Amor y amistad - Jane Austen - E-Book

Amor y amistad E-Book

Jane Austen.

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Beschreibung

En esta novela, Amor y amistad, se reunen los tres cuadernos que Jane Austen escribio a muy temprana edad (13-14 años), y que ella misma llamo volumenes y numero colectivamente del I al III. Hay textos que no corrigio nunca, pero otros son piezas muy evolucionadas que la autora reviso justo antes de la publicacion de Juicio y sentimiento.

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AMOR Y AMISTAD

Jane Austen

INDICE

NOTA AL TEXTO

PRÓLOGO

por G. K. Chesterton

VOLUMEN I (Selección)

JACK Y ALICE

EDGAR Y EMMA

HENRY Y LIZA

LA BELLA CASSANDRA

LAS TRES HERMANAS

UNA BELLA DESCRIPCIÓN

VOLUMEN II

AMOR Y AMISTAD

EL CASTILLO DE LESLEY

LA HISTORIA DE INGLATERRA

UNA COLECCIÓN DE CARTAS

[FRAGMENTOS]

LA MUJER FILÓSOFO

PRIMER ACTO DE UNA COMEDIA

CARTA DE UNA JOVEN DAMA

UN VIAJE A TRAVÉS DE GALES

UN CUENTO

VOLUMEN III

EVELYN

CATHARINÉ, O EL CENADOR

NOTAS

PRÓLOGO

En un debate sobre la estupidez y la uni-formidad de todas las generaciones anteriores a la nuestra aparecido recientemente en un periódico, alguien dijo que en el mundo de Jane Austen era de esperar que una dama se desmayara al recibir una proposición de matrimonio. Para aquellos que hayan leído alguna de las obras de Jane Austen, esta conexión de ideas resultará ligeramente cómica. Eliza-beth Bennet, por ejemplo, recibió dos proposiciones de matrimonio de dos admiradores muy confiados, e incluso expertos, y desde luego no se desmayó. Sería más cierto decir que fueron ellos los que lo hicieron. En cualquier caso, sería divertido para quienes así se divierten, instructivo quizá para quienes necesitan ser instruidos, saber que los primeros trabajos de Jane Austen, publicados aquí por vez primera, podrían denominarse: sátira de la fábula de la mujer que se desmaya. «Ten cuidado con los desvanecimientos... Aunque al principio puedan parecer reconfortantes y Agradables, al final, sobre todo si se repiten demasiado y en estaciones poco apropiadas, son destructivos para el Organismo». Éstas son las últimas palabras de la moribunda Sophia a la afligida Laura, y hay críticos modernos capaces de ver en ellas una prueba de que en la primera década del siglo XIX la sociedad entera vivía en un perpetuo desmayo, cuando la verdad de esta pequeña burla es que el desmayo producido por una sensibilidad extrema no se satiriza porque sea un hecho -hecho incluso entendido como una moda- sino y únicamente porque es una fic-ción. Laura y Sophia son ridículamente irrea-les por desmayarse de una forma en la que las damas reales no se desmayan. Esos modernos ingeniosos que dicen que las damas de verdad se desmayaban no son sino víctimas de la ironía de Laura y de Sophia y malos in-térpretes de Jane Austen; no creen en las personas que vivieron en aquel tiempo, sino en las novelas más absurdas de ese período, novelas en las que ni siquiera creían sus lectores contemporáneos. Han digerido toda la solemnidad de los Misterios de Udolfo y nunca han reconocido la broma de La abadía deNorthanger.

Porque si estos juvenilia de Jane Austen son un especial anticipo de sus trabajos posteriores, lo son sin duda del aspecto satírico de La abadía de Northanger. Podríamos hablar ahora de su considerable significado en ese sentido, pero no estaría mal adelantar unas palabras sobre las obras mismas como ejemplos de historia literaria. Todo el mundo sabe que la novelista dejó un fragmento inacabado, publicado después con el nombre de The Wat-sons, y una historia acabada, en forma de cartas, llamada Lady Susan, que aparentemente decidió no publicar. Estas preferencias no son sino prejuicios -entendidos éstos como asuntos de gusto difíciles de manejar-; pero debo confesar que considero un raro accidente histórico que algo en comparación tan aburrido como Lady Susan haya sido publicado ya, y algo en comparación tan vivo como Amor y Amistad no haya sido publicado hasta ahora. Al menos es una curiosidad literaria que tales curiosidades literarias hayan vivido por accidente casi ocultas. Sin duda es correc-to pensar que podemos ir demasiado lejos al vaciar la papelera de un genio delante del público, y que hay un sentido en el cual la papelera es un lugar tan sagrado como la tumba. Pero sin arrogarme más derecho que nadie a decidir sobre una cuestión de gusto, espero que se me permita decir que, por mi parte, habría dejado encantado en la papelera a Lady Susan si hubiera podido reunir en un álbum privado las piezas de Amor y Amistad, un texto para reír sin parar, como uno se ríe leyendo los grandes textos burlescos de Pea-cock o de Max Beerbohm.

Jane Austen dejó todo lo que poseía a su hermana Cassandra, incluyendo éste y otros manuscritos. El segundo volumen de estos manuscritos, entre los que se encuentra el presente, fue dejado a su vez por Cassandra a su hermano, el almirante sir Francis Austen.

