digital: octubre 2023 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Irene E. Jara Maquetación: Irene E. Jara Corrección: Víctor Rojas Revisión: María Luisa Toribio

Versión digital realizada por Libros.com

© 2023 Ali Salem Iselmu © 2023 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19435-41-5

Ali Salem Iselmu

Amor en la villa del mar Blanco

Este libro está dedicado a mi tía Munina Baba Hasena. Ella quería volver a la ciudad de su infancia, recuperar los recuerdos de su niñez y correr cerca de la pequeña fuente que marcaba el límite entre la arena y la hierba que crecía en el pequeño huerto.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Biografía

Preámbulo

Capítulo I. Beruaga y la familia Omar Uld Musa

Capítulo II. El pozo Blanco

Capítulo III. Huida a la meseta pedregosa

Capítulo IV. Las huellas perdidas

Glosario de términos en hassanía y euskera

Mecenas

Contraportada

Biografía

 

Soy Ali Salem Iselmu. Nací en 1970, cerca de la antigua ciudad de Villa Cisneros, actual Dajla. Como la mayoría de los saharauis, pertenezco a una familia nómada que acampaba en Negyir, un valle de acacias espinosas que se encuentra entre la zona costera del Sáhara Occidental y el Tiris. Allí nací. Desde pequeño, me enfrenté al exilio y tuve que huir junto con mi familia a finales del año 1978, después del final de la guerra que enfrentó a Mauritania y al Frente Polisario y terminó con la retirada de Mauritania del territorio del Sáhara Occidental.

En 1982 salí desde los campamentos de refugiados saharauis en el suroeste de Argelia y al igual que muchos niños del exilio, me formé en Cuba, país que tiene relaciones diplomáticas con la República Saharaui y que acogió a muchos niños, ofreciéndoles la posibilidad de estudiar diferentes ramas y especialidades en sus universidades.

En Cuba estuve desde 1982 hasta 1995, durante todo ese tiempo me formé y terminé la carrera de periodismo en la Universidad de Oriente, en la ciudad de Santiago de Cuba. Volví a los campamentos a finales de 1995 y estuve con mi familia hasta el año 1996, año en que empecé a trabajar en la Radio Nacional Saharaui como locutor y redactor de los servicios informativos en la sección que emite en lengua castellana.

En el año 2000 me trasladé a España y decidí abrir mi espacio profesional y seguir profundizando en mi formación, lo que me permitió participar en varias antologías de poesía saharaui, entre las cuales podemos citar: Añoranza, publicada en las Islas Baleares (2002); Bubisher, en la editorial Puente Palo, de las Islas Canarias (2003); Aaiún gritando lo que se siente, por la Universidad Autónoma de Madrid (2006); La primavera saharaui, editado por Bubok Publishing (2012); Umdraiga, por la Asociación de Amigos del pueblo Saharaui, Umdraiga, (2007); Treinta y uno, antología bilingüe en español e inglés editada por la editorial Sombrerte en el Reino Unido (2007); Generación de la amistad saharaui, antología bilingüe francés y español, por la editorial L´atelier du tilde, en Francia (2016); La fuente de Saguia, un libro de relatos cortos editado por la asociación Umdraiga (2009); Don Quijote, el azri de la badia saharaui, editado por la Universidad de Alcalá de Henares (2008); Poetas saharauis (Generación de la Amistad), Fundación Editorial El perro y la rana (en Caracas 2013); Bajo el mismo cielo son, editado por Acción en Red Asturies y Asociación Bubisher (2015).

Autor en solitario del poemario La música del Siroco (2008), editado por Umdraiga, Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui en Aragón; del libro de relatos cortos Un beduino en el Caribe (2014), editado por Umdraiga, Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui en Aragón, traducido al euskera como Beduino bat Karibe Aldean, y publicado por la editorial Erroa, del País Vasco (2015); y La luz de cuatro velas en el Sáhara de la editorial Wanáfrica (2018). He publicado varias cartas y artículos de opinión en diferentes periódicos, como Gara y El País y la Agencia Internacional de Noticias Pressenza.

