Animales enfermos - Diana Aurenque Stephan - E-Book

Animales enfermos E-Book

Diana Aurenque Stephan

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Beschreibung

En vez de una obra de erudición filosófica o un manual filosófico, este libro busca llegar no solo a los expertos o iniciados en la disciplina, sino que quiere ser comprensible por todo aquel que se aventure a comprenderse como "animal enfermo" —como nos tituló Friedrich Nietzsche. Si bien este estudio quiere profundizar en esa especial "enfermedad" que somos, esa incapacidad-capacidad que tenemos de jamás contentarnos con el mero vivir, veremos que gracias a ese cuestionamieto existencial podemos ser lo que somos: animales éticos, técnicos, amorosos y, también, por cierto, filosóficos. Justamente porque nacimos carentes de un sentido natural o divino dado de antemano, somos la maravillosa posibilidad de transformación y resignificación. Un maravilloso "animal enfermo" que sabe ser "sano" de una y mil formas; una y mil veces. A lo largo del libro se abordarán una serie de temas de enrome relevancia para la vida —salud y enfermedad, tragedia y sufrimiento, ética y dietética, medicina y terapia, naturaleza y optimización, cuerpos sanos, enfermos y envejecidos, vida y muerte, o incluso, la extraordinaria "enfermedad" del amor—.evidenciando su doble naturaleza médico-filosófica.

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Animales enfermos

Diana Aurenque Stephan

Animales enfermos:

Filosofía como terapéutica

Primera edición, FCE Chile, 2022

Aurenque Stephan, Diana

Animales enfermos. Filosofía como terapéutica / Diana Aurenque Stephan. – Santiago de Chile, FCE, 2022

239 p. ; 21 × 14 cm – (Colec. Filosofía)

ISBN 978-956-289-251-3

1. Salud – Filosofia 2. Cuerpo humano – Filosofía 3. Ética médica – Filosofía 4. Medicina - Filosofia I. Ser. II. t.

LC R723Dewey 601 A856a

Distribución mundial en habla española

© Diana Aurenque Stephan

D.R. © 2022, Fondo de Cultura Económica Chile S.A.Av. Paseo Bulnes 152, Santiago, Chilewww.fondodeculturaeconomica.cl

Fondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de Méxicowww.fondodeculturaeconomica.com

Coordinación editorial: Fondo de Cultura Económica Chile S.A.Diseño de portada: Macarena Rojas LíbanoImagen de portada: Sonia Stephan

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra —incluidos el diseño tipográfico y de portada—, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de los editores.

ISBN impreso 978-956-289-251-3ISBN digital 978-956-289-255-1

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Índice

Agradecimientos

Introducción

Capítulo 1.Necesariamente filosóficos

Capítulo 2.Los “animales enfermos”

Capítulo 3.Filosofía de la medicina

Capítulo 4.Ética y dietética

Capítulo 5.Terapia, sentido y sufrimiento

Capítulo 6.Una salud y las “saludes”

Capítulo 7.Naturaleza y optimización

Capítulo 8.Cuerpo y “cuerpo superior”

Capítulo 9.Vejez y organicidad trágica

Capítulo 10.La muerte y sus paradojas

Capítulo 11.La “enfermedad” del amor

Bibliografía

A mis padres, Sonia y Amadeo,y a mi hermano, David.Su amor es mi orgullo—y “salud”.

Agradecimientos

HEIDEGGER LO SUPO: “pensar” es “agradecer”. Así, estos agradecimientos no pueden sino ser puros pensamientos; respuestas a algo que les antecede. Porque todo lo aquí analizado, propuesto y expuesto es fruto de un diálogo íntimo con quienes me han animado, de distintas formas y en múltiples sentidos, a seguir y reconocer mis propias inquietudes.

Pienso y agradezco en muchas direcciones. A la Universidad de Santiago de Chile (USACH) por fomentar mi desarrollo intelectual con libertad. Al Proyecto DICYT Asociativo N° 031953AS_DAS de la USACH y al proyecto FONDECYT REGULAR Nro. 1210250, de ANID. Ambos han hecho posible que esta investigación sea hoy realidad. Debo mencionar a quienes enriquecieron y editaron con cuidado estas páginas: Lukas Quinteros, Juan Pablo Valenzuela y Francisca Salinas. A la editorial Fondo de Cultura Económica por publicar este manuscrito y, en particular, por la cuidadosa edición de Matías Hinojosa. Gracias de verdad por el permanente apoyo intelectual que he sentido por parte de la editorial. Agradecer también a mis estudiantes, quienes en diversas instancias de diálogo, sea en cátedras, en seminarios o en conversaciones de pasillo, han contribuido a enriquecer mis propias reflexiones. Muy especialmente, quiero mencionar con agradecimiento a Gonzalo Rosas por sus correcciones, comentarios y comprensión lúcida de lo que buscaban estos pensamientos —mi más sincera gratitud.

Pero también quiero reconocer a quienes fueron clave para atreverme a iniciar un camino que se comprometiera no solo con la filosofía, sino con la tarea de acercarla a todos —a vincular la academia con lo público. A Carlos Peña van mis más sinceros agradecimientos por motivarme tan decisivamente a ello y escribir este, mi primer libro en castellano. También hacer público mis agradecimientos a esa comunidad infinita de cariño, ideas y sonrisas que son mis amigos y laten en mis trabajos. Nombrar a cada uno requeriría de un libro entero, pero al menos menciono a quienes contribuyeron activamente a lo que aquí resulta: Tamara Villarroel, Rolando Núñez, Martín De La Ravanal, Sandra Riquelme y Carlos Infante. Y por cierto siempre, a mi maestro, amigo y colega, Raúl Velozo por encender la confianza en mí de entregarme a este amor; la filosofía.

Por último, dejo mi pensar agradecido hacia mis padres y hermano, a quienes dedico este libro. Por su legado infinito en enseñanzas y certidumbres, inspiración y orgullo. Sobre todo, por su amor, que me enseña cada día un poco más a ser lo que soy, y lo fortalece.

Introducción

De tu finalidad, de tu horizonte, de tus fuerzas, de tu impulso, de tus errores y especialmente de los ideales y fantasmas de tu alma depende la determinación de qué habrá de significar salud, incluso para tu cuerpo. Hay por tanto innumerables saludes del cuerpo; y en cuanto más permita levantar de nuevo la cabeza a lo singular e incomparable, cuanto más se olvide el dogma de la ‘igualdad de los hombres’, tanto más tendrá que desaparecer también para nuestros médicos el concepto de una salud normal, junto con el de una dieta normal o el del proceso normal de una enfermedad.