Él se los dio a su hija Fanny, quien a su vez se los dejó a su hermano Edward, rector de Barfrestone, en Kent, y padre de la señora Sanders, a cuya sabia decisión debemos la publicación de estas primeras fantasías de su tía abuela, a quien sería confuso llamar aquí gran tía abuela .2 Cada cual juzgará por sí mismo, pero yo creo que ella ha añadido algo intrínsecamente importante a la literatura y a la historia de la literatura, que hay carretadas de materia impresa, generalmente reconocidas y editadas junto a las obras de todos los grandes autores, mucho menos características y mucho menos significativas que estas pocas bromas de infancia.

Porque Amor y Amistad, con algunos pasa-jes similares en los fragmentos que lo acompañan, es realmente una soberbia obra bur-lesca, algo muy superior a lo que las damas de aquel tiempo llamaban un chascarrillo agradable. Es una de esas cosas que se leen con gozo porque han sido escritas con gozo; en otras palabras, porque son juveniles, en-tendiendo aquí juvenil como alegre. Se cree que escribió estas cosas cuando tenía diecisiete años, y evidentemente lo hizo de la forma en que la gente dirige una revista familiar, porque las ilustraciones que se incluyen en el manuscrito eran obra de su hermana Cassandra. Todo el trabajo está lleno de esa clase de buen humor que es más intenso en privado que en público, igual que la gente se ríe más en la casa que en la calle. Muchos de sus admiradores quizá no esperen, muchos de sus admiradores quizá no admiren, la clase de humor que se encuentra en la carta de la joven dama «cuyos sentimientos eran demasiado intensos para el razonamiento» y que comenta incidentalmente: «Maté a mi padre cuando era muy pequeña, después maté a mi Madre y ahora me dispongo a asesinar a mi Hermana». Personalmente, me parece admirable; no la culpa, sino la confesión. Pero hay mucho más que hilaridad en el humor, incluso en este estadio de su crecimiento. Hay una especie de elegancia del absurdo casi en todas partes, y no poca de la verdadera ironía de Austen. «El noble joven nos informó de que su nombre era Lindsay, aunque por razones particulares lo llamaré aquí Talbot.» ¿De verdad alguien podía desear que una cosa así desapareciera en la papelera? «No era sino una simple joven de buen carácter, educada y bien dispuesta. Como tal, era difícil que nos disgustara: sólo podía ser objeto de desdén.»

¿No se parece a una primera línea borrosa del retrato de Fanny Price? Al escucharse un fuerte golpe en la puerta de la casa rústica junto al río Uske, el padre de la heroína se pregunta por la naturaleza del ruido y, después de ana-lizarlo, paso a paso, con cuidado, todos llegan a la conclusión de que se trata de alguien que llama a la puerta. «Sí -exclamé yo-. No puedo evitar pensar que debe de tratarse de alguien que desea ser admitido en nuestra casa.»

«Ésa es otra cuestión -replicó él-. No debemos pretender determinar cuál es la causa por la cual la persona llama a la puerta, aunque estoy parcialmente convencido de que alguien llama a la puerta.» En la exasperante lentitud y lucidez de la respuesta, ¿no se encuentra la sombra de otro padre más famoso?

¿No escuchamos por un momento, en la casa rústica junto al río Uske, la voz inconfundible del señor Bennet?

Pero hay una razón más crítica para disfrutar de la alegría de estas caricaturas y de estos juegos. El señor Austen-Leigh parece no haberlos encontrado lo suficientemente serios para la reputación de su gran pariente; pero la grandeza no está hecha de cosas serias, seriedad entendida como solemnidad. La causa que motiva estas obras es tan seria como la que incluso él o cualquier otra persona pudiera desear, porque concierne a la calidad fundamental de uno de los talentos más grandes de las letras.

Los primeros trabajos de Jane Austen tienen en su totalidad un enorme interés psicológico, que llega casi a convertirse en misterio psicológico. Y por esa razón, entre otras, esta obra no ha sido lo suficientemente valorada.

Grande como fue, nadie defendió que Jane Austen fuera una poeta. Pero fue un ejemplo notable de lo que se dice de un poeta: nació, no fue fabricada. Comparados con ella, muchos de los poetas parecen haber sido fabri-cados. Muchos hombres que ofrecen el aspecto de haber prendido fuego al mundo han dejado al menos pruebas suficientes sobre lo que les inflamó a ellos mismos. Hombres co-mo Coleridge o Carlyle prendieron sus primeras antorchas en las llamas de místicos ale-manes o especuladores platónicos igualmente fantásticos; atravesaron calderas de cultura donde personas menos creativas incluso po-drían haber ardido en las llamas de la crea-ción. Jane Austen no se inflamó, no se inspiró para ser un genio, ni siquiera lo persiguió; simplemente era un genio. Su fuego, lo que había de él, comenzó en ella misma, como el fuego del primer hombre que frotó dos palos secos uno contra otro. Algunos dirían que los palos que frotó estaban muy secos. Lo que en cualquier caso es cierto es que con su propio talento artístico ella hizo interesante lo que miles de personas aparentemente iguales hubieran hecho aburrido. No había nada en sus circunstancias particulares, ni siquiera en las materiales, que pareciera abocar al nacimiento de tal artista. Quizá suene equivocado y atrevido el decir que Jane Austen era elemental. Quizá parezca un poco caprichoso el insistir en que era original. Sin embargo, estas objeciones vendrían del crítico que no se detiene a pensar en el sentido de «elemento»

y de «origen». Quizá esta idea quedaría también expresada en el significado de la palabra

«individuo». El talento de Jane Austen es absoluto, no puede analizarse en términos de influencias. Ha sido comparada con Shakespeare, y en este sentido nos hace recordar la broma sobre el hombre que dijo que podría escribir como Shakespeare si tuviera su inteligencia. En este caso, nos parece ver a miles de solteronas, sentadas ante miles de mesas de té: todas ellas podrían haber escrito Emma si hubieran tenido su inteligencia.