Actualmente vivo en el País Vasco y trabajo de traductor del castellano al árabe clásico y al hassanía. Presido la Asociación Tifisqui Cultural de escritores saharauis.

Preámbulo

 

Una inesperada separación y un campamento de jaimas negras que quedó reducido a cenizas en Beruaga. Son dos hechos que cambiaron para siempre la vida de la familia Omar Uld Musa, alejando a los abuelos de su tierra.

Una historia en la que se relata cómo quedan atrapados los padres Ahmedu y Salma en la villa del mar Blanco. La huida de los abuelos notables Mahfud y Fatimetu hacia la meseta pedregosa junto con su nieto Sidi, que se ve separado de su hermana Leila.

El amor de Sidi por Naiara desde una tierra lejana y la amistad de los abuelos Mahfud Uld Omar Uld Musa y Javier Errasti son el principal móvil de una historia de amor en la que los habitantes del bosque frío, dueños de grandes caseríos, conocen a los nómadas del desierto que viven en jaimas negras.

El amor y la supervivencia en medio del dolor son la principal causa que mueve a los personajes de esta historia, empecinados en luchar por su tierra y recuperar sus raíces, a pesar del destierro.

El anciano del campamento es el poeta espiritual del gran frig de los Omar Uld Musa. Fatimetu es la sabiduría que acompaña al notable Mahfud en su lucha por mantener unido al gran campamento en busca del pasto y del agua.

La lucha entre el mundo sedentario de marineros y pescadores se compenetra en estas páginas con los pastores nómadas, mezclando lengua y tradición.

Cada mundo conoce al otro desde la diferencia que une a los protagonistas en su lucha por superar el miedo y recuperar la libertad que conocieron en el brillo de las estrellas, al abrigo de una montaña o en el interior de una jaima.

El amor en condiciones excepcionales vence a la muerte, a la separación y al dolor. La esperanza de un reencuentro y la vuelta a la tierra de Sidi y los recuerdos de Javier Errasti llevarán a Naiara a un lugar lejano y desconocido, donde la familia de los Omar Uld Musa anhela reencontrarse.

Ninguna huella se perderá si sabemos encontrarla sobre la arena, descifrando su origen y recuperando su pasado. Intentarán cambiar el nombre de las calles, de las ciudades y de los monumentos. Pero nunca borrarán la historia del viento de arena que surca las montañas y penetra en los ojos de la memoria, manteniendo viva nuestra leyenda de oteadores de las estrellas que duermen debajo de la sombra de una montaña.

Capítulo I

Beruaga, la familia de los Omar Uld Musa

Cuando las primeras estrellas de verano empezaban a ser visibles desde el centro del cielo, la familia Omar Uld Musa[1] comenzó los preparativos del fin de la primavera, llevada por la necesidad de acercar su ganado a algún pozo, en busca de agua para sus rebaños. El notable Mahfud observó los pastos amarillos que se habían secado con las tormentas de arena que soplaban de forma incesante desde el este. Recordaba varios pozos en los que habían veraneado otras veces, pero necesitaba consultar a su hijo Ahmedu sobre el tiempo en que iban a llevar todo su ganado hacia un lugar que les proporcionara abundante agua.

Fatimetu, la madre de los Omar Uld Musa, y su nuera, Salma, iban cogiendo agua de los bidones que luego introducían en los odres para enfriarlos en el interior de la jaima. Aquel frig[2] era uno de los más grandes que se había asentado en esa tierra. Las lluvias de otoño habían sido torrenciales, por eso todos iban llegando de distintos lugares en busca de aquella hierba conocida como etair[3], la hierba que le permitía al ganado producir más leche.

El notable Mahfud iba a lomos de su dromedario preferido, aquel animal que se orientaba solo. Sabía que las temperaturas eran altas, los primeros síntomas del verano eran palpables. Empezaba a buscar con frecuencia la sombra de los árboles, olía varias veces el odre de agua que estaba colocado en el tronco de aquella acacia que servía de sombra contra el calor y de abrigo contra el frío.

En la memoria del notable y del dromedario estaban situados los pozos que habían conocido en los últimos veinte años. El notable no podía tomar una decisión e ir a uno de esos lugares. Tenía que consultar a cada jaima de aquel frig y decidir hacia qué pozo iban a llevar sus rebaños.