FRIEDRICH NIETZSCHE

DESDE AQUÍ y hasta el final de este libro nos exploraremos bajo una misma premisa: como “animales enfermos”. Dos palabras que por separado entendemos sin problemas, pero que quizás resulten algo más difícil comprenderlas en conjunto. Es cierto que al menos desde la teoría de la evolución de Charles Darwin en adelante sabemos de nuestro parentesco con los animales. Con el despliegue de las ciencias evolutivas contamos cada vez con más antecedentes sobre los orígenes de nuestra especie en su relación y distinción con ellos. Pese a ello, eso de que además de animales se nos adjetive enfermos es bastante menos evidente.

Sobre la enfermedad y la salud sabemos —por lo general— gracias a la medicina. Desde sus tiempos hipocráticos, aproximadamente en el siglo v a.C., la disciplina inaugura una tradición científica donde el tratamiento de la salud y la enfermedad no son asuntos cúlticos o sacerdotales, sino más bien saberes vinculados con una ars medica —con un arte médico. La escuela hipocrática de Cos cultiva el arte de la medicina; la considera una disciplina que puede transmitir y enseñar todo aquello que conoce sobre el cuerpo, su salud y enfermedad.

Pese a lo anterior, la etología, la biología o la medicina no son las disciplinas que orientan este libro —no al menos en un sentido restringido. Se trata más bien de un estudio de filosofía, específicamente, de una obra que podemos ubicar entre la antropología filosófica y la filosofía de la medicina, en cuanto las páginas que siguen son un esfuerzo por retornar a la pregunta sobre lo que somos, sobre lo que nos caracteriza más esencial y distintivamente, con el objeto de dibujar coordenadas posibles, ojalá valiosas, para ubicarnos algo más soberanos en nuestro agitado y movedizo mundo contemporáneo.

Aun cuando existe controversia sobre si el origen de la antropología filosófica —su preguntar filosófico por el “hombre”, como solía decirse antes y que hoy conscientes de la omisión de la mujer y de otras formas no binarias llamamos mejor “ser humano” o solo “humano”—, y el inicio de la filosofía misma pueden efectivamente ser separados, concordaremos que desde principios del siglo XX la pregunta por lo humano se cuida de no postularlo especulativamente. Fiel a ese principio, ella intenta pensarlo en un diálogo permanente con la biología, psicología, antropología evolutiva, entre otras ciencias. Max Scheler, Helmuth Plessner, Hans Blumenberg o Arnold Gehlen son algunos de los más famosos exponentes de un preguntar sobre lo humano que se volvió incluso una corriente filosófica propia en Alemania: la Antropología Filosófica (escrito con mayúsculas). En sus definiciones y propuestas sobre lo humano lo comprenderán constantemente desde su semejanza y diferencia con el animal. Y no puede ser de otro modo, porque, como veremos, somos animales especiales. Ahora bien, para comprender esa forma singular de animalidad que somos se requiere de la filosofía. A lo largo de este libro nos describiremos implícita y explícitamente como bestias filosóficas —tal cual nos bautizó una vez Friedrich Nietzsche.

La propuesta podría encontrar su originalidad precisamente en la forma en que indaga en esta naturaleza bestial nuestra; una naturaleza indisolublemente vinculada con la filosofía. En ese sentido, debemos desde ya aclarar que la filosofía, como aquí es entendida, cultivada y expuesta, es todo menos excluyente. Ella remite, por un lado, e inevitablemente, a una disciplina, a un ámbito del saber humano cada vez más especializado y con una historia sin duda apabullante, pero, al mismo tiempo, significa una posibilidad compartida, abierta en principio a todos y todas por el simple hecho de ser lo que somos: animales enfermos.

La filosofía es, quizás por ello, única en su tipo: una disciplina altamente especializada, profesionalizada incluso, que, empero, es originariamente asequible a todo aquel que se entienda como ser humano, persona, sujeto, o como queramos llamar a lo que somos. Hay algo fundamentalmente abierto de (y en) la filosofía justamente porque es una posibilidad que se nos presenta, nos precisa y hasta nos convierte en humanos, no importa cuántos libros de filosofía memoricemos, ni tampoco cuán rigurosamente estudiemos su origen y su contexto histórico en escuelas o academias. Desde luego, mientras mejor sean los espacios y herramientas para dedicarse a la filosofía —leyendo a los autores en su lengua materna o en bibliotecas nutridas en el área, por ejemplo—, más fructuosa será nuestra comprensión —de nosotros mismos; mientras más tiempo dediquemos a su estudio, mediante cursos informales o formales, con guías de otros y otras que han dedicado su vida para aprender y comentar a grandes pensadores, es evidente que su comprensión nos será también más profunda. Con todo, y sin desmedro de lo anterior, algo profundamente filosófico habita en cada uno de nosotros: una posibilidad salvaje que ni surge ni se limita a la sapiencia catedrática.

Por el solo hecho de ser animales humanos, especialmente “enfermizos”, deambulamos todos ya en la posibilidad de la filosofía. Por cierto, no en el sentido, mal usado popularmente, de que cada uno (hasta una empresa) tiene “su filosofía”. Eso es un error profundo, irritante y sorprendente. Extraña que nadie diga esta es “mi matemática”, “mi ingeniería” o “mi astronomía” al referirse a la visión de mundo que se tiene o a la forma de vida que se elige. Pero son incontables las veces que oímos a las personas referirse a su estilo de vida como “su filosofía”. Hay algo en esta afirmación que es profundamente anti-filosófico, a saber, la presunta seguridad con la que quiere cubrirse una simple opinión con atuendo de legitimidad.

La filosofía puede ser entendida de muchas formas y deberíamos, sin temor, hablar de ella en plural, de filosofías. Pero jamás, y en eso se mantiene fiel a su origen heleno, se trata de una mera opinión. Aun cuando aceptemos, como deberíamos, que no existe una verdad única y extemporal, ello no implica que el juicio personal sea suficiente para alcanzar validez filosófica. Las opiniones singulares deben antes ser evaluadas y pasar la prueba del tribunal de la razón de un modo cercano al establecido por Immanuel Kant, en el sentido de que los juicios, nuestras opiniones y creencias, no sean asumidas ligeramente como ciertas; ni por autoridad, ignorancia o desgano. Estas han de aceptarse luego de ser reconocidas como generalizables, aceptables no por una conveniencia arbitraria, sino por la razonabilidad de sus premisas.