Al considerar incluso sus primeros y más imperfectos experimentos, nos encontramos con el interés de mirar una mente y no un espejo. Quizá no sea consciente de ser ella misma, pero lo que no es, al contrario de muchos imitadores más cultos, es consciente de ser otra persona. La fuerza, en sus primeros y menos acabados trabajos, viene de dentro y no de fuera. Este interés, que le pertenece como ser individual con un instinto superior para la crítica inteligente de la vida, constituye la primera de las razones que justifican un estudio sobre sus trabajos juveniles; es un interés basado en la psicología de la vocación artística. No diré del temperamento artístico, porque nadie menos que Jane Austen tuvo nunca esa cosa tan pesada, llamada así generalmente. No obstante, aunque ésta sola sería razón suficiente para intentar averiguar cómo empezó su trabajo, el interés se hace aún más relevante cuando realmente sabemos cómo empezó. Esto es algo más que el descubrimiento de un documento, es el descubrimiento de una inspiración. Y el de que la inspiración fue la inspiración de Gargantúa y de Pickwick: la inspiración de la risa.

Si puede parecer extraño llamarla elemental, parecerá igualmente extraño llamarla exuberante. Estas páginas traicionan su secreto: que era exuberante por naturaleza, y que su poder venía, como todos los poderes nacen, del control y de la dirección de la exu-berancia. Tras sus miles de trivialidades, ahí están la presencia y la presión de esa fuerza; hubiera podido ser extravagante si lo hubiera querido. Jane Austen era el reverso mismo de una solterona almidonada o famélica; si lo hubiera querido, hubiera podido ser un bufón como la Esposa de Bath. Esto es lo que otorga una fuerza infalible a su ironía. Esto es lo que da un peso asombroso a sus modestas decla-raciones. Tras la fachada desapasionada de esta artista, también, está la pasión; pero su pasión, tan original, era una especie de alegre burla y de espíritu combativo contra todo lo que ella consideraba mórbido, laxo y veneno-samente estúpido. Las armas que forjó tuvieron un acabado tan fino que nunca hubiéramos sabido esto de no ser por la vislumbre del horno en el que se fraguaron. Por último, hay dos hechos adicionales que dejaré a la valoración y al análisis de los críticos y perio-distas modernos. El primero es que, al criticar a los románticos, esta escritora realista está muy interesada en criticarlos por lo mismo por lo que el sentimiento revolucionario los ha admirado tanto: por la glorificación de la in-gratitud hacia los padres y por la fácil asun-ción de que los viejos siempre están equivocados. «¡No! -dice el noble joven de Amor yAmistad-. ¡Nunca podrá decirse que agradé los deseos de mi padre!» Y el segundo es que no hay la más leve indicación de que esta inteligencia independiente y este espíritu jo-coso no estuviera contenta con una rutina doméstica que abarcaba pocas cosas y en la cual escribía una historia tan doméstica como un diario en los intervalos entre pasteles y bizcochos, sin necesidad de mirar por la ventana para tener noticia de la Revolución Fran-cesa.

G. K. CHESTERTON

VOLUMEN I

JACK Y ALICE

novela

Dedicada con todo respeto al señor Francis William Austen1, Guardia Marina a bordo del Barco Real Perseverance, por su fiel y humilde Servidora,

LA AUTORA

CAPÍTULO PRIMERO

Hace mucho tiempo, el señor Johnson tenía unos 53 años; doce meses más tarde cumplió 54, algo que le hizo tan feliz que decidió celebrar su siguiente Cumpleaños con una Mascarada para sus Hijos y sus Amigos. Con tal motivo, el Día de su quincuagésimo cumplea-

ños se enviaron invitaciones a todos sus Vecinos. Lo cierto es que sus conocidos en esa parte del Mundo no eran demasiado numerosos, y se limitaban a Lady Williams, al Señor y la Señora Jones, a Charles Adams y a las 3

Señoritas Simpson, quienes componían el vecindario de Tramposería y a su vez la comitiva de la Mascarada.

Antes de ofrecer un relato de aquella Noche, será mejor que haga una descripción a mis lectores de las personas y Personajes que formaban el grupo de sus conocidos.

El Señor y la Señora Jones eran ambos bastante altos y muy apasionados, si bien, por otra parte, tenían bastante buen carácter y eran Personas de buena educación. Charles Adams era un Joven amable, instruido y cautivador; de una Belleza tan deslumbrante que solamente las águilas podían mirarle de frente.

La Señorita Simpson era una persona agradable, tanto por sus Modales como por su Disposición, siendo su única falta una ilimitada ambición. Su hermana Sukey era En-vidiosa, Resentida y Maliciosa. Su cuerpo era pequeño, gordo y desagradable. Cecilia (la más pequeña) era muy bonita pero demasiado afectada para resultar agradable.

En Lady Williams se daban cita todas las virtudes. Era una viuda con una dote nada despreciable y el eco de lo que había sido una cara muy bonita. Aunque era Benevolente y Franca, era Generosa y sincera; aunque Pía y Buena, era Religiosa y amable, y Aunque Elegante y Agradable, era Refinada y Divertida.