De noche, el consejo de sabios se reunió en la jaima de los Omar Uld Musa. Ahmedu vio a su padre enfrascado en una larga charla en la que iba situando a los hombres en los pozos que había por esa zona y decía cuál de ellos tenía suficiente agua para el ganado. El anciano del campamento lo escuchaba atentamente.

Mientras, Fatimetu, la madre de los Omar Uld Musa, preparaba con su nuera Salma leche de cabra en varios cuencos, mezclándola con agua. También llenaba los platos de dátiles con un poco de manteca de cabra para agasajar a los invitados.

Todos empezaban a hablar a la vez sin ponerse de acuerdo. Unos querían ir a los pozos de la zona norte, otros querían ir a los pozos de la zona sur, y la gran ola de calor estaba cada vez más próxima. El brillo de las estrellas estaba más apagado y un aire caliente soplaba con la oración nocturna, la que coincide con la hora de ordeñar el ganado poniendo fin a todos los trabajos del frig.

El notable Mahfud, el padre de los Omar Uld Musa, proponía una votación al consejo de sabios.

—Callaos todos, que cada uno proponga un pozo y entre todos decidiremos —sentenciaba Mahfud, tocando ligeramente su pequeña barba.

Mientras, aquellos hombres iban degustando unos dátiles de color oscuro, untados con manteca de cabra, que habían preparado de forma cuidadosa Fatimetu y Salma. Ahmedu se esmeraba con la tetera para servir la primera ronda.

Después de una serie de consultas, decidieron citarse dentro de una semana y hablar con sus respectivas familias para saber el estado en que se encontraba su ganado.

Salieron todos de la jaima, el anciano del campamento se acercó a una pequeña línea formada de piedras y anunció la oración nocturna, la última de todas. Recitaba en voz alta mientras los demás lo acompañaban en silencio. Cuando terminó la oración, abrió sus dos manos y empezó a pedir a Dios prosperidad para todas las familias y su deseo de que acertaran en la decisión que iban a tomar antes de la llegada del calor.

Cuando el silencio se apoderó del gran campamento de jaimas negras, Ahmedu acababa de terminar de ordeñar el ganado de su familia e iba mirando la diferencia en la marca de sus animales y los de su padre, Mahfud. Entonces vio que los cuencos grandes apenas llegaban a la mitad, lo cual era para él una señal clara de que los días prósperos de invierno se habían terminado. Pensó entonces en su mujer, Salma, y sus hijos, Sidi y Leila. Sabía que los niños estaban en una edad en la que necesitaban mucha leche para su crecimiento.

Cuando entró en la jaima, sus hijos estaban dormidos. Su mujer, Salma, situada en el lado izquierdo, preparaba los odres para introducir en ellos la leche recién ordeñada. Cogió la linterna y alumbró para ver los cuencos. Y, con la ayuda de un embudo, fue envasando toda la leche para batirla al día siguiente.

Toda la familia se cubrió con una sábana blanca y apoyó la cabeza en unos cojines de cuero. El fuego estaba apagado y solo se oía en todo el frig la lucha de los sementales.

El notable Mahfud estaba despierto, recordando los pozos de agua en los que había veraneado su ganado. Su mujer, Fatimetu, dormía en el interior de la jaima.

Aquella tierra, llamada Beruaga[4], era la frontera sur para los Omar Uld Musa; su ganado la había recorrido muchas veces. Sus pastos y sus árboles curaban todas las enfermedades. Era su lugar favorito para pasar el invierno. En ella estaban enterrados veinte de sus antepasados y ellos eran el fruto de las generaciones que allí habían vivido siempre.

El color blanco y claro de su ganado era inconfundible, sus jaimas negras se avistaban a muchos kilómetros, el notable Mahfud era el gran chej[5] del frig, sobre su cabeza llevaba el turbante que simbolizaba la autoridad. Él tomaba la mayoría de las decisiones de aquel campamento de trashumantes y su palabra era la ley para todos.