Debido a que contamos con esta capacidad de ser seres razonables, como también nos entiende Kant, logramos hacer este ejercicio. Y estas líneas instan a que cada cual haga lo suyo, y revise con sospecha lo que se afirma. Por ello, este libro va dirigido a todo aquel que quiera inmiscuirse con el problema que somos, sin presuponer que el lector o lectora sepa o no de filosofía. En vez de una obra de erudición filosófica, un comentario sistemático o un manual filosófico, el presente estudio busca no solamente llegar a los expertos o iniciados en la disciplina, sino que quiere ser comprensible por todo aquel que simplemente se interese por leerlo.

El esfuerzo por claridad y proximidad obliga a dejar de lado el tecnicismo docto para dar pie a pensamientos, explicaciones e interpretaciones, en diálogo permanente con sus fuentes, pero dejando de lado la presunción bibliográfica. Una sensación, una actitud o incluso una mirada común es lo que se espera resulten de estas páginas. Si al final de estas reflexiones se reconoce un no filósofo como filósofo, el libro ha cumplido su misión. También si el filósofo o la filósofa encuentra aquí ideas y planteamientos que le lleven a profundizar en ellas, o a cambiar sus aproximaciones iniciales, de igual forma tendrán estas páginas su propia satisfacción. Mas si, adicionalmente, tanto el filósofo como el no filósofo se reconocen cada uno como criaturas “enfermas”, pero maravillosamente “enfermas”, entonces el texto habrá alcanzado su propósito filosófico-terapéutico. Pues desde ahí nace la alegría por las “innumerables saludes del cuerpo”1 venideras —las “saludes” a las que invita la cita que inaugura esta introducción.

Aquella condición singular, bestial y filosófica que nos constituye, la llamamos “enfermedad”. Y con ello, como veremos en su momento, el trabajo establece nexos con temas y cuestionamientos arraigados en la filosofía de la medicina. Esta disciplina, dicho aproximativamente, se preocupa por comprender los supuestos conceptuales y normativos que comandan y subyacen silenciosamente la teoría y praxis médica. En ese sentido, trataremos con una serie de temas que descubriremos en su doble naturaleza médica y filosófica: salud y enfermedad, tragedia y sufrimiento, ética y dietética, medicina y terapia, naturaleza de la optimización, cuerpos sanos, enfermos y envejecidos, vida y muerte, llegando incluso hasta el amor y su locura. Todo esto alineado bajo una única fórmula: reconocernos como orgullosos “animales enfermos”.

En su conjunto, los capítulos mantienen un hilo conductor, pero se salvaguarda a la vez una cierta independencia temática entre sí, para que el lector o lectora comience por donde mejor le parezca. Cada uno, eso sí, construye a la vez un articulado que en su totalidad propone una filosofía terapéutica en un sentido fuertemente influenciado, pero no determinado, por el experimento nietzscheano.

Las páginas sucesivas intentan, por tanto, darle un sentido contemporáneo a la enigmática comprensión de lo humano acuñada hace ya más de un siglo por Friedrich Nietzsche en La genealogía de la moral. Para continuar con las aclaraciones conceptuales y los intereses temáticos, se debe advertir que aquí no interesa comentar desde la inmanencia del pensar nietzscheano ni desde una sapiencia filosófica lo que Nietzsche quiso decir al postular al humano como “el animal enfermo”. Se trata más bien de recuperar una fórmula antropológica que, hoy más que nunca, permite plantearnos la pregunta por lo que somos radicalmente. Un modo que también tendrá eco en las reflexiones de otros tantos pensadores que, en vez de considerar la razón, la cultura y la técnica como el origen noble de nuestras virtudes, observan que estas vienen más bien a compensar, a “sanar” llamamos nosotros, una “enfermedad” y carencia originaria.

Miguel de Unamuno es uno de esos “nosotros”: “El hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad”.2 La “conciencia es una enfermedad” según Unamuno porque permite no solo sentir un dolor presente, sino también padecer por el futuro, por el pasado y por tantas cosas que en realidad no están, pero nos afectan. Pensarnos “enfermizos” abre una posibilidad para comprendernos, tú y yo, lector y lectora del siglo XXI, con una voz nueva y enraizados en un mismo presente; en un mundo hiperconectado, hiperexpuesto, sobrepoblado y tecnologizado, en creciente complejización y dinamismo, y que percibimos cada vez más inestable. La paradoja es especialmente notoria desde la mirada sanitaria, pues no deja de ser curioso que, pese a que vivimos en una era donde, comparativamente hablando, vivimos con mayor control y menos riesgos que nunca, con ciencias y tecnologías médicas preventivas y curativas tremendamente avanzadas, estas no son suficientes para percibirnos ni más sanos ni más plenos. ¿Qué le falta al ser humano para sentirse sano y pleno?

Todo y nada. Este libro ambiciona ser justamente una exposición de aquella conjunción paradojal que somos, criaturas extrañas deambulando entre carencia y abundancia. El “animal enfermo” no puede jamás sentirse del todo sano, como veremos poco a poco, porque no tiene una “salud” estable y predeterminada a la que regresar. No obstante, precisamente por ello, por su condición originariamente “enferma”, deficitaria, puede también ser “sano” de otra forma —y serlo ¡de una y mil formas!—. De esta posibilidad también da noticia el epígrafe de Nietzsche que inicia estas páginas.

El presente estudio trata, por tanto, de filosofía, pero también de medicina. Ambas serán desarrolladas en un marco filosófico muy cercano a la tradición del ars vivendi, del arte de vivir. Esa tradición está representada por pensadores del mundo antiguo como Sócrates, Platón, Séneca o Epicuro, pero también por otros más modernos como Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche o Søren Kierkegaard. Nosotros también indagaremos como médicos-filósofos en lo que sea favorable o dañino para el individuo. En ese sentido, trataremos la “enfermedad” como asunto existencial y antropológico del ser humano, pero ello ineludiblemente se ligará con la salud y enfermedad en el sentido médico.