Los Johnson eran una familia de Amor, y aunque tenían cierta adicción a la Botella y a los Dados, también contaban con muchas Cualidades estupendas.

Así era el grupo que se reunía en el elegante Salón de la Corte de Johnson, en el cual y dentro del grupo de las Máscaras feme-ninas, la encantadora figura de una Sultana era la más notable. Del grupo Masculino, la Máscara que representaba el Sol era la más admirada de todas. Los rayos que despedían sus ojos eran como los del glorioso Luminario, aunque infinitamente superiores. Tan intensos eran que nadie se atrevía a moverse a menos de media milla de distancia de ellos; de esa forma, su propietario contaba con la mejor parte del Salón para él, ya que éste no medía más de tres cuartos de milla de largo por media de ancho. Finalmente, los Caballeros encontraron que la fiereza de sus rayos era de lo más inconveniente para la concurrencia, ya que los obligaba a apiñarse en una esquina de la habitación con los ojos medio cerrados, por medio de los cuales, por cierto, la Compañía descubrió que se trataba de Charles Adams vestido con su Capa verde de todos los días, y sin máscara de ningún tipo.

Una vez ligeramente disminuido su asombro, su atención se vio atraída por 2 Dominós que avanzaban presos de un estado terriblemente apasionado. Ambos eran muy altos, si bien parecían tener muchas cualidades estupendas.

-Éstos son el Señor y la Señora Jones -dijo el ingenioso Charles.

Y ciertamente lo eran. ¡Nadie podía imaginar quién podía ser la Sultana! Hasta que, por fin, al dirigirse a una bella Flora que estaba reclinada en un sofá en estudiada pose, con un «¡Oh, Cecilia, ojalá fuera de verdad lo que pretendo ser!», el genio siempre vivo de Charles Adams descubrió que se trataba de la elegante pero ambiciosa Caroline Simpson, de la misma forma en que, con toda razón, imaginó que la persona a la que dirigía estas palabras era su encantadora pero afectada hermana Cecilia.

A continuación, la Compañía avanzó hacia una Mesa de Juegos donde se sentaban 3

Dominós (cada uno de ellos con una botella en la mano) muy concentrados en lo que hacían; pero una fémina que representaba la Virtud huyó con apresurados pasos de aquella tremenda escena, mientras una mujer peque-

ñita y gorda que representaba la Envidia se saciaba contemplando, alternativamente, las frentes de los 3 Jugadores. Charles continuó mostrándose tan brillante como siempre y pronto descubrió que el grupo que se hallaba jugando estaba formado por los 3 Johnson, que la Envidia era Sukey Simpson y que la Virtud era Lady Williams.

Los miembros de la Compañía se quitaron entonces las Máscaras y se dirigieron a otra habitación para participar en una Diversión elegante y bien organizada, tras lo cual, y después de que los 3 Johnson hubiesen za-randeado bien la Botella, la comitiva al completo, sin exceptuar siquiera a la Virtud, fue transportada de vuelta a su casa, Borracha como una Cuba.

CAPÍTULO SEGUNDO

La Mascarada dio generoso tema de conversación a los habitantes de Tramposería -

tanto como para tres meses-, si bien ninguno de los participantes fue objeto de tantos comentarios como Charles Adams. La singulari-dad de su aspecto, los rayos que despedían sus ojos, el resplandor de su Ingenio, y el tout ensemble de su persona habían robado el corazón de tantas de las jóvenes Damas, que de las seis presentes en la Mascarada, sólo cinco no se habían enamorado de él. Alice Johnson era la desgraciada sexta, cuyo corazón no había podido resistir el poder de sus Encantos. Por extraño que pueda parecer a mis Lectores que tanta calidad y Excelencia como el hombre poseía sólo hubiese conquis-tado el corazón de esta Dama, será necesario recordarles que el corazón de las señoritas Simpson estaba a resguardo de su Poder, gracias a la Ambición, la Envidia y la Vanidad.

Todos los deseos de Caroline se centraban en un Marido con título, mientras que para Sukey, tanta excelencia superior sólo podía despertar en ella la Envidia, no el Amor; en cuanto a Cecilia, sentía un apego demasiado tierno por ella misma para fijarse en otra persona. Por lo que se refiere a Lady Williams y a la Señora Jones, la primera era demasiado sensata para enamorarse de alguien mucho más Joven que ella, y la última, aunque muy alta y muy apasionada, estaba demasiado encantada con su Marido para pensar en algo así.

Sin embargo, y a pesar de todos los esfuerzos de la Señorita Johnson por descubrir en él un signo de interés hacia ella, el frío e indiferente corazón de Charles Adams, inmu-table ante cualquier ser viviente, preservó la libertad que le era propia. Educado con todos, parcial ante nadie, continuó siendo el encantador y encantado, pero insensible Charles Adams.

Una noche en la que Alice se encontraba un tanto enardecida por el vino (casualidad no del todo infrecuente), decidió buscar consuelo para su desordenada Cabeza y su Corazón Enfermo de Amor en la Conversación de la inteligente Lady Williams.

Encontró a la Señora en casa, como era costumbre en ella, ya que no era muy aficionada a salir y a que, como el gran Sir Charles Grandison,2 rechazaba decir que no estaba en Casa si lo estaba, pues consideraba ese mé-

todo, que entonces estaba en boga y que consistía en desembarazarse de los Visitantes desagradables, no menos que lo que lisa y llanamente se conoce por Bigamia.