Al día siguiente, el sol se apoderó de las montañas. Todos los hombres del frig se preparaban para una larga jornada de trabajo con el ganado, mientras que las mujeres tenían que remendar las jaimas y reparar las esteras y cojines a la espera de noticias sobre la estación de verano.

Mahfud preparó el dromedario blanco sobre el que hacía largos trayectos, colocó todas sus provisiones en una pequeña maleta de cuero y llenó los bidones de agua, mientras su mujer, Fatimetu, acompañaba sus pasos e iba susurrando pequeñas frases que se mezclaban con el viento. Señalaba con la mano en todas las direcciones y luego miraba el cielo limpio, deseando su vuelta.

Mahfud se alejó dejando a su espalda a sus nietos y a su nuera. Detrás de él quedaba todo el campamento de jaimas, con la suya colocada en el centro, conocida por todos con el nombre de los Omar Uld Musa, originarios de Beruaga.

El dromedario blanco lo iba guiando hacia el oeste y él tenía que explorar los pozos de agua y traer noticias rápidas a aquel campamento de jaimas que lo estaba esperando. Desde una colina, su hijo Ahmedu observaba cómo se iba alejando hasta desaparecer en el horizonte.

Conocía aquella tierra y sabía que después de las grandes dunas se hallaba el pozo de la Garganta Profunda, aquel que se derrumbó hacía muchos años, provocando la muerte de muchos ganaderos. Sabía que el árbol de ignin[6] lo orientaría hacia el sur, pero Mahfud quería alcanzar el oeste, cerca del mar, y ver el pozo Blanco, al que quería llevar aquel frig.

Cuando se adentró en el campo de dunas, el calor iba aumentando y aquella tierra parecía un enorme océano de olas imaginarias que lo iba llevando hacia un horizonte interminable. Varios árboles se divisaban a lo lejos, y hacia ellos se dirigió en busca de una sombra que lo protegiera del sol del mediodía.

El dromedario blanco sintió cómo la mano de Mahfud iba soltando las riendas y aceleró sus pasos, pues sabía que, en cuanto aparecía en las dunas, ese tipo de vegetación era una señal clara de la presencia de agua.

Las temperaturas iban aumentando y un silencio total se apoderó de las dunas. Dejó de soplar el viento del este. Mahfud seguía mirando hacia aquellas acacias. Y, cuando se aproximó, vio unas figuras moverse entre la vegetación. Se preguntó quiénes serían. Primero pensó en los cazadores de gacelas que solían internarse en las dunas a esperar a sus presas en la sombra de los árboles. «Serán unos bandidos de estos que se dedican a sacrificar el ganado e intercambiarlo por cebada», se dijo luego, mientras diferentes hipótesis se apoderaron de su mente. Miraba en todas direcciones con el temor de ser atacado. Decidió entonces abarracar su dromedario, sacó un fusil ligero y largo, se puso en cuclillas y empezó a escudriñar el entorno con los prismáticos. Fue entonces cuando vio a varios hombres vestidos con ganduras[7] de color tierra que estaban cortando carne en largas tiras y las iban colgando sobre los árboles para secarla.

Mahfud sabía que hacia el oeste no había ningún peligro. Entonces volvió a subir sobre su dromedario y lo tocó ligeramente en el cuello. El animal se incorporó y empezó a encaminarse hacia los árboles, pues su nariz lo llevaba de forma instintiva al lugar donde los hombres le proporcionarían agua.

En el campamento de jaimas de Beruaga, la madre de los Omar Uld Musa, Fatimetu, ordenó a su hijo Ahmedu sacrificar un carnero y repartirlo en pequeñas raciones para donarlas a las familias más pobres. Quería que Mahfud quedara a salvo durante su travesía por las dunas. En el frig se seguía con inquietud las noticias del verano; los ancianos se pasaban horas y horas discutiendo en el interior de las jaimas sobre qué ruta era la más corta y segura para el ganado en caso de llevarlo hacia el oeste.

Ahmedu se hallaba con su mujer, Salma, recogiendo leña, acumulando agua en los bidones y preparando a sus hijos, Leila y Sidi, para la larga travesía. Entonces sentó a los niños cerca de la entrada de la jaima y les obligó a repetir y escribir extensos versos en hasania[8].