Aquí cabe, entonces, explicar desde ya que el uso de comillas tendrá un sentido técnico. En las páginas siguientes nos referiremos en múltiples ocasiones a la salud y la enfermedad, pero también discutiremos sobre “salud” y “enfermedad” —entre comillas—. Existen, por tanto, dos sentidos distintos a los que nos referiremos con estos conceptos. Cuando se habla de salud y enfermedad, sin comillas, estos fenómenos son entendidos en un sentido médico tradicional. Enfermedad entonces, por ejemplo, es un resfriado o un cáncer, y la salud indica un cuerpo libre de estas afecciones. Por su parte, cuando nos referimos a la “salud”, “enfermedad” o también al “animal enfermo”, se indica un significado más amplio, filosófico y antropológico, pero que es a la vez, como veremos, punto de inflexión para una concepción de la salud propia y con implicancias médicas. Proximativamente indicamos: Mientras el animal no humano es de suyo “sano” en un sentido originario y biológico —de ser capaz de habérselas en y con su entorno natural, aun cuando enferme médicamente— porque por lo general puede sobrevivir en la naturaleza guiado por mecanismos evolutivos, el humano es “enfermo” desde que nace y no solo porque enferma médicamente. Adicionalmente esta diferencia indica una particularidad que también puede ser comprendida de modo temporal: Mientras que la enfermedad médica puede (a menos que sea terminal o crónica), entenderse como transitoria; la “enfermedad” en sentido existencial es una realidad permanente, una condición antropológica inherente, ante la que tenemos que hacer frente —constantemente.

Con todo, ¿por qué deberíamos interesarnos filosóficamente por la salud y la enfermedad?, ¿no son estos asuntos de los que mejor la medicina debiera ocuparse? La medicina tiene sus tareas y las cumple lo mejor que puede. Sin embargo, el alcance de lo que la salud significa en nuestras vidas, la enorme importancia que le concedemos no es una cuestión en sí misma médica ni solo médica, sino mucho más compleja. Esa complejidad está estructurada por un entramado de asuntos de las más diversas índoles: preferencias individuales, contextos sociales y culturales, cuestiones normativas, elementos antropológicos, posibilidades tecnológicas, variables económicas y políticas, y también, por cierto, por asuntos filosóficos.

Una de las tareas más importantes y cruciales de la filosofía, como veremos, consiste en indagar en los orígenes de nuestras creencias y convicciones; adentrarnos en cuestionar asuntos que parecen evidentes, pero que de algún modo se nos presentan como necesitados de reflexión. O, mejor dicho, de una meditación que hacemos por nosotros mismos y que necesitamos emplear para justificar a ciencia cierta, y no por mera autoridad, su valor o significado. En ese sentido, y dentro de los múltiples temas que la filosofía hace y puede hacer suyos, este libro pone como tema filosófico adentrarnos en la medicina, así como en la cuestión de la salud y la enfermedad. Más precisamente, se trata de pensar en aquello que la medicina es, pero, al mismo tiempo, de exponer la profunda y hoy poco atendida relación que mantiene con la filosofía. Esa vinculación se expresa en la célebre definición nietzscheana del humano como “el animal enfermo”. ¿Puede ser que entendamos mejor al ser humano si la filosofía es considerada también como una forma especial de medicina? ¿Cómo, antes de ello, debemos comprender la relación entre medicina y filosofía? Exponer esta relación, pero también sus diferencias, será tratado en los capítulos siguientes.

Preguntémonos de nuevo: ¿por qué pensar filosóficamente en la medicina?, ¿qué importancia tiene ella además de la evidente tarea de mantenernos sanos, rehabilitarnos o ayudarnos a prevenir y combatir enfermedades?, ¿no es esto un servicio perfectamente justificable de suyo? Pues bien, como vimos, la filosofía tiene la bondad (y condena) de cuestionar lo incuestionado, de poner entre paréntesis la legitimidad de las creencias que moldean nuestra existencia para, con ello, ganar convicciones generadas tras el propio juicio, tras uso del entendimiento. Y quizás esto se vuelve más importante de plantear cuando describimos la forma en que la medicina, o lo médico, aparece cotidianamente.

Atendiendo el presente difícilmente podríamos ignorar el profundo impacto y significado que tiene la salud en las sociedades modernas. No cabe duda de que pertenecemos a una era determinada donde la salud posee un valor fundamental. Como sostiene Robert Redeker con agudeza: “Desde el punto de vista de la sociología, la salud se ha convertido en la preocupación constante y en la única realidad de Egobody”.3 El Egobody, según Redeker, refiere a “un ser en el que el Yo ha sido absorbido por el cuerpo”,4 y que vierte todas sus preocupaciones —biológicas y existenciales— en el campo de lo somático. Ciertamente la salud parece ser un factor común que nos agrupa e involucra a todos; cual nueva religión o culto, se instaura con ribetes de divinidad. Y parece incluso, siguiendo también a Redeker, haberse adueñado de tareas de aseguramiento de la existencia que eran antes materia de la política: “El ascenso contemporáneo de la seguridad al rango de tema político mayor es, ante todo, articulable con la salud, la seguridad no es otra cosa —contrario a lo que generalmente se piensa— que uno de los aspectos de la salud”.5

No obstante, si observamos con más detención, notaremos que salud significa cosas muy distintas. A veces salud se vincula a las normas de la dietética de los antiguos. Bajo ese discurso nos esmeramos por llevar una alimentación saludable, baja en grasas y toxinas y rica en nutrientes; en procurar ejercitarnos regularmente, tener espacios de descanso y esparcimiento adecuados. En internet damos con cuantiosas lecciones para conseguir el anhelado, casi idolatrado, ideal de una vida sana. En esa misma línea, innumerables apps prometen fomentar el mantenimiento y control de la salud. La medicina contemporánea cuenta además con una serie de métodos preventivos y predictivos —desde aquellos relativos a los estilos de vida, pasando por las más modernas pruebas genéticas predictivas para pesquisar riesgos a enfermar— que tienen por propósito garantizar y asegurar la salud al máximo.

Una nueva obsesión, la preocupación por mantener la salud, emerge en paralelo al aumento de las posibilidades médico-tecnológicas para tratar o incluso detectar anticipadamente la aparición de una enfermedad. Precisamente en la medida de que aumenta la sensación de poseer mayor control médico-técnico sobre la salud y la enfermedad, escala con ello, paradójicamente, la sensación de riesgo. Vivimos en tiempos donde la salud no solo se presenta como un bien codiciado ante la presencia de una enfermedad, sino como un asunto que debe estar permanentemente vigilado. La medicina preventiva justamente se encarga de ello, de procurar mantener la salud de personas sanas mediante el seguimiento de prácticas o recursos médicos apropiados. Especialmente en lo que refiere a formas de prevención secundarias, una persona asintomática accede a realizar pruebas de diagnóstico para identificar si existe la posibilidad de que alguna enfermedad se esté gestando en el silencio de los órganos o si se observa algún peligro a enfermar. Una serie de prácticas de esta naturaleza están presentes rutinariamente en la vida cotidiana y son ampliamente conocidas: el control de la presión arterial, la medición del colesterol, la realización de una prueba Papanicolaou, una mamografía o una colonoscopía. En este tipo de diagnósticos la persona es de algún modo comprendida como potencialmente enferma.6

A nivel poblacional, los beneficios de la medicina preventiva secundaria son incuestionables. Gracias a estos análisis anticipados es posible pesquisar el desarrollo de alguna enfermedad en un estadio temprano y ello muchas veces permite mejores tratamientos e incluso salvar vidas. Sin embargo, también trae consigo tensiones. En la medida de que la medicina preventiva no cura, sino que interviene y acompaña nuestras vidas, nos hace objetos de su hacer anticipadamente. Cuando esto ocurre, cuando la medicina está presente sin ser requerida en su dimensión terapéutica, el riesgo a enfermar, así como la inquietud de padecer una discapacidad, se transforma en una preocupación habitual. Lo paradójico es evidente: la prevención puede a veces patologizar sin patología. Tenemos más medicina, pero no por ello, más salud.