A pesar del vino que había estado bebien-do, la pobre Alice estaba extrañamente animada. No podía pensar en nada que no fuera Charles Adams, no podía hablar de nada que no fuera él, y en seguida se puso a hablar tan abiertamente del tema que Lady Williams no tardó en descubrir el afecto no correspondido que la muchacha sentía por él, lo cual despertó su Piedad y su Compasión tan intensamente que se dirigió a ella de la manera siguiente:

-Percibo con demasiada claridad, mi querida Señorita Johnson, que su Corazón no ha podido resistir los fascinantes Encantos de este joven y la compadezco sinceramente.

¿Se trata de su primer amor?

-En efecto.

-Siento un pesar aún mayor al escuchar eso. Yo misma soy un triste ejemplo de las Miserias de la vida, en general en lo concer-niente a un primer Amor, y estoy decidida a evitar una Desgracia similar en el futuro. Espero que no sea demasiado tarde para que usted haga lo mismo. Si es así, esfuércese, mi querida Niña, para protegerse de un Peligro tan grande. Un segundo afecto raras veces se vive con serias consecuencias; contra eso, por tanto, no tengo nada que decir. Protéjase contra un primer Amor y no tendrá nada que temer contra un segundo.

-Señora, mencionó usted algo sobre haber sufrido usted misma la desgracia de la que con tanta bondad quiere que yo me libre. ¿Me favorecería usted con el relato de su Vida y de sus Aventuras?

-Será un placer, corazón.

CAPÍTULO TERCERO

-Mi Padre era un caballero de considerable Fortuna en Berkshire, siendo yo y unos cuantos más sus únicos hijos. Tenía sólo seis años cuando tuve la desgracia de perder a mi Madre y, sien-

do por aquel entonces joven y Tierna, en vez de enviarme a la Escuela, mi padre contrató a una mañosa Institutriz para que velara por mi Educación en Casa. Mis Hermanos fueron enviados a Escuelas acordes con su Edad y mis Hermanas, todas más pequeñas que yo, quedaron todavía al Cuidado de su Niñera.

»La Señorita Dickins era una Institutriz excelente, que me instruyó en los Senderos de la Virtud. Bajo su tutela me hacía cada día más amable, y quizá hubiera alcanzado la perfección de no ser porque mi valiosa Pre-ceptora me fue arrancada de los brazos. Tenía yo diecisiete años. Nunca olvidaré sus últimas palabras: "Mi querida Kitty -me dijo- buenas noches". No la volví a ver -continuó Lady Williams, secándose las lágrimas-. Se fugó aquella misma noche con el Mayordomo.

»Al año siguiente, fui invitada a pasar el invierno en la Ciudad en casa de una parienta lejana de mi Padre. La Señora Watkins era una Dama con Distinción, Familia y fortuna.

En general se la consideraba una Mujer bonita, aunque, por mi parte, yo nunca la creí muy hermosa. Tenía una frente muy ancha, Sus ojos eran demasiado pequeños y tenía demasiado color en las mejillas.

-¿Cómo es posible? -interrumpió la Señorita Johnson, enrojeciendo de rabia-, ¿Cree usted que alguien puede tener demasiado color en las mejillas?

-Desde luego que lo creo, y le diré por qué, mi querida Alicia. Cuando una persona tiene un grado demasiado elevado de rojo en su Tez, su cara ofrece, a mi juicio, un aspecto demasiado rojo.

-Pero, Señora mía, ¿puede tener una cara un aspecto demasiado rojo?

-Sin duda, mi querida Señorita Johnson, y le diré por qué. Cuando una cara tiene un aspecto demasiado rojo, no tiene las mismas ventajas que cuando es más pálida.

-Le ruego que continúe con su historia.

-Pues bien, como le decía antes, fui invitada por esta Dama a pasar varias semanas con ella en la ciudad. Muchos Caballeros la consideraban Hermosa pero, en mi opinión, Su frente era demasiado ancha, sus ojos demasiado pequeños y tenía demasiado color en las mejillas.

-En ese punto, Señora, y como dije antes, debe de estar equivocada. La Señora Watkins no podía tener demasiado color en las mejillas ya que nadie puede tener demasiado color en las mejillas.

-Perdóneme, corazón, si no coincido con usted en ese particular. Déjeme que me ex-plique con claridad. Mi idea del caso es la siguiente: cuando una mujer tiene una gran proporción de color rojo en las Mejillas, es que tiene mucho color.

-Pero, Señora, yo niego que sea posible para alguien tener demasiada proporción de color rojo en las Mejillas.

-¿Y qué pasa, corazón, si lo tienen?

La Señorita Johnson había perdido por entonces toda su paciencia, algo que se acen-tuaba quizá por el hecho de que Lady Williams continuaba inflexiblemente fría. Deberá recordarse, sin embargo, que la Dama, al menos en un respecto, contaba con una gran ventaja sobre Alice; quiero decir, por el hecho de no estar borracha, ya que cuando se acaloraba con el vino y se enardecía de Pasión, tenía muy poco control sobre su Temperamento.

La Disputa terminó por ser tan encendida por parte de Alice que «De las Palabras casi pasó a las Manos». Afortunadamente, el Se-

ñor Johnson entró en la habitación y con cierta dificultad consiguió arrancarla de Lady Williams, de la Señora Watkins y de sus sonro-sadas mejillas.