Decía a sus hijos:

—Este poema me lo enseñó vuestro abuelo Mahfud, y canta a los caballos y la lluvia.

Mientras, los dos niños permanecían leyendo en voz alta:

El jinete volvió del oasis,

con un saco lleno de dátiles,

a los niños trajo la lluvia,

una nube cubrió el campamento de jaimas,

bajo sus gotas todos daban vueltas.

El caballo es mío,

el fusil es mío,

soy la noche,

soy el día,

esta es la luna,

este es el sol.

Los niños repetían una y otra vez el poema, cogían la tabla de madera y volvían a escribir y a escribir con un lápiz impregnado en una tinta a base de carbón vegetal mezclado con agua. Ahmedu insistía en que tenían que memorizar la poesía, pues en ella estaba la historia de sus antepasados, grandes notables, guerreros y oteadores. Así que los niños se esforzaban abrazando aquellas tablas de madera y su voz se mezclaba con el sonido de los pájaros que venían a buscar agua a las inmediaciones de la jaima. Entre tanto, Salma hervía en una cazuela cecina de cabra mezclada con aceite, mientras mantenía el pan redondo de cebada envuelto en una tela fina.

Cuando los niños acabaron de memorizar el poema de los caballos y la lluvia, su madre les tenía preparada en un pequeño plato la cecina de cabra junto con el pan de cebada. Los pequeños comieron en una esquina de forma discreta, lejos de cualquier mirada extraña, pues su madre temía al mal de ojo y los espíritus malignos. Quería que crecieran saludables y pudieran asumir su trabajo en las interminables labores del ganado.

El calor del mediodía había aumentado tanto que el movimiento de personas había cesado en el gran campamento de jaimas. Ya todos guardaban descanso en una larga siesta. Los pájaros y hasta los cabritos pequeños dejaron de moverse. Las altas temperaturas eran letales y todos sabían lo peligrosas podían resultar.

El anciano del campamento que anunciaba siempre la oración, cuando vio que el sol empezaba a inclinarse hacia el oeste y su sombra era mucho más larga, salió de la jaima y se dirigió a la inmensa acacia a la que todos acudían para compartir el rezo de la tarde y jugar al tablero de damas que dibujaban en la arena.

Empezaba así el duelo sobre el tablero de arena. El anciano movía cada ficha del tablero con mucha habilidad. Ahmedu, que era su rival, dudaba en cada movimiento que iba a hacer. Unos le decían: «Tienes que defenderte». Otros le sugerían que debía responder con un ataque. El anciano, que miraba a través de sus pequeños ojos rodeados de arrugas y canas, decía:

—Yo soy el notable, el de mayor experiencia. Después de Mahfud, el turbante que le da a uno la autoridad sobre los demás es mío.

Y todos reían a la sombra de aquel árbol. Las mujeres habían llenado una tela negra de arena, y sobre ella dibujaron varias rayas, en las que iban colocando piedras pequeñas; tenían ocho palos pulidos en una cara y decorados en la otra y con ellos jugaban bajo la atenta mirada de Fatimetu. En los ojos grandes y cansados de Salma se notaba cierta alegría, mientras su hija Leila tenía las manos apoyadas sobre su espalda.

—Mamá, sube la ficha a la parte de arriba, y baja esta, que están a punto de alcanzarla —le decía Leila a su madre.

Algunas mujeres reían y reían, mientras otras iban haciendo largas trenzas a las más jóvenes, adornándoselas con perlas blancas y rojizas.

Los niños jugaban al escondite detrás de las cuerdas que sujetaban las jaimas.

A medida que el sol se iba inclinando, el gran campamento de jaimas recobraba su alegría: los pequeños cabritos corrían hacia la sombra de las acacias y volvían, empezaba a soplar el viento que provenía del mar, y esa era una buena señal. El calor podía esperar unos días. Pero todos sabían que la aparición de las primeras estrellas de verano era una señal clara del cambio que se avecinaba. Las noches y tardes se diferenciaban siempre del mediodía.