El argentino Esteban Rubinstein, médico de familia dedicado a la prevención primaria y secundaria, aborda en su libro Los nuevos enfermos precisamente esta contradicción: “Lo interesante de todo esto es que en la actualidad existen muchas personas a las que los médicos ‘enfermamos’ mucho antes de que su enfermedad se manifieste”.7 Hans-Georg Gadamer observó mucho antes que, en cuanto la salud sea dimensionada en función de valores o de medidas estandarizadas, el resultado inevitable conllevará a enfermar antes de tiempo: “Por supuesto, también pueden establecerse valores estándar respecto de la salud. Pero si uno quisiera imponer a un individuo sano esos valores estándar establecidos, lo único que lograría es enfermarlo”.8

Tanto un filósofo, Gadamer, como un médico de familia, Rubinstein, coinciden en la idea de que evaluar el cuerpo sano a partir de una medida estandarizada puede contrariar su propósito inicial: justamente mantener y promover la salud. Si esto es cierto y la prevención en su afán por conservar la salud, efectivamente, puede enfermar prematuramente, se presenta un conflicto ético con el mandato hipocrático del “ante todo no dañar” —primum non nocere. Y eso, como exploraremos más adelante, es un gran problema para la medicina— y para nosotros.

La preocupación permanente por mantener la salud y evitar la enfermedad, se explica desde una promesa que va mucho más allá de lo puramente médico. El culto a la salud trata de conseguir otros fines y se adecua en múltiples ocasiones a demandas sociales o a satisfacer intereses individuales. Porque en el fondo se cree en la salud como una posibilidad redentora: más salud viene imbricada con la promesa implícita de tener mejores vidas. Tal como la religión prometía una salvación mediante la buena vida moral; la medicina parece prometer una salvación por medio de una vida saludable. Pero ello se debe a que la salud enmascara una multiplicidad de asuntos. Por ejemplo, muchas de las antes aludidas apps vistas con más atención, no ofrecen realmente servicios para vigorizar nuestra salud o evitar enfermar, sino más bien para optimizar nuestra apariencia. Y esa mejora estética, a su vez, por lo general va asociada con una necesidad por gustarse a sí mismo y agradar al otro, y así, ser más pleno. La medicina contemporánea está desbordada de posibilidades que buscan optimizarnos desde un plano muy distinto al puramente médico y, por ello, excede una necesidad estrictamente terapéutica. Aquí caben no solo ciertos tratamientos hormonales para el crecimiento en niños, médicamente innecesarios desde un punto de vista biológico; o las terapias con clorhidrato de metilfenidato (con las conocidas marcas Ritalin, Rubifen, entre otras) para controlar el llamado Déficit de Atención con Hiperactividad (tratado desde los años 90 y cuestionado desde entonces); o la intervención quirúrgica de narices, labios, abdomen o senos para optimizar su aspecto. Sería un error obviar que estas intervenciones tienen un efecto beneficioso en la percepción individual de la salud de las personas, lo que obliga a reconocer tanto los nuevos propósitos y fines de la medicina desde una perspectiva más amplia que la pura curación o prevención, como también una continua cercanía con la idea de una medicalización de la sociedad.

Desde los años 70 una serie de autores denuncian una medicalización de la sociedad.9 En efecto, si consideramos los planteamientos de sus grandes teóricos, como Ivan Illich o Michel Foucault, observaremos que se despliegan en paralelo con la medicina contemporánea. Y esto tiene, a su vez, cambios profundos en la concepción de la salud y la enfermedad de las personas. La medicalización alude a la expansión continua de la medicina, con sus diversos servicios sanitarios e industrias farmacéuticas, en una multiplicidad de ámbitos de las sociedades modernas y a la demanda de la población respecto de estos.10 El concepto es entendido, por lo general, de forma negativa dado que considera que el aparato médico, contrario a sus principios originarios, se ha vuelto una amenaza para la salud.11 Pero la relación hoy es más confusa que nunca.

La salud, como vemos, no se relaciona solo con cuestiones médicas, biológicas o anatómicas, sino que resulta cada vez más evidente que se vincula a intereses sociales, individuales o incluso abiertamente comerciales. Sincerarnos sobre ello no implica sostener que la medicina debe realizar todas sus posibilidades o que estas sean legítimas. Pero tampoco es correcto enjuiciarlas a priori. Es necesario reconocer sus prácticas para luego posicionarlas en el contexto de los seres que somos, radicalmente “enfermos”. Recién tras ello podemos plantear la pregunta por la legitimidad de intervenciones y procedimientos que no se justifiquen con una necesidad médica. Aun cuando, por ejemplo, una operación estética no reconstructiva pueda parecer a primera vista expresión de vanidad o superficialidad, ello no puede ser motivo para desestimar las razones que llevan a una persona a querer realizarla. ¿Cómo podemos tener certeza de que esas intervenciones no sean profundamente necesarias para su bienestar subjetivo? ¿Quién se atrevería a decidir en temas de tan sensible naturaleza y zanjar cuestiones sobre el cuerpo del otro? Ser respetuosos de la diversidad y complejidad que nos constituye obliga a poner bajo sospecha cualquier pretensión normativa fundada en una supuesta humanidad sana.

Este tipo de reflexiones se hace más urgente en sociedades complejas, plurales como la nuestra, con una creciente diversificación de las concepciones de una buena vida. Y seamos cuidadosos: también confiar en una presunta objetividad de la salud asociada a la mirada estrictamente médica puede ser arbitrario. Ello se evidencia sobre todo en que su objetividad va frecuentemente asociada con una cultura que la relaciona a la juventud y al fitness, imponiendo con ello no solo una concepción de la salud sesgada, sino además peligrosamente edadista —reforzando estereotipos negativos de la vejez.