CAPÍTULO CUARTO

Mis lectores imaginarán quizá que después de un fracaso semejante no podía subsistir la menor relación entre los Johnson y Lady Williams, pero en eso se equivocarán, porque esta Dama era demasiado inteligente para enfadarse por una conducta que no podía dejar de ver como consecuencia natural de la ebriedad, y Alice sentía un respeto demasiado sincero por Lady Williams y una inclinación demasiado grande por su Clarete para no hacer todas las concesiones que estuvieran en su mano.

Unos días después de su reconciliación, La-dy Williams llamó a la Señorita Johnson para proponerle un paseo por un Bosque de Limoneros que se extendía desde la pocilga de la Dama hasta los Abrevaderos de Caballos de Charles Adams. Alice era muy consciente de la amabilidad de Lady Williams al proponerle un paseo como aquél y se sentía demasiado feliz con la perspectiva de ver al final de este paseo uno de los Abrevaderos de Caballos de Charles para no aceptar la invitación con visible contento. No habían caminado mucho cuando la reflexión sobre la felicidad que le aguardaba se vio interrumpida por estas palabras de Lady Williams.

-Me he abstenido hasta ahora de continuar con la historia de mi Vida, mi querida Alicia, porque no deseaba traerle a la Memoria una escena que (ya que parece producirle más rechazo que crédito) creí mejor olvidar que recordar.

Alice ya había empezado a ponerse colorada y a hablar, cuando la Dama, dándose cuenta de su incomodidad, continuó de la siguiente manera:

-Me temo, mi querida Niña, que acabo de ofenderla con mis palabras. Le aseguro que no es mi intención perturbarla con el recuerdo de algo que ya no puede remediarse. Al contrario de lo que mucha gente piensa, no creo que pueda culpársele demasiado, porque cuando una persona se encuentra bajo los efectos del Licor, nunca se sabe lo que puede hacer.

-Señora, esto es demasiado. Insisto en que...

-Mi querida Niña, no se angustie más por el asunto, le aseguro que he olvidado por completo cualquier cosa relacionada con él. No me sentí enfadada en aquel momento, porque me di cuenta todo el tiempo de que estaba usted borracha como una cuba, y sabía que no po-día evitar decir las extrañas cosas que decía.

Pero veo que la perturbo, de modo que cambiaré de tema y desearé que no vuelva a mencionarse. Recuerde que está todo olvidado. Y ahora continuaré con mi historia, pero debo insistir en que no le haré una descripción de la Señora Watkins. Eso no haría sino revivir viejas historias y, como al fin y al cabo usted nunca la conoció, le dará igual que su frente fuera demasiado ancha, sus ojos fue-sen demasiado pequeños, o que tuviese demasiado color en las mejillas.

-¡Otra vez! Lady Williams, esto es demasiado.

Tan irritada estaba la pobre Alice con el re-cordatorio de la vieja historia, que no sé lo que hubiera sucedido de no ser porque otro asunto atrajo la atención de ambas. Una encantadora Joven, que yacía bajo un Limonero, aparentamente presa de un gran dolor, era un asunto demasiado interesante para no atraer su atención. Olvidando su disputa, ambas avanzaron hacia ella con compasiva Ternura y le hablaron en estos términos:

-Bella Ninfa, parece usted acosada por alguna desgracia que, si nos informara sobre su naturaleza, nos gustaría poder aliviar. ¿Nos favorecería con la historia de su Vida y de sus aventuras?

-Con mucho gusto, Señoras, si son ustedes tan amables de sentarse.

Ambas tomaron asiento y ella comenzó a hablar de esta manera.

CAPÍTULO QUINTO

-Procedo del Norte de Gales, donde mi Padre es uno de sus Sastres más principales.

Teniendo una familia muy numerosa, no le costó mucho que una hermana de mi Madre, una viuda bien situada, que posee una taberna en un Pueblo vecino al nuestro, le conven-cieran de que esta última me tomara a su cargo y corriera con los gastos de mi educación. En consecuencia, he vivido con ella los últimos 8 años de mi Vida, durante los cuales contrató para mí a los más cualificados Maestros, los cuales me enseñaron todas las cosas que debe conocer una persona de mi sexo y de mi rango. Bajo su tutela aprendí Baile, Solfeo, Dibujo y varios Idiomas, gracias a lo cual me convertí en la Hija de Sastre mejor educada de Gales. Nunca hubo una Criatura más feliz que yo, hasta que hace medio año...

Pero quizá debería haberles dicho antes que la Propiedad más importante de nuestra Vecindad pertenece a Charles Adams, el propietario de la Casa de ladrillo, aquella casa que ven ustedes.

-¡Charles Adams! -exclamó la asombrada Alice-. ¿Conoce usted a Charles Adams?

-Sí, Señora, para mi desgracia. Vino hará medio año a cobrar las rentas de la Propiedad que acabo de mencionar. Fue entonces cuando le vi por primera vez. Como parece conocerle, Señora, no necesito describirle lo maravilloso que es. No pude resistir sus encantos...

-¡Ah! ¿Quién podría? -dijo Alice con un profundo suspiro.