El anciano del campamento de Beruaga había ganado varias veces, ya no quería seguir jugando. Para él, el único rival que le podía vencer era Mahfud, el padre de la familia Omar Uld Musa, pero no estaba. Se había marchado hacia el oeste, donde el desierto de dunas termina en las olas del mar. Mientras el grupo de hombres y mujeres seguían entretenidos, él se levantó. Pensaba en Mahfud. «¿Habrá llegado al pozo de la Garganta Profunda?», se preguntaba en silencio. Se aproximó entonces a una pequeña colina, miró el cielo una y otra vez. Luego se sentó y empezó a recordar aquella vez en que se quedaron sin agua. Los hombres se habían marchado hacia el sur. En el campamento solo quedaban las mujeres y los niños. Él abrió entonces el libro de su abuelo, en el que estaban escritas las frases que atraían la lluvia, y empezó a recitarlas en voz alta mientras miraba el cielo. Las mujeres estaban desesperadas. Una pequeña nube de color blanco, rodeada por un cielo limpio, empezaba a inclinarse sobre el frig de los Omar Uld Musa. El anciano recordaba cómo iba pasando las páginas del libro mientras las gotas de lluvia iban cayendo. Las mujeres sacaban los cuencos, que se llenaban de agua. Los niños cantaban:

Que caiga la lluvia,

que se alcen las nubes,

que sople el viento húmedo,

que vuelvan los lagartos,

que se moje la arena.

Entre lágrimas y recuerdos, pensaba el anciano del campamento en el notable del frig de los Omar Uld Musa, en Mahfud, el hombre de las palabras tranquilas y de los gestos suaves al que todos acudían en busca de camellas lecheras o animales de carga. Cuanto tenía el notable era para servir a los demás. Su riqueza consistía en la reputación que le otorgaban. De ella había nacido su autoridad.

Un sol rojizo empezaba a ocultarse detrás de las montañas cuando el anciano escuchó la llamada del rezo del fin del día. Se acercó a un pequeño montículo de arena y sobre él colocó las manos. Purificó su cuerpo con los granos que se habían pegado a sus dedos. Luego dirigió su mirada hacia el este y abriendo los brazos oró en voz alta. El eco de su voz se oía en el interior de la colina mientras la oscuridad iba venciendo los últimos rayos de luz.

Una noche apacible se apoderó del campamento de los Omar Uld Musa. Mientras aquella luna de color brillante nacía desde el este, los pastores gritaban detrás del ganado que iba buscando las hogueras que surgían delante de las jaimas.

Ahmedu seguía pensando en su padre, si habría alcanzado el pozo. Meditaba sobre el viaje que tenían que hacer a la costa, porque en Beruaga no había suficiente agua para todo el verano. La primavera había sido buena, pero los síntomas del calor eran evidentes.

En el pozo de la Garganta Profunda, Mahfud llevaba varios días con los cazadores de gacelas esperando que mejorara el tiempo para continuar su travesía. Los cazadores le ofrecieron cecina de gacela y le hablaron de los pozos de la costa. Le dijeron que en diez noches podía alcanzar el pozo Blanco, que allí encontraría a los pescadores que vivían en pequeñas construcciones cerca de la playa. Él tenía que ir rápido para asegurarse de las buenas condiciones del pozo. Sabía que su campamento, el campamento de los Omar Uld Musa, esperaba noticias suyas.

En las primeras horas estuvo llenando sus bidones y sus odres. Los cazadores le dieron suficiente cecina: sabía que en la costa tendría pescado seco, pero en aquella época del año las tormentas de arena podían retrasar su viaje.

Inspeccionó detenidamente su dromedario blanco, tocó su joroba, su cuello. El animal tenía pequeños granos de arena que se habían ido acumulando sobre los lagrimales. Echó agua en las pequeñas fuentes de cemento y el animal empezó a beber grandes sorbos; luego retiraba la boca y movía los labios, de los que iban cayendo las gotas.

Mahfud aún se acordaba del día en que cayó en el fondo de aquel pozo, hacía ya muchos años. Estuvo toda la noche atrapado, hasta que llegó un pastor de cabras y le dijo «Asalam aleikum[9]