En las páginas siguientes veremos que la salud y la enfermedad importan, sin duda, mas no por sí mismas. Nos interesan en la medida de que nos permiten realizar proyectos vitales. La salud en sentido médico es relevante en cuanto posibilita mantener funciones biológicas y capacidades requeridas para nuestro estar aquí en la Tierra. Sin embargo, somos justamente seres que no se contentan con el puro estar. De ahí que una defensa por la salud, a toda costa, se vuelve problemática. Byung-Chul Han advierte el fenómeno de forma apropiada cuando sostiene que la “defensa de la mera vida” que se observa en sociedades contemporáneas, se presenta como una “absolutización” y “fetichización de la salud”. Según Han el sujeto contemporáneo es un “esclavo moderno” que prefiere la salud antes que la “soberanía y la libertad”. Y por ello, acertadamente, lo compara con el “último hombre” de Nietzsche, quien del mismo modo lo criticaba como preso de “la salud” que se instaura como una “gran diosa”.12 Y señala adicionalmente: “Donde se sacraliza la mera vida, la teología da paso a la terapia; o bien la terapia se hace teológica”.13 La misma intuición de la que habla Han —a saber, la dimensión sacerdotal de la medicina—, la advirtió con la mayor agudeza Nietzsche. De ahí que su filosofía se reconoce como una alternativa terapéutica que compite con la religión, la metafísica y también, con la medicina.

En el famosísimo aforismo titulado “Salud del alma” de La gaya ciencia con el que comenzaba este capítulo, Nietzsche cuestiona la legitimidad de un concepto único de salud válido para todos —crítica que atraviesa orientadoramente este libro—, y además hace una observación que tiene una actualidad inesperada. Cual pensador libre y filósofo desde los huesos, no solo critica el presunto valor objetivo de la salud, sino que al mismo tiempo relativiza la idea de que la enfermedad sea un estado siempre indeseable. A partir de la afirmación del estoico Aristón de Quíos de que “la virtud es la salud del alma”, Nietzsche señala que al reflexionar sobre “la salud y la enfermedad del alma” sería más adecuado “poner la virtud propia de cada uno en su salud”. Y dado que cada cual tiene su propia virtud, es decir, su propio óptimo de realización y completitud, posee también su propia salud. Si esto es correcto, lo que puede ser una virtud y salud para uno, podría ser lo opuesto en otro. Con ello, Nietzsche no solo cuestiona el significado imperante de la salud, sino también de la enfermedad, y de este modo, incluso la rehabilita. Sin duda ello representa un atrevimiento a destiempo, y que recién se instaura como posibilidad médica gracias a los disabilities studies (estudios sobre las discapacidades) en los años 80. Pero la novedad no se queda ahí, pues Nietzsche lleva luego más allá su perspectiva:

“Quedaría abierta por último la gran pregunta de si podríamos prescindir de la enfermedad incluso para desarrollar nuestra virtud, y si en especial nuestra sed de conocimiento y autoconocimiento no necesita del alma enferma tanto como de la sana: en otras palabras, si la voluntad exclusiva de salud no es un prejuicio, una cobardía y quizás un resto de atraso y de la más sutil barbarie”.14

La seguridad con que la salud se presenta como un valor incuestionado, nos dice Nietzsche, tal vez no es más que “un prejuicio, una cobardía y quizás un resto de atraso y de la más sutil barbarie”. Un “prejuicio” en tanto una predisposición, una propensión a aceptar que la salud es una, pese a que no ha sido realmente validada por el juicio propio; una “cobardía”, porque seguir una terquedad tan dominante implica someterse a una concepción que domina, aun cuando la propia “salud” pueda ser otra y su defensa requiera de valentía para asumirla o concebirla; “un resto de atraso y de la más sutil barbarie”, porque impide realmente encontrar el espacio humano de “salud”, distinto de la salud meramente biológica y médica. Homogenizarnos, para Nietzsche, es en cierto modo barbarizarnos. ¿Y no es esto último, una imagen atlética, delgada y juvenil, lo que pretenden vendernos muchas apps, gimnasios y medios de comunicación como salud?

Como decíamos, la constante preocupación por la salud es una cuestión que observamos a diario. Y, por más que parece relacionarse con los avances de las ciencias y las tecnologías, su tiranía más bien se muestra a veces como una barbarie. Aunque suene extraño, el resguardo por la salud como un bien superior requiere justificación.15 Incluso en una pandemia como la vivida por el coronavirus SARS-CoV-2 quedó de manifiesto que la sola protección de la vida por la vida tiene como coste esa misma vida que busca resguardarse: la vida en su más propio sentido humano. Y esto por cierto no puede sorprender: El humano es bíos, la palabra del griego para decir vida, pero también pertenece a la zoé, a la vida física y elemental, aun cuando no se restrinja solo a lo material. Así, los griegos notaron tempranamente la ambivalencia que constituye al ser humano: el humano vive, es bíos, pero también es un zoon logon echon, es decir, un ser vivo encarnado como el zóon a-logon, el animal sin logos. Esa condición intermedia del humano, su ser terrenal y celestial a la vez, esa conjunción tensa, somos. A eso justamente llamamos “enfermos”. La vida humana es más que la vida biológica y al mismo tiempo, no es posible sin ella. Por eso, el argumento de la protección de la vida por ser considerada un bien en sí mismo se ha transformado en un instrumento retórico muy potente en debates bioéticos; no obstante, no es más que eso, un arma lingüística, acaso también emocional, con poco contenido.

A menos que mantengamos convicciones bíblicas o de otro tipo teleológico que singularicen la existencia humana como un hecho absolutamente valioso —imago Dei, se nos llamaba— carecemos de una demostración que justifique sentirnos tan especiales. Históricamente hablando, ni considerando nuestro origen ni mucho menos nuestros actos, tenemos algún tipo de evidencia para creernos realmente excelsos. No necesitamos ser dogmáticos de la ciencia para admitir la insignificancia humana, basta recordar que un virus nos mantuvo planetariamente hipotecando la vida, sin importar plegarias. Y lo cierto es que rogativas jamás han servido contra pestes —desde antaño—. Pero, de un Dios dispuesto a sacrificar a su hijo, que nos predispone a la culpa gracias a su generosidad redentora ¿qué más? Preguntémonos sinceramente, ¿qué más podríamos esperar? Blasfema es por cierto siempre la idea de que nuestra vida no es intocable, sea en la libertad del suicidio, como en la eutanasia, o en la de intervenir nuestros cuerpos o el de futuros hijos e hijas. De estas reflexiones blasfemas se trata buena parte de este libro.