-Como mi tía mantenía una íntima amistad con su cocinera, decidió, a petición mía, intentar averiguar, por medio de su amiga, si había alguna posibilidad de que éste corres-pondiera a mi afecto. Con este fin, fue una tarde a tomar el té con la Señora Susan, quien en el curso de la Conversación hizo mención de la bondad de su Posición y de la Bondad de su Amo; tras lo cual, mi Tía comenzó a sonsacarla con tanta destreza que, en poco tiempo, Susan le dijo que no creía que su Amo se casara nunca, «porque -dijo-me ha declarado muchas, muchas veces, que su esposa, quienquiera que fuese, debía poseer Juventud, Belleza, Alta Cuna, Ingenio, Merecimientos y Dinero. Muchas veces he intentado -continuó- razonar con él sobre esta resolución y convencerle de la improbabilidad de que encuentre a una Dama semejante, pero mis argumentos no han tenido el menor efecto y continúa tan firme en su resolución como siempre».

»Pueden imaginarse, Señoras, mi descon-suelo al escuchar esto; pues, a pesar de verme provista de juventud, Belleza, Ingenio y Merecimientos, y a pesar de ser la probable Heredera de

la Casa de mis Tías y de su negocio, él po-día considerarme deficiente en términos de Rango y, por lo tanto, inmerecedora de su mano.

»No obstante, decidí dar un paso muy atrevido y le escribí una carta sumamente amable, ofreciéndole con gran ternura mi ma-no y mi corazón. Como contestación, recibí una furiosa y displicente negativa. Creyendo que quizá se trataba más del efecto de su modestia que de otra cosa, volví a insistir sobre el asunto; pero él no contestó nunca más a mis Cartas y poco después abandonó el Condado. Tan pronto como supe de su marcha, le escribí aquí, informándole de que en poco tiempo tendría el honor de esperarle en Tramposería, sin recibir respuesta alguna.

Elegí entonces tomar su Silencio como muestra de Consentimiento. Dejé Gales, sin decírselo a mi Tía, y llegué aquí esta Mañana después de un fatigoso Viaje. Al preguntar dónde estaba su Casa, me indicaron que cruzara este Bosque, y la casa es aquella que ustedes pueden ver. Con el corazón alborozado por la esperada felicidad de contemplarle, entré en la casa y continué avanzando por su interior, cuando me sentí repentinamente cogida por una pierna y al examinar la causa, me encontré con que había caído en una de esas trampas de acero tan comunes en las tierras de los caballeros.

-¡Ah! -exclamó Lady Williams-. ¡Cuánta suerte hemos tenido de encontrarla, porque de otra forma quizá hubiésemos compartido con usted la misma suerte!

-Sí, Señoras, verdaderamente es una suerte para ustedes que yo les haya precedido.

Grité como pueden fácilmente imaginar, hasta que los bosques resonaron con mis gritos y hasta que uno de los criados del Despreciable vino en mi ayuda y me liberó de la terrible prisión, pero no antes de que una de mis piernas se rompiera totalmente.

CAPÍTULO SEXTO

Ante este melancólico recital, los bellos ojos de Lady Williams se encontraban arrasa-dos en lágrimas y Alice no pudo evitar la siguiente exclamación:

-¡Oh, qué crueldad la de Charles, que rompe los corazones y las piernas de todas las que le quieren bien!

Lady Williams, entonces, la interrumpió y observó que la pierna de la joven Dama debía ser atendida sin la menor dilación. Tras examinar la fractura, se puso manos a la obra inmediatamente y llevó a cabo la operación con gran habilidad, algo de todo punto maravilloso teniendo en cuenta que nunca antes había hecho nada semejante. Entonces Lucy se levantó del suelo y, dándose cuenta de que podía caminar con una enorme facilidad, las acompañó hasta la casa de Lady Williams a petición particular de la Dama.

La perfecta figura, el bello rostro y las elegantes maneras de Lucy ganaron de tal modo el afecto de Alice que cuando se separaron, lo que no sucedió hasta después de la Cena, le aseguró que después de su Padre, Hermano, Tíos, Tías, Primos y otros parientes, Lady Williams, Charles Adams y media docena de amigos particulares, la amaba casi más que a cualquier otra persona en el mundo.

Una afirmación tan halagadora hubiera proporcionado lógicamente un gran placer a Lucy, de no ser porque se había dado perfecta cuenta de que la amable Alice se había des-pachado a gusto con el clarete de Lady Williams.

Esta Dama (cuya capacidad de discernimiento era grande) leyó en el inteligente rostro de Lucy lo que pensaba sobre el asunto y, tan pronto como la Señorita Johnson se marchó, se dirigió a ella de esta manera.

-Cuando conozca un poco mejor a mi Alice, no se sorprenderá, Lucy, de ver cómo la querida Criatura bebe un poco más de la cuenta; porque cosas como ésta pasan todos los días.

Esta muchacha tiene muchas raras y encantadoras cualidades, pero la Sobriedad no es una de ellas. En realidad, la familia en pleno es un triste ejemplo de borrachos. Lamento decir que nunca conocí a tres más viciosos del Juego que ellos, Alice en particular. Pero es una niña encantadora. Me imagino que su temperamento no es uno de los más dulces del mundo -¡la verdad es que la he visto en cada arrebato!-, pero es una joven encantadora. Estoy segura de que le gustará. Me cuesta pensar en alguien más amable. ¡Si hubiese podido verla la otra Noche! ¡Qué manera de desvariar! ¡Y por una cosa tan nimia!

Realmente es una Niña encantadora y siempre la querré.