Pero ¿qué pasa si hacemos el esfuerzo de volvernos realmente humildes, no como enmascara la tradición judeocristiana donde “solamente” somos los únicos hechos a imagen y semejanza divina, sino concebirnos pequeños de verdad? Asumidos como resultado del azar natural, sin plan ni destino cierto, sin misión a ejecutar; pero dolientes, porque tenemos consciencia de lo que somos y podríamos ser. Muchos filósofos, como veremos a lo largo de este trabajo, han sostenido que uno de los dolores más grandes es sabernos mortales. Sin duda lo es. Pero mirando con atención, y conscientes de que la preocupación por la muerte siempre remite de algún modo a una preocupación por la vida, quizás habría que empezar a pensar ese agobio desde otra perspectiva. En un mundo hiperconectado e hiperexpuesto como el nuestro, más que el abatimiento por la muerte, en cuanto tal, lo que parece irritar más vivamente es su reverso: la certeza de que las posibilidades son infinitas, pero indisponibles. El gran dolor es saberse posible como siendo otro, innumerables otros, pero forzosamente siendo una única biografía encarnada.

Sería un error creer que la muerte indigna homogéneamente a toda la humanidad: la muerte también a veces se busca, se permite y anhela —como en tantos países donde se permite la eutanasia o el suicidio asistido. Lo tortuoso no es la muerte, sino su significado como expresión radical del límite que somos, al mismo tiempo que nuestro vivir se despliega extensivo, lleno de proyectos, sueños, aventuras y desborde. Somos la extraña contradicción de quien sabe, siente y toca el infinito, pero que muere un poco a diario. Y si hubiéramos sido creados, ¿no parece más bien una crueldad que se nos regale la capacidad de distinguir entre necesidad y contingencia, duración y extinción, para que se nos impida intervenir la vida? Sin duda, ignorance is bliss —la ignorancia es una bendición. La cuestión exaspera porque es contradictoria: somos dioses en nosotros mismos, en la verdadera gestación de nuestra identidad y nuestros proyectos vitales, pero impotentes en el escenario del mundo. ¿Cómo aceptar que somos a la vez una nada biológica, cósmica también, irrelevantes para la historia en cuanto individuos, pero constructores de ella misma y generadores responsables del mundo? ¿Cómo no va a indignar sabernos ínfimos, cual micropartícula de arena perdida en algún mar, pero precisamente desde ahí, brillando, creyéndose cada una el mar?

Si nos reconocemos como contradicción, comenzamos a entrevernos como “enfermos”. Y a partir de ello, mientras más nítida aparezca la “enfermedad”, se esboza por sí misma una genuina oportunidad de “sanación”. Algo esotérico suena esto, por cierto, pero en el más genuino sentido etimológico, como algo que tiene que ver con lo más propio o interno. Este libro busca, en síntesis, que nos despojemos del ideal de una presunta salud, a la vez que nos sumergimos en nuestra condición híbrida. Si asumimos la contradicción extraña y mixta que somos, emerge una dimensión existencial inédita: una posibilidad terapéutica que es siempre profundamente filosófica.

1 Nietzsche, F. “La gaya ciencia”. En: Obras Completas. Volumen III. Obras de MadurezI. Madrid: Tecnos, 2014, p. 800.

2 Unamuno, M. de. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Madrid: Alianza editorial, 2008, p. 37.

3 Redeker, R. Egobody. La fábrica del hombre nuevo. Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 92.

4Redeker, R. Ibid., p. 9.

5Redeker, R. Ibid., p. 91.

6 Cf. Aurenque, D. “El ‘paciente sano’: desafíos éticos de la medicina preventiva”. Santiago de Chile: en Revista Médica de Chile, 145(6):790-794, 2017.

7 Rubinstein, E. Los nuevos enfermos. Ventajas y desventajas de la medicina preventiva. Barcelona: Nuevos Emprendimientos Editoriales, 2016, p. 65.

8 Gadamer, H.-G. El estado oculto de la salud. Barcelona: Gedisa, 2001, p. 123.

9 Illich, I. “Némesis médica”. En: Obras reunidas I. México D.F: Fondo de Cultura Económica, 2013; Conrad, P. The Medicalization of Society. On the Transformation of Human Conditions into Treatable Disorders. Baltimore: The John Hopkins University Press, 2007; Rose, N. The Politics of Life Itself. Biomedicine, Power, and Subjectivity in the Twenty-First Century. New Jersey: Princeton University Press, 2007.

10 Illich, I. “Némesis médica”. Op. cit., p. 440.

11 Cf. Aurenque, D. & De la Ravanal, M. “Medicalización, prevención y cuerpos sanos: la actualidad de los aportes de Illich y Foucault”. En Tópicos. Revista de Filosofía, (55):407-437, 2018.

12 Han, B.-C. La agonía del eros. Barcelona: Herder editorial, 2014, pp. 18-19.

13 Han, B.-C. Ibid., p. 19.

14 Nietzsche, F. “La gaya ciencia”. Op. cit., p. 800.

15 Cf. Loewe, D. Ética y coronavirus. Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica, 2020.

CAPÍTULO 1

Necesariamente filosóficos1

[La filosofía concebida como madre de todas las ciencias] Ya hace mucho que no lo es; pero sobrevivirá entre nosotros como fenómeno humano, mientras en esta Tierra vivan hombres pensantes. Se puede declarar, muchas veces, muerta a la filosofía; pero eso no le acusará ningún daño.

HANS-GEORG GADAMER

EN TIEMPOS como los actuales, cuando a nivel global se vivencian una serie de urgencias de diversa índole —sanitarias, políticas, humanitarias, económicas, climáticas, por nombrar algunas—, pareciera ser más necesario que nunca repetir la pregunta sobre “¿por qué importa la filosofía?”.2 En efecto, vivimos convulsionados, revueltos por múltiples conflictos humanos, y no solamente humanos, que exigen a todas las disciplinas y ciencias, incluidas las ciencias sociales y humanas, su contribución para enfrentarlos. La filosofía no se exime de aquella exigencia.

El rol que asumió la filosofía en plena pandemia por el SARS-CoV-2 durante el 2020 y 2021 lo confirma. Durante el inicio de la crisis sanitaria, la mayoría de los intereses privados, públicos, disciplinares y transdisciplinares se focalizaron en pensar y proponer estrategias para enfrentar de la mejor forma posible la emergencia que nos afectaba a nivel planetario. Sin embargo, además de las cuestiones médico-epidemiológicas vinculadas a la protección de la salud de la población, justamente durante la pandemia ocurrió una explosión de filosofía.

Así como en el pasado fueron guerras o pestes los hechos que impulsaron notables reflexiones filosóficas, también hoy una nueva catástrofe motivó a muchos pensadores a nivel global a interpretar filosóficamente el impacto de este nuevo virus en nuestro mundo. Giorgio Agamben, Slavoj Zizek, Jean-Luc Nancy, Byung-Chul Han, Judith Butler, Alain Badiou, Markus Gabriel y Paul B. Preciado son algunos de los nombres más famosos que componen el índice del libro Sopa de Wuhan. Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemia,3 de libre acceso y que apenas fue publicado se viralizó rápidamente por redes sociales. Pero el inventario de filósofos y filósofas que intentaron pensar la pandemia es muchísimo más largo e incluye, por cierto, a representantes de nuestro territorio.4 Esta situación puede ser leída de varias formas, pero naturalmente da cuenta de un hecho antropológico ineludible. Tanto el interés de la comunidad filosófica por expresarse y tomar postura ante este fenómeno que, de súbito, cambió el curso normal de la vida; como la buena recepción popular (indudable, muchísimo mayor que la académica) ante estas meditaciones por parte de una comunidad lectora atenta, demuestran que somos una especie animal sumamente curiosa. Pues, en medio de una pandemia, y enfrentados a un fenómeno que nos ha puesto en riesgo en lo más elemental, aun así, había tiempo y hasta necesidad de filosofía.

Incluso en los momentos donde otros asuntos son evidentemente más urgentes que el pensar, como satisfacer el hambre, curar la enfermedad o mantener la vida, en vez de pasar a segundo plano, la filosofía se posicionó como una disciplina tan importante o incluso a la par que la medicina. Ella, como ámbito especial donde el pensar se experimenta, no nos incumbe porque nos ofrece una oportunidad laboral, ni una formación docta apreciada por y desde sí misma, ni mucho menos por brindar un consuelo salvador. Su importancia e incluso su carácter necesario para el humano, como veremos en este capítulo, se vincula a que ella compete a una posibilidad peculiar del “animal enfermo”, de la bestia filosófica que somos. La filosofía no solo contribuye al desarrollo de la historia de las ideas para engrosar la vanidad de su especie. Muy primordialmente, comparece innecesaria bajo la mirada naturalista y biológico-médica, pero absolutamente indispensable para una “salud” humana.

Si bien todo este libro se basa en el supuesto de la capacidad terapéutica de la filosofía, antes de ahondar en esta deberíamos despejar algunas dudas respecto de lo que constituye la filosofía verdaderamente. Ante todo, replantearnos la pregunta por su legitimidad en general, para luego aproximarnos a su dimensión terapéutica. Por lo pronto, se hace urgente la pregunta por el aporte de la filosofía, la justificación de su enseñanza curricular, de su cultivo académico o informal, así como la importancia de su divulgación. ¿Por qué escribir y leer un libro de filosofía en tiempos donde se demandan acciones? ¿Cómo se justifica robarle al lector o lectora un poco de su valioso tiempo —algo tan escaso en nuestros días— para dedicarlo a pensar filosóficamente sobre lo que somos?

Plantear una justificación acerca del valor de la filosofía para el mundo actual, en especial para nuestra sociedad chilena, fue hace poco motivo de un agitado debate público en nuestro país. Lo anterior suscitado ante la desafortunada propuesta del Consejo Nacional de Educación (CNED), por suerte desestimada, de eliminar la asignatura de filosofía del currículum nacional secundario. Ahora bien, independiente de la coyuntura específica que circunscribió la polémica en Chile, lo cierto es que la pregunta por la justificación de la filosofía es tan antigua como la disciplina misma. Y ello no es casualidad. El famoso encuentro entre Tales de Mileto y un pueblo que se mofaba de él —hito ampliamente conocido en la historia de la filosofía— nos representa precisamente aquella profunda incomprensión que en muchas personas genera el valor o incluso el significado de la filosofía. Georg Hegel, en una de sus lecciones —como antes lo haría Aristóteles o después Martin Heidegger—, relata la anécdota:

“Mirando las estrellas y observándolas cayó él [Tales] en una zanja, y la gente se burló de él por cómo podía ver las cosas celestiales, si él ya ni siquiera podía ver lo que estaba bajo sus pies”.5

La anécdota refiere a una de las incomprensiones más típicas acerca de la praxis filosófica. Ella nos cuenta del prejuicio que se tiene de los filósofos: Tales de Mileto, en vez de preocuparse de lo que le concierne de forma inmediata y necesaria, su propia existencia en la tierra, o el suelo bajo sus pies, se ocupa de asuntos abstractos, lejanos y oscuros —Tales estaría volando en sus propios pensamientos—. Aquella visión del filósofo, como quien no tiene los pies en la tierra, es comprensible en cuanto la filosofía desde sus orígenes metafísicos buscaba y se preguntaba por los principios más generales que permitían explicar la realidad en su totalidad. Sin embargo, de esa pretensión sería un grave error considerar que la filosofía se aparta o se desentiende del mundo concreto y sus asuntos.

Muy por el contrario, la filosofía surge desde siempre como una reflexión con y a partir del mundo, como una necesidad de dialogar y pensar desde donde se habita. Ella guarda una concordancia profunda con la vida concreta y encarnada del ser humano. Miguel de Unamuno observó esto agudamente: “La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción”.6 En ese sentido, la filosofía permite formarnos una mirada integral sobre lo que somos y lo que nos rodea; construir un acceso propio, reflexivo hacia nosotros mismos que, a su vez, es responsable de un estar más despierto para nuestro actuar en el mundo. Unamuno dirá por eso que, a diferencia de otros conocimientos y saberes que nos brindan instrucción para ámbitos determinados de la vida humana, la filosofía “se refiere a nuestro destino todo, a nuestra actitud frente a la vida y al universo”.7 Y esa actitud que es simultáneamente vital y filosófica, comienza con una forma especial de comprendernos y comprender nuestro lugar en el mundo. Siendo así, y volviendo a las reflexiones del comienzo, que la pandemia haya sido objeto del interés de filósofos y no filósofos se explica justamente porque ante una semejante situación de crisis y pérdida de estabilidad de la existencia, la mirada filosófica busca plantear una explicación, un sentido unitario al fenómeno que contenga una forma de comprenderlo, y eso, curiosamente, logra serenar el espíritu. La filosofía casi nunca puede, en realidad, resolver un conflicto, pero el entender mejor lo que es el problema, nos permite posicionarnos mejor ante este.