-Según su descripción, parece tener muy buenas cualidades -replicó Lucy.

-¡Oh, miles! -contestó Lady Williams-.

Aunque es posible que sea demasiado parcial y a la hora de ver sus verdaderos defectos me ciegue el afecto que siento por ella.

CAPÍTULO SÉPTIMO

A la mañana siguiente, las tres Señoritas Simpson se dirigieron a la casa de Lady Williams, quien las recibió con la mayor educación y les presentó a Lucy, con la cual la mayor de las hermanas estaba tan encantada que, al despedirse de ella, declaró que su úni-ca ambición en la vida era que las acompaña-ra a Bath a la mañana siguiente, donde se disponían a pasar varias semanas.

-Lucy -dijo Lady Williams- es muy libre de hacer lo que quiera y espero que no dude en aceptar tan amable invitación por ningún tipo de consideración hacia mí. Realmente, no sé cómo podré separarme de ella. Nunca ha estado en Bath y creo que disfrutaría muchísimo con ese viaje. Hable, querida -continuó, dirigiéndose a Lucy-, ¿qué le parece acompañar a estas Damas? Me sentiré terriblemente mal sin su compañía... aunque, claro, sería muy agradable para usted y de verdad espero que vaya. Si decide ir, para mí será como la Muerte... pero, por favor, que esto no la detenga.

Lucy les rogó que le dieran permiso para declinar el honor de acompañarlas, con muchas expresiones de gratitud hacia la extrema generosidad que la Señorita Simpson había demostrado al invitarla.

La Señorita Simpson se mostró muy de-fraudada ante la negativa. Lady Williams insistió en que debía ir, declaró que nunca la perdonaría si no lo hacía y que nunca sobreviviría al hecho de que fuera. En resumen, utilizó argumentos tan persuasivos que, finalmente, se resolvió que debía ir. Las Señoritas Simpson enviaron a buscarla a las diez de la mañana del día siguiente y Lady Williams tuvo pronto la satisfacción de recibir de su joven amiga la grata noticia de que había llegado a Bath sana y salva.

Quizá sea oporturno volver ahora al Héroe de esta Novela, el hermano de Alice, de quien creo que apenas he tenido ocasión de hablar, lo que en parte se deba probablemente a su triste afición al Licor; algo que de forma tan absoluta le privaba del uso de aquellas facultades con las que la Naturaleza le había dota-do y que explica que no hiciera nunca algo digno de mención. Su Muerte se produjo poco después de la marcha de Lucy y fue la Consecuencia natural de esta perniciosa práctica.

Con el fallecimiento de éste, su hermana se convirtió en heredera única de una enorme fortuna, algo que, al darle renovadas Esperanzas de parecer una esposa aceptable ante los ojos de Charles Adams, no podía dejar de agradarle muchísimo. De modo que como el efecto era motivo de Alegría, la Causa apenas podía lamentarse.

Consciente de que la violencia de su afecto no hacía sino aumentar día a día, decidió por fin confiarse a su Padre y expresarle su deseo de que propusiera a Charles una unión entre ambos. Su padre le dio su consentimiento y partió una mañana a exponer el caso al joven.

Siendo el Señor Johnson un hombre de pocas palabras, no tardó mucho en decir lo que te-nía que decir. La respuesta que recibió fue la siguiente:

-Señor, quizá se espere de mí que me muestre contento y agradecido por la oferta que me acaba de hacer, pero permítame que le diga que la considero una afrenta. Señor mío, sepa usted que me considero lo que se dice una Belleza perfecta..., me pregunto dónde podría usted encontrar una figura más hermosa o una cara más encantadora que las mías. Por otra parte, creo que mis Modales y mi Trato son de la más exquisita finura: hay en ellos una elegancia y una peculiar delicadeza que no he encontrado en ninguna otra persona y que me resulta imposible describir.

Modestia aparte, mis dotes para todas las Lenguas, todas las Ciencias, todas las Artes y para todo, son superiores a las de cualquier otra persona en Europa. Mi temperamento es equilibrado, mis virtudes innumerables: no tengo igual. Siendo ésta mi condición, caballero, ¿puede decirme qué significa eso de que desea verme casado con su Hija? Permítame que haga un rápido esbozo de usted y de ella.

Le considero a usted, caballero, algo así como un muy buen hombre, en general; sin duda es usted un Borrachuzo, pero eso no me importa. En cuanto a su hija, no es ni suficientemente bella, ni suficientemente amable, ni suficientemente inteligente, ni suficientemente rica para mí. De mi esposa no espero sino lo que mi esposa encontrará en mí: Perfección. Éstos son, señor mío, mis sentimientos, de los cuales me honro. Sólo tengo una amiga, y me enorgullezco de tener sólo una.

En estos momentos se encuentra preparándome la Cena, pero si desea usted verla, la llamaré. Ella podrá informarle de que éstos han sido siempre mis sentimientos.

El Señor Johnson quedó satisfecho con la explicación y, expresando su agradecimiento al Señor Adams por el retrato que había hecho de él y de su Hija, se marchó.

Al escuchar de su padre el triste relato del poco éxito que había tenido la visita, la desgraciada Alice apenas pudo soportar su frustración y corrió a agarrarse a su Botella, con lo que la frustración quedó en poco tiempo olvidada.

CAPÍTULO OCTAVO

Mientras se trataban estos asuntos en Tramposería, Lucy se dedicaba a conquistar todos los Corazones de Bath. [...]